Heinz
«What an empty episode!», said Eliza. «It seems to have no meaning».
«It has none», said Sir Robert. «So we will not give it one. We will not pretend that something has happened when nothing has».
Ivy Compton-Burnett, The Last and the First
1
Empezaremos por una ronda de engaños. Miro una fotografía de un grupo de gente entre la que me encuentro yo mismo. Ahora voy a fingir que no conozco a nadie de la foto, tampoco a mí. ¿Qué veo entonces? No, voy a redoblar el engaño. Cuando miro por la ventana desde el lugar donde estoy escribiendo, veo un prado y una estrecha carretera comarcal que dobla hacia la izquierda. El asfalto está mojado. Es invierno, pero no hay la nieve habitual en esta temporada del año. Los árboles de enfrente están pelados. Abedules, un pino muerto, un pequeño estanque. Al lado hay una tumba sin lápida. Al fondo, un segundo y un tercer prado. La tierra está encharcada, es cenagosa, lo sé por mis paseos. A lo lejos se extienden unos bosques como un parapeto negro.
Puede que parapeto no sea el término más apropiado en este caso, pero mantiene cierta relación con «engaño».
El idioma se hereda. Uno no es nunca del todo uno mismo cuando habla, lo cual también ayuda a sostener la mentira. Si hiciera buen tiempo, divisaría desde aquí los Alpes, con lo que la ficción sería más flagrante todavía, pues en la fotografía que tengo aquí sobre la mesa no hay ni rastro de montañas. Observo a las demás personas. Ellos —debo mantener el «ellos», el «nosotros» vendrá más adelante— se encuentran en un paisaje mediterráneo. Están muy lejos de aquí, tanto en el espacio como en el tiempo. Un grupo de gente vistiendo ropa de sport con el cabello al viento. Cinco hombres, dos mujeres y medio perro. Si la foto hubiera tenido un centímetro más por la derecha, se habría podido apreciar si la oreja izquierda del perro blanco era negra como la otra. Al fondo se ve una vieja carreta campesina. ¿Qué clase de juego es ese de fingir que no conozco a esta gente? ¿Acaso pretendo desvelar sus secretos? ¿Sólo con mirarlos? ¿O es que quiero convertirlos en extraños precisamente porque conozco sus secretos? Todos ellos han vivido unos cincuenta años, hasta ahí la cosa está clara. No es gente con problemas económicos, eso se ve. Pertenecen a la clase acomodada. Visten prendas deportivas.
Tal vez estén a punto de salir de caza o de ir a cuidar sus caballos. Si alguien encontrara esta foto, hoy o dentro de cincuenta años, ¿qué pensaría? Si lo hiciera hoy, ¿sentiría curiosidad? ¿Le apetecería a ella conocer a los hombres de la fotografía? ¿Le resultarían a él atractivas las mujeres? Dentro de cincuenta años las preguntas serán otras. Entonces todos los que aparecen en la fotografía se hallarán en el reino de los muertos o serán tan viejos que ya no parecerán de este mundo. Durante un breve segundo la contemplación de la foto se torna un ejercicio melancólico, pero sin grandes consecuencias. Los muertos gozan de pocos derechos. De modo que los dejo vivir y hago como que esa foto representa el presente, un presente en el que esos siete individuos miran a un fotógrafo, o fotógrafa, invisible. Sólo uno de ellos, el hombre de la gorra, ríe. Los demás esbozan una sonrisa, nada más. No sabemos si conocen al fotógrafo o fotógrafa, probablemente sí, pues ninguno de ellos posa para la foto. Simplemente están ahí de pie, en una fila más o menos fortuita, el rostro vuelto hacia la cámara. Dentro de un par de segundos la fila se deshará y ellos volverán a hablar entre sí. Bien, narrador, ¿hacia dónde quieres ir con todo eso? Sólo si padecieras alzhéimer, habrías olvidado quiénes son esas personas. Sí, me refiero a ti. Uno de los siete eres tú mismo, dos de los hombres no los conoces, de modo que quedan cuatro, y sobre uno de esos cuatro quisieras contar algo, porque es el único que ha muerto. ¿A qué viene tanto misterio? ¿Acaso pretendes hacer de esto algo más de lo que es? En la novela o el cine, el drama existe únicamente porque ha sido eliminada su extensión, porque es posible concentrarlo en una lectura de un par de noches o en una cinta de dos horas, pero ¿y luego qué? En la vida real existen episodios que podemos llamar dramáticos, sí, pero para transformarlos en arte es necesario comprimirlos y sintetizarlos. La extensión era una virtud en el siglo XIX: Stendhal, Trollope. Pero nosotros ya no la toleramos, la mente se nos distrae continuamente. Nuestro caos despoja a los relatos de su forma y los hace confusos. En una buena historia, el tiempo ha sido abolido y a la vez está presente. En las fotografías importa siempre quien no aparece en ellas, pero ¿cómo sabemos quién falta? Quiero decir que uno no puede saber quién falta si no conoce a la gente de la fotografía. Esa es la diferencia. Heinz está al lado de su mujer, pero su primera mujer no está. ¿Heinz? El cuarto por la izquierda y el cuarto por la derecha. Sin contar el perro, él se encuentra justo en el centro de la foto. Tiene un nombre alemán, pero no es alemán. El centro. De ese grupo y de esta historia. No he mantenido mucho rato la ficción del engaño, es obvio que conozco a todos los que están en la fotografía. ¿Por qué lo he intentado entonces? ¿Me permite explicárselo al final?
2
El arte de Liguria. Quien haya leído Ossi di seppia de Eugenio Montale sabe lo que eso significa. Huesos de sepia. Detrás de la costa devastada existe todavía un paisaje clásico. Cierra los ojos y verás pasar un ejército romano, camino de la Galia, dirigiéndose hacia nosotros. Las sepias son moluscos, con la peculiaridad de que cuando abandonan la vida no dejan atrás un caracol o una concha, sino sus huesos, un objeto extraño, un poco calcáreo, de color blanco y de forma oval, que no es duro sino poroso y que antaño solía verse en las jaulas de los canarios. No como alimento, creo yo, sino para mantener afilados los picos de los cantores. Al parecer, para Montale, esos huesos de sepia eran el símbolo de su tierra, no sin razón. Un residuo calcáreo de la vida, el suelo rocoso, la frágil arenisca donde crecen cipreses y encinas, cactus y limoneros. En el interior, cerca del mar, hay viejas granjas, como aquella frente a la que nos encontrábamos aquel día de no sé qué año; el tiempo es siempre lo primero que se me escapa. El hombre de la gorra era un vendedor, y era quien más reía. De poco le sirvió, pues nadie le compró nada. Era el único italiano del grupo, y Heinz y yo los únicos holandeses; los demás eran ingleses. Ninguno de nosotros vivía en la ciudad de la costa, sino que teníamos nuestras casas en los pueblos antiguos y en las colinas de los alrededores. Ahora ha llegado el momento de describir la foto. Pero antes una advertencia: ¿cuándo se convierte algo en drama? Tal vez debiera recurrir a la antigua definición de obra dramática como la camisa de fuerza de las unidades de tiempo, lugar y acción. Si alguien espera eso, saldrá desengañado. Drama hay de sobra en esta historia, pero sin camisa de fuerza, y por consiguiente, sin arte. No hay culminación ni desenlace. Los últimos tres actores de este drama fueron Heinz, una paloma y la muerte. Yo me limité a observar, como hago siempre, y Molly se escondió entre bastidores. Pero los actores se tomaron su tiempo, hacía ya mucho que habían abandonado el texto y la sala se había quedado vacía. Todo se prolongó más de la cuenta. Heinz se quedó solo con su obra, al igual que Philip y Andrea, en la foto a ambos extremos de la fila, sin contar con el vendedor. No es algo fortuito, no es casualidad. Ahora recorro la imagen de izquierda a derecha. El vendedor, ese del gorro y la risa. Él puede irse. Después de él vienen los personajes que verdaderamente cuentan. Non dramatis. El primero es Andrea. Empezando por abajo: zapatos blancos de excursionista, un pantalón negro ceñido, una camiseta blanca larga, un abrigo corto de lana de rizo, una especie de astracán blanco, si es que existe tal cosa. Tal vez fuera de imitación, quién sabe. Ella es una de esas mujeres en la que lo artificial parece auténtico. Tiene el porte de una amazona, aunque puede que yo lo vea así porque sé que lo era. Estuve un tiempo enamorado de ella, lo intentamos pero no funcionó. Se alimentaba del tabloide The Sun y por lo demás sólo existían los caballos en su vida. Andrea no se creía que fuera eso precisamente lo que me atraía de ella. In your secret heart you are an arrogant intellectual, you laugh about me. Su afirmación era absolutamente falsa, pero no había manera de demostrárselo. ¿Has visto alguna vez a una mujer cabalgando por unas colinas a la caída de la tarde? El atavismo siempre vence a la prensa sensacionalista. Nobleza eslovena, aunque de esas cosas no habla un inglés. Too ridiculous. El padre de Andrea, antisemita y gran aficionado a los caballos, huyó de Tito y se casó en Inglaterra con una mujer rica. Al lado de Andrea hay un vacío de dos metros, un par de sacos de trigo contra la pared y a continuación el navegante desconocido que estaba ahí casualmente aquel día. Tiene la expresión franca, amable. No lleva abrigo, está acostumbrado al frío del mar. Y luego Heinz, grande y orondo. Él es el motivo por el que he pretendido fingir que no conocía a ese grupo de gente. Quería comprobar si en esa imagen podía detectarse su futura destrucción, pero por mucho que miro, no hay nada que ver, ni ahora ni mucho menos dentro de cincuenta años. Ni siquiera me vale lo que ya sabía entonces. Un hombre grueso con un jersey negro de cuello vuelto, la chaqueta abierta, el pantalón astroso, zapatos inapropiados; todo lo contrario de su mujer Molly, que está, todavía, a su lado. Ella habla un inglés como el de Philip y Andrea, no el de Oxford, sino el relacionado con el mundo de los Jaguar, el críquet y los caballos y también con los tabloides de grandes titulares y carnes desnudas en la página tres. Pijos, nada de libros, con eso está todo dicho. Expatriados, aunque la patria no está a más de dos horas de vuelo y la lengua está en todas partes, al contrario que el fisco. Molly. Ella también lleva gafas de sol, de bordes blancos. Algunas mujeres inglesas no muestran nunca su verdadero rostro. Tous les Anglais sont fous par nature ou par ton, dijo Chateaubriand desde su tumba y eso vale también para las mujeres.
Un chal blanco suelto sobre los hombros, el cabello rubio dorado, un abrigo tres cuartos de paño escocés. La última vez que la vi era una anciana encorvada que caminaba por la carretera comarcal con un perrito. No me reconoció. Aquí en la foto estoy a su lado, una edición antigua de mi camaleónico yo. Para hacer la foto, mi mujer debió de subirse a la mesa alemana sobre la que estoy ahora acodado. De modo que era una fotógrafa, no un fotógrafo. Siguiendo la dirección de mi mirada gracias a las leyes de la perspectiva, puedo ver con exactitud dónde debieron de estar los pies de Andrea, en las rocas resbaladizas de color arenoso. Yo llevo una corbata, el nudo también suelto. Pese al tiempo transcurrido aún recuerdo cuál era, una verde a cuadritos escoceses. Durante nuestro viaje épico de la nada a la nada vamos dejando un rastro infinito de prendas de vestir. A veces las echo de menos, razón suficiente para no ponerme a mirar fotografías antiguas con demasiada frecuencia. A mi lado, Philip. Zapatos de ante, chaqueta guateada, el cabello blanco al viento, ya entonces. Tiene la voz de mando de su padre, quien en cierta ocasión me habló de todas las batallas que se perdió en la guerra. Montecassino, porque tras beber demasiada ginebra tropezó con una estaquilla de su tienda; El Alamein, porque sus orderly le despertaron demasiado tarde; en Jerusalén, porque le tocó el mando de un ejército femenino. Philip y Heinz se dedicaban juntos a la venta de terrenos y casas. Philip se divorció más adelante de Andrea por culpa de los caballos. Only time for those goddam horses. Out in the morning at six. Never at home.
Pero esta no es la historia de Philip y Andrea. Es la historia de Heinz.
3
Entre todos los puestos que asigna el Ministerio de Asuntos Exteriores, el de vicecónsul honorario debe de ser el de inferior categoría. Honorario quiere decir no retribuido y vice indica que probablemente exista alguien que no lleve vice antepuesto a su título. Pero en el caso de Heinz la cosa era diferente. No tenía a ningún superior encima de él, afortunadamente. Una ciudad portuaria en una zona turística con gran afluencia de holandeses debe tener un consulado. Los holandeses en el extranjero se mueren, son detenidos, sufren accidentes de tráfico, pierden su dinero o su pasaporte o ambos a la vez, y en tales casos el poderoso brazo de la autoridad nacional debe extenderse más allá de las fronteras para socorrer a los infortunados. A cambio de ello, al cónsul honorario, que por regla general es un hombre de negocios que apenas habla neerlandés, se le concede el derecho de exponer en la fachada de su casa el escudo de armas del reino, lo cual le confiere un gran prestigio en la comunidad local. Dos leones dorados, que se enseñan mutuamente las garras con las lenguas heráldicas asomando por las fauces abiertas, es algo bueno para el negocio, que suele ubicarse en el mismo inmueble. Je maintiendrai, reza el escudo largo y ovalado con letras también doradas, un lema que Heinz traducía como «Yo seguiré manteniendo», expresión esta que, junto con el conocimiento del francés, ha desaparecido del habla de las nuevas generaciones. Maîtresses, maintenees, vocablos todos ellos extinguidos, sustituidos por esa palabra devaluada «amiga». Eso no quiere decir que Heinz no tuviera una amante a la antigua usanza. Esa función la cumplía su secretaria Segismunda, una simpática mujer de cuarenta y ocho años, que en ocasiones se ponía a su disposición debajo de su mesa de despacho y cuya cabeza de caballo, según él la calificaba, le resultaba enternecedora. Heinz era un hombre de carácter alegre, rasgo este que no casaba en absoluto con su nombre compuesto, ni con el primero ni con el segundo. «Heinz Maximiliano, eso es lo que a uno le cae encima cuando tiene una madre austríaca», solía decir. «A punto estuvieron de ponerme Adolfo, me libré por los pelos».
Vuelvo a la foto. Un carácter alegre. ¿Es eso cierto? ¿Y el Heinz melancólico? ¿Y el alcohólico?
Esa es precisamente la razón por la que todavía sigo pensando en él, esa combinación imposible de rasgos que configuraban su talante. Y a eso me refería cuando anuncié que esta historia carecería de desenlace. El desenlace está dado de antemano, puesto que no existe un nudo en el relato. Los alcohólicos beben hasta matarse. En el fondo del alma de Heinz habitaba la melan cholè, el fantasma de la bilis negra que le arrastraba irremediablemente hacia el fin. El milagro es que mantuviera su alegría.
4
Todo empezó hará unos treinta años. Yo estaba con mi novia de entonces sentado en una terraza frente al puerto. Barcos de vela engalanados, una procesión en el mar, el pescador que la presidía, rodeado de otros pescadores, sosteniendo una imagen de la Virgen María, cantos y bocinazos, un papista vestido de oro a quien bendecían con incienso. Rituales paganos que seguramente ya se celebraban en aquel lugar mucho antes de Cristo, porque el mar suscita temores que hay que exorcizar y eso no puede hacerse sin sacerdotes. Mi novia y yo debíamos de estar charlando, pues de repente asomó entre nosotros una cara gorda y colorada que dijo: «Entiendo todo lo que decís». Al oír algo así, uno se pregunta de inmediato si no se le habrá escapado alguna inconveniencia. Heinz no tenía desde luego un aspecto muy atractivo en aquel primer encuentro, olía a ginebra y no se había afeitado, y a mí no me apetecía nada hablar con él, pero antes de que yo pudiera abrir la boca, él ya había llamado al camarero para hacerle un pedido «en nombre de la patria». ¿Por qué volvimos a vernos una segunda vez? ¿Y por qué continuamos viéndonos innumerables veces hasta aquel último encuentro en su terraza, un día tormentoso de lluvia gris? La respuesta, creo yo, hay que volver a buscarla en una fotografía. No en esta, sino en una que me enseñó Molly en cierta ocasión. Heinz en el día de su boda, el rostro no deformado aún por la bebida, un pirata, un bucanero, Clark Gable, un hombre con aspecto de aventurero, un libertino capaz de conseguir diez mujeres en cada mano porque todo él irradiaba libertad. Ese era el hombre del que Molly se había enamorado. Recuerdo que estuve un buen rato observando la fotografía. La palabra «bribón» ya no suele usarse, y menos para calificar a un hombre adulto, pero aquel hombre de la foto, grande, de buena planta, aquel hombre en un velero que sostenía una copa en una mano y el timón en la otra, era el antiguo espectro de Heinz Maximiliaan Schroeder, vicecónsul de Su Majestad, entonces aún en estado de gracia, la libido y el humor incólumes, todavía no alcanzado por el alcohol, un bribón, sí, y también, otra palabra de esas, un ingenuo, con un brillo de malicia en sus ojos brutalmente azules, ein Mensch, un ser humano en el sentido más completo del término. Por lo visto necesito recurrir a otros idiomas para describirle. Y entonces, ¿por qué trato de ocultar que aquel día en el puerto al ver por primera vez su cara colorada de borracho me recordó un cerdo? En el universo del bestiario abundan las formas híbridas: caballos con cabeza humana, aves con pecho de mujer, dioses egipcios con rostro animal, águilas con coronas humanas, el Minotauro y su pesada cabeza cornuda sostenida por ese cuerpo masculino que de pronto parece muy frágil. Es la época del pecado original, la difícil despedida del reino animal, el instante en que perdimos nuestra inocencia. Al parecer, por nostalgia de ese reino animal del que procedemos, los seres humanos hemos querido identificarnos con toda suerte de criaturas, al menos en parte, pero, que yo sepa, nunca con los cerdos, a no ser en caricaturas con ánimo de ofender.
5
Su truco más antiguo: invitarte a comer a su casa de campo frente al mar, en la terraza junto a la piscina. Con excursión en yate incluida. El yate de Heinz era una sencilla lancha motora, su casa de campo una antigua cabaña de pescadores encalada de blanco, su terraza un espacio de tres metros de longitud cubierto por un toldo de cañas, la piscina un bañito infantil construido en un rincón de la terraza cuyo borde no te llegaba ni a las rodillas y en el que apenas podías sentarte y menos aún nadar. En ese lugar recibía él a sus potenciales clientes. Muy pocos lograban disimular su perplejidad. Cuando aun así le preguntaban por la piscina, él señalaba hacia el mar. La cabaña estaba construida sobre unas rocas empinadas que daban a una cala. Parte de la diversión consistía en tirarse de cabeza al mar desde las rocas, no sin peligro, porque abajo asomaba más de una roca afilada. Heinz era un verdadero experto en eso. La primera vez que estuve en su casa hacía mala mar. Su plancha, que era como él llamaba a su lancha, flotaba en el mar revuelto tirando de las cuerdas con las que Heinz la había amarrado a dos ganchos oxidados sujetos en la roca. Nos había invitado a comer, a mi ex y a mí. Philip nos había recomendado regalarle una botella de whisky, de modo que le traje una. Lo que Philip no había mencionado es que la botella estaría vacía al final de la comida. Yo no bebo por las tardes y las mujeres se limitaron a tomar vino. Aquello no era una película, la vida cotidiana nunca lo es, pero a veces es necesario ver ciertos momentos de la vida diaria como escenas de una película. Estas adquieren entonces un brillo especial y es como si determinados fragmentos del diálogo hubieran sido escritos por un guionista mediocre aunque no carente de sentido del humor. El micrófono capta los fragmentos que no figuran en el guión. En aquel instante la cámara dio un giro para enfocar la isla rocosa que se divisaba a lo lejos, registró la cabeza de un nadador solitario que luchaba contras las olas y luego realizó un golpe de zoom sobre el rostro intensamente pálido de Molly justo en el momento que Heinz se refirió a ella como «esa gamba que sigue sin hablar ni una palabra de holandés». Me pareció más cerdo que la primera vez que le vi, pero mi transformación había comenzado ya. De ser verdad que existe un amor que nada tiene que ver con Eros y que Platón afirmó que el amor no se halla en el amado sino en el amante, entonces yo había empezado, ya entonces, a permitir que ese hombre, que se parecía cada vez más a una bacante, formara parte de… Sí, ¿de qué? Me apetece muy poco hablar de mí mismo, pero no me va a quedar más remedio que hacerlo. ¿Que formara parte de mi círculo de amigos íntimos? En realidad no lo tengo. Lo que tengo son algunas personas dispersas por el mundo, hombres y mujeres que constituyen, por así decirlo, la sal de mi vida. No es que me sirva de gran cosa esa metáfora semiculinaria, pero bueno. Me refiero a personas por las que estoy de duelo cuando mueren, pero también, y esa es la cuestión, antes del adiós definitivo, cuando aún me río con ellas. Gente vulnerable, idiotas heridos, mujeres que desafían su destino, caballeros de la triste figura, hombres rodeados por un aura de desventura. No quiero saber lo que eso dice de mí ni tampoco pretendo parecer un santo. Quizás se trate de compasión, pero también es posible que yo sea una mosca de estercolero atraída por el olor a muerto. Dios sabrá. A lo mejor es que me siento más seguro cuando me hallo cerca de la tragedia anunciada de otra persona, porque así sé que esta al menos no me va a tocar a mí. A saber.
6
Película. El vicecónsul honorario se ha sentado en el bañito infantil. Está cantando. Una canción sin palabras. Su canción favorita. La oiré mil veces más a lo largo de los años. Recuerda el sonido de clarines con el que los heraldos anuncian la entrada solemne de los monarcas. La estoy escuchando en este momento, mientras escribo. La cabeza de cerdo deja de serlo, a través del whisky y las capas de grasa asoma el espectro de Clark Gable con vientre de Baco y un húmedo mechón de pelo balanceándose sobre su frente. Baco, Heinz y Clark están felices. Tal vez sea Heinz el único bebedor feliz que he conocido. Nunca nadie ha sabido ocultar mejor que él su melan cholè. De hecho tuvo que morirse antes de que esta asomara a la superficie. Yo ayudaba a Molly a fregar los platos, tambaleándome ligeramente. El whisky era caro pero el vino era malo, de supermercado, un vino de esos que no tarda en subírsete a la cabeza. Molly nos había preparado lengua de ternera y nos la presentó enrollada dentro de una sartén donde yacía rosada y de cuerpo presente bajo una gelatina de color ámbar moteada por una galaxia codificada de trocitos de limón y perejil. Su toque ligeramente ácido afecta el sabor del vino. «La gamba sabe cocinar», dijo Baco, «pero por lo demás es una inútil. No te preocupes, no entiende el holandés». Yo no estaba muy seguro de ello. El rostro inglés de su mujer mostraba un autodominio absoluto, eso sí. Estaba entrenada, y además, aunque de eso no me enteraría hasta más adelante, también en el caso de ellos el amor residía en el que ama. Elle se maintenait encore en beauté. Otra vez Chateaubriand. Se refiere a lady Jersey, un nombre que no le habría quedado nada mal a Molly. Heinz y Molly tenían dos hijos, a los que mantenían internos en colegios ingleses, alejados de la anarquía paterna y de las ansiedades maternas. En vacaciones, los niños acudían al país de las maravillas de la libertad sin fronteras, andaban por ahí medio desnudos y soltaban tacos en holandés. El rostro de Molly, que nunca exponía al sol, se tornaba entonces de pergamino. Su único consuelo residía en su otra casa, situada en un gueto turístico de lujo, donde nunca invitaban a nadie, y en la iglesia anglicana, con sus himnos y un auténtico vicar inglés, que estaba en el centro de la ciudad y a la que acudía los domingos por la mañana. La radiación de la nostalgia le duraba un par de horas. A pesar de todo, Molly amaba a Heinz con el mismo ardor con el que en la primera guerra mundial los regimientos ingleses se toparon en Ieper con las ametralladoras alemanas. Sólo que no lo demostraba.
Sobre la vida amorosa de Molly y Heinz se discutía largo y tendido en los círculos ingleses. En el pasado debieron de protagonizar escenas pasionales, cuando Heinz era todavía Gable, una prehistoria indocumentada. Cuando yo los conocí, el malicioso chismorreo inglés se interesaba sobre todo por la logística, por cómo se lo haría ella con un tipo con semejante barriga, you might as well try an elephant. Pero a pesar de todo y por muy increíble que resultara, cuando él salía a la pista de baile borracho como una cuba arrastraba consigo a un séquito de chicas. Locos de natural o por darse tono, ya lo dije antes. La respuesta a esas desagradables preguntas de la gente era sencilla, pensaba yo. Heinz era un hombre divertido, algo que no puede decirse de la mayoría de los hombres. Él lo formulaba en términos náuticos, algo que los ingleses no entendían. «He perdido la presión en mi timón», me confesó en cierta ocasión. «Quiero decir que no necesito ya nada y que no soy una carga para nadie. Bailar un poco es divertido. A las chicas las veo alguna vez, pero hago como si fueran cuadros. O anuncios publicitarios». Pero eso no fue hasta más adelante.
7
Aquella primera tarde se convirtió en un modelo de todas las que siguieron. Hacia el final de la comida se acababa el whisky y llegaba el momento de la siesta. En la casa se creaba entonces un ambiente como el que se origina tras una batalla perdida, un sálvese quien pueda, la retirada de Moscú. Todo el mundo buscaba, literalmente, un refugio, dado que las posibilidades eran limitadas. El pequeño muro que separaba la terraza de las rocas era muy estrecho. En ese espacio se tumbaba Molly, entre dos de los palitos cuadrados que sostenían el toldo de caña. Yacía como una abadesa medieval en un mausoleo, sólo le faltaba el perrito con el escudo de armas a sus pies. Heinz por su parte desaparecía en el interior de la casa, donde le esperaba la cama de matrimonio o la cama adúltera, según el caso, en la que repantigarse. Los otros invitados solían retirarse a la playa más cercana, pero aquel primer día yo era el único. A mí me quedó el suelo de cemento entre la terraza y el váter.
Desde mi postura yaciente podía divisar los nuevos bloques de apartamentos que se alzaban en la colina. En cierta ocasión Heinz me enseñó una foto de treinta años atrás, Italia todavía envuelta en las prendas desgastadas del fascismo, la miseria, la reconstrucción vacilante del país. Como todavía no había llegado el milagro económico a Alemania, que aún tenía que recoger sus escombros, no existía turismo alemán. La colina no era sino una gran masa de roca cubierta de agallas, romero, euforbias, cardos y ajo silvestre y entre todo ello asomaba solitaria la cabaña de pescadores de Heinz, una construcción casi africana consistente en un solo arco de yeso blanco acabado en punta. La terraza junto a la cabaña había sido su contribución personal a los tiempos modernos. Ahora su antigua forma destacaba entre las monótonas construcciones nuevas como un recuerdo del pasado. Debí de dormirme, pues de repente me encontré a Heinz delante de mí enfundado en un bañador que le quedaba demasiado grande, el whisky aún en la mirada. La pregunta fue: «¿Sabes tirarte de cabeza?». De eso también existe una fotografía, su salto fue espectacular. Eligió la roca más alta y me hizo ponerme a su lado. El agua agitada debajo de mí me pareció peligrosamente lejana, vi que asomaban rocas puntiagudas y no me atreví a lanzarme. Heinz permaneció de pie. «¡Baja un poco!», me ordenó. Y así quedó esa escena fijada en la foto, durante todos esos años. Él dos metros por encima de mí y yo debajo de él, a una altura que seguía pareciéndome terriblemente elevada, aunque sólo fuera porque no sabía cuán profunda era el agua que tenía debajo. «Lo suficientemente profunda». Por si fuera poco, tenía que esquivar su barca y las cuerdas con las que estaba amarrada. «Eso lo hace cualquiera. Cuento hasta tres». En la fotografía, los dos hombres que se tiran de cabeza se asemejan respectivamente a un atún y una caballa, mi sombra escuálida contrastando con su enorme cuerpo, ambos volando. Él se tiró con los puños cerrados, partió el agua en dos, y yo sentí como una ola me arrastraba. Heinz asomó a la superficie mucho más tarde que yo, su rostro de sátiro emergiendo del agua gris. Sin lugar a dudas, un hombre feliz. Pero lo peor estaba aún por venir, porque a continuación me obligó a subirme con él a la lancha motora. Lo que recuerdo de esa experiencia es el griterío exultante de Heinz cada vez que nos golpeábamos contra una ola, como si quisiéramos torturar el mar. En realidad el torturado era yo. La espuma de las olas que nos salpicaba me impedía ver. De vez en cuando la lancha motora se elevaba en el aire y volvía a rebotar con fuerza sobre el agua, que parecía de piedra. Yo era arrojado de un lado a otro, violentamente zarandeado, como si bailara el cakewalk, atrapado en una carrera suicida que no llevaba a ninguna parte en compañía de un loco vociferante que obviamente seguía borracho. Nunca más he querido repetir semejante experiencia, ni en los más plácidos días de verano con el mar en calma. Aquello me sirvió para saber quién era mi amigo, un daredevil, un temerario que no se arredraba por nada, como si buscara el camino más corto para eludir esa otra carrera suicida que había ideado para sí mismo.
8
Él y yo. Ya veo que tendré que hablar de mí mismo y eso es algo que nunca me ha gustado mucho y que sigue sin gustarme. Con el paso del tiempo, vas descubriendo cosas acerca de tu persona que preferirías guardar para ti. No es posible. Pero tu sueño sería desaparecer con tu pequeño e insignificante secreto y cerrar la puerta tras de ti. Misión cumplida, sea cual sea. La vida, ¿alguien sabría decirme qué sentido tiene? Hace ya tiempo que he dejado de entender a los seres humanos. En cualquier caso, el último milenio ha supuesto un espectacular striptease para nuestra especie. Arrojados del sistema solar, la tierra confinada al arrabal de la vía láctea, nuestras funciones cerebrales se han desarrollado de un modo tan extraordinario que lo sabemos todo acerca de lo que ignoramos. Dios y sus cómplices han muerto y nosotros nos hemos convertido en lacayos con nombres intercambiables al servicio de unas partículas invisibles, afanados en malvender o destruir nuestro legado al tiempo que nos miramos en el espejo. Esto parece muy altisonante, lo sé, y estoy abierto a una teoría más agradable. Comoquiera que sea, me conformo con ello. Al menos por el momento.
Los Alpes han desaparecido hoy tras los velos de la lluvia. Los árboles son ya un poco más verdes que cuando empecé esta historia sin trama. La lluvia repiquetea sobre el tejado, un par de pájaros le responden con sus trinos, y yo me siento en armonía con el universo, aunque sólo sea porque aún existe. Eso parece contradecirse con lo que he dicho anteriormente, pero no es así. Además, los pájaros me reconcilian con todo. Hubo un tiempo en que me creí poeta, pero en realidad sólo lo soy cuando leo poesía. Lleva un tiempo descubrir eso. Mi primer poemario se anegó en la oleada de los poetas de los años cincuenta. No encontré mi vocación hasta un tiempo después: me convertí en el complemento indispensable de cada poeta, un lector. No abundan los lectores de poesía. Ser lector es un oficio, pero no me voy a detener en eso ahora. Yo vivo de la escritura. No es la madera la que hace la cama, dice Aristóteles y con ello quiere decir que hay que saber diferenciar las cosas. Y lleva razón, como siempre. Un carpintero no es un escultor, y yo soy un carpintero. Cada trimestre ensamblo una revista costosa que sirve de insignia a uno de esos gigantescos bufetes con al menos diez nombres de fiscalistas y abogados que no leen la revista. Ignoro quiénes la leen, pero no será por el dinero que cuesta. Offset, los fotógrafos y diseñadores más caros, un par de magos serviles de la jurisprudencia, y luego mi especialidad, los Grandes Nombres. Ni uno de ellos suele decir jamás que no, su disponibilidad es inmediata. Dales a los cinco grandes de la literatura nacional un tema abstracto y un quíntuplo de lo que reciben de los diarios De Groene y NRC, y se venden al mejor postor, eso es seguro. Con el sueldo que yo percibo, sin que ellos se den cuenta, compro sus obras maestras. Existen formas de felicidad que para otras personas no son obvias, una de ellas es el anonimato. Tal vez era eso lo que me atraía de Heinz. Él sabía algo de sí mismo que no le importaba, o mejor dicho, no le importaba él mismo. Esto último es gramaticalmente incorrecto, lo sé, pero refleja la realidad. En mi casa en Ámsterdam al otro lado del río Ij, me retiro a mi Tebaida como un anacoreta y leo. Y desde que Heinz me encontró una casa, viajo dos veces al año a Liguria. Ya lo dije, soy un hombre feliz.
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Hechos de armas. Un incidente diplomático. El truco de las gafas. El miedo al embajador. El coche entre dos muros. Tollens. Shangri-La. Pescar. El frigorífico del supermercado. Holandeses. Y siga sumando. Heroísmo negativo, nada noble, nunca olvidado. El incidente diplomático fue ejemplar, entre otras razones por la manera en que se resolvió. En el fondo de su corazón, Heinz se sentía bastante orgulloso de su peculiar título, sobre todo cuando le invitaban junto con otros «diplomáticos» a algún acto oficial. Esos otros, el cuerpo diplomático, se componía de un pequeño grupo de cónsules honorarios, un inglés rancio, un español con cinco apellidos, un americano jubilado que asistía por divertirse, un francés que representaba a una compañía marítima y un alemán que, al igual que Heinz, se dedicaba al negocio inmobiliario. Una de las reuniones anuales se celebraba a bordo de una fragata de la marina italiana, desde donde cada mes de septiembre arrojaban al mar una corona de flores con motivo de cierta gesta heroica que había tenido lugar frente a la costa y que había costado la vida a un par de marineros. De ahí la corona de flores y de ahí el almirante, cada año el mismo, cuya función era más decorativa que otra cosa. El sacrificio, la patria, la paz, la reconciliación, y finalmente la corona de flores, que flotaba durante un breve instante en el mar y que luego se hundía poco a poco debido al metal con el que estaba trenzada. Después se alzaban las copas para brindar. Era septiembre, lo cual significaba que los italianos seguían llevando sus uniformes blancos sobre los que lucían sus medallas. La historia me la contó alguien que participó en el acto. Que Heinz estuviera borracho no le importaba a nadie, pues al cabo de un rato lo estaban todos. Prosecco, arneis, barolo, vinsanto, grappa. La cuestión es que en cierto momento, tal vez debido a aquel resplandor blanco o a que ambos hombres habían sido buceadores y practicantes de vela, Heinz agarró la fuente con los penne all’arrabbiata y la volcó sobre la cabeza del almirante al grito de: «¡Basta la pasta!». Se hizo un breve silencio. En su estupor alcohólico, los demás vieron como el almirante, de repente pálido, se ponía en pie y le declaraba la guerra a los Países Bajos. Al mismo tiempo agarró con una mano a Heinz, lo atrajo hacia sí y le plantó un beso en las mejillas, con lo que ambos quedaron pringados de salsa roja. Incidente zanjado, más grappa. Yo no estuve allí, pero me imaginaba la cara que debió de poner Heinz. Sabía muy bien cómo era cuando estaba borracho. Su mirada insolente, provocadora, irradiaba ese secreto placer que procura la transgresión y el peligro que esta comporta. El truco de las gafas vino años después, al iniciarse la época del delirio, del paso vacilante y las manos temblorosas.
Cada cierto tiempo Heinz tenía que ir a Holanda, país del que sabía y comprendía cada vez menos. Hacía el trayecto de un tirón en su coche hasta llegar a un pequeño hotel en las inmediaciones de Macon. «Me agarro al volante y ya está», solía decir cuando se refería a su viaje. «Ningún problema, el coche circula solo. Hotel Pobre y Honesto». Ahí le conocían a él y a su truco recurrente. Dado que le temblaban mucho las manos y le costaba firmar, en la recepción del hotel solía decir que tenía las gafas dentro de la maleta y que necesitaba ir a la habitación a buscarlas, pues sabía que en la habitación había un minibar. Se bebía rápidamente dos botellitas de lo que fuera, whisky o coñac, se peinaba, bajaba a firmar y luego hacía una incursión en el pueblo para tomarse una copa de verdad. El resto de sus historias eran todas del mismo género, episodios hilarantes de una tristeza estructurada. Y cada vez le costaba más mantenerse en pie.
La visita a la embajada de Roma solía ser un desastre por la misma razón. Se tomaba un trago antes de entrar para dominar su temblor de manos. «Es que, si no, pensarán que tengo párkinson, y entonces adiós muy buenas. Y necesito el escudo. Sería el fin de la confianza».
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¿Cómo llegó Heinz a la costa italiana? Traído por el viento. Nunca hizo nada derecho en su vida, ni siquiera terminó sus estudios. «Yo sólo sabía navegar a vela». De modo que hizo de ello su profesión. Llevaba barcos de Ámsterdam y Hamburgo al Mediterráneo. En realidad vivía como un rey. «Navegar y bucear, no sabía hacer otra cosa. Llegué y me quedé. Un trabajito de invierno. Un petrolero de Onassis que tenía que ser examinado por un buzo. En invierno no se navega a vela. Estuve un tiempo dando vueltas por aquí. Todos los días metido en el gran café. A este sitio lo llaman ciudad pero en realidad es un pueblo grande. En el gran café se reunían unos cuantos viejos. Eran muy bajitos y parecía gente muy sencilla. Solía invitarlos a un café. Sí, muchas gracias. Hablaban un dialecto. Hasta que unos cuantos meses después el dueño del café dijo: Signore Cheintz, questi signori sono tutti milionarii. En aquel café se reunían los grandes latifundistas de la zona. Así fue como empezó mi vida por aquí. Más tarde llegaron los alemanes y los ingleses, pero yo conocía a los viejos. Yo para ellos soy Cheintz. Me prefieren a todos esos canallas ingleses. Yo sé cómo se llaman sus hijos y quiénes son los propietarios de las tierras».
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Pero había además otra razón, que tenía que ver con esos niños cuyos nombres él conocía, aunque Heinz no hablaba de ello. Fue Philip quien sacó un día el tema a colación. Por la manera en que se refirió a ello era como si lo que contaba hubiera tenido lugar en un pasado muy remoto, una época prehistórica, cuando aún no existía la escritura y era imposible fijar las fechas con exactitud. Las criaturas que vivieron en esa época eran como los seres fantásticos que pueblan las leyendas y los cuentos, tal vez nunca existieron de verdad. Heinz no llegó solo a Liguria. Esa frase fue adquiriendo un ruido de fondo que no pertenecía a la voz de Philip. Era como si afinara un viejo instrumento que llevara años sin usar. Como si ajustara el tono, mejor dicho. Heinz había llegado acompañado de una persona que vivió en su casa, y esa persona era Arielle. Por la manera en que Philip pronunció ese nombre supe enseguida que Arielle había muerto y que su muerte había sido trágica. Leo demasiada literatura, ya lo digo yo. Nadie consigue sorprenderme. Una luz, eso es lo que había sido Arielle. Mientras Philip hablaba de ella, comprendí que la luz no se había apagado. Ella no era una mujer para Heinz, fue una historia imposible. En realidad quiso decir que no había podido ser. Un hada, una figura luminosa. Eso no lo dijo, pero yo la vi así. Era imposible que Arielle se hubiera matado en las rocas, porque las criaturas transparentes no mueren. Había sido profesora de dibujo para niños y hacía retratos de niños.
Mucha gente de por aquí hizo enmarcar esos retratos y aún los tiene colgados en sus casas.
Al funeral acudió todo el mundo, la región entera. La gente vestía de negro, a la antigua usanza. Nadie entendió qué le pasaba a Heinz. Se había vuelto de piedra. Preguntó a todos si tenían alguna fotografía de ella. Las quería todas. Nadie tuvo el valor de negárselas. Años después, Philip se atrevió a preguntarle qué había hecho con esas fotografías y Heinz señaló el mar.
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¿Acaso fue ella? ¿Fue esa figura luminosa la que estuvo a su lado durante las semanas previas a su muerte? ¿Estuvo también presente aquel día aciago mientras surcaba conmigo el mar a toda velocidad? ¿O cuando Molly dio a luz a sus hijos? ¿Estuvo Arielle siempre presente? ¿También cuando se despertaba borracho de la siesta y miraba sorprendido a su alrededor como si no hubiera visto jamás el mundo o hubiera preferido no volver a verlo? «En cuanto cierras el ojo, se te echa encima el oso», esa era su frase favorita, que le encantaba repetir, y la única manera de librarse del oso era lanzándose al agua. ¿Es esta una conclusión demasiado fácil? Seguramente. ¿De qué medios disponemos en realidad para penetrar en la vida de otra persona, para descifrar sus secretos, descubrir sus pensamientos, mirar detrás de sus máscaras? Nada más que de la miseria heredada de las malas películas y de las novelas mediocres, de los tópicos psicológicos de las revistas, sofás imaginarios en los que jamás quisiéramos tumbarnos, espejos en los que no se refleja ninguna verdad porque la mentira es siempre más fuerte. ¿Mentía Heinz al no decir nunca nada? ¿Bebía porque no dejaba de mentir? ¿Acaso tuvo una cita siempre aplazada con la muerte y se sintió aliviado cuando esta por fin llegó?
«Aquí toca reír». Heinz solía decir eso con frecuencia, y llevaba razón. Aquí toca reír, a carcajadas y a la manera homérica. Yo lo formulo siempre con algo más de estilo. Le añado una palabra. Aquí toca reír, imbécil.
«Aléjate de mí». Pero eso no lo dijo él.
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Arielle. Durante un tiempo me rondó por la cabeza el nombre de esa mujer. Sólo una vez me atreví a aludir a ella veladamente preguntándole a Heinz algo así como que cuánto tiempo hacía que estaba con Molly, pero él se percató enseguida de mis intenciones y se volvió de piedra, como decía Philip, se puso a la defensiva. En otra ocasión pregunté por ella a Philip. Él, más que volverse de piedra, se tornó opaco. No, no recordaba cuándo había sucedido exactamente. Arielle desapareció del todo, dijo él, como sólo es capaz de desaparecer alguien de quien nunca has sabido nada. Heinz llegó al pueblo con ella, pero nunca la hizo circular por ahí, algo así dijo Philip. Me llamó la atención que usara ese verbo porque era una forma muy extraña de referirse a ella —a fin de cuentas circular no rige complemento directo—, y además parecía sugerir un reproche póstumo. Heinz se guardó a Arielle para sí. En realidad ellos apenas llegaron a conocerla y eso hizo que la historia les impresionara aún más.
Arielle fue una quimera. Philip la describió como una especie de epifanía, una luz fugaz que ilumina las tinieblas y se desvanece en cuanto la ves. Y más adelante se desvaneció de verdad, hasta tal extremo que parecía que no hubiera estado nunca con ellos. Cuando pregunté por su voz, Philip se mostró reticente. Estaba claro que me había excedido. «¿Voz? ¿Su voz? ¿Quieres que me acuerde de eso ahora?».
Le leí los pensamientos. Por qué querrá saber alguien qué voz tuvo una mujer que murió hace ya tanto tiempo. Había un cierto toque morboso en la pregunta. A Philip le apetecía cada vez menos hablarme de ella, pero logré sonsacarle que asistió a su entierro.
La enterraron en el pueblo de al lado, donde vivía Heinz entonces. Fin de la conversación. Desde luego era una historia para el club de críquet. Esos holandeses están todos majaras. ¿Sabes qué me preguntó ese imbécil? Que qué voz tenía. Y también me preguntó por su tumba, quería saber dónde estaba enterrada. Heinz está loco, pero sus amigos están aún peor.
La tumba. A mi vida nunca le falta la poesía. No sé cómo se las apañan los demás. Aquel día yo había leído a Montale, que siempre llevo conmigo cuando estoy en Liguria. Huesos de sepia, un poemario que discurre en ese pueblo. No sé si puede decirse así. ¿Un poemario discurre? Hacía un sol de justicia. Alguien me indicó el camino. Pasé por delante de la iglesia y enfilé una larga avenida con cipreses. Mira las formas que adopta la vida cuando se disgrega, dice uno de los poemas del libro, y el poema que le precede describe lo que hago ahora. La poesía, por muy oscura que sea, es siempre literal. Para mí al menos siempre lo es.
Yo soy el lector, soy el que decido. Y caminando bajo el sol que deslumbra/sentir con triste maravilla/cómo toda la vida y su fatiga/consiste en este caminar tras una muralla/que tiene encima trozos afilados de botella. Detrás de ese muro hay olmos, un vago perfume de rosas, el silencio de los muertos. Estaba solo en aquel cementerio, no había nadie a quien preguntar, pero la encontré enseguida. Alguien había depositado flores frescas sobre su tumba. No podía ser Heinz, de eso estaba seguro. Si arrojas al mar todas las fotografías de una mujer, no visitas su tumba. Una lápida pequeña, pocas palabras. Arielle van de Lugt, dos suspiros de una voz sin sonido. 1940-1962.
¿Has desaparecido verdaderamente cuando alguien continúa depositando flores sobre tu tumba cuarenta años después de tu muerte? Mira las formas que adopta la vida cuando se disgrega.
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Antes de las diez de la mañana era inútil buscar a Heinz. Más tarde se le podía encontrar en su oficina o en el Bar Liguria, el bar de Amleto. Hamlet no es un nombre muy común en Italia, pero cuando le preguntabas a Amleto por el origen de su nombre señalaba un retrato colgado encima de la barra del bar de un rostro grueso sobre un alzacuello. Entre la barbilla y la base del cuello asomaba una monumental papada, una extensa y consistente cenefa de carne. Amleto, el cardenal Ottaviani. «Mi padre no sabía quién era Hamlet, pero era muy clerical, eso sí. Él siempre quiso que me hiciera cura».
Amleto cubría la mitad de su facturación con las consumiciones de Heinz. Siempre que me encontraba en las inmediaciones me llegaba hasta Liguria para visitar a mi amigo. Decidí no mencionarle mi visita a la tumba. Heinz estaba sentado a la barra del bar detrás de un gran Campari. «Mi desayuno, mi pan diario. Lo inventó un holandés. Cuando se lo digo a la gente de aquí, se mosquean. Me refiero a Adriano VI, el último papa extranjero antes del polaco aquel, ya sabes. Adriano era de Kampen y solía llevar consigo su propio bíter, el Campari». A pesar de sus bromas, Heinz no estaba muy animado aquel día. Acababa de ahogarse un ciudadano holandés en la bahía y no lograba ponerse en contacto con su familia. «Nadie lleva consigo sus documentos cuando sale a nadar en el mar y en la playa no había más que un canasto con una toalla. De momento lo he depositado en el congelador del supermercado. Normalmente la familia se niega a acudir, y, cuando no hay un seguro que lo cubra, la gente prefiere que no le devuelvan el muerto. De modo que me lo quedo yo. El Ministerio de Asuntos Exteriores te concede un extra para ese tipo de situaciones, aunque no es algo muy agradable que digamos. Acompáñame mañana. Me verás trabajar».
En efecto, no fue agradable. Un coche fúnebre con un conductor sin afeitar. «Este trabajito suele aportarme una buena pasta, nos la repartiremos». Yo era el testigo obligatorio. «Si no te tuviera a ti, tendría que contratar a uno». Seguimos el furgón negro, un Honda abollado, en el Fiat de Heinz, igual de abollado. «La semana pasada, mientras volvía de la discoteca, me detuvieron. Eh, Signore Cheintz, su casa está en la dirección contraria. Tuve que girar y no me salió muy bien. Me di contra un muro que habían levantado allí a propósito aquella noche. Y aquellos tipos se hartaron de reír. Pero no me hicieron soplar. Me libré de milagro».
El ciudadano holandés resultó ser un veterinario, sin mujer, sin hijos. No tenía más que un solo amigo, ilocalizable, y parientes lejanos. Además, al parecer siempre había dicho que le dejaran donde se cayera muerto. Enviaron una corona de flores de lo más pobretona, aunque puesta al lado de la del Ministerio y de la mía no quedó del todo mal. Caminamos tras el féretro. Empezaba a apretar el calor, Heinz sudaba. En las colinas el mes más duro no es abril sino agosto, a pesar de la cercanía del mar. Dos operarios, con un cigarrillo en la boca, estaban trabajando en una tumba abierta, y al vernos depositaron en el suelo la calavera envuelta en un trapo que sujetaban en las manos. Heinz les saludó. Dos sepultureros con su Yorick entre las manos y en los ojos el brillo de la propina o de la copa que estaban a punto de ganarse. Había que abrir el féretro. Heinz apartó el plástico transparente. «¡Mira!». Miré. Unos cincuenta años, calvo, el gesto adusto. Una expresión de enojo en la cara, como si la muerte le hubiera sorprendido en un momento inoportuno. El espectáculo no duró más de un segundo. A una señal de Heinz los hombres empezaron a deslizar el féretro en el nicho. Y entonces pensé que mi amigo no sabía que aquella misma semana yo había visitado la tumba de su mujer.
«Descansa en paz». ¿Seguro que le oí pronunciar esas palabras? Me lo quedé mirando. En su cara vi su habitual expresión provocativa. «No lo digo yo. Lo dice el Estado de los Países Bajos. Aquí podrá yacer diez años, hasta que se agote el plazo del alquiler. Entonces habrá desaparecido por completo. Lo que luego hagan con él, ni idea. Pregúntaselo a esos dos. Triturarlo, incinerarlo. Tal vez sirva de fertilizante. Nunca lo he preguntado. Es raro, ¿verdad?». Lo que quiso decir con esto último, no lo sé. ¿Era raro lo que harían con ese cuerpo descompuesto? ¿Era raro que una vida acabara de esa manera? ¿O era raro enterrar a un muerto a quien no conoces y a quien nadie viene a despedir? Pensé que la tumba de su mujer no había sido desalojada y que por tanto alguien seguía haciéndose cargo del alquiler.
Pero ¿cómo hablar de eso con quien no sabe que tú sabes que existe esa tumba? Liguria, Amleto sin Yoricks, una comida en el puerto, luego a casa, bucear, whisky, cantos, risas. Un cónsul alegre, sin lugar a dudas. Ha hecho su trabajo, ha cumplido con su deber. Ha depositado a un compatriota en un nicho.
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¿Desenlace? No existe. Esta es la vida real, sin nudo ni desenlace. El alcohol actúa, trabaja, devora, ataca. Los expedientes médicos son también novelas. Crónicas de guerra. Un hígado es capaz de soportar mucho, pero no todo. No puede con la guerra de trincheras, con los paracaidistas detrás de las líneas, con una permanente guerra relámpago. Aquel último verano, antes de mi partida, Heinz había dejado de fumar. Las citas pueden aplazarse. Las rocas que rodeaban su cabaña de pescador estaban infestadas de boquillas de plástico de aquellos horribles puritos que me encargaba traerle de Holanda. Eche a sus invitados de casa con Wipro. De un día para otro: ¡zas!, arrojó su caja de puros llena a la barbacoa, nicotina carbonizada. «¿Qué dices? Es una cuestión de fuerza de voluntad. Simplemente hay que decidirse». Pero la otra decisión no fue capaz de tomarla. A ratos sí, pero sin mucha convicción. «No quiero más copas, sólo un poco de vino rosado». Un poco quería decir seis botellas. Eso para él no es nada, decía Molly. «Es como la limonada, inofensiva, pero no te coloca nada». Las primeras noticias acerca de su salud llegaron en otoño. Le llamé por teléfono. «No, no estoy bien. Se me han adelantado». No mencionó quiénes se le habían adelantado, pero era como si los conociera desde hacía tiempo. En cuanto cierras el ojo, se te echa encima el oso. Llamé a Philip. Percibí cómo se encogía de hombros al otro lado de la línea telefónica. «Se lo ha estado currando toda la vida, ¿no?».
Heinz se fue a Holanda. «Tengo que resolver algunos asuntos». No, no se convirtió en un espectro de sí mismo. Externamente seguía siendo el mismo, aunque diferente. El proceso se desarrollaba en el interior de su inmenso corpachón. Nunca le había visto en el norte y me pareció un completo extraño. En lugar de su camisa tropical, vestía un blazer desgastado con botones de cobre, del club de golf de Laren o algo así, que se le había quedado pequeño hacía tiempo. Parecía de otra época. Llevaba un extraño blasón sobre el bolsillo superior. Pero lo peor era su cara. Sus dientes eran el doble de grandes y el blanco de sus ojos se había tornado amarillo como su piel. Sólo su risa había permanecido intacta. Habituada al aire libre, resultaba demasiado sonora para un café amsterdamés. «A mí ponme un agua mineral». Me comentó que había descubierto que su seguro no le cubría. «No realmente». ¿Qué quieres decir con que no realmente?
«Bueno, que no me cubre. Honorario, ¿comprendes?». Un amigo mío, médico internista, se avino a visitarlo. Resultado: si se queda en el país, tiene una pequeña posibilidad, más no. En realidad, si quieres que te sea franco, no tiene ninguna posibilidad.
«Esto va a ser un calvario».
«¿Se lo has dicho?».
«No, pero ha captado el mensaje. Reaccionó como si ya lo supiera. O se quedan perplejos o lo saben. En cualquier caso, me dijo que no quería quedarse en el país».
16
Heinz quiso regresar a su terraza. «Quiero ver un poquito el mar». La noche antes de su partida se pasó por mi casa. «Vives como un rey. Te lo has montado bien. ¿Qué es eso?».
Era una fotografía de Tonga. Me preguntó que a qué fui ahí. A escribir un artículo para mi revista. Sobre la llamada línea internacional de cambio de fecha. El tema le interesó. «Claro, en algún lugar tiene que estar ese límite. Nunca se me había ocurrido pensar en ello».
«¿Significa eso que si en Tonga retrocedes un paso regresas al ayer?». Dependerá de dónde te encuentres. Y si luego das un paso adelante estás en el mañana. Le pareció algo muy curioso, quería experimentarlo. En medio de mi sala de estar, con su gran corpachón, Heinz fijó la mirada en un lugar que sólo veía él y dio un paso. «¡Ayer! ¿Y la gente en Tonga no está de los nervios?». Descolgó la foto de la pared y la miró con atención. Palmeras, casitas de madera encaladas, un par de barcas de pescador en un pequeño puerto. «Quiero ir a Tonga». Al cabo de una semana me llamó para decirme que en Tonga tenían un rey. «Seguro que ya lo sabías». Desde aquel momento Tonga se convirtió en único tema de todas nuestras conversaciones. «En cuanto venda un par de casas haré un viaje a Tonga». Ni una palabra acerca de su enfermedad. «Voy tirando. ¿Sabes que el rey de Tonga pesa aproximadamente una tonelada? Y también hay aristocracia en esa isla. La madre del rey había sido muy famosa, era una mujer gigante. Queen Salote. Su hijo heredó su altura pero en horizontal». «¿Y Molly?». «Molly se fue a Inglaterra a visitar a los hijos». «¿Y tú cuando piensas ir a verme? Octubre es un mes precioso en Italia. Podremos bucear».
Las noticias reales me llegaban de Philip. Que Heinz estaba fatal. Que Molly había huido. Que él se pasaba el día mirando el mar y se negaba a someterse a cualquier tipo de tratamiento.
No recibía apenas visitas. A la gente le daba apuro verle. No hace más que decir tonterías sobre Tonga, para mí que se le ha ido un poco la cabeza. Ve tú mismo a visitarle, si te atreves. En el mundo real, yo estaba muy ocupado con la redacción de un artículo pues se acercaba la fecha límite de entrega. La palabra deadline adquirió en aquel contexto una extraña connotación. Lo del «mundo real» no es más que una forma de hablar, pero también la palabra «real» adquirió un matiz diferente teniendo en cuenta los últimos planes de Heinz. Estaba empeñado en cultivar el campo en Tonga. «En Europa te conceden subvenciones para eso. En Tonga todo crece que da gusto, como las coles. Estoy convencido de que es un negocio. Comida sana. Col y pescado, más no necesita uno».
Col en Tonga. Yo estoy hecho de letras, siempre acuden a mí de manera espontánea. Montaigne: Quiero que la muerte me encuentre plantando coles… pero indiferente a ella. En francés la muerte es femenina, eso a Heinz le habría gustado. Tal vez fue él quien era indiferente a la muerte. No nos habló de ella. Él tenía su Tonga.
17
Cuando al fin pude viajar era ya noviembre. Soplaba un fuerte viento, el avión aterrizó con dificultad. No encontré a Heinz por ninguna parte, ni en el consulado ni en Liguria. Amleto estaba sinceramente afectado, se le notaba. «¡El jodido ese! ¡No quiere nada! ¡Nada! Le hemos propuesto pagar la factura del médico, ¡y nada! Hemos reunido el dinero entre unos cuantos amigos, pero él hace ver que no sabe de qué hablamos. ¡Él se va a Tonga! ¡Sí! En un ataúd irá a Tonga. ¡El muy jodido! ¡La madre que lo parió! ¡Mierda!». Y continuó echando por la boca toda una ristra de repertorio fecal mediterráneo, como si pudiera salvar a su amigo cubriéndolo de mierda. El vicecónsul honorario de Su Majestad estaba sentado en su terraza. Hacía muy mala mar, era imposible bañarse. Heinz me saludó como si me acabara de ver quince minutos antes. Su voz salía de una máscara mortuoria. Comprendí por qué se asustaban sus amigos. Era su voz de siempre en un cuerpo de nunca más. Eso impresiona. El mar, nunca lo había visto tan gris, batía contra las rocas. Como aquel día con la lancha motora. El mar agitado entraba y salía con fuerza de la pequeña cueva que había debajo de la casita de Heinz, como un gran soplo seguido de una aspiración, un gigante invisible mascando y escupiendo, la naturaleza tocando simultáneamente cien órganos. Yo miraba el vaivén de las grandes olas grises, rodaban hacia nosotros y luego se retiraban formando un enorme hueco que un instante después volvía a llenarse de una masa de agua gris. Al principio el bramido del agua me impidió oír que Heinz cantaba. Con su canto acompañaba al viento, aunque más que un canto eran gritos de júbilo. Se me quedó mirando con su mirada de siempre. No le hacía falta leer a Montaigne. Él era indiferente a las amenazas, vinieran de donde vinieran. Estaba feliz, o al menos daba esa impresión. Fue entonces cuando vi la paloma. Pequeña y gris, con las plumas revueltas, acurrucada en un rinconcito de la terraza. Recordé que Philip había hecho algún comentario a propósito de la paloma. «Se pasa todo el santo día ahí sentado con esa estúpida paloma. Las palomas no tienen nada que ver con el mar. Nunca había visto yo una paloma en esa zona. Ni tampoco cuervos. Esos son forasteros ahí. Si al menos fuera una gaviota. O mejor aún, un albatros. ¿No son estos los que anuncian el final de la carrera?». La paloma tenía las plumas revueltas. Podría ser por el viento. Pero en su caso era como si alguien se las hubiera acariciado a contrapelo, las tenía medio erguidas, como si estuviera tiritando. Heinz se percató de que me había fijado en ella. «Es mi dama de compañía. Viene a visitarme a diario desde que regresé de Holanda. Es un animalito extraño. Tiene ojos humanos». Miré la paloma. Esta me devolvió la mirada. Nunca sé qué veo en los ojos de los animales. O mejor dicho, sé que veo algo con lo que no logro comunicarme. Uno puede mirar una canica o el universo, pero no podrá hacer nada con ellos. Cualesquiera que sean los sentimientos del animal, tú nada tienes que ver con ellos. Inténtalo en un parque zoológico, con los leones, los monos, las lechuzas. Puedes mirar el rato que quieras, no recibirás nada a cambio. Heinz sí. «Charlamos mucho la paloma y yo». E inmediatamente después: «Tengo que enseñarte una cosa». Advertí que le costaba levantarse. Entró en la casa arrastrando los pies. Una ráfaga de viento hizo volar un gran mapa que había sobre la mesa. Tonga. «No te me escapes. Quédate aquí». Heinz depositó el mapa sobre la mesa y lo alisó con la mano. Miramos el archipiélago. Tongatapu. Toku. Tafali. Ciento setenta y una islas perdidas en el infinito azul del océano. Heinz canturreaba. «Estoy deseando ir». Me quedé un par de días en su casa, luego tuve que marcharme. Cuando fui a despedirme de él, la paloma estaba en el borde de la terraza, en el mismo lugar donde Molly solía echarse a dormir la siesta. «Le dije a Molly que se quedara en Inglaterra. La tramontana la pone siempre muy nerviosa. Llega con mucha agua salada. Y trae mucha humedad, eso a ella no le gusta. Ahora yo vivo aquí solo, como antes. La casa la he puesto en alquiler. Soy un gitano, ¿verdad?». No me siguió con la mirada cuando salí por la puerta. De lejos aún pude verle sentado bajo la luz todavía intensa del sol, la sombra de un hombre junto a la sombra de una paloma. Poco tiempo después vino una ambulancia a llevárselo y lo trasladaron en avión a Inglaterra.
Andrea me dio el número de teléfono del hospital donde Heinz estaba ingresado, un lugar en la costa cerca de la casa de la madre de Molly. Le llamé una sola vez. «Si salgo de aquí, me iré a Tonga. Te enviaré una postal». Unos diez días después de que todo hubiera pasado, Molly nos comunicó que Heinz había sido enterrado en la intimidad en el cementerio de su pueblo. Al fin lo tenía para ella sola. Me imaginé cómo habría sido la ceremonia. Un vicario, himnos, o cómo un holandés indómito se convierte en un muerto inglés. Philip me contó que la paloma siguió apareciendo a diario durante un tiempo hasta que de repente desapareció. Molly se quedó en Inglaterra. Andrea vació la casita. Había un desorden terrible, era como una especie de cueva de ladrones. No, no encontraron ningún mapa de Tonga.
18
Durante un par de veranos dejé de ir a Liguria. No lograba decidir si mantener mi casa o venderla. Philip me encontraba inquilinos cada temporada. Andrea se ocupaba de airear la casa en invierno para evitar humedades. Comoquiera que fuese, no sé si por la muerte de Heinz o no, yo me quedaba al otro lado de los Alpes. No regresé a Liguria hasta unos cinco años después. Al cabo de un par de días, Andrea me propuso salir a montar a caballo. Yo no soy ningún jinete, ella lo sabía. «Te he elegido un caballo muy dócil». Hablamos de Heinz y de Molly, claro está. «Molly envejece con plena entrega. Lo hace lo mejor que puede. En realidad interpreta un papel típico de comedia que existe hace ya un par de siglos. Una señora mayor inglesa en Italia». Andrea frenó su caballo. Cabalgábamos por una pista que discurría por encima del pueblo, arriba en la montaña. Desde ahí se divisa el mar y la cala donde está la casita de Heinz. También aquel día hacía mala mar. Andrea se volvió hacia mí. Bajo su gorra de terciopelo, su cara morena tenía una expresión seria. También ella había envejecido, pero sin entrega. Cada domingo montaba a caballo.
«Heinz quiso morirse solo, así de sencillo. No necesitaba nuestra compañía en aquel trance. Él lo supo siempre, desde Arielle». Volvió su caballo hacia mí, para poder verme mejor. «Nadie comprendió nunca lo que Arielle significó para él. Una telaraña. Sé que suena extraño, pero es así. Ella era una criatura casi intangible. Era etérea, por decirlo de alguna manera, o translúcida. Aunque telaraña la define mejor. Y eso a los hombres los excitaba. A Philip el primero. Y por esa razón Heinz la quería exclusivamente para sí».
19
He regresado al otro lado de los Alpes, donde he contado esta historia. Vuelvo a mirar la fotografía. El perro, el agente inmobiliario, Andrea, Philip, Heinz, nadie se ha movido. Ahí están todos, congelados en el tiempo. En cuanto se muevan contarán mi historia.
Me fijo en el rostro de Heinz, y me gustaría descubrir en él algo de lo que acabo de contar. Pero no se ve nada. El alcohol, la risa, la paloma, la muerte, Tonga, todo eso está ahí porque existió, porque yo lo sé, pero nadie más puede verlo. En la fotografía no se aprecia nada. Si uno encontrara esa foto en algún lugar y no conociera a los retratados, todos conservarían su misterio. Mientras no hablen, sus ojos son los ojos de los animales, impenetrables. Y cuando alguien me miré a mí, ¿qué verá? Lo mismo. Nada. O una interpretación que no responde a la realidad, sea cual sea. Quien mire la foto podría decir algo acerca de la edad de los retratados, de la ropa que llevan, de la moda y por tanto de la época, incluso podría decir algo del carácter de esas personas, pero todo cuanto diga no será sino una hipótesis, una conjetura. Literatura, si acaso, ficción. Somos nuestros secretos, y, en el mejor de los casos, nos los llevamos adonde nadie puede alcanzarlos.