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Eddy Posthuma de Boer

La primera foto de Dios

Éste era yo después de aquel primer día.

Yo solo, con mis piedras de piedra.

Yo solo, con mis cielos de cielo.

Aquel día yo era todavía feliz,

la tierra todavía solitaria y yerma.

No fue hasta más tarde que creé los árboles,

los animales, el ejército y ese fotógrafo.

A menudo siento nostalgia del día

en que lo creé, mi primera criatura.

Él y yo juntos en mi creación,

yo con mi chaquetita morada entre

[mis cielos de cielo,

él con su ojo como un espejo

sobre mis piedras de piedra,

y nada más.

Madre Tierra

Acabo de barrer el mundo,

le he quitado el polvo

le he perdonado las heridas

le he curado los pecados.

Soy la madre tierra

todos los dioses han desaparecido

ahogados perdidos consumidos

en residencias de ancianos e iglesias.

Sólo quedo yo,

para cocinar, confortar, barrer.

Alguien,

señor fotógrafo,

debe hacer el trabajo sucio.

Mientras miro las fotos de Ante el ojo del mundo [Amsterdam 1996], de mi amigo el fotógrafo Eddy Posthuma de Boer, con el que he viajado entre los años sesenta y ochenta por todo el mundo, me vienen a la memoria unos versos sobre Basho, poeta clásico japonés: «La contabilidad del universo tal como se presenta a diario». Algunas de estas fotos las llevo tan grabadas en el alma que a menudo siento como si hubieran sido impresas sobre mi persona en lugar de sobre papel. Se hicieron en mi presencia; yo vi la transformación en un solo segundo de una persona en fotografía, y sé que de otro modo ese segundo se hubiera disuelto en la inmensidad del olvido en que transcurre nuestra existencia, porque sin el olvido nos volveríamos locos. Borges trata este tema en un famoso relato, «Funes el memorioso». El pobre Funes no es capaz de olvidar nada, ni una rama, ni una hoja, ni la forma de una nube que una tarde o una mañana vio en algún lugar, y acaba muriendo de lastre, de exceso.

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Me he preguntado con frecuencia adónde van a parar las imágenes, esos millones o miles de millones de imágenes que vemos a lo largo de nuestra vida. Pueblan nuestros sueños, las empleamos como referencia, como material de reconocimiento, como memoria comprimida, como experiencia y guía. Y, sin embargo, al mismo tiempo dejamos que fluya sobre nosotros, como una esclusa abierta, una infinita cantidad de imágenes que ya nunca retendremos como imagen independiente. Lo irrevocable de esta experiencia tiene el sabor de nuestra mortalidad, pero su naturaleza misteriosa se debe también a otra razón. ¿Para qué sirve esta profusión de imágenes? ¿No podríamos vivir con menos? ¿Tiene algún sentido delimitar nuestro entorno? ¿Acaso ve menos un monje cuya vida transcurre entre las paredes de un monasterio? No, es posible que el monje vea otras cosas, pero no podrá cerrar los ojos, como tampoco podemos los que vivimos en el mundo.

Eddy Posthuma de Boer viaja desde que le conozco, y de eso hace ya muchos años. Nos conocimos en los cincuenta. Él me fotografió como un ser que hoy apenas reconozco, a eso me refiero cuando digo hace muchos años. En los sesenta emprendimos nuestros grandes viajes: Brasil y Bolivia, Japón y Malasia, Gambia, Níger y Malí, y siempre mucha Europa. Decir que se conoce bien a una persona es difícil, pero pueden ayudar los mercados de camellos, los aeropuertos africanos, los aduaneros desconfiados, los hoteles de mala muerte, los barcos que uno pierde en el último momento, los tipos poderosos con ganas de fastidiar, el peligro de las calles y los largos silencios en el interior de extrañas galerías.

¿Son éstas experiencias negativas? No, naturalmente que no, pero viajar no deja de ser una prueba de fuerza, sopesar lo que se puede hacer y lo que no, saberse dependiente de personas y circunstancias, tener la paciencia de aceptar que en ese otro mundo las expectativas y los criterios de uno no se corresponden siempre con la realidad y que el miedo en sus múltiples manifestaciones puede formar parte del viaje. En Bolivia, la carretera por la que pasaste ayer hoy se ha hundido; el DC-3 hace un ruido muy sospechoso mientras sobrevuela el árido territorio del desierto; la cabeza de ternero sobre el regazo del vecino de autobús cerca de Goulimine no huele precisamente a perfume al cabo de un par de horas; y la sola imagen de una cámara profesional es o era capaz, en algunos países, de excitar los ánimos de los militares hasta grados altamente imprevisibles. Tal vez son situaciones incómodas, pero en realidad carecen de importancia. No se olvidan, pero tampoco aparecen registradas en las fotos y la mayoría de las veces ni siquiera en los artículos.

Solemos olvidar lo desagradable. Pero de lo que se trataba era de la contabilidad de lo visto, lo cual me remite a la pregunta formulada anteriormente ¿por qué algunas imágenes se conservan y otras no? ¿Qué convierte a mi compañero de viaje en el excepcional fotógrafo que es? He pasado tanto tiempo con él y hemos vivido tantas experiencias juntos que debería saber la respuesta a esta pregunta, pero no, curiosamente no es así como funcionan las cosas. Las decisiones íntimas son invisibles, y es a este tipo de decisiones a las que me refiero: el instante en que mi acompañante, interrumpiendo una conversación, me dice «un momento», toma en sus manos una determinada cámara y no otra, retrocede unos pasos, se sube encima de algo y filma unos cuantos corderos envueltos en una nube de arena levantada por una ráfaga de viento.

Cuando más adelante veo la foto reconozco la signatura, el sello personal que la convierte en una foto intransferiblemente suya, el instante observado que a punto estuvo de esfumarse y que, como en una película de dibujos animados, fue rebobinado justo a tiempo ante el agujero negro del pasado. Hace años que no he visto esta foto y sin embargo me la imagino con toda claridad. La verdad es que no sé muy bien por qué me viene a la memoria esta foto y no otra al referirme a la signatura, seguramente por lo insólito de la reacción de Eddy, él, que habitualmente es tan tranquilo, que parece vivir en una calma serena y, además, irradiarla. Su manera de ser tiene algo de confortante y mágico, no sólo para el compañero de viaje que se entusiasma con facilidad cuando cree haberse topado con algo interesante, sino también para el sujeto fotografiado, gente muy diferente en diferentes países. Basta fijarse bien para verlo. Durante un segundo, la gente es rozada, tocada, por esa gravedad y esa calma de Eddy. Sucede con una ligera sonrisa, y antes de que se den cuenta ya ha pasado. A través de los ojos del hombre que los fotografía, ellos mirarán a los ojos de otras personas que no conocen, tal vez dentro de un año o tal vez dentro de un siglo, cuando este mundo –sus ropas, el país en que vivían, todo– se haya vuelto irreconocible, excepto una sola cosa: la mirada de un ser que mira a otro ser, una transacción entre personas que trasciende su anonimato y su futura ausencia.

Así es como lo mágico entra a formar parte de la signatura. En el instante en que se dispara la cámara sucede de todo. La decisión de fotografiar a una persona, de captar su imagen en un lugar determinado, con un determinado enfoque de la cámara y una determinada luz, debe ser secundada por la decisión del otro de dejarse fotografiar durante ese mínimo segundo anterior a la adopción de una pose. En este sentido, puede que la signatura sea compartida, pero es más probable que la signatura del uno, del fotografiado, se convierta en un elemento de la signatura del otro, del fotógrafo.

La palabra signatura connota tal vez cierta vanidad, apropiación, querer estampar el propio sello para distinguirse de los demás. En este sentido, la expresión «captar la imagen» adquiere un tinte negativo. Resulta comprensible que en ciertas culturas la gente se resista a ser fotografiada por temor a que alguien se apodere de su alma, esa cosa volátil. Y esto no vale solamente para una vendedora en el mercado de Mauritania, sino también para personas como Balzac, quien, un siglo atrás, no se sentía muy cómodo con el nuevo medio, porque creía que la foto, digámoslo así, le desgastaba. Esta misma idea la volvemos a encontrar, aunque de otra forma, en Walter Benjamin cuando afirma que el aura del objeto «reproducido» queda dañada por el acto mismo de la reproducción. Pero yo me refiero más bien a lo contrario, al reconocimiento, casi inmediato, del ser más íntimo de la persona fotografiada, y a cómo ésta –en ese instante en que su imagen es captada en una determinada postura, al lado de tal o cual objeto o en un espacio vacío– expresa plenamente su naturaleza sabiendo o sintiendo que el otro la ha visto tal como es, como el ser que es para sí misma. Éste es el elemento mágico y trascendente de la fotografía, y para ello se requieren magos, alquimistas manipuladores del tiempo que, fijando nuestro yo dinámico en un doble estático, expresen algo de lo que somos, incluso cuando hace ya tiempo que hemos dejado de existir. Durante nuestros viajes, Eddy y yo hablamos muy poco de estas cosas, me parece a mí, e incluso ahora todas estas especulaciones me resultan casi ilícitas, aunque no sabría decir exactamente por qué.

Resido actualmente en el Getty Center de Santa Mónica, donde he sido invitado a una estancia de medio año. Hace poco anuncié que vendría a visitarme Eddy y que éste deseaba echarle un vistazo a la valiosísima colección de fotos. A la pregunta de si mi amigo tenía alguna preferencia, respondí afirmativamente: los vintage prints de Ansel Adams y de Brassaï.

Un instante como éste se torna casi sagrado: el conservador se presenta con las cajas en cuyo interior dormitan esas primeras impresiones. Se extraen con sumo cuidado de su mausoleo, se les retira el papel de seda, y ahí están, las primeras impresiones realizadas por el maestro en persona, algunas incluso de principios de siglo, de este siglo ya tan largo. Observo con qué parsimonia y atención examina Eddy las fotos, con una mirada que es una forma de pensar. Apenas dice nada. De cuando en cuando comenta algún detalle de tipo técnico, pero se guarda para sí todo lo que las fotos puedan tener de filosófico, como algo que deba preservarse.

Más tarde, en mi habitación del piso décimo con vistas, Eddy me hace, como siempre, una foto, casi como quien te estrecha la mano. No le conozco sin cámara. La cámara es un miembro más de su cuerpo, el gesto de disparar fotos parece formar parte de su motricidad natural. Eddy está de paso camino del desierto. Un tiempo después me llama por teléfono y me habla de un solitario motel cerca del Valle de la Muerte, con un par de habitaciones y un indian chief en la galería que no abre la boca, y mientras él me describe la escena yo veo el silencio. Ahora Eddy está en Colombia y yo miro las fotos que me ha dejado.

Reconozco muchas de las imágenes que figuran en la primera parte del libro: el tuareg con su manto ondeando al viento frente a la mezquita de Mopti, un edificio salido de un sueño; los dos niños rodeándose con el brazo, y al fondo la misma mezquita, que aquí parece flotar en la luz. Es mi propia vida la que regresa a esas fotos: el pastor con su manta oscura una gélida mañana en Galicia; la extática llegada a una aldea en algún lugar a lo largo del río Gambia... Hicimos la travesía río arriba con el Lady Wright, un viejo tramp; es de madrugada, velos de neblina flotan sobre el agua quietísima y a través de los árboles, y entre el agua y los árboles, toda la aldea espera el acontecimiento semanal: la llegada del barco procedente de Banjul. Es una multitud silenciosa. Hombres, mujeres y niños aguardan de pie como si acabaran de ser creados justo antes de que el barco atraque. Y así es como aparecerán en el libro mayor de la contabilidad infinita de nuestro tiempo: una comunidad en una aldea a orillas de un río, Gambia, África, 1975, anotado, guardado. «Tout graphème est d’essence testamentaire», afirma Derrida, y lo mismo cabe decir de estos textos escritos con luz, la luz de la fotografía, porque también ésta es testamentaria, en el doble sentido de testimonio y herencia.

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Esta idea es aún más evidente en la segunda parte del libro, la que versa sobre personas en circunstancias extremas. Fue un encargo que el fotógrafo se hizo a sí mismo, decisión esta sobre la que me habló muy escuetamente, apenas en una oración subordinada. Eddy y yo nos llevamos algo más de dos años. Al igual que yo, él ha vivido la guerra, demasiado joven para participar (o verse obligado a participar) en ella, demasiado mayor para no ver lo que sucedía a su alrededor. Conserva en el recuerdo las imágenes de las razzias y de los niños que no regresaban a la escuela después de un fin de semana, como, por ejemplo, Harold y Paul Duizend. Más adelante, Eddy buscó sus nombres en la lista de personas fallecidas expuesta en el Museo Histórico Judío y supo que sus amigos habían perdido la vida el 2 de julio de 1943 en Sobibor.

La línea que lleva de este suceso a las fotos de la segunda parte del libro es muy clara. «La fotografía –dice Eddy– es el medio por excelencia para hacer algo de provecho, para mostrar a los demás el sufrimiento de la gente y, sobre todo, de los niños.» Desde hace unos años, mi amigo viaja a lo que podría llamarse con justicia los parajes del horror: un campo de refugiados en la antigua Yugoslavia, un hospital en Bagdad y, luego, más campos y campamentos de acogida, Karachi, Colombia, Ruanda, Haití. En estos lugares la palabra maestría se te muere en la boca, claro está. Se impone el eterno dilema entre estética y sufrimiento: ¿puede afirmarse que una foto que expresa horror y tristeza es «bella»? No, uno prefiere en tal caso desviar la atención hacia el análisis de las habilidades técnicas, y, sin embargo, la imagen del reparto de alimentos en un hospital de Tayikistán irradia una belleza especial. También estas fotos, y quizás más que otras, pertenecen inexorablemente a la imagen cotidiana del mundo: el dolor, el miedo, el sufrimiento, como parte insoslayable de nuestra existencia.

Sólo un maestro puede quitarnos el aliento con su obra, un maestro que pone todos los recursos de su prodigiosa habilidad al servicio de lo que quiere expresar y enseñar, alzándose así contra la negación, contra el olvido. Mirad, éste era el aspecto que tenía nuestro mundo en la segunda mitad del siglo XX, éste es el aspecto que tendrá para siempre.

[1998]