15

La noche que Kai no puede recordar está grabada en la mente de Lucía. La palabra «grabar» sugiere la fricción de piedra contra piedra, y en efecto es así. La memoria no es siempre una masa blanda que intenta fluir en todas direcciones. El automóvil del payaso parecía una tartana, lo único que le faltaba era el caballo, pero no se sabía a ciencia cierta si el motor era o no un animal. Había que dirigirle la palabra y conjurarlo antes de que el vehículo se pusiera en movimiento. Más tarde se preguntó Lucía cómo sabía la vieja adónde se dirigían e hizo bien en no intentar averiguarlo en aquel momento, ya que el payaso no tenía la más remota idea. Hacia el este, eso era todo lo que sabía.

En la parte posterior del vehículo había un colchón, y a su lado se tambaleaba la maleta con los zapatones y el traje de cuadros; la pelota amarilla rodaba a su aire de un lado para otro. Con el equipaje de Kai y Lucía, el coche quedaba lleno a rebosar y trepaba lentamente cuesta arriba. En el exterior reinaba el silencio, apenas había tráfico. Unas veces veían la luna y una cohorte de estrellas; otras unas nubes rápidas, largas y oscuras atravesaban el cielo, con mucha prisa por llegar quién sabe adónde. Unas nubes, pensó Lucía, distintas de las más jóvenes y ágiles a las que ella estaba acostumbrada. Su rápido paso proyectaba fugaces sombras sobre el paisaje. Las rocas, tal era la impresión, caían lentamente en la carretera, altos árboles se inclinaban amenazadores sobre el coche, todo aquello entre lo que se movían estaba a su vez en movimiento. Ya bien entrada la noche, cuando la luna les indicó un espacio abierto, se detuvieron. La vieja debía de conocer el lugar, puesto que fue a colocar el automóvil detrás de unos arbustos, para que no pudiera verse desde la carretera. Solo entonces sobrevino un auténtico silencio: el silencio total y absoluto que se debe a la ausencia de otros seres humanos y que nos sugiere la idea de nuestra propia ausencia, hasta el punto de hacernos dudar de nuestra existencia.

Así de silenciosa debía de ser la Tierra antes de la aparición de los hombres, pensó Lucía. La vieja había encendido una lámpara de petróleo, había sacado pan y un poco de queso, y habían comido en silencio. Luego la vieja se había alejado y Lucía oyó que estaba orinando, pero no eran estos actos los que causaban extrañeza, sino más bien el silencio que volvía a imperar después de cada acto, acentuado por los ruidos desconocidos e inesperados, pues para alguien que ha vivido siempre en la ciudad, tales ruidos, pese a ser ruidos, aumentan el silencio.

—Anda, vamos a dormir —dijo el payaso.

Se apearon del vehículo y volvieron a subir en él para acomodarse en la parte posterior.

—No tengas miedo de nada.

Sabía que ahora Lucía estaba pensando en Kai, pero por raro que pueda resultar, se equivocaba. Lucía lo intentaba una y otra vez, pero siempre en vano. Aquella era la primera vez desde hacía años que iba a pasar una noche sin su marido. Lo experimentaba como dolor, le faltaba algo, y el pensamiento asociado normalmente a aquella parte perdida se resistía a ser evocado. No podía, sencillamente, imaginarse dónde estaba Kai ni qué pensaba, y con ello se desvanecía también cualquier idea que de él pudiera formarse. Él no estaba allí, el silencio y la oscuridad no se lo devolvían. Sentía a la mujer que estaba a su lado como algo grande y redondo, algo compuesto de calidez y aliento, el aliento de alguien que duerme. Aquello le resultaba muy tranquilizador, porque tenía la sensación de que su nueva amiga estaba unida al mar, de que formaba parte, por tanto, de un movimiento mucho mayor e indefinible.

Poca gente sabe lo que es el mundo, pero, en todo caso, es un reloj. Aquí, en Zaragoza, en estos momentos, anochece. Quien lo desee, puede pasar por alto esta página, el relato continuará luego. No acostumbro a trabajar por la noche, pero hoy no he tenido elección, ya que el termómetro casi ha alcanzado los cuarenta grados. He subido un rato a la azotea del colegio. En una ciudad, rara vez pueden verse bien las estrellas, pero esta noche las he distinguido claramente, las mismas que ve Lucía a través de la sucia ventanilla posterior del automóvil, cuando abre los ojos y el cielo está despejado. Es mejor que no sepa lo que yo sé: que hay más estrellas que granos de arena en todas las playas del mundo juntas y que muchas de esas estrellas tienen, además, sus propios planetas. Esto le habría infundido miedo, como el reclamo de una lechuza cuando no se sabe qué es. Se parece a la voz de alguien que se ha perdido y camina errante. Murmullos, ramas que se rompen, pero el aliento que tiene al lado mantiene su ritmo sosegado. Por fin la vence el sueño y es como si mi libro se quedara también dormido. Me temo que así sea. Está delante de mí, en la mesa, susurrando y respirando suavemente, se hincha poco a poco y se contrae otra vez, igual que las dos mujeres tendidas en su colchón, una al lado de la otra, en medio del negro bosque, igual que Kai, inconsciente, secuestrado por un Tatra. Solo yo estoy despierto. A lo mejor no hay tampoco lectores, así que será mejor tomarme un descanso. Debería ser, claro está, más riguroso conmigo mismo, pero la noche nos roba energías. Además, ¿quién lee mis libros? Nadie me conoce en España y aunque el editor no los rechace, la tirada es siempre insignificante.

No me parece mal. Quiero escribir, eso por descontado, pero no existir como escritor. No sé si me explico. No creo en eso de dejar huella, yo solo creo en esos devaneos intelectuales que, ya siendo joven, llamaba «pensar», aun cuando nada tuviera que ver con pensar, siendo a lo sumo cavilaciones, meditaciones. Publicar textos equivale a pensar en voz alta. ¿El cuento de hadas como intensificación de la realidad? Pero la realidad ¡es un concepto tan confuso! Si la carretera es una realidad, ¿qué es entonces el sueño de la gente que va en automóvil por esa carretera? Todo sale de nosotros, y regresa a nosotros, y en este sentido, ese sueño es tan real como el bache que hay en la carretera y ahuyenta el sueño, pero ¿qué es un bache sino algo vacío, es decir, nada?

Escribir consiste en hacer siempre las mismas preguntas y filosofar parece consistir en dar siempre respuestas distintas, en inventariar las respuestas. ¿Qué hace alguien que escribe un cuento de hadas? Busca el camino más fácil: no intensifica la realidad, la deforma, la obliga a hacer cosas que no puede hacer. Por consiguiente, no formula preguntas, sino que solo da respuestas, respuestas equivocadas e imposibles, con lo que violenta la realidad, en eso consiste su intensificación. Un cuento de hadas tiene que ser leído, por lo tanto, con los ojos demasiado abiertos. Esto puede conseguir, en definitiva, que esas deformaciones aclaren algo sobre la forma. Pero en cuanto a qué es realidad, yo aún no lo he descifrado, por eso nunca he sentido el deseo de copiarla; que lo hagan otros, después de todo cada cual tiene la suya. Trátese de colores o del discurrir del tiempo, uno solo habla por sí mismo. Nada coincide, como me han enseñado Spinoza y Hume, y esto no es citar nombres, sino andar con un bastón, como hacemos los españoles. De ahí que nunca tengamos filósofos verdaderos, sino solo epígonos. Nada coincide; nosotros mismos somos realidad y al mismo tiempo nos empeñamos en decir qué es la realidad, como una sombra que conversa con otra sombra. ¿Hay una marta cerca de aquel automóvil, un zorro? Murmullos en torno a la acompasada respiración de las dos mujeres. El grito mortal de una bestezuela, un rastro entre las hojas, todas esas cosas que en el Norte ya se han olvidado, pero que yo, con mi cajetilla de Ducados medio vacía y mis indisciplinadas cavilaciones, sí conozco. El automóvil está allí como una iglesia con el trasero vuelto a Oriente. Las primeras luces arrancan la oscuridad de los dos rostros, se posan sobre los párpados cerrados de Lucía. Belleza e inocencia juntas, tal cosa, claro está, no existe. «Yo no creo en cuentos de hadas», ha dicho ella misma. Alguien tendría que explicarle que, cuando se tiene un aspecto como el suyo, por fuerza hay que ir a parar a un cuento de hadas. También la belleza perfecta es una deformación de la realidad, y, por eso mismo, una forma del destino. Mi viejo amigo Webster, de otra cosa no dispongo aquí, lo dice: Fairy tale, a tale relating to fairies. Fairy, fata, literalmente afata, del latín fatum, destino. ¿Me lleva esto a alguna parte o sigo en el mismo sitio? «Un ser imaginario en forma humana.» Tres mujeres, ¿tres hadas? ¿Dos buenas, una perversa?

De pronto Lucía se incorpora y lanza un grito. Mantos de neblina, velos, hilachas, blancos y grises, con manos y rostros, reptan, se mueven tras la ventanilla del coche. Siente la mano de la otra mujer en la suya, acariciadora, y mira el rostro que ve las mismas cosas que ella, pero que sonríe.

—¿Qué es todo eso?

—Son los sueños de otra gente. —Ríe.— Mira —dice—, ahí los tienes.

Y con una rapidez sorprendente se levanta, salta del coche, agita sus manos entre las hojas hasta que las tiene mojadas y se frota con ellas el rostro. Lucía mira las hilachas de niebla que se enroscan en torno a los árboles e introduce sus manos entre la hierba.

—Van de camino hacia su casa y dejan agua para nosotras —dice el payaso, y se ríe.