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El relato que me dispongo a contar se desarrolló no hace mucho tiempo y es una historia singular. Yo construyo mis narraciones pensando sobre todo en mi propio esparcimiento y creo que, en parte, me ha ayudado a ello mi otro trabajo, el que realizo para ganarme la vida. Existe cierta afinidad entre escribir relatos y construir carreteras, en ambos casos se ha de llegar a alguna parte. Se me ocurrió esta idea en la C-221, que va de Calatayud a Cariñena, en las inmediaciones de Aguarón, para ser más exactos. Mi equipo se queja de que esa es la carretera más inspeccionada de España y como se dice en el Sur, «no andan muy errados», aunque hay otra que a mí me gusta más. Lo cierto es, sin embargo, que la idea se me ocurrió en la C-221, y en ninguna otra parte las afinidades antes indicadas son más evidentes. La carretera se halla a gran altitud, el mundo se extiende a uno y otro lado de la ruta, desplegándose ante la vista un vasto panorama, ¿qué otra cosa necesita un escritor? Hay allí unas gigantescas torres de hierro unidas mediante cinco o seis cables enormes, de forma que, diríase, impiden la desmembración del mundo, o del relato. Hay señales que advierten de la proximidad de un manantial —un descanso para el lector— o un bache o cualquier otro obstáculo que dificulta el tránsito. En tales ocasiones conviene que el lector esté alerta, ya que, si bien el escritor no debe permitir que tome mal la curva y salga volando, me consta que ciertos autores es precisamente eso lo que pretenden. Yo, como he presenciado muchos accidentes, estoy escarmentado.

Soy un sesentón bastante metido en carnes, y casi siempre de buen humor. Mi única rareza, aparte de escribir, es que siempre visto de azul, lo cual carece de interés, soy consciente de ello. Así que no volveré a hablar de mí mismo. Leo un paisaje como si fuera un libro, eso es, en realidad, todo lo que he querido decir. Acaso se deba a la llamada omnipotencia con que los escritores van creando un mundo según los dictados de su propia voluntad.

Lo que voy a decir ahora ha ocurrido en un paisaje de verdad. A medio camino de la C-221, por ejemplo, a la izquierda de la carretera, en una depresión bastante profunda, una tierra roja y seca envuelve la forma rectangular de un cementerio. La visión del lugar tiene algo de irrevocable, y el viajero se ve obligado a aceptar, irremisiblemente, ese espacio reservado a la muerte.

Algo semejante le ocurre, creo yo, a un lector. Un libro es un documento, y en ese documento se introduce la palabra «muerte», aunque, naturalmente, cada cual es muy libre de pensar al respecto lo que quiera. Pero vayamos al relato. Tiene curvas, como la mayoría de las carreteras de Aragón; a veces hay que subir un repecho, lo cual supone, claro está, que luego hay que descender una pendiente, ya que, en lo tocante al paisaje, a mí no me cabe hacer gran cosa, no es de mi incumbencia. Sí lo son, por supuesto, el firme y los arcenes. En cuanto a los arcenes, hay instrucciones de pasar por ellos la guadaña frecuentemente (en las carreteras de tercer orden seguimos utilizando la guadaña), pero yo siempre dejo dicho que aquí y allá, en los lugares que yo mismo indico, se haga todo lo posible para no cortar las flores. Son carreteras de poca importancia, los ministros no circulan por ellas y, además, ¿quién va a inspeccionar al inspector?

Pero basta ya, al grano. Aunque, si se mira bien, todas estas divagaciones no carecen de sentido. Ya he dicho dónde se desarrolla la acción de mi relato, cosa de por sí complicada, dado que son escasas las personas que conocen mínimamente el lugar; pero de eso no tengo yo la culpa. Ahora vayamos al tema: la belleza perfecta y la felicidad perfecta. Dudo que muchos de mis célebres colegas se atrevan a abordarlo. Así y todo, ese es el tema de mi relato. Por ahí empieza y por ahí acaba, al menos eso creo de momento. Y precisamente ahora que voy a empezar, vuelvo a ver de pronto ante mí un tramo de C-221, bastante recto, en las proximidades de Nuestra Señora de las Viñas. La llanura, los olivos plateados, las manchas de luz en la tierra roja, como si también allí se hubiera librado una batalla, igual que en Verdún, y en efecto así es. Esas manchas están ahí para recordarnos el mal.

Se aproxima un hombre a lomos de una mula. Unos capazos de esparto, botijos a ambos lados, un perro. Quizá llevé ya todo un día haciendo camino, una aparición del paraíso, y eso eran también los protagonistas de mi narración. No eran, son. Pero al iniciarse el relato vivían todavía en Bijlmer, un barrio nuevo con altos bloques de pisos del sector sur de Amsterdam. Se llamaban Kai y Lucía.

¿Cómo introduzco yo la noción de la perfecta felicidad? Pero ¿para qué divagar?, el asfalto está caliente y blando. ¡Que la apisonadora pase por encima! Kai y Lucía eran perfectamente felices. Así como una botella o una caja pueden estar medio llenas, vacías o llenas del todo, así también cada forma de felicidad o de infortunio conoce su punto mínimo y su punto óptimo, y quien ha alcanzado este último, no hay que darle vueltas, es perfectamente feliz. Quizá haya quien diga que eso no puede ser, que la felicidad perfecta entre seres a quienes aguardan la vejez, la enfermedad y la muerte es imposible, pero el asunto se puede ver también de otra manera. Alguien a quien todo esto le tenga sin cuidado se halla ya en el camino de la perfecta felicidad. Ya sé que la terminología no es atractiva y choca con la mentalidad de estos tiempos, pero eso es inevitable. Además, para poner fin de buen principio a cualquier especulación, he de decir ahora mismo que tal era el caso, simplemente. La felicidad perfecta, exactamente igual que la perfecta desgracia y muchas de las cosas que acompañan a una y otra, causan verdadero horror. A ello se añade que, si bien está lejos de mi ánimo afirmar que la felicidad perfecta entre personas feas no es posible, en el orden lógico de las cosas debe haber una gradación jerárquica según la cual la felicidad perfecta entre personas perfectamente bellas es todavía más insoportable, y este es, precisamente, el caso de Kai y Lucía. No había en ellos, como se dice en el Sur, «tacha ni baldón», nadie podía achacarles tacha alguna. Desde el punto de vista estético, nada en ellos incitaba a hacer la mínima observación. Lo único que, después de haber visto una sola vez a aquellas dos personas, podía ser aún objeto de rechazo era el concepto mismo de lo estético, como ocurría, en efecto, regularmente.

Hay personas hermosas, nadie puede impedirlo, pero cuando es únicamente eso lo que cabe echarles en cara, cuando lo que uno hace al verlas pasar por la calle es quedarse paralizado de estupor, la belleza perfecta se convierte en la medida de la propia imperfección, y eso a nadie le gusta.