NIEVO Y LAS «CONFESIONES DE UN ITALIANO»
Hay grandes libros que, aunque a veces sean generosamente imperfectos, tal vez porque les falta un último retoque que no ha dado tiempo a realizar o porque se ven abrumados, en algún que otro detalle formal y estructural, por su misma riqueza, forman parte —en mayor medida que muchas otras obras hábilmente irreprochables— de las obras maestras de la literatura universal, por la totalidad, la intensidad y la profundidad de vida que contienen y saben hacer revivir.
Las Confesiones de un italiano de Ippolito Nievo es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como Los novios, con la que puede desde luego compararse) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX, aunque su grandeza no haya sido admitida del todo —a pesar del obvio reconocimiento, los muchos y señalados estudios críticos y las traducciones— por la conciencia común y la fama internacional.
Hace algunos años uno de los mayores editores alemanes, que estaba preparando una nueva edición de esta obra en Alemania, me hablaba de ella con el entusiasmo de quien quiere proponer a los lectores un libro que, a pesar de todo, está todavía por descubrir, y con la naturalidad de quien publica un clásico que no puede faltar en una colección que se precie. En este sentido Nievo es quizás, en parte, víctima del aislamiento que a veces envuelve todavía hoy a la literatura y en especial a la narrativa italiana del siglo XIX.
Las Confesiones de un italiano realizan en gran medida el ideal y la esencia de la novela, la representación de un gran acontecimiento histórico colectivo personificado en una irrepetible existencia individual, con la que se funde indisolublemente sin reducir en lo más mínimo su peculiaridad. La vida de Carlino Altoviti, el protagonista que habla de sí mismo, está tejida dentro de un grandioso fresco histórico que plasma el final del viejo mundo ancien régime —identificado sobre todo con la veneranda y decrépita República de Venecia—, las convulsiones de la época revolucionaria y napoleónica, la Restauración y los primeros y contradictorios fermentos del proceso de unificación nacional de Italia, del que el garibaldino Nievo no es sólo un apasionado y activo promotor, sino también su conciencia política y poética.
La grandeza del libro reside en su totalidad, en la presencia simultánea de una fortísima pasión y ecuanimidad épica ante las figuras y los acontecimientos. Su profundo sentido del arraigo en la historia, que le permite componer un cuadro incomparable de los usos político-sociales y captar en plena acción, en su actuación concreta a través de la vida de los individuos, las tendencias y fuerzas históricas de la época, no le impide abrirse con excepcional fuerza y frescura poética a todo aquello que supera la dimensión histórica y no puede reducirse a ella; a la naturaleza, de la que es un extraordinario poeta, o a aquel paso oscuro más allá de la muerte, al que Nievo mira sin concederse ninguna fe, pero con un profundo sentimiento religioso.
El intenso y explícito sentimiento de la vida como hecho moral no ahoga la atención hacia todo aquello que, en la misma vida, traspasa la dimensión ética; no bloquea el encanto y el asombro ante el demoníaco fluir de la vitalidad que no quiere saber de justicias ni virtudes, sin que por otra parte la intrépida mirada a esos seductores e inquietantes remolinos debilite su vigoroso compromiso moral. Del mismo modo, su despiadada crítica de la podredumbre del viejo mundo no excluye una afectuosa ternura hacia el mismo ni el reconocimiento de sus méritos, de la misma manera que el lucidísimo y amargo desencanto por las traiciones y fracasos de los revolucionarios, plasmados sin la menor reticencia, no da al traste con la desilusionada fe en el progreso, por muy lleno que esté de terribles y también repelentes contradicciones.
Las Confesiones son un gran libro que afronta la formación de una conciencia ético-política, italiana y europea, y al mismo tiempo también un gran libro impregnado de ternura y sentido del humor, de sterniano amor por las cosas más minúsculas y de profunda pasión. Escritas por un autor que murió sin cumplir los treinta años, las Confesiones adolecen, sobre todo en la segunda parte, de defectos y exuberancias, de alguna que otra prolijidad digresiva. Pero constituyen un fresco de la vida entera, amada sin énfasis optimistas y sin ilusiones, y captada a través de una galería de personajes inolvidables que ejemplifican toda la gama y la complejidad, todos los registros que van de lo cómico a lo trágico; baste pensar, por poner sólo un ejemplo, en la figura de la Pisana, tal vez la más hermosa figura femenina de la literatura italiana y ciertamente una de las más hermosas de toda la literatura, digna de esta novela que se aventura con inexorable agudeza por los meandros del Eros, por sus encantos y sus malicias, sus crueldades e insondables ambigüedades. Entre la cocina de Fratta y el mundo, la novela capta toda la vida sin la menor rémora, superando incluso las resistencias de las convicciones del autor, y creando un extraordinario magma lingüístico que conforma uno de los mejores lenguajes narrativos.
Las Confesiones son un libro que ayuda a vivir y también a mirar cara a cara a la muerte. En estos tiempos en que Italia parece correr el riesgo de descomponerse, y de volver a hacer al revés el camino descrito en la novela, podría leerse el libro para sacar también de él un amor crítico e ilustrado por nuestro país, y una concepción moderna de él. Al final del libro, Carlino, octogenario, vislumbra el surgimiento de una sociedad futura en la que el progreso general, en su opinión, superará a la multiplicidad contradictoria y ambigua de su mundo, para bien de la historia civil y mal de la novela y la caricatura. Aquí, quizás, se equivocaba, porque la realidad, si acaso, se ha vuelto todavía más caricaturesca.
1992