LINNEO Y LA DIVINA NÉMESIS

En el año 1735 Linneo, en una visita a un jardín de Hamburgo, anota en su cuaderno el epígrafe escrito a la entrada: «No hagas ningún mal y no serás víctima tú de ninguno, como el eco que te devuelve tu propio grito en el bosque». Es el año en el que publica su primera edición del Systema Naturae, la gran clasificación que lo ennoblecerá y hará de él un símbolo de las ciencias naturales, un escritor del que Rousseau decía, refiriéndose en especial a su Philosophia Botánica, que había sacado más provecho que de cualquier otro libro de moral. Los grandes moralistas, capaces de escrutar a fondo la vida y su anarquía, están acosados por el demonio del orden, de la pasión por catalogar y definir; esta pasión de totalidad está abocada a la derrota, porque ningún sistema puede ponerle por completo las bridas a la imprevisible irregularidad de la existencia, pero solamente el lúcido y geométrico amor por el sistema permite comprender de veras la originalidad de la vida, el resto que siempre queda respecto a la ley.

Es la enciclopedia, con su riguroso orden alfabético y su catastro, lo que evoca la imagen caótica y proliferante de la realidad; quien coquetea con el desorden y se da ínfulas confusas, desparramando los papeles sobre la mesa para dar una impresión de genial desarreglo, es un retórico inocuo y bienintencionado, lo mismo que quien exhibe su distracción o su juventud disoluta, y difícilmente podrá comprender lo verdaderamente demoníaco de la existencia.

No le faltaba razón a Rousseau al ver en el gran botánico sueco a un maestro de moral, o sea de procedimientos conceptuales que educan el pensamiento para penetrar en la ambigua y poco fiable multiplicidad del mundo, por mucho que otro botánico, Siegesbeck, acusara a Linneo de inmoralidad por haber elegido los caracteres sexuales de las plantas como elemento base para fundamentar su clasificación, invitando así a los jóvenes estudiosos de estambres y pistilos a fantasías licenciosas. Pero Linneo no amaba solamente el orden en el mundo vegetal; aquella inscripción de Hamburgo le impresionó porque establecía en el ámbito de la moral —en el reino del bien y del mal, de la libertad humana para elegir uno u otro comportamiento— una ley inexorable y rigurosa como la que rige en el mundo físico.

Según Linneo, que fue un profundo creyente, el hombre es libre de cometer o no el mal, pero, una vez cometido, se pone en marcha —según su «físico-teología» o «teología experimental»— un inevitable mecanismo de causa y efecto, semejante al que hace que la sequedad genere aridez en el terreno o que beber un veneno traiga aparejada la muerte. Linneo denominaba también a esta ley «Némesis divina», aludiendo con este término a un proceso regulativo que, en la naturaleza, interviene para contrarrestar todo exceso y restablecer el equilibrio.

Némesis divina es también el título de una obra singular de Linneo, que durante mucho tiempo permaneció inédita. La escribió en parte en sueco y en parte en latín, para admonitoria edificación de su hijo, que él, monarca de los naturalistas, habría llamado a sucederle en 1763 en su cátedra de botánica de la Universidad de Upsala, aunque el hijo no anduviese ni mucho menos sobrado de talento en esa disciplina. La Némesis divina —que le gustó a Strindberg, aunque sólo podía tener un conocimiento parcial de ella— es un libro sombrío y poderoso, en el que el genio del sistema construye una torva y perfecta economía de la existencia. Recogiendo y volviendo a contar historias sacadas de la Biblia y los clásicos, de la vida de la corte de Suecia, el ambiente académico sueco o las crónicas locales de sucesos, Linneo quiso demostrarle a su hijo, igual que se demuestra un teorema, que al mal cometido le sigue indefectiblemente un castigo.

Esos papeles, destinados a un uso estrictamente personal, debían permanecer inéditos, porque Linneo da nombres y apellidos de las personas de su mundo, y a menudo de personas de alta posición, y menciona sus ruindades y transgresiones. La realidad no es avara con nadie ni en lo tocante a ejemplos de infamia ni en relación con acontecimientos luctuosos y no lo fue tampoco con Linneo. La Biblia le suministraba ejemplos de violencias y venganzas, de infamias y también de la cólera vengadora del Señor, historias no menos truculentas y feroces se las ofrecían el repertorio clásico, el campo sueco, con la dureza y la elementalidad propias del mundo campesino, y sobre todo la crónica política sueca en un período tan turbulento como aquél, en el que proliferaron las luchas entre el poder real y la nobleza y entre el partido filoaristócrata de los «sombreros» y el burgués de las «gorras»; un período de guerras —desde las de Carlos XII a las guerras contra Prusia—, de trastornos sociales y golpes de Estado, conjuras, ejecuciones capitales y bancarrotas.

En aquella multiplicidad de la vida insidiosa y corrupta, Linneo se movía como entre las variedades de las plantas, persuadido de que los destinos humanos se desarrollan según una gramática concreta y de que cada hecho, lejos de ser casual y excéntrico, tiene un valor tipológico general, como la hoja conservada en un herbario. Su genio visual, acostumbrado a captar los mínimos pormenores y a discernir entre los que son significativos y ejemplares y los que no lo son, atrapa los tétricos episodios de la tragedia que, como dice en el epígrafe de un párrafo suyo, la naturaleza representa incesantemente.

Un adúltero muere a años de distancia de su pecado ahogado en el cieno en el que ha resbalado, esposas infieles fallecen corroídas por cánceres de útero u otras horribles enfermedades; el conde Cronhielm mata a un campesino, que tropieza con él distraídamente en un lago helado, el mismo lago que se lo tragará algunos años más tarde al romperse el hielo bajo sus pies; el presidente de una comisión militar inicua es víctima de una parálisis facial y uno de sus miembros «más alegres y joviales» muere de melancolía; Melander, profesor de teología en Upsala, se queda paralizado mientras está abogando a favor de una injusta asignación académica; varios sanguinarios generales y almirantes bombardean ciudades y acaban siendo víctimas de muertes violentas, madres solteras ahogan a sus recién nacidos y terminan sus días en el patíbulo o atropelladas por una carroza, y suertes no mejores les están reservadas a sus seductores. Casi imitando a su rival Buffon, el sistemático Linneo se detiene en el comportamiento de esos animales de los que, como dice su sistema, forma parte el hombre. Como les ocurre con frecuencia a los científicos, también a Linneo le es fácil que le salgan las cuentas; basta saber esperar, como él, para constatar el infortunio que le estaba reservado al malhechor —cuando menos la inevitable muerte, que es por cierto un castigo no desdeñable. Por lo demás, la proporción entre delitos y castigos es rigurosa: una dama que propinó una bofetada inmerecida a una criada se rompió un tobillo bajando una escalinata.

En esos fulminantes apólogos impregnados de horror a la vida, Linneo es un gran escritor que condensa en pocos rasgos, lacónicos y esenciales como las sagas, el desenlace de un destino, pecar, robar, matar, morir. Como en la sombría fatalidad que domina las sagas nórdicas, en lo épico de estas historias el individuo es también idéntico a su sino, el carácter y el destino no son separables. La realidad de Linneo es el tétrico y visionario mundo escandinavo, que fascinaba a Strindberg y fascinará luego a Ingmar Bergman; un paisaje de habitaciones oscuras, trajes antiguos y pesados, hombres silenciosos y muertes solitarias. Los nombres de sus personajes, que a menudo dan el título a sus historias respectivas, se suceden y silabean como el sonido de la Necesidad y la Melancolía: Norrelius, Bentzelia, Brahe, Horn, Buscagrius, Jaensson, Grubbe, Julinschöld, Kanutius, Krabbe, Kyronius. El horror a la existencia —ese horror que Linneo expresó describiendo la furia destructiva de los insectos— va acompañado de una sed de justicia que hace de él un vengador de los siervos y siervas víctimas de sus señores, pero el amor al sistema y la obsesión bíblica de la venganza a lo largo de las generaciones inducen al científico a demostrar su tesis constatando, satisfecho, que el culpable que murió indemne recibe al final su castigo en el atroz fin de sus hijos y nietos: Una cantinela a la que le tiene mucha afición es el dicho latino que reza que, ya que el cerdo ha pecado, los cochinillos tienen que llorar. La religión es exactamente lo contrario de la superstición profesada por este gran científico y escritor; la religión es lo que trasciende a lo existente y rechaza la ley del matadero, es la protesta contra el gemido de esos cochinillos. Para Linneo las infelices víctimas de un infortunio son delincuentes justamente castigados; la fe promete en cambio redención a los últimos de la tierra, a los que mueren en el barro y el sufrimiento. Linneo veía sólo lo que sucedía, los procesos de la naturaleza, y aunque experimentara por ellos un secreto horror —a pesar de las festivas excursiones botánicas que realizaba con sus estudiantes, celebrando a despecho de sus colegas un verdadero triunfo cuando encontraba una nueva planta—, tenía que afirmar que la ley de aquellos hechos era acertada. Si una causa produce inexorablemente un efecto, del efecto podemos remontarnos a su causa; una desgracia o una enfermedad se convierten en el signo de alguna mancha moral que las ha producido. Quién sabe a qué pecado, no necesariamente sólo de gula, era debida la gota de la que se quejaba Linneo.

1986