DOS PRÓLOGOS

Brechin Castle, Angus, Escocia, septiembre de 1911

El espionaje es un juego de caballeros, recordó casi al tiempo que miraba al capitán Cumming. Era una frase suya. Le había venido a la cabeza mientras fumaba para sobrellevar la tensa espera, aislado en un rincón de aquel tedioso grupo de caballeros que, cada uno a su manera, también eran espías.

«Caballeros y espías…» «Caballeros y espías…», parecía rumiar su cerebro mientras exhalaba lentamente el humo de la ultima calada. Por aquel entonces, estaba completamente de acuerdo con el capitán y aun tardaría años en comprobar que su superior estaba equivocado: tal vez fuera un juego, sí; pero no solo de caballeros.

Aquella mañana, aunque demasiado fría para estar a mediados de septiembre, había amanecido clara y soleada. Después, a medida que el día había ido avanzando, el cielo se había cubierto de nubes delgadas como jirones de algodón que se tornaron gruesas y compactas al mediodía, para finalizar, al llegar la noche, con una lluvia densa propia del peor día de noviembre. Así era el clima de las Tierras Altas. Unpredictable, que diría un escocés.

De nuevo se sorprendió a si mismo divagando, en aquella ocasión sobre el tiempo. Absurdo recurso… La mente humana, en esencia compleja, le sorprendía a veces con la simplicidad de sus artimañas: se trataba de distraer el nerviosismo divagando sobre el tiempo. Había estado nervioso todo el día, con aquella sensación que se le había instalado en la boca del estomago, incomoda como una visita inoportuna. Semejante estado era desde luego algo impropio de él, que solía definirse como un hombre de sangre fría y nervios templados; su trabajo así se lo exigía.

Había mucho en juego. Habían sido varios meses de duro trabajo y de incontables esfuerzos diplomáticos; de tensas negociaciones; de situaciones de riesgo en las que todo había estado a punto de irse al traste especialmente a causa de la intransigencia austriaca. Después de todo, Austria se jugaba la cara frente a Alemania, su aliado natural. Por eso, todo aquel asunto del tratado se había llevado desde la más estricta confidencialidad.

Desde el primer momento le había disgustado que el ministro de Asuntos Exteriores austriaco rehusara alojarse en el castillo y, lo que era peor, compartir la cena con los demás. Por supuesto, había ofrecido una excusa diplomática aceptable e incluso creíble. Pero él se hubiera sentido más tranquilo con todas las piezas del ajedrez sobre el tablero. En cambio, estaba esperando impaciente la llegada del díscolo dignatario mientras, a través de la ventana de la biblioteca del castillo de Brechin, observaba con ansiedad el largo camino de grava cuyos bordes se perdían en el horizonte. El castillo de Brechin era la magnífica residencia de lord Arthur George Maule Ramsay, decimocuarto conde de Dalhousie, quien, con suma gentileza, había ofrecido su hogar para que albergase un encuentro tan importante. Gesto amable, por supuesto, pero que al mismo tiempo enriquecería la biografía de la antigua familia Ramsay. La aristocrática estirpe podría lucir en su palmarés a partir de entonces el hito de haber prestado techo ilustre a la firma de uno de los tratados más importantes de la historia.

En la convulsa Europa aquel tratado abriría una pequeña tregua, pondría trabas a una guerra total. Desde que había llegado a la triste convicción de que el continente se hallaba contaminado por el virus de la guerra —virus aletargado en una suerte de periodo de incubación a la espera de la excusa, seguramente estúpida, que motivase el estallido del conflicto— había consagrado todo su tiempo y sus esfuerzos a minimizar su escala. En aquella ocasión, el objetivo era conseguir un compromiso de no agresión entre Austria y Rusia, dos gigantes dormidos, eternamente enemistados, que en caso de que despertasen sería como encender la mecha de un polvorín. El tratado obligaría a Rusia a abstenerse de intervenir en las relaciones de Austria con los países balcánicos a cambio de tener vía libre en Polonia. Nada determinante, pero al menos era un granito de arena en su montana particular.

Para él, además, no era un simple tratado. Era algo que comprometía su prestigio profesional, su futuro personal y, en definitiva, su vida. Ya había meditado mucho sobre ello y estaba totalmente decidido a seguir adelante. Era su deber con la paz mundial que implicaba además la paz de los suyos. Como fruto de tal determinación, había consentido ver su nombre en las páginas de aquel documento junto al de una mujer rusa a la que apenas conocía.

Dos círculos luminosos, difusos tras la cortina de agua que empapaba su luz, le sobresaltaron, distrayéndole de sus pensamientos. Un automóvil negro cortó el camino hasta la rotonda frente a la puerta principal del castillo. Tuvo la paciencia, en un sano ejercicio para contener su ansiedad, de observar como el automóvil se detenía, y el chofer abría la puerta trasera y daba cobijo bajo un paraguas a su pasajero. Ambas figuras se perdieron de su vista debajo del palio de la entrada.

No quiso contener el suspiro de alivio que retenido en los pulmones mantenía su pecho inmóvil.

Mientras sacaba los documentos del portafolios —tres copias en grueso papel sellado, cada una de ellas en tres idiomas y elegantemente encuadernadas en piel—, alzó la vista para observar con detenimiento las expresiones de los reunidos en torno a la mesa de caoba, brillante y suave después de que los criados del conde de Dalhousie la hubieran pulido con tesón durante la víspera.

La luz era intensa y traicionera. Demonizaba las expresiones. La reciente instalación eléctrica del castillo era un privilegio reservado solo para algunas lámparas de lectura. Para subsanar las carencias se había encendido una enorme lámpara de gas que pendía sobre la mesa y cuya luz caía inclemente sobre las cabezas de los presentes. El efecto resultante eran unas sombras acentuadas que endurecían sus rostros como si hubieran sido trazados a carboncillo.

Intentar deducir nada de las expresiones de los diplomáticos era cuando menos una osadía. En algunos casos porque sus rostros hieráticos carecían de expresión, en otros porque sus expresiones normalmente eran reflejo engañoso de cuanto se les pasaba por la cabeza. Aun así, no se resistía a intentarlo.

Frente a él se sentaba su jefe, sir Mansfield Cumming, director del Secret Intelligence Service, la nueva agencia británica de espionaje; para los allí presentes, se trataba solo de un adjunto al Foreign Affairs Ministry. Cumming era un hombre de rostro pálido en el que destacaban una barbilla muy redonda totalmente afeitada y unos ojos de mirada inteligente. Solía cerrar uno de ellos y observar con el otro concienzudamente tras su monóculo a quienquiera que acabase de conocer. Su expresión entonces era severa. Pero él, que ya lo conocía, sabía que su gesto ceñudo escondía una personalidad afectuosa. Con el tiempo había llegado a sentir por el capitán Cumming una gran admiración. Recordaba la primera vez que lo vio. Por entonces C —así firmaba todos los documentos oficiales y mensajes—, que había sido el primer espía de la nueva escuela y había estado trabajando en los Balcanes y Alemania por cuenta del Secret Service Bureau, tenía la tarea de crear una agencia de espionaje que prestaría sus servicios al Ejército y a determinados departamentos de alto nivel del Gobierno, proporcionándoles información sobre todos los países que según se creía podrían ser hostiles a Gran Bretaña. Para su particular juego reclutaba adeptos entre jóvenes pertenecientes a la clase alta. Él lo había conocido en su despacho de Whitehall, una curiosa oficina oculta tras un panel secreto que se abría mediante palancas. Habían llegado hasta allí por recomendación de su mejor amigo, un joven earl que fue su compañero de habitación en Eton. El capitán comenzó aquel encuentro con una conversación distante, empleando un lenguaje abrupto hasta que finalmente rompió el hielo, retándole a adivinar quién era el hombre de una foto que había sobre la mesa. El, que ya estaba alertado por su amigo, reconoció a Cumming tras la apariencia de un grueso y barbudo comerciante bávaro, uno de sus disfraces favoritos durante sus días de espía. Todo un gentleman inglés aquel Cumming de humor peculiar.

Junto a Cumming se encontraba sir Edward Grey, vizconde de Grey of Fallodon, ministro de Asuntos Exteriores británico. Apenas había rastro de expresión en su semblante, si bien escondía ligeramente el labio inferior en lo que pudo adivinar cierta impaciencia, incluso ansiedad. Después de todo, sir Edward era un reconocido pacifista y en aquel momento la paz estaba en juego.

Cumming y sir Edward componían la delegación británica, ya que el mismo solo actuaba como mero secretario en un segundo piano discreto y prudente. Precauciones a las que se sumaban la de haber cambiado de nombre y la de haber ocultado el rostro tras unas gafas y un bigote y una barba que se había dejado crecer las últimas semanas. Como árbitros que eran del acto en cuestión, el protocolo situaba la delegación británica entre la rusa y la austriaca, cuyas cabezas visibles eran sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Serguei Sazonov y el conde Leopold von Berchtold.

Había tenido ocasión de conocer al señor Sazonov en Londres, cuando él era solo un novato en la carrera y Sazonov formaba parte de la delegación diplomática rusa en Inglaterra. En los mentideros profesionales se rumoreaba que había llegado a ministro por la gracia de la zarina Alejandra con quien, se decía, mantenía algo más que una buena amistad. Más allá de la simple anécdota, si Sazonov había llegado al cargo por méritos profesionales o de otra índole, le tenía sin cuidado. Solo sabía que le venía bien a sus propósitos pues de su política conocía tres detalles: tenía interés en mejorar las relaciones con Alemania, simpatizaba en secreto con la causa nacionalista polaca y era plenamente consciente de la debilidad militar de Rusia en caso de guerra. Además tenía un gran interés en acercar sus posturas a Gran Bretaña. Todo ello le convertía en un candidato proclive y dócil para la firma del tratado. No en vano su expresión era tranquila y casi jovial, ya que le habían puesto en bandeja un juego que satisfacía plenamente sus estrategias.

El conde Von Berchtold, por su parte, antes de ser ministro, había desempeñado entre otros el cargo de embajador de Austria en Rusia en una etapa muy poco conciliadora, dicho sea de paso. Era un anti serbio a ultranza y se dedicaba a presionar al emperador con ideas muy comprometidas y altamente arriesgadas dada la coyuntura política. Von Berchtold había sido el elemento más conflictivo de todo el proceso y sabía a ciencia cierta que si aquella noche estaba allí, era prácticamente por imperativo imperial. Decididamente, el conde no le era simpático. En realidad, aquel sentimiento no era más que el fruto de una primera impresión y de muchos prejuicios, ya que nunca antes había coincidido con él a pesar de que, al ser Von Berchtold uno de los hombres más ricos de Austria, frecuentaba los mismos ambientes que el. A quien si había tenido el placer de conocer y además íntimamente era a su bella hija, cuyo recuerdo en aquel instante contribuyo a apaciguar su ánimo.

Mientras realizaba aquel particular análisis de personalidades, los demás congregados dejaban escapar algún que otro comentario o chascarrillo, por supuesto intrascendente y propio de cualquier evento diplomático. También se podía escuchar un susurro de paginas rozando el aire, resultado de hojear de manera simbólica un documento previamente consensuado; y los chasquidos de los capuchones de las estilográficas que a él se le antojaron como botellas de champan descorchándose en sordina.

Según los plumines dorados dejaban un rastro de tinta negra sobre el papel trazando los complicados garabatos que llamaban firmas, sus músculos se destensaron y el hormigueo de su estomago desapareció. Sin embargo, semejante alivio hubiera devenido en angustia de haber podido ver en aquel momento, como a través de una bola de cristal, que aquel tratado iba a truncar su propia vida, esa que él creía tener tan bien atada.

Frankfurt, Alemania, septiembre de 1913

Cualquiera hubiera esperado encontrarse con un sótano inmundo, que oliese a humedad y moho o que las ratas correteasen chillando entre trastos viejos y muebles rotos. Cualquiera hubiera esperado polvo y telarañas colgando de las esquinas y otros muchos detalles sórdidos. Nada más lejos de la realidad. Por algo decía el capitán que el espionaje es un juego de caballeros.

De hecho, se encontraba en una lujosa sala de un palacete burgués a las afueras de Frankfurt decorada conforme a las últimas tendencias del art nouveau. El no sabía mucho de decoración, pero había oído a su madre hablar del art nouveau y vio cómo su casa de Chelsea se había ido transformando lentamente en aras de la nueva corriente. Su misión había empezado hacía ya casi un año en los bajos fondos de Ámsterdam y ahora terminaría en las altas esferas de Frankfurt.

En realidad llevaba más de un año enredado con aquel asunto: quizá algo demasiado grande para tratarse de una primera misión. No obstante, a pesar de su juventud y de su escasa experiencia, era el agente más indicado para llevarla a cabo, ya que había vivido durante más de quince años en la India, donde su padre estaba destinado como oficial británico. Y no un oficial británico cualquiera: era William Sleeman, el hombre que desenmascaró a los Thugs, los asesinos de Kali, Por eso había sido reclutado y entrenado, antes de recibir una formación intensiva de seis meses sobre religiones orientales, sobre todo hinduismo y budismo, y sobre sectas y sociedades secretas.

Su misión había consistido inicialmente en infiltrarse en una sociedad secreta, la Logia Kalikamaísta: una organización de principios y fundamentos religiosos pero con una proyección criminal y política que amenazaba la precaria estabilidad del orden mundial. El Secret Intelligence Service sólo sabía que era una rama de la Teosofía de madame Blavatsky. Nunca antes había oído hablar de ello, así que se puso a investigar: la Teosofía, averiguó, era la creencia en el conocimiento esotérico de Dios, basado en la reflexión y la iluminación interior y en la experiencia espiritual mística. Vamos, una panda de chalados, que hubiera dicho él. En 1875, Elena Petrovna Blavatsky había creado en Estados Unidos la Sociedad Teosófica enraizada en esta misma corriente de creencias pero con un contenido mucho más orientalizado y que además defendía un conjunto de ideas ocultistas, espiritistas y esotéricas. Atacaban el cristianismo y todo lo que éste representaba, y gracias a la labor de Annie Besana se habían inclinado hacia el hinduismo. De hecho, la Logia Kalikamaísta se estaba extendiendo rápidamente entre antiguos militantes del teosofísmo.

Esta vertiente puramente espiritual de la logia (haciendo abstracción de la salud mental de sus seguidores) hubiera resultado inofensiva y no hubiese merecido ninguna atención en una época en la que las sociedades secretas y el ocultismo abundaban como los hongos y servían de distracción frívola a una sociedad un tanto decadente. Sin embargo, las alarmas saltaron cuando algunos de sus miembros empezaron a ser relacionados con rituales de sacrificio humano, profanación de tumbas, tráfico de armas, asesinatos y extorsiones.

Desde hacía tiempo se había hecho un seguimiento exhaustivo de un tal Otto Krüffner, de quien se creía que era la mente pensante y el bolsillo que financiaba a los kalikamaístas. El pasado de Krüffner era oscuro. No figuraba en ninguno de los registros de nacimiento de ningún país. No obstante, viajaba, y mucho, con pasaporte alemán. Se creía que su última residencia estaba en Kónigsberg, la capital de Prusia Oriental, casi en la frontera con Rusia, donde había fundado el AFV —Aufbruch fürs Freie Volk o Resurgimiento del Pueblo Libre—, un partido político semiclandestino de corte anarquista cuyos militantes provenían fundamentalmente de la Universidad Albertina de Kónigsberg en la que Krüffner era profesor de sánscrito, la lengua hindú.

Pero si el Secret Intelligence Service había puesto sus ojos en los kalikamaístas no había sido por sus actividades mafiosas (competía a otro departamento del Gobierno), sino porque se sospechaba que en realidad ocultaban una trama internacional cuyo objetivo era hacer estallar la guerra en Europa y extenderla a todo el mundo. Una amenaza que a priori podría parecer ambiciosa hasta la hilaridad pero que dadas las circunstancias resultaba demasiado peligrosa como para no ser tomada en serio.

Partiendo de tan escasa información, su objetivo era, en pocas palabras: averiguar más sobre su filosofía, su líder, su organización, sus rituales, sus entramados económicos, políticos y sociales.

Es de manual que uno no puede llamar a la puerta de una sociedad secreta, son ellas las que le buscan a uno. Así que empezó localizando uno de los centros habituales de reclutamiento: un café cochambroso en lo más sórdido y profundo de los muelles del puerto de Ámsterdam, al que acudían artistas e intelectuales de poca monta a fumar opio y beber absenta, las drogas de la inspiración. Allí se presentó con un ejemplar de La Doctrina Secreta —el libro de cabecera de los teósofos— y sólo fue cuestión de esperar. Un mes más tarde ya lo habían contactado.

Desde el primer momento tuvo la sensación de haber entrado en algo más que en una simple secta. Poco a poco, fue descubriendo una sociedad paralela perfectamente organizada, dividida en estamentos claramente delimitados, con una jerarquía lógica y una forma de gobierno absolutista en la que había un único líder indiscutible e irreemplazable.

La jerarquía le absorbió desde el primer momento. Antes de ser admitido en el más bajo de sus estamentos, el de los denominados Zaiksha, tuvo que superar una dura prueba. Transcurrido un año de formación alcanzó el grado de Sbiskya, el segundo escalón de la jerarquía, para lo que tuvo que someterse al Diksba, el ritual de iniciación que recordaba vagamente como algo terriblemente macabro y desagradable. Tan sólo podría describir con lucidez los primeros instantes del rito en un templo de cartón piedra bajo un local en los suburbios de Viena, Un templo dedicado a KaliKama, una invención de la secta, divinidad de aspecto terrorífico a la que se rendía culto y a la que se veneraba con gran devoción como señora de todas las cosas, creadora y destructora, con poder absoluto sobre la vida y la muerte, que en realidad resultaba ser una mezcla algo chapucera entre la diosa Kali en su vertiente destructora y el dios Kama del amor. Los Zaiksha que se convertirían en Sbiskya tras el rito, vestían túnica púrpura y formaban en fila frente al altar en el cual se sentaban, presidiendo la ceremonia, los integrantes de la cúpula de la secta, los cuatro ParamaGuru con el GuruDeva a la cabeza. La ceremonia se oficiaba en sánscrito. Tras unas oraciones iniciales para entrar en materia, todos los congregados empezaban a fumar hachís hasta entrar en un trance al que se llegaba a base de repetir sin tomar aliento el mantra «Kuruma KaliKama», y claro está, con la inestimable ayuda del hachís. Desde entonces sus recuerdos se nublaban y apenas le venía a la memoria la imagen de un cuerpo humano frente al altar (no podría precisar si vivo o muerto) al cual el GuruDeva le extraía un órgano, probablemente el corazón, para ofrecérselo a KalíKama y (aún se le revolvía el estómago cuando lo revivía) después servía su sangre (previamente hervida en el fuego divino para purificarla y vertida en el cáliz sagrado de la vida y la muerte) como bebida para los iniciados. Por último, creía recordar haberse entregado a un frenesí sexual como nunca había experimentado y participar en una fornicación colectiva hasta el éxtasis sin distinción de sexos. A la mañana siguiente se había levantado con un dolor de cabeza propio de la resaca que sucede a la mejor bacanal romana y dos letras K, una frente a la otra, marcadas a fuego en su pecho como se graba en una res la marca del ganadero. Un episodio para olvidar.

En aquel momento, con la misión a punto de finalizar, sólo esperaba no tener que acudir a ningún otro rito.

Como Shishya compaginaba su formación espiritual con la investigación del entramado criminal de la secta, del cual pasaba debida cuenta a Whitehall a través de sus informes. Pero, si bien no era más que una forma de financiación para el sostenimiento de las actividades de la secta y el enriquecimiento personal de los miembros de la cúpula de gobierno, la verdadera amenaza para la paz mundial estaba en la esencia misma de la filosofía kalikamaísta, recogida en el libro-manual El Mensaje Sagrado, escrito por el propio GuruDeva.

Durante el período de aprendizaje tuvo la ocasión de profundizar en los principios fundamentales del KalíKama, y cuando tuvo que elaborar el correspondiente informe los resumió en tres puntos:

  1. Las dos realidades básicas del espíritu humano son el amor (como creador de vida) y la muerte. El amor creador (que en muchos aspectos se confunde con la actividad sexual) conlleva la purificación del alma a través del placer corporal. La humanidad no se desarrolla espiritualmente porque las religiones occidentales reprimen la sexualidad, restringiéndola a un mero instrumento para la procreación. La muerte, por otro lado, supone la purificación plena del alma. Para el KaliKama la destrucción del envoltorio carnal es un simple escalón hacia la muerte total. Cada uno de estos escalones supone una nueva reencarnación.
  2. La mente humana con el adecuado entrenamiento sería capaz de todo. En ella reside KaliKama, la diosa todopoderosa. De hecho, se decía que el GuruDeva tenía poderes sobrehumanos, pues veía a través de los objetos, se comunicaba con los muertos y hacía surgir el fuego de la nada. Lamentaba informar a sus superiores que no había presenciado ninguna de estas espectaculares acciones…
  3. La humanidad está inmersa en una era oscura, Kali Yuga. La situación social, política, económica y cultural del hombre moderno le impide alcanzar la total purificación, condenándose así a una reencarnación continua. Superar el Kali Yuga supone destruir a la humanidad actual. Una élite espiritualmente preparada que hubiera alcanzado el Jnana Pada, los elegidos de dios, se salvaría de este holocausto para dar paso al nacimiento de una nueva especie humana integrada por seres espirituales, casi divinos, verdaderamente purificados tras la muerte total. Aquí se veía el peligro de los kalikamaístas, se consideraban los elegidos de Dios y estaban acumulando recursos para anticiparse a un holocausto fortuito. Se jugaba el cuello —ya lo estaba haciendo— a que uno de los objetivos de la secta era provocar la muerte total de la humanidad.

Éste era el extremo realmente preocupante de los seguidores kalikamaístas. Era evidente quiénes eran los elegidos de dios, como también era evidente que no iban a esperar a que su holocausto particular, esa muerte total a la que hacían referencia, se produjese de forma fortuita.

Mientras fuese un simple Shishya nunca tendría acceso a semejante información porque asuntos de tal índole sólo se trataban en los encuentros de la cúpula. Por otro lado, esperar a formar parte de ella sería una pérdida de tiempo ya que a tan altos niveles no se llegaba por oposición interna, sino por libre designación del GuruDeva, el máximo responsable. Ciertamente, no le quedaba más remedio que pasar a la acción, y diseñó en colaboración con el Secret Intelligence Service un plan para infiltrarse en alguna de las reuniones de la cúpula kalikamaísta.

Averiguar dónde tenían lugar los encuentros fue una tarea difícil. Para ello partieron de la escasísima información que tenían, de la única clave con nombre y apellidos en aquella trama: Otto Krüffner y el AFV. Se rastrearon todas las propiedades de ambos, así como cualquier operación inmobiliaria que hubieran llevado a cabo en los últimos años. En un primer momento, el Secret Intelligence Service no descubrió nada digno de su atención. Sin embargo, repasando los informes, reparó en algo que habría pasado desapercibido a quien no estuviese familiarizado con la secta. En 1907 Krüffner cedió al AFV una casa a las afueras de Frankfurt; unos meses después el AFV la vendía a un tal Herr Shakti Devi. Lo que aparentemente era el nombre de un comprador de origen hindú despertó sus sospechas. El sabía que Shakti Devi es uno de los nombres de la esposa del dios Shiva, también llamada Parvati, Durga o… Kali. Aquello fue motivo más que suficiente para poner la casa bajo vigilancia.

Se trataba de la típica mansión burguesa, situada en un bosque espeso y a unos treinta kilómetros de Frankfurt Aunque estaba deshabitada y las puertas estaban selladas y las ventanas tapiadas con muros de ladrillo, posiblemente para evitar que la ocupase algún vagabundo, parecía cuidada. Nada fuera de lo corriente, salvo por el significativo hecho de que una noche cada veintiocho días, cuando faltaban tres para la luna llena, cinco hombres acudían en intervalos de quince minutos al lugar… Ya los tenía.

Aquella noche, desde su escondite en el interior de la casa, asistía expectante a una de las misteriosas y secretas reuniones de la cúpula kalikamaísta. Al igual que en las ceremonias de culto o de iniciación, los cinco convocados cubrían sus rostros con máscaras y vestían con túnicas, cada una de un color, representando el Panchabhuta o los cinco elementos de los que está compuesto el hombre y toda la creación, sin los cuales nada existiría. De este modo, no se mostraban sus rostros entre ellos, ni se llamaban por sus verdaderos nombres, sino por los de los elementos del Panchabhuta: Prtbiri, la tierra, vestía túnica marrón; Vayu, el aire, blanca; Apas, el agua, azul; Agni, el fuego, roja; y por último, Akashay el éter, el único elemento puro que da origen a los demás elementos, vestía túnica negra, debajo de la cual, intuyó sin dificultad, debía estar el Gurú-Deva. El resto eran cuatro PararnaGurús o líderes espirituales. Solamente a uno de ellos, Agni, el fuego, se dirigía el GuruDeva como Aryaman, mi íntimo amigo, de lo que dedujo que ocuparía un rango más elevado entre los PararnaGurús.

Reunidos en torno a una mesa, discutían en sánscrito, su lengua común, el texto de un libro rojo. A medida que iba avanzando la noche comprendió el contenido de aquel libro. Lo que aquellos hombres tenían frente a ellos era algo que él creía físicamente imposible. Pero allí estaba, detallado y explicado para dar fin al mundo tal y como él lo conocía.

Su expectación se convirtió en ansiedad y el libro rojo en su objetivo, tenía que conseguirlo, costase lo que costase.

A la mañana siguiente un hombre que navegaba por el río Main chocó con su barca contra un cuerpo que flotaba boca abajo.

En las páginas de sucesos de la edición vespertina del Frankfurter Zeitung podía leerse:

El cuerpo sin vida de un varón, identificado como J. H. D., comerciante sudafricano, ha sido hallado a primera hora de esta mañana en la orilla sur del río Main» cerca del barrio Sachsenhausen. El cadáver presentaba disparo de arma de fuego y otras señales de violencia. Al cierre de esta edición, la policía todavía no ha aportado datos sobre las posibles causas del suceso.

En realidad, el joven se llamaba Geoffrey Sleeman y era agente británico del Secret Intelligence Service.