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Lisbet le habría prometido a Karee que leería los manuscritos, pero el diario era tan interesante que decidió dedicarle unos minutos más.
No pudo.
-¡Maldita sea! Karee está imposible –remugó.
Se encaminó hacia la puerta. Abrió. Era el portero.
-Señorita… El señor Jansson me ha pedido que le diga que desea agradecerle su ayuda y que la espera en su piso en unos minutos.
-¿Quién?
-El vecino que tuvo el incidente.
-Gracias, José.
Lisbet no le apetecía en absoluto hacer vida social con sus vecinos. Sin embargo, consideró de buena educación mostrarse, al menos en apariencia, interesada por su estado.
No se molestó en arreglarse. No tenía, por muy impresionante que estuviese su vecino, la menor intención de, tal como le aconsejaba su amiga, ligárselo. Se limitó a peinarse y ponerse un toque de perfume.
Llamó al timbre.
-¡Está abierto! –le gritó el señor Jansson.
Su impresionante vecino estaba acomodado en una butaca en el salón. Tenía la pierna apoyada en un taburete. No había yeso, por lo que dedujo que no estaba rota.
Su vecino la recibió con una amplia sonrisa.
-Me alegro de verte, mi Ángel de la Guarda.
Lisbet carraspeó.
-Ya te dije que era tan solo tu vecina.
-¿Y tiene nombre esa vecina?
-Lisbet.
-Encantado, Lisbet. Yo soy Joakim. Por favor, toma asiento. Quiero agradecerte la ayuda que me prestaste. No se que habría hecho si no hubieses acudido.
-Creo que alguno de tus amigos o tú novia se habría dado cuenta de que algo pasaba, o el fiel portero.
-Mis amigos no son constantes y no estoy comprometido. Y José habría tardado varias horas en darse cuenta de que algo pasaba. ¿Una copa de vino?
-No, gracias. ¿Cómo va la pierna?
-Como ves, fastidiada. Pero, por fortuna, no rota. En un par de semanas ya podré ponerme en pie. ¿Y tú qué tal? ¿Satisfecha con tu nueva casa? Imagino que sí. Este edificio es fantástico. No tan solo por su estructura, también por sus vecinos. Tú y yo somos un ejemplo, ¿verdad?
-Aún estoy habituándome.
Él la miró con fijeza. Su vecina era una muchacha preciosa. Piel de porcelana, cabellos como el trigo y unos increíbles ojos verdes como los lagos de las montañas. Unos ojos que no reflejaban esa chispa que da la felicidad.
-¿Sola o en compañía?
Lisbet se removió inquieta.
Joakim se mordió el labio inferior.
-Disculpa mi falta de tacto. Suelo ser demasiado impulsivo y eso me ha ocasionado algún que otro conflicto. Tú vida priva no es de mi incumbencia. Mi interés debe limitarse a que seas una buena vecina. ¿Verdad?
-Disculpado. Y por la vecindad, no debes preocuparte. Soy discreta y huyo de los conflictos. Además, presumo que en este edificio las reuniones de vecinos no serán batallas campales.
-Por suerte, nunca he tenido que asistir a ninguna. Creo que mis nervios no lo resistirían y acabaría organizando una masacre peor que la de Texas.
-Si. La gente se toma muy a pecho que no se elija el color de la baldosa que tanto le entusiasma. He asistido a alguna que ni el Tratado de Versalles hubiese logrado la paz.
-Pero si algún día te pido una taza de azúcar imagino que me la prestarás –bromeó él.
-Por supuesto. Soy una persona educada –sonrió ella.
Joakim alargó la mano para poder servirse una copa de vino.
-¡Maldita sea! ¡Menudas dos semanas me esperan! No lo resistiré.
Lisbet le llenó una copa y se la ofreció.
-Gracias.
-¿No tienes asistenta?
-No a tiempo completo. Aunque te parezca extraño, me gusta ocuparme de la casa. Crecí en una familia numerosa. Ocho hijos requieren una organización férrea. Soy incapaz de ver algo fuera de su lugar o sucio. Hay costumbres que se graban a fuego. Muchos dicen que en estas cosas soy muy quisquilloso.
-En eso estamos a la par. No soporto el desorden.
Joakim le dedicó una sonrisa increíble.
-Ya tenemos una cosa en común. A ver que otras encontramos.
Lisbet bajó el rostro y vio el libro que Joakim había estado leyendo. Cumbres Borrascosas.
-¿Te extraña?
-No es habitual que a un hombre le gusten estos temas.
-Si se trata de buena literatura, me es indiferente la temática. Nada tiene que ver mi tendencia sexual. Lo aclaro por si eso te ha llevado a alguna confusión –replicó él con tono mordaz.
-Lo he dicho por la sencilla razón de que trabajo en una editorial y conozco muy bien el mercado. Por increíble que pueda parecerte, hay obras que solamente la leen las mujeres porque los hombres consideran que son demasiado sensibleras para su hombría. Y los que las leen, no lo confiesan por vergüenza. Pero, veo que no es el caso. Lo has dejado muy claro.
-Veo que he vuelto a molestarte. Y no entiendo que me pasa contigo. Suelo ser una persona encantadora. De verdad.
-Tal vez yo sea el problema. En estos momentos no soy precisamente una compañía divertida –dijo Lisbet.
-¡Qué tontería! Se te nota que eres agradable. ¿Por qué has dicho que ahora no estás en tu mejor momento? –Joakim, al darse cuenta de que de nuevo hurgaba en la vida privada de su vecina, juntó las manos y exclamó: ¡Oh! He vuelto a hacerlo. Perdón, perdón. Juro que no volverá a ocurrir.
Lisbet no pudo evitar reír ante el gesto gracioso. Joakim era encantador. Un hombre terriblemente seductor. Era como esa flor aromática a la que acudían todos los insectos y que en cuanto se confiaban abría sus fauces y los devoraba. Un verdadero peligro. No para ella, por supuesto. Sus cantos de sirena no la arrastrarían hacia un mar bravío. Ella necesitaba serenidad para encauzar su viaje y llegar a buen puerto. No un romance que terminaría dejándole mal sabor de boca.
-Perdonado. Pero, como vuelvas a meter la pata, no habrá un nuevo perdón. ¿Entendido?
-Cuando ríes, estás preciosa. Realmente preciosa.
Ella volvió a la seriedad. Estaba coqueteando con descaro. Era el momento de dejarle las cosas claras. Se levantó y dijo:
-Siento tener que dejarte, pero las obligaciones…
-Este tullido no quiere robarte un tiempo precioso. Todos sabemos lo difícil que es de conseguir. Ha sido un placer charlar contigo. Aunque, sigas siendo una completa desconocida para mí.
Lisbet lo apuntó con el dedo.
-Joakim…
-Tarde o temprano descubriré quien es esta joven tan misteriosa. Soy un hombre muy testarudo.
-Y yo muy discreta con mi intimidad. ¿Puedo ayudarte en algo antes de irme?
-Se me ocurren un sinfín de cosas. No. En serio. Gracias, pero la asistenta está al caer.
Lisbet dio media vuelta, pero antes de salir, regresó junto a Joakim.
-Olvidé darle la llave a José.
-Quédatela. Por si acaso.
-Dudo mucho que necesites que de nuevo venga a rescatarte.
-¿Tú crees?
-Eres incorregible. Tengo que irme.
-Te debo un favor. Espero poder recompensarte como te mereces. Ya se me ocurrirá algo.
-No lo dudo. Se te ve un hombre con muchos recursos. Pero no es necesario. Verte bien ya es suficiente recompensa. Buenas tardes.
Bajo la escalera sin percatarse que estaba sonriendo.
-¿Qué ven mis ojos? La desolada Lisbet parece contenta.
-Karee. ¿Otra vez por aquí? Estoy pensando seriamente que ya no tienes vida privada de la que ocuparte.
Su amiga arrugó la nariz.
-Encima que una se preocupa, se lo echan en cara. ¡Mira que eres desagradecida!
-Anda, pasa.
Karee se dejó caer en el sofá y se sirvió un oporto.
-Estoy agotada. He tenido que pelearme con el copista, el ilustrador y con el director del banco. Ahora solo me falta que me digas que no has leído nada.
-He leído. Y tengo un buen candidato para que logremos un éxito.
Karee respingó.
-¿De veras? ¡Gracias, Dios mío! ¿Quién es?
-La luna no ha salido para ti de Stjärva Vandrande*. Amor, misterio, comedia, drama, aventuras, sin olvidar un mensaje profundo. La fórmula perfecta. Y encima, con un lenguaje culto, pero comprensible para la mayoría. Un libro bien estructurado. Lo dicho. Tiene todos los números para triunfar. Claro que, eso lo deciden los lectores. Ya sabes como funciona el mercado. Verdaderos bodrios venden miles y obras maestras unos pocos.
-Por desgracia, así es. Aunque, espero que en este caso ganemos la batalla. Aunque, lo del nombre… ¿Crees que aceptaría cambiárselo? No es muy comercial. Y hablando de batallas. Te he visto bajar de arriba. ¿Una visita a ese vecino tan estupendo?
-Pura cortesía. Nada más. No hubiese quedado bien que no me interesase por su estado de salud. Así que, abandona esa sonrisa. Y ahora, toma el manuscrito y ponte a trabajar como una loca o no llegamos al plazo.
-¿Me estás echando? –se escandalizó su amiga.
-Pues, mira tú. Sí. Quiero seguir con el diario de mi bisabuela y como no has tenido compasión de mí endosándome otros dos libros, pues eso. Necesito tranquilidad.
-¿Y comer no? Mira que si veo que adelgazas un gramo más… No permitiré que ese desgraciado también se lleve tú salud. Así que, quieras o no, saldremos a comer. He visto un pequeño restaurante en esta misma acera.
Cuando a Karee se le ponía una idea en la cabeza, era mejor dejarla hacer si no querías acabar de los nervios.
Lisbet, tras comer, regresó a la comodidad de su butaca dispuesta a continuar con el diario.
*Estrella errante
24-7-1914
Un cántico lejano me ha despertado. El sol estaba despuntando. Me levanté y abrí la ventana. Parte de la ciudad se desplegó ante mí. Fue una visión estremecedora ver como la luz cayó sobre Santa Sofía y como lentamente se deslizaba hacia la Mezquita Azul. La abuela no había exagerado al relatarme la belleza de mí ciudad natal.
Al pensar en ella me sentí triste. Su único deseo fue volver a su añorada Estambul y no lo consiguió. Pero allí estaba yo y me sentí obligada a apartar mis penas y a rendirle homenaje recorriendo sus calles.
A pesar de la hora temprana ya había mucha actividad. Los comercios comenzaban a abrir sus puertas y los aromas a especias a inundar el aire. Me detuve ante una pastelería y compré un baklava. El hojaldre relleno de pistachos empapado en jarabe de miel me pareció delicioso.
Disfrutando de su excelente sabor, decidí entrar en un local algo parecido a una cafetería. Sin embargo, desistí. No había ninguna mujer. He deducido que Estambul no es como Paris y que las mujeres no gozan de tanta libertad. No quise arriesgarme a provocar un conflicto.
Continué con mí deambular hasta llegar a la plaza donde se encontraba el primer templo cristiano de Constantinopla, Santa Sofía. Es impresionante. Lo mismo pensaba unos extranjeros que no dejaban de sacar fotografías, al tiempo que exclamaciones de asombro.
Las sorpresas continuaron en el interior. Me pareció mentira que en aquellos tiempos pudiese construirse algo semejante. La cúpula es de dimensiones enormes. Una se siente como una hormiguita bajo ella.
La Mezquita azul ha sido otro descubrimiento impactante. El revestimiento está compuesto por miles de azulejos con dibujos de tulipanes. Doscientas vidrieras y lámparas de araña dan una iluminación mágica.
Con un pedacito de felicidad en el alma tras contemplar esas maravillas creadas por el hombre, pude tomarme mi deseado té de menta en la terraza de un pequeño bar donde se congregaban otros extranjeros.
El día era radiante. Cerré los ojos y me dejé envolver por el calor. Pero mi calma duró bien poco. Un grupo de chiquillos se empeñaron en venderme zapatillas, collares o pañuelos, sin importarles mis negativas. Poseían esa tenacidad del que quiere algo y no ceja hasta conseguirlo. Sin embargo, al escuchar mi turco, perdieron interés y se centraron en la mesa contigua. Los pobres, agotados por el acoso, terminaron por adquirir varios cachivaches que nunca les serían de utilidad. Eso me ha hecho pensar en lo banales que somos. Nos esforzamos por conseguir cosas y más cosas, sin llegar a pensar si realmente las necesitamos. La mayoría de veces, hasta olvidamos que las hemos adquirido cuando revolvemos en algún cajón. Con las personas ocurre lo mismo. Hipotecamos nuestra libertad y nuestros deseos por conservar a alguien que si pensáramos un poco, nos daríamos cuenta que nunca nos serán beneficiosas. Marcel es para mí ese cachivache que se ha introducido en nuestras vidas. Lo triste es que, a pesar de saber que no era para mí, sigo conservándolo y no me atrevo a echarlo al cubo de la basura.
Viendo que la tristeza retornaba, me levanté y continué con mi descubrimiento de la ciudad, hasta llegar a la orilla del Bósforo.
La actividad era frenética. Autos llenos de mercancías, carros rebosantes de peces, barcos que atracaban o que partían, pescadores, vendedores ambulantes y puestos donde servían pescado asado.
Me aposenté en uno de ellos y degusté unos midye dolma increíbles. No es que la abuela no cocinara los mejillones fritos rellenos de arroz con maestría, pero imagino que tomar la comida originaria de un país, mejora su sabor.
Ya con el estómago lleno, fui a efectuar la visita más importante.
Bordeé el paseo hasta llegar ante la Torre Galatea, construida por los comerciantes genoveses. Decidí subir al ver una pequeña cola de gente ante la puerta. El ascenso ha sido agotador, pero las vistas de la ciudad han merecido la pena. Desde lo alto se aprecia toda la ciudad, que está dividida en dos. La otra orilla del mar es Asia. Hasta en eso Estambul es exótico.
Tras deleitarme con las vistas descendí hasta el paseo junto al mar. Un grupo de edificios se asomaban al mar. No tenían buen aspecto. A pesar de ello conservaban esa belleza perdida en el tiempo. El número veintiocho, mi antiguo hogar, me sorprendió. Tras tanto tiempo deshabitado aún se mantenía en pie y en condiciones bastante aceptables. Con una buena capa de pintura recuperaría su antiguo esplendor. Porque la casa es hermosa. Sus tres pisos se alzan majestuosos, adornados con balcones de madera y una espectacular planta de jazmín trepa por la fachada.
Comprendí la añoranza de la abuela. Ese escenario era completamente distinto al de Paris. Allí todo era decadencia, miseria y vidas destrozadas. Ante el Bósforo, se abría un mundo lleno de vida, de luz, de belleza. Tuvo que ser muy duro para la familia abandonar ese paraíso, sus raíces, todo aquello que te es familiar para aventurarse hacia un mundo desconocido e inhóspito. Mi drama, en comparación, es una anécdota.
Saqué la llave del bolso y me acerqué a la puerta. Un delicioso aroma de jazmín llenó mis sentidos. Puse la llave en la cerradura. Sin la menor dificultad cedió. No se escuchó ni una queja al ser despertada de su letargo. Fue como si me diese la bienvenida, como si reconociese a esa criatura que la abandonó.
Lentamente crucé la entrada. Apenas pude apreciar su interior. Encendí una cerilla y abrí la ventana. Ante mí apareció un enorme salón cuyo mobiliario estaba cubierto por sábanas. Al fondo, una escalera llevaba al piso superior.
-¿Qué está haciendo aquí?
Solté un grito al escuchar la voz. Nunca creí en fantasmas, pero el lugar y el ambiente eran propicios para recuperar la fe. Por fortuna, no se trataba de ningún espíritu. Era una mujer menudita de carne y hueso que me miraba con gesto hosco.
Respiré aliviada y dije:
-Comprobando el estado de mí casa. ¿Y usted?
La anciana cambió su rudeza por una expresión de perplejidad.
-¿La ha comprado? Nadie me informó de ello.
No tenía porque darle explicaciones, pero lo hice.
-La he heredado.
Su rostro se tornó blanquecino. Iba a marearse. Corrí hacia ella y la sujeté.
-¿Nimet ha muerto?
-Si. Hace dos meses. El corazón -le informé.
Ella aseveró. Inspiró con fuerza y esbozó una débil sonrisa.
-Tú eres Alondra.
Me asombré de que supiese de mí.
-Tú abuela me hablaba mucho de su maravillosa nieta en las cartas. Me contó que te casaste con un abogado muy importante. ¡No sabes lo orgullosa que estaba!
Eso sí que me sorprendió. Ella nunca estuvo de acuerdo con esa boda. Insistía en que me equivocaba. Y no erró.
-Nimet tenía el corazón demasiado grande. Una no puede ir sufriendo constantemente por los demás. Se pagan las consecuencias.
Me pareció mentira escuchar eso. La abuela no se caracterizaba precisamente por su sensibilidad. Fue la mujer más fuerte que conocí. Jamás se dejaba doblegar. No se cansaba de decir que aunque el día estuviese nublado el sol siempre estaba allí. Cualquier problema intentaba superarlo.
-¿Sabes? Ahora que me fijo bien, pues mis ojos ya no ven como antes, te pareces mucho a tú abuela. Pero más hermosa aún. Tú marido es un hombre afortunado.
Por sus siguientes palabras, deduje que vio la tristeza en mis ojos.
-¡Vaya! Las predicciones de Nimet se han cumplido. Siempre fue una mujer muy sabia. Pero no debes apenarte, hija. Los errores siempre sirven para adquirir experiencia. Incluso el cazador más experto puede errar el disparo. La próxima vez elegirás con sabiduría a un hombre que sabrá apreciar tú valor. Pero no hablemos de tristezas. Tú abuela te ha dejado una casa preciosa. ¿Vamos a verla? Por cierto, me llamo Nimet.
Subimos la escalera. No se equivocaba. En la primera planta estaba la cocina, que era enorme, junto a ella el salón con grandes ventanales, un aseo y un cuarto que servía como despensa. Los dos restantes pisos se componían de habitaciones y baños. Pero lo mejor de la casa era que en lugar de tejado había terraza. El panorama desde esa altura es impresionante.
La anciana hinchó el pecho con orgullo y dijo:
-Se puede ver parte del Cuerno de Oro y el otro continente, Asia. Disfrutarás de las noches cálidas.
Sí. Sería fantástico si deseara quedarme. Pero mi vida, aunque destruida, está en Paris.
-Voy a venderla. Dentro de unos días regreso a casa -le comuniqué.
Ella aseveró.
-Comprendo. Pero, es una lástima. La casa ha pertenecido a vosotros desde hace más de un siglo. Fue la mejor durante mucho tiempo, como correspondía a unos comerciantes de gran prestigio. Pero, que te voy a contar. Eso ya lo sabes.
No. No lo sabía. En realidad, desconozco a mis ancestros. Nunca me hablaron del pasado, de quiénes fueron, de como vivían. La abuela siempre decía que mirar hacia atrás era como intentar recuperar la naranja cuando ya se ha hecho el zumo. Y lo llevó a la práctica toda su vida alzando un muro de ladrillos cargados de olvido. Pero a mi me es imposible olvidar lo ocurrido. El corazón aún me duele como en el mismo instante que perdí a Marcel. Y estoy segura de que ni este viaje, ni nada de lo que haga, conseguirán aliviarme.
-Está llegando la hora del té. ¿Te apetece?
Lo cierto es que me sentía sedienta tras el recorrido por la ciudad. Y por otro lado, esa mujer había convivido con mi familia y pensé que podría darme información. Así que, acepté.
Salimos de la casa y entramos en la contigua. Era mucho más pequeña. Una de esas casas humildes pero que irradiaban calidez. Los suelos estaban cubiertos por alfombras gastadas por los años, del techo colgaba una lámpara de vivos colores y sobre la mesa un ramillete de jazmines aromatizaban el ambiente.
Mi anfitriona preparó té y me ofreció unos dulces típicos. Recordé que no había tomado nada sólido en varias horas y acepté. Eran excesivamente dulces. Pero ya sabes que a mí el dulce me vuelve loca. Imagino que es herencia familiar.
Me contó que los hacía su nuera, una chica estupenda. La esposa ideal para su hijo. Discreta, obediente, amante de su casa y sobre todo, fértil. La muchacha, ya había parido tres hijos contando veintiún años. ¡Te lo puedes imaginar! A mi se me erizan los pelos solo de pensar que eso me hubiese ocurrido a mí si no me hubiese criado en Paris. No es que no desee tener hijos. Por supuesto que quiero. Marcel y yo estuvimos hablando sobre ello. Pero consideró que aún no era el momento. Me sentí triste. Ahora, me alegro de que fuese tan egoísta. Un hijo es una responsabilidad tremenda, no un capricho. Seré madre cuando encuentre al hombre que jamás eludirá su compromiso.
La mujer continuó dándome datos de su inmensa familia. No me importó. Mientras, degustaba un pastelito tras otro, preguntándome cómo demonios conseguía sacar esa muchacha tiempo para hornear, ser discreta, obediente, complacer a su marido, parir como una coneja y cuidar de su prole.
Dejé de pensar en el mismo instante que el hombre, el más perfecto que jamás hubiese visto, cruzó la puerta. Ojos azabaches, al igual que su cabello. Rostro varonil, pero hermoso. De estatura casi gigantesca y cuerpo fibroso, fuerte. Si era el marido de esa mujercita tan hacendada, no me extrañó en absoluto su abnegación, ni los numerosos embarazos. Por un marido como ese una estaría dispuesta a hacer cualquier sacrificio.
Sí. Ya sé que mi convicción es que el físico no es sinónimo de excelencia. Marcel, yo misma y otros muchos más somos un claro ejemplo de ello. Sin embargo, en ese momento, me produjo un gran placer contemplar tanta maravilla. Y sabes que en estos momentos cualquier cosa que me aleje de mis penas es bienvenido sin plantearme nada profundo.
-Es mi hijo menor, Kadir. Llegó cuando ya no esperaba que mi vientre diese fruto. Y ya ves lo bien que me salió. Es el joven mas apuesto de la ciudad. ¿No te parece? –dijo mi anfitriona.
Por supuesto, no respondí a su pregunta. Y él tampoco protestó por su adulación. Se le notaba lo orgulloso que estaba de ser la reencarnación de un dios griego. Sin abandonar la sonrisa, se acomodó frente a mí y preguntó:
-¿Y usted es?
-Alondra.
-La nieta de Nimet. Es medio francesa, medio turca. Una belleza muy singular. ¿No crees, hijo?
Me miró con fijeza, sin pestañear. Estaba claro que me encontraba frente a un conquistador nato.
-Como artesano, considero que las combinaciones dan el mejor resultado.
Puede que tiempo atrás hubiese sentido mariposas en el estómago. Más, en estos momentos, me siento inmunizada ante cualquier ataque masculino. No caí en sus redes y me limité a decir:
-Es un placer estar en su compañía. Lamentablemente, tengo que irme.
-Es una pena. Me hubiese gustado charlar más contigo. ¿Qué te parece si vienes un día a comer? ¿El domingo? Estará toda la familia y estoy segura de que les gustaría conocerte. Les he hablado mucho de vosotras. No me digas que no. Se sentirían muy decepcionados –dijo su madre.
No tuve más remedio que, ante su tono apenado, aceptar. Y si he de ser sincera, también por ver como vivía una familia turca. Como debió vivir la mía.
Me marché, sintiendo esos ojos negros clavados sobre mí.
El resto de la jornada la he dedicado a deambular sin rumbo, descubriendo esta ciudad que, he de admitir, me está embrujando.
Pero, por hoy, ya te he contado muchas cosas. Mañana, será otro día. Otro día en el cuál deberé seguir hacia adelante arrastrado esta pena que aún me consume.