3
Transcurrida una semana, el rastro de Svens se perdió tras haber abandonado La Habana a los dos días de su llegada: incluso para sus padres. O eso es lo que le dijeron. Lisbet comprendió entonces que su futuro junto a él ya no existía. Destrozada, canceló los compromisos de la boda. Iglesia, fotógrafos, restaurante; lo cuál, le ocasionó unos gastos con los que no contaba.
-Míralo de este modo. Si ahora fueses su esposa tendrías que cargar con todo lo que ha dejado el desgraciado por pagar. Dentro de lo que cabe, debes sentirte afortunada -le dijo Karee.
-¡Oh, sí! Marcaré este día para celebrarlo todos los años. O mejor llamo ahora mismo a una banda de música e invitamos a todo el barrio a festejar mi buena suerte -replicó Lisbet con acidez.
-Pues, deberías. Te has librado de un autentico sinvergüenza. Tus padres opinarán lo mismo.
-No les he dicho nada.
-¡Lisbet! ¡Por Dios! Debes hacerlo de inmediato o se sentirán defraudados. Ellos son los primeros que merecen tú confianza y que deben consolarte.
-Está bien.
Tras llamar a sus padres y contarles lo ocurrido, decidieron abandonar las vacaciones. Pero se negó en redondo.
-No sabes lo aliviada que me siento, cariño. Ese hombre te hubiese destrozado la vida. Ahora lo que debes hacer es sobreponerte –le aconsejó su padre.
Para él era fácil dar ese consejo. Los hombres, por regla general, poseían un corazón más duro y un cerebro más analítico.
En cambio su madre, entendiendo el tormento por el que estaba pasando, le sugirió que tomarse unos días libres para ir a tomar el sol a un país caliente. Una solución que ella siempre empleaba cuando la sombra de la tormenta sobrevolaba su matrimonio. Pero no era más que una excusa para disfrutar de unas vacaciones románticas. El matrimonio de sus padres era perfecto y envidiado por la mayoría de sus conocidos.
-No estoy de humor para playas, mamá. Además, tengo que organizar mi vida. Y lo primero de todo es buscar un apartamento cuanto antes. Karee me está apoyando mucho, pero no debo abusar de su bondad.
-Ni hacer las cosas precipitadamente cuando una no está en su mejor momento. Y tú, cariño, estás pasando por una ruptura sentimental y con agravantes. Y en cuanto a buscar piso, no tienes que hacerlo. Tenemos el de la bisabuela Alondra. Ahora está vacío. Te ahorrarás el alquiler. Es fantástico y goza de unas vistas magníficas. Está en la calle Strandvagen. Apenas hay muebles, pero eso será fácil de arreglar. Puedes escoger cualquiera de la tienda de antigüedades. Y hablando de ello, hay un escritorio fantástico en el piso que perteneció a mi abuela. Una obra de arte. Nos darían una pequeña fortuna. Pero no es negociable. Apenas nos queda nada de la familia y…
-Mamá, por favor.
-Lo siento, cariño. Ya sabes como me emociono cuando hablo de mi gran afición. Lo dicho. Deberías pensártelo.
-Gracias, mamá. Te llamo.
Karee lanzó un silbido al conocer la situación del apartamento.
-¿En la calle Strandvagen? ¿Y es vuestro? ¡La Virgen! Debe valer una fortuna. No entiendo que tras la boda no os trasladarais allí.
-No tenía la menor idea de que tuviésemos esa propiedad. Nunca conocí a mis abuelas y mamá apenas me contó nada de sus vidas. Pero no puedo aceptar. Ellos ganan un dinero con el alquiler.
-Un dinero que no les hace la menor falta. En cambio a ti te conviene cambiar de aires. Y, ¡qué caray! Algún día será tuyo. Eres su única hija. Así que, antes de ser tan altruista, tienes que verlo. Llama a tú madre y consigue las llaves. No puedes estar eternamente aquí. Ya sabes como es mi vida y tú presencia, pues, me corta. Ayer mismo conocí a un tipo espectacular y…
-Y te fastidié la juega.
-Cariño. Ya me conoces. Soy como el guepardo. Cuando le echa el ojo a su víctima, solo piensa en zampársela. Soy una descarriada sin remedio. ¡Qué le voy a hacer! Pero en lo demás, soy más cabal que nadie y creo que debes mudarte a ese precioso piso.
-Está bien. Llamaré -aceptó Lisbet.
No tuvo el menor problema. El portero del edificio poseía una copia.
-¡Fantástico! Nos arreglamos, lo vemos y cenamos en el Loopers -planeó Karee.
-Hoy no me apetece.
Karee la apuntó con el dedo.
-Mira, guapa. Como amiga que te aprecia ya estoy harta de esta actitud derrotista. Ese tipo no merece ni que le dediques un segundo de tus pensamientos. Te ha engañado y ha demostrado que no te amaba lo suficiente. Cuando una avispa te clava el aguijón hay que sacarlo antes de que el veneno te emponzoñe. Punto. Y como jefa, me interesa que te recuperes cuanto antes. La campaña navideña está al caer y no puedo permitirme prescindir de mi mejor baza; ni tampoco contratar a una sustituta. Así que, mueve el culo y ve al baño. En menos de una hora te quiero ver vestida. ¡Ah! Y ponte algo despampanante. La vida sigue y ahí afuera hay un montón de hombres que matarían por estar a tu lado.
Una hora después llegaron a la calle Strandvagen.
-¡Uau! Este edificio es espectacular -opinó Karee.
El portero, un hombre de unos sesenta años de aspecto afable, les entregó las llaves y abrió la puerta del ascensor.
-Bienvenida, señorita Olsson. Mi nombre es José. Aquí me tiene, a cualquier hora, para lo que necesite. Tanto de día como de noche. Duermo en el edificio.
-Gracias.
El apartamento se encontraba en la cuarta planta.
-¡Dios! -exclamó Karee.
No era para menos. El recibidor era casi tan grande como la mitad de su piso. Y el salón, impresionante. Lo mismo que las cinco habitaciones con sus baños correspondientes y la cocina donde podrían ejercer cocineros profesionales.
-Pero… ¿Quién era tu bisabuela?
Lisbet inspiró con fuerza. El piso era impresionante.
-Con franqueza, ni idea. Pero, por lo que estoy viendo, sabía como vivir. Es precioso. Aunque, demasiado grande para mí.
-¿Grande? De acuerdo, es inmenso. Pero lo parece más por la poca cantidad de muebles. No obstante, por el momento, te sirve.
-No se…
-Lisbet, te quiero cuanto antes fuera de mí casa. Así que, te quedas aquí. Aprovecharemos el fin de semana para traer tus cosas. Ahora, vayamos a cenar. ¡Me pirro por una pizza con mucho pepperoni!
-¿Una pizza? -se extrañó Lisbet. Karee era de ese tipo de mujeres que seguía la dieta a rajatabla. Jamás se permitía un desliz. Quería conservar su espléndida figura. Porque su figura lo era. Sin un gramo de grasa y las curvas precisas para convertirla en una mujer despampanante.
-La situación requiere medidas drásticas. ¿O te crees que no estoy afectada con lo que te ha pasado, cielo? Pues lo estoy. No puedo ver como te hundes por ese cabrón. Necesitamos un toque de adrenalina y una cena cargada de calorías obrará el milagro. Además, con el traslado, este fin de semana las quemamos en un santiamén.
-Aún no he decidido si me vengo aquí.
-¿Cómo que no? ¿Has visto esto? ¡Es insuperable!
Ciertamente, lo era. El piso estaba impoluto. Los colores cuidados al máximo. En realidad, sus preferidos. Los ventanales del salón proporcionaban una gran luminosidad y unas vistas fantásticas hacia el mar. La terraza ocupaba casi prácticamente la fachada. Un lugar idóneo para sus lecturas en los días soleados. No encontraría nada mejor por mucho que buscase. Y para mayor ventaja, no debería pagar alquiler. Estaría loca si descartase la oportunidad.
Así que, el fin de semana, con la ayuda inestimable de Karee, se mudó.
-¡Genial! Aquí vivirás como una reina. Pero no te lo tomes al pie de la letra. Quiero que comiences a trabajar. Te dejo estos manuscritos. Son historias llenas de humor. Te irá bien para distraerte de tus congojas.
Lisbet, con desidia, los dejó sobre la mesa. Karee soltó un soplido.
-Mira, ya está bien de hacerte la mártir. A miles de mujeres les ha sucedido lo mismo y han salido adelante. Yo misma, por ejemplo. ¿Y qué hice? Decirme que era denigrante dejarme hundir por alguien que nunca mereció mi amor. Porque querida, te aseguro que Svens en poco tiempo encontrará a otra para dedicarle sus atenciones y se olvidará de la mujer con la que iba a llevarla al altar. Eso, si tenemos en cuenta que puede no se marchase solo.
Lisbet la miró perpleja.
-El no…
Karee resopló con sonoridad.
-¡Basta de defender a ese desgraciado! Te la ha jugado y punto. ¿Entendido? Has de tener presente que cuando algo caduca hay que echarlo a la basura. Y Svens ha caducado para ti. Esa es la única verdad. Y lamentándote no reconducirás tú vida. Ahí afuera hay un mundo lleno de posibilidades para ti. Se valiente y sal a buscarlo. ¿De acuerdo? Ahora debo irme. Llámame si necesitas algo.
Cuando su amiga la dejó sola, Lisbet se desmoronó. Hasta ahora todo le había parecido un sueño, como si el drama estuviese ocurriéndole a alguien ajeno y ella se limitase a ser una espectadora. Ahora comprendía que era el inicio de una nueva vida. Una existencia que nunca imaginó. Su futuro lo había planeado con meticulosidad. Una vida tranquila, llena de amor y varios hijos junto al hombre que amaba; y ese hombre había pulverizado sus ilusiones.
Karee tenía razón. Debería odiarlo, estar furiosa e intentar superarlo. Pero lo único que podía sentir era dolor e incapacidad para salir a flote. Lo que deseaba era dormir. Pero el sueño no tuvo compasión. Abandonó la cama y siguiendo el consejo de Karee fue a por uno de los manuscritos. Puede que recuperar un poco de rutina la ayudase. Se sentó ante el antiguo escritorio y comenzó a leer. Tampoco tuvo suerte. La lectura que supuestamente debería inyectarle momentos de diversión no le arrancó ni una media sonrisa, ni un bostezo. Y no por su estado de ánimo. Cuando tomaba un libro en las manos, se tornaba la mujer más profesional.
Dejó caer la espalda en la silla y observó el mueble. No era entendida en antigüedades, pero el escritorio debería contar casi cien años. Seguramente se trataba del que le comentó su madre. No era de su estilo, excesivamente recargado, pero reconoció que tenía su valor; sobre todo por el tallado y las incrustaciones de nácar. Abrió uno por uno la docena de cajones. Vacíos. Ni un detalle que recordase a su anterior dueño. Aunque, recordó que esos muebles solían tener compartimentos secretos. Palpó la superficie, cada recoveco, hasta que dio con el panel que cedió. Un tanto excitada, introdujo la mano. Había algo. Era un cuaderno.
Indecisa, acarició la tapa. Pensó que no sería ético indagar en la vida de los demás. Pero por otro lado, si no lo abría, no sabría a quién devolvérselo. Lentamente lo abrió. Sus ojos verdes parpadearon sorprendidos. ¡Era de 1914! Y eso significaba que ese diario perteneció a su bisabuela.
Paris 18-7-1914
Querido diario:
Después de tanto tiempo, regreso a ti. ¡Tengo tantas cosas que contarte!
Comenzaré diciéndote que hoy he traspasado la niebla provocada por los vapores de un tren. Al poner el pie en el estribo he vuelto la vista atrás. Mozos que cargaban maletas, vendedores de periódicos, hombres y mujeres que alzaban las manos para despedirse de los viajeros. El andén rezumaba vitalidad. Un sentimiento que ya no alberga mi corazón. No hay esperanza para mí. Estoy herida de muerte.
Al entrar en el vagón, el equipaje, como era de esperar en el Oriente Express, ya estaba ordenado; así como la cubitera con el champaña, los bombones y una rosa sobre la mesita. Detalles que tiempo atrás me hubiesen hecho sentir orgullosa. Hoy me son indiferentes.
Sin la menor emoción, me he sentado al mismo tiempo que el silbido anunciaba la inminente partida.
Te mentiría si te dijera que no he sentido un estremecimiento. No siempre se toma con frialdad un nuevo destino. Porque como ya sabes, no ha sido el primero. Sin embargo, en esta ocasión es muy diferente. No existe la felicidad, esa dicha que la vida me otorgó aquella mañana de primavera, cuando Paris mostraba todo su esplendor.
Aún me golpea con fuerza su recuerdo. Nunca te lo he contado, pues nuestra relación comenzó algún tiempo después de que dejara de escribirte. Pero ahora es necesario que sepas para comprender por lo que estoy pasando.
No es una historia emocionante, ni tan siquiera original, pero tuvo la fuerza necesaria para cambiar mi existencia. Fue el instante en que Marcel entró en mi vida. Me encontraba frente al escaparate de la Pastiserie Violette deleitándome con los aromas que desprendía e intentando escoger uno de los deliciosos dulces, cuando Marcel me dijo que sus preferidos eran los eclair`s de crema.
Aún puedo sentir el impacto que me produjo ese joven de ojos azules y cabellos dorados. Fue como si de pronto se me apareciese un ángel para anunciarme que a partir de ese momento mis sueños se harían realidad.
Así fue. Aquella muchacha surgida del barrio de Pigalle fue bendecida con el amor de ese hombre elegante y de futuro prometedor. No podía creerlo. De repente, la pobre Cenicienta se convertía en princesa.
No es que pensara que ningún hombre iba a fijarse en mí. Lo cierto era que, desde que comencé la pubertad, decenas de ojos masculinos me miraron con avaricia. No era arrebatadoramente hermosa, pero si poseía un canon de belleza bastante aceptable. Incluso podría decirse que exótica, debido a mi ascendencia turca por parte de mi madre y francesa por un padre al que nunca conocí. Era fruto de una pasión loca que, según la abuela, siempre supo que acabaría mal. Porque la abuela era una de esas mujeres apenas cultivadas, pero llenas de sabiduría gracias a la experiencia. Por eso, cuando supo mi relación con Marcel, nada dijo. Se limitó a arrugar la nariz.
Sin embargo, en esa ocasión erró. Marcel se reveló como un joven formal. Tanto que, nunca me exigió nada que yo no quisiera. Y esas exigencias lo privaban de aquello que un enamorado más desea. Y no es que no me fiara de Marcel. No obstante, el barrio me había enseñado que la desconfianza es la mejor aliada para prevenir un desastre. Y yo, por nada del mundo, quería que ese hombre maravilloso me rompiese el corazón; porque estaba segura de que si me abandonaba jamás podría volver a ser feliz. Marcel debía probarme que no era un mero capricho.
No lo fui. Una mañana de marzo nos casamos en el ayuntamiento. Atrás quedó la mísera pensión, refugio de prostitutas y gentes miserables donde crecí junto a la abuela, para instalarme en un apartamento del barrio de Le Marais; donde Pierre vivía y al mismo tiempo recibía a sus clientes en una habitación convertida en despacho.
Fueron meses de grandes descubrimientos. Compartir ilusiones, aprender a leer en el silencio los deseos del otro, los placeres de nuestros cuerpos y también que poseíamos resistencia para luchar por ganarnos un futuro lleno de éxitos. Mientras mi marido se ocupaba de ganar prestigio con los pocos casos que llegaban a sus manos, yo intentaba alejar a esa muchacha de Pigalle. Cambié mi larga melena por un sofisticado corte a la moda, mi manera de vestir, mis gestos. Comencé a leer para ampliar mi vocabulario, acudí a cursos de cocina y de ética social.
Marcel estaba encantado. Sobre todo, cuando alguno de sus clientes alababa a su joven y hermosa mujer.
En la oscuridad me susurraba que nunca podría agradecerme lo que estaba haciendo por el, por ayudarle a conseguir su sueño. Después me amaba con pasión. Y yo me sentía la mujer más afortunada del mundo.
Nuestros planes se hicieron realidad en poco tiempo. El pequeño apartamento ya no servía para atender a la selecta clientela que mi marido se había ganado y nos mudamos a un piso de Opera. Era precioso. No excesivamente grande, pero a mí me parecía un palacio.
El traslado no tan solo afectó a nuestra residencia; también a nuestras vidas. Ya nada volvió a ser como antes. Pierre se dedicó en cuerpo y alma a complacer a sus clientes que gratificaban sus victorias con generosidad. Yo no podía pedir más. Poseía joyas, vestidos elegantes, disfrutaba de manjares exquisitos y de la compañía de las damas más selectas de la ciudad. ¡Me sentía como en un sueño! La pobre miserable era tratada como una igual entre las poderosas. Me encontraba en lo más alto. Y Pigalle quedó en el olvido.
Eso pensaba. Pero quien cree que puede borrar de un plumazo lo que fue, es un ingenuo. Como decía la abuela, el dorado no siempre es oro. Tarde o temprano se gasta el baño y surge el burdo metal.
Eso es lo que comenzó a pensar Marcel, que yo era una joya falsa. Pero sumida en el sopor del cuento de hadas no supe apreciar la realidad. No me percaté de que cada día aumentaban las ausencias de mi marido, que muchas noches debía meterme en la cama en completa soledad o que las cenas de negocios requerían menos mi presencia. Tampoco que las miradas cómplices o de admiración se encaminaban hacia otra persona.
No. No supe verlo. Yo que me creía tan lista. Por eso, el golpe a traición me hirió de muerte.
Para el esposo que adoraba ya no encajaba en su mundo selecto ni tampoco en su corazón. Tuve que escuchar de esa boca que tanto había besado que el amor se había esfumado. Y el hombre calculador en el que se había convertido se deshizo de esa muchacha criada en el barrio más miserable de Paris sin el menor escrúpulo. Me apartó como se hace con un trasto viejo. A pesar de ello, una pizca de misericordia escapó de tanta crueldad. Me compensó con esplendidez por el tiempo de sacrificio y después, desapareció.
Mi abuela, mujer acostumbrada a los entresijos del alma humana, no mostró extrañeza. Ya me advirtió del error que estaba cometiendo antes de casarme. A pesar de ello, nada recriminó. Por el contrario, intentó consolarme.
-Cuando se zurce muy a menudo, no queda tela donde poner el hilo. Alondra, debes asumir que esa parte de tú vida ha terminado. Y cuanto antes mejor.
No tuvo el menor éxito. Me encontraba hundida, perdida en un bosque oscuro y lo peor de todo era que no deseaba salir.
El tiempo, probablemente no cura todo, pero suaviza el dolor. Fui aceptando que mi reciente pasado no era más que un espejismo y poco a poco, comencé a tomar sorbos de esperanza.
Sin embargo, la Vida parecía estar enojada conmigo. Y un nuevo mazazo me derrumbó. El corazón de mi querida abuela dejó de latir y con él se llevó al único ser amado que me quedaba. Porque yo siempre huí de todos aquellos que envolvieron mi infancia. Nunca pude entregar amistad a un ratero, una meretriz o a un miserable. Nunca los encontré fiables, pues estaba convencida que la miseria mata cualquier decencia o lealtad. ¡Qué gran error!
Todos aquellos que me adoraban cuando estaba junto a Marcel, se desvanecieron junto a él. Y lo más lacerante fue comprobar como ese hombre sin entrañas ya había rehecho su vida con una mujer sofisticada, rica y de belleza serena. La compañera ideal para su nueva andadura.
Mi alma posó los ojos por primera vez en el paisaje de la soledad y era un lugar árido e inhóspito. Sin agua para saciar mi dolor.
Aturdida por los acontecimientos deambulé sin rumbo, sin saber que hacer. Sentía miedo, soledad, pavor a no recuperarme; y la ciudad sumida en el gris invernal, lo mismo que mi corazón, no ayudaba. Necesitaba luz, brisa suave y lo más importante, no permitir que ese desalmado ganase la partida. Debía demostrar que era capaz de resurgir de la hoguera a la que me habían condenado.
Abandoné la dejadez y me puse de nuevo el disfraz de triunfadora. Nuevo vestuario, nuevo peinado y en especial, a pesar de adorar su aroma, nuevo perfume. Me recordaba constantemente a Marcel. Fue él quien lo eligió para adaptarlo a mi nueva personalidad. Nada intenso, suave y elegante.
Decidí optar por uno opuesto. Intenso, arrebatador. Puro jazmín. Un placer para los sentidos.
Y de repente, recordé las historias que la abuela me contaba del lugar donde vine al mundo y del que fui arrancada a los pocos meses de nacer. Un país lleno de luz, de sonidos, de aromas, de misterio. Era el momento de conocer la ciudad y la casa familiar.
Con gran esfuerzo abandoné la penumbra que me envolvía. Puse en venta la pensión, arreglé los asuntos bancarios y, como aquel que quema sus últimos cartuchos, compré un billete para el Oriente Express.
Y aquí estoy, camino a Estambul. En el tren más lujoso que existe. No se si sabes que en su día de inauguración lo despidió un numeroso público ambientado por una gran orquesta, siendo rebautizado por una periodista muy famosa con el nombre de La alfombra mágica hacia el Sur. Más tarde se consideró El tren de los reyes por la cantidad de aristócratas y testas coronadas que ocupaban sus compartimentos.
No es para menos. Aquí se percibe el poder. Las paredes recubiertas por paneles de teca y nogal. La piel de la tapicería repujada en oro, sábanas de seda, cubertería de plata, cristalería de Bohemia. Y lo más espectacular, la iluminación a gas y la calefacción. Comodidades de las que carece más de la mitad de la población de París.
El tren, poco a poco, deja atrás la estación y mí ciudad. Siempre me sentí arropada por Paris. Ahora, escapo de ella como si fuese mi peor enemiga. No estoy segura de si algún día podré perdonarla. Eso, solamente, lo sabrá el futuro. En esos momentos, lo único que deseo hacer es permanecer encerrada en el compartimiento y dormir y dormir.