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Los Sabios de Siarta

Una vez más en sus incontables años, Eyrien de Siarta enfiló el oscuro corredor que la llevaba a la cámara de los Sabios Videntes, un espacio algo siniestro que se encontraba bajo la esplendorosa ciudad imperial de los Elfos de la Noche. Hacía cinco años que no estaba en Siarta, pero Eyrien sabía que debía dejar el reencuentro con su familia para más tarde; no había tiempo para nada más que acudir a la llamada urgente que había recibido de los más poderosos entre los inmortales, los Videntes que eran capaces de leer en las estrellas el futuro. Había echado de menos a su familia pero eso tendría que esperar, como bien sabía Eyrien el día que dejó de ser la protegida de su padre, el Señor, para convertirse en un arma defensiva de su pueblo.

—¡Eyrien! —exclamó una voz tras ella, resonando en el tétrico corredor.

Al girarse, Eyrien vio que un elfo de largos y sedosos cabellos color azul claro e intenso se acercaba a ella a grandes zancadas, con una sonrisa radiante y los brazos extendidos para invitarla a refugiarse en ellos.

—Hola, primo Frirel —dijo respondiendo a la sonrisa del elfo con otra igual de cálida, y que contrastaba sorprendentemente con el aspecto severo e implacable de ambos—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Los elfos se abrazaron con cariño, pues hacía casi una década que no se veían. Aunque Eyrien pertenecía a aquella casa y a aquella raza, había pasado mucho tiempo entre los otros pueblos del mundo como enviada de su padre. El Rey negro Esigion de Maelvania aumentaba su poder mientras los elfos menguaban, dejando a los humanos con el deber de enfrentarse a sus miedos o dejarse vencer por ellos. Por ello, los inmortales habían tenido que acudir de nuevo en su auxilio, olvidando los recelos y manteniendo los lazos de cooperación y amistad que tanto necesitaban los Pueblos Libres en aquellos tiempos de incertidumbre y traiciones constantes.

—Dime prima —dijo Frirel mientras tomaba a Eyrien de los hombros y la separaba para observarla de arriba abajo—. Después de pasar tanto tiempo entre razas menores, ¿sigues siendo una Hija de la Noche digna o ya te has corrompido con tanto trato con humanos, enanos, mestizos, y ese largo etcétera de tribus bárbaras?

Eyrien se quedó mirándolo con una mueca divertida y no dijo nada, dejando que Frirel juzgara por sí mismo y evitando así una discusión que sin duda les llevaría más de un ciclo lunar solventar. Los elfos, o Hijos de los Dioses, como los llamaban los humanos, eran los únicos seres que habían conseguido doblegar su magia interna e innata a voluntad, y entre ellos los más hábiles eran los Elfos de la Noche, que se habían erigido como una raza de grandes hechiceros. Y eso, además de poder, les imbuía de arrogancia. Como decían los Altos humanos cuando no había ningún elfo cerca para escarmentarlos, un Hijo de la Noche podía matar tanto con sus habilidades guerreras y mágicas como con el tedio de sus pedantes charlas. Los más osados se atrevían a llamarlos Elfos de la Luna, por lo extraños y remotos que eran, y sólo los más temerarios los tildaban de lunáticos, aunque éstos rara vez sobrevivían para contarlo.

Sin embargo, Eyrien había pasado suficiente tiempo entre los distintos pueblos no feéricos como para haber aprendido a no subestimar a ninguno de ellos. Sonrió bajo la escrutadora mirada de su primo, guardándose su opinión para sí misma; Frirel, como uno de los muchos inmortales que nunca había salido del territorio élfico, no sería capaz de vislumbrar la ambigüedad de todos aquellos sentimientos.

—No —dijo Frirel al cabo de un momento, ajeno a los insólitos pensamientos de su prima—. Sigues siendo la más hermosa y pura de las elfas de la casa de Siarta.

Eyrien acentuó aún más su sonrisa tras aquellas palabras.

—Gracias, primo Frirel —le contestó.

—Me alegro mucho de verte, pequeña Cazadora —dijo finalmente Frirel, y besó a Eyrien en la frente con un cariño que los demás hubiesen creído inaudito en él—. Ahora te dejo marchar. Sólo el saber que tú estabas por aquí me ha llevado a aventurarme en este sótano. No sé de qué va esta vez el asunto, pero los Ancianos han estado muy nerviosos y más tensos que de costumbre, si cabe. Sus discusiones han hecho temblar el suelo en más de una ocasión en estos últimos días, y ya te puedes imaginar que Soneryn no hace nada más que pavonearse de lo que sabe pero sin despegar los labios para explicarlo.

—No me hables de Son —dijo Eyrien con un gesto de disgusto—. Y espero que sea importante de verdad. Acabo de llegar después de haber recorrido muchas leguas, y ni siquiera he visto aún a mi padre ni a mis hermanos.

—Creo que lo es —confirmó Frirel mostrando por fin la perpetua preocupación que adornaba normalmente el semblante del elfo, mientras Eyrien recogía el arco y el carcaj que había dejado caer al suelo—. Por favor, Eyrien, no vuelvas a irte antes de que hayamos vuelto a hablar. Ha habido mucho movimiento y tienes que conocer las últimas noticias de boca de algún familiar cercano. Eres heredera de Siarta igual que tus hermanos, aunque tus visitas a casa sean más esporádicas de lo que nos gustaría a todos.

—De acuerdo —dijo Eyrien sonriendo, aunque notaba una punzada de angustia. Se sentía desengañada por el hecho de haber creído que, por haber retornado al hogar, iba a gozar de un poco de calma por un tiempo—. Trataré de hablar con mi padre o mis hermanos antes de irme. Pero te preocupas en exceso por mi inocencia. Ya no soy ninguna joven doncella a la que se pueda manipular, primo Frirel. He visto ya mucho mundo.

Frirel soltó una carcajada.

—Pero sigues teniendo menos de 300 años, Eyrien —dijo con diversión—. Aunque yo me preocuparía más de que fueses tú quien manipulases a los demás que a la inversa.

Eyrien le guiñó un ojo con picardía y siguió su camino por el oscuro pasillo, más contenta pero también más preocupada. Aunque siempre se alegraba de volver a casa, no podía evitar sentir una cierta melancolía al recordar la independencia y el anonimato que se lograban en el mundo grande y desconocido. Era una Cazadora, una asesina, como había dicho el mago de Hermas, pero en casa volvía a ser una niña a ojos de todos.

Alzó la mirada y limpió su mente de aquellos pensamientos sombríos. Al final del pasillo de piedra se alzaba una puerta de roble, casi tan vieja como la misma roca de la montaña, que separaba a los hechiceros más poderosos de entre todos los pueblos de la Tierra del resto de los seres mortales e inmortales. No había guardias en la entrada para protegerlos, pero ni falta que hacía; los Sabios Videntes eran perfectamente capaces de detectar a cualquiera que se acercase a ellos y detenerlo desde la distancia si lo creían preciso. Nadie que viera a los de entre los elfos adivinaría la fuerza letal que ocultaban, pues eran ancianos, tan ancianos como ningún elfo había llegado a serlo nunca, y sus cuerpos eran frágiles y débiles como un junco seco. Pero aquella decrepitud del cuerpo era sólo un sacrificio nimio por concentrar toda su energía en su mente y su magia, y ni el más osado de los guerreros se habría atrevido a desafiarlos estando todos juntos. Siete eran, y su número los hacía más poderosos cuando estaban juntos. Eran casi tan ancianos como el mal contra el que luchaban, sabios y comprensivos como el mundo. Sin ellos, el pueblo élfico habría desfallecido largo tiempo atrás bajo la asfixiante presión de los proliferantes mortales y los Reinos Cáusticos de Esigion de Maelvania.

Eyrien se detuvo ante la puerta y respiró hondo. Ya hacía más de tres décadas que se había puesto al servicio de los Sabios como Cazadora, pero aún cada vez que acudía a su presencia se sentía poco más que un insignificante tejo entre majestuosos castaños. Sonrió para sus adentros. Los pocos que la conocían bien la respetaban y la admiraban por su poder, pero como acostumbraba a pensar Eyrien, todos podían tener algún árbol mayor al lado para hacerles sombra. Consciente de que llevaba demasiado tiempo haciendo esperar a los que seguro que ya sabían que ella estaba al otro lado de la puerta, accionó la manija herrumbrosa y entró. Dentro de la sombría habitación circular, iluminada tan sólo por las débiles llamas de las pocas antorchas que pendían de las argollas de las paredes, el silencio era absoluto. Sólo las figuras de ojos brillantes que se adivinaban al fondo de la estancia, sentadas tras una larga mesa de roble, permitían adivinar que en aquel lugar había algún rastro de vida.

—Pasa, pequeña Eyrien —resonó una voz profunda y femenina en el amplio salón—. Eres bien recibida.

—Gracias, Sabia Hizel —respondió Eyrien reanudando su camino.

Cuando llegó ante los Siete Ancianos, Eyrien notó sus penetrantes miradas fijas en ella y alzó la cabeza con una seguridad que estaba lejos de sentir. En seguida se sintió atraída por la mirada del Sabio Imran y se relajó. Imran la había tomado como discípula y había sido él quien la había convertido en una hábil hechicera, igual que a su más fiel amigo en Siarta, Konogan.

—¿Cómo ha ido el viaje, Dama Eyrien? —le preguntó el Sabio con voz cálida y mirada benevolente.

—Muy bien, gracias Sabio Imran —contestó Eyrien.

—¿Y la Señora Elhania está bien allá en Quersis? —se interesó Imran.

—Mi madre vive placenteramente entre los Elfos de los Bosques, aunque añora el hogar, y a mi padre y mis hermanos. También os envía sus respetos.

—Y quedamos agradecidos —intervino tajante el Sabio Lubisten, quien era demasiado impaciente como para soportar mucho tiempo las palabras banales—. Y sabemos que acabas de llegar, Eyrien, pero hay asuntos graves que requieren ser tratados con la máxima urgencia.

—Me hago cargo —dijo Eyrien con determinación—. Ya sabéis que para mí no hay nada más importante que servir a la seguridad de mi pueblo.

—Me alegro —respondió el Sabio complacido—. Porque la misión que tienes por delante es compleja y grave a partes iguales, y tendrás que partir inmediatamente.

—¿Inmediatamente? —dijo Eyrien—. Pero aún no he visto ni a mi padre, ni a mis hermanos. Y hace cinco años que no veo a mi sobrina. No puedo irme sin avisarlos; están esperando verme.

—Al menos ya te has encontrado con tu primo, creo, pues hemos sentido su presencia —intervino la sabia Hizel, con toda la gentileza de que era capaz alguien tan poderoso e inteligente—. Pero no te angusties por tus familiares, Soneryn les dará cualquier mensaje que te parezca importante.

Eyrien dio un respingo y se giró para observar a la figura que se hacía visible en aquel momento y se apoyaba contra la pared en sombras. Se sintió violenta. Son era un elfo noble y ambicioso que aspiraba a entrar en la Casa de Siarta por medio de ella. Era atractivo y elegante, y siempre caballeroso, pero Eyrien lo aborrecía con toda su alma; el joven elfo rezumaba una codicia y una cierta falta de escrúpulos que le erizaba la piel.

Soneryn se separó de la pared y descruzó los brazos con calma antes de acercarse a Eyrien. Sus cabellos y sus ojos aparecían de un azul profundo y grisáceo familiar, como ella recordaba, y la observaba con una intensidad que la hacía sentir incómoda.

—Dale a Soneryn el mensaje que quieras transmitir a tu familia, Eyrien querida —la animó Hizel con impaciencia.

—Yo… —dijo Eyrien, titubeando. Los acontecimientos se estaban precipitando y se sentía demasiado perpleja e incómoda como para pensar con claridad—. Sólo diles que los quiero y que… y que espero que se pongan rápidamente en contacto conmigo y me expliquen las novedades que hayan sucedido en mi Casa y sobre mi pueblo.

Eyrien se sintió satisfecha ante la incomodidad general que habían producido sus palabras. Los Ancianos parecían molestos, pero en ese momento no le importaba. Una cosa era que se hubiese puesto a su servicio como Cazadora, pero no iba a permitir que cruzaran el límite del respeto que le debían como heredera de la Casa de Siarta e hija de su Señor.

—Se hará como dices, Eyrien —dijo Imran con un asomo de sonrisa.

—Les transmitiré tus palabras con fidelidad, Eyrien —dijo Soneryn. Se encaminó hacia la puerta y, al pasar junto a Eyrien, se detuvo muy cerca de ella y le susurró al oído—: Te he echado de menos, hija de Siarta. ¿Y tú a mí?

Luego siguió andando sin esperar respuesta. Eyrien cerró los puños con fuerza, indignada, pero se obligó a posponer cualquier ofensa personal para más tarde; no estaba allí para eso.

—Eyrien, querida, sé que la misión que vamos a asignarte ahora será muy dura para ti por tus circunstancias personales, pero precisamente por esas mismas circunstancias eres la elfa más adecuada para cumplir con el objetivo que se presenta —dijo finalmente Lubisten—. La nueva profecía que ha surgido nos habla de un Alto y un Bajo humanos que se enfrentarán a nosotros para derrocarnos.

—¿Derrocarnos? —repitió Eyrien sintiendo que el color abandonaba su rostro—. ¿Qué humano va a poder derrocar a los elfos, sea Alto o Bajo?

—La profecía está escrita de forma clara en las estrellas, y por eso es importante intervenir cuanto antes. Aunque ni ellos mismos saben todavía que su destino es derrocar a los más poderosos elfos.

—Pero… —empezó a decir Eyrien confusa.

—Sabemos que no es lo habitual, pero esta vez no podemos arriesgarnos a dejarlos obtener el poder que los llevará a resultar peligrosos —dijo Hizel, con una sonrisa amable—. Hay que actuar antes de que se conviertan en personajes demasiado queridos e influyentes como para que se vuelvan… inaccesibles.

—¿Quiénes son esos humanos? —dijo Eyrien, intuyendo que la respuesta sería difícil de aceptar.

—Son el sobrino y el protegido de Ian de Arsilon —dijo Lubisten—. El futuro rey y el futuro consejero de los Reinos Humanos Libres, respectivamente.

—¡No! —exclamó Eyrien sin poder reprimirse—. ¡Imposible! He sido una amiga en la Casa de Arsilon desde hace cien años, y conozco al rey Ian desde que accedió al trono hace ya dos décadas. Siempre ha sido amigo de los elfos y un fiel aliado, como lo fue su padre antes que él; no puede ser que su sucesor se convierta en un traidor.

Los Sabios murmuraron indignados por su forma de hablar, pero a Eyrien le daba igual. Estaba más que dispuesta a replicar y a enfrentarse a ellos aquella vez, y no sólo porque lo que le exigían era extraño e inmoral, pidiéndole que matara a unos jóvenes humanos que ni siquiera sabían aún que serían unos traidores a la libertad. Además, Ian era uno de sus mejores amigos mortales, y lo respetaba. Él confiaba en ella; Eyrien no podía asesinar a lo que le restaba de familia, una progenie a la que además había prometido proteger hacía años.

—Tú conoces a Ian, Eyrien —dijo Hizel pacificadora—, pero no a su sobrino ni a su protegido.

—Por lo que yo sé —dijo Eyrien—, el sobrino de Ian debe tener ahora 25 años humanos. Y también sé quién es el mago al que Ian educa: el hijo de Lander de la Casa de los Tres Elfos. Ambos provienen de familias fieles y sacrificadas. Y si no saben lo que harán en el futuro, lo cual igualmente me cuesta creer, no puedo matarlos.

—¡Eres una Cazadora, Eyrien! —dijo Lubisten perdiendo la paciencia.

—Sí, pero no una asesina de inocentes —dijo Eyrien con osadía—, y ellos todavía lo son. Además, River de la Casa de los Tres Elfos puede ser un arma poderosa para nosotros como lo fue su padre. Su tatarabuelo, y el padre y la abuela de éste fueron elfos, uno de ellos un Elfo de la Noche. Es algo verdaderamente inaudito, único en todo el mundo, y sus poderes serán grandes y útiles si sabemos redirigirlos hacia donde hacen falta. Os recuerdo que yo fui amiga de su padre, y que éste se mostró en todo momento dispuesto a ayudarme y servirme a mí. Lander murió defendiendo Arsilon, igual que Robin. No dudo que su hijo será igual de comprometido.

Los ojos de Lubisten relampaguearon y Eyrien notó que la fuerza mágica del Sabio la rozaba y la quemaba como tentáculos candentes. Pero no se dejó cohibir. Eyrien miró a Imran, y por la mirada airada e impotente que éste dirigía a la mesa, la elfa adivinó que él tampoco estaba de acuerdo con aquel camino que el Consejo, en su mayoría, había dispuesto.

—Eyrien de Siarta —dijo Lubisten con ira contenida—, no me interesa conocer cómo se desviven los humanos que se encaprichan de tu bella presencia. Cumplirás con la misión que se te ha ordenado y no hay más que hablar. Umbra y Elarha ya han sido localizados y enviados hacia Arsilon, a donde te transportaremos mágicamente en este mismo momento.

—Bien, pero también soy legada de mi padre en Arsilon —dijo Eyrien, amparándose en su posición política en un último intento de ampliar su campo de acción—. Ian, que es un aliado de confianza, conoce mi condición de Cazadora. Si mato a sus protegidos sabrá que he sido yo, y eso hará que se enemiste con nosotros. Incluso puede que nos declare la guerra. No nos lo podemos permitir, porque si los Pueblos Libres nos peleamos entre nosotros, Esigion de Maelvania sólo tendrá que sentarse a esperar para recoger los frutos de nuestra estupidez.

—¿Insinúas que Arsilon supone un peligro para nosotros, los Hijos de la Tierra? —preguntó el Sabio Yeren con un tono afilado.

—Por supuesto que no —dijo Eyrien desdeñosa—. Sólo digo que todos esos humanos que se interponen entre nosotros y el Sur son uno de los motivos por los cuales Esigion no ha intentado atacar Siarta para matar a mi padre. Tampoco digo que fuera a conseguirlo, por supuesto, pero un asedio rompería la paz y la felicidad de todos mis súbditos, elfos tranquilos que nunca han oído de lo que sucede en tierras no feéricas, nada más rumores lejanos.

—No hace falta que nos hables de guerra, joven hija de Siarta —dijo Hizel con una sonrisa amarga—, porque hace más de mil años que la combatimos. Yo todavía puedo recordar el tiempo en que los Reinos Libres se extendían aún por el Continente Sur, cuando éste no era un desierto inmenso sino un lugar fértil y hermoso. Y he visto a los pueblos sureños arrasados por las tropas de Maelvania, a reinos perecidos y olvidados hace tiempo, a los supervivientes exiliándose bajo el amparo del Continente Norte. En todo el Continente Sur ya sólo queda la Ciudad Libre de Niaranden, sometida a graves peligros, cuando antes había muchos reinos poderosos y casi no había humanos en el Norte —dijo la Sabia con amargura, recordando milenios de penurias y de ver la Tierra progresivamente arrasada bajo el creciente imperio de los Pueblos Cáusticos—. No, Eyrien querida, no hace falta que nos hables de la guerra.

Eyrien miró al suelo. Era demasiado joven para haber visto todo lo que explicaba la Sabia, pero el solo hecho de pensar que el Continente Sur había sido alguna vez un ente vivo y fértil como el Continente Norte le dolía en alma. La memoria heredada de su casa, los sufrimientos vividos por sus antepasados y los pueblos indefensos podían acecharla hasta hacerle creer en los dudosos medios de los Sabios.

—Eyrien, hazlo como quieras pero hazlo —dijo Lubisten, quien empezaba a destellar de impaciencia—. ¿Qué es más importante, esos humanos que morirán temprano o tu pueblo imperecedero? Cumplirás tu misión o te convertirás en una traidora a tu raza y a los tuyos.

Eyrien bajó la mirada al suelo, sintiendo que la invadían la rabia y la impotencia.

—Enviadme allí —dijo con toda la calma de que era capaz—. Pero vosotros me habéis dicho muchas veces que las profecías necesitan para cumplirse que sus protagonistas recorran la senda marcada a sus pies. Así que observaré a los humanos el tiempo que haga falta para asegurarme de que van a cumplir ese destino, y entonces los mataré. No antes, precisamente por el bien de la libertad y de mi pueblo. Esa es mi decisión como hija de la Casa de Siarta y debéis acatarla.

Lubisten la miró fijamente con los ojos encendidos de un dorado intenso, amenazador, y Eyrien se desplomó inconsciente quedando tendida en el suelo.

—¡No hay que ser violentos, la muchacha sólo se rige por su moral! —exclamó enfadado Imran mientras observaba el cuerpo desvanecido de Eyrien.

—Ha sido cosa de un momento de ira incontrolable —dijo Lubisten con una sonrisa conciliadora—. Despertará pronto. Ahora enviémosla a Arsilon, despertará ya allí y seguro que recapacita pudiendo pensar a solas. Concentraos.

Los elfos unieron sus mentes y las fundieron en una sola, concentrando la magia suficiente como para convertir el cuerpo de Eyrien en pura energía y hacerla fluir hacia su destino, donde la depositaron con cuidado y la hicieron de nuevo corpórea. Después, aun agotados como estaban, los demás Sabios intercambiaron una mirada de entendimiento y miraron a Imran, que se había quedado horrorizado.

—¡Qué hemos hecho! —dijo Imran cuando recuperó el habla—. No la hemos enviado a Arsilon, la hemos abandonado en el bosque cerca de un… de un…

Imran miró a sus silenciosos compañeros, percibiendo la falta de sorpresa que mostraba la expresión de todos ellos.

—No ha sido un error —murmuró incrédulo—. La habéis enviado allí a propósito —dijo furioso—. No sé qué está pasando pero no permitiré que uséis a Eyrien para…

Imran no terminó su amenaza. Exhaló un gemido de dolor y sorpresa, y observó la punta ensangrentada de la espada que sobresalía de su pecho. No necesitó girarse para saber quién había sido su asesino, quién lo había traicionado a las órdenes del resto de sus compañeros. Con los ojos empañados y sabiendo que iba a morir, concentró su moribunda energía en buscar a las almas puras que se encontraran más cerca de Eyrien para interponerlas en su camino, rogando que llegaran antes que aquel ser que la rondaba.

—Eyrien… —susurró con su último suspiro—. Ahora lo veo. El camino de la Hija de Siarta ya está escrito. Cumplirá su misión antes de rendirse a ese bienestar de su pueblo que tanto anhela.

Mientras tanto, lejos de allí, en medio de un denso bosque, una figura elegante y silenciosa como un felino se inclinaba sobre el cuerpo inconsciente de una Elfa de la Noche. Los ojos grises y penetrantes del ser la observaron como quien observa una bella flor, pero también como quien observa el más delicioso de los manjares. La Elfa de la Noche era una presa que merecía todo su respeto. Con uno de sus largos y pálidos dedos, el joven apartó un mechón de cabello del rostro de la elfa, casi con ternura. Realmente era un ser hermoso, aquella joven elfa de labios azules y rasgos delicados como el cristal. Con la delicadeza propia de los de su especie, el joven alzó un poco a la elfa entre sus brazos y dejó al descubierto su pálido y apetitoso cuello. Clavó los largos colmillos en la inmaculada piel inmortal y rápidamente sintió que el inmenso poder mágico de la elfa invadía su propio organismo como un éxtasis de vida, y se abandonó al dulce sabor de la sangre élfica. Unos instantes después, el punzante dolor que empezaba a atravesar su mente como hielo le anunció que aquella parte del trato acababa allí, y que debía dejar a la elfa si quería seguir viviendo. El joven se pasó la lengua por los labios y dejó a la inmortal otra vez entre la hierba. Momentos después, el cuerpo de su víctima se volvió completamente negro y se fundió con las demás sombras de la noche, invisible, protegida por su magia instintiva de Elfa de la Noche. Sin embargo, y aunque ya no podía verla, el joven la sentía y la olía, y siempre sabría dónde estaba ella porque su dulce sangre poderosa lo llamaría y lo atraería como el canto de una sirena, haciéndose irresistible.

El vampiro alzó la cabeza al oír unas voces en la noche, anunciando que alguien se acercaba entre la opaca espesura del bosque. Sonrió, consciente de que alguien más había movido los hilos de aquel entramado del destino para oponerse a sus actos.

—Un poco tarde, ¿no crees? —murmuró dirigiéndose a la elfa invisible.

Se alzó en toda su esbelta estatura. No parecía otra cosa que un atractivo y joven Alto humano, pero la mirada fría y ávida que dirigía a la elfa ensombrecida habría helado la sangre a cualquiera.

—Volveremos a vernos, hija de Siarta. Te lo prometo —dijo el íncubo con su voz dulce e hipnótica—. Y gracias por tu magia.

Luego se alejó y selló el pacto al que había accedido cumplir por la sangre de la elfa y por el que se había condenado tras probar su dulzura. Sabía que había caído en la trampa, pero no le importó; el premio bien lo merecía.

Y mientras el ser que la había atacado se alejaba en completo silencio y los destinos de muchos empezaban a hilarse bajo el complejo patrón que se escribía en los astros, Eyrien permaneció inconsciente en su forma nocturna, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor.