20
Pérdida

A su alrededor, todo se había detenido; sus amigos, los femorianos, los elfos. River miró al gólem que lo sostenía impertérrito, con el brazo extendido. Era una criatura con una vaga forma humana, hecha por completo de barro, de ojos ciegos y boca sellada que tenía grabada por rostro una expresión serena y malévola, maldita. En su frente, esculpida en relieve, se hallaba tallada la palabra «Vodun», aquella que lo dotaba de vida. Trató de desasirse, pataleó y golpeó con los puños el brazo que lo sujetaba, pero nada consiguió con ello. Miró a sus amigos en busca de ayuda, y se dio cuenta con un escalofrío que todos miraban por detrás de él. Cuando giró el rostro hacia las Fortalezas vio que una figura embozada en una capa oscura ribeteada de oro había salido de entre la bruma. Todos, incluso la amazona, sabían que se trataba de un Nigromante. Los femorianos se estaban acercando para situarse entre el Maestro Nigromante y sus enemigos. Se removían inquietos, pero era increíble que no atacasen a Eyrien, cuando era uno de los enemigos a los que habían jurado matar. El maelvaniense rió suavemente en el aire silencioso.

—Os habéis quedado sin habla —dijo desde debajo de su capucha.

River sintió más ira que miedo, pues aquel podía ser el mismo Nigromante que ya había tratado de hacerse con Eyrien en Selbast, el mismo que la había torturado tan sólo para obligarla a mostrar su rostro. Sus vanos intentos de rebelión llamaron la atención del Nigromante, que le miró sin acercarse.

—Te has equivocado, gólem estúpido —escupió—. Vuestras órdenes consistían en alzaros y atrapar al ser de esencia siartana. A la elfa, estúpido.

El gólem permaneció impertérrito, aunque giró la cabeza hacia el Mago Vodun. Éste se acercó un poco más a River.

—Suéltale —dijo Eyrien; sostenía tan fuerte su espada feérica que ésta brillaba con fuerza.

—Me temo que no —respondió el Nigromante—. Aunque yo quería un premio mayor, elfa.

—¡Maldito! —exclamó Freyn, y miró aterrado a la Dama de Siarta.

River comprendió, y no quiso creer que Eyrien fuera a cambiarse por él. La Dama de Siarta intercambiándose por él… era impensable. Pero la elfa mostraba una expresión que lo alarmó. Eriesh, al lado de Eyrien, no decía nada.

—Por supuesto, comprendo que tu naturaleza protectora no pueda aceptar que un inocente pueda verse afectado por una rencilla que debería afectarnos tan sólo a ti y a mí —dijo el Nigromante mordaz, persuasivo—. Así que si tú vienes junto a mí sin ánimo de pelear, yo ordenaré al gólem que suelte al chico.

Killian se removió inquieto, miraba a Eyrien con los ojos desorbitados. Deseaba ver libre a River, pero sabía que ofrecer a cambio a la Dama de Siarta era un precio excesivo. Además sabía que River no querría aquel cambio. Ella lo apartó con suavidad sin siquiera mirarle.

—Dale tu orden al gólem ahora, y yo me acercaré a ti —le dijo al Nigromante.

El Mago rió, satisfecho. River trató de desasirse, desesperado por que nadie se molestaba en pedirle su opinión, en mirarle. Estaba en medio de la lucha, sus amigos estaban a cien metros de él, el Nigromante a cincuenta por detrás, era el motivo de la disputa, pero se sentía completamente ignorado.

—Gólem —dijo el Nigromante; el ser de barro giró hacia él la cabeza de nuevo—. Soltarás al humano sin hacerle daño cuando la elfa haya venido conmigo y yo me haya alejado.

En la frente del gólem la palabra «Vodun» se iluminó con un brillo negro, pero a River no lo tranquilizó. No le había gustado la forma en que el Nigromante había dado su orden, las palabras que había pronunciado. Quería que Eyrien se acercara hasta él, pero ¿iba a matarla?, ¿iba a ordenarle a Eyrien que se alejase tras él? Dándose cuenta sólo en parte de lo que estaba haciendo, River se adentró en la mente del Nigromante. Lo primero que percibió fue una honda oscuridad, llena de envidia, despecho y odio. Pudo intuir lo que pretendía hacer antes de que el Mago Vodun lo expulsara de su cabeza.

—Eso no está bien, River de la Casa de los Tres Elfos —dijo el Maestro.

Su cara seguía oculta pero en su voz se había adivinado una sonrisa de triunfo; Eyrien ya había empezado a caminar hacia él.

River se revolvió como un loco, tratando de liberarse, de gritar, de expandir su mente hacia Eyrien mientras ella avanzaba hacia su trampa. Sus amigos, los femorianos y el Nigromante permanecían quietos a su alrededor. Sin mostrar miedo, sin titubear, la Dama de Siarta se irguió ante el Nigromante, desactivó su espada y la dejó caer al suelo con movimientos claros, secos, definitivos. El Maestro, ocultándose a los demás, levantó la mirada hacia ella. Entonces, para alarma de todos, Eyrien retrocedió dos pasos y gritó con miedo. Era la primera vez que los que estaban allí la escuchaban hacerlo.

—Entiendes ahora algunas cosas, ¿verdad? —le dijo el Nigromante—. Qué previsibles sois los elfos, querida. Y qué ingenuos.

Bruscamente lanzó un conjuro de viento que alejó las esporas de la Flor del Sueño y alzó las manos hacia Eyrien. El aire revoloteó mientras un conjuro apenas susurrado atacaba a la elfa. Ella blindó su mente, pero a la hora de defenderse de la magia Vodun los elfos no eran tan fuertes, por el simple hecho de que no estaban familiarizados con ella. La elfa debía estar tan horrorizada por la posibilidad de que alguien quisiera hacerle algo así que simplemente no estaba en condiciones de defenderse. Sin embargo River vio cómo Eyrien abría mucho los ojos al entender lo que el Nigromante trataba de hacer, al entender que si caía perdería mucho más que su vida. La vio apretar los labios y luchar, consciente de que aunque los dos contrincantes tan sólo parecieran mirarse, el duelo que se estaba desarrollando entre ellos era brutal, encarnizado. Los brazos del Nigromante empezaron a temblar, Eyrien estaba cada vez más pálida, de la comisura de sus labios azules había brotado una gota de sangre.

—¿Por qué no haces nada? —le gritó Alana a Eriesh.

El Elfo ni tan siquiera se inmutó. Siguió observando a Eyrien con el hermoso rostro desencajado por el dolor y la mano crispada con fuerza alrededor de la empuñadura de su espada. Como Elfo, les gustase o no a los demás, no podía hacer nada si Eyrien había accedido voluntariamente a aquella situación y había otra vida más débil, la de River, en juego.

—Eyrien —murmuró el Mago, sabiéndose culpable de aquello, ahogada su voz por la mano férrea que le apretaba la boca y el cuello.

Ni siquiera se dio cuenta de que el Nigromante había dejado de conjurarlos a ellos con su hechizo de afonía para concentrar sus fuerzas en la elfa de Siarta.

Pero el brujo Vodun no estaba dispuesto a dejarla sacrificarse. Separó una de las manos y susurró otro conjuro, que dio de lleno a Killian en el pecho. Era una bola energética, que lo hizo trastabillar y que le dejaría un hematoma molesto, pero fue suficiente para que Eyrien se desconcentrara y dirigiera su atención al príncipe de Arsilon. Estaba claro que el Nigromante conocía los puntos débiles de los elfos, los mismos que había comentado Ashzar. Su compasión y su bondad eran su perdición. Cuando Eyrien alzó un escudo alrededor de ellos, el Nigromante la atacó con más saña.

—¡No! —gritó Eyrien.

La Dama de Siarta cayó de rodillas, sus ojos y sus cabellos estaban cada vez más claros, estaba exhausta. River supo cuándo el Nigromante la había vencido aún antes de que se separara de ella y riera satisfecho. Mientras Eyrien caía inconsciente al suelo, al maelvaniense se lo tragó la niebla y desapareció. Entonces el gólem cumplió la orden que se le había dado y abrió la mano. En cuanto cayó de pie al suelo, River le lanzó una mirada de odio a la palabra Vodun que su captor tenía en la frente; el gólem saltó en pedazos. Había demostrado ser lo suficientemente poderoso como para usar la magia sin depender de las palabras, pero en aquel momento sólo Eriesh estuvo lo suficientemente lúcido como para darse cuenta de ello. Eriesh, y el Nigromante que se alejaba. Algunos no olvidarían hasta qué punto se había convertido en un ser poderoso, y peligroso.

Mientras tanto, en el interior de las Fortalezas, los patios estaban sumidos en un ambiente de serena excitación. Al Maestro Nigromante, tras dejar atrás las puertas, sólo le hizo falta echar un vistazo a través de una de las aspilleras para saber que había tenido éxito en su empresa.

—Al fin la elfa es nuestra —dijo una voz detrás de él—. Vuestra, Mordecai.

Esigion de Maelvania se giró, bajándose la capucha que lo había ocultado de sus enemigos.

—No, mi fiel Elazar. No es nuestra. Es simplemente un espíritu salvaje que se cobrará su propia guerra —dijo satisfecho, aunque sólo en parte.

Había intentado modificar la voluntad de la elfa, conseguir que lo respetase e incluso que lo amase, pero ella era demasiado fuerte y poderosa para eso. Pero lo que había conseguido servía a sus propósitos.

—El Norte está próximo a sumirse en el caos —dijo, y miró a su vasallo; una sonrisa se dibujó en su rostro—. Es hora de volver a poner nuestra atención en el sur. Niaranden y Boreanas estaban listas para ser tomadas.

Se apoderaría libremente del sur, sin molestias. Y entonces, cuando sus peones y las peleas internas hubiesen minado a la Triple Alianza, él regresaría a recoger los frutos y dar el golpe de gracia. Tal como había adivinado el rey Ian, Esigion de Maelvania era un gran estratega.

River estaba horrorizado, y tan sólo fue capaz de pensar porque sus amigos se estaban precipitando hacia el peligro.

—¡Quietos! —gritó al ver que los demás corrían hacia el cuerpo desvanecido de Eyrien.

Se interpuso ante ellos y placó a Killian para detenerle. Eriesh, al ver que hablaba en serio, había cogido del brazo a Freyn y a Alana para detenerlos. Petrificó el brazo con el que sujetaba al enano, mientras dirigía a River una mirada sombría; intuía lo que estaba pasando.

—¡Pero qué te pasa! —le gritó Killian mientras intentaba pasar por su lado.

—¡Espera, Killian!

Killian frunció el ceño y fue a replicarle pero se detuvo. Todos se giraron a mirarla cuando Eyrien empezó a moverse débilmente. Aún antes de levantarse, la elfa extendió el brazo para coger su espada, que había quedado olvidada en el suelo junto a ella. River lanzó un escudo protector alrededor de todos ellos en cuanto la elfa se puso en pie con esfuerzo. Estaba pálida, exhausta, pero cuando los miró, su rostro era el de un depredador al acecho. Sus ojos almendrados parecían más oscuros y amenazadores que nunca, sus labios azules se extendieron en una sonrisa aviesa. No quedaba ni rastro de reconocimiento en ella.

—Dioses —murmuró Killian; Alana sollozaba a su lado.

River sintió que los ojos se le empañaban, mientras seguía reteniendo a Killian sin necesidad. Ahora sabía por qué la Dama de Siarta había leído la nada en el futuro, simplemente ya no era la misma Eyrien de siempre. El Nigromante había sido hábil anulando sus recuerdos, ocultándole su propia conciencia. Eyrien era ahora una elfa poderosa que no recordaba que apreciaba a los humanos. Pero ahora estaba demasiado cansada para atacarlos, y se limitaba a estudiarlos.

—¿Cómo nos ha podido hacer esto un simple Nigromante? —gruñó Freyn.

River no estaba seguro de que fuera un simple Nigromante.

—Pero no sé cuál es el conjuro que han usado —murmuró.

—¿Qué quiere decir eso? —susurró Killian a su vez, dándose cuenta de que el rostro por lo general impasible de Eriesh se había ensombrecido.

—Que no pertenece a ninguna lengua élfica que yo conozca —respondió el Mago.

River sintió un escalofrío. En su mente se arremolinaban mil preguntas, mil suposiciones. Pero sólo una lo imbuía de determinación. Eyrien. Sabía que era peligrosa, pero también sabía que la recuperaría o moriría en el intento. Se sentía en paz, aunque la furia lo quemase por dentro. El recuerdo del beso que le diera Eyrien, tan dulce, tan íntimo, tan esperanzador, permanecía en sus labios y le daba fuerzas para encontrar su camino en aquel horror. Simplemente sabía que lo haría, recuperaría a Eyrien. Y si los Sabios tenían algo que ver con lo que había sucedido, acabaría con ellos. Y con cualquier ser que se hubiese atrevido a hacerle algo así a la elfa a la que amaba. A ello dedicaría todo su poder.

—Eyrien —la llamó mentalmente, sin dificultad ahora que se habían dispersado las esporas de la Flor del Sueño.

La elfa dirigió su mirada afilada hacia él. Dioses, era tan hermosa como aterradora. River no pudo pensar en otra cosa que en el terror con el que Eyrien había gritado «No», desesperada, cuando se sentía caer en aquel embrujo.

—Te juro que te recuperaré —le prometió—. Volverás con nosotros.

La Elfa de la Noche no se inmutó ante sus palabras; parecía extenuada.

—Vais a morir —le anunció con una total inexpresividad—. Os doy un mes de vida, luego os buscaré.

Les dedicó una última mirada, donde se leía la letal promesa de un nuevo encuentro. Les dio la espalda y pasó junto a los femorianos sin que la atacaran; ni siquiera ellos reconocían ya su aura. Desapareció entre la niebla camino de las Fortalezas.

Eriesh dejó de mirarla a ella para mirar a River. Le preocupaba lo que pudieran hacer ambos; estaba en juego todo el Continente. Killian, al lado de River, no se sentía tan positivo como el Mago. Abrazó a Alana, que lloraba horrorizada ante la forma en que les habían arrebatado a Eyrien. Él sabía que si no sucedía un milagro, pronto estarían muertos.

Mientras tanto, en Arsilon, Ian echaba de menos a la Dama de Siarta, ajeno a que ya no podía contar con su ayuda y suponiendo en vano que sus ahijados estarían a salvo con ella. El hechicero Hedar lo buscaba para hablarle de los grandes descubrimientos que había hecho en los antiguos textos que Nathaniel el Ideólogo había atesorado. Por lo que parecía, los antiguos habitantes de Suria había visto viable la recuperación de su continente si los feéricos los ayudaban, y así habían tratado de hacérselo ver a su soberano. Pero el primer Esigion el Nigromante lo había impedido, siendo aquel momento en el que se hizo con el poder y surgido de su misterioso pasado desconocido. Ninguno de los supervivientes que habían recogido y escondido aquellos textos sabía por qué.

Seguramente, pensaba Hedar, para empujar a su pueblo a dominar el Continente Norte igualmente. Pero si los motivos de la estirpe de los Esigion para atacarles, controlar a los humanos libres y acabar con los elfos no radicaban en la supervivencia de su pueblo, ¿entonces cuáles eran? Necesitaba explicárselo a Ian, porque quizás él, con ayuda de los enanos y los elfos, podría encontrar la respuesta.

Lo encontró en la amplia y silenciosa biblioteca, con los nudillos apoyados en el mármol de la repisa de la gran chimenea y la vista fija en el fuego. El viejo Alto humano se asustó cuando vio que Ian tenía agarrado en una mano un pergamino de aquel tejido tan fino y lustroso que sólo podía ser élfico.

—¿Mi señor? —preguntó olvidando lo que él mismo había ido a decirle —¿Tenemos nuevas noticias de Siarta?

—Sí —respondió Ian, y aún tardó unos segundos en apartar la mirada del fuego. Se irguió, respirando profundamente en un intento de mantener la calma que no tranquilizó a Hedar en absoluto—. Las primeras en cuatro semanas, y por cómo habla Subinion, diría que no es el primer mensaje que nos manda en este tiempo. Los demás sin duda se han perdido.

—¿Y qué nos dice, Ian?

—Que lo que nos contaba en el mensaje anterior está confirmado, sea lo que sea —Ian suspiró, cansado. Contra el resplandor quebradizo de las llamas, se hacía más evidente que nunca que había perdido peso—. También nos dice que ha leído algo en las estrellas.

—¿De veras? —preguntó Hedar con un nudo en el estómago.

Ian caminó hacia la ventana más cercana y la abrió, dando paso al frío de aquella noche de invierno.

—¿Qué dice? —insistió el hechicero sin poder contenerse.

—Dice que para bien o para mal —dijo Ian girándose hacia el hechicero, con el rostro muy serio—, la guerra va a acabar antes que este nuevo año que empieza.

Hedar tardó un poco en asimilar aquellas palabras, sabiendo que estaban imbuidas de certeza. Las predicciones de Subinion eran tan fiables como las de los Sabios, cuando era capaz de leer algún mensaje en la bóveda celeste.

—Que los dioses nos protejan —murmuró el anciano hechicero, pese a que no era creyente—. ¿Y no sabe quién va a ganar?

Ian negó con la cabeza; eso, las estrellas no se lo habían revelado. Ian giró para asomarse por la ventana abierta. Se estremeció de frío, pero también porque ahora pesaba sobre su conciencia la amenaza que había proferido aquel límpido y sereno cielo estrellado. El rey, veterano de muchas batallas, sabía que la primavera que se acercaba sería la última que verían muchos de ellos.

Junto a la entrada de la biblioteca el joven Willem, que lo había oído todo, tuvo que agarrarse al marco de madera de la puerta.

Aquella noche, desde las tierras del Sur hasta los Hielos Perpetuos del Norte, muchos levantaron los ojos, humanos, enanos o élficos, hacia la noche clara y serena, donde titilaban misteriosas e imperturbables las estrellas.