19
Cuando la Tierra se alza

—Alabado sea el Antiguo hogar —dijo Freyn—, que tantas alegrías y vergüenzas nos trajo.

Eyrien apartó la vista del gran recinto-montaña de las Fortalezas de Piedra y se lo quedó mirando, para negar finalmente con la cabeza.

Tras volver cada uno a su tienda, ni River ni Eyrien habían dormido mucho. Ella no lo necesitaba, y tenía que meditar, y él se sentía demasiado feliz y angustiado a un tiempo como para poder conciliar el sueño. Al amanecer la Dama de Siarta se había mostrado tan resoluta como siempre, es lo que necesitaba de ella el grupo que la seguía. Pero pasó mucho tiempo hablando mentalmente con Eriesh, y si uno se fijaba podía adivinar la congoja en la palidez dorada de su rostro. El Elfo de las Rocas se mostró también más taciturno a lo largo de la mañana. Ahora, a media tarde, habían llegado finalmente a su destino.

—Los enanos tenéis que superar ya vuestra Gran Vergüenza, Freyn. Dejar el pasado atrás —le dijo la elfa a Freyn.

Al ver que Freyn rezongaba y que Alana miraba al suelo, incómoda, Killian se abstuvo de preguntar qué era esa vergüenza que arrastraban los enanos. River, en cambio, ya sabía de lo que se trataba gracias a su visita a Antigüedad. En la época en que los humanos aún no habían colonizado el Continente Norte, las amazonas fueron las primeras en buscar refugio en él. Fueron acogidas con generosidad por los elfos, pues además habían sido los Hijos del Agua quienes las habían ayudado a cruzar el mar, pero los enanos las miraron con envidia y como una amenaza. Fue aquella la causa primera de que abandonaran su antiguo hogar, de su Guerra Sangrienta contra los elfos y de la masacre y la pérdida definitiva de las Fortalezas de Piedra. Las amazonas, que ni tan siquiera habían llegado a sentir la amenaza de los enanos, los ayudaron tanto como los elfos tras aquella funesta desgracia, y a los enanos no les quedó más remedio que pedirles su perdón y su amistad. Desde entonces habían considerado aquel episodio su Gran Vergüenza.

Sin embargo Freyn, como enano joven que era, no parecía muy perturbado por aquel suceso ocurrido más de dos milenios atrás, y tras afligirse brevemente con la vergüenza que se esperaba de él como representante de su pueblo, miró a Eyrien con expresión inquisitiva.

—¿Vemos algo raro? ¿Eriesh? Vosotros tenéis buena vista.

Los dos elfos permanecieron largo tiempo en silencio, mirando hacia la lejanía. No lo sabían, pero estaban en el mismo lugar donde se había parapetado Phyros de Vulcania tan sólo unos días antes. Aunque el paisaje había cambiado un poco. Ante ellos, bajo la abrupta meseta en que se encontraban, se extendía una fina línea de árboles que desembocaba en un amplio campo en el que la superficie rocosa, llana y casi plateada, se alternaba con pequeñas extensiones de corta hierba verde. Aquel gris era el mismo color que el de las murallas de Arsilon. Más allá de aquella extensión, recortada contra el horizonte del Abismo del Estrecho donde el mundo acababa, se alzaba la gran construcción de las Fortalezas de Piedra. Había sido una montaña de roca desnuda, pero ahora era un conjunto de pequeños castillos conectados que se arracimaban en varias alturas tras una defensa de tres murallas. Aquel había sido el primer hogar de la primera de las cuatro razas, aunque ningún enano habitaba ya aquellas estancias cavernosas. Que ellos supieran, nadie las había habitado desde hacía más de dos mil años, pero mucho tiempo había pasado desde que la Alianza se había aventurado en su interior. Tan cerca del Estrecho, tras la enemistad con los femorianos, aquella zona estaba vedada para muchos miembros del brazo armado de la Alianza. Y era un lugar peligroso para los demás.

Por ese motivo no entendía Eyrien, y los demás menos que ella, por qué los Sabios habían escogido en su retiro tan insólita residencia. Permaneció largo rato mirando al horizonte; Eriesh, a su lado, debía estar pensando algo semejante porque también permanecía callado.

—¿Vemos algo, o no? —insistió Freyn.

—No hay femorianos patrullando cerca de las puertas —dijo el Elfo de las Rocas.

—Y el terreno ha cambiado —dijo Eyrien, y miró a su compañero.

Ambos feéricos se dieron la vuelta y se ocultaron en el saliente rocoso tras el cual se había parapetado. Si estuvieron en silencio todo el rato o si estaba cada uno enfrascado en sus pensamientos los demás no lo supieron, pero el tiempo pasó lento para sus compañeros.

—Esto no me gusta —dijo Eyrien al fin.

Habían esperado la presencia de los femorianos, tanto ella como Eriesh habían contemplado la posibilidad de tener que enfrentarse a ellos de nuevo desde el inicio del viaje. Pero no sabían si debían sentirse tranquilos ante su ausencia. Era posible que Konogan y Soneryn, y el resto de los acólitos de los Sabios los hubieran ahuyentado, pero eso hubiese atraído la atención de los espías cáusticos hacia la zona. Era un enigma difícil de resolver. La otra cosa que preocupaba a Eyrien era el cambio en el terreno. No sabía decir exactamente por qué, pero el hecho de que cerca de las Fortalezas el terreno ya no fuera tan liso y llano no le gustaba, le creaba una desconfianza que no acababa de comprender. Su subconsciente trataba de alertarla de algo, pero tenía demasiadas preocupaciones como para poder concentrarse en aquella nimia cuestión. Notaba el nerviosismo de los selbastianos, la angustia que brotaba de la mirada verde que River tenía fija en ella, la impaciencia sin preocupaciones de Freyn, y la misma sensación de peligro que ella sentía en Eriesh.

—Pero bueno —dijo Freyn acariciando el mango de su hacha—. ¿Desde cuándo vamos a lamentarnos por ahorrarnos a los femorianos? A veces no os entiendo, elfos.

—No son los femorianos —dijo Eriesh.

A sus palabras siguió un silencio. River estrujaba entre los dedos una ramita con la que había estado jugueteando.

—Creo que sería mejor quedarse aquí —dijo finalmente.

—Eso no puede ser —dijo Eyrien—. No sabemos qué ocurre en el resto del continente desde hace más de un mes. Es posible que estén en peligro, me preocupa lo que vi ayer en las estrellas.

—A mí también —murmuró River—. Por eso lo digo.

Se miraron durante unos segundos.

—Vuelves a hacerlo, River —dijo Eyrien mentalmente—. Estás anteponiéndome al resto del mundo. Ese mensaje no tenía por qué tener que estar relacionado conmigo.

—¿Y si lo está?

La elfa miró hacia las Fortalezas, con la mirada perdida.

—Los mortales esperaréis aquí —dijo Eyrien en voz alta finalmente, saliendo de sus ensoñaciones—. Todos —añadió al ver que tanto Freyn como River iban a replicarle—. Esto es una cuestión entre elfos, y entre elfos debe quedar. Cuando Eriesh y yo hayamos hablado con ellos, cuando nos hayamos asegurado de que ni Konogan ni Soneryn tratarán de atacaros, entonces podréis entrar. No antes. Nasgor dijo que los Sabios escucharían mis palabras, pero no hablaron en ese momento de nadie más.

—Cosa de elfos —aceptó Freyn; sabía hasta qué punto los feéricos eran celosos de solucionar sus asuntos entre ellos antes de que sus problemas afectaran a nadie más.

Apaciguado el enano, Eyrien miró a River a los ojos. El hechicero había prometido que no volvería a desobedecerla, y había llegado el momento de demostrar que iba a cumplir sus promesas. River respiró hondo y asintió con la cabeza. Ya conocía cómo podían ser de descorteses los elfos de Siarta con aquellos que no eran de su agrado, y prefería no dificultarle las cosas más a Eyrien.

—Ten cuidado, por los dioses —le pidió telepáticamente.

—Tú también —respondió la elfa—. Pase lo que pase, no olvides que…

Eyrien no acabó la frase. Miró al suelo, volvió a mirar a River con una sonrisa en sus profundos ojos azules y se fue con Eriesh. River la había entendido.

Poco después Freyn, Killian, River y Alana veían cómo los dos elfos se dejaban caer furtivamente por la ladera del precipicio hacia la llanura descubierta en la creciente oscuridad. Aston y sus hombres habían retrocedido por el otro lado, pues eran muchos y podían llamar la atención. Killian empezaba a estar nervioso, y como acostumbraba en aquellas ocasiones se puso a caminar de un lado para otro, tranquilizando a los caballos, examinando el terreno y comprobando que la espada del vampiro seguía afilada en su vaina, sintiendo aquella sensación agridulce cuando lo hacía.

—Ya casi no los distingo —dijo Alana cuando los elfos se convirtieron en dos figuras lejanas, una clara y otra oscura, en la inmensa llanura. A Eriesh casi no se le distinguía contra el suelo de piedra.

—Aquí abajo hay una repisa algo más adelantada —dijo Killian, que se había asomado por el precipicio. Podríamos bajar.

—Jovencitos, os han dicho que os quedéis aquí —dijo Freyn.

—Sólo vamos a adelantarnos un poco —dijo River encaminándose tras Killian a un pequeño sendero que bajaba a la repisa.

—Yo también voy —dijo Alana siguiéndolo.

Trataron de no despeñarse mientras bajaban por el acantilado. Tal como había dicho Killian, había un balcón natural en la roca, que los llevaba más abajo y más cerca de la llanura. Ni River ni Killian apartaban la vista de los elfos, pero Alana estudió el lugar en el que se hallaban, dándose cuenta de que tras ellos se elevaba un gran abrigo que permanecía en las sombras. Retrocedió lentamente, pálida, hasta que chocó contra la espalda de River. Le tiró de la manga para que se girara.

—Qué…

River no acabó la pregunta. A su lado, Killian soltó una exclamación de sorpresa. Sentado tras ellos, oculto en el abrigo de roca, había un gigante de aspecto fuerte como la misma montaña en que se resguardaba. Los femorianos eran seres antiguos, quizás incluso más que los humanos, quienes habían emergido en el Continente Sur antes de que los elfos lo hicieran en el Continente Norte. Ahora que veían uno por primera vez, los herederos de Arsilon se dieron cuenta de que era muy parecido a los enanos: venerable, sereno, de cabellos encrespados y barba luenga, aunque al menos cinco veces más grande. El gigante se limitaba a devolverles una mirada curiosa de sus ojos pardos. River se dio cuenta de que más que mirarlos a la cara miraba justo por encima de su perfil, debía estar estudiando sus auras.

—¡Un femoriano! —exclamó River lo suficientemente fuerte como para que Freyn lo oyera y no bajara con ellos.

—Éste no es sitio para los mortales pequeños —dijo el gigante con voz cavernosa—. ¿Venís con ellos? —señaló con el enorme mentón hacia la estepa, donde estaban los elfos.

—No —dijo River  rápidamente, antes de que la sinceridad innata de Killian los delatase—. ¿Vais a atacarlos?

—Sólo si retroceden.

—¿Si retroceden? —repitió River asustado.

Los tres se volvieron a mirar a los elfos, que parecían haberse agachado en el suelo para examinar el terreno aparentemente vacío, ajenos a que los femorianos los estaba vigilando. River trató de avisarlos, pero su mente no se extendía más allá de unos pocos metros. Era extraño, porque no habían visto Flores del Sueño. Miró hacia las Fortalezas, que seguían desiertas, borrosas tras la niebla. Ante ellas tan sólo se hallaban las islas de césped entre la superficie de roca, y las extrañas ondulaciones del terreno allí donde la inmensa construcción ya extendía su neblina. Recordó el vago temor de Eyrien.

—Disculpa —le dijo al femoriano—. ¿Habéis notado que el terreno haya cambiado por aquí?

—Sí —le respondió el gigante con su invariable tono de voz.

—¿Y por qué ha cambiado?

—Lo sabrás pronto, cuando el suelo se alce.

—¡No! —se oyó arriba.

De pronto Freyn empezó a gritar por encima de ellos, bajando corriendo por la ladera.

—¡Gólems! ¡Es una trampa! —gritó—. ¡River, avísalos!

En cuanto el enano pasó junto a ellos para seguir bajando hacia la llanura, el femoriano se alzó tras ellos. Un gruñido ronco brotó de su garganta mientras observaba al enano. Su rostro venerable se había contraído dibujando un sinfín de pequeñas arrugas. Cuando el gigante levantó el mazo que había dejado a su lado y se dispuso a perseguir a Freyn, River le lanzó una potente onda expansiva. De haber sido un mortal normal, habría quedado hecho añicos, pero el femoriano tan sólo cayó medio inconsciente, haciendo vibrar el suelo y desprenderse algunas piedras del techo.

—Gólems… —dijo Killian—. ¿Gólems de Maelvania? ¡Es una trampa!

—¡Avísalos, Mago, que se detengan! —le gritó Alana a River.

—¡No puedo! —le gritó River a su vez, pues ya había empezado a correr para seguir a Freyn; su mente ni siquiera llegaba hasta Aston, que había quedado con sus soldados en el bosque cercano.

Cuando llegaron abajo, los elfos ya estaban lejos, prácticamente allí donde el terreno empezaba a ondularse y mostrarse desigual, allí donde los monstruos de barro de Maelvania yacían a la espera de que les ordenara levantarse del suelo. Freyn corría tras ellos, haciendo aspavientos. Los tres humanos corrieron también tan rápido como pudieron. River miró asustado a Killian cuando éste se llevó la mano a la garganta tras haber querido gritar a los elfos. También Alana vocalizaba sin que de sus labios rosados saliera sonido alguno. No podía ser; había por allí algún hechicero que los estaba conjurando.

River se enfundó en un escudo protector que consiguió oponerse al hechizo y gritó, pero su grito fue engullido por el del femoriano del acantilado, que se había recuperado del aturdimiento y llamaba furioso a sus hermanos; su invocación retumbó en el llano como un trueno. Al menos eso sirvió para que los elfos se detuvieran, aunque únicamente pensaron que los femorianos los habían descubierto y querían atacarlos. Ahora seis gigantes se acercaban desde el bosque que se extendía desde ambos lados de la estepa, rápidos, haciendo que el suelo temblara bajo sus furiosas pisadas. River quiso gritar de nuevo, pero su voz quedaba ahogada por el alboroto que los rodeaba. Trató de llamar a Eyrien mentalmente pero era incapaz. Entonces se fijó en el suelo, como antes habían hecho los elfos. Estaba recubierto de un polvo púrpura y esponjoso: era polen de Flor del Sueño. Desesperado, River miró con desconfianza la niebla que seguía haciéndose más densa frente a las Fortalezas. La situación se les escapaba de las manos.

Los elfos se giraron finalmente hacia ellos cuando los tuvieron cerca, y estudiaron rápidamente la situación. Estaba claro que entendían la emboscada de los femorianos pero confiados, eran incapaces de pensar que pudiera haber seres cáusticos allí donde se suponía que se ocultaban los Sabios. Y los femorianos gritaban, sin duda por orden de alguien que controlaba la situación; ahogaban la voz de River cada vez que éste abría la boca. Cuando Freyn, Killian y Alana se detuvieron jadeantes ante ellos, vocalizando sin hablar y señalando el suelo, Eyrien y Eriesh los miraron alarmados, sin comprender.

—Dejaos de tonterías —les dijo Eyrien—, los femorianos son peligrosos.

River los sobrepasó, estaba decidido a hacerles comprender el peligro en que se hallaban aunque tuviera que desenterrar a un gólem del suelo con sus propias manos. Allí la niebla era más abundante, amenazadora, aunque no se parecía a la niebla densa y sinuosa de los kapres. Caminó por la zona, con cuidado, tratando de buscar alguna pista que demostrara a los elfos cuál era el peligro real que los acechaba. Miró impotente a Eyrien, pero ella parecía empezar a comprender. Miraba el suelo por el que River caminaba, y fruncía el pálido ceño como si en su mente estuviera emergido algún recuerdo lejano.

—Creo que son gólems, Eyrien —murmuró Eriesh.

Sus cabellos habían virado a un potente color añil y estaba tenso, presto para el ataque.

—¡Cuidado! —gritó la Dama de Siarta—. ¡Sal de ahí, River!

«Gracias, dioses», pensó River mientras seguía sintiendo la garganta abrasada de tanto gritar en vano. Se encaminó de nuevo hacia donde el grupo se preparaba para defenderse de los femorianos que se les acercaban, aunque no podría hacer mucho contra aquellos seres poco sensibles a la magia y con la única ayuda de la espada de Killian. De pronto el suelo empezó a temblar con más fuerza; sin embargo, no eran las pisadas de los femorianos lo que produjeron aquel movimiento. La tierra se resquebrajó y se alzó alrededor de River.

—¡No! —oyó gritar a Eyrien.

Pero ya era demasiado tarde. River se encontró suspendido en el aire, agarrado por el cuello y tapada la boca por una mano de piedra del color del barro que si ejercía tan sólo un poco más de presión, le aplastaría las vértebras.