8

La niebla se aclaró, el timbre que anunciaba la salida del sistema estaba sonando, pero eso era cosa de los tees, ellos eran quienes se encargaban de la inversión.

Otra vez la oscuridad. El timbre había dejado de sonar y la mente seguía intentando volver a la cubierta inferior del África, siempre llena de gente, para oler los mismos aromas y oír los mismos sonidos y la voz del mayor que los maldecía para despertarlos: pero nada era igual con la red negra ante la cara y el brillo de la luz frente a los ojos. Tampoco estaba en la Ernestina, con sus cabinas pequeñas como cubículos.

Sin duda era una nave porque todo pertenecía a una nave: los sonidos, los olores, la sensación confusa del trank que ya se estaba desvaneciendo y que sin duda la había sumido en un sueño largo, muy, muy profundo. Encontró de nuevo su lugar con la mente, recordó cuándo y dónde estaba, recordó…

Inversión de V, entonces. Otra pesadilla a medias. Oyó el timbre que sonaba para despertarlos, al menos le parecía que era ese timbre. Buscó el paquete c y lo abrió. Al hacerlo se le rompieron las uñas. Tres en la misma mano, mala señal…, y perdió el resto tratando de sacar el tubo. Se tragó esa materia cítrica lentamente, luchando contra las náuseas, tratando de aclarar la mente.

—¡Arriba, arriba, arriba! —gritaba alguien, y una nunca discutía con una voz como ésa. Bet se tragó lo que quedaba, se metió el papel en el bolsillo y buscó el cierre. Rodó hacia afuera y se sostuvo, con el traje de salto colgándole del cuerpo y las manos como garras aferradas a la red negra. En la cubierta principal, una G estable. La Loki estaba en inercia ahora. Si el puente esperaba maniobras no habría ordenado a la tripulación que se levantara.

Soltar el broche del suelo, el que sostenía la red de la hamaca, desatar los broches de los extremos y plegar la hamaca siguiendo las líneas elásticas hasta poder meterla en los recipientes con cerrojo que se depositaban en el gran banco de la comida. Mientras la voz seguía aullando órdenes específicas para miembros de la tripulación, pero nada para Yeager.

Gracias a Dios, decía una parte de ellas; pero otra parte decía: Qué raro. Así vamos de estrella a estrella, ¿no me parecieron leves esas inversiones? ¿Es que estuve muy atontada, o cómo es que todavía llevamos tanta Ven una zona de estación* ¿Y no hay alarma para indicar que hay que aferrarse?

Una nave fantasma. Saltamos muy cerca y no estamos próximos a la estrella. Ahora hemos dado una inversión y debemos de estar haciendo una entrada muy silenciosa, eso es lo que hacemos.

¿Dónde caray estamos?

Había una calma profunda e inquietante, la calma de una nave, llena de bombas, turbinas y sistemas que pulsaban, el latido del corazón de una nave saludable. La tripulación pasó junto a ella, apurada por el trabajo y las misiones que cumplir; probablemente la voz había llamado a algunos y otros estaban resolviendo emergencias privadas, cosas como llegar a la cocina, o conseguir algo en especial. Existía una prioridad de tripulación de guardia y tripulación en tiempo de descanso. El intestino le indicaba cuáles eran sus prioridades corporales, y siguió a los miembros de la tripulación hasta la primera puerta en el corredor.

No eran los cubículos estilo cabina de la Ernestina, pero no estaba mal, pensó Bet mientras echaba una mirada alrededor: pantallas de plástico bien extendidas entre las literas, abajo y arriba una red de segundad…, pero se veía todo a través de ella.

Y servicios a los costados, eso era lo que le interesaba porque estaba apurada. Se dejó caer en la línea más cercana y se quedó ahí con la espalda rascando la goma de la pared. Acabó de romperse las uñas partidas para distraerse.

Tenía las uñas quebradizas, todas, se le rompían con mucha facilidad. Le dolían las encías y se le desprendía el cabello cuando se pasaba la mano, un mechón de cabellos rubios entre los dedos.

Raciones demasiado pequeñas durante demasiado tiempo y la vida que le quitaban los saltos, los nutrientes que utilizaba el cuerpo para defenderse, eso que hacía que las rodillas se salieran hacia afuera y se quebraran las coyunturas. Había visto a otros sufrir ese proceso, pero a ella nunca le había pasado. No así, y estaba asustada. La idea de que una nave fantasma tenía que estar siempre saltando, saltos largos y rápidos, que tal vez saldrían disparados de nuevo en cualquier momento…, eso también la asustaba. Podía perder algo más que las uñas si llegaba al agotamiento total.

Tenía que ir a la cocina y tomar raciones de c si podía conseguirlas, cualquier cosa para aumentar de peso.

Todavía tenía el estómago revuelto. Otro miembro de la tripulación se agachó junto a ella pero no la empujó abusando del privilegio de ser más antiguo en la nave. Eso era muy probable que le sucediera a uno nuevo en el África. No se hacían favores. Uno no obtenía otra cosa que el infierno.

Estaba bien, pensó ella acerca del hombre —llevaba escrito el nombre Muller, G.—, y le preguntó mientras esperaban:

—¿Dónde estamos? ¿Venture? ¿Bryant? ¿Dorado?

Muller la miró como si fuera una información reservada a algunos privilegiados, como si la pregunta le hiciera abrigar dudas sobre ella.

Así que Bet se calló, agachó la cabeza y esperó crujiendo los dientes hasta que consiguió salir de la línea.

Volvió de nuevo a la sala de la cocina y esperó su turno; tomó el sándwich y la taza de té caliente que le ofrecía el cocinero y se sentó contra la pared, donde un estante bajo entre la cubierta principal y la cubierta de impulso formaba un largo banco para la tripulación. Bebió el té y se comió el mejor sándwich que había probado en seis meses.

Mejor que los de las máquinas expendedoras de Thule.

Se quedó sentada allí porque no tenía ni idea del sitio al que la habían asignado; no tenía prisa, pensó, la nave debía de estar en algún tipo de espera, tal vez en Venture, o quizás en Bryant, donde fuera. Dejaba el problema de la localización de la nave para los oficiales, y lo único que deseaba era atreverse a volver a las taquillas y ver dónde estaban sus cosas; quería saber si tendría una litera o qué, pero si se permitía pensar mucho en acomodarse, se descomponía. Debía de estar en la lista de alguien, y esa lista tarde o temprano aparecería y alguien se lo diría. La reacción de Muller le sugería que esa nave era muy agitada, y la experiencia, que debía quedarse tranquila y pasar desapercibida, al menos por el momento.

Especialmente si eso la mantenía alimentada y descansada lo suficiente como para dejar de sentirse mareada antes de que apareciera algún oficial con una lista de obligaciones.

Sí.

Estaba muy cerca de la enfermería, por cierto con los dientes enfermos y los huesos visibles a través de la piel, con unas manos que casi no reconocía…, pero tenía miedo de ir a quejarse a los meds, miedo de empezar su informe en la nave con un expediente médico, miedo de acercarse a los oficiales y a la gente que tal vez quisiera mirarla de cerca y después pasaran a mirarla más de lo que ella deseaba.

Pero en ese momento un hombre se detuvo a su lado.

—Yeager.

Ella levantó la vista y examinó todo con rapidez, de las botas al cuello muy usado con las tres bandas que identificaban a un oficial en una nave civil y el símbolo del círculo y el circuito de Ingeniería en la manga.

—Señor —dijo ella—. Bet Yeager, señor. —Se habría levantado pero el hombre se lo impedía.

—Estuvo causando problemas, ¿eh?

Tuve un problema, señor. No quiero problemas aquí.

El hombre la miró fijo durante un rato, como si Bet tuviera una enfermedad contagiosa. Finalmente apoyó las manos sobre las caderas.

—¿Qué experiencia tiene?

—Cargueros, señor. Máquinas. Molduras por inyección. Hidráulica en pequeña escala y electrónica. Mantenimiento general. Veinte años.

—No estamos especializados aquí.

—Sí, señor.

—Eso significa que tiene que hacer lo que haga falta, en cualquier momento del día. Significa que o lo hace bien, Yeager, o le dice a alguien que no puede y por último significa que no se mete en lo que no entiende, ¿comprendido?

—Sí, señor. No hay problema.

—Mi nombre es Bernstein. Jefe de Ingeniería. Día alterno. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor.

—¿Qué cono está haciendo sentada?

—Todavía no me asignaron tareas, señor.

—En el día principal hay una tripulación de trece, en el día alterno, dos. Somos una nave remodelada, eso trae problemas. Y me dan una técnica en hidráulica en pequeña escala, carajo. —Bernstein jadeó—. Sin papeles.

Un largo silencio.

—Si escoña algo —dijo Bernstein—, le rompo los dedos uno por uno.

—Sí, señor. Otro silencio.

—Tiene un puesto a prueba en mi turno, Yeager. Tenemos algunas áreas donde no se puede meter la nariz, también algunos sistemas que no funcionan bien y que son un desafío para mí. Me preocupo mucho por ellos. Tiene algunas cosas en el depósito uno, vaya, búsquelas y que le den un lugar en los dormitorios. ¿Alguien le ha enseñado la nave?

—No, señor.

—¿Por qué tengo que hacerlo yo?

—No lo sé, señor. Lo lamento.

—Consiga cualquier litera que no tenga dueño, el anillo tiene diez secciones y el número del frente es su número de sección. Diez-cuatro es un depósito, ocho-cuatro son barracas para la tripulación, la sección cinco es el puente y uno-uno es Ingeniería. Si ve una línea blanca sobre la cubierta, no la cruce, no debe cruzarla sin una orden directa: las secciones cuatro, cinco y seis están bajo línea blanca, así que tiene que rodearlas. Siempre. ¿Roba, Yeager?

—¡No, señor!

—¿Ve esta cubierta?

—Sí, señor.

—Aquí tiene trabajo. Consiga lo que necesite de diez-cuatro, vuelva y hágalo. En cuanto a la tripulación de su turno, será mejor que pongamos las cosas en claro, Yeager; Musa está bien, no debe preocuparse por él; NB no, no se acerque a NB, ¿entendido, Yeager?

—Sí, señor.

—¿Necesita algo más?

—No, señor.

Bernstein la miró un largo rato.

—El reglamento está expuesto en los dormitorios, léalo. Estamos a 06 00 ahora, día alterno. Limpie esa cubierta antes de ir a dormir. No me importa el turno que sea. ¿Tiene algún problema conmigo, Yeager?

—No, señor.

—Bien —dijo Bernstein. Y se fue.

Poner un aparejo en funcionamiento, desarmarlo y después armarlo de nuevo, hasta los circuitos, y lo mismo con las armas, señor, probablemente con cualquier sistema de armamento que tuviera una nave fantasma, por supuesto, señor.

Veinte años de veteranía en la África.

Señor.

Lo primero que debía hacer era consultar el re-gla-mento.

Y el re-gla-mento de que había hablado Bernstein estaba impreso y con el sello oficial de Alianza. Estaba totalmente nuevo tras un plástico sobre la pared, todo acerca de la autoridad del capitán y de cómo uno tenía derecho a acogerse a la ley de estación si se quería apelar en un caso fuera de la nave. En otra página estaba redactada la ley militar de Alianza, que decía que podían fusilar inmediatamente a cualquiera por motín, sabotaje o por obstruir la ejecución de órdenes correctas mientras la nave estaba en condición crítica o en emergencia. Aún había otra lista al final y ésas eran las reglas que importaban, las de esa nave en particular, cosas como que habría una mancha en el expediente de quien fuera por ir al puente sin permiso, o que si se estaba trabajando con herramientas era mejor llevar un buen cinturón con broche para cada una y no utilizar una cantidad exagerada.

Eso equivalía a que la nave solía moverse con prisas. No le sorprendió en absoluto, ya lo suponía.

Para empezar debía ir al directorio del almacén, conseguir un cinturón y broches y después acudir al almacén de suministros que Bernstein le había indicado y ponerse a fregar la cubierta de impulso, algo que se podía hacer con la mente en blanco pensando en cualquier cosa. Podía hacerlo lentamente, cerrar los ojos, dormitar y sentir el tirón en las manos para cerciorarse de que todavía estaba haciéndolo; sólo debía vigilar a veces para asegurarse de no dejar polvo entre una pasada y otra.

Una tarea aburrida.

Pero era un modo de oír cosas; como la pareja que dijo que la nave estaba en espera, o los tres que comentaban sobre un tal Orsini, alguien que aseguraba que Fitch había puesto a un tal Simmons en el informe por responder con lentitud a una orden. Al parecer Simmons pedía una transferencia a día alterno, pero Orsini no lo quería con él: poco a poco se iba dando cuenta de cómo funcionaban las cosas en la nave.

Pero después la espalda y los brazos empezaron a dolerle y las rodillas se resentían del peso.

Había llegado a conocer todas las puertas, ranuras y grietas de la cubierta de impulso y a maldecir cada pie que bajaba del colchón.

Conocía ya la huella de los que lo hacían a menudo o el tamaño que tenían, y pensaba que si alguna vez encontraba a ese hijo de puta, se lo haría pagar bien caro.

A mediodía volvía a la cocina para tomar un té y un sándwich; allí todo estaba en silencio porque era día principal y la mayoría dormía.

Recorría el camino de la cocina y el comedor, más allá de la zona de enfermería, alrededor de la línea blanca y el puente hacia las 18 00 d/a. El puente era un segmento circular como la cocina; gracias a Dios no había una cubierta de impulso que fregar y los segmentos cilíndricos se orientaban en la dirección en que se encontrara la G…

Por supuesto no pensaba ir a pedir permiso a Fitch o al capitán para atravesar el puente y volver a la cubierta de impulso, así que reunió todas sus herramientas, las guardó y regresó a la cocina para sentarse frente a la cena: un plato de comida auténtica y una taza de té caliente, mientras el turno de día principal tomaba el desayuno. No quería problemas con Fitch, no quería problemas con nadie, así que trató de no mirar a nadie, sobre todo de no mirar a los ojos ni iniciar ninguna conversación. Solamente dirigía una mirada vacía en dirección a la cubierta principal, hacia las posibles pisadas que dejaba la gente que andaba de aquí para allá —las pisadas habían ocupado su mente durante todo el día y todavía le preocupaban—. Las enumeró mentalmente mientras degustaba el té y la comida hasta sus moléculas más pequeñas, era tan buena…, y descubría que le dolían las manos incluso por el esfuerzo de sostener un tenedor.

La gente la miraba abiertamente. Lo sabía. Algunos hablaban de ella, un poco más allá del alcance de su oído, con la conversación solapada por el ruido constante de la Loki. Sabía que podía asustarse si se permitía pensar demasiado. Así que terminó la cena, se levantó sin meterse con nadie, devolvió los reciclables y volvió a sacar las herramientas.

Había dado media vuelta al anillo de la Loki.

Otra vez estaba arriba del anillo, junto a operaciones y a la oficina del sobrecargo e Ingeniería, donde la tripulación de principal estaba por ponerse a trabajar y alterno se había retirado a descansar.

Ya ni siquiera le dolían los brazos y las rodillas. Se puso a trabajar, avanzó lentamente, cambiando de manos cada vez que podía para que no se le paralizaran del todo, pero empezaron a dolerle tanto que decidió olvidarlas.

Más allá de Ingeniería y arriba, hacia los talleres y los depósitos de máquinas.

Eran más de las 20 00 d/a y la gente pasaba a su lado, gente con cosas que hacer, de vez en cuando un oficial. Alguna que otra risa que le irritaba los nervios, aunque tal vez no estuvieran hablando de ella, aunque ella sospechaba que sí. Era la novedad, Bernstein se la estaba haciendo pagar cara y ya había recibido de Fitch. Probablemente les hacía bien ver que había otro que sudaba en algo que tal vez habrían tenido que hacer cinco o seis de ellos. Al menos eran tranquilos. Nadie se metía con ella ni con su cubierta limpia.

De vez en cuando miraba de reojo, sólo lo suficiente como para saber quiénes eran los hijos de puta. Lo suficiente para que supieran que, si se metían con ella o sacaban un pie del maldito colchón, les declararía la guerra. Pero nadie lo intentó, y ella siguió adelante. Pensó que podía parar, guardar las cosas y tomar una taza de té o una bebida sin alcohol…, mierda, ya había pasado la hora de la comida, se suponía que era su hora de descanso. Tal vez le dejaran tomarse algo a crédito, o quizás el té era gratis. Bernstein no había dicho que no pudiera descansar, y las reglas de la cocina decían que había cerveza por un crédito, una cerveza auténtica, fría, que se podía comprar en la hora de la cena si no se estaba de guardia. Las reglas lo permitían. También tenía el vodka que guardaba entre sus cosas, si es que no se lo habían robado: las reglas tampoco ponían objeciones a eso, siempre que no fuera en horario de trabajo.

Pero eso le suponía pasar por territorio oficial, y no quería ir a llorarle a nadie. Además tenía las rodillas y el muslo superior casi tiesos y no quería dejar que los golpes descansaran y se endurecieran y después le dolieran el doble.

Ya le faltaba poco, apenas un cuarto del anillo, un lugar de menos tránsito que los dormitorios de la tripulación. Tal vez podría terminar antes de la medianoche. Tal vez podría conseguir esa taza de té cuando acabara. Incluso un sándwich. Las rodillas no se le quebrarían con tanta facilidad y los brazos no le temblarían tanto si comía con regularidad. Por favor, Dios.

Unos pies se acercaron. Se detuvieron. Se quedaron allí.

No llevaba insignias de oficial. Nada excepto un galón y el símbolo de Ingeniería. Los dos solos en la línea de visión de los sistemas y el área de talleres. El sentido de peligro de Bet empezó a hacer sonar sus alarmas, cada vez con más fuerza cuando vio que el hombre se quedaba allí parado. Mirándola.

Siguió adelante. Otro brazo más.

—Uno de los viajes turísticos de Bernie alrededor de la nave, ¿eh?

—Sí —dijo ella—. Vete a la mierda.

Pero no se fue a ninguna parte. Ella siguió fregando, adelantó otro poquito.

—Un buen trabajo —dijo él.

Bet no respondió, y siguió con la cabeza baja. Podía empezar así y acabar muerta. Y si mataba al hijo de puta ese, terminaría dando la caminata por el espacio. Y el hijo de puta, claro está, lo sabía.

—Me llamo Ramey —dijo el cabrón.

—Sí. Bien.

—Amigo.

—De acuerdo. ¿Quieres dejar de taparme la luz? El hijo de puta se movió hasta quedar detrás.

—No es mala la vista.

—Gracias.

—Un poco flaca.

—Vete a la mierda.

—Vamos, te iba a ofrecer una cerveza.

Ella miró el par de pies, y subió la mirada hasta la cara que-noestaba-nada-mal. Más joven que ella, cabello negro, el resto tampoco estaba mal. ¿Y qué cono importa?, pensó. Parpadeó para despejar los ojos cansados y recordó a Bernstein diciéndole que había un tipo que estaba bien en su turno, un tal Musa.

Se puso de pie, arrastrando broches y líneas de ajuste, se frotó las manos contra las piernas y lo miró directamente.

—Cerveza. No me vendría mal, pero a la velocidad que voy no creo que pueda ser esta noche.

—No importa, puedo esperar. —El hombre apoyó la mano sobre la pared, cerca de ella. Bet hizo un gesto de defensa, la invadió una sensación en el vientre como si él fuera a usar las rodillas, pero no era lo que estaba haciendo; ese cambio de peso del cuerpo que lo acercaba a ella, ese acorralarla contra la pared. Dios, Dios, pensó con un suspiro, dominando el deseo de levantar la rodilla con fuerza. Estaba disgustada, molesta porque sabía que iba a comportarse como un hijo de puta. Se quedó así un segundo o dos, pensando en hacer algo al respecto, pero estar así con alguien era más seguro que tratar de soportarlo sola y además aquel hombre era demasiado buen mozo como para hacer algo así. Seguramente estaba tratando de reírse a costa suya. Se inclinó contra él, con las manos llenas de jabón y sudadas mientras le resultaba difícil ignorar el dolor agudo que sentía en los sitios en que la tocaba.

Él se excitó enseguida y jadeaba un poco. Por lo visto no era una trampa, realmente estaba interesado. Y le preguntó:

—¿Quieres esa cerveza esta noche?

—¿Viene algo con ella?

—Sí —dijo él—. Ahora no hay nadie en el almacén de los talleres.

Mmmm. Ahí estaba la trampa. Una buena trampa para atraparla saltándose una docena de reglas y empezar bien, eso era. Hizo un movimiento con el muslo.

—De acuerdo, pero no veo mi cerveza. Me dejas terminar, ¿me oyes?

Pensó que eso lo enfriaría un poco, y que quienquiera que lo hubiera mandado, se desilusionaría. Pero fuera como fuese, el hombre estaba intentando llegar hasta el final, sí, señor. Era suficiente para hacer que una mujer se sintiera más atractiva de lo que sabía que era…, o pensara que tenía alucinaciones.

El hombre es raro, pensó cuando él se alejó murmurando algo sobre ir a buscarle la cerveza y encontrarse en los dormitorios. Ése sí que es un tipo raro. Otro Ritterman, eso es lo que he conseguido. No me creo que con esa cara no puede hacer lo que quiera, con quien quiera y en el momento que quiera.

Cuando él se alejó se secó el cuello. Mierda si no se sentía más cálida, más viva de lo que había estado antes.

Mierda si no estaba pensando en él y en esa cerveza durante todo el tiempo que le llevó limpiar el corredor, a través de la sección de los oficiales hasta los lujosos aposentos de los altos mandos, tanto, que casi se llevó por delante a Fitch, reluciente, con el par de botas lustradas, Fitch que se detuvo un segundo antes de que ella levantara la vista.

—Señor —dijo ella y empezó a levantarse, pero él le hizo un gesto de permiso y se quedó mirándola en son de burla.

Se fue sin encontrar nada que criticarle. Lo cual, viniendo de Fitch, suponía Bet que era algo así como un cumplido.

Maldito engreído, pensó. Día principal, la mitad de la mañana para él. En cambio, el oficial de guardia que le correspondía era ese tal Orsini que los de la tripulación habían estado maldiciendo. Ya se había dado cuenta. No había visto a Orsini ni esperaba verlo supervisando una limpieza de cubierta. No esperaba que viniera y se presentara. Fitch, en cambio, parecía definitivamente curioso acerca de ella y eso la molestaba.

Se inclinó y fregó la cubierta de impulso hasta el puente, mientras pensaba que era lógico que los oficiales llevaran los pies más sucios que la tripulación porque éstos sabían que después tendrían que fregarlo todo.

Pero sobrevivió hasta llegar a la línea blanca del otro lado del puente, tras lo cual se puso en pie de nuevo, enderezó la espalda torcida y fue hasta el depósito, donde colocó las herramientas de trabajo exactamente donde las había encontrado. Guardó las líneas de anclaje y sacó sus cosas del armario que le había indicado Bernstein. Después subió hasta el anillo obsesionada de sed por esa cerveza, mientras se decía a sí misma que el atractivo muchachito no la estaría esperando, o que si estaba, iba a darle muchos problemas, tal vez problemas insalvables. En el África, se podía asaltar a las mujeres y a veces las cosas se ponían muy feas. Probablemente aquí sería igual, y entonces la única forma de sobrevivir era con inteligencia y frialdad.

Fue hasta los oscuros dormitorios de la tripulación donde había un vídeo encendido. Mucho ruido en esa dirección. Miró en torno suyo con la luz escasa, buscando una litera vacía en ese turno y la zona donde se reunía la gente. Si elegía una litera equivocada, podía meterse en líos; y no estaba convencida de poder pasar la primera noche sin tropezar con alguien o sin que alguien la atacara de una forma o de otra. En ese grupo, debía haber alguien con un sentido del humor desagradable, tal vez más de uno, quizá media docena, o todos. Tenía el estómago revuelto. Recuerdos de nuevo. Veinte años en el África y había adquirido la suficiente experiencia para poder manejar las cosas en lugar de aceptarlas como eran.

Pero esta nave no era igual.

Alguien se acercó por el pasillo y la interceptó, alguien solo y de cabello oscuro que dijo:

—¿Quieres esa cerveza sí o no?

—Sí —dijo ella, una vez que se calmaron los latidos de su corazón. Todavía no confiaba en él del todo, pero no se puede decir que fuera una gran noche y estaba lo suficientemente cansada para esperar que todo fueran imaginaciones suyas, que fuera una nave civil a pesar de ser fantasma y que sólo se tratara de un hombre guapo que por alguna razón se sentía atraído por una mujer sudada, flaca y de casi cuarenta años. O del hombre que la tripulación había designado para averiguar quién era ella e informar a los demás.

Colocó la línea de seguridad de sus cosas en un anillo junto a la puerta y fueron juntos hasta el área de descanso, junto a la cocina. Él tecleó una consumición doble en el tablero del mostrador, se sirvió dos cervezas del grifo y le dio una.

—¿Qué se puede hacer para ganar dinero extra? —dijo ella.

—Son quince créditos por semana a bordo —dijo él—. Puedes usarlos para cerveza, para comida extra o guardarlos para los permisos. No les importa.

—Gracias, pues —dijo ella, y pensó que si le gustaba le invitaría otro día a cerveza y eso era muy posible, excepto por el hecho de que no lo comprendía del todo, de que no acababa cié situarlo. Él le puso una mano en la espalda. Y Bet se sacudió porque no quería que los oficiales los vieran así si llegaban a pasar cerca. Después se quedó de pie un rato junto a él, como una adolescente en su primera cita, y se tomó la cerveza mientras él bebía algo de la suya.

—Estás en Ingeniería —comentó para iniciar la conversación. Él asintió.

—Supongo que sabes que yo también.

Otro movimiento de cabeza.

Un tipo raro, pensó Bet. Hablaba tanto como todos los demás en esta nave.

Lo intentó con algo que precisara algo más que un sí o un no por respuesta.

—¿Cuánto hace que estás en esta nave?

—Tres años.

—¿Te importa decirme de dónde vienes?

—Contratado. Como todos. ¿Y tú?

No era una pregunta que le apeteciera contestar. Se encogió de hombros.

—Igual. Mi última nave fue la Ernestina.

—Kato —dijo él.

Bet asintió. Pero tampoco quería hablar de eso.

—¿Qué tal es Bernstein? —preguntó.

—Normal.

—¿Fitch?

—Un hijo de puta.

—Ya me parecía —dijo ella, y lo vio tomarse el resto de la cerveza. De un trago.

—Vamos —dijo él.

Un hombre nervioso. Muy nervioso. En el pasillo se oyeron pasos de alguien que venía desde el anillo inferior.

—No sé —dijo ella, molesta por las prisas—. Un minuto. Todavía no he acabado.

—Vamos, te digo.

—Mierda. ¿No puedes esperar un minuto?

Los pasos se acercaron. Era Muller, que los observó con el ceño fruncido, después la miró a ella amistosamente y de nuevo a él con seriedad mientras se servía una cerveza.

—Buenas noches, NB —dijo.

Bet se volvió para mirar al hombre que la acompañaba.

—Buenas noches —respondió su compañero, nada amistoso, y le puso un brazo sobre el hombro para llevársela.

NB. El que Bernstein había puesto en la lista de indeseables.

—No he acabado —dijo ella y se tragó de un golpe lo que le quedaba. NB dejó caer la mano.

—¿Ya os han presentado? —dijo Muller, y NB respondió:

—Cállate, Gypsy.

—No —dijo Bet—. Se presentó él solo.

Muller la miró pensativo mientras NB, fuera del radio de visión de Bet, no era más que una sombra con reacciones que ella no podía prever.

—Ten cuidado con ése —dijo Muller con una mueca de disgusto, y se dio vuelta para tomar la cerveza.

Problemas. Bet sintió que le latía el corazón con fuerza, instintivamente retrocedió un paso entre su compañero y ese tal Gypsy, pero al rozar el brazo de NB para distraerlo sintió que la cosa no iba en broma.

—Vamos —comentó NB, y la siguió pasándole un brazo por la cintura. Bet lo dejó hacer por un trecho, a pesar de que pudieran verla los oficiales.

—Salgamos de aquí —insistió él. Bet se detuvo.

—No. —Lo que ese hombre quería era causarle problemas. Ahora estaba segura de ello. No hacía falta pasar mucho tiempo en una nave con Fitch para darse cuenta.

NB se detuvo y la empujó.

—A la mierda contigo —dijo; después se fue caminando hacia el anillo inferior y desapareció.

Había algo en su voz que no le gustaba, pensó Bet con cansancio. Todavía tenía el hombro dolorido y las rodillas un poco temblorosas.

A la mierda contigo.

—Yeager. —Muller le hablaba a sus espaldas, sin hostilidad. El no era problemático. Bet lo miró—. Yeager, es mejor que se haya ido.

No estaba segura de querer aceptar consejos de Muller. No estaba segura de que fueran válidos ni de que él fuera realmente un amigo.

—¿Qué cono ha pasado? Muller se encogió de hombros.

—Demasiados problemas. No es asunto mío, ya me entiendes, pero pensé que tal vez no sabías nada sobre él.

—¿Qué pasa con él?

—Se llama NB. Ramey, a veces, pero sobre todo NB. La tripulación le puso ese mote, ¿comprendes? Abreviatura de Nada Bueno.

NB. Las siglas que se pintaban sobre todo lo que se arrojaba al vacío, ya fueran latas podridas, o pedazos de basura que ni siquiera servían para reciclar.

Bet miró hacia el sitio por donde había salido aquel muchacho.

Volvió a mirar a Muller.

—¿Qué es lo que ha hecho?

Muller hizo una mueca y se encogió de hombros, meneando la cabeza.

—¿Qué hizo?

—El problema consiste en ¿qué no hizo? Es un desastre. Y la verdad es que es bueno en lo que hace, de no ser así Fitch ya lo habría hecho enviar al espacio dos o tres veces. Déjalo, que haga lo que tiene que hacer y no te metas con NB si puedes evitarlo. El chico tiene la costumbre de pagar todos los favores que uno trata de hacerle.

A Bet le parecía que Muller estaba hablando en serio. No sentía que tuviera nada personal contra NB. Era como si se estuviera preparando para después poder decir: ya-te-loadvertí.

Pero algo le molestaba en el estómago y le hacía temblar los hombros.

—Muller —dijo con amabilidad, con mucha amabilidad—. Te agradezco el aviso; puede que sea así, no lo pongo en duda, pero me gustaría darle una oportunidad.

—Estás en tu derecho —respondió Muller—. Mira, en principio no digo que no sea inteligente, pero tienes que hacerte una reputación entre la tripulación. No empieces con él. Más de uno en la nave tiene problemas en alguna estación y más de uno tiene problemas en la nave misma, pero NB es de otra clase.

—Te entiendo y lo tendré en cuenta, gracias, pero prefiero decidir yo misma sobre un hombre. Puede que tengas razón, pero yo soy así.

Muller asintió, sin ofenderse, sin ofenderla, tan sólo un gesto de hehecho-lo-que-he-podido.

Bet se frotó las manos doloridas, las metió en los bolsillos y se fue cansada hasta el agotamiento. Se había entrometido en algo y eso le molestaba.

También le molestaba mucho la forma en que se había comportado aquel hombre; su constante nerviosismo le hacía pensar que tal vez Muller tuviera razón.

Pero sobre todo le indignaba que toda una tripulación le colgara a un hombre ese peso del cuello, que a un compañero se le inscribiera en la frente la marca de un pedazo de basura.

Tal vez era basura, o quizás ella estuviera loca. Puede que la tensión y el nerviosismo hicieran que todo la crispara especialmente. Le dolía el cuerpo y se tambaleaba de cansancio; debía hacer algo por ella misma, buscar una litera desocupada, echarse a dormir, y dejar que un hombre adulto se las arreglara solo con los problemas que él mismo se había ocasionado.

Pero creía saber dónde encontrarlo.