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Mayo de 1976
El asesinato de una familia siempre es inusitado, siempre es repulsivo. Repugna, disgusta, agravia. Después del homicidio licencioso de un niño, nada desasosiega más a la gente. Los asesinatos en serie intrigan, pero al final se hacen carne de estadística; los homicidios para robar a la víctima se asocian invariablemente con los drogadictos o los delincuentes habituales. Pero el asesinato de toda una familia desbarata el pensamiento lógico; el asesinato familiar no se disuelve en el aire cuando se deja el periódico o se acaba el noticiario de las once. El asesinato de una familia subsiste.
«¿Cómo puede (él, ella o ellos) haber hecho una cosa así a su propia carne, a su propia sangre?», fluye la pregunta. Todo el mundo manifiesta no «entenderlo». Y en un asesinato familiar, donde muchas preguntas permanecen sin respuesta durante tantos años, un homicidio múltiple realmente inconcebible, totalmente incomprensible y absolutamente inimaginable, la repugnancia del crimen se impregna de controversia.
Sería difícil encontrar un caso de asesinato con más contradicciones que las que presenta la muerte de la familia Columbo. Porque, en él, todas las preguntas parecen tener diversas respuestas y cuanto más se analiza, mayor complejidad adquieren las hipótesis. Dos personas con un conocimiento del asunto Columbo algo más que superficial que se pongan en una habitación a discutirlo, antes de unos minutos, en casi todos los casos, estarán en desacuerdo sobre al menos un punto. Es posible que coincidan en un noventa y nueve por ciento de su discusión, pero nunca concordarán en todo. Incluso después de quince años, abundan los enigmas, persisten las discrepancias, siguen flotando en el aire intrigantemente las inconsistencias.
Algunos de esos rompecabezas son insignificantes…, pero inquietan. ¿Por qué, por ejemplo, la tarde en que se descubrieron los cadáveres, el policía de Chicago Joe Giuliano telefoneó y no obtuvo respuesta cuando marcó el número de teléfono del domicilio de los Columbo varias veces, pese a que la línea daba tono, mientras que el empleado de la Western Auto Jack McCarthy oyó la señal de que el teléfono comunicaba? No es que tenga verdadera importancia, pero ¿por qué?
¿Adónde fueron a parar todas las armas? Robert Rezzuto, el sobrino de Frank Columbo, vio una pistola en la guantera del Thunderbird. Un pariente de Carolina del Sur vio otra en el bolso de Mary Columbo. Frank contó a otro pariente de ese mismo lugar que había comprado un arma para Mary, y Michael dijo a la misma persona que su padre, Frank Columbo, tenía una segunda pistola. Frank DeLuca contaba con una pequeña Derringer. Roman Sobczybski le entregó a Patricia un revólver de calibre 32. No apareció nunca ni una sola de todas esas armas.
Levantó bastante polémica la cuestión de si DeLuca y/o Patty creían de verdad que Frank Columbo utilizaría la violencia sobre cualquiera de ellos o sobre ambos. Naturalmente, Patricia debía saber, en el fondo de su corazón, que su padre no tenía ninguna intención seria de hacerle daño…, pero es absurdo suponer que DeLuca pensaba que tenía idéntica inmunidad. ¿Por qué no iba a creer DeLuca que la amenaza era auténtica? El mal genio de Frank Columbo era algo incuestionable; Frank Columbo había sacudido a DeLuca en la boca con la culata de un rifle; Frank Columbo amenazaba continuamente a Patricia, por teléfono y en persona, asegurándole que iba a «acabar» con DeLuca. Sólo un idiota no hubiera tenido miedo de Frank Columbo.
¿Por qué acompañó Patricia a Nancy Glenn a la cita con Lanny y Roman aquella primera vez? ¿Por cien dólares, como asegura Lanny? Roman pensaba que se le habían pagado por la tarde. Patricia no recibió dinero alguno, pero tal vez accedió a ir por esa razón. DeLuca y ella no andaban económicamente lo que se dice boyantes; a Patricia le hubiese venido de perlas ese dinero. Lanny, naturalmente, testificó que Patricia le había dicho en el salón, al poco de encontrarse, que si Roman estaba dispuesto a «hacerle favores», ella «jodería con él a modo». A pesar de ello, antes de que hubiese transcurrido una hora, Patricia cogió a la embriagada Nancy e intentó «dar esquinazo» a los dos hombres. De modo que si Patricia estaba allí para ganarse cien dólares o para obtener unos «favores» sin especificar, es evidente que luego no los consideró lo suficientemente importantes como para mantener relaciones sexuales, de forma voluntaria, con Roman Sobczynski. Al menos, aquella noche. Sólo cuando se vio obligada a ir al motel trató de sacar algo y logró que Lanny le proporcionara municiones para la Derringer de DeLuca. Con posterioridad, naturalmente, cuando, según reconoció Lanny, Patricia empezó a «temerle», en vista de que los dos individuos seguían haciendo alarde de sus armas de fuego y hablaban de arreglar «golpes» y «contratos», Patricia mantuvo relaciones sexuales con ambos. Pero afirmar que lo hizo exclusivamente para ajustar la muerte de su padre y que no se sentía intimidada por aquellos dos sujetos sencillamente no es realista…, por mucho que a uno le desagrade Patricia. Lanny incluso llegó a confesar a la policía que había amenazado a Patricia con matarla, aunque después, en el estrado de los testigos, el ministerio público le hizo declarar que había mentido. ¿Pero quién sabe? Para Lanny, por entonces, reconocer que estaba mintiendo era poco menos que una rutina.
¿Sabía DeLuca la verdad respecto a Roman y Lanny, o creía realmente, como ha mantenido durante quince años, que Roman era el padrino de Patricia, Phil Capone? La versión de Frank DeLuca, que asegura proviene de Patricia, era que el padrino de la muchacha y Frank Columbo tenían unas «diferencias», que el padrino «la quería como a una hija» y que deseaba «protegerla», a ella y a DeLuca. Supuestamente, el padrino «compró» el contrato que Frank Columbo tenía sobre DeLuca, pero luego informó a éste de que Frank Columbo andaba a la búsqueda de otro pistolero para «contratar» de nuevo el asesinato. DeLuca testificó que entonces convino en que se liquidara a Frank Columbo «si no había otro medio» para frenarle. Hasta ese punto, todo resulta lógico; Patricia era perfectamente capaz de urdir una mentira de esa magnitud, y DeLuca, en su estado de terror, «muy muy asustado», desde luego se la hubiera creído. Salvo por ciertas palabras que Frank DeLuca le dijo por teléfono a Roman Sobczynski: «También hay que cargarse al chico». Si DeLuca creía de veras que estaba hablando con el padrino de Patricia, nunca hubiera pedido que se asesinara a Michael. Resulta inconcebible.
¿Mató DeLuca a los Columbo impulsado por un súbito acceso de desesperación cuando la tercera noche de lunes falló el encuentro de Patricia con los «pistoleros» o ya estaba planeando activamente el crimen? Para conocer la respuesta a eso, uno no tiene más que dar crédito a Joy Heysek. La amenaza de DeLuca —si a la mujer se le pasaba por la cabeza la idea de acudir a la policía, él iba a encargarse de que se atropellara al hijo de Joy Heysek cuando estuviese dando un paseo en bicicleta, de que secuestraran y violaran a la hija y de que la propia Joy Heysek recibiese una paliza que la dejase irreconocible— tuvo efecto una semana completa antes de los asesinatos, una semana entera antes de la tercera fallida cita de Patricia con los «matones». Es evidente que por entonces Frank DeLuca sabía que a los Columbo no los iba a matar nadie más que él. Y si él lo sabía, ¿también estaba Patricia enterada de ello? No. No porque, de ser así, ¿a qué continuar con aquel absurdo juego de encontrarse con los «asesinos a sueldo»? Al Baliunas dijo que Patricia había «representado» toda aquella farsa de las citas para provocar en DeLuca un trastorno emocional que le impulsara a matar para ella. Desde luego, eso era posible. ¿Pero no era también posible que DeLuca creara todo ese teatro de los encuentros que nunca se produjeron o que Roman y Lanny se prestaran en principio a dar el golpe y luego se echaran atrás, dejando a DeLuca en la estacada, como tantas veces habían hecho ya con Patricia? Quedó claramente demostrado que DeLuca había tomado contacto con ellos, después de que Patricia hubiera dejado de verlos y de hablarles. ¿No es imaginable que Roman y Lanny hubieran sentido la tentación de trabajarse a DeLuca como se habían trabajado antes a Patricia? DeLuca, con su fácil acceso a dinero en metálico, drogas y licor en cantidad. DeLuca, asustado, vulnerable, dispuesto a cualquier cosa para desbaratar la amenaza de Frank Columbo. En el proceso, la acusación pública estaba predispuesta a creer que Lanny y Roman por fin iban a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Pero Lanny y Roman eran más pícaros, más taimados, más redomadamente astutos y suciamente listos que Al Baliunas, Patti Bobb y Terry Sullivan juntos. Sabían exactamente cuánto tenían que decir para obtener la inmunidad… y bajo ningún concepto hubieran dicho una palabra más. Hemos de recordar que, salvo en lo de las conversaciones telefónicas que Roman mantuvo con DeLuca, ambos individuos eran testigos de cargo contra Patricia. DeLuca no encargó a Cliffords Childs que los matara. Sabía por la evidencia descubierta que el testimonio de Roman y Lanny se proyectaba principalmente sobre Patricia. DeLuca era el que maquinaba planes maestros, preparaba crímenes perfectos, estaba acostumbrado a mover a las personas como piezas de ajedrez, a controlarlas y manipularlas. Es absolutamente posible que lo único que hiciera Patricia en ese punto fuese ir a ciegas, como había hecho durante la mayoría de los últimos años, cometer un error tras otro, mientras se hundía cada vez más en un mundo adulto que, sencillamente, ni su intelecto ni su instinto eran capaces de manejar. Por último, no había ninguna razón para que Frank DeLuca formulara la amenaza a Joy Heysek una semana antes de los asesinatos, a menos que estuviese seguro de que la mujer iba a tener algo que contar a la policía.
¿Quién blandió las tijeras que sajaron y acuchillaron a Michael Columbo? ¿Alguien tan débil que sólo pudo ocasionar heridas superficiales en el trágico cuerpo del joven? ¿O alguien lo bastante fuerte como para empuñar las tijeras y apretar de tal modo los mangos que las puntas se cruzaron y también lo bastante fuerte como para causar ocho profundas heridas punzantes? ¿O fueron dos las personas que blandieron aquellas tijeras? ¿O se trató de otra arma, como, por ejemplo, el cuchillo de mango de nácar y hoja de treinta centímetros que vio Lanny Mitchell en el coche de Fank DeLuca cuando se reunió una vez con Patricia en el aparcamiento del anfiteatro de Elk Grave Village? Lo mismo que las cuatro armas cortas conocidas, el cuchillo desapareció por completo. Resulta curioso que el ministerio fiscal no interrogase a DeLuca acerca de ese cuchillo, cuando tuvo al hombre en el estrado de los testigos, pero no lo hicieron…, a pesar incluso de que fue su testigo de cargo, Lanny Mitchell, quien había visto ese cuchillo en el automóvil de DeLuca. Cuerpos acuchillados en el escenario del crimen, un cuchillo en el coche del acusado… y el ministerio público no muestra el menor interés, ¿por qué?
Contrariamente a lo expuesto en el resumen de Patti Bobb, sin embargo, es altamente improbable que lo que hicieron al cuerpo de Michael lo impulsara un supuesto odio de Patricia. El miedo y la desesperación…, sí. Como parte del «crimen perfecto» tal vez se planeó presentar el asesinato de forma que pareciese consecuencia de un allanamiento de morada. Que el odio lo pusiera DeLuca…, es posible. Una profunda y absoluta pérdida de control, de toda racionalidad, de todo discernimiento…, probablemente. Pero el único modo que tenía la acusación para situar a Patricia en la casa era poner las tijeras en sus manos y odio en su corazón. Ninguna otra cosa hubiese tenido lógica para el jurado. Y dio resultado.
¿Por qué hablaría DeLuca del crimen a la mañana siguiente a Bert Green y Joy Heysek? Tenía que hacerlo; su personalidad le obligaba a contárselo. Un sociópata no espera nunca asumir la responsabilidad o la culpa de nada…, de forma que ¿por qué no alardear de su obra? Particularmente ante dos personas a las que tenía la certeza de poder dominar. DeLuca estaba acostumbrado a compartir sus secretos con Joy y con Bert. Creía que Bert le idolatraba; después de todo, Bert le había guardado la pistola, había llevado a Patricia a las tres citas fallidas con los hampones, lo sabía todo respecto al pretendido contrato de Frank Columbo sobre él y estaba al cabo de la calle en cuanto a que DeLuca proyectaba cometer él mismo los homicidios si nadie se mostraba dispuesto a hacerlo; entonces, ¿por qué no llegar hasta el final y contárselo a Bert cuando la faena estuvo hecha? Además, Bert le había sorprendido en el acto de quemar aquellas ropas ensangrentadas.
(Eso fue lo que DeLuca dijo que estaba haciendo; Bert Green no llegó a ver lo que había dentro del incinerador —y Clifford Childs declaró que las ropas se quemaron en el campo—, pero todo eso no es más que un fallo técnico más en un caso rebosante de fallos técnicos).
¿Y Joy Heysek? DeLuca aún se consideraba dueño y señor de Joy. Podía amenazarla a ella y a sus hijos; podía intentar utilizarla de coartada («Vete a ver por mí Alguien voló sobre el nido del cuco»); conservaba aún todas aquellas fotografías pornográficas de la mujer: hombres de color, otras mujeres, un perro. ¿Podía existir la menor duda de que DeLuca estaba seguro de que Joy era suya? Y puesto que se había jactado de su hazaña ante Bert, ¿por que no fanfarronear también ante Joy? Obsérvese que no se pavoneó del asunto ante John Norton ni ninguna otra persona de las que trabajaban a sus órdenes. Sólo se lo contó a sus acreditados lacayos. Puede que Joy Heysek deseara que todo el mundo creyese que ya no le importaba DeLuca, pero la habían trasladado al establecimiento que éste regentaba y Joy no contó a las autoridades todo lo que sabía acerca de los asesinatos hasta aquel día en que Ray Rose la reconoció al entrar la mujer en Corky’s. Si Rose no la hubiese abordado aquel día, ¿puede alguien decir, con propiedad, que Joy Heysek habría contado alguna vez lo que sabía? ¿Incluso aunque DeLuca hubiese continuado en libertad o la hubiera recobrado? ¿Incluso aunque siguiera siendo libre para reanudar su locura y manipulación sexuales? ¿Incluso aunque eso le volviera a conducir al asesinato? No, nunca. Joy Heysek habló porque tenía que hablar. Lo mismo que Frank DeLuca, porque su desmesurado ego la obligaba a hablar.
Cuando le contó lo de los asesinatos a Bert Green y a Joy Heysek, ¿sólo se mencionó DeLuca a sí mismo o citó también a Patricia y era esa la maravillosa evidencia a la que Patti Bobb aludió tan misteriosamente después del veredicto? Es dudoso que DeLuca citara a Patricia cuando habló con Joy; sólo le contó a ésta brevemente el asunto del crimen. Pudo haber mencionado a Patricia cuando se lo contó a Bert, ya que le explicó los asesinatos con más detalle y, además, era un hombre al que llevaba largo tiempo otorgándole toda su confianza y que estaba virtualmente comprometido en sus planes. Bert fue la persona a la que DeLuca avisó para que fuera a buscarle cuando la policía le dejó ir por primera vez; no recurrió a Marilyn ni a su hermano Bill, sino a Bert Green…, otra persona que pudo haber contado a la policía y al ministerio público tanto como sabía. Pero si DeLuca le contó a Bert que Patricia estuvo con él durante el crimen, entonces Bert Green cometió perjurio en el tribunal del juez Pincham; y si esa era la «evidencia» a la que se refirió Patti Bobb, entonces la acusación pública estaba enterada de ese perjurio. Porque Michel Toomin preguntó a Bert Green, cuando éste declaraba en el estrado de los testigos: «¿Le dijo DeLuca que entró en el domicilio de los Columbo con alguien más?». La contestación de Green fue: «No, señor».
La declaración de Patricia Columbo a la policía de Elk Grove, efectuada durante las doce horas que la muchacha estuvo retenida sin que la representase ningún abogado, ¿debería haberse utilizado contra ella en el juicio? No, en absoluto. No hacía falta ser un funcionario de policía como Ray Rose, un ayudante de fiscal del estado como Terry Sullivan o, ni siquiera, como ocurrió dos días después, un psiquiatra de prisiones como el doctor Paul Cherian, para darse cuenta de que estaban tratando con una muchacha de diecinueve años cuyo cerebro estaba hecho una pena. Cualquier hijo de vecino podía percatarse instantáneamente de que Patricia era una joven confusa, perpleja, deconcertada. La habían separado del único cordón umbilical que la unía a la seguridad: DeLuca. Y tenían contra ella suficientes pruebas —gracias a las declaraciones de Lanny Mitchell, al plano y a los demás datos escritos que ella le proporcionó— para declararla culpable de solicitud e inducción al asesinato. La declaración de Patricia no añadió nada a lo que ellos tenían ya.
Ray Rose, Gene Gargano, John Landers, Bill Kohnke y Terry Sullivan lanzaron un ataque conjunto sobre Patricia Columbo e incluso llevaron a Lanny Mitchell para que les ayudara. Los policías son policías y se las estaban viendo con un asesinato a sangre fría, pero Terry Sullivan no debió permitir que aquello sucediera. Terry Sullivan debió haber pedido por teléfono un defensor auxiliar más, de los que estaban de guardia en el turno de oficio. Sullivan había jurado proteger los derechos del «pueblo» y en aquel momento, tanto si gusta como si no, Patricia Columbo era un miembro del «pueblo», a quien se debía conceder técnicamente tanta presunción de inocencia como el jurado le otorgase. Naturalmente, está bien documentada la circunstancia de que Patricia «renunció» a su derecho a guardar silencio y a la presencia de un abogado mientras prestaba declaración —«No me hace falta ningún jodido abogado», le dijo a Janet Morgan por teléfono—, pero el motivo que la impulsaba a actuar así era muy claro: estaba enterada de que la policía tenía detenido a Frank DeLuca y deseaba que lo pusieran en libertad. Ray Rose se encontraba emocionalmente abrumado por la enormidad del crimen; hubiera triturado balas con los dientes para atrapar a los asesinos. Bill Kohnke iba de un lado para otro vomitando amenazas de silla eléctrica. John Landers interpretaba el papel de «policía bueno», para que Rose hiciera de «policía malo». Terry Sullivan estaba allí teóricamente como «testigo» de la declaración de Patricia a Landers, pero en realidad participó en el interrogatorio hasta el final, e incluso aunque en la declaración se indica que la tomó Landers y que fueron testigos Laura Komar y Sullivan, que posteriormente ayudaría a la acusación pública, lo cierto es que Sullivan no firmó en el documento. No queda muy claro si el juez Pincham sabía que Sullivan estuvo o no presente en la toma de declaración; o, en el caso de que así hubiera sido, si ello le hubiera influido de alguna forma a la hora de aceptarla como prueba. Daba la impresión de que, aquel día, Gene Gargano era el único funcionario de policía que se esforzaba en atenerse estrictamente a las reglas. Pudo haber conseguido una confesión de DeLuca de estar dispuesto a meterse un poco debajo de la mesa, pero no lo estuvo.
Al margen de todo esto, tampoco era necesario tratar a Patricia de la manera en que lo hicieron, y su celo colectivo para resolver el espantoso crimen no excusa tan excesivo derroche de capacidad destructiva. La cuestión no es si Patricia Columbo merecía o no tal clase de trato; la cuestión es que participar en ello o simplemente permitirlo debería haber sido indigno para los funcionarios de policía y el ayudante del fiscal del distrito. El estado pudo haber aplicado justicia a Patricia Columbo sin recurrir a ninguna de las tácticas degradantes que se emplearon —y probablemente también pudo haber mantenido fuera del caso a Roman Sobczynski, con la colaboración de Lanny Mitchell— y es una lástima que no se hiciera así.
De las preguntas que quedaron sin respuesta, la más importante es, naturalmente: ¿qué ocurrió en el 55 de Brantwood la noche del 4 de mayo de 1976?
Durante quince años, DeLuca mantuvo que no había estado allí y, durante quince años, Patricia se negó a hablar de ello, salvo en el punto relativo a «aceptar la responsabilidad» por el crimen. Eso deja sólo un guión argumental: lo que la policía y la acusación pública conjeturaron que sucedió. Aunque existe desacuerdo en algunos detalles específicos (por ejemplo, se dijo que Patti Bobb, según sus propias palabras, creía que fue DeLuca quien blandió el trofeo de bolos con el que se partió el cráneo a Frank y Mary, mientras que se atribuyó a Ray Rose la creencia de que fue Patricia), el guión general de los representantes de la ley es el siguiente:
Patricia y DeLuca intentaron crearse una coartada volviendo al apartamento, tras la visita al paseo de Yorktown, y devolviendo a un vecino cierta cantidad de leche que previamente le habían pedido. Además, DeLuca telefoneó al almacén para tomar la novedad al encargado auxiliar que le correspondía cerrar el establecimiento. Luego volvieron a salir, Patricia se puso al volante del Olds que su madre le había prestado el viernes anterior y DeLuca condujo el Buick 1968 que le dejaron (o que alquiló) en el Jack’s Top and Trim. DeLuca aparcó el Buick en la avenida de Lancaster, a la vuelta de la esquina de la casa de los Columbo, que era el tercer edificio de la otra acera de Brantwood. No había casas en el lado occidental de Lancaster, sólo una estrecha franja de terreno descubierto; en la parte oriental se alzaba la casa número 50 de Brantwood, que pertenecía a John y Ruth Payne. La pareja poseía una quinta de verano en el Lago Superior y se habían ido a abrirla, por lo que la casa de Elk Grove estaba desocupada. DeLuca no podía haber elegido un sitio mejor para estacionar el Buick.
Patricia acogió a DeLuca en el Olds, doblaron la esquina para acercarse a la casa de los padres de la muchacha y aparcaron en la entrada, detrás del Thunderbird. (Para hacer tal cosa, Patricia tuvo que aparcar en perpendicular al Thunderbird, porque el paseo no tenía suficiente longitud para albergar dos vehículos en fila, a no ser que uno estuviera dentro del garaje. En efecto, Patricia aparcó en la calle, bloqueando el paseo de acceso a la casa de sus padres).
Se encaminaron a la puerta frontal. Patricia abrió la contrapuerta y llamó. De pie, a la derecha de Patricia y situado de forma que no le pudiesen ver desde la puerta, DeLuca se puso lo que después dijo a Bert Green que era un «gorro de punto», sin duda una especie de pasamontañas que se bajaría sobre el rostro para ocultarlo; ya llevaba guantes, «relleno» el izquierdo con algo que colmaba el índice y la parte que faltaba del dedo medio.
Frank Columbo abrió la puerta interior y vio que se trataba de su hija. Patricia se dispuso a entrar y su padre dio media vuelta y empezó a subir los siete peldaños que llevaban al salón. DeLuca alargó el brazo para evitar que se cerrara la contrapuerta y entró en la casa inmediatamente después de Patricia. En vez de seguir a su padre peldaños arriba, la muchacha bajó por la escalera adyacente, que conducía al nivel inferior de la casa. DeLuca cerró la puerta interior, subió por la escalera, a la zaga de Frank Columbo, se desvió ligeramente hacia su izquierda en el estrecho tramo, alzó la pistola y descerrajó un tiro en la parte posterior de la cabeza de Columbo. Éste se vio impulsado hacia delante, contra la pared que quedaba frente a la escalera; se volvió hacia la encapuchada figura, apoyándose en la pared, y articuló: «¿Quién eres? ¿Por qué me haces esto?». DeLuca replicó: «¡Que te den por el culo!», y disparó por segunda vez. El proyectil alcanzó a Columbo en la cara y lo envió hacia su derecha, a la sala de estar. En aquel momento, Mary Columbo salió del cuarto de baño para precipitarse en el pasillo junto al lugar donde su esposo acababa de recibir el segundo balazo y, durante una fracción de segundo, miró a DeLuca sobresaltada, desorbitados los ojos, antes de que el hombre le disparase a quemarropa entre las cejas. DeLuca avanzó corredor adelante, pasó junto a la caída Mary, entró en el cuarto de Michael, le sacó fuera de la cama (el chico estaba acostado en un saco de dormir abierto, encima del lecho), le obligó a ponerse en pie y le disparó en plena cara.
En la planta inferior, Patricia abrió el costurero de su madre, sacó las tijeras con mango dorado y luego agarró el trofeo de bolos que le pareció más conveniente (lo cogió del extremo del primer estante de un exhibidor que contenía más de una docena de ellos). Para cuando corrió escaleras arriba, DeLuca había vuelto ya al salón, donde encontró a Frank Columbo que, aún vivo, se removía por el suelo. DeLuca bajó la pistola, cogió una pesada lámpara de adorno y golpeó con ella en la cabeza a Columbo hasta que éste dejó de forcejear. En el proceso, la lámpara se destrozó y sembró de fragmentos todo el salón. Después, DeLuca volvió a empuñar la pistola y disparó dos veces más sobre el rostro de Columbo.
Por entonces, había sangre por todas partes…, con excepción del cuerpo de Patricia. Había sangre en el techo, despedida por la lámpara en sus vaivenes ascendentes; había sangre en la parte inferior de la superficie de cristal de la mesita de café, despedida desde el rostro y la cabeza de Frank Columbo, tendido en el suelo; había sangre en la pared en el pasillo; y había sangre de Columbo por toda la anatomía de Frank DeLuca. Los ensangrentados guantes estaban tan resbaladizos que tuvo que desprendérselos de las manos para quitarse la máscara de punto. Luego, cuando cogió los trozos de cristal de mayor tamaño para seccionar las gargantas, se arañó y cortó las manos. Todavía se hizo nuevos cortes en los dedos al recoger más cristales para llevárselos consigo, ya que no sabía con certeza en qué pedazos había dejado impresas sus huellas digitales.
A partir de ahí, los detalles son hipotéticos y discutibles. Alguien empleó las tijeras para apuñalar a Michael ocho veces, y esas tijeras u instrumento afilado para ocasionarle setenta y seis cortes más. Alguien utilizó el trofeo de bolos para aporrear a Mary y a Frank en la cabeza, dejando perfectamente visibles en sus cráneos la marca cuadrada de la base del trofeo. Alguien —DeLuca solo o ambos— usó los fragmentos de cristal para rebanar la garganta a Frank y a Mary.
Cuando todo hubo terminado, uno de ellos cargó en el Thunderbird cierto número de objetos de la casa. (Existe una «escuela de pensamiento» según la cual DeLuca se encargó de toda, o casi toda, la carnicería perpetrada en los cadáveres, mientras Patricia, que sabía dónde estaban las cosas, se dedicó a recoger el aparato de radio de onda ciudadana, unas cuantas alhajas, dos chaquetones de piel y algunos otros objetos, a fin de que el crimen pareciese un allanamiento de morada u otra clase de delito con robo. Según esa teoría, fue ella quien cargó todo eso en el Thunderbird. Lo cual, naturalmente, es una cuestión de conjeturas tan sujeta a acierto o a error como cualquier otra idea de lo sucedido).
Sea como fuere, DeLuca condujo el Thunderbird, Patricia el Olds, se adentraron por la ciudad y abandonaron el Thunderbird en algún punto de las vecindades del bajo West Side, donde, con la radio de onda ciudadana y otros objetos —quizás el arma asesina y algunas otras pistolas que hubiera en la casa; acaso también el cuchillo con empuñadura de nácar— tentadoramente a la vista, el vehículo contaría con todas las probabilidades de que lo robasen, saqueasen, destrozasen o las tres cosas, que fue lo que ocurrió.
De regreso a Elk Grove en el Olds, con Patricia al volante, DeLuca recogió el Buick en la avenida de Lancaster y dirigió a Patricia hacia el aparcamiento del edificio de pisos de Wooddale, donde dejaron el Olds. Luego, presumiblemente, regresaron a su apartamento.
En lo que se refiere a los propios asesinatos, la hipótesis de la policía y del ministerio público es muy sólida. Su teoría sólo empieza a debilitarse a partir del instante en que DeLuca y Patricia salen de la casa. Los movimientos de los automóviles, teniendo en cuenta la cantidad de sangre que DeLuca llevaba por entonces en la ropa y en el cuerpo —Patricia también, si se acepta él punto de vista de Patti Bobb respecto al trabajo de la muchacha, no sólo con las tijeras, sino también con el trofeo de bolos—, han constituido durante quince años una irritante incertidumbre para Ray Rose. Incluso a medianoche, ¿cómo puede una persona conducir un automóvil durante casi una hora sin que nadie repare en ella? ¿Y por qué, si DeLuca fue al volante del Thunderbird y viajó de pasajero en el Olds, no había ninguna mancha llamativa de sangre en ninguno de los dos automóviles cuando se recuperaron?
Indudablemente, es mentira la historia de Clifford Childs según la cual las ropas ensangrentadas se quemaron en un campo. Por parte de DeLuca hubiera sido necio encender en terreno abierto una fogata lo bastante intensa como para que consumiera prendas húmedas y ensangrentadas, sobre todo cuando no ignoraba que tenía a su disposición el incinerador del Walgreen’s. Puesto que se había vaciado la basura en el suelo de la cocina de los Columbo para llevarse la bolsa de plástico que la contenía, y dado que se daba por supuesto que DeLuca hábía dejado en el Olds prendas de repuesto, lo más probable es que se hubiera cambiado en la casa de los asesinatos y hubiese puesto dentro de la bolsa de plástico las prendas empapadas de sangre y el gorro de punto. Patricia pudo haberle entrado las ropas para cambiarse cuando trasladó los objetos de la casa al interior del Thunderbird. Sea cual fuere la logística, DeLuca tuvo que mudarse de ropa antes de abandonar la casa de los asesinatos. No hay otra explicación para la ausencia de sangre en los dos automóviles de los Columbo.
Excepto la que ofrece Patricia.
En su cerebro, rememoraría Patricia quince años después, había tal «empanada mental» aquel 4 de mayo de 1976, que pudo considerarse afortunadísima por haber acabado el día sin volverse loca perdida, loca de atar. Como de costumbre, a su alrededor todo estaba de punta con todo. No encajaba ninguna de las piezas de su vida. Nada le salía bien.
Un mes antes, el 10 de abril, sábado, se había presentado sin previo aviso en el hogar de los Columbo. Era el decimotercer cumpleaños de Michael. Con tal motivo, la tensión entre Patricia y sus padres se dejó a un lado. Patricia pasó allí varias horas. Aquel día, la comunicación con sus padres, dijo, «fue buena». En particular, su padre parecía haberse «suavizado considerablemente» desde la última vez que le vio, varias semanas atrás.
Patricia reconoció evocadoramente que aquel día le hizo darse cuenta de que el mayor error de su vida había sido abandonar la casa de sus padres. Ahora, al cabo de quince años, estaba convencida de que tras ese acto de rebeldía, realizado casi dos años antes de aquel aniversario de Michael, fue cuando empezó a perder por completo el control de sí misma. Cuando rompió los lazos que la unían a su padre y se puso totalmente bajo el dominio de Frank DeLuca, ese fue el punto a partir del cual inició su lento descenso por la pendiente que desembocaba en la aberración y la demencia que era el débil cerebro de Frank DeLuca. Las profundidades en las que llegó a hundirse en aquellos dos años aún la aterraban: hacer el amor con DeLuca en la misma casa donde vivían la esposa y los cinco hijos del hombre; posteriormente, mantener relaciones sexuales en el apartamento con absolutos desconocidos que DeLuca elegía para ella; beber los licores y tomarse las pastillas que él le proporcionaba; posar para DeLuca con el perro pastor alemán; convencerse de que su padre, Frank Columbo, pretendía matar a DeLuca; fornicar con Roman y con Lanny para conseguir que mataran primero a Frank Columbo; permanecer junto a DeLuca mientras éste se manifestaba cada vez más paranoico, más alucinado, más peligroso…, hasta el punto de sospechar que Michael participaba en una conspiración urdida contra él.
Demencial, todo aquello. Pero en todas las ocasiones en que Patricia intentaba darle la vuelta a su vida, el fracaso era total. Había interrumpido el contacto con Lanny y Roman, pero recelaba que DeLuca seguía tratándolos. Cuando él estaba en casa, no la permitía contestar al teléfono; las veces en que DeLuca estaba ausente y ella cogía el auricular, la persona que llamaba volvía a colgar. Al principio, Patricia supuso que acaso fuera Joy Heysek; evidentemente, la mujer aún estaba loca por Frank. Sin embargo, Patricia fue comprendiendo poco a poco que debía de tratarse de Lanny o de Roman; lo supo con certeza cuando empezó aquella tontería de acudir a la cita con los «matones» en el aparcamiento de la iglesia y facilitarles el acceso a la casa de los Columbo. La primera vez fue el 19 de abril, nueve días después de que Patricia hubiese vuelto a visitar a sus padres. Se prestó a ello para complacer a DeLuca; él tenía el convencimiento de que todo estaba ya preparado para el golpe. Patricia no lo creyó ni por un segundo; se había dejado defraudar por Lanny y Roman demasiadas veces como para creer, a aquellas alturas, que eran capaces de hacer algo que no fuese recibir, aprovecharse. Pero Frank, temía la muchacha, se encontraba tan cerca del derrumbamiento mental —además de disponer del arma que ella había obtenido de Roman— que Patricia no se atrevió a dejar de hacer lo que la pedía. Además, llevaba tanto tiempo obedeciendo las órdenes de Frank —toda su vida, le parecía a veces— que casi era un acto reflejo.
Durante varias semanas, Patricia había visto a DeLuca y Bert Green enzarzados en numerosas discusiones íntimas, desarrolladas en susurros, pero no tenía idea de hasta qué punto estaba Green comprometido en lo que Frank se llevaba entre manos. Patricia sabía que Bert se encargó de guardar la pistola cuando DeLuca se convenció de que «el golpe iba a quedar en suspenso», porque «después de que aquello hubo acabado», DeLuca no quiso —como les dijo a Joy Heysek y Grace Mason— que la policía «[le] encontrase con un arma». En opinión de Patricia, Bert Green era un «crío». Seguía a Frank a todas partes como un cachorrillo, esforzándose en ser como él, soñando con convertirse en un «lanzado» sin inhibiciones.
Originalmente, el plan consistió en que sería el propio DeLuca quien dejase a Patricia en el aparcamiento de la iglesia y luego Frank volvería unos minutos al Walgreen’s; el coche quedaría aparcado fuera para que Patricia regresara a pie y se encontrara con DeLuca, después de haber ayudado a los pistoleros a entrar en la casa de los Columbo. Pero en el último momento —la misma tarde del lunes—, Frank le dijo que había «cambiado el plan» a fin de «cubrirse»; se quedaría en el trabajo aquella noche y Bert Green se iba a encargar de llevarla en el coche. Como quiera que DeLuca era responsable de la distribución de tareas en el almacén, podía cambiar horarios y turnos según su conveniencia.
Poca conversación mantuvieron aquella noche del lunes Patricia y Bert Green. En algún punto, Green le preguntó, con cierta incomodidad, adivinó Patricia: «¿No te fastidia esto?». Como si a él le costara trabajo aceptar que Patricia ayudara a los «matones» a asesinar a los Columbo, sus padres.
Patricia hubiera podido decir: «No hay problema, esos tipos nunca ejecutan, sólo planean». Pero cabía la posibilidad de que Bert repitiera a su mentor tales palabras y que, en consecuencia, DeLuca se hubiera enfurecido ante la deslealtad de Patricia. De modo que la muchacha respondió: «¿Qué es lo que tiene que fastidiarme?». En vista de que ella eludía contestar directamente la pregunta, Bert Green se limitó a encogerse de hombros. A decir verdad, a Patricia le dio un poco de lástima; en su deseo de complacer a DeLuca, Bert Green no parecía percatarse de que estaba metiéndose en un asunto de lo más grave. Sin embargo, la joven no dejaba de comprender que el hombre no era realmente muy distinto a ella, a Joy Heysek e incluso a Marilyn DeLuca; una vez empezaba Frank a camelar a alguien, sobre lo que fuera, parecía ejercer cada vez más dominio sobre esa persona, hasta que llegaba un momento en que la sometía por completo. Aquel hombre contaba con un algo especial que hacía que las personas se sintieran especialmente violentas a la hora de decirle que no.
Tras los tres encuentros fallidos, porque los «matones» no se presentaron, DeLuca se encontraba muy tenso, «como un muelle a punto de saltar», deseoso de «hacer daño a alguien, a quien fuera», hasta el punto de que la propia Patricia se sintió amenazada. Al igual que le ocurría con su padre, a la muchacha no le era posible creer de verdad que DeLuca la lastimara, seriamente al menos. Lo mismo que el padre hiciera antes que DeLuca, éste la había abofeteado una vez, cuando ya vivían juntos en el apartamento, pero Patricia reconocía que fue ella la que lo «provocó», al sacarle de quicio en el curso de una discusión acerca de Michael. Patricia había intentado de nuevo convencer a DeLuca de que la costumbre que había cogido Michael de observarle con insistencia no era más que una bobada de adolescente y de que Michael era incapaz de participar en una «conspiración» contra él, contra DeLuca. La disputa verbal fue subiendo de tono hasta concluir en el empujón y la bofetada. Patricia salió del apartamento. Se fue sola al Oliver’s Pub y pegó la hebra en plan ligue con uno de los clientes habituales de la taberna, un muchacho llamado Kirk, al que permitió que la cogiera y al que acompañó a su casa. Fue la única vez en que Patricia sintió que realmente «engañaba a Frank», la única vez que mantuvo relaciones sexuales con alguien —al fin y al cabo, nunca se había ido a la cama con Andrew Harper—, aparte las ocasiones en que cumplió órdenes de DeLuca o cuando, en interés de Frank, lo hizo con Roman y Lanny. Fue su modo de desquitarse por la bofetada…, aunque también tenía consciencia de que simbolizaba, como el haber renovado el trato con sus padres, el hecho de que gradual pero claramente estaba intentando evadirse de la esfera de influencia de Frank DeLuca.
Martes, 4 de mayo. DeLuca salió de trabajar y, durante el trayecto de vuelta a casa, hizo un alto para comprar una bolsa de pollo frito de Kentucky. Patricia ya estaba en el piso cuando él llegó; desplazándose en el coche que le había dejado su madre, se había dedicado el viernes de la semana anterior, el día antes, lunes, y el propio martes, a buscar empleo. DeLuca estaba un poco molesto y algo más que receloso por el hecho de que ella utilizara el Oldsmobile prestado; no quería que Patricia tuviese la menor relación con su familia, en particular con su padre. La muchacha tuvo que asegurarle varias veces que sólo veía a su madre, no a su padre ni a Michael, que estaba «confabulado» contra él.
Una vez se comieron el pollo, DeLuca dijo:
—Necesito relajarme un poco. Salgamos a dar una vuelta, a ver si encontramos alguien con quien divertirnos.
Patricia tuvo la manifiesta impresión de que la estaba sometiendo a prueba.
—Vale —accedió sin discutir.
Lo cual, comprendió luego, probablemente fue una equivocación; Frank sabía que a ella no le gustaba aquella parte de sus relaciones y, sin duda, al mostrarse tan predispuesta a colaborar, las sospechas de Frank se acentuaron. Aquello se convirtió entonces en una guerra de nervios, en la que ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer.
Fueron al paseo de Yorktown, donde DeLuca eligió un joven al azar y le hizo proposiciones deshonestas, como sin darle importancia. DeLuca tenía una suerte extraordinaria con los desconocidos…, en especial cuando les señalaba a Patricia; en bares, galerías comerciales, con los dependientes que trabajaban en el Walgreen’s era el encanto personificado. Naturalmente, no dejaba de contribuir favorablemente el que ofreciese mercancía de primera calidad.
Durante el regreso al apartamento, DeLuca compró un quinto de whisky y Patricia adquirió leche, en envase de cartón, para devolvérsela a la vecina. Su nuevo amigo, cuyo nombre Patricia no recuerda en absoluto, les esperó en el automóvil.
Hasta que no estuvieron en el apartamento y DeLuca procedió a servir el Canadian Club, Patricia no empezó a dar muestras silenciosamente de que, como de costumbre, deseaba mantenerse en segundo plano, muy modosita en un rincón. Y también, como de costumbre, de que aquello no le gustaba. Observado de cerca y con atención, el individuo que había elegido Frank no parecía demasiado limpio. No es que le comiera la porquería; pero sus uñas estaban negras y, sin motivo que lo justificase debidamente, Patricia tuvo de pronto la absoluta certeza de que le apestaba el aliento. Empezó a faltarle valor y fue al cuarto de baño para tomar algunos valium —«tres, por lo menos, quizás cuatro»—, cuyos efectos tonificadores ignoraba; todo lo que sabía era que, por entonces, dos tabletas ya no la afectaban. De regreso al salón, se tomó la mitad del cóctel que Frank le había preparado.
Mientras aguardaba a que los tranquilizantes alteraran su humor, Patricia decidió que no iba a hacerlo. No pudo determinar luego qué fue lo que la indujo a adoptar aquella determinación; lo más probable es que fuera «la suma de muchas cosas», culminadas por la manera en que DeLuca y el tipo que recogió se sonreían el uno al otro como dos adolescentes que compartiesen una revista porno. Un par de jodidos buitres, pensó la muchacha, a la espera de devorarla. A pesar de las píldoras, la indignación fue aumentando en su interior.
—Será mejor que saque a Duke a dar un paseo, cariño —dijo a DeLuca—. Para que después no nos moleste.
—Buena idea —repuso DeLuca.
En la alcoba, Patricia deslizó las llaves del coche de su madre en el bolsillo del abrigo. No podía coger el bolso, que estaba sobre el mostrador de la cocina, porque eso hubiera alertado a DeLuca respecto a lo que estaba haciendo. Tomó la correa, la enganchó al collar de Duke y salió. Cerró la puerta del apartamento, obligó al perrazo a sentarse y le susurró:
—Quieto ahí.
Patricia echó una carrera por el pasillo y oprimió el botón del ascensor. Acostumbrado a ir en el ascensor con ella, Duke corrió hacia Patricia. La muchacha tuvo que tirar de él, le hizo retroceder hasta la mitad del pasillo y luego salió disparada hacia el ascensor en el momento en que llegaba al piso. Se metió presurosa en la cabina y la puerta, al cerrarse, casi pilló el hocico de Duke; luego, mientras descendía, Patricia oyó al perro ladrar varias veces. Pensó que, si Frank la cogía, la paliza que iba a darle sería de época. Empezó a temblar.
Sin preocuparse de quién pudiera verla, Patricia abandonó corriendo el edificio, rumbo al estacionado coche de su madre. No se sintió a salvo ni siquiera cuando se alejaba en el vehículo.
Le abrió la puerta Michael.
—Hola, cariño —saludó Patricia—. ¿Dónde está papá?
—Es Patty, papá —anunció Michael mientras volvía escaleras arriba.
Dentro del vestíbulo, Patricia se sentó en los escalones que llevaban al nivel inferior. Con el periódico en la mano, su padre la miró desde la planta del salón. Mary, en bata, apareció detrás del hombre. Patricia estalló en sollozos.
—Yo me encargo de esto —dijo Frank Columbo, al tiempo que tendía el periódico a su esposa. Se dirigió a Michael—: Sube a tu cuarto y quédate allí.
Con los pies embutidos en los calcetines, Frank Columbo bajó el tramo de escalera y se sentó en el primer peldaño a partir del zaguán. Patricia berreaba como un recién nacido, gemía como aquella otra vez en el asiento trasero del coche de la policía, cuando la detuvieron por utilizar la tarjeta de crédito ajena. Su padre le cogió una mano y se la retuvo, pero sin dirigirle la palabra, posiblemente porque el volumen de los quejidos de Patricia era tan alto que la joven «no hubiera podido oírle». Le «vibraba» todo el cuerpo a causa de la intensidad de los sollozos, según dijo.
Las primeras palabras que le dirigió su padre, al cabo de unos minutos, fueron:
—Jesús, Patty Ann, tu cara es todo un poema…
A medias con el rímel, las lágrimas habían trazado chafarrinones, la sombra de ojos resbalaba por las mejillas y lo puso todo hecho una lástima al enterrar el rostro en las manos mientras sollozaba. Frank Columbo le soltó la mano y se puso en pie para subir la escalera; antes de que llegase al rellano, Mary Columbo ya estaba allí con una caja de pañuelos de papel que tendió a Frank. Patricia sólo vio el brazo de su madre, pero supuso que la mujer podía disponerse a bajar al vestíbulo, porque oyó decir a su padre:
—He dicho que me encargaría de esto.
Frank Columbo regresó junto a su hija, le dio la caja de pañuelos de papel y volvió a sentarse. Patricia se secó lo mejor que pudo los ojos, las mejillas y la boca.
Después de quince años, no estaba segura de cuánto tiempo estuvieron hablando ella y su padre; no debió de ser mucho rato, sin embargo…, probablemente, calculó, treinta minutos como máximo. (Los homicidios, contrariamente a la hipótesis aceptada por la mayoría, es posible que no se cometieran entre las once y la medianoche, sino cosa de cinco o diez minutos antes de las diez de la noche. El automóvil cuyo petardeo oyó George Brooks, poco antes de verlo delante de la casa de los Columbo, hacia las diez y media, probablemente era el Buick 1968 de Frank, que, a pesar del nuevo manguito de radiador que DeLuca le puso el día antes, aún no marchaba bien del todo).
Aunque no está segura en lo que respecta a ese espacio de tiempo, Patricia sí recuerda con claridad la conversación. Pidió —«rogó e imploró», dijo— que la permitieran volver a casa. Y su padre contestó que no.
—Eres un elemento demasiado perturbador para esta casa —le dijo Frank Columbo.
De manera automática, Patricia comprendió que su padre se expresaba en palabras de Mary Columbo, no de él. «Demasiado perturbador» no era un término que hubiera empleado Frank Columbo, a menos que se lo hubiese copiado a su esposa. Y tanto Patricia como su padre sabían que Mary estaba sentada en lo alto de la escalera, muy cerca, aguzados los oídos para escuchar la conversación de Frank Columbo y su hija. Al negarse el padre a concederle permiso para volver a casa, Patricia tuvo la absoluta certeza de que el hombre no hablaba por sí mismo, sino por su esposa. Y, decidió, tras tantos años de reflexión, que no había sido una decisión definitiva, sino sólo temporal en tanto el padre pudiera llegar a alguna clase de compromiso con la madre. Patricia está convencida de que sus padres, si se les hubiese dado unos días para que consideraran la sinceridad de la muchacha, la hubiesen permitido regresar y concederle, a la «madura edad adulta de los diecinueve», la oportunidad de emprender una nueva vida.
Pero, de momento, la respuesta fue no.
El Thunderbird de Frank Columbo estaba aparcado en el paseo de acceso, cerca de la puerta frontal. Patricia había detenido el Olds junto a él; y había dejado puestas las llaves de ignición. En aquel momento, mientras permanecían sentados allí, oyeron frenar un tercer coche en la calle, un automóvil que a Frank Columbo debió de parecerle que sonaba como el de su hermano. Consultó su reloj.
—¿Qué diablos vendrá a hacer Mario aquí a estas horas? —dijo, más para sí que dirigiéndose a Patricia.
Frank Columbo se incorporó y fue a abrir la puerta de la fachada. Unos segundos después, Frank DeLuca abría la contrapuerta.
Patricia dice que se quedó petrificada. Era la primera vez que los dos hombres estaban cara a cara desde el incidente en el aparcamiento del Walgreen’s, diez meses antes. La muchacha esperaba un estallido inmediato. Ante su sorpresa, no lo hubo.
—He venido a llevar a Patrish a casa —anunció DeLuca.
Frank Columbo no se dirigió a él, sino a Patricia, a la que dijo:
—Ve a lavarte un poco. Después, vale más que te vayas con él.
Patricia no pudo hacer otra cosa que mirar boquiabierta a ambos hombres. Lo que estaba ocurriendo parecía una especie de sueño, o un programa de televisión ligeramente desenfocado. De súbito, todo «empezó a desarrollarse a cámara lenta».
—Venga —apremió su padre—, ve a asearte. Luego vete con él. Ahí es donde te corresponde estar.
Sin pronunciar palabra, Patricia se puso en pie y empezó a bajar hacia el nivel inferior, hacia el servicio que otrora había sido suyo. Mientras bajaba, volvió a oír la voz de su padre.
—Como ya tienes quien te lleva a casa, deja aquí el Olds. Dame las llaves.
—Están en el coche —repuso Patricia.
—Iré a buscarlas —oyó Patricia que se ofrecía DeLuca.
Patricia en el cuarto de baño. Al contemplarse en el espejo, observó que a su padre no le faltó razón; tenía el rostro hecho un desastre: se le había corrido el rímel y le manchaba el pelo y toda la cara hasta detrás de la oreja, por un lado, y hasta la base del cuello, por el otro. Se quitó el abrigo, abrió el grifo del agua y se lavó la cara.
Tras secarse el rostro y las manos, acababa de dejar la toalla en su sitio, dice, cuando oyó dos disparos en rápida sucesión. Recuerda que se quedó mirando su propia imagen en el espejo y también recuerda claramente que pensó: «¡Oh, Dios mío! ¡Papá lo ha matado!».
Muchos años después, Patricia supondría que la razón por la que se le ocurrió eso, en vez de pensar que había ocurrido al revés, fue probablemente porque ella y DeLuca, así como Lanny y Roman, habían mantenido un sinfín de conversaciones en las que al padre de Patricia se le definía como alguien que trataba de procurar como fuera la muerte de DeLuca; y a eso se añadía la circunstancia de que había amenazado con ello en más de una ocasión.
—Supongo que me habían programado para eso, o tal vez me programé yo misma —dijo Patricia—. Ése es el único motivo que se me ocurre. Pero, lo propiciara lo que lo propiciase, la verdad es que tal fue mi primer pensamiento: que mi padre había disparado contra Frank. Ni por asomo se me ocurrió pensar que hubiera sido Frank quien disparase sobre mi padre.
Patricia afirma que no tiene idea del tiempo que permaneció allí quieta, paralizada por la idea de que su padre hubiese abatido a Frank DeLuca. Dos disparos, jura, es todo lo que recuerda que oyó. Cuando por fin volvió a ser lo suficientemente dueña de sí, regresó corriendo a la escalera y DeLuca, que bajaba desde el salón, se reunió con ella en el zaguán. La agarró con fuerza del brazo y la obligó a subir los escalones que le faltaban del tramo para llegar al nivel principal.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó DeLuca, y la hizo volver la cabeza primero para que viese a Frank Columbo, tendido en el piso del salón, y después a Mary, que yacía en el suelo, al principio del pasillo que conducía a los dormitorios—. ¡Mira lo que has hecho! —dice Patricia que repetía una y otra vez su enfurecido amante.
Por último, DeLuca la bajó de nuevo al vestíbulo y la dejó de pie en el rincón por la parte en que se abría la puerta.
—Yo lo arreglaré todo —dijo DeLuca—. No te preocupes. Te sacaré de ésta.
Minutos después, DeLuca volvió a bajar y a cogerla del brazo. Tenía húmeda la mano que cerró sobre la blusa.
—Súbete al Olds —aleccionó— y sígueme. —Se dio cuenta de que ella estaba temblando—. ¿Has entendido?
Patricia asintió con la cabeza y DeLuca la hizo salir de la casa y la llevó hasta el Oldsmobile. La puso tras el volante. Las llaves aún estaban en la ignición, tal como la muchacha las había dejado. Durante una centelleante fracción de segundo, a Patricia le pareció que acababa de llegar y que aún no había entrado en la casa.
—Sígueme, ¿entendido? —repitió DeLuca.
—Vale —articuló Patricia, nebulosamente consciente de que Frank no llevaba puesta la chaqueta y que sólo vestía una camiseta de manga corta, muy ajustada, con la pechera decorada por el dibujo de alguien practicando surf.
DeLuca subió al Buick. Patricia encendió el motor del Olds y dio marcha atrás para seguirle. No recuerda que petardease otro coche. Ni sabe, por otro lado, adónde fue en el Olds. Por lo que se dijo en el juicio, sabe que recuperaron el automóvil en un barrio del sur, en el aparcamiento de un edificio de apartamentos de Wooddale, pero no puede asegurar que ella lo estacionara allí. De lo único que se acuerda es de que, en un momento determinado, DeLuca volvía a estar en la portezuela del Olds, que la ayudó a apearse, se hizo cargo de las llaves y la condujo al Buick. Recuerda también que empezó a temblar de un modo incontrolable y que intentó «cinco o seis veces», sin éxito, encender un cigarrillo. Y que DeLuca dijo algo así como: «Esta noche no me vas a servir de nada» y, por algún insensato motivo, ella pensó que se refería al sexo. Empezaron a castañetearle los dientes, sin que pudiera evitarlo; le castañeteaban con tal fuerza, dijo, que «empezó a dolerle la cara».
De lo primero que tuvo conciencia a continuación fue de que habían aparcado detrás del edificio de apartamentos donde vivían, que DeLuca la tenía cogida del brazo otra vez, que la ayudaba a subir por la escalera de incendios y que «apenas podía respirar» cuando llegaron a su piso. No había nadie en el pasillo de la planta novena, así que entraron en el apartamento sin que los vieran.
Una vez dentro, DeLuca la sentó en el sofá y le sirvió un trago. El hombre entró en el dormitorio y Patricia oyó que abría el agua de la ducha. Recuerda que ella fue a buscar el bolso, que aún se encontraba encima del mostrador de la cocina, y se tomó unos cuantos valium más que llevaba en la cajita de pastillas. Se percató entonces de que había dejado el abrigo en la escalera que llevaba al cuarto de baño de la casa de sus padres. Acabó el whisky que Frank le había servido y se echó otro. Tenía pegada al brazo la manga húmeda de la blusa; se quitó la blusa y se secó el brazo frotándolo con una servilleta de papel. Luego volvió al sofá.
Supuso que se había quedado traspuesta porque, al abrir de nuevo los ojos, DeLuca se encontraba en el cuarto y hablaba por teléfono con alguien. Patricia cerró los párpados otra vez. Todo lo que puede recordar, a partir de ahí, es que se pasó el resto de la noche «entrando y saliendo». Se despertó una vez sólo el tiempo justo para darse cuenta de que estaba en la cama. Luego un ruido interrumpió su sueño y saltó de la cama para escuchar a ver si el ruido se repetía. Estaba desnuda. El ruido no volvió a producirse y Patricia se metió de nuevo en la cama. No sabe si DeLuca estaba también acostado cuando ella se despertó; ninguna de las dos veces.
Cuando se desveló definitivamente, por la mañana, no tenía resaca ni de las píldoras ni del whisky. Se sintió fresca y despejada, a punto para la entrevista laboral que iba a mantener a las ocho y media en Meyercord. Su abrigo se encontraba en el apartamento para que pudiera ponérselo.
¿Una historia increíble? Desde luego que sí. ¿Totalmente imaginada y falsa? Tal vez. Pero… ¿posible? Sí.
Algunas partes encajan. Por ejemplo, en la historia de la «visión» que refirió John Landers, Patricia había «visto» a Michael abrirle a ella la puerta. Y aunque la joven describió con toda claridad el aspecto de sus padres muertos, no fue capaz de determinar si Michael iba vestido o no. Eso coincide con su versión, según la cual DeLuca sólo le mostró los cadáveres de Frank y Mary.
El relato de Patricia explica también la inexistencia de sangre en los dos automóviles de Columbo, porque DeLuca no debió ir, ni como conductor ni como pasajero, en ninguno de esos coches mientras estaba empapado de sangre.
La historia de Patricia apoya la teoría de que todo lo que DeLuca le dijo a Clifford Childs era mentira. No sonó ningún timbre. No se quemaron prendas de vestir ensangrentadas en campo abierto. Lo que se llevó a cabo en la casa de los asesinatos no se realizó en unos simples veinte minutos. Y, si todo lo demás era mentira, probablemente el cambio de ropas también debía de serlo.
El coche que Georgia Brooks vio en el lugar adecuado y en el momento oportuno. Y la versión de su marido, Clyde, que no observó nada anormal en el domicilio de los Columbo cuando volvió a casa, entre las once y las once y media, también encajaba, porque DeLuca no habría vuelto allí por entonces.
La camiseta de manga corta con el surfista estampado que llevaba DeLuca cuando salió de la casa era de Michael; lo más probable es que DeLuca la cogiera apresuradamente al quitarse las prendas manchadas de sangre que cubrían la parte superior de su cuerpo. Esas prendas ensangrentadas se quedaron allí; DeLuca sabía que iba a volver. Y la camiseta de manga corta era una pieza que faltaba en la relación de la solicitud de orden de registro de Ray Rose.
Si el cálculo de tiempo de Patricia es correcto, la conversación telefónica que mantenía DeLuca cuando ella se despertó muy bien pudo ser la llamada a John Norton para comprobar si hubo alguna novedad al cierre del almacén. Aunque también pudo tratarse de un telefonazo a alguien con vistas a conseguir la ayuda que DeLuca iba a necesitar para el traslado del Thunderbird. ¿Quién hubiera podido ser esa persona? ¿Marilyn? Habría tenido que dejar solos a los chicos, pero la mayor contaba ya trece años, edad suficiente para cuidar de sus hermanitos. ¿Hubiera hecho Marilyn ese favor a su marido? (Aún era su marido, puesto que por aquellas fechas el divorcio no estaba consumado oficial y definitivamente). A la vista de todo lo que hizo por DeLuca después de que lo arrestaran, no caben muchas dudas respecto a su voluntad de ayudarle aquella noche…, particularmente cuando todo lo que deseaba de ella era que le recogiese en la ciudad y lo llevase a, pongamos, el aparcamiento del Walgreen’s, situado a tres manzanas del domicilio de los Columbo.
También era posible que la llamada fuera para Bert Green. Éste vivía incluso más cerca de los Columbo. Y había admitido su cómplice conocimiento, desde el principio, del plan asesino, del arma del crimen, de la conspiración homicida. Dado todo lo pelota de Frank DeLuca que siempre había sido, al lacayuno administrador auxiliar le habría parecido «de fábula» abandonar su piso en plena noche e ir a recoger a su mentor e ídolo en el curso de alguna misteriosa misión.
Quienquiera que fuese la persona a la que DeLuca pudo llamar en petición de ayuda, no hay duda de que encontró quien le echase una mano.
Si la historia de Patricia es verídica, incluso aunque sólo sea parcialmente, ello significa que DeLuca fue a casa de los Columbo dos veces aquella noche: una, cuando se cometieron los asesinatos, que muy bien pudo haber sido alrededor de las diez de la noche, y la otra después de asearse en su apartamento, donde dejó a Patricia, para volver solo. Si Patricia miente en parte, es posible que regresaran juntos, dejasen el Buick prestado en el aparcamiento del Walgreen’s, recorrieran a pie la escasa distancia que los separaba de la casa de los Columbo y entraran ambos otra vez en ella.
Resulta lógica esa segunda visita. Hacerse con el aparato de banda ciudadana, las joyas, los chaquetones de piel y las dos armas de los Columbo; golpear los cuerpos adultos con el trofeo de bolos, apuñalar y cortar con las tijeras el cadáver de Michael (por entonces, ninguno de esos ensañamientos producirían mucha efusión de sangre), poner la casa patas arriba para que pareciese un allanamiento de morada con ánimo de robo…, en fin, todas las cosas que Clifford Childs confesó que DeLuca le había dicho que le llevaron «veinte minutos como máximo». DeLuca muy bien pudo querer decir que ese espacio de tiempo fue el que estuvo en la casa la primera vez.
Aparte de las piezas de la historia de Patricia que encajan en el cuadro general, hay elementos de otra evidencia que contribuyen a sustentar la idea de que DeLuca participó en gran medida, si no se entregó en cuerpo y alma, en la atrocidad perpetrada aquella noche. Esa prueba no se presentó en el proceso porque probablemente el tribunal no la habría aceptado a causa de su naturaleza de rumor. Y, casi con toda seguridad, el equipo de la defensa no dispuso de tal información, ya que, de ser así, la hubiera utilizado —por lo menos el abogado de Patricia— en el contrainterrogatorio de Bert Green.
Dicha prueba es una declaración, de puño y letra, que entregó a la policía alguien que, evidentemente, sabía mucho acerca del asesinato de los Columbo. Incluye detalles que, en apariencia, proceden de Bert Green. Es posible que la persona que facilitó esa declaración a la policía fuera la esposa de Green, Peggy, a quien, curiosamente, no se cita en ninguna parte en la investigación oficial. O tal vez figuraba en la declaración completa de Grace Mason. Pero contiene gran cantidad de información que no se incluía en el informe mecanografiado que Ray Rose preparó cosa de nueve meses después para Terry Sullivan, ayudante del fiscal del estado.
Se estableció que el 27 de mayo de 1976, tres semanas y dos días después de los asesinatos, Bert Green le contó a su esposa, Peggy, que Frank DeLuca le había confesado que fue él quien cometió el crimen. Al parecer, Peggy ya estaba enterada de que Bert había guardado el arma de DeLuca y había llevado en tres ocasiones a Patricia al encuentro de los «matones». No está claro si Peggy efectuó una declaración formal ante la policía y, en tal caso, si la hizo antes o después de haber dejado a su marido. Esta declaración podría ser suya; está escrita en caligrafía normal, a doble cara, sobre hojas de cuaderno de dieciocho por doce centímetros, y no lleva fecha. Hasta el mismo final de la declaración no resulta evidente que su contenido es importante, tal vez incluso crucial.
Dicha declaración, literal, con sus paréntesis y faltas de ortografía incluidas, dice así:
«Bert recogió a Pat en tres ocasiones y la dejó en la av. de la Iglesia Luterana de las Alturas de Arlington. La primera, el 19 de abril. Bert trabajó todo el lunes y teníamos pensado que aquella noche fuera a ver a su padre, que había sufrido un ataque cardiaco 15 días antes. Su hermana y sobrina habían venido a casa y teníamos planes para aquella noche. Bert acababa de disfrutar de una semana de vacaciones y era su primer día de administrador aux. Frank le dijo a Bert si vuelves esta noche hora y media más te daré libre todo el martes. Se suponía que era para ayudar en el dpto. de licores, porque el nuevo encargado de los licores había armado un lío tremendo». En ese punto, una raya remitía a una nota al margen: «Pero la verdad es que, de ayuda, nada».
La declaración prosigue: «Bert no supo que tenía que recoger a Pat hasta que ella apareció para ayudar en los licores». Esta frase aparece tachada y al margen hay otra que la sustituye: «Supo por la tarde que tenía que recogerla». Después continúa: «Frank encareció que no contase a nadie nada sobre el traslado de Pat». Un añadido entre paréntesis: «(Dijo que ella estaría vestida para salir y que la recogiese en la puerta de atrás.)».
Un nuevo párrafo reza: «Antes de nuestras vacaciones Frank le entregó a Bert un paquete (el arma). Le dijo que se lo guardara. No es nada ilegal ni te causará problemas. Lo tuvo una semana y luego Frank le pidió que se lo devolviera… También le dijo que no le hablase a Peggy ni a ninguna otra persona de que lo tenía.
»Frank volvió a pedirle que le guardara el paquete unos días, hasta una semana (hacia el 22 de abril o así). Frank le enseñó lo que había en el paquete; él cree que cuando se lo devolvió la segunda vez, en la trastienda, durante el trabajo. Era un revólver del 32. Frank dijo que lo tenía como protección contra “el viejo Columbo”.
»(La primera vez que le nombraron auxiliar, estaba previsto que a Bert lo trasladaran a los almacenes de Harlem & Foster. Frank arregló las cosas para que fuese allí el señor Rivera en lugar de Bert).
»Recuerdo que la segunda vez que llevó a Pat a la iglesia (el 26 de abril), Bert dijo que estaba nervioso. El viernes o el sábado anterior, Frank dijo que quería que Bert recogiese a Pat otra vez». Las palabras «viernes o el» estaban tachadas. Entre líneas, en letras mayúsculas, se había escrito: «EL LUNES OTRA VEZ». El párrafo continúa sin mayúscula: «La segunda vez que tenía que recogerla, Bert llegó tarde. La primera, él le dijo a Bert que pasara por el establecimiento para recibir las oportunas instrucciones».
El párrafo siguiente empieza entre paréntesis, sin mayúscula: «(el asunto del arma. Le dijo a Bert que no se lo pasara a nadie. Algo acerca de alguien que iría a recogerla. No permitas que nadie lo tenga. Cabe la posibilidad de que alguien se presente y quiera el paquete. Bert dijo: “¿Cómo sabré que es la persona adecuada?”. Él respondió que la persona diría me manda Duke. No se presentó nadie.)».
«El viernes siguiente» está rayado para empezar por el párrafo que viene a continuación: «La primera vez no sabía nada porque le preguntó a Pat si necesitaba que la llevase de vuelta a casa. Ella dijo que no. Iré por mi cuenta, o Frank me recogerá o tengo que pasarme por la tienda».
Otro nuevo párrafo que empieza sin mayúscula: «La segunda vez ya se conocía todo el tinglado. Frank le contó a Bert que el “viejo Columbo” había comprado un contrato sobre él y el viejo —este último “viejo” está tachado— y que él tenía un contrato sobre él». Encima del penúltimo «él» se escribió luego el nombre de «Frank». Luego, una nueva frase sin mayúscula inicial: «Dijo que en algún momento del miér. o el jue. El 21 o el 22.
»Frank dijo que tenía unos muchachos o personas. Y también que Columbo pensaba amañar una trampa para incriminar a DeLuca en algo relacionado con tráfico de drogas a través de la farmacia». No deja de ser curioso observar que quienquiera que hiciese la declaración, hacia la mitad de ella empezó a referirse a Frank DeLuca como «Deluca», con «l» minúscula, en vez de «Frank», como había estado mencionándole hasta entonces.
«Lunes 26 de abril» está tachado y continúa un párrafo nuevo: «Explicó la forma en que Pat iba a entrar en la casa y disponer las cosas. Pat iba a», se habían tachado estas tres últimas palabras, y prosigue: «No sabía qué iba a disponer Pat».
«Lunes 26 de abril. Pat», el nombre está tachado. «Recoger a las 8.30». Sobre el «3» de 8.30 se había escrito un cero, por lo que la hora quedaba en las 8.00. «Salió de casa a las 7.30 o 7.45. Por el camino, alto en el Walgreen’s, Deluca dijo que te des prisa si vas a ir a recogerla. Tuvo que esperar largo rato. Tentado de marchar. Allí sentado pensó en la posibilidad de que alguien estuviese vigilando. Se preguntó si alguien andaría por allí para cargarse a Pat. Se preguntó si no estaría el “viejo” lo bastante loco como para haber contratado un golpe también contra Pat. Ella bajó a las 8.30 tarde y noche cerrada. Arranca el coche. Pat echa una mirada en torno y se hunde en el asiento». Sobre la palabra «hunde» se ha escrito «arrellana». Después sigue: «Bert no quería enterarse de lo que está ocurriendo. En el 53… dijo no puedo creer que tu padre tenga un contrato sobre Deluca, y también ese asunto de las drogas, tampoco —Pat lo confirma y dice que todo es cierto—. La deja otra vez ante la iglesia… vuelve a la av. A. A. Quería irse de allí a “tomar vientos”.
»la primera vez ¿por qué no salió como debía? Una de las veces que sonó el teléfono… Pat contestó y todo se estropeó porque ella no tenía que estar allí. Llamó un pariente. En otra ocasión se había presentado de visita la abuela». Entre el estancado pasillo del «ella no estaba» y el «se suponía» se tropezaba con las palabras: «Siempre tenía que ser en lunes, porque todos estaban fuera de casa salvo el señor y la señora Columbo».
Nuevo párrafo: «La mañana del lunes 3 de mayo Bert considera no llevarla (a Pat). Bert le dice a Deluca algo acerca de salir de casa». Entre líneas, con caligrafía más pequeña: «No es capaz de hacerlo», luego la frase continúa: «De cualquier modo Bert puede, y lo hace, echar la culpa a Deluca. “Has de hacerlo”. Por su cabeza cruza el que tiene matones de cindicato y que le va el cuello en el asunto». Hay una «s» escrita encima de la «c» para corregir la primera sílaba de «sindicato».
Otro párrafo: «Pat le vuelve a hacer esperar un buen rato. Ha oscurecido y él está realmente nev —tachada esta última palabra— nervioso. Pat le dice que va demasiado deprisa. Pat le cuenta que una vez se marchó de casa, que se fue hacie el sur, que su padre la cogió, que la pegó una paliza, que huyó a California (?), que él la volvió a coger y la llevó de nuevo a casa.
»No des la vuelta a la manzana, entra en el aparcamiento y luego sales y derechito a casa otra vez.
»Martes 4 de mayo. Puede que hubiera de tener ese maldito cacharro tres veces (el arma). Si el golpe no se daba, Bert volvería a recibir el revólver. ¿Puede haberlo tenido un par de veces? El día que Copeck fue al juzgado no creo que tuviese el arma aquel día. Le enseñó a Bert donde la escondía en el establecimiento… En el almacén de depósito donde se albergaban las existencias, en el segundo estante de arriba, en una caja colocada cerca de la sección de medicamentos. Creo que aquel martes él estuvo ausente todo el día. Fue a Woodfield a buscar algo. Debía estar de vuelta a las 3.30… Peggy cuidaba niños. Por la mañana dice que estuvo en los almacenes… Joanne Hemmer te vio». El último apellido estaba escrito encima de «Emmer», y la frase «vio a Bert» sustituía a «te vio», escrita sobre ella. Después continúa: «Creo que le dijo que acudiera el martes por la mañana… para consultar con él».
Nuevo párrafo. «Entretanto “La cosa fallaba”. La 1.ª vez dijo que “no salió” la 2.ª vez “no salió”. Un día de retraso o así. Dijo quizá tendré que hacerlo yo mismo —muy tenso— dijo que tal vez la cosa fallaba porque a lo mejor Columbo había comprado a los matones. La 3.ª vez no sale —tendré que hacerlo yo mismo (posibilidad) poco tiempo allí. Entrar y salir deprisa».
«martes noche Lloyd y Grace bajan hasta las 10 porque recordamos estaba en M. A. S. H.».
»Mañana del miér. En el trabajo a las 8.30. Deluca ya estaba allí —(Raramente se le ha visto allí tan temprano). Abrir las puertas, cerrar las puertas… se dirige a pie a la primera caja de fusibles para dar la luz. No se da cuenta… que luces y música son una. Ahora pasa de vuelta a comprobarlo.
»Al otro lado de la puerta de la cantina las luces suelen estar apagadas… Oye el crepitar del incinerador. Dobla un recodo y ve a Deluca». Lo que sigue está tachado: «1) sale del aseo 2) Deluca sale del almacén». A continuación, sin tachar: «3) sale del incinerador. Le oyó acercarse a la puerta. Vio el resplandor de las llamas. Se acerca a Bert y dice: “Sacudí al viejo anoche” o “lo hice anoche” o “liquidé al viejo”.
»Le dice a Bert que está quemando las prendas: “Ése es el motivo del fuego. Estaba cubierto de sangre de pies a cabeza”». Escrito al margen: «Un caos sangriento». Después: «No he pegado ojo. No llegué a casa hasta las cuatro de la madrugada, luego me dijo entra en la cantina y siéntate conmigo, un rato dijo. Entré en la cantina y me explicó cómo los había matado, el 1.er disparo no acabó con él… era un pajarraco duro de pelar, entonces dijo que le descerrajó un tiro a la señora, el viejo dijo “¿Por qué me haces esto?”. Bert no creyó que el hombre supiera se trataba de DeLuca ya que Columbo dijo eso —Deluca hizo el comentario— “Ese hijo de zorra”. Bert recuerda ahora el gorro de punto. “Gorro de esquiador” no dijo artículos de vestir pero dijo gorro de esquiador.
»1.er disparo (?) —dijo que a él le alcanzó a quemarropa en la frente uno en la parte de atrás de la cabeza le salió por la boca sobre señora C.
»Bert dijo que por qué diablos no voló la casa —abrir el gas— Bert estaba cabreándose. Creo que dijo que entró en la habitación infantil y le pegó un tiro. Volvió con la lámpara golpeó de nuevo “el duro pajarraco no parecía dispuesto a caer”.
»Mañana del jueves… él no estaba allí. Quizás 9-10 Deluca le llama no han encontrado aún los cadáveres… empieza a tener los nervios de punta, no para de hablar de cómo es posible que no hayan encontrado aún los cadáveres.
»Vier. Verdaderamente sobre ascuas porque siguen sin encontrar los cadáveres… nadie ha echado de menos al viejo a la señora… ni en la escuela se han dado cuenta de que el chico no va a clase.
»Sólo contacto telefónico quería que Bert fuese a despertarle Insistente de veras necesitaba apoyo emocional».
Una raya cruza esta página, que es el reverso de la número ocho, cubriendo los dos tercios superiores de la plana. Debajo de la raya, una nota: «Te dijimos eso para ver si podíamos confiar en ti». Más abajo: «Jue. 5 - Pat y Frank abandonan los almacenes…».
En la parte superior de la página nueve: «Después del funeral se comportó como si Bert no supiera una mierda».
A continuación, un largo párrafo: «Cuando recogimos a Deluca en la comisaría, estaba esperando en la calle abajo del departamento de policía, fuimos a la casa de la esposa criticamos a la policía y los procedimientos…». Luego: «Cuando fui», palabras que están tachadas, y después: «Fuimos a la casa de la esposa —nadie en casa— fuimos al apartamento. Se comportó como si Bert no supiese nada en absoluto… actuó como si le llevase a dar un paseo… Completamente… se refirió al modo en que Pat dejaba de pagar facturas… una relación completa de cheques (una vez había enseñado a Bert un montón de talones de joyas a nombre de Pat… dijo que los Columbo estaban haciendo aquello y que alguien falsificaba las firmas… Ella había verificado la cuenta y la anuló… Había perdido ½ de cheques, cheques que iban a través de la tarjeta Jewel Check…).
»Llegamos al apartamento… y todo estaba desordenado. Empezó a registrar los cajones… encontró notas atrasadas… cogió papeles y facturas para llevarse consigo.
»Volvimos en el coche a la casa de la esposa… ella estaba… Tomamos café… Tuve la impresión de que Bert era 3.er cómplice. La esposa habló del abogado. Parece farsante… Preguntas ¿Por qué tomó Marilyn 5.000 dólares para sacar de la cárcel a aquel individuo si sabía que se necesitaban 25.000 dólares para liberar a Frank… quizás Scarlada?».
Una raya cruza la página; es la primera cara de la página diez. Debajo de la raya: «Cortes en la mano ocasionados por la lámpara». Otra raya cruzada y: «Pólvora… cómo eliminarla».
El reverso de la hoja contiene cuatro notas separadas:
«Hizo unas cuantas cosas hábiles para cubrir los rastros».
«No», palabra que está tachada y a la que sigue: «No pudo encontrar una linterna… recogió los cristales alumbrándose con una vela… a gatas… no estaba seguro de haberlos recogido todos. Puede que en los cristales haya huellas digitales».
«La pistola y los trozos de lámpara arrojados al río».
«Dijo que no había hablado a Pat de Michael».
La hoja número once sólo estaba escrita por la primera cara. «La policía no decía más que memeces». Y debajo de esa frase: «27 de mayo dije Peg. 19 de julio dije Lloyd y Grace (al día siguiente de que le arrestaran)».
Evidentemente, la parte más inquietante de esta declaración, quienquiera que la escribiese, es la frase: «Dijo que no había hablado a Pat de Michael».
Lo que indica con meridiana claridad que DeLuca sabía que Michael estaba muerto, pero Patricia lo ignoraba.
De nuevo, esto encaja perfectamente en la historia de Patricia, según la cual DeLuca sólo le enseñó los cuerpos de los padres, y encaja asimismo en el relato de Landers sobre la «visión» de Patricia, en la que ella no ve el cadáver de Michael.
Donde no encaja es en las argumentaciones definitivas de los fiscales, Patti Bobb y Al Baliunas, quienes, tanto una como otro, acusaron a Patricia de haber infligido los numerosos cortes superficiales que presentaba Michael. La pregunta más razonable que esto plantea es: ¿tenía conocimiento el ministerio público de esta declaración? De ser así, ¿la comprobaron, la desdeñaron e incluso la ocultaron?
¿O sólo estaba enterado de su existencia el departamento de Policía de Elk Grove? ¿La ocultaron ellos, la pasaron por alto o simplemente se traspapeló entre la maraña de informes que acabaron por llenar varias cajas para los archivos?
Ocurriera lo que ocurriese con esta información, resulta innegable que se trata de un documento que debió mostrarse al jurado que, sobre la base de su creencia de que participó en el crimen acuchiliando a su hermano de trece años de edad, declaró a Patricia Columbo culpable de asesinato en primer grado.
El resto de la declaración contiene también algunas revelaciones interesantes.
Parece que al principio hubo un intento de proteger a Bert Green alterando la realidad de su intervención. «Bert no supo que iba a llevar a Pat (al encuentro con los pistoleros) hasta que se presentó en (el departamento de) licores», estaba tachado, para incluir lo siguiente: «Supo por la tarde que tenía que recogerla».
Green tuvo en su poder el arma asesina por lo menos dos veces, quizá tres… y desde luego conocía el contenido del paquete después de la primera vez que se lo guardó a DeLuca (lo que impugna el testimonio de Green en el proceso, cuando declaró que sólo había guardado el arma una vez y que DeLuca sólo le enseñó lo que contenía el paquete después de que él se lo devolviera).
El que DeLuca indicara a Bert Green dónde escondía la pistola en el almacén y el que le dijese que sólo entregase el arma a alguien que pronunciara la frase «Me manda Duke» huele a una posible componenda entre DeLuca y Roman Sobczynski, para devolver a Roman el arma que entregó a Patricia. «Duke», naturalmente, es el nombre del a estas alturas deshonrado perro pastor alemán, del que sacó DeLuca el apodo en clave. ¿Pero por qué aleccionar a Bert sobre la posibilidad de que alguien acudiera a recoger aquel arma? La única explicación es que se hubiera concertado alguna clase de trato con alguien. Patricia sospechaba (eso quedó establecido) que DeLuca se mantenía en contacto con Roman Sobczynski, después de que ella hubiera cortado toda relación con Roman y Lanny. ¿Es posible que DeLuca hubiese accedido a devolver a Roman el arma acusadora después de que éste (y acaso Lanny) llevara a cabo el golpe? La pistola estaba en el almacén todos los martes por la mañana; Frank se la entregó a Bert Green para que la guardase sólo cuando «el golpe no se daba» la noche del lunes anterior. ¿Por qué estaba allí? ¿Cabe pensar que, después del golpe, DeLuca pudo convenir la frase secreta a quienquiera que hiciese el trabajo para que entrara en los almacenes, dijese «Duke me manda» y recogiera el arma de manos de Bert Green…, dejando a DeLuca completamente fuera del asunto? Ha de considerarse una posibilidad clara y precisa.
La declaración parece apoyar de nuevo la postura de que DeLuca dijo a Bert Green que posiblemente «tendré que hacerlo yo mismo», no «tendremos» que hacerlo, como testificó posteriormente ante el tribunal. Y DeLuca le dijo a Bert, así como a Joy Heysek: «Me cargué al viejo anoche», o palabras similares.
La aseveración de DeLuca de que no llegó a casa hasta las cuatro de la mañana resulta totalmente absurda si uno da crédito al caso de la acusación pública…, pero concuerda si DeLuca volvió a la casa, particularmente si aguardó hasta la una de la madrugada, o un poco más, para hacerlo.
La declaración parece implicar más a Bert Green en el asunto. No le conmocionó lo que le dijo DeLuca; ni siquiera parece sorprendido. Lo cierto es que preguntó a DeLuca: «¿Por qué diablos no volaste la casa? ¿Por qué no abriste la espita del gas?». Salta a la vista que la mañana siguiente a la noche de los asesinatos Green era una persona muy distinta al nervioso testigo trasegador de Maalox que, en la vista, cambió algún diálogo crítico y omitió tanto como testificó.
La declaración también inculpa a Patricia. Si estaba con DeLuca la noche del jueves siguiente a los asesinatos, cuando DeLuca dejó el establecimiento a las cinco y le dijo a Bert: «Te dijimos eso para ver si podíamos confiar en ti», entonces Patricia, al menos en aquel momento, sabía que sus padres estaban muertos y no había intentado impedir la mayor parte de lo sucedido a partir del instante en que oyó los dos disparos. En declaraciones independientes que detallaban sus movimientos de la semana en que se cometieron los asesinatos, Patricia y DeLuca indicaban que la muchacha fue aquel día a recoger a DeLuca a los almacenes…, pero uno u otro podía haberse confundido en cuanto al día preciso, porque las declaraciones difieren en lo que hicieron inmediatamente después: Patricia dijo que se detuvieron en un A&P para comprar filetes, mientras que DeLuca manifestó que hicieron un alto para tomarse unos perros calientes, camino de casa. Al cabo de quince años, Patricia no recuerda nada.
Una nota acerca de la casa de los asesinatos, por otra parte, parece confirmar de nuevo la versión de Patricia. Se supone que DeLuca dijo: «Busqué una linterna pero no la encontré…, tuve que recoger los cristales alumbrándome con una vela…». Eso da la impresión de un segundo viaje de DeLuca a la casa y de que está solo. Si Patricia estaba con él, si ella hubiese participado en ambas ocasiones, seguramente hubiera sabido dónde se guardaban las linternas. La gente suele tener las linternas en sitios fijos y convenientes. Patricia vivió en la casa siete años. No hubiera tenido que depender de una vela.
La declaración escrita a mano, de alguien, deja muy claro que sobre el asesinato de los Columbo hay muchas cosas de las que nunca llegaron a enterarse ni el juez Pincham ni su jurado; muchas cosas que el ministerio fiscal no debió omitir; muchas cosas a las que los equipos de la defensa debieron haber tenido acceso.
Y muchas cosas que continúan sin saberse, incluso al cabo de quince años.