10 LOS HIJOS: LA EDUCACIÓN DE NIÑOS PAUSADOS
La clase de educación más eficaz es que el niño juegue entre cosas bellas.
PLATÓN (427-347 A. C.)
Harry Lewis es decano de la escuela para estudiantes no graduados de Harvard. A comienzos de 2001 asistió a un encuentro, en el que invitó a los alumnos a que aireasen sus quejas acerca del personal de esa selecta universidad. Uno de los muchachos armó un jaleo memorable. Quería licenciarse en Biología y Lengua y literatura inglesas, embutiendo todo el trabajo en tres años en vez de en los cuatro habituales. Estaba exasperado con su tutor académico, que era incapaz de idear un horario que acomodara todos los cursos o no estaba dispuesto a hacerlo. Mientras escuchaba el lamento del alumno por el retraso que sufría, Lewis tuvo la sensación de que se le encendía una bombilla sobre la cabeza.
—Recuerdo que pensé: «Espera un momento, necesitas ayuda, pero no de la manera que tú crees» —dice el decano—. Tienes que tomarte tiempo para pensar en lo que es realmente importante, en vez de buscar la manera de meter todo lo que puedas en el programa más breve posible.
Después de la reunión, Lewis empezó a reflexionar sobre cómo el estudiante del siglo XXI se ha convertido en un discípulo de la prisa. A partir de ahí, sólo había un corto paso hacia la crítica negativa de ese flagelo que son los programas sobrecargados y los cursos acelerados. En el verano de 2001, el decano envió una carta abierta a todos los alumnos de primer curso de Harvard. Era una petición apasionada de un nuevo enfoque de la vida en la universidad y fuera de ella. Era también un compendio de las ideas que subyacen en la filosofía de la lentitud. La carta, que ahora reciben los nuevos alumnos de Harvard todos los años, se titula Ir más despacio.
A lo largo de siete páginas, Lewis argumenta la conveniencia de obtener más de la universidad —y de la vida— haciendo menos. Insta a los alumnos a pensarlo dos veces antes de avanzar a toda prisa por los cursos. Dice que dominar un tema requiere tiempo y señala que las facultades de Medicina, Derecho y Ciencias empresariales de las universidades más importantes cada vez prefieren unos candidatos maduros, que ofrezcan algo más que «una formación académica abreviada e intensa». Lewis advierte de lo peligroso que es acumular demasiadas actividades extraacadémicas. ¿De qué sirve practicar deportes minoritarios, presidir debates, organizar conferencias, actuar en obras dramáticas y encargarse de una sección del periódico universitario, si te pasas toda tu carrera en Harvard acelerado al máximo, procurando no quedarte rezagado en el programa? Sería mucho mejor hacer menos cosas y tener tiempo para sacarles todo el provecho posible.
En cuanto a la vida universitaria, Lewis fomenta la misma idea de que «menos es más». Le dice al alumno que descanse y se relaje, que no deje de cultivar el arte de no hacer nada. «El tiempo desocupado no es un vacío que debe llenarse —escribe el decano—. Es lo que te permite reordenar de una manera creativa las demás cosas que están en tu mente, como el cuadrado vacío en el rompecabezas de 4 × 4 que te posibilita mover las otras quince piezas a su alrededor.» En otras palabras, no hacer nada, ser lento, es una parte esencial del buen pensamiento.
Ir más despacio no es una carta de privilegio para vagos y beatniks renacidos. Lewis es tan partidario del trabajo duro y el éxito académico como cualquier otro peso pesado del mundo universitario. Lo que quiere decir es simplemente que cierta lentitud selectiva puede ayudar a los estudiantes a vivir y trabajar mejor. «Al aconsejaros que penséis en ir más despacio y limitéis vuestras actividades estructuradas, no pretendo quitaros la ilusión de los grandes logros, de sobresalir todo lo posible —concluye—, pero es más probable que mantengáis el intenso esfuerzo necesario para hacer algo importante si os concedéis períodos de ocio, de diversión y de soledad.»
Este cri de coeur llega en el momento apropiado. En nuestro mundo sobrecargado de tareas, el virus del apresuramiento ha saltado de los adultos a los más jóvenes. Hoy, los niños de todas las edades crecen más rápido. Los niños de seis años organizan su vida social mediante teléfonos móviles, y hay adolescentes que emprenden negocios desde sus dormitorios. La inquietud por la forma corporal, el sexo, las marcas comerciales y las profesiones comienza cada vez más temprano. La misma infancia parece acortarse y, cada vez, hay más niñas que llegan a la pubertad antes de los diez años. Los jóvenes están desde luego más ocupados, más programados, más apresurados de lo que jamás lo estuvo mi generación. Recientemente, una profesora conocida mía se entrevistó con los padres de uno de sus alumnos. A ella le parecía que el chico pasaba demasiado tiempo en la escuela y que se había apuntado a demasiadas actividades, así que sugirió que le dieran un respiro. El padre se enfureció: «Tiene que aprender a trabajar una jornada de diez horas, lo mismo que yo», dijo en tono brusco. El niño tenía cuatro años.
En 1989, el psicólogo estadounidense David Elkind publicó un libro titulado The Hurried Child: Growing Up Too Fast Too Soon [El niño apresurado: crecer demasiado rápido demasiado pronto]. Como el título sugiere, Elkind advertía contra la moda de apresurar a los niños para que alcancen pronto la edad adulta. ¿Cuántas personas tomaron nota? Al parecer, muy pocas. Una década después, los niños, en general, están más apresurados que nunca.
Los niños no nacen obsesionados por la velocidad y la productividad, sino que somos nosotros quienes hacemos que sean así. Los hogares monoparentales presionan más a los pequeños para que carguen con responsabilidades de adultos. Los publicistas los estimulan a que se conviertan antes en consumidores. Las escuelas les enseñan a regirse por el reloj y a emplear el tiempo de la manera más eficaz posible. Los padres refuerzan esa lección cargando sus horarios de actividades extraescolares. Todo transmite a los niños el mensaje de que menos no es más y que ir más rápido siempre es mejor. Una de las primeras frases que mi hijo aprendió a decir fue: «¡Vamos! ¡Date prisa!».
La competencia hace que muchos padres apresuren a sus hijos. Todos queremos que nuestros vástagos tengan éxito en la vida. En un mundo que bulle de actividad, eso significa encarrilarlos por la vía rápida en todo: la escuela, los deportes, el arte, la música... Ya no basta con que nuestros hijos estén a la altura de los del vecino; ahora nuestros retoños han de superarlos en todas las disciplinas.
El temor de que los hijos puedan quedarse rezagados no es nuevo. En el siglo XVIII, Samuel Johnson advertía a los padres que no debían vacilar: «Mientras estás reflexionando sobre cuál de esos dos libros debería leer tu hijo primero, otro muchacho ha leído ambos». En la economía global que no descansa un solo momento, la presión por mantenerse en la cabecera de la jauría es más feroz que nunca, y eso conduce a lo que los expertos denominan «cuidado exagerado de los hijos», el impulso compulsivo de perfeccionar a los vástagos. A fin de darles ventaja, los padres ambiciosos les hacen escuchar a Mozart cuando todavía están en la matriz, les enseñan a hablar antes de que tengan seis meses, y utilizan unas cartulinas plastificadas para la adquisición de vocabulario que les muestran desde el día de su nacimiento. Los campamentos para aprender el manejo del ordenador y los seminarios motivacionales aceptan ahora a niños de cuatro años. Las lecciones de golf se inician a los dos. Como todos los demás hacen ir a sus hijos por el carril rápido, la presión para participar en la carrera es enorme. El otro día vi el anuncio de un programa de lenguas extranjeras de la BBC para niños. «¡Habla francés a los tres años! ¡Español a los siete! —decía el titular—. ¡Si esperas, será demasiado tarde!» Mi primer impulso fue abalanzarme al teléfono para hacer un pedido. El segundo fue sentirme culpable por haberme dejado llevar por el primero.
En un mundo competitivo, la escuela es el campo de batalla donde lo único que importa es ser el primero de la clase. En ningún caso es eso más cierto que en Asia oriental, donde los sistemas educativos están basados en el principio del «infierno de los exámenes». Sólo para mantener el ritmo, millones de niños de la región se pasan varias horas de la noche y los fines de semana en unas instituciones llamadas «escuelas para la preparación de exámenes». Dedicar ochenta horas semanales al trabajo académico no es infrecuente.
En la carrera precipitada por obtener mejores puntuaciones en las pruebas internacionales, el mundo anglosajón se ha esforzado especialmente en imitar el modelo de Asia oriental. En el transcurso de las dos últimas décadas, los gobiernos han adoptado la doctrina de la «intensificación», lo cual significa aumentar la presión con más deberes para hacer en casa, más exámenes y un programa de estudios rígido. Con frecuencia, el duro trabajo comienza incluso antes de la escuela formal. En su guardería londinense, mi hijo de tres años empezó a aprender, sin demasiado éxito, la manera de sujetar un bolígrafo y escribir. La actividad de los tutores también florece en Occidente, y los alumnos son cada vez más jóvenes. Los padres estadounidenses, que confían en conseguir una plaza en el jardín de infancia apropiado, someten a sus hijos a un preparador en técnicas de entrevista. En Londres, los tutores aceptan a niños de tres años.
Pero la intensificación no se limita a la escuela. Entre una y otra lección, muchos niños corren de una actividad extraescolar a la siguiente, sin tiempo para relajarse, jugar o dejar que su imaginación divague. No tienen tiempo para la lentitud.
Los niños pagan cada vez más el precio por llevar un estilo de vida apresurado. Hoy, pequeños de cinco años padecen ya trastornos estomacales, dolores de cabeza, insomnio, depresión y problemas de la alimentación, todo ello debido al estrés. Como la mayoría de la gente en nuestra sociedad «siempre al pie del cañón», muchos niños no duermen lo suficiente y, por ello, se muestran maniáticos, nerviosos e impacientes. Los niños con déficit de sueño tienen más dificultades para hacer amigos. Además, corren más riesgo de estar por debajo de su peso ideal porque durante el sueño profundo se libera la hormona del crecimiento.
En cuanto al aprendizaje, poner a los niños en el carril rápido suele ser más perjudicial que beneficioso. La American Academy of Pediatrics [academia estadounidense de pediatría] advierte que especializarse en un deporte a una edad demasiado tierna puede causar daños tanto físicos como psicológicos, y lo mismo puede decirse de la educación. Cada vez hay más pruebas de que los niños aprenden mejor cuando lo hacen a un ritmo más lento. Recientemente, Kathy Hirsh-Pasek, profesora de psicología infantil en la Universidad Temple de Filadelfia (Pensilvania), hizo una prueba con ciento veinte niños estadounidenses de edad preescolar. La mitad de ellos iban a guarderías que hacían hincapié en la interacción social y un enfoque divertido del aprendizaje; los demás iban a centros que los apresuraban hacia los logros académicos, empleando una versión moderna del antiguo principio «la letra con sangre entra». Hirsh-Pasek observó que los niños procedentes de un entorno más relajado y lento estaban menos inquietos, más deseosos de aprender y más capacitados para pensar de un modo independiente.
Hirsh-Pasek es uno de los autores de un libro aparecido en 2003, Einstein Never Used Flash Cards: How Our Children REALLY Learn—and Why They Need to Play More and Memorize Less [Einstein jamás utilizó las fichas mnemotécnicas: cómo aprenden realmente nuestros hijos y por qué necesitan jugar más y memorizar menos]. La obra es el resultado de una investigación que echa por tierra el mito de que el «aprendizaje temprano» y la «aceleración académica» mejoran el rendimiento cerebral. «Cuando se trata de criar y educar niños, la creencia moderna de que "más rápido es mejor" y que debemos "hacer que cada momento cuente" es sencillamente errónea —afirma Hirsh-Pasek—. Cuando examinas las pruebas científicas, es evidente que los niños aprenden mejor y desarrollan una personalidad más completa si aprenden de una manera más relajada, menos estricta, menos apresurada.»
En Asia oriental, la ética laboral punitiva que en otro tiempo hizo que las escuelas de la región fuesen envidiadas en todo el mundo, está teniendo claras consecuencias negativas. Los alumnos están perdiendo su ventaja en las pruebas internacionales y no desarrollan las habilidades creativas necesarias en la economía de la información. Cada vez más, los estudiantes de Asia oriental se rebelan contra el sistema de estudiar hasta deslomarte. Los porcentajes de delincuencia y suicidio van en aumento, y los novillos en la escuela, que antes se consideraban un problema de Occidente, han alcanzado unas proporciones de epidemia. Más de cien mil alumnos japoneses de enseñanza primaria y secundaria elemental hacen más de un mes de novillos al año. Muchos otros se niegan en redondo a ir a la escuela.
Sin embargo, en todo el mundo industrializado está produciéndose una creciente reacción contra el apresuramiento de la infancia. La carta titulada Ir más despacio, de Lewis, ha sido muy bien acogida por todo el mundo, desde los columnistas de periódicos hasta los alumnos y el personal docente. Los padres que tienen hijos en Harvard se la muestran a sus hijos pequeños. «Al parecer, es como una Biblia en ciertas familias —dice Lewis—. Muchas de las ideas expuestas en Ir más despacio están ganando terreno en los medios de comunicación. Las revistas dedicadas a la crianza de los hijos publican con regularidad artículos sobre los peligros de presionar demasiado a los adolescentes. Todos los años aparece una nueva hornada de libros escritos por psicólogos y educadores que argumentan científicamente contra la educación de los hijos al estilo del "correcaminos".»
No hace mucho, la revista New Yorker publicó un chiste gráfico que resumía el creciente temor de que a los chicos de hoy se les escamotea una auténtica infancia. Dos alumnos de primaria caminan por la calle, con los libros bajo el brazo y gorras de béisbol en la cabeza. Con un hastío impropio de sus años, uno le musita al otro: «Tantos juguetes..., tan poco tiempo desestructurado».
Lo hemos vivido antes. Como tantos otros aspectos del movimiento Slow, la batalla por devolverles la infancia a los niños hunde sus raíces en la revolución industrial. En efecto, la idea moderna de la infancia como una época de inocencia e imaginación surgió del movimiento romántico, que empezó a extenderse por Europa a finales del siglo XVIII. Hasta entonces se había considerado a los niños adultos en miniatura, a los que era preciso dar empleo lo antes posible. En cuanto a la educación, el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau anunció los cambios atacando la tradición de enseñar a los niños como si fuesen adultos. En Emilio, el tratado que marcó un hito sobre una escolarización infantil acorde con la naturaleza, escribe: «La infancia tiene su propia manera de ver, pensar y sentir, y nada es más necio que intentar sustituirla por la nuestra». En el siglo xix, los reformadores pusieron su mira en los males del trabajo infantil en las fábricas y minas que proporcionaban la energía a la nueva economía industrial. En 1819, Coleridge acuñó el término «esclavos blancos» para describir a los niños que trabajaban duramente en las fábricas de algodón británicas. A finales del siglo XIX, Gran Bretaña empezaba a sacar a los niños del lugar de trabajo y enviarlos a las aulas, a darles una infancia apropiada.
En el mundo actual, los educadores y los padres están volviendo a tomar medidas para dar a los pequeños la libertad de ir más despacio, de ser niños. En mi búsqueda de posibles entrevistados, envío mensajes a unas pocas páginas web dedicadas al cuidado paterno de los niños. Al cabo de unos días he recibido un montón de correos electrónicos de tres continentes. Algunos son de adolescentes que lamentan la clase de vida apresurada que llevan. Una chica australiana llamada Jess dice de sí misma que es una «adolescente apresurada» y concluye: «¡No tengo tiempo para nada!». Pero casi todos los correos electrónicos son de padres entusiasmados con las diversas maneras en que sus hijos están desacelerando.
Empecemos por las aulas, donde va en aumento el apremio para abordar la enseñanza desde una perspectiva más lenta. A finales de 2002, Maurice Holt, profesor emérito de educación en la Universidad de Colorado, en Denver, publicó un manifiesto en el que pedía un movimiento de alcance mundial por una «Slow Schooling» [escolarización lenta]. Como tantos otros, se ha inspirado en Slow Food. En opinión de Holt, volcar sobre los niños información con la mayor rapidez posible es tan nutritivo como engullir un Big Mac. Es mucho mejor estudiar a un ritmo más lento, tomarse tiempo para explorar los temas más a fondo, establecer relaciones, aprender a pensar y no a aprobar exámenes. Si comer con lentitud excita el paladar, el aprendizaje lento puede ensanchar y vigorizar la mente.
Holt escribe: «De golpe, la noción de la escuela lenta destruye la idea de que la escolaridad consiste en almacenar apretadamente, poner a prueba y uniformar la experiencia. El enfoque lento de la alimentación permite el descubrimiento, el desarrollo de la pericia. En los festivales de alimentación lenta aparecen nuevos platos y nuevos ingredientes. De la misma manera, las escuelas lentas posibilitan la invención y la respuesta al cambio cultural, mientras que las escuelas rápidas se limitan a servir siempre las mismas viejas hamburguesas».
Holt y quienes lo apoyan no son extremistas. No quieren que los niños aprendan menos o que se pasen la jornada escolar haciendo el tonto. El trabajo a conciencia tiene su lugar en la clase lenta, pero, en vez de estar obsesionados por los exámenes, los objetivos y los horarios, se proporciona a los niños la libertad de enamorarse del aprendizaje. En lugar de pasar una clase de historia escuchando al profesor que desgrana fechas y hechos acerca de la crisis cubana de los misiles, los alumnos podrían llevar a cabo su propio debate al estilo de las Naciones Unidas. Cada alumno investigaría la postura de una gran potencia en el punto muerto de 1962 y, entonces, lo argumentaría ante el resto de la clase. Los chicos seguirían trabajando con ahínco, pero sin la pesadez del aprendizaje de memoria. Como todos los demás aspectos del movimiento Slow, la Slow Schooling consiste en alcanzar un equilibrio.
Los países que abordan la educación desde una perspectiva lenta están cosechando los beneficios. En Finlandia, los niños inician la educación preescolar a los seis años y la escuela formal a los siete. Entonces se ven libres de buena parte de esa carga que son los exámenes en países como Japón o Gran Bretaña. ¿El resultado? Finlandia aparece siempre en el primer puesto del prestigioso ranking mundial de rendimiento educativo y alfabetización establecido por la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo. Y delegados de todo el mundo industrial acuden allá para estudiar el «modelo finés».
En todas partes, los padres deseosos de que sus hijos aprendan en un entorno lento se dirigen al sector privado. En la Alemania de entreguerras, Rudolf Steiner fue el pionero de una clase de educación diametralmente opuesta al aprendizaje acelerado. Steiner creía que nunca debería apremiarse a los hijos para que estudien lo que sea antes de que estén preparados para ello. También estaba en contra de enseñarles a leer antes de los siete años. Creía que debían pasar sus primeros años jugando, dibujando, contando cuentos y aprendiendo cosas de la naturaleza. Steiner rechazaba los horarios rígidos que obligaban a los alumnos a saltar de una asignatura a otra porque así lo mandaba el reloj, y prefería dejarles estudiar un tema hasta que se sintieran dispuestos a pasar a otro. Hoy, el número de escuelas que se inspiran en el sistema de Steiner es de unas ochocientas en todo el mundo, y van en aumento.
El centro Institute of Child Study Laboratory School, en Toronto, también sigue un enfoque lento. A sus doscientos alumnos, de edades comprendidas entre los cuatro y los doce años, se les enseña a aprender, comprender, buscar el conocimiento por sí mismos, libres de la obsesión con los exámenes, las calificaciones y los horarios de la escuela convencional. Sin embargo, cuando se someten a exámenes normales, sus calificaciones suelen ser muy altas. Muchos de esos estudiantes han obtenido becas en las principales universidades del mundo, lo cual respalda la creencia de Holt de que «la suprema ironía de la escuela lenta es que precisamente proporciona el alimento espiritual que los alumnos necesitan... Estos obtienen buenos resultados en los exámenes. Con el éxito sucede lo mismo que con la felicidad, es mejor buscarlo de una manera oblicua». Aunque la Laboratory School está en activo desde 1926, su carácter distintivo es ahora más popular que nunca. Pese a que la matrícula anual es de siete mil dólares canadienses, más de mil niños están en lista de espera para ingresar en el centro.
En Japón están apareciendo academias experimentales para satisfacer la demanda de un enfoque de la enseñanza más relajado. Un ejemplo es Apple Tree, que un grupo de padres desesperados fundaron en la prefectura de Saitama, al lado de Tokio, en 1988. La filosofía de la escuela no podría estar más alejada de la disciplina marcial, la competencia extrema y la atmósfera de invernadero que caracterizan al aula corriente japonesa. Los alumnos entran y salen como les parece, muchos estudian lo que quieren cuando lo desean, y no hay exámenes. Aunque parece una receta para la anarquía, lo cierto es que este régimen tan relajado funciona bastante bien.
Una tarde, recientemente, veinte alumnos de edades comprendidas entre los seis y los diecinueve años suben los desvencijados escalones de madera de la pequeña academia en un primer piso. Nada en su aspecto refleja rebeldía; algunos se han teñido el pelo de rubio, pero no lucen tatuajes ni piercings. A la manera japonesa, se descalzan y colocan pulcramente los zapatos en la entrada y entonces se arrodillan ante las mesitas bajas dispuestas en la habitación en forma de «L». Se ponen a trabajar y, de vez en cuando, un alumno se levanta para preparar té verde o hablar por el móvil. Por lo demás, todos trabajan con ahínco, escribiendo en sus cuadernos o comentando ideas con los profesores o sus condiscípulos.
Hiromi Koike, una angelical muchacha de diecisiete años con téjanos y gorra de dril, se me acerca para decirme por qué las escuelas como Apple Tree son un regalo del cielo. Incapaz de soportar la continua presión y el rápido ritmo de la educación tradicional japonesa, se quedaba rezagada y, en el recreo, era blanco de las pullas de sus compañeros más crueles. Cuando se negó en redondo a seguir yendo a la escuela, sus padres la matricularon en Apple Tree, donde ahora estudia para conseguir el título de bachiller superior, lo que le costará cuatro años en lugar de los tres habituales.
—En la escuela normal, siempre te presionan para que seas rápida, para hacerlo todo dentro de un límite de tiempo determinado —comenta—. Prefiero estudiar en Apple Tree porque aquí puedo controlar mi horario y aprender a mi ritmo. Aquí no es un delito ser lento.
Los críticos advierten que la llamada Slow Schooling es más apropiada para niños académicamente capacitados o procedentes de familias que dan una gran importancia a la educación, y hay cierta verdad en ello. Pero los elementos del movimiento Slow también pueden surtir efecto en una clase corriente, motivo por el que algunas de las naciones más rápidas están empezando a cambiar su modo de enfocar la enseñanza. En toda Asia oriental, los gobiernos están actuando para aligerar la carga a los estudiantes. Japón se ha decidido por un enfoque de la educación al que llaman «soleado», lo cual significa más libertad en el aula, más tiempo para el pensamiento creativo y menos horas lectivas. En 2002, por fin el Gobierno abolió las clases en sábado...; sí, he dicho bien, en sábado. También ha empezado a recomendar a un número cada vez mayor de escuelas privadas que enfoquen el aprendizaje de una manera más lenta. Finalmente, en 2001, la escuela Apple Tree obtuvo la plena aprobación por parte del Gobierno.
Los sistemas escolares de Gran Bretaña también buscan la manera de suavizar la presión sobre los alumnos estresados. En 2001, el País de Gales eliminó las pruebas oficiales de evaluación para los niños de siete años. En 2003, Escocia empezó a explorar las posibilidades de restar importancia a los exámenes formales. Bajo un nuevo plan, las escuelas primarias inglesas tendrán como objetivo lograr que los niños disfruten más mientras aprenden.
Los padres también están empezando a poner en tela de juicio el invernadero académico que prevalece en tantas escuelas particulares inglesas. Algunos presionan a los directores para que impongan menos deberes y concedan más tiempo al arte, la música o sencillamente a pensar. Otros se llevan a sus hijos y los matriculan en escuelas con un enfoque de la enseñanza menos rápido.
Eso es lo que hizo el londinense Julián Griffin, agente de negocios. Como tantos otros padres acomodados, quería dar a sus hijos la que consideraba la mejor educación posible. La familia incluso se mudó a fin de estar cerca de una selecta escuela de enseñanza primaria en el sur de Londres. No mucho después, James, un niño de temperamento artístico y soñador, empezó a sacar malas notas. Aunque destacaba en el dibujo y los trabajos manuales, se esforzaba mucho por mantener el ritmo académico, las largas horas en el aula, los trabajos que debía realizar en casa, los exámenes... A la mayoría de los padres les resultaba difícil conseguir que sus hijos se abrieran paso entre el montón de deberes que les imponía la escuela, pero las batallas eran especialmente virulentas en el hogar de los Griffin. James empezó a sufrir ataques de pánico y, cuando sus padres lo dejaban en la escuela, se echaba a llorar. Al cabo de dos años de sufrimiento, y tras haber gastado una fortuna en psicólogos, los Griffin decidieron buscar otra escuela. Todas las privadas rechazaron al pequeño. Una directora sugirió incluso que James tal vez padecía algún trastorno mental. Finalmente, la doctora de la familia fue quien dio con la solución.
—A James no le pasa nada —dictaminó—. Todo lo que necesita es sosegarse. Enviadlo a una escuela estatal.
Los alumnos de las escuelas estatales británicas no son como plantas de invernadero. Así que, en septiembre de 2002, los Griffin matricularon a James en una escuela primaria pública que es popular entre los padres ambiciosos de clase media que viven en el sur de Londres. La escuela ha reformado a James. Aunque sigue con su tendencia a soñar despierto, ha descubierto el gusto por el aprendizaje y ahora forma parte del grupo de su clase con calificaciones medianas. Le ilusiona ir a la escuela y hace los deberes, que requieren más o menos una hora a la semana, sin rechistar. También asiste a una clase semanal de cerámica. Por encima de todo, es feliz y ha recobrado la confianza en sí mismo.
—Tengo la sensación de haber recuperado a mi hijo —dice Julián. Desilusionados con la cultura de invernadero que impera en el sector privado, los Griffin se proponen enviar a Robert, su hijo menor, a la misma escuela de su hermano—. Tiene un carácter distinto al de James, y estoy seguro de que podría seguir el ritmo en el sector privado, pero ¿por qué habría de hacerlo? —añade Julián—. ¿Qué sentido tiene hacer sudar a los crios hasta la extenuación?
Otros padres, a pesar de que a sus hijos les van bien los estudios, están retirándolos de las escuelas privadas a fin de que dispongan de más espacio para ejercitar su creatividad. Cuando Sam Lamiri tenía cuatro años aprobó los exámenes de ingreso a una famosa escuela privada londinense. Su madre, Jo, estaba orgullosa y encantada. Pero aunque Sam mostraba un aceptable rendimiento escolar, ella tenía la sensación de que la escuela presionaba demasiado a los niños. Le decepcionaba sobre todo la poca importancia que daban a la expresión artística. Los niños sólo dedicaban al arte una hora a la semana... y siempre que al profesor le viniera en gana. La madre de Sam barruntaba que a su hijo estaban escamoteándole algo esencial.
—Tenía la cabeza tan llena de hechos y conocimientos, y estaba sometido a tal presión para avanzar académicamente, que no le quedaba el menor resquicio para practicar la imaginación —cuenta la señora Lamiri—. Eso no era en absoluto lo que deseaba para mis hijos. Quería que estuvieran bien educados, que se interesaran por todo y fuesen imaginativos.
Cuando un cambio de las circunstancias financieras hizo que la familia dispusiera de menos dinero para costear los gastos escolares, la señora Lamiri tuvo de repente la excusa perfecta para dar un vuelco a la situación. A mediados de 2002 matriculó a Sam en una popular escuela pública y está satisfecha del ritmo de aprendizaje más suave y la importancia que da la escuela a la exploración del mundo mediante el arte. Ahora Sam es más feliz, tiene más energía y ha desarrollado un interés más profundo por la naturaleza, en particular por las serpientes y los leopardos. La señora Lamiri cree también que las facultades creativas de su hijo se han afinado. El otro día, el muchacho preguntó qué ocurriría si pudiéramos construir una escalera tan larga que llegara al espacio.
—Antes Sam nunca habría hecho esa clase de pregunta —dice la madre—. Ahora habla de una manera mucho más imaginativa.
Pero oponerse al sistema de invernadero educativo puede crispar los nervios. Es inevitable que a los padres que permiten a sus hijos ir más despacio les asalte el temor de que están defraudándolos. Aun así, cada vez son más los que lo hacen.
—Cuando hay tanta gente a tu alrededor que envía a sus hijos a escuelas que los presionan al máximo, a veces te preguntas si estás haciendo lo correcto —comenta la señora Lamiri—. Al final tienes que dejarte llevar por el instinto.
A otros padres, el instinto les dice que prescindan por completo de la escuela para sus hijos. La educación doméstica va en aumento, y Estados Unidos encabeza esta tendencia. No hay unas estadísticas precisas, pero el National Home Education Research Institute [Instituto nacional de investigación de la educación doméstica] calcula que actualmente más de un millón de jóvenes estadounidenses están siendo escolarizados en casa. Otros cálculos incluyen a cien mil niños en Canadá, noventa mil en Gran Bretaña, treinta mil en Australia y ochenta mil en Nueva Zelanda.
Los padres deciden educar a sus vástagos en casa por una serie de razones: evitar que los compañeros se metan con ellos, que se droguen o que tengan una conducta antisocial cuando han de ir a escuelas en zonas conflictivas; educarlos en una religión o una tradición moral determinadas; proporcionarles una mejor educación... Pero muchos ven la educación doméstica como una manera de liberar a los niños de la tiranía del horario, de dejarles aprender y vivir a su ritmo. En una palabra, de permitirles ser lentos. Incluso familias que inician la educación doméstica con una jornada rígidamente estructurada, suelen terminar adoptando una línea de conducta más fluida y espontánea. De improviso, si el día es soleado, pueden salir a dar un paseo por el campo o visitar un museo. Antes hemos visto que, cuando uno puede controlar personalmente su tiempo, se siente menos apremiado en el lugar de trabajo. Lo mismo es aplicable a la educación. Tanto los padres como los hijos informan que la capacidad de fijar ellos mismos su horario o decidir su ritmo los ayuda a reducir el reflejo del apresuramiento. «Una vez controlas tu horario, el apremio de acelerar es mucho menor —dice un educador de Vancouver—. Vas más despacio automáticamente.»
La educación doméstica suele darse sobre todo cuando la familia al completo adopta un estilo de vida caracterizado por la lentitud. Muchos padres observan un cambio de sus prioridades, pues pasan menos tiempo trabajando y dedican más a supervisar el aprendizaje de sus hijos. «Cuando la gente empieza a formular preguntas sobre la educación, su campo de intereses se amplía y comienzan a preguntar sobre todo: la política, el entorno, el trabajo —dice Roland Meighan, experto británico en educación doméstica—. El genio está fuera de la botella.»
Fiel a la filosofía del movimiento Slow, la educación doméstica no significa abandonar los estudios o quedarse rezagado. Por el contrario, aprender en casa suele ser muy eficaz. Como todo el mundo sabe, las escuelas desperdician mucho tiempo: los alumnos tienen que ir al centro y volver a casa, hacer pausas cuando alguien se lo ordena, permanecer sentados mientras les enseñan cosas que ya han aprendido, hacer unos deberes fuera de propósito... Cuando uno estudia a solas en casa, puede utilizar el tiempo de una manera más productiva. Las investigaciones demuestran que los niños educados en casa aprenden más rápido y mejor que los alumnos en aulas convencionales. Las universidades aprecian mucho a esos estudiantes, porque combinan la curiosidad, la creatividad y la imaginación con la madurez y el sentido común necesarios para abordar un tema por sí mismos.
El temor de que los niños salgan perjudicados en sus relaciones sociales al abandonar la escuela también es infundado. Los padres que educan a sus hijos en casa suelen establecer contacto con otras familias en situación similar para compartir la enseñanza, realizar viajes de estudios y organizar reuniones sociales. Y puesto que los niños educados en casa avanzan a lo largo del curso con más rapidez, disponen de más tiempo libre para la diversión, por ejemplo, para afiliarse a clubes o equipos deportivos en los que participan sus compañeros de la escuela formal.
Beth Wood, que a comienzos de 2003, cuando tenía trece años, dejó la escuela por la educación doméstica, no volvería a las aulas por nada del mundo. En su infancia asistió a una escuela que seguía el método de Steiner, cerca del domicilio de la familia en Whitstable, un puertecillo a 80 kilómetros al este de Londres. Beth, una niña dotada de inteligencia precoz, prosperaba en aquel entorno menos rígido, pero cuando aumentó el número de alumnos de su clase, varios de ellos con actitudes negativas que lastraban el curso, la muchacha se sintió tan frustrada que su madre, Claire, decidió llevársela de allí. Puesto que las escuelas primarias de la localidad estaban por debajo de la calidad mínima aceptable, empezaron a buscar escuelas privadas. Varias de ellas le ofrecieron a Beth una beca, prometiéndole que la pondrían de inmediato en la senda del «aprendizaje acelerado». Claire no estaba dispuesta a que su hija avanzara por el carril rápido y decidió dar el salto a la educación doméstica. Al encaminar a Beth por la vía lenta, Claire era consecuente con el cambio que había realizado en otro aspecto de su vida: en 2000 abandonó un empleo estresante al que dedicaba largas horas, como liquidadora de seguros marítimos, para establecer en casa un taller en el que confeccionaba jabón.
La educación doméstica ha obrado maravillas en Beth. Está más relajada, tiene más confianza en sí misma y goza de la libertad de aprender a su propio ritmo. Si el lunes no tiene ganas de estudiar geografía, aborda la asignatura otro día de la semana. Y cuando se interesa por un tema, lee sobre él vorazmente. Su horario fluido, y el hecho de que avanza en su trabajo el doble de rápido que en la escuela, también le facilita mucho tiempo para actividades extraescolares: tiene muchos amigos, toca el violín en una orquesta juvenil, asiste a una clase de arte semanal y es la única chica del equipo de waterpolo en el club de natación de la localidad. Tal vez lo más importante para Beth, que ya aparenta más edad de la que tiene, sea que nunca se siente apremiada ni supeditada al reloj. Poder controlar su propio tiempo le proporciona inmunidad a esa auténtica dolencia que es la esclavitud del horario.
—Mis amigos que van a la escuela siempre están apresurados, estresados o hartos, pero yo nunca me siento así —comenta—. Estudiar me gusta de veras.
Bajo una ligera supervisión por parte de su madre, Beth está siguiendo los cursos oficiales del Ministerio de Educación, e incluso los excede en algunos temas. Historia le apasiona y tiene pensado estudiar arqueología en Oxford o Cambridge. Pronto empezará a preparar los GCSE, los exámenes que han de pasar todos los alumnos británicos a los dieciséis años. Claire cree que su hija podría superarlos en un año, en lugar de los dos habituales, pero se propone frenarla.
—Podría prepararlos a toda prisa, pero no veo ninguna necesidad de apresurarse —observa—. Si estudia a un ritmo más lento y mantiene un sano equilibrio entre el trabajo y la diversión, aprenderá mucho más.
Siempre que la gente habla de la necesidad de que los niños vayan más despacio, la diversión tiene un papel importante en el programa. Muchos estudios demuestran que el tiempo desestructurado para el juego ayuda a los más pequeños a desarrollar su habilidad de aprendizaje. El juego desestructurado es lo contrario del «tiempo de calidad», que implica laboriosidad, planificación, horario y objetivos. No es una lección de ballet ni una práctica de fútbol. El juego desestructurado es cavar en el suelo del jardín en busca de lombrices, divertirse con los juguetes en el dormitorio, construir castillos con Lego, tontear con otros chicos en el parque infantil o simplemente mirar por la ventana. Se trata de explorar el mundo y reaccionar a cuanto descubres a tu propio ritmo. A un adulto acostumbrado a hacer que cada segundo cuente, la diversión desestructurada le parece una pérdida de tiempo. Y nuestro reflejo es el de llenar esos espacios «vacíos» de la agenda con actividades entretenidas y enriquecedoras.
Angelika Drabert, terapeuta ocupacional, visita los jardines de infancia muniqueses para hablar con los padres sobre lo importante que es el tiempo de diversión desestructurado. Les enseña a no apresurar a sus hijos ni abrumarlos con actividades. Drabert tiene una bolsa llena de cartas enviadas por madres agradecidas.
—Una vez les demuestras a los padres que no es necesario que ofrezcan entretenimiento y actividades para cada momento del día, todo el mundo puede relajarse, y eso es bueno —asegura—. A veces la vida tiene que ser lenta o aburrida para los niños.
Muchos padres están llegando a esa conclusión sin la ayuda de un terapeuta. En Estados Unidos son centenares los que se integran en grupos, tales como Putting Family First [la familia primero], que llevan a cabo campañas contra la epidemia de los programas sobrecargados. En 2002, una ciudad de Nueva Jersey, de veinticinco mil habitantes, empezó a celebrar un acontecimiento anual bajo el lema «¡Preparado, listo, relájate!». Un determinado día de marzo, los maestros de la localidad acuerdan no imponer deberes y se cancelan todas las prácticas deportivas, sesiones de tutoría y reuniones de clubes. Los padres se las arreglan para salir del trabajo con suficiente antelación para poder cenar con sus hijos y estar en su compañía durante el resto de la velada. En la actualidad, ese acontecimiento está fijado en el calendario, y algunas familias han empezado a aplicar el credo de la lentitud durante todo el año.
En ocasiones son los mismos niños quienes plantean la necesidad de aminorar la marcha. Así le sucede a la familia Barnes, que vive en el oeste de Londres. Nicola, la madre, trabaja a tiempo parcial en una empresa de investigación de mercados. Su marido Alex es el director financiero de una editorial. Ambos son personas atareadas, con agendas llenas de actividad. Hasta hace poco, Jack, su hijo de ocho años, era como ellos. Jugaba a fútbol y criquet organizados, tomaba lecciones de natación y tenis y actuaba en un grupo teatral. Los fines de semana, la familia recorría galerías de arte y museos, asistía a acontecimientos musicales para niños y visitaba centros de estudios de la naturaleza en los alrededores de Londres.
—Dirigíamos nuestras vidas, la de Jack incluida, como una campaña militar —dice Nicola—. Cada segundo contaba.
Entonces, una tarde a finales de primavera, todo cambió. Jack quería quedarse en casa y jugar en su habitación en vez de ir a la lección de tenis. Su madre insistió en que fuera. Cuando avanzaban en coche por el oeste de Londres, los neumáticos chirriando al tomar las curvas y cruzando los semáforos en ámbar a toda velocidad para no llegar tarde, Jack permanecía silencioso en el asiento trasero.
—Miré por el retrovisor y vi que estaba totalmente dormido —recuerda Nicola—. Y entonces lo comprendí. De repente me dije: «Esto es absurdo, estoy llevándolo a la fuerza para que haga algo que en realidad no le apetece. Voy a extenuar a mi propio hijo».
Aquella noche, la familia Barnes se reunió alrededor de la mesa de la cocina para reducir las actividades que llenaban la agenda de Jack. El pequeño eligió fútbol, natación y teatro. También accedieron a recortar su programa de salidas el fin de semana. El resultado ha sido que ahora Jack dispone de más tiempo para dedicarse a pequeños trabajos en el jardín, reunirse con sus amigos en un parque cercano y jugar en su habitación. Los sábados, en vez de irse a la cama, exhausto, después de la cena, ahora es el anfitrión de amigos que se quedan a dormir en su casa. El domingo por la mañana, un amigo y él hacen creps y palomitas de maíz. Reducir la marcha ha requerido cierta adaptación, por lo menos para los padres. A Nicola le preocupaba que Jack se aburriera y estuviese inquieto, sobre todo los fines de semana. A Alex le disgustaba que dejara de practicar el criquet y el tenis. Sin embargo, la reducción del programa ha vuelto a Jack mucho más activo. Está más animado, más comunicativo y ha dejado de morderse las uñas. Su entrenador de fútbol cree que ha mejorado sus pases. El director de su grupo teatral lo considera más desenvuelto.
—Creo que está disfrutando más de todo —dice su madre—. Ojalá lo hubiéramos aligerado antes de la carga.
Ahora que pasan más tiempo juntos, Nicola se siente más unida a su hijo. También observa que su propia vida es menos apresurada. Aquel cambio constante de una actividad a otra era estresante y consumía tiempo.
Los Barnes planean ahora reducir la madre de todas las actividades extraescolares: la televisión. Antes he descrito las ciudades como gigantescos aceleradores de partículas. Es una metáfora que puede aplicarse fácilmente a la televisión, sobre todo en el caso de los jóvenes. La televisión acelera el paso de los niños a la edad adulta, al mostrarles problemas de los adultos y convertirlos en consumidores a una edad muy temprana. Como los chicos la miran tanto (hasta cuatro horas al día, por término medio, en Estados Unidos), tienes que correr para embutir todo lo demás en sus horarios. En 2002, diez importantes organizaciones sanitarias, entre ellas la American Medical Association y la American Academy of Pediatrics, firmaron una carta en la que advertían que mirar demasiado la televisión vuelve a los jóvenes más agresivos. Una serie de estudios sugiere que los niños que ven programas de televisión o practican juegos de ordenador violentos tienen más probabilidades de sentirse intranquilos y son incapaces de sentarse con tranquilidad y concentrarse.
En escuelas de todo el mundo, donde cada vez son más los chicos a los que se les diagnostica el trastorno del déficit de atención, aumenta el número de docentes que echan la culpa a la televisión. La extrema velocidad visual de la pequeña pantalla ejerce con toda certeza un efecto en los cerebros juveniles. En 1997, cuando la televisión japonesa emitió un vídeo de Pokémon, las luces destellantes causaron ataques epilépticos a casi setecientos niños que miraban el programa en casa. A fin de protegerse contra demandas legales, ahora las empresas de software adjuntan a sus juegos advertencias sobre los riesgos para la salud que conllevan.
Esto explica por qué muchas familias consideran que ya se ha llegado al límite de lo tolerable. En hogares de todo el mundo, donde reina la tensión debido al apresuramiento, los padres están restringiendo el acceso de sus hijos a la pequeña pantalla y descubren que así la vida es menos frenética. A fin de tener la experiencia personal de una zona libre de televisión, concierto una visita con Susan y Jeffrey Clarke, una atareada pareja de cuarenta y tantos años que vive con sus dos hijos en Toronto. Hasta fecha reciente, el televisor era el centro de su hogar. Inmóviles como zombis ante el aparato, Michael, de diez años, y Jessica, de ocho, perdían a diario la noción del tiempo y acababan apresurándose para no llegar tarde. Los dos niños engullían la comida a toda prisa para volver frente al televisor.
Tras leer acerca de un movimiento contrario a la televisión, la familia Clarke decidió probar. Para llevar a cabo la desintoxicación, metieron su Panasonic de 27 pulgadas en un trastero bajo la escalera. Al cabo de una semana, los niños habían cubierto el suelo del sótano con colchonetas y empezaban a practicar ejercicios gimnásticos. Como otras familias libres de la televisión, los Clarke se han encontrado de repente con tiempo en las manos, lo cual los ayuda a eliminar el apresuramiento de su vida cotidiana. Muchas de las horas que pasaban ante el televisor las dedican ahora a tareas más lentas: leer, juegos de mesa, holgazanear en el jardín, estudiar música o simplemente charlar. Ambos niños parecen más sanos y tienen un mejor rendimiento escolar. A Jessica le resulta más fácil conciliar el sueño por la noche. Michael, que tenía problemas para concentrarse en la lectura, ahora devora libros por iniciativa propia.
Recientemente, un jueves por la tarde, en el domicilio de los Clarke reinaba una serenidad envidiable. Susan cocinaba pasta en la cocina. Michael leía Harry Potter y el cáliz de fuego en un sofá de la sala. A su lado, Jeffrey hojeaba el Globe and Mail. Jessica, tendida en el suelo, escribía una carta a su abuela.
La familia Clarke no es tan empalagosamente virtuosa como parece. El televisor vuelve a estar ahora en la sala de estar y se permite a los niños que miren tal o cual programa.
Jeffrey me asegura que la casa suele ser más caótica de lo que era cuando los visité. Pero reducir las horas de televisión ha variado el tiempo subyacente de la familia, que ha pasado de un frenético prestissimo a un moderato más digno.
—Es evidente que hay un sosiego que antes no existía —dice Susan—. Seguimos llevando una clase de vida activa e interesante. La diferencia es que ya no corremos por ahí constantemente como gallinas decapitadas.
Sin embargo, en un mundo obsesionado por hacerlo todo más rápido, a algunos les resultará más fácil que a otros criar a sus hijos de una manera lenta. Ciertas formas de desaceleración tienen un precio que no todo el mundo puede permitirse. Hace falta dinero para enviar a un hijo a una escuela privada que enfoque de un modo lento el aprendizaje. En cuanto a la educación doméstica, por lo menos uno de los padres ha de trabajar menos, cosa que no es factible para muchas familias. De todos modos, hay diversas maneras de encarrilar a un niño por la vía lenta que no cuestan nada. Reducir las horas de televisión o las actividades extraescolares, por ejemplo, son medidas gratuitas.
Pero más que el problema económico, la principal barrera para educar a los niños de un modo lento —más aún, de convertir a la lentitud en la norma que lo rige todo en la vida— es la mentalidad moderna. El impulso de apresurar a los niños sigue siendo fuerte. En vez de agradecer los esfuerzos oficiales por suavizar la sobrecarga de trabajo en las aulas, muchos padres japoneses hacen que sus hijos pasen todavía más horas en esas escuelas de preparación intensiva. En todo el mundo industrializado, padres y políticos siguen siendo esclavos de los resultados de los exámenes.
Librar a la próxima generación del culto a la velocidad significa reinventar toda nuestra filosofía de la infancia, de manera muy parecida a lo que hicieron los románticos dos siglos atrás. Más libertad y fluidez de la educación, más hincapié en el aprendizaje como placer, más espacio para el juego desestructurado, menos obsesión por el aprovechamiento máximo del tiempo, menos presión para que los pequeños imiten las costumbres de los adultos... En verdad, los adultos pueden colaborar reduciendo el impulso de ser unos padres erróneamente exigentes y estableciendo el ejemplo de la lentitud en sus propias vidas. Ninguno de estos pasos resulta fácil de dar, pero hay pruebas contundentes de que merece la pena darlos.
Nicola Barnes está contenta porque su hijo, Jack, ya no va siempre apresurado, tratando de hacer todo lo que pueda en cada momento del día.
—Es una lección muy importante que han de aprender tanto los adultos como los niños —comenta—. La vida es mejor cuando sabes cómo desacelerarla.