9 EL OCIO: LA IMPORTANCIA DE DESCANSAR
Ser capaces de llenar el ocio de una manera inteligente es el último producto de la civilización.
BERTRAND RUSSELL
En un mundo obsesionado por el trabajo, el ocio es un asunto serio. En 1948, las Naciones Unidas lo declararon un derecho humano básico. Medio siglo después, estamos inundados de libros, páginas web, revistas, programas de televisión y suplementos de periódicos dedicados a las aficiones y la diversión. Los estudios sobre el ocio son incluso una disciplina académica.
Cómo hacer el mejor uso del tiempo libre es ahora un interés nuevo. Dos mil años atrás, Aristóteles declaró que uno de los principales retos a los que se enfrentaba el hombre era la manera de llenar el ocio. Históricamente, las élites, conocidas a veces como «las clases ociosas», han tenido más tiempo que nadie para reflexionar sobre el asunto. En vez de deslomarse para llegar a fin de mes, se dedicaban a los juegos, las relaciones sociales y el deporte. Sin embargo, en la era moderna el ocio es más democrático.
Durante la primera parte de la revolución industrial, las masas trabajaban en exceso, o eran demasiado pobres, para sacar el máximo provecho del tiempo libre que tenían. Pero, a medida que aumentaban los salarios y las horas laborables se reducían, empezó a surgir una cultura del ocio. Al igual que el trabajo, el ocio se formalizó. Muchas de las cosas con las que hoy llenamos nuestro tiempo libre aparecieron en el siglo XIX. El fútbol, el rugby, el hockey y el béisbol se convirtieron en deportes espectáculo. Las ciudades construyeron parques para que el público paseara y comiera en ellos. Las clases medias se afiliaban a clubes de tenis y golf y acudían en tropel a los nuevos museos, teatros y salones de música. El perfeccionamiento de la imprenta, unido al aumento de la alfabetización, alimentó la expansión de la lectura.
Mientras el ocio aumentaba, la gente debatía su objeto. Muchos Victorianos lo veían sobre todo como una huida del trabajo o un medio para trabajar mejor, pero otros iban más allá y sugerían que lo que hacemos en nuestro tiempo libre proporciona textura, forma y significado a la vida. «Donde el hombre vive realmente es en su placer —afirmó la ensayista estadounidense Agnes Repplier—. Gracias a su ocio confecciona el auténtico tejido del yo.» Platón creía que la forma superior del ocio era permanecer inmóvil y receptivo al mundo, una opinión que encuentra su eco en los intelectuales modernos. Franz Kafka lo expresó así: «No es necesario que salgas de tu cuarto. Quédate sentado a tu mesa y escucha. No escuches siquiera, limítate a esperar. No esperes siquiera, permanece inmóvil y solitario. El mundo se te ofrecerá libremente para que lo desenmascares. No tiene elección. Girará arrobado a tus pies».
En el siglo XX, cuando hubo tantas predicciones sobre el «fin del trabajo», los expertos se preguntaban cómo se las arreglaría la gente con tanto tiempo libre. Algunos temían que nos volviéramos perezosos, corruptos e inmorales. El economista John Maynard Keynes advirtió que las masas desperdiciarían sus vidas escuchando la radio. Otros eran más optimistas. En 1926, William Green, presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo, prometió que la reducción del horario laboral liberaría a hombres y mujeres para que emprendieran un «desarrollo superior de sus poderes espirituales e intelectuales». El filósofo británico Bertrand Russell predijo que mucha gente emplearía el suplemento de tiempo libre para su mejora personal, leerían y estudiarían, o se dedicarían a aficiones suaves y reflexivas como la pesca, la jardinería y la pintura. En su ensayo Elogio de la pereza, escrito en 1935, Russell decía que una jornada laboral de cuatro horas nos haría «más amables, menos importunos y menos inclinados a recelar del prójimo». Con tanto tiempo libre, la vida sería dulce, lenta y civilizada.
Pero siete décadas después, la revolución del ocio sigue perteneciendo al reino de la fantasía. El trabajo rige nuestras vidas como de costumbre y, cuando tenemos tiempo libre, rara vez nos sumimos en una ensoñación platónica de quietud y receptividad, sino que, como aplicados discípulos de Frederick Taylor, nos apresuramos a llenar cada momento de actividad. Una hora vacía en la agenda suele producir más pánico que placer.
Sin embargo, la profecía de Russell se ha cumplido en parte. La gente dedica más tiempo libre a las aficiones lentas, contemplativas. La jardinería, la lectura, la pintura, los trabajos manuales, todas estas actividades satisfacen la creciente nostalgia de la época en que el culto a la velocidad era menos potente, cuando hacer una cosa bien, y obtener por ello un auténtico placer, era más importante que hacerlo todo más rápido.
Los trabajos manuales son una expresión perfecta de la filosofía del movimiento Slow. En el siglo XIX, a medida que el ritmo de la vida se aceleraba, mucha gente empezó a desdeñar los artículos que las nuevas fábricas producían en masa. William Morris y otros defensores del movimiento de Artes y Oficios, que comenzó en Gran Bretaña, culpaban a la industrialización de dar prioridad a las máquinas y ahogar el espíritu creativo. Su solución consistía en volver a hacer las cosas a mano, despacio y cuidadosamente. Los artesanos producían muebles, tejidos, cerámica y otros artículos utilizando métodos tradicionales preindustriales. Los oficios se consideraban un vínculo con una era más amable y suave. Más de un siglo después, cuando de nuevo la tecnología parece dirigirlo todo, nuestra pasión por los objetos hechos a mano es más intensa que nunca. Se observa en la expansión del movimiento Slow Food y el florecimiento de las labores de punto en toda Norteamérica.
Al igual que otras actividades domésticas, tales como cocinar y coser, las labores de punto dejaron de interesar en la segunda mitad del siglo XX. El feminismo denunció las tareas domésticas como una maldición sobre la mujer, una barrera que impedía la igualdad entre los sexos. Para las mujeres que se esforzaban por descollar en el puesto de trabajo, la labor de punto era algo que mantenía ocupada a la abuela en su mecedora. Pero ahora que los sexos están en un mayor pie de igualdad, las artes domésticas de ayer están volviendo.
Hoy, las labores de punto están oficialmente à la page, promovidas por feministas famosas como Debbie Stoller y alabadas por descubridores de tendencias como «el nuevo yoga». Algunas de las celebridades más ricas de Hollywood (Julia Roberts, Gwyneth Paltrow o Cameron Diaz) se dedican a ello en su tiempo libre. Desde 1998, más de cuatro millones de estadounidenses menores de treinta y cinco años, en su mayoría mujeres, han adquirido esta afición. En Nueva York, las ves con sus chaquetas Ralph Lauren y sus zapatos Prada, manejando las agujas en el metro o en los grandes y cómodos asientos de Starbucks. En decenas de páginas web, los aficionados al punto intercambian consejos acerca de todo, desde la elección de la mejor lana para unos mitones hasta la manera de tratar los calambres de los dedos. Las nuevas y elegantes tiendas venden madejas de materiales espléndidos, como el cachemir, que en otro tiempo sólo estuvieron al alcance de los diseñadores de modas.
Bernadette Murphy, escritora de cuarenta años que vive en Los Ángeles, ha analizado el nuevo estado de ánimo en su obra Zen and the Art of Knitting [Zen y el arte de tejer], publicada en 2002. Esta autora ve el retorno a las agujas y la madeja de lana como parte de una reacción más amplia contra la superficialidad de la vida moderna.
—En estos momentos hay en nuestra cultura un gran apetito de significado, de cosas que nos relacionen con el mundo y la gente, cosas que realmente alimenten al espíritu —afirma Murphy—. Hacer punto de media es una manera de tomarse tiempo para apreciar la vida, para descubrir ese significado y establecer tales relaciones.
En las salas de estar, las residencias universitarias y las cafeterías de las empresas de toda Norteamérica, las mujeres forman círculos de punto, en los que fraguan amistades mientras manejan las agujas. Los suéteres, los gorros y las bufandas que producen ofrecen una alternativa a los fugaces placeres del consumismo. Mientras que los bienes manufacturados pueden ser modernos, funcionales, duraderos, bellos e incluso inspiradores, el mismo hecho de que estén producidos en masa los hace desechables. En cambio, un objeto hecho a mano, como un chal de punto, por su carácter único, sus caprichos e imperfecciones, lleva la huella de su creador. Percibimos el tiempo y la meticulosidad que ha dedicado a su obra y, en consecuencia, sentimos hacia ésta un mayor vínculo afectivo.
—En el mundo actual, donde resulta tan fácil, tan barato y tan rápido comprar cosas, lo que compramos ha perdido su valor —sigue diciendo Murphy—. ¿Qué valor tiene un objeto si puedes comprar diez idénticos en el mismo instante? Cuando una cosa está hecha a mano, significa que alguien le ha dedicado tiempo. Eso le da auténtico valor.
Murphy se dedicó al punto de media casi por accidente. Durante un viaje que hizo a Irlanda en 1984, se desgarró el tendón de Aquiles y no pudo caminar durante dos meses. Empezó a hacer punto para mantenerse activa y descubrió que esa tarea tenía una enorme capacidad relajante.
Hacer punto es una actividad lenta por naturaleza. No es posible pulsar un botón, dar vueltas a un mando o mover un interruptor para hacer punto con más rapidez. El auténtico gozo de hacer punto reside en el acto de hacerlo, más que en llegar al final de la tarea. Los estudios han demostrado que la danza rítmica y repetitiva de las agujas puede reducir tanto el ritmo de los latidos cardíacos como la tensión arterial, y sosiega a la persona que las maneja hasta el extremo de que le hace entrar en un estado apacible y casi meditativo.
—Lo mejor que tiene la labor de punto es su lentitud —dice Murphy—. Es tan lenta que vemos la belleza de cada minúsculo acto que interviene en la confección de un suéter, tan lenta que sabemos que el proyecto no terminará hoy, sino que puede requerir meses. Eso nos permite reconciliarnos con la naturaleza irresuelta de la vida. Mientras hacemos punto, vivimos más despacio.
Muchas personas que hacen punto utilizan su afición como un antídoto contra el estrés y el apresuramiento de la vida moderna. Lo hacen antes y después de las reuniones importantes, durante las llamadas telefónicas a larga distancia o al final de una dura jornada. Algunos afirman que el efecto tranquilizador prosigue después de que hayan dejado las agujas, y que los ayuda a conservar la serenidad en el apresurado lugar de trabajo. Murphy observa que hacer punto la ayuda a pensar con lentitud.
—Noto perfectamente que la parte activa de mi cerebro se cierra, y eso contribuye a deshacer el enmarañado nudo de mis pensamientos. Es un remedio estupendo para el bloqueo del escritor.
¿Acabará por fracasar el auge que tiene la labor de punto a comienzos del siglo XXI? No es fácil predecirlo, pues las modas son notoriamente veleidosas. Puede que las prendas de punto sean la tendencia actual, pero ¿qué ocurrirá cuando los gruesos suéteres y las coloridas bufandas dejen de aparecer en la portada de Vogue? Algunos aficionados probablemente dejarán las agujas y adoptarán la moda siguiente. Pero muchos seguirán adelante. En un mundo de ritmo rápido y tecnología superior, una afición de tecnología inferior que ayuda a la gente a desacelerar probablemente conservará su atractivo.
Lo mismo puede decirse de la jardinería. En casi todas las culturas, el jardín es un santuario, un lugar donde descansar y meditar. Los japoneses llaman al jardín niwa, término que significa «un recinto purificado para el culto a los dioses». La actividad jardinera (plantar, podar, escardar, regar y esperar a que las plantas crezcan) puede ayudarnos a ir más lentos. Como sucede con las labores de punto, la jardinería no se presta a la aceleración. Ni siquiera en un invernadero es posible hacer que las plantas florezcan a voluntad o soslayen las estaciones para plegarse a los deseos del cultivador. La naturaleza tiene su propio horario. En un mundo apresurado, donde todo está programado para obtener la máxima eficiencia, rendirse a los ritmos de la naturaleza puede ser terapéutico.
La jardinería se popularizó como actividad de ocio durante la revolución industrial. Facilitaba a los habitantes de las ciudades un atisbo del idilio rural, proporcionándoles un amortiguador contra el ritmo frenético de la vida en las nuevas ciudades. En el siglo XIX, la contaminación atmosférica dificultaba en gran manera los cultivos en el centro de Londres y otras ciudades, pero las clases medias, que vivían en las afueras, empezaron a construir jardines ornamentales con parterres, arbustos, fuentes y estanques.
Saltemos al siglo XXI: la jardinería vuelve a estar en ascenso. En un mundo en el que tantos empleos giran en torno a los datos que aparecen en la pantalla del ordenador, la gente se decanta cada vez más por las cosas sencillas, el lento placer de hundir las manos en la tierra. Lo mismo que la labor de punto, la jardinería ha perdido su imagen de mero pasatiempo para pensionistas y se ha convertido en una afición de moda para que personas de todas las edades y antecedentes se relajen. Recientemente la revista Time elogió el auge que está teniendo «la horticultura elegante». En todo el mundo industrializado, los centros de jardinería y los viveros reciben las visitas de numerosos jóvenes que buscan la planta, el arbusto o el tiesto de cerámica perfectos. Un estudio realizado en 2002 por el centro National Family Opinion descubrió que nada menos que 78.3 millones de estadounidenses, una cifra récord, dedican ahora bastante tiempo a la jardinería, la cual figura como la principal actividad de ocio al aire libre. Lo mismo puede decirse de Gran Bretaña, donde los programas de horticultura ocupan horas de máxima audiencia en la televisión y hacen que los nombres de presentadores expertos en jardinería estén en boca de todos. «Gardener's Question Time», un programa de radio que emitió la BBC por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, ha duplicado su audiencia desde mediados de los años noventa.
Matt James, un joven que vive en una gran ciudad y que está en la onda, es ahora el nuevo rostro de la jardinería. Su programa de la televisión británica, «The City Gardener», enseña a los atareados habitantes de la ciudad la manera de hacer sitio a la madre naturaleza en la entrada de sus casas. James cree que la jardinería puede relacionarnos de nuevo con las estaciones. También puede ponernos en contacto con la gente.
—La jardinería no consiste sólo en volver a la naturaleza —dice—. Un jardín bien diseñado es un gran lugar para encontrarte con los amigos, abrir unas cervezas y encender la barbacoa. El aspecto social es muy importante.
James heredó de su madre su pasión por la jardinería y ha hecho de su afición una carrera desde que terminó los estudios. Lo que más le gusta de trabajar con el suelo y las plantas es la manera en que le permite reducir el ritmo, hacer las cosas con lentitud.
—La jardinería puede ser terriblemente frustrante cuando empiezas, las plantas se te mueren, el trabajo parece interminable..., pero cuando has superado ese obstáculo inicial, es muy apacible y relajante —asegura—. Puedes desconectar, estar solo, dejar que la mente divague. Hoy, cuando todo el mundo está siempre tan apresurado, necesitamos más que nunca unos pasatiempos más lentos, como la jardinería.
Dominic Pearson no podría estar más de acuerdo. Agente vendedor-comprador en un banco londinense, el joven de veintinueve años trabaja en el carril rápido. Los números pasan por su pantalla durante la jornada, obligándole a tomar, en una fracción de segundo, unas decisiones que pueden aportar, o costarle, millones a su jefe. Antes Pearson medraba en medio de la frenética actividad del parquet de la bolsa y ganaba sustanciosas primas. Pero cuando el gran mercado alcista se vino abajo, empezó a padecer ansiedad.
Su novia le sugirió que la jardinería podría ayudarlo. Pearson era un hombre de tendencias muy viriles, bebedor de cerveza y jugador de rugby, así que tenía sus dudas, pero decidió probarlo.
Levantó el suelo del patio situado detrás de su piso en Hackney y sustituyó las viejas losas por un pequeño césped. A lo largo de los bordes plantó rosas, azafrán, lavanda, narcisos, jazmín y glicina. Plantó también hiedra y tomates. Luego llenó el piso de macetas con plantas. Tres años después, su hogar es una fiesta para los sentidos. Una tarde estival, el olor del soleado jardín es embriagador.
Pearson cree que la jardinería también hace de él un mejor agente de bolsa. Mientras arranca los hierbajos o poda, su mente se sosiega, y de ese silencio surgen las mejores ideas para el trabajo. Está menos tenso en el parquet de la bolsa y por la noche duerme mejor. En casi todo cuanto hace, Pearson se siente más calmado, más interesado, menos apresurado.
—La jardinería es como una terapia sin tener que pagarle al terapeuta —comenta.
Pero sigue siendo mucho más probable que la mayoría de la gente, tras una larga jornada de trabajo, tome el mando a distancia del televisor en vez del transplantador o las agujas de punto. Seguramente, mirar la televisión es la principal actividad de ocio en el mundo entero y engulle gran parte de nuestro tiempo libre. El estadounidense medio mira unas cuatro horas de televisión al día, y el europeo medio, alrededor de tres. La televisión puede entretener, informar, distraernos e incluso relajarnos, pero no es lenta en el sentido más puro de la palabra. No nos concede tiempo para hacer una pausa o reflexionar. La televisión dicta el ritmo, y éste suele ser rápido: imágenes en rápida sucesión, diálogo acelerado y veloces montajes. Además, cuando miramos la televisión, no establecemos relaciones. Por el contrario, nos sentamos en el sofá, absorbiendo imágenes y palabras, sin dar nada a cambio. La mayor parte de las investigaciones revela que los espectadores adictos dedican menos tiempo a las cosas que realmente hacen la vida placentera, como cocinar, charlar con la familia, ejercicio físico, el amor, las relaciones sociales, el trabajo de voluntariado.
Mucha gente que anda en busca de un estilo de vida más satisfactorio está prescindiendo del hábito de mirar la televisión. En Estados Unidos, el movimiento contra la televisión tiene una gran militancia. Desde 1995, todos los años, durante el mes de abril, un grupo de presión llamado la TV-Turnoff Network estimula a la gente a que apaguen el televisor durante una semana. En 2003, una cifra récord de 7.040.000 personas en Estados Unidos y otros países participaron en la semana sin televisión. La mayoría de las «patatas de sofá» que reducen el tiempo dedicado a la tele dedican su tiempo a actividades genuinamente lentas.
Una de ellas es la lectura. Al igual que hacer labor de punto y practicar la jardinería, el acto de tomar asiento y enfrascarte en la lectura de un texto es algo que planta cara al culto a la velocidad. Como ha dicho el filósofo francés Paul Virilio, «la lectura implica tiempo para la reflexión, una reducción del ritmo que destruye la eficiencia dinámica de la masa». Incluso en una época en que las ventas de libros, en general, se encuentran estancadas o descienden, mucha gente, en particular ciudadanos cultivados, están enviando al infierno a la eficiencia dinámica y se acomodan en su asiento con un buen libro entre las manos. Incluso es posible hablar de un renacimiento de la lectura.
Sólo hay que ver el fenómeno Harry Potter. No hace mucho tiempo, la sagacidad convencional declaró muerta la lectura entre los jóvenes. Los libros eran demasiado aburridos, demasiado lentos para una generación que se ha criado con la Playstation. Pero J. K. Rowling ha cambiado todo eso. En la actualidad, millones de niños en todo el mundo devoran las novelas de Harry Potter, la última de las cuales es un pesado volumen de 868 páginas. Y tras haber descubierto los goces de la palabra escrita, los jóvenes se interesan ahora por libros de otros autores. Leer está incluso un poco en la onda. En la parte trasera del autobús escolar, los chicos hojean las últimas obras de Philip Pullman y Lemony Snicket. Entretanto, la literatura infantil ha pasado del estancamiento editorial al éxito estelar, con enormes anticipos y derechos de adaptación cinematográfica. En 2003, la editorial Puffin pagó a Louisa Young un millón de libras esterlinas por Lionboy, el relato de un muchacho que descubre que es capaz de hablar con los felinos tras haber recibido el zarpazo de un leopardo. En Gran Bretaña, las ventas de libros infantiles han aumentado un 40% desde 1998.
Otro signo de que la afición a la lectura está volviendo es el aumento de los grupos de lectura. Estos círculos se iniciaron a mediados del siglo xviii, en parte como una manera de compartir libros, que eran muy caros, y en parte como un foro social e intelectual. Dos siglos y medio después, por todas partes surgen grupos de lectura, incluso en los medios de comunicación. En 1998, la BBC estableció un espacio mensual, el «Book Club», en su emisora cultural, Radio 4, y en 2002 introdujo un programa similar en el Servicio Mundial. En 1996, Oprah Winfrey lanzó su famoso e influyente Club del Libro. Las novelas examinadas en su programa, incluso las de autores desconocidos, pasaban de manera automática a los primeros puestos de la lista de títulos más vendidos. En 2003, tras un paréntesis de diez meses, Oprah reanudó el Club del Libro, esta vez centrándose en los clásicos literarios. En las veinticuatro horas siguientes a su recomendación de Al este del Edén, de John Steinbeck, obra publicada por primera vez en 1952, la novela pasó del número 2.356 en la lista de ventas de Amazon al segundo lugar.
Los clubes del libro atraen a profesionales atareados que buscan una manera de relajarse y relacionarse socialmente. En 2002, Paula Dembowski se unió a uno de esos grupos en Filadelfia. Es licenciada en literatura inglesa, pero leía cada vez menos a medida que ascendía en su profesión. Entonces, un día, la ejecutiva de treinta y dos años reparó en que llevaba seis meses sin abrir una novela.
—Eso fue un toque de atención sobre el desequilibrio de mi vida —comenta—. Quería volver a la lectura, pero también la consideraba una manera de reequilibrar, en general, el ritmo de mi vida.
A fin de tener tiempo para leer, empezó a ver menos televisión y, poco a poco, redujo los compromisos fuera de las horas laborales.
—Había olvidado lo relajante que es pasarte toda una velada con una buena novela —sigue diciendo—. Entras en otro mundo, y todas esas pequeñas preocupaciones, lo mismo que las grandes, se diluyen. Leer añade otra dimensión, más lenta, a las cosas.
Para muchas personas, el acto de leer es ya de por sí lo bastante lento, pero otras dan un paso más al esforzarse por leer con menos rapidez. Cecilia Howard, escritora estadounidense de origen polaco, quien se considera a sí misma «una persona enérgica que avanza por el carril rápido», traza un paralelo entre la lectura y el ejercicio.
—Mi lema es que todo texto digno de ser leído merece que se lea despacio. Imagínelo como el equivalente mental del ejercicio superlento. Si usted desea realmente tener buenos músculos, haga sus movimientos tan lentos como le sea posible. Si quiere realizar unos ejercicios arduos de veras, hágalos con tanta lentitud que prácticamente esté inmóvil. Y esa es la manera en que se ha de leer a Emily Dickinson.
El escritor israelí Amos Oz está de acuerdo con esta opinión. En una entrevista reciente, nos instó a todos a leer más despacio.
—Recomiendo el arte de la lectura lenta —le dijo al entrevistador—. Todos los placeres que puedo imaginar o que he experimentado son más deliciosos, más placenteros, si se toman a pequeños sorbos, si uno se concede el tiempo necesario. La lectura no es una excepción.
Leer despacio no significa consumir menos palabras por minuto. Basta con preguntárselo a Jenny Hartley, profesora inglesa y experta en grupos de lectura. En 2000, el grupo, radicado en Londres, decidió leer La pequeña Dorrit, de Charles Dickens, de la misma manera que se leyó en su día, en entregas mensuales extendidas durante un año y medio. Esto significaba resistirse al impulso moderno de correr hacia el final, pero la espera merecía la pena. A todos los miembros del grupo les encantaba el enfoque lento. Hartley, que ya había leído la novela seis veces para su trabajo docente, estaba entusiasmada al descubrir que una lectura más lenta abría un nuevo mundo de detalles y matices.
—Cuando pasas las páginas a toda prisa, no aprecias algunos de los chistes y las estratagemas para posponer la acción, el jugo que saca Dickens de los relatos secretos y las tramas ocultas —explica la profesora—. Leer con lentitud es mucho más satisfactorio.
En el curso que imparte en la Universidad de Surrey, en Roehampton, Hartley experimenta ahora con los estudiantes y hace que se dediquen durante todo un semestre a la lectura de Middlemarch, la novela de George Eliot.
A miles de kilómetros de distancia, en las praderas canadienses, Dale Burnett, profesor de educación en la Universidad de Lethbridge, ha descubierto una versión de alta tecnología de la lectura lenta. Cada vez que lee un libro de cierta importancia (las novelas de aeropuerto no son aplicables) escribe en un diario cuyo soporte es una página web de Internet. Después de cada sesión de lectura, introduce en la página citas memorables e impresiones, detalles básicos sobre el argumento y los personajes y cualesquiera reflexiones que le inspire el texto. Burnett sigue leyendo el mismo número de palabras por minuto, pero tarda de dos a cuatro veces más tiempo en terminar un libro. Cuando me reúno con él, está trabajando lentamente en Anna Karenina: lee durante una o dos horas y, entonces, se pasa un tiempo similar vertiendo sus pensamientos e impresiones en un ciberdiario. Está lleno de entusiasmo por la profundidad con que Tolstoi comprende la condición humana.
—Observo que ahora tengo una apreciación mucho mejor de los libros que leo —dice—. La lectura lenta es en cierto modo un antídoto del estado continuo de aceleración en que nos encontramos en este momento.
Lo mismo puede decirse del arte. La pintura, la escultura, cualquier acto de creación artística, tienen una relación especial con la lentitud. Como observó cierta vez el escritor estadounidense Saul Bellow: «El arte tiene algo que ver con el logro de la inmovilidad en medio del caos. Una quietud que caracteriza... al ojo de la tormenta... la atención detenida en medio de la distracción».
En las galerías de todo el mundo, los artistas están observando bajo el microscopio nuestra relación con la velocidad. A menudo las obras tratan de producir en el espectador un estado de ánimo más sereno, más contemplativo. En un vídeo reciente, Marit Folstad, una artista noruega, aparece hinchando un gran globo rojo hasta que estalla. Su objetivo es lograr que el espectador desacelere durante el tiempo suficiente para pensar. La artista explica: «Al utilizar una serie de metáforas visuales centradas en el cuerpo, la respiración y los límites prolongados de la tensión física, trato de serenar al espectador de la obra de arte».
En el mundo cotidiano, más allá de las galerías y las buhardillas, la gente utiliza el arte como una manera de desacelerar. Uno de los primeros anuncios en inglés que veo en Tokio es el de un curso de relajación por medio del arte. Kazuhito Suzuki utiliza la pintura para reducir la velocidad del estilo de vida moderno. Es un diseñador de páginas web que vive en la capital de Japón, acuciado por las fechas límite. En 2002, y para evitar una extenuación que le parecía inminente, Suzuki, de veintiséis años, se matriculó en un curso de arte. Ahora, todos los miércoles por la noche se reúne con una docena de compañeros para pintar durante dos o tres horas naturalezas muertas y modelos. No hay fechas tope ni competencia ni apresuramiento..., sólo su arte y él. Cuando está en casa, en su minúsculo apartamento, Suzuki pinta acuarelas de todo, desde cuencos de fruta hasta manuales de Microsoft. Su última obra representa el monte Fuji una mañana de primavera. En su estudio, el caballete está a cuarenta centímetros del ordenador: es el yin y el yang, el trabajo y el juego, en perfecta armonía. Según él, «pintar me ayuda a encontrar un equilibrio entre la rapidez y la lentitud, de modo que me siento más sereno, con más dominio de las situaciones».
La música puede tener un efecto similar. Cantar y tocar instrumentos, o escuchar a otros que lo hacen, es una de las formas de ocio más antiguas que existen. La música puede ser estimulante, provocadora, emocionante, o puede tranquilizar y relajar, que es precisamente lo que hoy buscan cada vez más personas. Utilizar la música adrede para sosegarse no es una idea nueva. En 1742, el conde Kaiserling, entonces embajador ruso ante la corte de Sajonia, encargó a Bach que escribiera una composición para ayudarlo a vencer el insomnio. El compositor creó las Variaciones Goldberg. Dos siglos y medio después, incluso el hombre de a pie utiliza la música clásica como un instrumento de relajación. Las emisoras de radio dedican programas enteros a las obras suaves y tranquilizadoras. Las compilaciones clásicas con palabras como «relajante», «suave», «tranquilizador» y «sedante» se venden como rosquillas.
Los oyentes no son los únicos que anhelan un ritmo más lento. Un número creciente de músicos (unos doscientos según las últimas estimaciones) creen que gran parte de la música clásica se toca demasiado rápido. Muchos de esos rebeldes pertenecen a un movimiento llamado Tempo Giusto, cuya misión es la de persuadir a directores, orquestas y solistas para que hagan una cosa que es muy poco moderna: ir más despacio.
A fin de averiguar más acerca de ese movimiento, vuelo a Alemania para asistir a un concierto de Tempo Giusto. En una tarde veraniega de aire inmóvil, un grupo de gente se encamina a un centro comunitario en las afueras de Hamburgo. Unos carteles fijados a la puerta anuncian un programa de conocidas sonatas de Beethoven y Mozart. En el moderno y soleado auditorio, hay un piano de cola solitario bajo una hilera de ventanas. Tras acomodarse en sus asientos, los espectadores llevan a cabo los últimos preparativos para el espectáculo, desconectan los móviles y se aclaran la garganta a la manera aparatosa peculiar de los públicos de conciertos en el mundo entero. El ambiente me recuerda el de todos los recitales a los que he asistido... hasta que entra el pianista.
Uwe Kliemt es un alemán de edad mediana, recio, de paso vivo y ojos brillantes. En vez de sentarse al teclado e iniciar el concierto, permanece en pie ante su reluciente Steinway y se dirige al público:
—Hoy quiero hablaros de la lentitud —nos dice y, entonces, como lo hace en todos sus conciertos en Europa, se embarca en una breve conferencia sobre los males del culto a la velocidad. Recalca sus palabras haciendo oscilar las gafas, como el director de orquesta que mueve la batuta. Un murmullo de aprobación se extiende entre el público cuando Kliemt, que también es miembro de la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo, expone un conciso resumen de la filosofía del movimiento Slow—. Es inútil acelerarlo todo sólo porque podemos o porque tenemos la sensación de que debemos hacerlo —afirma—. El secreto de la vida consiste siempre en buscar el tempo giusto. Y eso en ningún lugar es más cierto que en la música.
Kliemt y sus partidarios creen que los músicos empezaron a tocar más rápido en los albores de la era industrial. A medida que el mundo se aceleraba, ellos adquirían la misma aceleración. A comienzos del siglo XIX, el público se enamoró de una nueva generación de virtuosos del piano, entre ellos Franz Liszt, el pianista de dotes supremas, que tocaba con una destreza asombrosa. Para el virtuoso, acelerar el tempo era sólo una manera de exhibir su brillantez técnica, así como de emocionar al público.
Es posible que los progresos en la tecnología de los instrumentos también hayan estimulado una manera de tocar acelerada. El piano empezó a destacar en el siglo XIX. Era más potente y estaba mejor adaptado para tocar diversas notas a la vez que sus predecesores, el clavicordio y el clavicémbalo. En 1878, Brahms escribió que «con el piano... todo ocurre más rápido, es mucho más animado y con un tempo más ligero».
La enseñanza musical reflejó la obsesión moderna por la eficiencia y adoptó una ética industrial. Los estudiantes empezaron a practicar tocando notas, en vez de composiciones.
Arraigó una cultura de largas horas de práctica. Hoy, los estudiantes de piano pueden pasarse de seis a ocho horas al día pulsando las teclas. Chopin recomendaba que no se practicara más de tres.
En opinión de Kliemt, todas esas tendencias ayudaron a alimentar la aceleración de la música clásica.
—Pensad en los compositores más grandes del canon anterior al siglo veinte, Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Chopin, Mendelssohn, Brahms... A todos ellos los tocamos demasiado rápido.
Ésta no es la opinión oficial. En el mundo musical, la mayoría de la gente nunca ha oído hablar del movimiento Tempo Giusto, y quienes lo han hecho tienden a mofarse del movimiento. No obstante, algunos expertos aceptan la idea de que la música clásica adolece de un exceso de rapidez. Desde luego, hay pruebas de que tocamos ciertas piezas con más rapidez que antes. En una carta fecha el 26 de octubre de 1876, Liszt escribió que dedicaba «presque une heure» a tocar la Hammerklavier Sonata op. 106 de Beethoven. Cincuenta años después, Arthur Schnabel sólo necesitaba cuarenta minutos. Hoy, algunos pianistas tocan las mismas notas en treinta y cinco minutos.
Los compositores de antaño regañaban a los músicos por ceder al virus del apresuramiento. El mismo Mozart cogía de vez en cuando una rabieta por el tempo. En 1778 escribió una carta feroz a su padre, tras haber escuchado cómo Abbe Vogler, importante músico de la época, destrozaba su Sonata en do mayor, KV 330, en una cena de gala. «Puedes imaginar fácilmente que la situación se hizo insoportable, ya que no pude evitar comunicarle que iba demasiado rápido», escribió el compositor. Beethoven sabía por experiencia propia lo que sentía Mozart. Cierta vez se quejó: «Una maldición pesa sobre los virtuosos. Sus expertos dedos siempre se apresuran al ritmo de su emoción y, a veces, incluso al de su mente». La desconfianza del tiempo acelerado llegó al siglo xx. Se decía de Mahler que indicaba a los directores en ciernes que fueran más lentos, en vez de acelerar, si tenían la sensación de que el público se aburría. Como sucede en el movimiento Slow en general, los músicos de Tempo Giusto no están en contra de la rapidez. A lo que ponen objeciones es a la suposición tan actual de que lo rápido es siempre mejor.
—La velocidad puede proporcionarte una intensa emoción, y hay un lugar para eso en la música y en la vida —afirma Kliemt—. Pero tienes que trazar la línea y no acelerar siempre. Tomar de un trago un vaso de vino es una estupidez, y lo mismo puede decirse si tocas a Mozart demasiado rápido.
Sin embargo, encontrar la velocidad «correcta» para tocar no es tan fácil como parece. El tempo musical es un concepto resbaladizo en el mejor de los casos y tiene más de arte que de ciencia. La rapidez con que se toca una pieza musical puede variar según las circunstancias, el estado de ánimo del músico, la clase de instrumento, el lugar de reunión, la acústica, la hora del día e incluso la temperatura de la sala. Es improbable que un pianista toque la misma sonata de Schubert exactamente de la misma manera en una sala de conciertos atestada que en un salón de casa para unos amigos. Se sabe que los compositores varían el tempo de sus obras de una actuación a la siguiente. Muchas composiciones musicales funcionan bien con más de una velocidad. El musicólogo británico Robert Donington lo ha expuesto así: «... El tempo apropiado para una pieza musical es el tempo que encaja, como la mano encaja en el guante, en la interpretación de la pieza efectuada en ese momento por el músico».
Pero ¿no dejan constancia los grandes compositores del tempo que ellos consideran «correcto» para su música? Pues no, no lo hacen. Muchos prescinden por completo de las anotaciones del tempo. Casi todas las instrucciones que tenemos para interpretar las obras de Bach se deben a alumnos y eruditos que las añadieron después de la muerte del compositor. En el siglo XIX, la mayoría de los compositores denotaba el tempo con palabras italianas como presto, adagio y lento, las cuales pueden ser interpretadas de diversas maneras. ¿Significa andante lo mismo para un pianista moderno que lo que significaba para Mendelssohn? La llegada del metrónomo de Maelzel, en 1816, tampoco solucionó la cuestión. Muchos compositores del siglo XIX se esforzaban por convertir el tic-tac-tic-tac mecánico del instrumento en instrucciones significativas sobre el tempo. Brahms, que falleció en 1897, resumió la confusión en una carta a Henschel: «Que yo sepa, todo compositor al que le han puesto señales de metrónomo, más trade o más temprano las ha retirado». Para empeorar las cosas, los editores, a lo largo de la historia de la música, adquirieron el hábito de alterar las instrucciones sobre el tempo en las partituras que publicaban.
Tempo Giusto sigue una ruta controvertida para determinar las verdaderas intenciones de los compositores de antaño. En 1980, W. R. Talsma, musicólogo holandés, puso los cimientos filosóficos del movimiento en un libro titulado El renacimiento de los clásicos: instrucciones para la desmecanización de la música. Su tesis, derivada de un estudio exhaustivo de datos y estructuras musicales históricos, es que sistemáticamente interpretamos mal las marcas del metrónomo. Cada nota debería estar representada por dos movimientos del péndulo (de derecha a izquierda, y viceversa) en vez de, como es la práctica común, un solo movimiento. Así pues, para respetar los deseos de los compositores anteriores al siglo XX, deberíamos reducir a la mitad la velocidad de las interpretaciones. Sin embargo, Talsma cree que las piezas más lentas, como la Sonata a la luz de la luna de Beethoven, no deberían reducirse tanto, o deberían dejarse como están, puesto que desde los comienzos de la era industrial los músicos las han tocado más lentamente o con el tempo original a fin de realzar su sentimentalismo y acentuar el contraste con los pasajes más rápidos. Pero no todos los miembros del movimiento Tempo Giusto están de acuerdo con esta opinión. Grete Wehmeyer, compositora alemana y autora del libro Prestississimo: el nuevo descubrimiento de la lentitud en la música, publicado en 1989, cree que toda la música clásica anterior al siglo XX, rápida y lenta, debería tocarse a la mitad de la velocidad con la que hoy suele interpretarse.
Los músicos de Tempo Giusto se alinean con Talsma y Wehmeyer, o bien adoptan una postura intermedia. Algunos prestan menos atención a las marcas del metrónomo, centrándose más bien en otras pruebas históricas y en lo que les parece bien. Pero todos los miembros del movimiento convienen en que un tempo más lento puede hacer que afloren los detalles internos de una pieza musical, las notas y los matices que le dan su auténtico carácter.
Incluso los escépticos pueden dejarse persuadir. Hoy, el exponente principal del Tempo Giusto en la música orquestal probablemente sea Maximianno Cobra, el director brasileño que está al frente de la orquesta Europa Philharmonia de Budapest. Aunque la grabación de la legendaria Novena Sinfonía de Beethoven efectuada por Cobra en 2001 dura el doble de tiempo que las interpretaciones oficiales, ha conseguido algunas críticas favorables. Un crítico, Richard Elen, afirmó que «esta interpretación revela muchos detalles internos, que normalmente pasan con tal rapidez que apenas los captas». A pesar de que le desagradaba el enfoque lento, Elen aceptaba a regañadientes que la pieza podía estar más próxima a lo que Beethoven se había propuesto, y calificó la interpretación de Cobra de «extremadamente buena».
Esto plantea un interrogante: si realmente tocamos ciertas piezas de música clásica mucho más rápido de lo que lo hacían nuestros antepasados, ¿qué tiene de malo? El mundo cambia y las sensibilidades cambian con él. No podemos rehuir el hecho de que hemos aprendido a amar un tempo musical más rápido. En el siglo XX se fomentó al máximo el ritmo: el ragtime cedió el paso al rock and roll, la música disco, el speed metal y, finalmente, el techno. En 1977, cuando Mike Jahn publicó How to Make a Hit Record [Cómo conseguir que un hit sea el número uno], aconsejó a los aspirantes a astros del pop un tempo óptimo de 120 compases por minuto para una pieza bailable. Lo que pasara de 135 compases por minuto sólo atraería a los fanáticos de la velocidad. A comienzos de los años noventa, la música drum and hass y la jungle sonaban a 170 compases por minuto. En 1993, Moby, un titán de la música techno, publicó un single al que El libro Guinness de los récords mundiales declaró el más rápido de todos los tiempos. Thousand sonaba a la vertiginosa velocidad de 1.000 compases por minuto y hacía que algunos de sus oyentes se echaran a llorar.
La música clásica también ha evolucionado. Las variaciones extremas del tempo se pusieron de moda en el siglo XX. Las orquestas, por su parte, suenan hoy con mucha más intensidad de volumen que en el pasado. La manera en que consumimos el repertorio clásico también ha cambiado. En un mundo atareado, de ritmo rápido, ¿quién tiene tiempo para sentarse y escuchar una sinfonía o una ópera de comienzo a fin? Es más frecuente que nos conformemos con un disco compacto que sólo contiene los pasajes más importantes. Temerosos de aburrir a sus oyentes, las emisoras de radio que emiten música clásica animan sus programas con pinchadiscos parlanchines, listas de los 10 primeros y concursos triviales. Algunas se inclinan por piezas más cortas y versiones más rápidas; otras reducen las pausas que los compositores indican en sus partituras.
Todo esto afecta a nuestra manera de experimentar la música desde el lejano pasado. Si 100 compases por minuto aceleraban el pulso del oyente en el siglo XVIII, es más probable que causen bostezos en la era de Moby. En el siglo XXI es posible que, para vender discos compactos y llenar las salas de conciertos, los músicos deban tocar a los clásicos con un tempo más rápido. Y puede que eso no sea el fin del mundo. Ni siquiera Kliemt desea proscribir la manera de tocar rápida.
—No quiero ser dogmático y decirle a todo el mundo cómo debería tocar —afirma—. Sólo creo que si se le da a la gente la oportunidad de escuchar su música favorita tocada con más lentitud, y la escuchan sin prejuicios, entonces sabrán, en lo más profundo de su ser, que suena mejor.
El gran debate sobre el tempo vibra en mi cabeza cuando por fin Kliemt se sienta al piano en la sala de Hamburgo. Lo que sigue es un cruce entre un concierto y un seminario. Antes de cada pieza, Kliemt toca unos acordes en el tempo rápido que prefieren los pianistas convencionales y, a continuación, vuelve a tocar el mismo fragmento a su estilo más lento. Entonces comenta las diferencias.
La primera pieza del programa es una conocida sonata de Mozart, en do mayor, KV 279. A menudo la escucho en una grabación efectuada por Daniel Barenboim. Kliemt empieza tocando un fragmento de la sonata al tempo con el que está familiarizado el oído moderno. Suena bien. Entonces reduce el tempo hasta lo que él considera el tempo giusto. Su cabeza se mueve soñadoramente mientras los dedos acarician las teclas.
—Cuando tocas rápido, la música pierde su encanto, sus aspectos más delicados, su carácter —nos dice Kliemt—. Puesto que cada nota necesita tiempo para desarrollarse, la lentitud es necesaria para hacer que aflore la melodía y el carácter juguetón de la pieza.
Interpretada a un ritmo inferior al normal, la Sonata KV Z79 suena rara al principio. Pero entonces empieza a tener sentido. Por lo menos, mi oído desentrenado percibe que la versión del tempo giusto es mejor, tiene más textura, es más melodiosa. Surte efecto. Según el cronómetro que he entrado de contrabando en el concierto, Kliemt toca los tres movimientos en veintidós minutos y seis segundos. En mi disco compacto, Barenboim produce las mismas notas en catorce minutos.
Al igual que Talsma, Kliemt cree que es correcto reducir la velocidad de las piezas clásicas más rápidas y dejar las más lentas más o menos tal como están. Sin embargo, sostiene que tocar en tempo giusto significa más que reinterpretar las marcas del metrónomo. Tienes que meterte dentro de la música, experimentar cada contorno, descubrir el ritmo natural de la pieza, su eigenzeit. Kliemt da gran importancia a igualar el tempo musical con los ritmos del cuerpo humano. En 1784, Mozart publicó una famosa sonata titulada Rondo alla Turca [La marcha turca]. La mayoría de los pianistas modernos toca la pieza a una velocidad animadísima, la más apropiada para correr, o por lo menos para practicar footing. Kliemt la toca a un tempo más lento evocador de soldados que marchan. La danza es otra piedra de toque. Muchas piezas de música clásica fueron escritas para la danza, lo cual significa que los asitócratas empolvados del pasado tenían que ser capaces de oír las notas para saber cuándo debían dar el paso siguiente.
—En los tiempos de Mozart, la música era todavía como un lenguaje —dice Kliemt—. Si la tocabas demasiado rápido, nadie entendía nada.
El concierto prosigue, Kliemt da idéntico tratamiento a las tres últimas piezas, una Fantasía de Mozart y dos sonatas de Beethoven, y el sonido de las obras es maravilloso, ni lento ni pesado ni aburrido. Al fin y al cabo, un músico puede reducir el tempo y dar todavía la impresión de rapidez y vivacidad tocando de una manera muy rítmica. ¿Suena mejor la interpretación lenta de Mozart que la rápida? Inevitablemente, es una cuestión de gustos. Es lo mismo que cuando las estrellas del pop interpretan versiones acústicas de sus canciones a tempo rápido en la cadena de televisión MTV. Tal vez, en este mundo apresurado, hay espacio para las dos versiones. Personalmente, me gusta el estilo de Tempo Giusto, pero todavía disfruto escuchando las interpretaciones que hace Barenboim de Mozart y Beethoven.
Para descubrir lo que piensa el público, hago una encuesta de tanteo después del recital de Hamburgo. Un hombre, un anciano académico de cabello revuelto, no está impresionado.
—Una lentitud desesperante —comenta.
Otros, en cambio, parecen encantados por lo que han escuchado. Gudula Bischoff, inspectora de Hacienda, de edad mediana, vestida con un traje color crema y camisa con flores estampadas, es admiradora de Kliemt desde hace mucho tiempo. Dice que el músico le abrió los ojos al genio de Bach.
—Cuando oyes tocar a Uwe es hermoso, una manera totalmente nueva de escuchar música —comenta en un tono soñador que normalmente no se asocia a los inspectores de Hacienda—. Como puedes oír las notas cuando toca, percibes la melodía mucho mejor y la música parece más viva.
Kliemt ha conseguido por lo menos un converso esta noche. Entre los espectadores que hacen cola para saludarlo después del recital, está Natascha Speidel, una seria joven de veintinueve años con jersey de cuello de cisne blanco. Es estudiante de violín y está acostumbrada a tocar las piezas de prisa, con el tempo que prefiere la mayoría de los músicos.
—En las escuelas de música, la técnica es uno de los aspectos prioritarios, por lo que el apresuramiento al tocar es lo que abunda —me cuenta—. Cuando oímos piezas tocadas con rapidez, las practicamos con rapidez y las tocamos del mismo modo. Me siento cómoda con un tempo rápido.
—¿Qué te ha parecido Kliemt? —le pregunto.
—Espléndido —responde ella—. Temí que un tempo lento hiciera la pieza aburrida, pero ha sido todo lo contrario. La música ha resultado mucho más interesante, porque puedes oír muchos más detalles que con un tempo más acelerado. Al final he echado un vistazo al reloj y he pensado: «Vaya, dos horas ya». El tiempo ha pasado mucho más rápido de lo que esperaba.
Sin embargo, Speidel no se apresurará a unirse al movimiento Tempo Giusto. Sigue gustándole tocar rápido y sabe que hacerlo más lento perjudicaría sus calificaciones en el conservatorio. También podría frustrar su sueño de conseguir un puesto en una orquesta.
—Ahora no puedo tocar lentamente en público, porque el público espera un tempo más rápido —concluye—, pero es posible que toque más lentamente por mi cuenta algún día. Tendré que pensar en ello.
Esto supone un triunfo para Kliemt. Una semilla de lentitud ha sido plantada. Después de que el público se haya dispersado en la tarde fragante, permanecemos un rato en el aparcamiento, saboreando la puesta de sol rojo y naranja. Kliemt está muy animado. Sabe, desde luego, que Tempo Giusto se enfrenta a una dura batalla. Los pesos pesados de la música clásica, con sus series de discos que vender y sus reputaciones que proteger, tienen poco tiempo para un movimiento según el cual se han pasado la vida entera dirigiendo y tocando en un tempo erróneo. Incluso el mismo Kliemt sigue refinando su búsqueda del tempo giusto. Para encontrar la velocidad apropiada tiene que emplear el método de la prueba y el error: algunas de sus grabaciones actuales son más rápidas que las que hizo diez años atrás.
—Tal vez cuando empecé a elaborar la idea de la lentitud, la llevé demasiado lejos —admite—. Todavía hay mucho que debatir.
Sin embargo, Kliemt rebosa de entusiasmo mesiánico. Como otros miembros de Tempo Giusto, cree que el movimiento podría ser la mayor revolución de la música clásica en más de un siglo. Y lo animan los progresos realizados por otras campañas del movimiento Slow.
—Hace cuarenta años, la gente se reía de la agricultura orgánica, pero ahora parece que va a convertirse en la norma nacional de Alemania —dice Kliemt—. Tal vez, dentro de cuarenta años, todo el mundo tocará más lentamente a Mozart.
Mientras el movimiento Tempo Giusto trata de escribir de nuevo la historia de la música clásica, otros utilizan la lentitud musical para presentar un reto simbólico al culto a la velocidad.
Un antiguo faro a orillas del Támesis, al este de Londres, es ahora el lugar designado para el que podría ser el concierto más largo jamás realizado. El proyecto se llama Longplayer y durará por lo menos mil años. La música se basa en veinte minutos de grabación de las notas que emiten unos cuencos vibradores tibetanos.* Cada dos minutos, un Apple iMac toca seis segmentos de la grabación con distintos tonos, produciendo una banda sonora que jamás se repetirá a sí misma durante todo un milenio de ejecución. Jem Finer, el creador de Longplayer, quiere tomar postura contra los estrechos horizontes de nuestro mundo enloquecido por la velocidad.
—Ahora que todo va cada vez más rápido y los períodos de atención se acortan, nos hemos olvidado de reducir la marcha —me dice—. Quería hacer algo que evocara el tiempo como un largo y lento proceso, en lugar de exigir apresuramiento.
Sentarte en lo alto de un faro desde donde se abarca el panorama más allá del Támesis, y escuchar el sonido profundo y meditativo de los cuencos vibradores, es una gran experiencia de lentitud. Longplayer alcanza a un público más amplio que el de quienes realizan el peregrinaje al este de Londres. Durante el año 2000, un segundo iMac transmitió los relajantes sonidos en la zona de descanso de la Cúpula del Milenio, al otro lado del río. En 2001, la radio nacional holandesa lo transmitió durante cuatro horas ininterrumpidas. Incluso ahora, Longplayer se emite en Internet.
Otro acontecimiento musical maratoniano está preparándose en Halberstadt, una pequeña población alemana famosa por sus órganos antiguos. La iglesia de San Burchardi, del siglo XII, un edificio imponente que fue saqueado por Napoleón, es el lugar elegido para un concierto que finalizará en 2640 si los patrocinadores lo permiten. La obra presentada es de John Cage, el compositor de vanguardia estadounidense, quien la escribió en 1992. Su título, muy apropiado, es ASLSP o As Slow As Possible [Lo más lento posible]. La duración que debería tener la pieza fue durante largo tiempo objeto de debate entre los entendidos. Algunos consideraban suficientes veinte minutos, otros no parecían dispuestos a conformarse con nada que no fuese casi el infinito. Tras consultar a un grupo de musicólogos, compositores, organistas, teólogos y filósofos, Halberstadt se decidió por 639 años, exactamente el tiempo transcurrido desde la creación del renombrado órgano Blockwerk de la ciudad.
Para hacer justicia a la pieza de Cage, los organizadores construyeron un órgano que durará siglos. Tiene unas pesas adheridas al teclado para mantener las notas mucho después de que el organista se haya marchado. El recital de ASLSP empezó en septiembre de 2001, con una pausa que duró diecisiete meses. Durante ese tiempo, el único sonido fue el de los fuelles del órgano al inflarse. En febrero de 2003, un organista tocó las tres primeras notas, que reverberaron en la iglesia hasta el verano de 2004, y entonces se tocaron las dos notas siguientes.
Es evidente que la idea de un concierto, tan lento que ninguno de los asistentes a la noche inaugural vivirá para escuchar el final, tiene una favorable acogida entre el público. Cada vez que un organista llega para tocar la siguiente serie de notas, centenares de espectadores acuden a Halberstadt. Durante los largos meses de intervalo, los visitantes van a empaparse de los sonidos residuales que reverberan en la iglesia.
Asistí al concierto de ASLSP en el verano de 2002, cuando los fuelles todavía se llenaban de aire y antes de que hubieran instalado el órgano. Norbert Kleist, un abogado comercial y miembro del Proyecto John Cage, fue mi guía. Nos encontramos en el exterior de la iglesia de San Burchardi.
Al otro lado del patio, los edificios de antiguas granjas habían sido convertidos en viviendas sociales y un taller de ebanistería. Cerca de la iglesia se alzaba una escultura moderna, hecha con cinco columnas de hierro inconexas.
—Representan el tiempo roto —me explicó Kleist, mientras se sacaba las llaves del bolsillo.
Abrió la pesada puerta de madera y entramos en el templo, que estaba espectacularmente vacío. No había bancos ni altar ni imágenes, sólo un suelo de grava y un techo alto cruzado por vigas de madera. El aire era fresco y olía a manipostería antigua. Las palomas aleteaban en los alféizares de las altas ventanas. Los fuelles del órgano, metidos en una gran caja de madera de roble, parecían una central eléctrica en miniatura en uno de los cruceros de la nave, hinchándose y exhalando el aire en la penumbra. El sonido siseante que emitía era suave, casi musical, como una locomotora que entrara en la estación al final de un largo viaje.
Kleist dijo de la ejecución de ASLSP, que durará 639 años, que es un reto a la cultura apresurada, llena de apremio, del mundo actual. Cuando salimos de la iglesia, dejando que el órgano llenara sus grandes pulmones, comentó:
—Tal vez esto sea el comienzo de una revolución de la lentitud.