La prueba que faltó

Dos hechos importantes se habían omitido en el proceso.

El primero: Cuando la Sra. Hancock había acudido a su cita con Scott Hamilton, sentía una profunda angustia que la desequilibraba mentalmente.

El segundo: La Sra. Hancock estaba agotada físicamente, al borde del desmayo.

En principio, la carta de su editor cuestionando la autenticidad de su declaración en el contrato, la había alterado tanto como para comprender que alguien intentaba perjudicarla y que su libro quizá no negaría a publicarse. Le angustiaba la idea de tener enemigos que ni tan siquiera conocía y trataba desesperadamente de comprender sus razones. ¿A quién había podido perjudicar o disgustar hasta el punto de granjearse semejante odio?

Si hubiera podido reflexionar con objetividad habría podido comprender que viviendo con un negro se había enajenado a toda la raza blanca. Y que también se había enajenado a algunos negros por el hecho de pertenecer a una clase culta. Pero estaba lejos de entrever esas posibilidades.

Ni por un momento pensó que el enemigo en cuestión pudiera ser Scott. Se negaba a pensar que hubiera sido él porque era negro y porque había vivido con él. Que un negro con el que había convivido pudiera hacerle daño u odiarla, no se atrevía ni a pensarlo, pues si esto fuera posible no tendría ningún mérito ser blanco. Porque ella creía en su raza como creía en Dios. Sin embargo, una extraña sospecha la atormentaba sin que pudiera librarse de ella: que otros negros quizá no la quisieran. Pero ¿por qué? No lo veía claro y esta hipótesis incluso contradecía sus más íntimas convicciones.

Además, antes de reunirse con Scott, no había dormido en toda la noche.

Volvió al hotel a las cuatro de la mañana y, en efecto, se quedó en su habitación, pero en compañía de su ex marido, que estuvo con ella hasta una hora antes de que fuera a reunirse con Scott Hamilton en el Mónaco. Pero este punto exige una explicación.

Había pasado las vacaciones del mes de agosto con su ex marido y sus cuatro hijas en una villa en Capri. Lo había arreglado todo para estar sola con sus hijas, pero en el último momento su marido había insistido en acompañarlas. Había amenazado con impedir que fueran las niñas si no le permitía ir a él también.

Ella sabía que era capaz de hacerlo. Aunque la custodia de las niñas le correspondía durante las vacaciones, siempre podría encontrar una excusa que sería suficiente para los jueces belgas. Además estaba al corriente de su relación con Scott y podía utilizarlo en su contra.

Ella aceptó y estuvo a gusto con él.

El parecía encontrarla más.deseable que nunca y, en efecto, la deseaba más desde que se había enterado de su relación con un negro. La cortejó incesantemente, como si fuera para él una mujer nueva a la que quería seducir; se mostró solícito, galante y deseable.

Haber vivido sola en París y el haber descubierto la sensualidad permitió a la Sra. Hancock disfrutar de aquel cortejo. Por primera vez deseó sexualmente a su marido. No se le ocurrió, lógicamente, que esa nueva pasión que demostraba podía provenir en parte de que su marido creía que su libro, una vez publicado en los Estados Unidos, iba a proporcionarle mucho dinero.

Sólo Michele, la hija mayor, intervino para mantenerlos separados. Michele, que sentía por su padre un cariño poco normal, no quería que tocara a su madre. Los vigilaba constantemente y no los dejaba solos más de algunos minutos; incluso por la noche, cuando se despertaba, iba a sus habitaciones para cerciorarse de que no estaban juntos.

La ansiedad que les produjo esta situación estimuló su deseo. Parecían de esos amantes que tienen que burlar la vigilancia de la esposa.

El resultado fue que le pidió que se volviera a casar con él. La idea era seductora: él era rico y poseía la gran mansión de Dinant, la mitad de la cual le correspondía legalmente; ella estaba cansada de vivir sola y de trabajar; además deseaba vivir con sus hijas.

Cuando se separaron, finalizado el mes de agosto, le prometió que la iría a ver a París en cuanto pudiera. Obedeciendo entonces a un repentino impulso, ella le dio la llave de su habitación, diciéndole que la esperara allí cuando llegara y que no la fuera a buscar al hospital donde trabajaba. Cuando volvió a París pidió otra llave al recepcionista diciendo que había perdido la suya y a éste no se le había ocurrido mencionar el hecho en el juicio.

André Brissaud había llegado a París un sábado poco antes de las doce de la noche. En el momento en el que iba a llamar para que le abrieran, una pareja había entrado y aprovechó para subir, sin que lo vieran, directamente a la habitación de su ex mujer.

André había estado conduciendo cinco horas de un tirón y se sintió aliviado al encontrar la habitación vacía; se tumbó vestido en la cama y se durmió. Cuando llegó la Sra. Hancock, hacia las cuatro de la mañana, seguía durmiendo.

Habiendo reflexionado largamente su propuesta, la Sra. Hancock se sentía de nuevo presa de temores y dudas. Pero André Brissaud pronto la acalló con protestas de amor y juramentos de fidelidad. Se dedicó además a avivar su deseo y en poco tiempo recuperó el ascendiente sexual sobre su ex mujer que aceptó casarse con él por segunda vez si quedaba de nuevo embarazada.

Como acostumbraba a hacer antes de una noche de amor, André Brissaud había llevado una botella de vino que contenía algunas gotas del mismo afrodisíaco que, pocas horas más tarde, mataría a la Sra. Hancock. Bebió de cuando en cuando y la convenció para que hiciera lo mismo. Hicieron el amor cinco veces, lo que hubiera sido imposible sin el estimulante.

Al principio deseaba profundamente quedarse de nuevo embarazada, pues deseaba tener un último hijo.

Sin embargo, el exceso le produjo una sensación de humillación y, de nuevo, se sintió obscena y envilecida. Estaba tan agotada que se sentía débil de espíritu. Cuando André se fue se vio asaltada por los mismos temores y las mismas angustias que ya había conocido anteriormente. Estaba tan deprimida que por un momento pensó en el suicidio, porque la muerte le parecía preferible a las desgracias de su primer matrimonio. Naturalmente no podía darse cuenta de que su estado de ánimo estaba condicionado por su fatiga física.

Cuando fue a ver a Scott Hamilton sentía gran necesidad de consuelo. Necesitaba su amor y su bondad para recuperar su propia estima, la dignidad y el honor. Estaba segura de que Scott la seguía respetando y estaba convencida de que, a pesar de todo, la seguía amando. Su marido había excitado su pasión y había aprovechado para poseerla brutalmente; de Scott sólo deseaba ternura.

En su libro había escrito: «Las mujeres son tan tontas: son tan vulnerables a la ternura.»

Estaba segura de que Scott iba a mostrarse tierno con ella. Además, quería convencerse de que todos los negros eran tiernos con las blancas.

Por su parte, Scott estaba muy alterado porque se sentía culpable. Cuando ella lo había llamado por teléfono había comprendido inmediatamente que era Roger Garrison el que había escrito al editor, pues Roger Garrison era la única persona a la que le había hablado de su convenio con la Sra. Hancock en lo referente a los beneficios del libro.

Incluso aunque no le hubiera hablado de ello estaría seguro de que Garrison era el autor de aquella carta, Scott sabía que Roger envidiaba en secreto su vida mundana, los éxitos que le suponía con las mujeres blancas de alta sociedad y su vida aventurera y desprovista de responsabilidades. Roger provenía de un ambiente muy humilde y sólo había triunfado uniendo un trabajo duro a un talento excepcional. Odiaba a los otros negros que, creía él, gozaban de las recompensas de la vida sin haber luchado. Scott sabía que Roger lo consideraba un poco como una especie de chulo. Roger también lo odiaba porque ridiculizaba a Stella Browning, su esposa negra; por su relación con la señora Hancock y, sobre todo, por el amor y el respeto que sentía por esta última.

Además, Roger odiaba a la Sra. Hancock porque notaba que ella lo trataba con cierta condescendencia. Habría podido superar ese odio, incluso la habría llegado a aceptar, pero la idea de que ella lo despreciaba lo ponía fuera de sí. No podía imaginarse que la Sra. Hancock no pensaba nunca en él, a no ser para compadecerlo.

Cuando la Sra. Hancock rompió con Scott, Garrison deseó que Scott se vengara de ella. Por todo tipo de medios indirectos trató de incitar a Scott para que hiriera y humillara a la señora Hancock propalando rumores malintencionados susceptibles de ocasionarle dificultades en su trabajo en el hospital y con los americanos de París.

Scott se negó y Garrison detestó más profundamente a la señora Hancock.

Por esto, más que por cualquier otra razón, Scott le pidió a la Sra. Hancock que se viera con sus amigos.

En el Mónaco la Sra. Hancock le contó lo que había sucedido entre ella y su marido y le comunicó su sentimiento de repugnancia. Aunque se sintiera humillado por su papel de confesor, Scott hizo todo lo posible para tranquilizada, afirmando que todo podía terminar bien. Si tenía otro hijo, éste llenaría su vida. Ella deseaba tanto vivir con sus hijas que, hiciera lo que hiciera su marido, su presencia le bastaría. Madre, ante todo, ahora necesitaba tener a sus hijos al precio que fuera. No debía inquietarse por las costumbres sexuales de su marido.

Trató de calmarla, de tranquilizada. Pero en aquel momento no sentía una preocupación real por ella, pues se había dado cuenta de que ya no contaba para él.

Si la llevó a su habitación para que se viera con sus tres amigos fue sólo con la intención de que reafirmara su confianza en los negros. No sabía en aquel momento por qué le parecía tan importante, pero era un poco como si hubiera querido defender la dignidad y la integridad de su raza. Pues no dudaba que sus amigos la tratarían con la halagadora solicitud que los negros inteligentes muestran hacia las blancas de buena sociedad.

En esa época, Shelly Russell tenía una relación con una americana blanca divorciada, madre de dos hijos. Y Ted Elkins era novio de una blanca culta.

El hecho de que dos de los amigos de Scott sintieran amor y respeto por mujeres parecidas a ella hizo que la Sra. Hancock volviera a sentir confianza y seguridad. Sentía gratitud hacia aquellos negros porque reconocían las valiosas cualidades espirituales de las esposas que se habían negado a ceder a la servidumbre conyugal. Respetando su sensibilidad, la conmovían su ternura y su compasión, y el calor de su emoción y de su amabilidad le procuraba una sensación de total seguridad.

Cuando se sintió algo borracha no tuvo ningún pudor en tumbarse en la cama para dormir un poco. Notaba que la trataban como a una amiga y, a su vez, empezó a pensar en ellos como amigos.

No se imaginó que había podido herir al muy susceptible Ted Elkins prestando una atención demasiado exclusiva a Scott y a Shelly y descuidando sus intentos de conversación y los de Cesar Gee. Ted pensaba que aquella actitud estaba condicionada por el hecho de que Cesar y él tenían un tipo negroide más acusado que Scott y Shelly, y dedujo que la Sra. Hancock era profundamente racista.

Naturalmente, Ted Elkins no sospechaba que, debido a su estado, no estaba en condiciones de escuchar sus brillantes análisis políticos. Sabía, por haberlo oído decir frecuentemente, que la Sra. Hancock era inteligente y culta, así que concluyó que si lo ignoraba sólo podía ser a causa de sus prejuicios racistas.

Las razones de la actitud de la Sra. Hancock eran sencillas: conocía a Scott y era sensible a las palabras interesantes y al humor de Shelly que le permitían relajarse, que era lo que más necesitaba.

Los cuatro hombres conocían la existencia de la botella de jerez que contenía polvo de cantárida. Un periodista americano blanco la había llevado y les había advertido de su nocividad. Sabían que Scott hacía experimentos para encontrar la mezcla ideal. Cuando la hubiera encontrado, quería dar una gran fiesta interracial regada con el jerez para constatar maliciosamente sus efectos.

Fue, pues, por despecho -espontáneo, no premeditado y únicamente inspirado por un reflejo racial- por lo que Ted tendió aquella botella a la Sra. Hancock cuando, una vez que se despertó, la vio buscar con los ojos la botella de la que había bebido anteriormente. Ted no tenía ninguna intención de hacerle daño e ignoraba los peligros de una dosis excesiva. Había querido simplemente empujarla a los brazos de Cesar Gee donde ella perdería el control y, como se había imaginado que ella pensaba que Cesar era como un mono, tenía ganas de ver lo que su deseo sexual le inspiraba para seducir a aquel mono.

Ted sabía, naturalmente, que Scott le habría impedido hacer aquello si se hubiera dado cuenta, igual que se habría opuesto con fuerza a cualquier cosa que pudiera humillar a la Sra. Hancock. Había, pues, esperado que Scott, que se había levantado para ir a abrir la ventana, estuviera de espaldas, para darle la botella a la Sra. Hancock.

Cesar Gee no se había enterado de nada.

Shelly Russell lo había visto todo, pero Ted lo conocía de sobra como para saber que no haría nada por impedírselo. Tras el respeto que Shelly demostraba a las mujeres blancas de la clase de la Sra. Hancock, se escondía un desprecio tan profundo como el de Ted. Shelly también ignoraba que el afrodisíaco pudiera ser mortal. Se limitó a intercambiar un guiño con Ted, y luego a contemplar a la Sra. Hancock con sorna cuando se sirvió la bebida.

En aquel momento, la Sra. Hancock pensaba en ese fragmento memorable de la novela El puente de San Luis en el que la abadesa, madre María del Pilar, al descubrir la inesperada humildad que se ocultaba tras la orgullosa y egoísta marquesa de Montemayor dice: «Ahora has de saber, por fin, que en todas partes puedes esperar la gracia.»

Luego lo intentaron todo desesperadamente para salvarla. Incluso rezaron en silencio para que viviera. El pánico les había impedido ir a buscar un médico, pero un médico no habría podido salvarla: estaba demasiado agotada física, psicológica y espiritualmente para intentar el menor esfuerzo contra la muerte. Sólo deseaba franquear la ventana y precipitarse a la muerte. En sus últimos momentos no deseó ni un instante volver a la vida, pues la vida que había sido la suya no le parecía deseable.