Sheldon Edward Russell

Sheldon Edward Russell, conocido por sus amigos por el diminutivo «Shelly», tenía treinta y cinco años; estaba divorciado y vivía como un soltero. Alto, de complexión impresionante, siempre recién afeitado y con una piel marrón marmóreo que dejaba aparecer en su rostro una curiosa mezcla de rasgos blancos y negros, como si la sangre de sus antepasados siguiera librando una permanente batalla para que dominara en su rostro una u otra raza. Esto no le impedía ser guapo. Sus cabellos negros, ondulados, entrecanos en las sienes, le daban además una cierta distinción.

Con estas características esenciales no podía más que vestirse de tweed y fumar en pipa sofisticadamente. Provocaba en las mujeres una impresión de excepcional virilidad y de sex-appeal, sin por ello dar muestras de la excitación común en los hombres de este tipo. Siempre tranquilo y relajado, fumaba lenta y varonilmente su pipa mientras escuchaba atentamente. Un destello malicioso en sus ojos marrón claro, una imperceptible sonrisa en sus finos labios mostraban una naturaleza tolerante e ingeniosa. Su excepcional sentido del humor impresionaba a todo el mundo. Era un narrador de primera categoría, naturalmente espiritual, y un compañero siempre agradable en cualquier situación.

Todo el mundo lo apreciaba. Era el más popular de los americanos blancos o negros que vivían en el Ouartier Latin. Nunca faltaban mujeres deseosas de salir con él. Sus preferencias eran, por este orden: suecas, inglesas, americanas. Generalmente, las escogía un poco gorditas. La belleza era secundaria, la inteligencia preferible, el encanto deseable, el ingenio no era necesario y la edad no tenía importancia.

En París, Shelly tenía su corte en el Tournon, un café situado en la calle del mismo nombre, frente a la entrada principal del palacio de Luxemburgo. Su corte, siempre numerosa, de admiradores de ambos sexos, sólo pretendía divertirse. Shelly hacía su elección para la noche entre las mujeres presentes, pues rara vez fijaba sus citas por adelantado.

Aunque había vivido tres años en Europa y la mayor parte de ese tiempo en París, Shelly Russell sólo hablaba un francés aproximado, que no sentía ninguna necesidad de mejorar. Pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de otros americanos o de gente que hablaba inglés con soltura y no tenía ocasión de practicar el francés a no ser en los contactos utilitarios. Curiosamente tenía muy poco éxito entre las francesas, por razones que mantenía en secreto, y la cultura francesa no había influido prácticamente nada en su manera de vivir.

Era que, como se sentía muy orgulloso de sus orígenes, Shelly Russell se rebelaba ante la posibilidad de convertirse en un negro anónimo en el marco de la civilización francesa -tan anónimo como pudieran serlo los árabes o los africanos. Huésped de pago de la República Francesa, entendía que como tal debía de ser tratado.

Militante y periodista, el padre de Shelly, George Bernard Russell, había trabajado en la redacción de un gran semanario destinado a los negros. Era negro con cabellos grises y rasgos semitas, aspecto apasionado y arrogante, egocéntrico; lo temían y lo veneraban porque era el abogado y el portavoz de la igualdad racial.

Su abuelo había sido obispo de la Iglesia metodista episcopal de América. Cosa curiosa, se llamaba Abraham Isaac.

El padre del obispo Russell, bisabuelo de Shelly, había sido mozo de cuadra en Filadelfia de 1847 hasta el final de la Guerra de Secesión. Nació libre de padres esclavos que habían huido del Sur gracias a una red clandestina de evasión durante la guerra de 1812.

El padre de Shelly era diplomado por el instituto de Hampton, Virginia; su abuelo había estudiado en Wilberforce College, Ohio.

La madre de Shelly era hija de un misionero presbiteriano de raza blanca y de una negra. Había obtenido un diploma de composición musical en el conservatorio de Oberlin College, luego había dado clase de música en el instituto negro de Hampton y allí había conocido casualmente a su futuro marido en un curso.

Shelly ingresó en Harvard y antes de que finalizara el curso perdió a su padre muerto repentinamente de un ataque cardíaco. Temiendo por su futuro, intolerablemente frustrado y humillado por el desprecio cortés pero categórico con el que trataban a los negros en Harvard, Shelly se había casado, como represalia, con una joven blanca, Anne Bentley, cuyo padre tenía un negocio de automóviles en Madison, Wisconsin.

Anne Bentley era alumna de segundo curso del colegio femenino de Radcliffe. Un mes después de su boda se separaron. Shelly volvió a su casa en Filadelfia y Anne a casa de sus padres sin esperanza de regresar. Los Bentley consiguieron anular el matrimonio argumentando el hecho de que Shelly pertenecía a una raza diferente, lo que era causa de incompatibilidad.

En diciembre América entró en guerra. El periódico que su padre había dirigido contrató a Shelly como corresponsal especial y en calidad de tal pasó los tres años siguientes junto a las tropas negras destinadas al frente del Pacífico. A finales de 1945 volvió a Filadelfia en compañía de una esposa australiana, una rubia grande y gorda, agregada en el estado mayor de la Cruz Roja en Alaska.

Shelly pudo entonces regresar a Harvard y, al cabo de tres años, consiguió un diploma de periodista. Vivió con su esposa en Boston todo el tiempo que duraron sus estudios; cuando los hubo terminado, volvió a Filadelfia y fue contratado por su antiguo periódico en calidad de redactor. Su mujer se enamoró de uno de sus colegas, Ralph Baker, un hombre más sólido, más negro y aparentemente más viril que él, se divorciaron y ella se casó con Baker.

Shelly se estableció en Boston, llegó a ser el jefe de la sección local de su periódico y le concedieron un espacio semanal, lo que le permitía tratar a su estilo todo tipo de temas: arte, política o cotilleos, con la única condición de que sus artículos fueran interesantes. Demostró gran talento para esta forma de periodismo y su firma pronto tuvo gran éxito.

Shelly se enamoró entonces de una joven de mundo, una blanca hermosa y encantadora, miembro de la Sociedad de las Hijas de la Revolución Americana, que se acababa de divorciar de su esposo, un armador millonario de sesenta y tres años, descendiente también él de una antigua familia bostoniana. Se había separado porque él era estéril y ella deseaba un hijo.

Shelly vivió con aquella mujer durante dos años en la propiedad que ella tenía en Northampton, Massachusetts. Tuvieron un hijo varón, blanco. Cuando el niño cumplió dieciocho meses y su madre tuvo la certeza de que no tenía ninguna marca susceptible de evocar la raza negra, rompió con Shelly, lo echó de la propiedad y se volvió a casar con su ex esposo. Este aceptó al hijo como suyo propio y lo nombró su heredero.

Shelly estaba muy enamorado de aquella mujer y la ruptura lo dejó destrozado. Se fue a París y desde entonces intentó olvidar practicando las voluptuosidades que le dieron fama en el Ouartier Latin. Sin embargo, no lo consiguió, pues a pesar del daño que le había hecho seguía sintiendo gran respeto por aquella mujer; por su medio, su situación social, su cultura, sus aptitudes mundanas, todas las características de superioridad que poseía como mujer americana rica, blanca y culta. En consecuencia, el respeto que le tenía se extendió a todas las mujeres de las que ella era el prototipo.

Shelly recibía de su periódico sesenta y cinco dólares semanales por su sección semanal. Pero se moría de envidia por convertirse en uno de esos grandes editorialistas que ganan cincuenta mil dólares al año, situación que le habría permitido atraerse la admiración y el respeto de las mujeres de mundo.

Deseaba profundamente contarse entre esos hombres a los que se admira, pero en el fondo de sí mismo sabía que le faltaba talla. Y también lo sabían otros, como las mujeres que había admirado y que había deseado atraer lo habían sabido desde el comienzo de su intimidad.

A veces se sentía amargado, irritado y se compadecía de su suerte. Ninguna de sus relaciones se había dado cuenta de ello a no ser las más cultas de sus amantes. Vivía en el temor constante de que se descubriera quién era él realmente, y por eso se esforzaba en parecer siempre seguro de sí mismo y feliz con su vida. En todas las ocasiones se mostraba generoso y atento, sobre todo con las americanas blancas de cierta importancia, mostraba una solicitud excesiva con las mujeres de mundo americanas. Sentía desprecio por los otros negros pero los toleraba porque le eran útiles. Aunque envidioso de la situación de Roger Garrison, le hacía la pelota.

De alguna manera, Shelly Russell era una especie de Tío Tom aficionado.

Hay Tíos Tom profesionales que sacan gran provecho de su tiotomismo.

Hay Tíos Tom de nacimiento que no conocen otra manera de vivir con los blancos que practicando el tiotomismo.

También hay negros que, aunque se horroricen de ello, se han convertido en Tíos Tom para ganarse la vida.

Shelly Russell no pertenecía a ninguna de estas categorías: Shelly practicaba el tiotomismo sin estar obligado a ello, con la única finalidad de ser querido y apreciado por los blancos inteligentes y cultos, a ser posible pertenecientes a la gran burguesía.