22

Pasó el martes. El coronel Calhoun y su sobrino habían desaparecido. Lo mismo pasaba con Grave Digger y Coffin Ed. Toda la fuerza policíaca andaba buscándoles. Encontraron la furgoneta abandonada junto al cementerio de la Calle 155, en la esquina con Broadway; pero no se tenía ni un indicio del paradero de ambos detectives. Sus esposas estaban frenéticas. El teniente Anderson se había unido personalmente a la búsqueda.

Sin embargo, lo único que Grave Digger y Coffin Ed habían hecho era dejar la furgoneta y encaminarse al «Hotel Lincoln», en la Avenida San Nicolás, dirigido por un viejo amigo suyo. Una vez allí, tomaron habitaciones contiguas y se acostaron. Durmieron veinticuatro horas.

Era ya el miércoles por la mañana, y ambos se dirigieron en taxi a la comisaría del distrito para presentar su informe. Los dos iban en zapatillas y sin calcetines.

En cuanto les vio, el capitán se puso rojo. Estaba a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Les dijo que no volvería a hablarles; ni siquiera a mirarles. Les ordenó que esperasen en la sala de detectives y telefoneó al comisario. Los otros detectives les miraron con simpatía, pero nadie les habló. Hacerlo, era exponerse irremediablemente a un lío.

Cuando llegó el comisario les llamaron a la oficina. La actitud del hombre era visiblemente fría, pero sabía controlarla a la perfección, como quien sabe contener sus impulsos de morderse las uñas. El comisario les tuvo en pie mientras leía su informe. Luego contó los ochenta y siete mil dólares en metálico que ambos detectives habían devuelto.

—Ahora, sólo deseo los hechos escuetos —dijo, mirando alrededor, como si fuese a encontrar en la oficina aquellos hechos de los que hablaba—. ¿Cómo es posible que el coronel Calhoun huyese mientras ustedes le vigilaban? —preguntó al fin.

—No ha leído usted nuestro informe correctamente, señor —replicó Grave Digger en tono respetuoso—. Estuvimos esperando a que Calhoun volviese, para atraparle con las manos en la masa en el momento de sacar el dinero de la bala de algodón. Pero cuando empezó a abrir la cerradura, su sobrino le dijo algo y los dos corrieron hacia su coche y arrancaron a toda velocidad. Esta fue la última vez que les vimos. Tratamos de seguirles, pero su coche era demasiado rápido. Lo más probable es que tuvieran algún artilugio en la cerradura que les indicase si se había intentado forzarla o no.

—¿Qué clase de artilugio?

—No lo sabemos, señor.

El comisario frunció el ceño.

—¿Por qué no informaron de su fuga para que la Policía se ocupara de agarrarles? Es evidente que contamos con Cuerpos mejor capacitados para esa tarea… ¿O no lo creen así? —añadió, sarcásticamente.

—Tiene usted razón, señor —dijo Grave Digger—. Pero esos Cuerpos no lograron atrapar a los dos pistoleros de Deke, y tuvieron dos días enteros para hacerlo antes de que esos mismos pistoleros se presentaran aquí, en la comisaría de distrito, matasen a dos agentes y pusieran en libertad a Deke.

Con rostro impasible, Coffin Ed añadió:

—Supusimos que habría más probabilidades de que lo agarrásemos por nosotros mismos. Estábamos casi seguros de que, tarde o temprano, volvería a por el dinero, así que nos quedamos allí escondidos, esperando.

—¿Durante todo un día? —preguntó el comisario.

—Sí, señor. El tiempo no importaba.

El capitán carraspeó furiosamente, pero no dijo nada.

El comisario enrojeció de ira.

—En el Cuerpo no hay sitio para los que hacen lo que les da la gana.

Coffin Ed estalló:

—Encontramos a Deke y a sus dos asesinos, ¿no? Hemos devuelto a Iris, ¿no? Hemos conseguido pruebas en contra del coronel, ¿no? Para eso se nos paga, ¿no? ¿A todo eso le llama usted hacer lo que nos da la gana?

—¿Y cómo lograron todo eso? —gritó el comisario.

Rápidamente, Grave Digger se anticipó a Coffin Ed.

—Haciendo lo que consideramos mejor —respondió, respetuosamente—. Dijo usted que nos daba libertad de acción.

—Hum… —gruñó el comisario, hojeando el informe que tenía ante sí—. ¿Cómo se hizo esa bailarina, Billie Belle, con el algodón?

—No lo sabemos, señor, no se lo hemos preguntado —contestó Grave Digger—. Creíamos que esa información ya se la habrían sacado a Iris. La tienen aquí desde ayer.

El capitán enrojeció.

—Iris se niega a hablar —dijo, puesto ya a la defensiva—. Además, no sabíamos nada de Billie Belle.

—¿Dónde vive? —preguntó el comisario.

—En la Calle 115, no lejos de aquí —explicó Grave Digger.

—Que la hagan venir —ordenó el comisario.

El capitán, alegrándose de salir tan bien librado, mandó a dos detectives blancos a buscar a la bailarina.

Billie no tuvo tiempo de ponerse todo el elaborado maquillaje que utilizaba en escena y, sin él, su aspecto era juvenil y recatado, casi inocente, como les ocurre a todas las lesbianas. Sus suaves y jugosos labios tenían un tono rosa natural y, sin pintura, sus ojos parecían más brillantes, más pequeños y más redondos. Llevaba unos pantalones negros y una blusa blanca de algodón, y su aspecto lo era todo menos el de una sofisticada bailarina de cabaret. Su actitud era tranquila e impenitente.

—Fue sólo un antojo —explicó—. La otra tarde, cuando pasaba por debajo del puente, vi a Tío Bud dormido en su carretilla y, al fijarme en su pelo, tan blanco y rizado, pensé en el algodón. Me detuve y le pregunté si podía conseguirme una bala para mi número; no sé por qué lo hice, tal vez fuera porque si Tío Bud se cortase el pelo podría llenar con él todo un fardo. Él contestó: «Deme cincuenta dólares y le llevaré una bala de algodón, Miss Billie.» Le di el dinero allí mismo, segura de que los del club me lo devolverían. Aquella misma noche me llevó Tío Bud la bala.

—¿Adónde? —preguntó el comisario.

—Al club —respondió Billie, alzando las cejas—. ¿Para qué iba querer yo una bala de algodón en casa?

—¿Cuándo te la llevó? —inquirió Grave Digger.

—No lo sé —dijo la bailarina, comenzando a impacientarse por todas aquellas preguntas carentes de sentido—. Fue antes de las diez, la hora a la que yo entro en el club. La había dejado en la puerta trasera. Hice que le llevaran a mi camerino hasta que llegase el momento de trasladarla a la pista.

—¿Cuándo volviste a ver a Tío Bud? —preguntó Grave Digger.

—Ya le había pagado. No existía ningún motivo para volverle a ver.

—¿Le has vuelto a ver desde entonces? —insistió Grave Digger.

—¿Por qué iba a volverle a ver?

—Piénsalo bien —ordenó Grave Digger—. Es algo muy importante. Tras meditarlo unos momentos, Billie respondió:

—No, desde entonces no le he visto más.

—¿Te dio la sensación de que alguien había hecho algo raro con la bala? —inquirió Coffin Ed.

—¿Cómo diablos va a saberlo? —intervino Grave Digger.

—Era la primera vez en mi vida que veía una bala de algodón —confesó la bailarina.

—¿Cómo se enteró Iris de todo el asunto? —inquirió el comisario.

—La verdad es que no lo sé —replicó Billie, meditabunda—. Debió de oírme telefonear. En el Sentinel vi un anuncio en el que se pedía una bala de algodón y llamé al teléfono que daban. Contestó un hombre con acento del Sur y dijo que era el coronel Calhoun, del «Movimiento del Regreso al Sur». Aseguró que necesitaba una bala de algodón para un mitin que pensaba celebrar. Creí que era un bromista y le pregunté dónde iba a celebrarse ese mitin. Cuando me dijo que en la Séptima Avenida, estuve segura de que el tipo no era más que un gracioso. Le contesté que yo también pensaba celebrar otro mitin en la Séptima Avenida, en el «Cotton Club», y que él podía asistir. Me dijo que así lo haría. De todas formas, lo que es seguro es que yo bromeaba cuando pedí mil dólares por la bala.

—¿Dónde estaba Iris mientras tú hablabas por teléfono? —insistió el comisario.

—Creí que seguía en el cuarto de baño, pero debió de ir descalza hasta el comedor. Yo estaba allí, tumbada en el diván y de espaldas a la puerta. No la oí. Podría haberse quedado en el umbral, escuchando, sin que yo me diese cuenta. —En los labios de Billie había vuelto a aparecer su enigmática sonrisa—. Eso sería muy propio de Iris. De todas maneras, si me lo hubiese preguntado, yo se lo habría dicho todo; pero ella prefirió averiguarlo por su cuenta.

—¿No sabías que tu amiga se había fugado de la cárcel? —preguntó, con suavidad, el comisario.

Se produjo una corta pausa. Billie entornó los ojos.

—Iris me dijo que los detectives Jones y Johnson la habían puesto en libertad para que buscase a Deke. A mí eso no me pareció bien; pero tampoco era asunto mío.

Tras estas palabras hubo el más completo silencio. El comisario miró fijamente al capitán, pero este apartó la vista. Coffin Ed gruñó y Grave Digger siguió con su rostro solemne e impasible.

Billie observó el extraño aspecto de todos y, con la mayor inocencia, preguntó:

—¿Por qué es tan importante esa bala de algodón?

Alegremente, Coffin Ed explicó:

—En ella estaban escondidos los ochenta y siete mil dólares del asalto al «Movimiento de Regreso a África».

—¡Ohhh! —jadeó Billie.

Luego, puso los ojos en blanco. Grave Digger logró cogerla antes de que se desplomase sin sentido.

Transcurrió una semana. Harlem había ocupado las primeras planas de los periódicos. Despampanantes mulatas y maniáticos homicidas se mezclaban con coroneles del Sur y con dos locos detectives de color para entretenimiento del público. Espeluznantes narraciones sobre robos y asesinatos retrataban a Harlem como un infierno poblado por criminales. Deke O’Hara e Iris servían de acompañamiento al desayuno de miles de personas; ambos habían sido acusados de intento de fraude y de homicidio en segundo grado. Iris, en grandes letras de imprenta, juraba que había sido estafada por la Policía. Los «Movimientos de Regreso a África y al Sur» competían en los periódicos en espacio y simpatías.

Todos consideraban a los pistoleros muertos como buenos pistoleros, y Grave Digger y Coffin Ed fueron felicitados por seguir con vida.

El coronel Calhoun y su sobrino, Ronald Campton, fueron acusados del asesinato de Joshua Peavine, un trabajador negro de Harlem. Pero en Alabama se negaron a conceder la extradición basándose en que, según las leyes de aquel Estado, el matar a un negro no constituía delito.

Las familias del grupo de «Regreso a África» de O’Malley, que habían recuperado su dinero gracias a Grave Digger y Coffin Ed, testimoniaron su gratitud a ambos detectives con una fiesta al aire libre celebrada en el mismo solar en que se produjo el atraco. Seis cerdos fueron sacrificados para la ocasión y a los dos detectives se les obsequió, como recuerdo, con mapas de África. Se pidió a Grave Digger que hablase. Él se puso en pie, miró a su mapa y dijo:

—Hermanos, este mapa es más viejo que yo. Si alguna vez volvéis a esa África, tendréis que hacerlo después de pasar por la tumba.

Nadie entendió lo que había querido decir, pero todos aplaudieron.

Al día siguiente, los dos principales detectives de Harlem fueron citados por el comisario como ejemplo de valentía más allá de cuanto obligaba el deber; pero eso no fue acompañado de ningún ascenso ni mejora de sueldo.

El agente de pompas fúnebres H. Exodus Clay estuvo toda la semana ocupado en enterrar a los muertos; ocupación que resultó tan provechosa que le permitió dar a su chófer y ayudante, Jackson, una bonificación con la que al joven le fue posible casarse con su novia, Imabelle, con la que llevaba seis años viviendo maritalmente.

Una semana más tarde, en la medianoche de un tranquilo miércoles, Grave Digger, Coffin Ed y el teniente Anderson se reunieron en la oficina del capitán para beber cerveza y tomar el fresco.

—No acabo de comprender al coronel Calhoun —dijo Anderson—. ¿Cuál era su propósito? ¿Acabar con el «Movimiento de Regreso a África», o sólo robar el dinero? ¿Era un hombre con unos ideales, o un simple ladrón?

—Era un hombre consagrado a su ideal —afirmó Grave Digger—. Y su ideal era que los negros siguieran recogiendo algodón en el Sur.

—Sí, el coronel consideraba al «Movimiento de Regreso a África» tan maléfico y antinorteamericano como el comunismo y decidió acabar con él a toda costa —añadió Coffin Ed.

—Supongo que creyó que lo clásicamente norteamericano era robarle su dinero a esa gente de color —comentó Anderson, sarcástico.

—Bueno, ¿y no lo es? —preguntó Coffin Ed.

Anderson enrojeció.

—Lo que pasa es que no comprendéis al coronel —dijo Grave Digger, seráficamente—. Pensaba devolverles el dinero a esas pobres gentes si le acompañaban al Sur y recogían algodón durante un año o así. Es un hombre generoso.

Anderson asintió con la cabeza.

—Por supuesto —dijo—. Por eso escondió el dinero en una bala de algodón. Era un símbolo.

Grave Digger miró fijamente a Anderson y luego a su compañero. Coffin Ed tampoco había entendido las palabras de su superior.

Pero Grave Digger, con rostro impasible, replicó:

—Comprendo lo que quiere decir.

—El caso es que nos ayudó a recuperar el dinero —dijo Coffin Ed.

—¿Cómo os iba a ayudar a eso el que el coronel fuera más o menos un idealista?

—¿Cómo? —repitió Coffin Ed.

La pregunta le dejo desconcertado.

—Porque el dinero seguía en la bala —contestó Grave Digger, acudiendo en ayuda de compañero.

Anderson parpadeó. No entendía nada.

Coffin Ed rio entre dientes.

—Claro, claro —dijo.

De pronto, Grave Digger anunció:

—Tengo hambre.

Mammy Louise, tras prepararles una suculenta cena especial, les dejó que lo disfrutaran a sus anchas.

—Fue una bendita suerte que esos tipejos del Sur le dieron al coronel Calhoun tanto dinero para los gastos de su organización, porque, si no, aún andaríamos buscando el botín del asalto al «Movimiento de Regreso a África» —comentó Coffin Ed.

—De todas formas, ya hemos tenido bastantes problemas —dijo Grave Digger.

—¿Cómo crees que Tío Bud se dio cuenta de lo que había en la bala? —preguntó Coffin Ed.

—Habiendo vivido siempre entre algodón, no podía pasarle inadvertido que a aquella bala le habían hecho algo raro.

—¿Crees que debemos seguirle?

—Hombre, ya hemos recuperado lo que robaron. ¿Cómo íbamos a explicar otros ochenta y siete de los grandes?

—De todas maneras, podríamos averiguar adónde ha ido.

Dos días más tarde, en las oficinas de la «Air France» les confirmaron que un negro muy viejo había utilizado los servicios de aquella compañía para volar a París vía Dakar. Su pasaporte estaba extendido a nombre de Cotton Headed Bud, de Nueva York.

Telegrafiaron a la prefectura, en Dakar:

«¿Qué sabe sobre viejo negro norteamericano Cotton Headed? Voló Nueva York Dakar por “Air France”.» Jones, Comisaría de Harlem, Nueva York.

«Sensacional, estupendo, increíble… Mr. Cotton Headed Bud compró 500 cabezas ganado contrató 6 pastores, 2 guías, 1 hechicero. Salió para la selva… Mujeres desmayadas… Se arrojaron al mar…» M. Le Prefect, Dakar.

«¿Ganado para leche o carne?» Jones, Harlem.

«Monsieur, ¡qué pregunta! Para cambiarlo por esposas. ¿Para qué si no?» Prefect, Dakar.

«¿Cuántas esposas conseguirá con 500 cabezas ganado?» Jones, Harlem.

«Además Mr. Cotton Headed Bud tiene mucho dinero. Mr. Bud se ha comprado 100 esposas de mediana calidad. Ahora busca mejor género. Quiere tener mismo número que Salomón.» Prefect, Dakar.

«Deténganle en seguida. Si no morirá antes de probarlas.» Jones, Harlem.

«Si marido muere, ¿quién mejor para llorarle que sus esposas?» Prefect, Dakar.

—Bueno, al menos Tío Bud consiguió ir a África —dijo Coffin Ed.

—¡Cuerno! Por la forma en que ese viejo libertino se está portando, parece que haya nacido allí —replicó Grave Digger.