13
Cuando recibieron la llamada, los dos detectives estaban hablando con un ciego.
El ciego decía:
—En el coche iban cinco hombres blancos. Eso sólo fue suficiente para que entrara en sospechas. Luego, cuando el auto se detuvo, el tipo con perilla que iba en el asiento delantero se inclinó sobre el chófer y llamó al muchacho de color que había estado vagabundeando alrededor de la estación. Yo me volví, como si el ruido de la portezuela me hubiese alarmado, y tomé una foto. Creo que saldrá bastante clara.
Coffin Ed respondió al radioteléfono, por el que Anderson anunció:
—Tienen localizado a Barry en un salón de billar de la Octava Avenida.
Y a continuación dio el nombre y la dirección del local.
—Ahora vamos —respondió Coffin Ed—. Que se anden con ojo.
—El asunto queda en vuestras manos —dijo Anderson—. Si necesitáis ayuda, decidlo.
—Guarda la foto hasta más tarde, Henry —indicó Grave Digger al ciego.
—No dejaré que se estropee —replicó Henry, saliendo del coche al tiempo que se colocaba las gafas negras.
Desde el lugar de la Tercera Avenida en que se encontraban hasta su lugar de destino había cinco minutos de distancia, pero Grave Digger, sin recurrir a la sirena, consiguió salvarla en tres minutos y medio.
Encontraron a Paul en el «Ford» que había aparcado en la acera opuesta a la de los billares. Les dijo que Barry estaba dentro del local y que Ernie vigilaba la parte trasera.
—Ve a ayudarle —ordenó Grave Digger—. Nosotros nos quedamos aquí.
Los dos detectives ocuparon el puesto que el otro había dejado vacante y se acomodaron, quedando a la espera.
—¿Crees que se va a poner en contacto con Deke ahí dentro? —preguntó Coffin Ed.
—No creo nada —replicó Grave Digger.
El tiempo fue transcurriendo.
—Si tuviera medio dólar por cada hora que he pasado esperando a criminales para detenerlos, podría irme de pesca durante bastante tiempo —comentó Coffin Ed. Grave Digger rio entre dientes.
—Pues ibas a caer de la sartén al asador. Eso es lo único que no me gusta de la pesca: el rato que tiene uno que esperar.
—Sí, pero al final de esas esperas no existe ningún peligro.
—¡Cuernos, Ed! Si el peligro te da miedo, debías haberte dedicado a cobrar facturas. Esta vez fue Coffin Ed quien rio entre dientes.
—Ni hablar —dijo—. No en Harlem, Digger, no en Harlem. Aquí no existe profesión más peligrosa que la de cobrador de facturas.
Ambos guardaron silencio, recordando todas las razones por las que los habitantes de Harlem no pagaban sus deudas. Y también pensaban en los ochenta y siete mil dólares arrebatados a familias que eran ya tan pobres que consideraban el hambre como una desventura posible.
—Si agarrase al malnacido que tiene el dinero, le haría trabajar acarreando mierda a cincuenta centavos la hora hasta que amortizase los ochenta y siete de los grandes.
—No hay tanta mierda en el mundo —replicó, secamente, Grave Digger—. Y menos con esas nuevas comidas que no dejan desperdicios.
Del salón de billar no dejaban de entrar y salir clientes. Unos eran conocidos por los dos detectives, otros, no, pero ninguno era el que ellos deseaban.
Pasó una hora.
—¿Crees que estarán sobre aviso? —preguntó Coffin Ed.
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —replicó Grave Digger—. Quizás estén esperando, como nosotros.
Un coche aparcó en doble fila frente a los billares. Repentinamente, los dos detectives se pusieron tensos. Se trataba de un «Lincoln Mark IV» negro conducido por un chófer.
Del coche descendió un uniformado chófer negro que pasó al interior del local. Al cabo de breves segundos volvió a salir, se colocó tras el volante y puso en marcha el motor. De pronto, apareció Barry. Por unos momentos, permaneció inmóvil en la acera, inspeccionando la calle arriba y abajo. Miró hacia la acera opuesta. Coffin Ed había desaparecido de su vista. Grave Digger parecía buscar a alguien entre la gente que había en las entradas de la casa, y cuanto Barry pudo ver de él fue la parte posterior de su cabeza, que era exactamente igual a la de cualquier otro corpulento negro. Satisfecho, Barry giró sobre sí mismo. Y golpeó la puerta con los nudillos. Entonces salió otro hombre que fue directamente a colocarse junto al chófer del vehículo. Luego surgió Deke y, rápidamente, pasó entre dos coches aparcados y se metió en la parte trasera del «Lincoln». Barry le siguió. El coche se puso en marcha a gran velocidad, pero tuvo que detenerse ante el semáforo de la Calle 125.
Grave Digger tuvo que hacer dar media vuelta al coche y, cuando estuvo en la dirección debida, el otro coche se había perdido ya de vista.
—Debimos haber pedido ayuda —murmuró Coffin Ed.
—Demasiado tarde ya —replicó Grave Digger, adelantando con su potente coche el lento tráfico—. También debimos habernos fijado mejor.
Sin reducir la marcha para seguir inspeccionando, Grave Digger continuó hacia el Norte por la Octava Avenida.
—¿Adónde diablos vamos? —preguntó Coffin Ed.
—Que me aspen si lo sé.
—¡Pues sí que estamos buenos! —exclamó Coffin Ed, disgustado—. Un día perdemos nuestro coche, y al siguiente, a nuestro hombre.
—Mientras no perdamos nuestras vidas… —gritó Grave Digger, dominando el ruido del tráfico.
—Reduce la marcha —replicó, también a gritos, Coffin Ed—. Como sigamos así, vamos a acabar en Albany.
Al llegar a la Calle 145, Grave Digger paró el coche junto al bordillo.
—De acuerdo, vamos a pensar un poco —dijo.
—¿Qué diablos vamos a pensar? —preguntó Coffin Ed.
Estaba lo bastante cerca del lugar en que le habían echado el ácido a la cara como para despertar sus recuerdos. Los nervios de Coffin Ed se pusieron tensos y su rostro comenzó a estremecerse con el tic.
Grave Digger le echó un vistazo y apartó la mirada. Se daba cuenta de lo que le ocurría a su amigo, pero no podía por menos de pensar que aquel no era el momento adecuado,
—Escucha —dijo—. Iban en un coche robado. ¿Qué significa eso?
Coffin Ed pareció despertar.
—Una reunión o una huida.
—¿Por qué huida? Si tuviesen el dinero ya se habrían largado.
—Bien, ¿dónde diablos celebrarías una reunión si no quisieras que te vieran? —preguntó Coffin Ed.
—Es cierto —replicó Grave Digger—. Debajo del puente.
En el asiento de delante iban los dos pistoleros que habían conducido el camión blindado de Deke, y conducía el mismo que en la ocasión anterior. El hombre era también un especialista en el robo de coches, y fue él quien robó el «Lincoln». Al llegar al final de la avenida Bradhurst redujo la intensidad de las luces, metió el enorme auto por el camino que conducía al «Polo Grounds» y lo detuvo entre dos puntales bajo el puente de la Calle 155.
—Vosotros dos, vigilad el coche —ordenó Deke—. Nosotros esperaremos aquí.
Cuidando de no pisar los rifles que había en el suelo del coche, los dos pistoleros se apearon y fueron a perderse en la oscuridad.
Del bolsillo interior de su chaqueta, Deke extrajo un gran sobre de papel manila y se lo tendió a Barry.
—Aquí está la lista —dijo.
El hombre la había hecho confeccionar unas semanas antes por una mecanógrafa del «Hotel Theresa», que sacó las direcciones y los nombres de los listines telefónicos de Manhattan, el Bronx y Brooklyn.
—Deja que sea él quien hable —siguió Deke—. Te tendremos cubierto en todo momento.
—No me gusta esto —confesó Barry. Estaba asustado y nervioso y no creía que el coronel fuera a darles ninguna pista—. Calhoun no va a pagar cincuenta de los grandes por esto —dijo, cogiendo el sobre con mano temblorosa y metiéndoselo en el bolsillo interior, por encima de su arma.
—Claro que no —dijo Deke—. Pero no discutas con él. Responde a sus preguntas y acepta lo que quiera darte.
—¡Cuerno, Deke, no entiendo nada! —protestó Barry—. ¿Qué tiene que ver todo este cochino asunto con nuestros ochenta y siete de los grandes?
—Déjame a mí el trabajo de pensar —replicó el otro, fríamente—. Y dame la pistola.
—Pero, bueno…, ¿es que voy a ir con las manos vacías a hablar con ese tipo? Pides mucho.
—¿Qué diablos va a pasarte? Todos te protegemos. Vas a estar tan seguro como en los brazos de Jesucristo.
Al entregar su arma, Barry recordó:
—Eso me dijo el coronel.
—Tenía razón —replicó Deke, metiéndose la pistola en el bolsillo derecho de la chaqueta—. Sólo que sus razones para decirlo eran falsas.
Los dos quedaron en pensativo silencio hasta que los pistoleros surgieron de la oscuridad y fueron a colocarse en sus puestos del asiento delantero.
—Están cerca del ferrocarril elevado —dijo el chófer, conduciendo silenciosamente por entre las tinieblas como si estuviera dotado de visión infrarroja.
Los camiones y coches conducidos por los obreros que limpiaban el estadio se movían de un lado a otro en la oscura zona que había por debajo de la extensión del ferrocarril elevado y el puente y que, durante el día, era empleada como lugar de aparcamiento. Las luces de los vehículos taladraban la oscuridad, y, en una ocasión, un brillante haz luminoso incidió sobre la negra limousine del coronel; pero el vehículo no parecía nada fuera de lugar en aquel sitio que, por las noches, es frecuentado por arquitectos y banqueros que van allí a planear la construcción de nuevos edificios para cuando el viejo estadio sea derribado. El «Lincoln», eludiendo las luces, llegó hasta el borde de la zona y se detuvo tras un enorme camión remolque aparcado allí para toda la noche.
Los pistoleros recogieron los rifles del suelo, bajaron del coche y fueron a instalarse en dos extremos opuestos del camión. Sus armas eran rifles automáticos «Savage» calibre 303 cargados con proyectiles de 190 gramos y morro de latón. Las armas iban provistas de miras telescópicas.
—Bien —dijo Deke—. No pierdas la calma.
Barry sacudió la cabeza, como tratando de librarse de un presentimiento.
—Mi madre siempre me dijo que tuviera más sentido común.
Tras estas palabras, el hombre salió del coche. Deke lo hizo por el lado opuesto. Barry contorneó la parte delantera del camión y siguió adelante. Su negra chaqueta y sus pantalones gris oscuro no tardaron en ser engullidos por la oscuridad. Deke se detuvo junto a uno de sus pistoleros.
—¿Cómo lo ves?
En la mira telescópica, Barry parecía la silueta de medio hombre partido limpiamente en cuatro por la cruz de referencia, cuyo centro se encontraba en mitad de la espalda del hombre.
—Bien —replicó al pistolero—. Negro sobre negro, pero será suficiente.
—Que no le pase nada malo —dijo Deke.
—No le ocurrirá nada —aseguró el otro.
Cuando Barry se detuvo, otras dos siluetas se aproximaron a él, quedando todos tan juntos como los tres monos del «no ver-no oír-no hablar».
Los pistoleros ensancharon el campo de sus miras para encuadrar al negro coche y a sus ocupantes. Los ojos de los dos hombres estaban ya acostumbrados a la oscuridad. Iluminada por la leve luminosidad de las luces reflejadas, la escena era claramente visible. El coronel ocupaba el asiento delantero, junto al joven rubio, colocado tras el volante. A cada lado de Barry había un hombre blanco, y un tercero, colocándose frente a él, le cacheó, sacó el sobre de su bolsillo interior y se lo tendió a Calhoun. Este, sin mirarlo, se lo guardó. De pronto, los dos hombres que flanqueaban a Barry le agarraron por los brazos y se los retorcieron por la espalda.
El tercer hombre se acercó más y quedó frente a Barry.
Cuando llegaron a la oscura y siniestra zona de debajo del puente, Grave Digger apagó las luces. Bajo la débil luz proveniente de los faros de los camiones y la que se reflejaba desde arriba, el área semejaba una jungla de pontones de hierro que parecían centinelas montando guardia en la tenebrosa oscuridad. En el rostro de Coffin Ed, la piel se estremecía con vida propia, y Grave Digger notaba cómo el cuello de su camisa oprimía asfixiantemente su congestionada garganta.
El detective detuvo el coche entre las sombras y dejó el motor funcionando al ralentí.
—Vamos a cargar un poco de luz —dijo.
—Yo ya tengo —dijo Coffin Ed.
Grave Digger asintió en la oscuridad, sacó su niquelado revólver de largo cañón y remplazó los tres primeros cartuchos por balas trazadoras. Coffin Ed sacó su arma, idéntica a la de su compañero, e hizo girar el tambor una vez. Luego se colocó el revólver sobre las piernas. Grave Digger se metió el suyo en el bolsillo lateral de la chaqueta. Después permanecieron inmóviles en las tinieblas, esperado una señal que tal vez nunca llegase.
—¿Dónde está el algodón? —preguntó el coronel a Barry, tan bruscamente que la pregunta sobresaltó al otro como si hubiera sido una bofetada.
—¡Algodón! —replicó Barry, asombrado.
Entonces una lucecita se encendió en su cerebro. Recordó el pequeño letrero de la oficina del «Regreso al Sur», en el que se pedía una bala de algodón. Frunció los párpados. «¡Dios mío!», pensó. Luego notó que el terror le oprimía como un férreo torniquete. Su cuerpo quedó invadido por una gélida frialdad; tenía la sensación de que le habían extraído toda a sangre; el pánico parecía ir a hacer explotar su cabeza. Trató de encontrar una respuesta que le salvara la vida, pero sólo se le ocurrió una que tal vez satisficiera al coronel:
—¡Deke lo tiene! —gritó con voz ahogada.
Todo ocurrió al mismo tiempo. El coronel hizo un ademán. Los dos blancos aferraron con más fuerza los brazos de Barry. El tercer hombre, que estaba frente a él, sacó un cuchillo de caza de su cinturón. Barry se echó a un lado, haciendo que el hombre que le sujetaba por el brazo derecho girase hasta quedar a su espalda. Entonces se oyó en la noche el inconfundible tronar de un rifle de gran potencia. La detonación fue seguida tan rápidamente por otra, que esta última pareció un eco de la primera.
El pistolero que estaba junto a Deke había alcanzado en el corazón al hombre blanco que se hallaba detrás de Barry. Pero el potente proyectil atravesó el cuerpo del hombre, penetró en el de Barry por encima del corazón y fue a alojársele en el esternón. El otro pistolero había disparado contra el que sujetaba el brazo izquierdo de Barry. La bala le atravesó un pulmón, resbaló en una costilla y acabó en la cadera. Los tres hombres cayeron juntos.
El tercer nombre, el del cuchillo, dio media vuelta y corrió ciegamente hacia el gran coche negro, el cual saltó hacia delante como un tigre, derribó al que corría y arrolló su cuerpo como si no fuera más que un saliente del pavimento.
—¡Al coche! —gritó Deke, queriendo decir «Disparad contra él coche».
Sus pistoleros creyeron que O’Hara se refería al de ellos y, dando media vuelta, echaron a correr hacia el «Lincoln».
—¡Hijos de perra! —gruñó Deke, al tiempo que se lanzaba en pos de ellos.
Desde trescientos metros de distancia, el auto de los dos detectives, perforando la oscuridad con sus brillantes faros, se dirigía hacia el lugar en que habían sonado los tiros. Por el radioteléfono, Coffin Ed gritaba:
—¡Todos los coches! Al «Polo Grounds». Rodéenlo.
Cuando Grave Digger le enfocó con los faros, el «Lincoln» estaba rebasando sobre dos ruedas el morro del camión remolque. Coffin Ed. asomó por la ventanilla y disparó una bala trazadora. El proyectil, dejando tras de sí una incandescente estela, no alcanzó a la trasera del «Lincoln» que se alejaba y fue a dar contra la inocente tierra. Luego, el camión quedó interpuesto entre los dos vehículos.
—¡Para a recoger a Barry! —gritó Deke a su conductor.
El hombre pisó los frenos y el coche, tras un largo patinazo, se detuvo. Deke saltó fuera y corrió hacia el grotesco montón de cuerpos. El blanco que había sido atropellado gemía agónicamente y, al pasar, Deke le destrozó el cráneo con un golpe de su 45. Inmediatamente intentó sacar a Barry de debajo de los otros cadáveres.
—¡No! —aulló Barry dolorosamente.
—¡Por el amor a Dios, la clave! —gritó Deke.
—Algodón… —susurró Barry.
Luego, por su boca y su nariz surgió un borbotón de sangre y el enorme corpachón se relajó en la inmovilidad de la muerte.
Grave Digger rodeó el camión a tal velocidad que el pequeño coche patinó de lado y el proyectil de Coffin Ed, que pretendía alcanzar el depósito de gasolina del «Lincoln», dio en la ventanilla trasera del coche, incendiando el revestimiento interior del techo del auto. El «Mark IV» arrancó como un cohete y comenzó a describir un peligroso zigzag entre las sombras. Coffin Ed disparó una nueva trazadora, perforando la portezuela trasera. Después, el «Lincoln» se perdió de vista y el detective sólo pudo disparar contra las tinieblas.
Grave Digger frenó el pequeño coche y, aun antes de que este se hubiera detenido del todo, saltó a tierra y, con el revólver en la mano, echó a correr hacia Deke. Coffin Ed se apeó por el otro lado, dispuesto a disparar el proyectil que le quedaba. Pero no fue necesario. Deke les vio llegar hacia él. Había visto partir al «Lincoln». Dejando caer la pistola, levantó las manos. Quería vivir.
—¡Vaya, vaya, mira quién anda por aquí! —comentó Grave Digger, adelantándose para poner las esposas a O’Hara.
—¡Qué sorpresa más agradable! —exclamó Coffin Ed.
—Quiero telefonear a mi abogado —dijo Deke.
—A su debido tiempo, muchacho, a su debido tiempo —replicó Grave Digger.