POR QUÉ NO QUIEREN DORMIR SOLOS
[…] esa especie de terror que atenaza a los niños
cuando se despiertan en la noche o en la soledad.
Alexandre Dumas, Veinte años después
¿Dónde dormían los bebés hace 100 000 años? No había casas, no había cunas, no había ropa. Sin duda dormían junto a su madre o sobre ella, en un improvisado lecho de hojarasca. El padre no debía dormir muy lejos, y la tribu entera estaba apenas a unos metros de distancia. Sólo así podían sobrevivir durante el sueño, el momento más vulnerable de su jornada. Recuerdo de aquellos tiempos es la costumbre de que los esposos duerman juntos, y la desazón (a veces franco insomnio) que los adultos solemos sentir cuando un viaje nos obliga a dormir separados de nuestra pareja habitual. Muchas madres, si su marido duerme fuera, «dejan» venir a sus hijos a su cama, y no siempre es fácil decir cuál de los dos halla más consuelo en la compañía.
1) ¿Se imagina a un bebé solo, desnudo, durmiendo en el suelo y al aire libre a cinco o diez metros de su madre durante seis u ocho horas seguidas? No hubiera sobrevivido. Tenía que existir un mecanismo para que también de noche el bebé estuviera en contacto continuo con su madre, y de nuevo el mecanismo es doble: la madre desea estar con su hijo (sí, a pesar de todos los tabúes en contra, todavía muchas madres lo desean), y el niño se resiste violentamente a dormir solo.
2) ¡Dormir solo! El gran objetivo de la puericultura del siglo XX. Como hemos comentado, un niño al que su madre pudiera dejar solo, despierto, en el suelo, y no protestase de forma inmediata, sino que ¡se durmiese!, difícilmente hubiera sobrevivido más que unas horas. Si alguna vez hubo niños así, se extinguieron hace miles de años (bueno, no todos. Se habla de niños que duermen toda la noche, espontánea y voluntariamente. Si el suyo es uno de esos raros niños, no se asuste; seguro que también es normal). Nuestros hijos están genéticamente preparados para dormir en compañía.
3) Para un animal, el sueño es un momento de peligro. Nuestros genes nos impulsan a mantenernos despiertos cuando nos sentimos amenazados, y a dejarnos llevar por el sueño sólo cuando nos sentimos seguros. Nos sentimos amenazados en un lugar desconocido, y a mucha gente le cuesta dormirse en los hoteles porque «extraña la cama». Nos cuesta dormirnos en ausencia de nuestra pareja o en presencia de desconocidos.
4) Tenía usted que hacer un cambio de trenes en una ciudad distante y ha perdido la última conexión. Son las dos de la madrugada, todo está cerrado y tiene que esperar en la estación al tren de las seis. Imagine ahora varias posibles situaciones: a) usted está absolutamente sola en la sala de espera; b) usted viaja sola, pero en la sala hay una docena de personas, dos familias completas, algunas señoras mayores, un grupito de boy-scouts; c) en la sala sólo están usted y cinco cabezas rapadas medio borrachos; d) viaja usted en compañía de su marido y otros dos matrimonios amigos. ¿Cree que se quedaría dormida con la misma facilidad en todas las circunstancias?
Extraños en la noche
Allí donde ella estuvo, estuvo el paraíso.
Mark Twain, Diario de Eva
Javier, de dieciocho meses, «es de mal dormir». Una y otra vez llama a su madre, María: que si un cuento, que si agua, que si pupa… Cada noche se convierte en una tortura para toda la familia. «Te toma el pelo», dicen todos, «tendrías que dejarle llorar, no le pasa nada». Hoy, María y Javier han ido a visitar a los abuelos en su pueblecito perdido. Papá trabaja y no puede venir. Tienen que cambiar de autobús en una pequeña ciudad, más bien un pueblo grande. Pero el autobús que viene de la gran capital se ha retrasado varias horas, y María y su hijo son los únicos pasajeros que descienden en la solitaria estación de autobuses a la una y media de la madrugada. El coche de línea que lleva a la aldea de los abuelos no sale hasta mañana a las siete y media. Madre e hijo se encuentran solos en la sala de espera mal iluminada. La estación de autobuses está en las afueras del pueblo, separada de las primeras calles habitadas por algunos huertos y por una zona de fábricas y almacenes. María no se atreve a llegar al pueblo andando. Junto a la estación hay una gasolinera, pedirá al encargado que le llame a un taxi, debe haber algún hotel en este pueblo…¿Lleva dinero suficiciente? Descubre con horror que apenas tiene suficiente para el autobús y que ha olvidado coger la tarjeta de crédito. Bueno, total sólo son cinco horas, será mejor esperar aquí. La luz encendida en la gasolinera le da una cierta confianza. Casi preferiría esperar en la gasolinera, pero hace frío fuera.
De tarde en tarde pasa un coche veloz, o desde las fabricas llega el ladrido de un perro. Hacia las tres han aparecido cinco motoristas con chaquetas de cuero, han parado entre la estación de autobuses y la gasolinera, y se han puesto a beber cervezas, gritando y peleándose. De vez en cuando, uno de ellos se acerca ostensiblemente hacia la estación de autobuses y se pone a orinar en un árbol, mientras los otros ríen y jalean («Serás bruto, Paco, ¿no ves que hay una señora?». «¡No mire, señora, que no vale la pena! ¡Si la tiene muy pequeña!»). Esto ha durado más de hora y media.
María, por supuesto, ha pasado las lentas horas en vela, en el asiento más cercano a la puerta, aferrada a su hijo y al bolso, Javier, en cambio, ha dormido en sus brazos de un tirón. ¿Quién tiene ahora «mal dormir»? En brazos de su madre, en un pueblo remoto, rodeado de desconocidos hostiles, Javier se ha sentido más seguro que en su propia casa, en su propia habitación, en su propia cuna. Para un niño de esta edad, Mamá es Supermam, la Protectora Invencible. Ese regazo es su hogar, su patria, su paraíso. ¿No es maravilloso, Mamá, sentirse así?
En la noche de los tiempos
En aquella tribu, hace 100 000 años, dos madres se fueron a dormir con sus hijos. No sabemos exactamente cómo lo hacían, pero sabemos lo que hacen actualmente los chimpancés: al caer la noche, cada adulto prepara un lecho blandito con hojas y ramas y se echa a dormir. Los chimpancés no tienen camas de matrimonio, el macho y la hembra duermen separados (aunque no muy lejos, por supuesto; toda la tribu duerme cerca unos de otros). Sí que duermen juntos la madre y su hijo, hasta que este tiene unos cinco años,
A media noche, aquellas dos primitivas mujeres se despertaron; y, por motivos que desconocemos, empezaron a caminar, dejando a sus hijos en el suelo. Uno de los niños era de los que se despertaban cada hora y media; el otro era de los que dormían toda la noche de un tirón. ¿Cuál de ellos cree que no se despertó nunca más? O bien los dos se despertaron al mismo tiempo, pero uno se puso a llorar inmediatamente, mientras que el otro no empezó a llorar hasta al cabo de unas tres horas, cuando sintió hambre. ¿Cuál se murió de hambre?
Uno se puso a llorar inmediatamente y otro estuvo callado hasta que la aparición de una hiena le asustó. ¿A cuál se lo comió la hiena? Uno, cuando empezaba a llorar, no paraba hasta que volvía su madre y le tranquilizaba: podía llorar media hora, una hora, todo el tiempo necesario, hasta el agotamiento. El otro, en cambio, lloraba un par de minutos, y si no venía nadie, en vista del éxito, se volvía a dormir. ¿Cuál de los dos se durmió para no despertar nunca más?
Lo ha adivinado: nuestros hijos están genéticamente programados para despertarse periódicamente. Nuestros hijos han heredado los genes de los supervivientes, de los vencedores en la dura lucha por la vida.
No duermen de un tirón, sino que tienen, lo mismo que los adultos, varios ciclos de sueño a lo largo de la noche. La longitud de cada ciclo es variable, entre apenas veinte minutos, a algo más de dos horas; la duración media viene a ser de hora y media en el adulto, pero de apenas una hora en el bebé. Entre ciclo y ciclo pasamos por una fase de «despertar parcial», que fácilmente se convierte en un despertar completo.
Incluso los expertos en «enseñar a dormir a los niños» reconocen este hecho; el objetivo de sus métodos no es conseguir que el niño no se despierte, eso es imposible. Lo que quieren es que, cuando se despierte, en vez de llamar a sus padres se quede callado hasta volverse a dormir.
Los niños «están de guardia» para asegurarse de que su madre no se ha ido. Si el bebé puede oler a su madre, tocarla, oír su respiración, tal vez mamar, vuelve a dormirse enseguida. En muchas de las tomas, ni la madre ni el niño se despiertan del todo. Pero si la madre no está, el niño se despierta por completo y se pone a llorar. Cuanto más tiempo haya llorado antes de que su madre acuda, más nervioso estará, y más difícil será de consolar.
Un planeta, dos mundos
Pero —explota indignado—, ¿es que aquí en Milán
estos niños tan pequeños no duermen con sus padres?
¿Quién les cuida, entonces?
José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca
En otras culturas, la práctica del colecho es prácticamente universal (y los problemas de sueño en la infancia, en consecuencia, prácticamente desconocidos). Morelli y cols. estudiaron en detalle la conducta y las opiniones de un grupo de 14 madres guatemaltecas de etnia maya y las compararon con las de 18 madres norteamericanas blancas de clase media. Todos los niños mayas (entre dos y veintidós meses) dormían en la cama con su madre, y ocho también con su padre. Otros tres padres dormían en la misma habitación en otra cama (dos de ellos con otro hijo mayor), y en tres casos el padre estaba ausente. En diez casos había otro hermano durmiendo en la misma habitación, cuatro de ellos en la misma cama; los otros cuatro niños no dormían con más hermanos porque eran hijos únicos.
Los niños mayas permanecían con la madre y mamaban a demanda hasta los dos o tres años, poco antes del nacimiento de un hermanito. Las madres normalmente no se enteraban de si el niño mamaba por la noche porque no se despertaban, y les parecía que el tema no tenía importancia (en cambio, 17 de las 18 madres norteamericanas tuvieron que despertarse para alimentar a su hijo, la mayoría durante unos seis meses, y las 17 dijeron que las tomas nocturnas eran una molestia).
Entre los mayas no existía una rutina para hacer dormir a Los niños. Siete se dormían al mismo tiempo que sus padres, y el resto se quedaban dormidos en brazos de alguien. Los diez que aún tomaban el pecho se dormían con el pecho. No se contaban cuentos para dormir, ni se les bañaba antes de acostarse. Sólo uno de los niños tenía una muñeca con la que se quedaba dormido; era el único que no había dormido con su madre desde el nacimiento, sino que había pasado unos meses durmiendo en una cuna en la misma habitación para volver luego a la cama materna.
Las madres mayas no concebían que los niños pudieran dormir de otra manera. Cuando se les explicaba que los niños norteamericanos duermen en una habitación separada, mostraron asombro, desaprobación y compasión. Una exclamo: «Pero se queda alguien con ellos, ¿verdad?». El colecho no es una consecuencia de la pobreza o la falta de habitaciones, sino que se considera fundamental para la correcta educación del niño. Las madres explicaban, por ejemplo, que para decirle a un niño de 13 meses que no había que tocar ciertas cosas, bastaba con decirle: «No lo toques, no es bueno, puede hacerte pupa», y el niño obedecía. Al explicarles que los niños norteamericanos de esa edad no entienden las prohibiciones o incluso hacen todo lo contrario, una madre maya sugirió que esa conducta era la consecuencia de tenerlos separados de sus padres por la noche.
Es apasionante comparar cómo se cría a los niños en distintas culturas. Una antropóloga americana, Meredith Small, ha escrito un libro imprescindible sobre este tema.
Por qué se despierta más que antes
Siempre hay algún alma cándida que explica a los nuevos padres: «No te preocupes, esto sólo es al principio; a medida que crezca dormirá cada vez más».
¿Cómo va a dormir cada vez más? Los recién nacidos duermen más de dieciséis horas al día; si llegan a dormir más, caen en coma. Los adultos dormimos unas ocho horas al día o menos, así que en algún momento de nuestro crecimiento tenemos que ir dejando de dormir.
«Claro —dicen algunos—, duermen menos horas en total, pero por la noche duermen más horas seguidas».
Tal vez ocurra así en algunos casos; pero en otros ocurre justo lo contrario. Veamos cómo lo explica Samanta:
Tengo una niña de casi seis meses, a la que doy el pecho (a demanda). Hasta ahora todo ha ido bien, durante la noche se despertaba varias veces, tomaba y volvía a dormir (cada tres o cuatro horas). Pero últimamente lo hace cada hora, hora y media; llora sin llegar a despertarse, tengo que tomarla, le ofrezco el pecho y continúa otra vez durmiendo, y así hasta la siguiente hora. Si no lo hago, se despierta del todo y entonces le cuesta mucho coger el sueño.
La mamá de Laura (seis meses, también lactancia materna) explica algo muy similar:
Antes, de más pequeña, dormía de cuatro a cinco horas seguidas de noche; claro que de día apenas dormía debido a los gases, que lo pasó muy mal los tres meses primeros. Ahora duerme más de día, máximo dos horas seguidas, y de noche cada dos horas se despierta.
Y lo mismo Rosa, que da sólo pecho a su hija:
Todo ha ido bastante bien, la niña ha ido ganando peso y se cría hermosa y sana. Pero desde que cumplió los cuatro meses hemos ido observando que por las noches aguanta muy pocas horas. Con tres meses ya podía pasarse hasta siete horas, desde las nueve de la noche hasta aproximadamente las cuatro de la madrugada. Ahora apenas aguanta tres o cuatro, como máximo.
Estas niñas se despiertan más veces cada noche que cuando eran pequeñas. Todas tienen seis meses y todas toman el pecho, ¿es casualidad o tienen algo que ver la edad y el tipo de lactancia?
Es probable que sí. Unos investigadores norteamericanos estudiaron los patrones de sueño en un grupo de niños, pasando periódicamente a sus madres unos cuestionarios. Todos los niños en su estudio habían tomado el pecho al menos cuatro meses, pero a los dos años sólo seguían mamando la mitad.
Observaron que el despertarse o no durante la noche dependía de que el niño siguiera mamando o hubiera sido completamente destetado. Los niños destetados sí que dormían cada vez más: nueve horas seguidas a los siete meses, y luego entre nueve y media y diez horas seguidas hasta los veinticuatro meses. Los niños que tomaban el pecho parecía que iban a seguir por el mismo camino; a los dos meses ya dormían seis horas seguidas y a los cuatro meses siete horas, pero después de los cuatro meses espabilaban, y entre los siete y los dieciséis meses sólo dormían cuatro horas seguidas. A los veinte meses dormían siete horas (¡parece que por fin empieza a dormir!); pero era una falsa alarma, y a los veinticuatro meses sólo dormían cinco horas seguidas.
También era distinto el tiempo total de sueño; los niños destetados dormían a lo largo del día una o dos horas más que los que seguían mamando.
Muchos de los niños amamantados dormían con la madre, pero pasaban a dormir solos poco después del destete. Estos niños que dormían con la madre se despertaban aún más veces cada noche: a los veinticuatro meses, los niños que mamaban y dormían con la madre dormían casi cinco horas seguidas; los que mamaban pero dormían solos, casi siete horas; los que no mamaban y dormían solos, nueve horas y media. Es difícil saber si se despiertan antes porque están con la madre, o si les dejan dormir con la madre precisamente porque se despiertan antes, o si se despiertan igual pero, cuando están en otra habitación, la madre no se entera. Probablemente, un poco de todo.
La duración normal de la lactancia en el ser humano, según diversos datos antropológicos y de biología comparada, parece estar entre los dos años y medio y los siete. En una muestra de madres norteamericanas que asistían a grupos de apoyo a la lactancia y habían dado el pecho más de seis meses, la edad media del destete estaba entre los dos años y medio y los tres, y algunos niños habían mamado siete años. Aquellos niños, por tanto, destetados a los cuatro o a los siete meses y que empiezan a dormir más horas seguidas, han mamado menos de lo normal y están durmiendo más de lo normal. Lo normal es lo que hacen los niños de pecho: despertarse más a menudo después de los cuatro meses. Eso ayudó a la supervivencia de nuestros antepasados, al permitir que los niños mantuvieran el contacto continuo con su madre. No sabemos por qué los niños que toman lactancia artificial muestran un patrón anómalo de sueño. Los fabricantes de leche artificial siguen intentando que su producto sea «el más parecido a la leche materna»; puede que algún día solucionen también este pequeño problema del exceso de sueño en los niños.
Algunos de nuestros lectores estarán pensando: «¡Cinco horas! ¡Ojalá nuestro hijo durmiera al menos cinco horas!». Bueno, tenga en cuenta que eso no es más que la media. Unos dormían más y otros menos (por alguna extraña ley de la naturaleza, siempre es el hijo de la vecina el que duerme más), Además, aquellos investigadores no observaban a los niños durante el sueño, sino que preguntaban a la madre. La madre no siempre se entera de que su hijo se ha despertado. Un amigo, el Dr. Jairo Osorno, comprobó, mediante electroencefalograma continuo y filmación con rayos infrarrojos, que cuando un niño duerme con su madre puede mamar varias veces cada noche sin que ni el niño ni la madre estén despiertos. Normalmente, la madre no recuerda por la mañana cuántas veces mamó su hijo.
A medida que los niños van creciendo, se van haciendo más independientes, más responsables de su propio destino. Al principio son tan desvalidos que es la madre la que se tiene que ocupar de mantener el contacto continuo, sin el cual los niños de la prehistoria, durmiendo desnudos bajo las estrellas, hubieran muerto en pocas horas. ¿Quién no ha ido alguna vez «a ver si el niño respira»? Claro que está respirando, y usted lo sabe, y tal vez su marido se ha reído («déjala en paz, ahora que duerme»); pero de todos modos, usted ha sentido la necesidad de ir a ver a su hija porque un fuerte instinto le impedía pasar tantas horas seguidas separada de su recién nacida.
¿Por qué «si respira»? ¿Están las madres preocupadas por la muerte súbita? No; sólo en los últimos años han hablado del tema los medios de comunicación. Mucho antes de eso, muchísimas madres que no habían oído hablar de la muerte súbita del lactante entraban sigilosas en la habitación del bebé, se acercaban a la cuna, miraban a su hijo durante un rato, sonreían. No lo hacían por un motivo racional, su acción no era el resultado de una reflexión. Luego, cuando al salir alguien les preguntaba: «¿Qué pasa, por qué has entrado?», buscaban una respuesta culturalmente aceptable: «Nada, miraba a ver si respira». Porque las verdaderas respuestas («No sé», «Necesitaba entrar», «Le echaba de menos») parece que suenen un poco tontas. Seguro que otras madres, en otras épocas, en otros lugares han dado otras explicaciones: «Entré a ver que no le estuviera ahogando una culebra», «Abrí un poco la puerta para que se renueve el aire» o «Tenía miedo de que alguien le hiciera mal de ojo». Muchas más madres, en muchos más lugares y en muchas más épocas, no han tenido que inventar tan ingenuas explicaciones, porque su cultura no les pedía que se separasen de sus hijos en ningún momento. Pasados unos meses, la madre ya no siente aquel deseo imperioso de ir a ver a su bebé cada dos horas. Es el bebé el que monta guardia día y noche. Su hijo se está haciendo independiente. Es capaz de vigilar, de tomar iniciativas, de asumir responsabilidades. Ahora puede usted irse a dormir tranquila, con la confianza de que su hijo la avisará cuando la necesite.