EN EL REGAZO DE LA HUMANIDAD
¡Oh, Señor! ¡Navegar con esta tripulación de paganos,
que han recibido tan pocas caricias de una madre humana!
Los parió la mar, plagada de tiburones.
Herman Melville, Moby Dick
Deliberadamente he evitado el título frecuentemente utilizado, «la cuna de la humanidad», pues es bien sabido que, en el principio, no había cunas.
Se dice que nuestros primitivos antepasados prehumanos empezaron a evolucionar hacia lo que ahora somos cuando bajaron de los árboles para vivir en la sabana.
Teóricamente, la vida en tierra firme podría haber favorecido de nuevo a aquellas crías más precoces y autónomas. Pero antes de eso, nuestros antepasados sufrieron una mutación mucho más importante y totalmente incompatible con la precocidad de las crías: la inteligencia.
Por una parte, la inteligencia requiere aprendizaje (es decir, una conducta sofisticada, adaptable a las circunstancias variables, por oposición a la rigidez de las conductas innatas); y cuanta mayor inteligencia, mayor el tiempo de aprendizaje. Por otra parte, la inteligencia exige un cerebro grande, pero para caminar erguidos hace falta una pelvis estrecha (si tuviéramos la pelvis tan ancha como la de un cuadrúpedo, nos herniaríamos; las tripas se nos saldrían por el agujero, por efecto de la gravedad). ¿Cómo hacer pasar una cabeza cada vez más grande por una pelvis cada vez más pequeña? El parto se hizo difícil. Los antiguos hebreos parece que ya habían captado la esencia del problema: «parirás a tus hijos con dolor» es la consecuencia de haber probado la fruta del árbol de la ciencia.
La cabeza del recién nacido ya no puede ser más grande, así que la evolución favoreció una mutación absolutamente original y única entre todos los mamíferos. Nacemos con el cerebro a medio construir; antes de que se acabe de formar la vaina de mielina, una funda que rodea a las neuronas y les permite funcionar. Por eso la cabeza es la parte del cuerpo que más crece después del parto, y por eso nuestras crías tardan mucho más en aprender a andar que las de cualquier otro mamífero.
Ningún otro animal necesita que le alimenten y protejan durante tantos años. Un chico de diecinueve años que viva solo, en su propia casa, de su propio trabajo, nos parecerá un chico muy espabilado. Pero un chico de catorce años que viva solo nos parecerá un niño abandonado, y despertará nuestra compasión. ¿A qué edad cree usted que sus hijos podrán valerse por sí mismos?
Es difícil que una sola persona pueda hacerse cargo de cuidar, alimentar y proteger a los niños durante tanto tiempo. Las madres han necesitado la ayuda de su familia (el padre, la abuela, los tíos y hermanos mayores) y de la sociedad en su conjunto, de toda la tribu. En casi todas las culturas humanas, el padre permanece junto a la madre durante años y la ayuda a proteger y alimentar a sus hijos.
Esta cooperación en la crianza de los hijos no siempre ha consistido en llevarlos en brazos o cambiarles los pañales. En muchas culturas y en muchas épocas, el cuidado físico de los niños pequeños corresponde casi exclusivamente a la madre y a otras mujeres. Pero el padre ha seguido cooperando, cazando, protegiendo o trabajando en la oficina. Incluso en las sociedades más machistas, el hombre que no se ocupa de mantener a su familia es objeto del desprecio de sus compañeros.
Por qué no quieren quedarse solos
¿Qué le ocurriría a un niño pequeño, solo y desnudo en la selva? En apenas un par de horas, el bebé podría quemarse al sol, o enfriarse a la sombra, o ser devorado por hienas o por simples ratas. Aquellas madres que dejaban solos a sus hijos por más de unos minutos pronto se quedaban sin hijos. Sus genes eran eliminados por la selección natural. En cambio, el gen que impulsaba a las madres a estar junto a sus hijos se transmitió a numerosos descendientes.
Usted es uno de esos descendientes. Las mujeres actuales tienen una inclinación genética, espontánea, a permanecer junto a sus hijos. Lo observa muy bien Langis, aunque en su ignorancia lo considera entre «las trece condiciones de la esclavitud de los padres de hoy en día» (como si antes de «hoy en día» hubiera sido de otro modo, o como si hacer lo que deseas hacer fuera una esclavitud):
No nos decidimos a dejar al niño en manos ajenas…
Por supuesto, esa inclinación puede ser fácilmente contrarrestada por creencias, opiniones o costumbres más recientes, nacidas de la evolución cultural. Las madres dejan a sus hijos para ir a trabajar, o para ir a comprar, o para sentarse a ver la tele. Los dejan durante minutos o durante horas. Los dejan con otros miembros de la familia, o con canguros, o en guarderías… Pero el gen sigue estando ahí, y la mayor parte de las madres nota su efecto.
La ansiedad que sufre la madre al separarse de su hijo ha sido explotada hasta la saciedad en las telecomedias: la madre que se despierta en medio de la noche y entra en la habitación del bebé para comprobar si este aún respira, o que va a salir con su marido dejando una larga lista de instrucciones y teléfonos de urgencia a la canguro y luego llama infinidad de veces desde el restaurante.
Acabo de ver una comedia norteamericana sobre una madre soltera, agobiada y estresada por el trabajo. Su amiga y psiquiatra la convence de que le conviene dejar a su hijo, que no parece tener ni un año, con la canguro y pasar ella sola un fin de semana de vacaciones. Todos se ríen de su ansiedad, de su temor a dejar al niño solo, de cómo vuelve antes de tiempo porque el bebé ha tenido unas décimas de fiebre.
Nadie en la película comprende que el tener que separarse cada día de su hijo para trabajar es precisamente uno de los factores que aumenta su estrés; nadie imagina siquiera que una madre pueda pasar unas relajantes vacaciones con su hijo. De forma insidiosa, pero implacable, se nos van ofreciendo modelos culturales, se nos va explicando qué está bien y qué está mal. En nuestra sociedad, unas vacaciones sin hijos son aceptables, mientras que unas vacaciones sin el marido o sin la esposa son casi impensables.
Muchas madres se sienten mal cuando dejan a su hijo en una guardería, y los primeros días puede haber tantos llantos fuera, como dentro. «Se me parte el corazón al dejarlo», explican. Muchas madres se sienten mal cuando vuelven al trabajo. Nuestra sociedad interpreta ese malestar como «sentirse culpable»; pero eso no está en los genes, es sólo la interpretación cultural de un fenómeno subyacente. A algunos les conviene esta culpa. Una madre que interpretase este malestar como culpa, sino como rabia o indignación ante la inhumanidad de nuestro sistema laboral o la insuficiencia de nuestro permiso de maternidad (las suecas tienen más de un año de licencia por maternidad; las bielorrusas tienen tres años), resultaría molestamente subversiva.
Por qué lloran en cuanto dejas la habitación
[…] le causa un súbito terror, como el que uno imagina
que golpea el corazón de un niño perdido.
Charles Dickens, Historia de dos ciudades
La inmediatez es una de las características del llanto infantil que asombra y molesta a algunas personas. «Es que es dejarlo en la cuna y se pone a llorar como si le matasen».
Para algunos expertos en educación, esta es una desagradable faceta del carácter infantil, y el objetivo ha de ser vencer su «egoísmo» y su «obstinación», enseñarles a retrasar la satisfacción de sus deseos. ¿Por qué no puede tener un poco más de paciencia, por qué no puede esperar un poco más? Podríamos comprender que, un cuarto de hora después de irse su madre, empezasen a ponerse un poco intranquilos; que a la media hora lloriqueasen, que a las dos horas llorasen con todas sus fuerzas. Eso parecería lógico y razonable. Eso es lo que hacemos los adultos, lo que hacen los niños mayores cuando les hemos «enseñado» a ser pacientes, ¿verdad? Pero, en vez de eso, nuestros hijos pequeños se ponen a llorar con todas sus fuerzas en cuanto se separan de su madre; lloran aún más fuerte (¡lo que parecía imposible!) a los cinco minutos, y sólo dejan de llorar por agotamiento. ¡No parece lógico!
Pero sí que lo es. Ponerse a llorar de manera inmediata es la conducta «lógica», la conducta adaptativa, la conducta que la selección natural ha favorecido durante millones de años, porque facilita la supervivencia del individuo. En aquella tribu de hace 100 000 años, si un bebé separado de su madre lloraba de forma inmediata y a pleno pulmón, su madre probablemente volvía en seguida a cogerlo. Porque esa madre no tenía cultura, ni religión, ni conocía los conceptos de «bien», «caridad», «deber» o «justicia»; no cuidaba a su hijo porque pensaba que esa era su obligación, ni porque temía a la cárcel o al infierno. Simplemente, el llanto del niño desencadenaba en ella un impulso fuerte, irresistible, de acudir y acallarlo. Pero si un bebé se quedaba callado durante quince minutos y luego lloriqueaba débilmente, y sólo gritaba a pleno pulmón al cabo de dos horas, para entonces su madre podía estar ya demasiado lejos y no oírlo. Ese grito tardío ya no tenía ninguna utilidad para su supervivencia, sino que más bien contribuía a acelerar su fin. Porque entonces como ahora, el grito de angustia de una cría abandonada era música para los oídos de las hienas.
Y, si reflexionamos un poco, veremos que esa conducta que nos parece «lógica» y «racional» ante la separación de la persona amada, esperar un tiempo y enfadarnos «poco a poco», sólo la mostramos los adultos cuando esperamos confiadamente el regreso del ausente. Imagine que su hija de quince años está en el instituto. Durante el horario escolar, usted no se preocupa lo más mínimo por esa separación porque sabe perfectamente dónde está y cuándo volverá (¿sabe su hijo de dos años dónde está y cuándo volverá usted? ¡Aunque se lo expliquen, no puede comprenderlo!). Si pasan treinta minutos de la hora en que suele volver a casa, le será fácil descartar sus primeros temores («se retrasa el autobús…, estará hablando con los amigos…, habrá ido a comprar un bolígrafo…»). Si tarda más de una hora, empieza usted a enfadarse («estos chicos, parece mentira, son unos irresponsables, al menos podría haber llamado, para eso le compré el móvil»). Si tarda dos o tres horas, empezará usted a llamar a sus amigas para ver si está en casa de alguien. Si a las cinco horas no hay noticias, estará usted llorando y llamando a los hospitales, por si la han atropellado. Antes de doce horas llorará usted todavía más y acudirá a la policía, donde le explicarán que muchos adolescentes escapan por cualquier tontería, pero que casi todos vuelven antes de tres días. Durante tres días se aferrará usted a esa esperanza. Pero cada vez llorará más, y al cabo de una semana será la viva imagen de la desesperación.
Pero imagine ahora que tiene una fuerte discusión con su hija de quince años en la que salen a relucir amargos reproches y graves insultos, y finalmente ella mete unas ropas en una mochila y le grita: «Te odio, os odio, estoy harta de esta familia, me voy para siempre, no quiero volverte a ver en la vida», y se va dando un portazo. ¿Cuántas horas esperará usted, alegre y despreocupada, antes de empezar a llorar? ¿No empezará a llorar antes incluso de que ella salga de casa, no la seguirá por la escalera, no correrá tras ella por la calle, no intentará agarrarla sin temor a dar un espectáculo delante de todos los vecinos, no se arrodillará ante ella y le suplicará, no se detendrá sólo cuando el agotamiento le impida seguir corriendo? ¿Le parece que comportarse así sería «infantil» o «egoísta» por su parte? ¿Cree que oiría a los vecinos comentar: «Fíjate qué madre más mal educada, no hace ni cinco minutos que se ha ido su hija y ya está llorando como una histérica. Seguro que lo hace para llamar la atención.»?
Sí, es fácil ser paciente cuando está convencido de que la persona amada volverá. Pero no se mostrará tan paciente cuando tenga dudas al respecto. Y cuando tenga la absoluta certeza de que la persona amada no piensa volver, desde luego no será nada paciente.
No necesita esperar quince años para vivir una escena así.
Su hija ya se comporta así ahora, cada vez que usted se va. Porque todavía es demasiado pequeña para saber si usted va a volver o no, o cuándo va a volver, o si va a estar cerca o lejos mientras tanto. Y, por si acaso, su conducta automática, instintiva, la que ha heredado de sus antepasados a lo largo de miles de años, será ponerse siempre en lo peor. Cada vez que se separe de usted, su hija llorará como si se hubiera ido para siempre (¿y qué decir de las madres que intentan «tranquilizar» a sus hijos con frases del tipo «si eres malo, mamá se va»; «si te portas mal, no te querré»?).
Dentro de tres, cuatro, cinco años, a medida que vaya comprendiendo que su madre volverá, su hija podrá esperar cada vez más tranquila y cada vez más tiempo. Pero no será porque es «menos egoísta» ni «más comprensiva», ni mucho menos porque usted, siguiendo los consejos de algún libro, la ha «enseñado a posponer la satisfacción de sus caprichos».
Los recién nacidos necesitan contacto físico; se ha comprobado experimentalmente que, durante la primera hora después del parto, los que están en una cuna lloran diez veces más que los que están en brazos de su madre.
Al cabo de unos meses, es probable que se conformen con el contacto visual. Su hijo estará contento, al menos durante un rato, si puede verla y si usted le sonríe y le dice cositas de vez en cuando. Hace 100 000 años, los niños de meses probablemente no se separaban nunca de su madre, pues eso significaba quedarse tirados en el suelo, desnudos. Ahora están bien abrigaditos en un lugar blandito, y aunque su instinto les sigue diciendo que estarían mejor en brazos, son tan comprensivos y tienen tantas ganas de hacernos felices que la mayoría se resigna a pasar un par de minutos en una sillita. Pero, tan pronto como usted desaparezca de su campo visual, su hijo se pondrá a llorar «como si le matasen». ¡Cuántas veces he oído a una madre esta frase! Porque, efectivamente, la muerte fue, durante miles de años, el destino de los bebés cuyo llanto no obtenía respuesta.
Por supuesto, el ambiente en que se crían nuestros hijos es muy distinto de aquel en que evolucionó nuestra especie. Cuando deja usted a su hijo en su cuna, usted sabe que no va a pasar frío ni calor, que el techo le protege de la lluvia y las paredes del viento, que no lo devorarán los lobos ni las ratas, ni le picarán las hormigas; sabe que usted estará a sólo unos metros, en la habitación contigua, y que acudirá rápidamente al menor problema. Pero su hijo no lo sabe. No puede saberlo. Reaccionará exactamente como hubiera reaccionado en la misma situación un bebé del paleolítico. Su llanto no responde a un peligro real, sino a una situación, la separación, que durante milenios ha significado invariablemente peligro.
A medida que crezca, su hijo irá aprendiendo a distinguir en qué casos la separación conlleva un peligro real y en qué casos no tiene importancia. Podrá quedarse tranquilamente en casa mientras usted va a comprar, pero romperá a llorar si se encuentra perdido en el supermercado y cree que usted ha vuelto a casa sin él…
El llanto de nada serviría si la madre no estuviera también genéticamente preparada para responder a él. El llanto de un niño es uno de los sonidos que provocan una reacción más intensa en un adulto humano. La madre, el padre e incluso los extraños se sienten conmovidos, preocupados, angustiados; sienten el inmediato deseo de hacer algo para que el llanto pare. Darle el pecho, pasearlo, cambiarle el pañal, cogerlo en brazos, ponerle ropa, quitarle ropa; lo que sea, pero que calle. Si el llanto es especialmente intenso y continuo, acudirán a urgencias (y muchas veces con buenos motivos).
Cuando nos es imposible acallar un llanto, nuestra propia impotencia puede convertirse en irritación. Es lo que ocurre cuando se oye un llanto en un piso vecino: las convenciones sociales nos impiden intervenir, y por eso nos resulta particularmente molesto («Pero ¿en qué están pensando esos padres? ¿Es que no van a hacer nada?». «¡Ese niño es un malcriado, los nuestros nunca han llorado así!»). Muchos vecinos critican a sus espaldas, o incluso increpan directamente, a las madres cuyos hijos lloran «demasiado», y algunos llegan a llamar a la puerta para protestar. Más de una vez me ha dicho alguna madre: «Me dijo el doctor que le dejase llorar porque me está tomando el pelo; pero no puedo dejarle llorar porque los vecinos se quejan». A igual intensidad sonora, un niño que llora en el edificio nos resulta más molesto que un obrero dando martillazos o un adolescente escuchando rock duro.
Cuando las absurdas normas de algunos expertos impiden a los padres responder al llanto en la forma más eficaz (tomando al bebé en brazos, meciéndolo, cantándole, dándole el pecho…,), ¿qué salida queda? Puedes dejarle llorar e intentar ver la tele, hacer la comida, leer un libro o conversar con tu pareja, mientras oyes el llanto agudo, continuo, desgarrador, de tu propio hijo, un llanto que traspasa los tabiques «de papel» de las casas modernas y que puede prolongarse durante cinco, diez, treinta, noventa minutos. ¿Y cuando empieza a hacer ruidos angustiosos, como si estuviera vomitando o ahogándose? ¿Y cuando deja de llorar tan súbitamente que, lejos de ser un alivio, te lo imaginas sin respirar, poniéndose blanco y luego azul? ¿Están los padres autorizados a correr entonces a su lado, o eso sería «recompensarle por su berrinche» y también se lo han prohibido?
La otra opción es intentar calmarlo, pero sin cogerlo, cantarle, mecerlo o darle el pecho. ¿Por qué no también con una mano atada a la espalda, para hacerlo más difícil? ¿O poner la radio, rezar, ofrecerle dinero? Un experto, el Dr. Estivill, propone decirle (desde una distancia superior a un metro, para que no pueda tocarte) lo siguiente:
Palabras de consuelo y amor verdadero que sin duda infundirán calma y sosiego en el alma de cualquier niño, sea cual sea la causa de su llanto, ¡a partir de los seis meses! (Pepito, por supuesto, es un muñeco; no piensen ni por un momento que un ser humano le hace compañía). Aunque tal vez ni el mismo autor confíe mucho en la eficacia calmante de esas palabras, pues advierte a los padres que, una vez pronunciadas, se vuelvan a marchar, aunque el niño siga llorando o gritando (¡el muy desagradecido!).
En nuestro país, como en muchos otros, los malos tratos son un problema cada vez mayor. Decenas de niños mueren cada año a manos de sus propios padres, y muchos más sufren hematomas, fracturas, quemaduras… La pobreza, el alcohol y otras drogas, el paro y la marginación se cuentan sin duda entre las causas profundas de los malos tratos. Pero también hace falta un desencadenante. ¿Por qué a este niño le han pegado hoy y no le pegaron ayer? El llanto es un desencadenante frecuente. «Lloraba y lloraba, hasta que no lo pude soportar más». ¿Qué pueden hacer los padres cuando todo lo que sirve para calmar el llanto del niño (pecho, brazos, canciones, mimos) está prohibido?
La respuesta a la separación
En 1950, las Naciones Unidas encargaron a John Bowlby un informe sobre las necesidades de los niños huérfanos.
Resultado de su trabajo es un libro que analiza el efecto de la separación en los niños, sobre todo a partir de la observación de niños ingresados en los hospitales, y de los niños de Londres que durante la guerra fueron separados de sus padres y evacuados al campo para huir de los bombardeos.
Entre los efectos a corto plazo de la separación, era frecuente que el niño mostrase alguna de las siguientes reacciones:
—Cuando vuelve la madre, el niño se enfada con ella, o le niega el saludo y hace como si no la viera.
—El niño se muestra muy exigente con su madre o con las personas que le cuidan; pide atención todo el rato, quiere que todo se haga a su manera, tiene ataques de celos y tremendas rabietas.
—Se relaciona con cualquier adulto que tenga a mano, de una forma superficial pero aparentemente alegre.
—Apatía, pérdida de interés por las cosas, movimientos rítmicos (como si se meciera él solo), a veces dándose golpes con la cabeza.
En algunos casos, esos movimientos rítmicos y golpes en la cabeza pueden ser normales. Así lo explica el Dr. Ferber (un gran partidario de enseñar a dormir a los niños dejándoles llorar un minuto, luego tres, luego cinco… En el resto del mundo suelen llamar «método Ferber» a lo que en España ha sido adaptado como «método Estivill»):
Muchos niños se dedican a algún tipo de conducta rítmica y repetitiva a la hora de acostarse, al despertarse a medianoche o por la mañana. Se mecen a cuatro patas, giran la cabeza a un lado y a otro, se golpean la cabeza contra la cabecera de sus camas o la dejan caer repetidamente sobre la almohada o el colchón. Por la noche, esto puede continuar hasta que caen dormidos, y por la mañana puede persistir hasta que están plenamente despiertos. […]
Cuando las conductas rítmicas comienzan antes de los dieciocho meses y desaparecen en su mayor parte antes de los tres o cuatro años, no suelen ser síntoma de problemas emocionales. En la mayor parte de los casos, los niños con tales hábitos están muy felices y sanos, y en sus familias no se advierte ningún problema ni tensión.
Llama la atención la doble vara de medir a la hora de decidir qué es o no una conducta normal: «Mi hija se despierta a medianoche…». «Claro, llora y llama a sus padres. Lo que tiene su hija es insomnio infantil por malos hábitos aprendidos; es una alteración del sueño que, si no se cura a tiempo, puede provocar graves secuelas psicológicas». «No, no me ha entendido usted bien, doctor. Mi hija se despierta, pero no llora ni llama a nadie; sólo se da golpes con la cabeza en la pared». «¡Ah, bueno! Haber empezado por ahí. Si sólo se da golpes en la cabeza, es totalmente normal, y no hay por qué preocuparse».
Volviendo a Bowlby, nos recuerda que algunas de las más graves alteraciones observadas en los niños separados de sus madres, en orfanatos y hospitales, dan una falsa sensación de que todo va bien:
Hay que hacer una advertencia especial sobre los niños que responden con apatía o con una conducta alegre e indiscriminadamente amistosa, puesto que las personas ignorantes de los principios de la salud mental suelen llevarse a engaño. Estos niños suelen ser tranquilos, obedientes, fáciles de manejar, bien educados y ordenados, y están físicamente sanos; muchos de ellos incluso parecen felices. Mientras permanezcan en la institución, no hay motivo aparente de preocupación; pero cuando la dejan se hacen pedazos, y es evidente que su adaptación era superficial y no estaba basada en un verdadero crecimiento de la personalidad.
Pocos niños, por suerte, permanecen en una institución (hospital u orfanato). Pero muchos se ven separados de sus madres repetidamente unas horas cada día. El efecto no es tan terrible, desde luego, pero existen similitudes. Hay niños que parecen «tranquilos, obedientes…, incluso felices» en la guardería, pero rompen a llorar desesperados en cuanto salen. O que parecen adaptarse muy bien a dormir solos cada noche, pero «se hacen pedazos» en cuanto se abre una brecha en su aislamiento:
Bastará con que una sola vez hagáis lo que el niño os pida —agua, una canción, darle la mano «un momento», brazos…— para que perdáis la partida: todo lo que hayáis logrado [«enseñando» al niño a dormir solo] se habrá esfumado.
Las consecuencias más graves se producen tras separaciones largas, de varios días. Pero también las separaciones breves tienen un efecto; de hecho, el método usado por los psicólogos para comprobar si la relación madre-hijo es normal es el «test de la situación extraña», en que se observa cómo reacciona un niño de un año cuando su madre se ausenta de la habitación y vuelve a los tres minutos.
Los efectos de la separación son cada vez menos graves a medida que la edad del niño aumenta, como nos recuerda Bowlby:
Mientras que hay razones para creer que todos los niños menores de tres años, y muchos de los que tienen entre tres y cinco, sufren con la deprivación, en el caso de aquellos entre cinco y ocho es probablemente sólo una minoría, y surge la pregunta: ¿por qué unos y no otros?
Pues bien, ese factor que hace que unos niños soporten la separación mejor que otros es, según Bowlby, la relación previa con su madre. Una relación que tiene efectos aparentemente contrarios según la edad.
En los menores de tres años, cuanto mejor era la relación con la madre, más se altera la conducta del niño tras la separación. Los niños que ya eran maltratados o ignorados en su casa, apenas lloran cuando los llevan a un orfanato o a un hospital. Pero eso no significa que toleren mejor la pérdida, sino que ya no tenían casi nada que perder. No muestran la respuesta normal de un niño sano de su edad.
En cambio, entre los niños de cinco a ocho años, aquellos que han tenido una más sólida relación con la madre, los que recibían más mimos y pasaban más tiempo en brazos, son los que mejor soportan la separación. El estrecho contacto de los primeros años les ha dado la fuerza necesaria para soportar las adversidades, lo que hoy conocen los psicólogos como resiliencia. Charles Dickens lo explicó ya muy bien hace siglo y medio:
Vio a los que habían sido cuidados con delicadeza y criados con ternura mantenerse alegres ante las privaciones y superar sufrimientos que hubieran aplastado a muchos de una madera más basta, porque llevaban en su seno los fundamentos de la felicidad, la satisfacción y la paz.
Papeles póstumos del club Pickwick
Afirma Bowlby que la relación, el vínculo afectivo que se establece entre madre e hijo, es el modelo para todas las relaciones afectivas que el individuo establecerá durante el resto de su vida. La relación con la madre se extiende luego al padre, los hermanos y otros familiares; a los amigos, compañeros y profesores; a la propia pareja y a los hijos. Llegó a esta conclusión partiendo, no como otros muchos psiquiatras del estudio del adulto y sus borrosos recuerdos de la infancia, sino de la observación de los niños y de las crías de otras especies.
A lo largo de este libro vamos a aprovechar este paralelismo entre la relación madre-hijo y otros vínculos afectivos para explicar por analogía algunos aspectos del comportamiento infantil, recorriendo en sentido contrario el camino que recorrió Bowlby. Muchas conductas que en los niños se atribuyen alegremente a «capricho», «teatro» o «malcriamiento» se aceptan como legítimas cuando las realiza un adulto. Debemos dejar claro, sin embargo, que estas analogías son puramente didácticas: lo que sabemos sobre la conducta de los niños no se ha averiguado observando a los adultos y haciendo deducciones, sino observando a los niños directamente.
Imagine que un domingo su marido y usted están en casa. Trajinando cada uno en sus cosas, se cruzan una docena de veces por el pasillo. ¿Se paran uno frente a otro, se saludan, se abrazan? Claro que no. La mayor parte de las veces se cruzan sin mirarse, sin decirse una palabra.
Ahora su marido sale a comprar el postre. ¿No dice «adiós cuando se va» y «¡ya estoy aquí!» cuando viene? Como apenas ha estado quince minutos fuera, es posible que usted ni siquiera se dirija a la puerta para recibirle, sino que siga haciendo sus cosas y le grite un «hola» desde lejos.
Al día siguiente, su marido vuelve del trabajo. Ha estado nueve horas fuera de casa. ¿No intenta usted ir a la puerta a saludarle? ¿No le ofrece un beso (y espera correspondencia)? ¿No es un poco más elaborado el ritual de salutación? Algo así como:
—Hola, cariño.
—Hola.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien.
En este momento, el marido medio escapa y se dirige a la televisión. Durante los primeros meses de casados, usted esperaba una explicación un poco más larga. Pero a estas alturas ha comprendido que los hombres son así y hay que aceptarlos.
Imagine ahora que su marido se va una semana a Nueva York en viaje de negocios. A la vuelta, se desarrolla una escena habitual:
—Hola, cariño.
—Hola.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien.
Y se va a ver la tele… ¿Cómo se queda usted? ¿Se lo va a permitir?
—¿Cómo que bien? ¡Pero cuéntame algo! ¿Qué has hecho? ¿Qué has visto? ¿Qué os daban de comer? ¿Subiste al Empire State? ¿Qué me has comprado? ¡Será posible, pasar una semana en Nueva York y no contar nada! ¡Dame un beso…! ¿Es que ya no me quieres?
La separación de dos personas unidas por un vínculo afectivo produce intranquilidad en ambas. Para volver a tranquilizarse necesitan un contacto físico y verbal especial (y a veces otras muestras de cariño y atención, como un regalo), contacto que será más largo y complejo cuanto más larga haya sido la separación. Si una de las personas niega ese contacto tranquilizador, la otra suele responder con más intranquilidad, y a veces con hostilidad. Al final, harán falta más palabras y más contacto para tranquilizarla (es decir, habrá que disculparse).
El primer ejemplo, encontrarse por el pasillo cuando los dos están en casa, no requiere un contacto especial, porque ni siquiera ha habido una separación. Los dos estaban en casa y, por tanto, estaban «juntos».
Sin embargo, entre un bebé y sus padres, la cosa cambia. Irse a otra habitación es para el niño una separación, porque no sabe a dónde se ha ido su madre. Tardará varios años en comprender que mamá está en la habitación de al lado y que por tanto «no se ha ido». Y la escala es diferente: unos minutos son para su hijo como varias horas, unas horas le parecen como días o meses, y unos metros le parecen kilómetros.
¿Comprende ahora por qué su hijo se pone a llorar en cuanto usted sale de la habitación, por qué cuando usted va a trabajar o cuando él ha estado en el hospital pide más brazos y más atención, por qué al salir de la guardería insiste en contarle con lengua de trapo lo que ha hecho, y le pide que le compre chuches?
A veces, el niño pide un caramelo, un helado o un juguete porque lo desea. No decimos, por supuesto, que le tenga que comprar todo lo que pide; eso dependerá de su economía, de su dieta (es decir, de cuántos helados y caramelos pida su hijo cada semana), de la cantidad de juguetes que tenga en casa y del caso que les haga… Lo que decimos en este libro es que si decide no darle lo que pide, sea por un motivo racional (porque ya tiene muchos juguetes, porque es muy caro, porque los caramelos son malos para los dientes…), pero no simplemente para «educarlo», para que «aprenda a no salirse con la suya», no le diga «no» a su hijo sólo para fastidiar.
Otras veces, en cambio, los niños piden golosinas o juguetes simplemente para «llamar la atención». Si a la salida del colegio sus padres no muestran suficiente interés por sus explicaciones, se impacientan ante su lengua de trapo, le corrigen continuamente en vez de escucharle con paciencia, le dan pocos besos y abrazos, se niegan a llevarle en brazos, o incluso le saludan con hostilidad («¡Qué manos llevas! ¿Es que no te lavas las manos antes de salir? ¡Pero mira cómo te has puesto los pantalones nuevos! ¡Y los botones de la bata! ¿Es que te crees que estoy yo aquí para coser botones todo el santo día?»), el niño probablemente pedirá todo lo que haya en el primer escaparate. Está pidiendo una prueba de amor. Una prueba de amor equivocada, pues el verdadero amor se demuestra con respeto, contacto y comprensión, no con regalos y golosinas.
Para los padres, este falso cariño consistente en la acumulación de bienes materiales puede resultar muy atractivo. El tiempo es oro, pero sólo hay veinticuatro horas en un día. Si tienes suficiente oro del otro, puede resultarte más «barato» comprarle a tu hija una muñeca que habla y camina que jugar con ella una hora al día con una muñeca normal. Y así, poco a poco, vamos «malcriando» al niño; es decir, enseñándole a dar más importancia a las cosas materiales que a los seres humanos. No es la simple acumulación de riquezas lo que produce el malcriamiento; los niños ricos tienen siempre más cosas que los pobres, y sin embargo hay pobres malcriados y ricos que no lo están. «Malcriar» significa «criar mal»; es decir, con poco cariño, pocos brazos, poco respeto, pocos mimos. Es imposible malcriar a un niño por hacerle mucho caso, cogerlo mucho en brazos, consolarle mucho cuando llora o jugar mucho con él.
Decíamos que el domingo, al cruzarse por el pasillo, no hace falta saludarse porque no ha habido separación. Pero si un matrimonio pasa un domingo entero sin cruzarse una palabra o una mirada, sin darse un beso o un abrazo, ¿no pensará usted que están al borde del divorcio? Incluso en compañía constante, dos personas unidas por un vínculo afectivo necesitan hacer algo juntos de vez en cuando. Si usted lo olvida, su hijo se lo recordará.
No quiere ir a la guardería
En muchas separaciones cotidianas se observan efectos similares a los descritos por Bowlby, y tanto madres como profesionales continúan interpretando mal los hechos. Susana nos escribe cómo reacciona su hijo ante la separación:
Ramón empezó la semana pasada la guardería. Tiene casi dos años y nunca había ido; bueno, dos meses el año pasado, nada más…
El tema es que desde que ha empezado a ir, concretamente desde el segundo día, me está sometiendo a un chantaje emocional descarado. Y eso me está dejando «agotada». Se despierta alegre, como siempre, desayuna, ve los dibujos de por la mañana y entonces…, hala…, a decir sin parar: «mami, colé no; mami, colé no…»; así puede estar hasta media hora. Y con cara de pena, claro. De camino a la guarde, bien, hasta que la ve. Ahí sí empieza la función teatral: «mami, un paseso (paseo); mami guapa; mami, colé no; mami, besos; mami, mimos; mami, vamos a casa a dormir…», acompañado, eso sí, de lágrimas de cocodrilo y cara de pena… Al cogerle su «seño» es como si le estuvieran matando; pobrecillo, cómo llora…, y yo, pues, con las lágrimas a punto de asomar. Me voy a casa hecha un «asquito». Me siento mal, me replanteo la situación, pienso si hice bien, pienso que sí, que necesito tiempo para buscar trabajo, que le vendrá bien… (eso todos los días desde el lunes pasado). Bueno, a la una menos cuarto estoy allí ya, pobre, para que no llore más…, y, ¿qué veo? Está jugando, tan alegre, con los niños. Y sin ojeras, o sea, que no ha llorado apenas. Pero…, cuando me ve…, hala…, «mami, aupa; mami, a casa; mami colé no…». Otra vez lo mismo, ya sin lágrimas. Entonces la directora me cuenta, muerta de risa, que no ha llorado en toda la mañana, que según me fui se le pasó, que como mucho pregunta: «¿dónde está mami?».
Es lo mismo cada día. Por las tardes en casa es horrible. Sólo quiere estar conmigo, no puedo ir ni al baño sin oírle llamarme y lloriquear. Por la noche, si se despierta y va su padre, dice que mami. Si voy a comprar tiene que ser con él…
Ramón muestra varias reacciones típicas ante la separación: pegarse como una lapa a su madre y exigir atención continua, mostrarse aparentemente tranquilo y colaborador cuando está en la guardería, desmoronarse en cuanto sale de ella… Parece que es precisamente el hecho de que no llore en la guardería lo que convence a la madre de que todo es «cuento». ¿Qué necesitaría esta madre para comprender que su hijo sufre de verdad? ¿Que llore sin parar todas las horas que está en la guardería? Nadie llora tanto. Ante las mayores desgracias y calamidades, el ser humano llora un rato y luego sigue adelante. La gente no llora todo el rato ni en los funerales, ni en los hospitales, ni en la cárcel, ni en el campo de concentración. El que dejen de llorar, incluso el que «saquen pecho» e intenten soportar con entereza su situación, no significa que hayan dejado de sufrir.
Vimos más atrás cómo, entre los menores de tres años, son precisamente los que mejor relación tienen con su madre los que muestran más sufrimiento al separarse. La espectacular reacción de Ramón nos demuestra, precisamente, que quiere mucho a su madre y que ella le había tratado siempre muy bien. ¡Lástima que Susana no lo sepa!
Lo trágico del caso es que esta incomprensión puede aumentar el sufrimiento. Lo ideal, no nos engañemos, sería que Ramón no fuera a la guardería hasta dentro de unos meses. Pero eso no siempre es posible; Susana necesita buscar trabajo, y no puede dejar de llevar a su hijo a la guardería. No, no es el fin del mundo. Es una separación relativamente corta que se puede compensar. Ramón le está explicando a su madre cómo compensar la separación, cómo sanar la herida: le pide que pase con él toda la tarde, que acuda por la noche cuando él la llama (sospechamos que preferiría directamente dormir con ella), que le lleve cuando vaya a comprar, que le dé muchos brazos y muchos mimos. Susana podría darle todo esto y sentirse mejor al hacerlo, y sanar también la herida que ella misma sufre con la separación. Pero la maestra (teóricamente una experta en educación infantil) tampoco sabe reconocer los efectos de la separación en un niño de esta edad, y se ha reído del sufrimiento del niño. Susana ha tomado, trágicamente, el camino opuesto: en vez de admitir que su hijo sufre de verdad, en vez de apretarlo contra su corazón y sentir rabia contra el sistema económico que la obliga a buscar trabajo con un niño tan pequeño, está intentando convencerse a sí misma de que el sufrimiento de su hijo es teatro y sus lágrimas son de cocodrilo. Susana siente ahora rabia contra su propio hijo, le acusa de practicar el chantaje emocional. ¿Cómo podrán ahora recuperar o compensar lo perdido?
Por qué siempre quieren brazos
Muchas mujeres daban el pecho
a una criatura que sostenían con un brazo,
y con la mano libre revolvían los fogones.
Franz Kafka, El proceso
Hace 100 000 años, en algún lugar de África. Un grupo de seres humanos se desplaza lentamente por la pradera. Tal vez adoptan una formación casi militar, como hacen los babuinos: las mujeres y los niños van en el centro; los varones las rodean, algunos armados con palos. Algunas de las mujeres están embarazadas, otras llevan en brazos a sus bebés; la tribu entera reduce su marcha para adaptarla a la de sus miembros más lentos. Se detienen aquí y allá para alcanzar unas frutas, escarbar unas raíces o degustar unas nutritivas hormigas. Con suerte, su inteligencia, su coordinación y su habilidad para lanzar piedras les permitirán cazar algún pequeño animal o disputar la carroña a las hienas.
¿Dónde están los bebés? ¿Los dejaron en su casa, en una cuna, al cuidado de una canguro, mientras iban a trabajar? Seguro que no. No había casas, no había cunas, la tribu se desplazaba unida.
Los monitos recién nacidos se agarran al pelo de su madre con pies y manos, y al pezón con la boca, y así viajan de árbol en árbol, seguros con sus sólidos cinco puntos de anclaje. Los chimpancés y los gorilas se nos parecen tanto que el recién nacido no es capaz de agarrarse a la madre; ella tiene que sujetarle con un brazo para que no se caiga. Pero sólo durante las primeras dos o tres semanas; después, es la cría la que se agarra sola. ¿A qué edad se atrevería usted a llevar a su hijo colgado, sin pañoletas ni mochilas, sin sujetarlo con una mano, y saltando de árbol en árbol? No hay ningún otro animal sobre la faz de la tierra que necesite más de un año simplemente para agarrarse a su madre.
Cuando no existían telas ni cuerdas, ni mucho menos cochecitos, las madres llevaban a sus hijos en brazos todo el día, la mayoría de las veces sujetándolos con el izquierdo mientras el derecho quedaba libre para comer (o al revés, si la madre era zurda). Probablemente mamaban en chupadas cortas y muy frecuentes, como los bosquimanos actuales, varias veces por hora (la succión tan intensa inhibe la ovulación, y la mayoría de las madres sólo tenía un hijo cada tres o cuatro años…, a menos que el bebé muriera antes). En los momentos de descanso, la madre se sentaba con el bebé en su regazo, o se echaba en el suelo con el bebé encima. A medida que iba creciendo, la cría necesitaba menos a su madre y también pesaba más; probablemente la abuela, el padre o los hermanos mayores ayudaban a la madre en el transporte. Es casi seguro que los bebés estaban cada minuto de las 24 horas del día en contacto físico con otra persona, casi siempre con su madre, hasta que empezaban a gatear. Y hasta varios años después estaban en contacto físico, si no las 24 horas, sí al menos una buena parte del tiempo. Incluso niños de tres o cuatro años, que pueden andar durante un buen rato, tendrían que ir en brazos si la tribu se desplazaba varios kilómetros.
Así pues, durante millones de años la evolución natural ha favorecido a aquellos niños que disfrutan yendo en brazos, pero se enfadan si se les deja solos. Era una cuestión de supervivencia.