CAPITULO VI

 

—Yo abriré —dijo Calder al dirigirse en línea recta hacia la entrada resueltamente, arma en mano, mientras los perros ladraron furiosamente.

—Cuidado —avisó Marsha, con expresión alarmada.

—No temas —rió el jardinero—. Al primer signo de alarma, le frío a tiros a quien sea, por todos los diablos. No toleraré más sustos a la señora.

Decidido, giró la llave y abrió la puerta, asestando su arma sobre la persona que acababa de pulsar el timbre por segunda vez, al tiempo de calmar a los perros.

Los dos hombres se miraron largamente en un tenso silencio. Calder exigió:

—Vamos, hable. ¿Quién diablos es usted y a qué viene?

El visitante sonrió tranquilo. Explicó sin inmutarse:

—No puedo llevar la mano al bolsillo sin provocarle. Pero llevo en él una credencial de la policía de Los Angeles. Soy el teniente Kervin Brooks, del Departamento Central.

—Teniente Brooks! —Clamó Karin, impulsiva, saltando en su asiento y corriendo hacia la puerta, hasta aferrarse al recién llegado con energía, implorante su gesto—. ¡Dios sea loado! ¡Usted en persona! Hubiera dado algo por verle aquí hace unos momentos...

—Un patrullero acaba de informarme que se oyó por esta vecindad un disparo. Yo montaba guardia en el cruce de Wilshire inmediato a esta finca. Por eso vine rápidamente. ¿Qué es lo que ocurre aquí, señora Colfax?

—Entre, entre, por favor... —rogó ella—. No podía imaginar que estuviera tan cerca...

—Mí presencia aquí no es oficial —miró el arma de Calder y sonrió—. Guarde su artillería, amigo. Es peligroso utilizarla cuando se está nervioso. No tienen nada que temer. Hice poner vigilancia en torno a la casa.

—¿Usted? —Karin boqueó, mientras Calder cerraba la puerta de nuevo—. No resultó demasiado eficaz. Hubo otra... otra aparición en el jardín. Sin rastros, claro. No puedo probarla.

—De todos modos, dígame lo ocurrido.

Ella se lo contó. Brooks la escuchó en silencio, sin reflejar emoción alguna en su faz. Luego, al mencionar la llamada telefónica, sin decir nada aún, fue al aparato y lo descolgó. Ante la sorpresa de todos, hizo una pregunta seca:

—Marwin, habla Brooks. ¿Sigue todo bajo control? —Pareció escuchar algo, aunque no había marcado número alguno y añadió—: Quiero escuchar una grabación. La última llamada hecha a esta casa. ¿Está grabada? Bien, espero...

Alzó los ojos. Karin y los demás le miraban con estupor. Sonrió, aunque su mirada era profunda y grave, fija en Karin Colfax especialmente.

—Tengo intervenido el teléfono —explicó—. Toda llamada se registra y graba automáticamente. Espero que tengamos la que usted recibió, señora.

En efecto. La grabación fue pasada por el teléfono. Brooks la escuchó. Dio las gracias a su interlocutor y colgó. Se quedó pensativo, frotándose el mentón. Karin fue hacia él, esperanzada.

—¿Me cree ahora? —gimió.

Kervin Brooks la miró. Su voz sonó preocupada.

—Nunca dejé de creer su historia. Por eso estoy aquí ahora. Dispongo de unos días de vacaciones. Los aprovecho para ocuparme de su asunto, señora Colfax. Oficialmente no puedo hacer nada porque mis superiores han cerrado el asunto. De forma extraoficial, es otra cosa.

—De modo que me cree... —la voz de Karin tembló emocionada, sus ojos se humedecieron de llanto—. Me cree...

—No tenía otro remedio que creerla. Su historia era demasiado fantástica para ser real. Sonaba a pura invención o a fruto de la locura. Pero usted no está loca, ni su terror es fingido. Sólo quedaba una posibilidad: un auténtico complot, puesto que usted no puede admitir, como yo tampoco, la versión increíble de un verdadero regreso de la tumba, ¿no es cierto?

—No, Claro que no —ella humedeció sus labios trémulos—. Pero esa voz de mujer que reía... Sus palabras... Era..., era una «satánica», ¿verdad?

—Al menos, pretendía serlo —comentó él encogiéndose de hombros—. Puede formar parte de la escenografía de todo este juego encaminado a aterrorizarla..., o tal vez a volverla loca. Si usted perdiera el derecho a la fortuna de Frank Colfax, es obvio que su cuñado, Steve Colfax, como hermano del difunto, la supliría en la herencia.

—Sí, creo que sí. ¿Eso significa que sospecha usted de él?

—Es uno de los más calificados sospechosos, por supuesto. El y su amante, Stella Sawnee. Recuerde que también una voz de mujer reservó determinada mesa en El Vivero, donde usted leyó un supuesto mensaje de ultratumba en un menú. Y ahora, la voz de mujer se repite por teléfono en otro mensaje encaminado a aterrorizarla.

—¿Cree que ésa es la voz de Stella Sawnee?

—No lo sé aún. ¿Usted ha logrado identificarla?

—No, confieso que no.

—Pudo disfrazarla. Pero no resistirá un análisis electrónico de la grabación. Si es la voz de Stella Sawnee más o menos disfrazada, la computadora nos lo revelará.

—De modo que va a ayudarme, después de todo...

—Estoy ayudándola ya, señora Colfax —sonrió suavemente Kervin Brooks—. Créame que si hay alguien tras todo esto, aparecerá tarde o temprano. Pero no diga nada a nadie. Ni ustedes tampoco, por supuesto.

—Cuente con mi discreción más absoluta, teniente —sonrió Marsha, arreglándose coquetamente el cabello ante la mirada del joven oficial de policía.

—Y la mía también —apoyó Calder—. Todo lo que sea en beneficio de la señora, puede estar seguro que tendrá en mí a un leal colaborador.

—Les creo —suspiró Kervin—. Y ahora, no les molestaré más. Creo que, ocurra lo que ocurra, debe mantenerse serena y dueña de sí. No deje que esas apariciones espectrales minen su moral ni su equilibrio psíquico. Ambos sabemos que, por desgracia, los muertos nunca vuelven de las tumbas. Frank Colfax ha muerto, y eso es lo único cierto e irreversible. Todo lo demás, son jugarretas audaces de unas personas poco escrupulosas, astutas y capaces de todo con tal de conseguir su objetivo. De todo, ¿entendido?

—¿Qué quiere decir? —Karin le miró, repentinamente preocupada.

—Estaba pensando que si no logran volverla loca, intentarán deshacerse de usted por otros medios. Tal vez... asesinándola.

—Dios mío... —se estremeció la viuda.

—Pueden intentarlo, fingiendo un accidente o algo así. Por ello, si ve a Steve Colfax o a ella, finja que anda desequilibrada, que vacila su razón, y no revele la menor sospecha hacia ellos. De este modo, puede que ellos no recelen nada.

—Me acordaré de sus consejos, teniente... Por cierto, ¿puede quedarse y cenar conmigo? —Le invitó Karin—. No sentía apetito alguno antes de aparecer usted, pero esto me ha servido de revulsivo...

—Muy amable, señora Colfax. Si no le causo problemas, acepto gustoso su invitación, siempre que con ello le ayude a recuperar su apetito perdido.

—Excelente —sonrió ella, radiante, pareciendo rejuvenecer hasta convertirse en la bella adolescente que debía ser cuando se casó con Frank Colfax—, No se hable más. Marsha, prepara una mesa para los dos. Y puedes servir lo mejor que tengas en la cocina. Prometo comer como no lo hacía desde hace mucho tiempo. Ah, y trae una de esas botellas de vino de la bodega.

—De mil amores, señora —aseguró Marsha, con un destello complacido en sus bonitos ojos—. Me alegra verla así, palabra. Ojalá el teniente Brooks viniese más a menudo por aquí...

—Tal vez eso se haga realidad, si el asunto continúa como hasta ahora —sonrió el policía jovialmente, viendo salir a Calder y a la doncella con aire más tranquilo. Una vez solos los dos, se volvió a Karin y añadió suavemente—: Espero que no le resulte molesta mi presencia esta noche, señora.

—¿Molesta? Por favor, teniente, no hablemos de cumplidos. Su presencia aquí, su aceptación de acompañarme en la mesa, es lo más grato que pudo ocurrirme. Me siento segura, diferente, como una mujer nueva, cuando usted está cerca. Creí que era sólo por ser usted policía, pero luego, cuando dejaron de atender mi caso, comprendí que el capitán Waldron no me importaba nada. Usted, en cambio, me inspira fe, confianza, una profunda seguridad...

—Muy amable, señora Colfax...

—Por favor, ¿por qué no me llama Karin? —pidió ella—. Soy joven aún, solamente veintiséis años..., aunque Frank tuviese ya treinta y nueve...

—Vaya, yo tengo treinta —sonrió Kervin Brooks—. Ambos somos jóvenes. La llamaré Karin... siempre que usted me llame Kervin solamente. ¿De acuerdo?

—De acuerdo—rió ella jovialmente, con una expresión, una voz y una alegría que él no recordaba haber visto antes en la joven viuda. Como si algo la intrigara, preguntó casi inmediatamente—: ¿Está casado, quizá?

—No, no —negó Kervin con viveza y cierto aire humorístico—. En absoluto, Karin. No me sedujo nunca el matrimonio. Tal vez porque no encontré a la mujer adecuada...

—Tal vez —meditó Karin, que parecía dispuesta a hablar de cualquier cosa menos de aquello que la torturaba frecuentemente desde el inicio de los horrores espectrales llegados, aparentemente, del Más Allá, y que iban conduciéndola inexorablemente, jornada a jornada, hacia los límites mismos de! miedo, donde éste se convertía en demencia.

—Bien, hablemos de todo esto mientras cenamos, Kervin, si no le importa. Deseo tanto charlar de trivialidades, por primera vez en mucho tiempo...

—Adelante —la invitó él risueño—. Creo que es la mejor medicina para usted, Karin.

Y, ciertamente, la cena de aquella noche resultó inolvidable para Karin Colfax. Ni un soplo de angustia o temor, ni una sombra de recelo. Solamente temas livianos, comentarios alegres, divertidos... Al oírla reír, incluso, nadie hubiese podido imaginar que aquella muchacha rubia, jovial y resplandeciente, era la misma viuda Colfax, atormentada y rota, de tantas ocasiones anteriores, flanqueada por la asistencia urgente de dos médicos.

Pero estaba predestinada, al parecer, a no disfrutar de una noche entera feliz, porque estando el uno frente al otro, ante la mesa donde ahora sólo quedaban las copas medidas de buen vino de una cosecha californiana de siete años atrás, de nuevo sonó el timbre de la puerta insistentemente.

Karin se sobresaltó, empezando a erguirse. Volvió su mano la copa de vino, que se derramó, rojo como la sangre, sobre el mantel. Rápido, Kervin alargó su mano, sujetándola con firmeza. Los ojos del policía destellaron.

—Calma —pidió, sereno, con voz enérgica—. Nada de temores. No va a ocurrir nada. ¿Espera a alguien, Karin?

—No, a nadie en absoluto —ella miró el reloj del salón—. Además, son ya las diez menos unos minutos...

—Deje que Marsha abra. Yo estoy con usted. Nada tiene que temer.

Y hundió significativamente su mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Marsha apareció, mirándola dubitativa. Brooks le hizo un gesto significativo con la cabeza y la joven doncella fue a abrir la puerta de la casa.

Hubo un momento tenso en la sala, hasta que el paso quedó franqueado. Calder, que había retirado sin duda los perros, los debió dejar en su caseta, porque sus ladridos sonaban ásperos y lejanos en el jardín.

—Buenas noches —saludó una voz de hombre joven, fuerte y decidida—. ¿Está mi querida cufiada en casa, preciosa?

—¡Steve! —susurró Karin, con tono de alarma y disgusto, mirando a su invitado.

—Y viene acompañado —asintió Kervin, al descubrir en un espejo la presencia dé un hombre alto, joven y atlético, deportivamente vestido, en el umbral de la casa, junto a unas bonitas piernas de mujer y unos senos agresivos, que parecían totalmente desnudos, al envolverlos solamente una ligera tela amarilla de una camisa holgada. Los pezones, cuando menos, se marcaban agresivamente.

—Sin duda es su amiguita, Stella Sawnee —señaló entre dientes la joven viuda.

Marsha hizo pasar a la joven pareja al recibidor. Por la puerta entreabierta, Kervin Brooks contempló a los recién llegados atentamente. Steve Colfax apretaba con su mano la de su compañera.

—¿A qué pueden venir? —indagó Kervin, curioso.

—No lo sé. Pero no puede ser nada bueno. Será mejor que le reciba yo sola. Aunque no me gustaría sentirle demasiado lejos en estos momentos...

—No tema, Karin. Estaré aquí, escuchando y vigilando. No hay nada que temer.

Ella asintió, bajando al recibidor. Una vez allí, mientras Brooks miraba por la rendija de la puerta del comedor, Karin Colfax se encaró audazmente con su cuñado y la amante de éste.

—¿A qué debo esta visita a horas tan poco usuales, Steve? —preguntó, seca.

—Como tú no has hecho nada para reunirte con nosotros, Stella y yo resolvimos verte en tu casa. No es demasiado tarde aún... Mi hermano trasnochaba bastante.

—Pero tu hermano ha muerto, Steve —cortó Karin, tajante—. Yo me acuesto pronto. No me encuentro bien. Mi salud está bastante deteriorada últimamente.

—Lo sé —rió Steve con cinismo—, Stella me contó algo de tus histerismos... Incluso crees ver fantasmas y mensajes del Más Allá, ¿no es cierto?

—Posiblemente sólo sean producto de una maniobra criminal contra mí, Steve.

—Vamos, vamos —burlón, Steve Colfax la miró despectivo—, ¿Eso es lo que pretendes hacer creer a la policía, cariño, para dejarnos fuera de circulación? No te va a ser tan sencillo, palabra. Si quieres librarte de pleitos familiares y problemas, será mejor que lleguemos a un acuerdo. Pero será como yo diga, Karin. No a tu entero placer. Digamos que con medio millón nos conformamos Stella y yo. Nos largamos y no tendrás más problemas con la herencia, ¿de acuerdo?

—¡Medio millón! ¿Estás loco? —Protestó Karin—. Tendría que venderlo todo para reunir esa suma, y lo sabes.

—Bien, véndelo. Te sobrará al menos otro millón para ti. Creo que es un arreglo amistoso y cordial el que te propongo.

—¿Y si no acepto?

—Entonces, atente a las consecuencias, querida.

—Has subido mucho en tus exigencias últimamente.

—Estudié a fondo el asunto y recibí buenos consejos, eso es todo —rió Steve.

—Eres un rufián, un degenerado y un canalla —le acusó duramente Karin—. Si no accedo, ¿cuáles serán las consecuencias? ¿Seguir asustándome con voces, llamadas telefónicas, mensajes y fantasmas? ¿Es eso lo que planeas para obtener tu tajada, cerdo?

—Cuidado con lo que dices, Karin —enarboló Steve su puño airadamente—. Si te pones desagradable, pueden ponerse muy feas las cosas para ti...

—Señor Colfax, ¿en qué sentido piensa ponerle feas las cosas a la señora Colfax?

La fría voz de Kervin llegó hasta el recibidor como un trallazo. Steve pegó un respingo y su amante, que estaba sonriendo desdeñosa y agresiva sin quitar sus ojos de Karin, se puso rígida y miró hacia el hombre sereno y glacial que asomaba a la galería alta de la casa, con sus entornados y duros ojos fijos en ellos.

—¿Eh? —Bramó Steve—, ¿Quién diablos es usted? Su cara me resulta conocida...

—Teniente Brooks, de la policía de Los Angeles —Kervin mostró displicente su placa, antes de iniciar el descenso al recibidor—. ¿Sabe que es un grave delito amenazar a una mujer indefensa y atemorizarla con trucos ilícitos, señor Colfax?

—Eh, espere un momento —protestó Steve, alarmado—. Yo no la amenacé con nada. Sólo con procedimientos legales, procesos y todo eso para impugnar una herencia, teniente.

—Usted no mencionó eso en ningún momento —le recordó secamente Brooks.

—Tal vez no me di cuenta, pero no sería capaz de causar daño a mi cuñada ni a nadie —protestó Steve, humedeciendo sus labios y retrocediendo—. Si se refiere a ese lío de los sustos y apariciones, personalmente opino que son simples invenciones de Karin, para hacerse la víctima y echar las culpas sobre mí.

—¿Qué diría si le replicase que la policía empieza a pensar otra cosa? —sonrió agresivo Kervin Brooks, sin quitar sus ojos de él.

—Teniente, Steve tiene razón —protestó a su vez Stella Sawnee—. Ni él ni yo tenemos nada que ver con ese asunto tan feo de las alucinaciones, sean ciertas o no.

—Ya veremos. Se está investigando todo muy a fondo, y si descubrimos algo contra ustedes, pueden ir a la cárcel por intento de estafa y por complot criminal. Ahora, váyanse. Están molestando a la señora Colfax con su presencia.

Stella, asustada, tiró de su amante hacia la salida de la casa. Pero antes, todavía tuvo Steve Colfax valor suficiente para volverse hacia su cuñada y amenazarla:

—Escucha, Karin, no te librarás de mí tan fácilmente. Ningún policía de esta cochina ciudad podrá evitar que impugne ese testamento de mi hermano. Legalmente, querida cuñada, las cosas distan mucho de estar resueltas, no lo dudes... Después de todo, si Frank estaba «endemoniado» y cosas así, ¿no es posible que esos siervos de Satán le trastornaran lo suficiente la mente corno para firmar cualquier cosa, sin importarle adónde iba su dinero, una vez muerto? A fin de cuentas, he hablado con unos satanistas de esta ciudad y ellos no creen en la muerte. Dicen que la muerte no existe para los hijos de Satán. Que pueden volver a la vida... Para chiflados así, ¿qué pueden importar los bienes materiales? Utilizaré eso ante los jueces, no lo dudes...

Salieron, cerrando de un portazo. Karin, extenuados sus nervios, respiró hondo, apoyándose en la pared. Kervin Brooks fue hacia ella, puso sus manos en los hombros de la joven viuda y murmuró lentamente:

—Calma, calma. Ya se fueron. Es posible que sólo hablase de cosas legales. O es posible que no. Les haré vigilar a esos dos pájaros, Karin.

—¿Oyó lo que decían? Los satánicos dicen que pueden... resucitar —exclamó ella.

—Se dicen muchas tonterías. Todo depende de que ellos lo crean. Personalmente, no creo que haya nadie capaz de devolver la vida a nadie. Si Steve Colfax está mezclado en este complot, es lógico que intente cargar las tintas para asustarla.

—Pero..., pero Frank lo creía tan ciegamente... Aseguraba con tal fuerza que él no moriría, que se limitaría a volver de las tinieblas y ser un muerto en vida por el resto de los tiempos...

—Las sectas esotéricas acostumbran a usar hipótesis, sugestión y cosas así en sus ritos, aparte de drogas alucinógenas que pueden convencer a un adepto de lo más inverosímil.

—Me..., me gustaría creerlo, Kervin, estar segura de que Frank realmente murió como cualquier otro ser humano, y ahora reposa para siempre en paz...

—Hay un medio de saberlo, Karin. Un medio seguro que no admite dudas —dijo gravemente Kervin Brooks, mirándola con fijeza.

—¿Un medio? ¿Cuál? —demandó ella con ansiedad.

—Exhumar el cadáver de Frank Colfax —fue la imprevisible respuesta.

 

* * *

 

—Exhumar el cadáver...

—Sí. Extraer de su tumba a Fran Colfax.

—Dios mío, no... —El horror invadía los ojos, el gesto, el rostro y ademán de la joven viuda—. Eso no... ¡Qué espanto!

—¿Por qué? Es la única evidencia capaz de devolverle la paz, Karin. De una vez por todas, estar segura de que, como resulta lógico, los muertos no salen de la tumba.

—Pero ver allí su cuerpo..., después de este tiempo... Estará..., estará comenzando a pudrirse...

—Es posible que haya comenzado el proceso de descomposición, pero resultará perfectamente reconocible. Usted lo identificará. Unos médicos forenses comprobarán que está clínicamente muerto, sin posibilidad alguna, real o fantástica, de resucitar. Y eso bastará. Será definitivo, Karin.

—Quizá... Sin embargo, una exhumación es algo horrible. Y en este caso, resultaría injustificado ante la ley, ¿no cree? Un juez es quien debe aprobar o denegar tal ceremonia, ¿no es cierto?

—Sí, es así. Pero la esposa puede basarse en algo concreto para solicitarla.

—¿Qué, por ejemplo?

—No sé... Su esposo murió de algo normal, como es un tumor en el cerebro. Nada oscuro ni sospechoso en su proceso clínico. Pero de todos modos, podríamos recurrir a un pretexto que legalmente tiene cierta fuerza. Digamos que usted podría decirle al juez que tiene motivos para sospechar que su esposo pudo morir envenenado.

—¡Envenenado! —Karin abrió enormemente los ojos—. ¡Eso no tiene sentido en un hombre que ha muerto de un tumor cerebral!

—Ya lo sé —sonrió Brooks—. Es sólo una argucia para lograr que el cadáver sea exhumado legalmente y conducido a la Morgue. Una vez en el depósito haremos que un grupo forense examine el cadáver, sin llegar a proceder a la autopsia real, y usted habrá alcanzado lo que desea: la seguridad de que Frank Colfax, por muy siervo del Diablo que sea, no puede asustarla en modo alguno. En suma, que su espectro es falso, simple obra de un ser humano, o de varios, dispuesto a provocarle un trauma o shock.

—La solución es casi tan fuerte como mi propio miedo a lo desconocido, Kervin... —protestó débilmente Karin, continuando su paseo junto al policía, aquella tarde siguiente a la noche en que cenaran juntos, se enfrentaran a Steve Colfax y terminaran hablando de la inquietante posibilidad de exhumar al difunto Colfax.

Era evidente que Karin vacilaba. Aquella misma mañana había recibido una notificación legal del abogado, comunicándole que, como representante de los intereses de Steve Colfax, procedía a la impugnación formal del testamento de su difunto esposo, asunto que se vería ante los Tribunales de la ciudad de Los Angeles en el plazo fijado oportunamente por el juez encargado del asunto.

Ahora, Kervin le sugería la única posibilidad de encararse, valientemente y de una vez por todas, de modo definitivo, con la única posibilidad real y tangible de explicarse los sucesos últimamente vividos, sin versiones fantásticas ni terrores oscuros e insondables que hablaran de seres de ultratumba, espectros malignos o siervos del Señor de las Tinieblas.

Pareció estremecerle la idea. Se arropó mejor en la prenda que colgaba de sus hombros. La tarde era ligeramente fresca, había nuevamente nubarrones grisáceos en el cielo de California, y el aire tenía tintes húmedos que presagiaban prontas lluvias.

—¿Cuándo podría hacerse eso? —musitó al fin, mirando de reojo a Brooks.

—Eso usted ha de decirlo —Brooks la miró con dulzura, comprendiendo el duro trance en que la viuda se situaba ahora ante tan horrible posibilidad.

—Oh, Kervin, amigo mío... —se aferró a su brazo, con dedos nerviosos—. Si está usted a mi lado... me atreveré a lo que sea.

—Estaré. En todo momento. Sobre todo, cuando llegue el instante de... alzar la tapa del féretro.

Karin tragó saliva. Sus labios estaban secos. Miró patética a Kervin. De pronto, tuvo un sollozo, se pegó a su pecho, y musitó apretándole con fuerza con ambos brazos:

—Kervin... No me deje, se lo ruego.

—No la dejaré —Brooks la atrajo hacia sí, afectuoso, y acarició sus cabellos dorados, suaves y del color de la miel—. Confíe en mí, Karin.

—¿Qué cree que estoy haciendo? —murmuró ella. Alzó los ojos, le miró muy de cerca.

Y antes de que él pudiera preverlo, la viuda Colfax se empinó, aplastando su boca contra la del joven policía. Los dos jóvenes cuerpos se apretaron impulsivos. El contacto de unos y otros labios se prolongó largamente.

Al separarse, ella respiró hondo, lo miró con ojos luminosos y susurró:

—Perdona, Kervin... Creo que eres el primer hombre que me hace sentir así..., incluido Frank. El y yo nunca sentimos realmente amor el uno por el otro... —hizo una pausa—. Adelante. Solicitaré esa exhumación... y que Dios nos ayude.

 

* * *

 

Karin apretó fuertemente el brazo y la mano de Kervin Brooks cuando los sepultureros alzaron la pesada lápida que cubría la fosa de Frank Colfax.

Empezaba a caer las primeras gotas de lluvia de un posible temporal de varios días, puesto que los boletines meteorológicos pronosticaban un tormentoso fin de semana para la zona de Los Angeles. Un cielo torvo, encapotado, servía de sombrío palio a aquel momento en que, cayendo la tarde, se llevaba a cabo, en presencia de un representante judicial, la exhumación del cadáver.

La petición de Karin se basaba en «sospechas sobre los motivos reales de su muerte», al menos oficialmente. Eso había enfurecido al doctor Marlowe, médico de cabecera que certificara la muerte de su paciente como víctima de un tumor maligno cerebral, y Brooks tuvo que calmarle, asegurándole que sólo se trataba de una artimaña legal para obtener el permiso judicial y no de una auténtica sospecha. Ni siquiera se iba a practicar autopsia alguna al cadáver, limitándose un equipo de tres médicos forenses a examinar al muerto y certificar que no cabía posibilidad alguna de resurrección, estado cataléptico ni cosa parecida.

Ahora, en presencia del reducido grupo de testigos —del que el doctor Jonathan Marlowe había solicitado formar parte, no demasiado convencido al parecer aún de la verdadera Significación del macabro hecho—, se procedía a la exhumación.

Junto a aquel punto del cementerio, una ambulancia esperaba para conducir el cuerpo al Depósito de Cadáveres de la ciudad de Los Angeles. Todo, aunque legalizado, no dejaba de tener un misterioso aire de clandestinidad, como si se estuviera realizando una siniestra ceremonia prohibida. La tarde sombría, nubosa y con lluvia, ponía por su parte la otra nota tétrica en la escena.

—Bien, señores... —resopló el sepulturero, enjugándose el sudor de la frente—. ¿Procedemos a abrir el féretro ya?

Hubo un tenso silencio. El funcionario afirmó, tragando saliva, tan incómodo como los demás. El doctor Marlowe arrugó el ceño, mirando hosco a Brooks. El joven teniente sintió que la mano de Karin era fría y húmeda entre sus dedos. Sonrió, apretándola con fuerza y dijo con voz ronca:

—Sí, por favor. Adelante.

Era el peor momento del trámite. Ella era quien debía identificar al hombre sepultado allí, junto con el doctor Marlowe. El féretro de caoba, forrado de zinc o de un metal semejante, aparecía intacto y hermético. La mejor garantía de que de allí no podía haber salido en modo alguno para presentarse ante su esposa.

El sepulturero comenzó a accionar los tornillos del féretro. Estaban fuertes, bien seguros. Si el cadáver estaba ahora dentro, no había nada que temer. Brooks parecía esperar que así lo comprendiera Karin, fija su mirada de soslayo en ella.

La lluvia arreciaba, golpeando sordamente el césped del cementerio, y la noche se venía encima por momentos. Los hombres de la ambulancia dieron la luz a los faros del vehículo y dos chorros de claridad bañaron de modo fantasmal la escena. Karin respiró hondo. Estaba temblando.

—Ya, señores —jadeó el sepulturero, echándose atrás—.

La tapa está suelta.

Kervin no dijo nada. Pero soltó a la joven, inclinándose hacia el ataúd. Aferró la tapa con ambas manos. Oyó apagadamente un gemido de la viuda. Vaciló. Luego, alzó la tapa resueltamente. Varias lámparas proyectaron su luz hacia el interior.

Karin Colfax lanzó un breve grito de terror, El doctor Marlowe resopló, enjugándose nerviosamente el sudor del rostro. El funcionario judicial retiró su mirada, incómodo. Sólo los empleados del cementerio y el propio Kervin permanecieron serenos, sus ojos fijos en el cadáver que reposaba inmóvil, céreo, sorprendentemente intacto aún, aunque con huellas lívidas de descomposición en sus pómulos y sombras violáceas en torno a unos ojos cerrados y, posiblemente, ya en período de putrefacción.

—Dios mío... —sollozó Karin—. Frank...

—¿Es él? —indagó Kervin, grave el tono.

—Sí —afirmó tajante el doctor Marlowe—. Es él.

—Es mi marido... —musitó Karin—. Es... horrible verle otra vez... ahí.

—Lo comprendo —Brooks se irguió con un suspiro. Miró a los enfermeros e hizo un gesto, ellos comprendieron tomando el féretro para conducirlo a la ambulancia. El policía notó los algodones ensangrentados que taponaban las fosas nasales del muerto, impidiendo que su destruido cerebro se vaciase por allí.

En algún lugar del cementerio, a sus espaldas, sonó una larga y demoníaca carcajada. A Kervin se le erizaron los cabellos.

Karin lanzó un grito de horror y se aferró a Brooks, exasperada, ocultando el rostro contra su pecho. Temblaba como si sufriera convulsiones. Todos se volvieron sobresaltados hacia el oscuro punto de origen de aquella risa estremecedora. Incluso el sepulturero soltó la pala asustado.

No tardaron en aparecer dos agentes de una patrulla policial, llevando entre sí, sacudida por las risas histéricas, a una mujer de sorprendente belleza morena, larga melena negra, sedosa y brillante, y ojos oscuros y profundos.

—La encontramos merodeando por aquí, teniente —saludó uno de los patrulleros.

Ella no cesaba de reír, mirando extrañamente la fosa, la tapa del ataúd y el bulto que era conducido ahora a la ambulancia. Karin se atrevió a mirar a la mujer morena.

—Es Lorelei Powers... —susurró, temblorosa aún—. Una..., una compañera de Frank...

—Vaya... —Kervin clavó sus duros ojos en la bella e inquietante mujer—, Lorelei Powers, la «satánica»... ¿Qué hacía aquí esta noche?

Ella, en vez de responderle, le miró, soltó otra carcajada que sonó atrozmente en el cementerio, y dijo con voz enfática y acento fanatizado, mientras sus ojos brillaban extrañamente:

—No debieron hacerlo nunca... No debieron sacar su cuerpo de ahí... Ahora él puede levantarse y volver de entre los muertos. El espíritu del Mal está en él... Y ya nadie podrá detenerle.

De nuevo rió, como si estuviera loca. Brooks arrugó el ceño. Las uñas de Karin, sobre su torso, casi le hacían daño.

—Llévensela arrestada —pidió a los patrulleros—. Por entrar sin permiso en el cementerio a hora no autorizada. Yo hablaré luego con ella... Serénate, Karin. No ocurre nada malo. Son simples supersticiones, miedos absurdos de gente fanática...

Pero ella, Lorelei Powers, seguía riendo sin cesar, como si algo en aquella macabra situación tuviese para ella un motivo de júbilo...