CAPITULO III
El doctor Jonathan Marlowe tampoco era de edad avanzada ni mucho menos. Alto, bronceado y deportivo, de cabello negro, con aladares canosos y ojos oscuros, podía tener entre cuarenta y cuarenta y tres años. Elegante, sobrio y severo. Era el médico de cabecera de los Colfax. Lo había sido de ambos esposos. Ahora solamente lo era de la viuda Colfax, naturalmente.
Contempló a la viuda en reposo en el lecho. Luego, cambió una mirada de preocupación con su colega, el especialista en psiquiatría John Mathieson. Ambos facultativos reflejaban desconcierto y temor en los ojos.
—¿Qué podemos hacer? —indagó el doctor Marlowe, cerrando su maletín.
—No lo sé —suspiró Mathieson sombríamente—. Usted sabe que la señora Colfax es muy impresionable.
—Sí, lo sé. Más que eso. Tanto ella como su marido fueron siempre pacientes extremadamente nerviosos y sensibles. Por distintas razones, naturalmente. Usted debe tener mejores motivos de conocimientos de tal hecho por ser su especialista en problemas mentales.
—Los tengo, sí —admitió tristemente Mathieson inclinando la cabeza—. Conozco bien ciertos detalles sobre los problemas psíquicos de ambos. Y, ciertamente, fueron provocados por razones muy distintas.
—No pretendo conocer estas razones, que supongo serán motivo de secreto profesional, pero es obvio que la viuda de Colfax vive todavía aferrada a fantasmas del pasado que influyen negativamente en su vida actual. Amaba demasiado a su marido. El era absorbente, lleno de personalidad, dominante de carácter y vigoroso en sus convicciones más íntimas.
—¿Cree que todo han sido simples alucinaciones?
—Por supuesto —el doctor Marlowe le miró con asombro, acariciándose pensativo su fino bigote canoso, con expresión de perplejidad—. ¿Es que puede pensar usted otra cosa, querido colega?
—No, supongo que no debería pensarlo, pero... A veces me pregunto si es posible que una mujer joven, que ha superado normalmente el trance difícil de perder a un esposo joven y lleno de vida en escaso tiempo, al desarrollarse su tumor cancerígeno, puede luego, de repente, caer en un trauma semejante, viendo lo que no existe e imaginando cosas que no son.
—Sería peor suponer que ve cosas que sí son, ¿no cree? —sonrió el doctor Marlowe con cierta ironía.
—Oh, por supuesto —rió suavemente el psiquiatra, alzando sus manos—. No me mire como si yo fuese quien necesitara a un psiquiatra en vez de necesitarme mis clientes, doctor Marlowe. Lo que ocurre es que... no puedo olvidar lo que sucedió entre los Colfax poco antes de morir él, estando yo presente, por cierto.
El doctor Jonathan Marlowe enarcó las cejas. Su expresión, evidentemente, reflejó un interés muy superior por la cuestión. Indagó, con voz algo tensa:
—¿Y... qué fue ello, doctor?
—No, no —rechazó Mathieson vivamente—. No debo mención rio. En cierto modo, forma parte del secreto profesional, como usted dijo antes. La propia señora Colfax me pidió luego que respetara este asunto sin revelarlo a nadie, dado lo desagradable de su naturaleza. Así se lo prometí a ella, en ausencia de su marido, y no me gustaría faltar a mi palabra, ni siquiera con un colega, aunque parezca que ello puede ser perjudicial para el caso que estamos examinando.
—Respeto su silencio al respecto —admitió Marlowe, tras un lento asentimiento de cabeza. Luego, miró fijamente a su colega y añadió, indeciso—: El hecho cierto es que la señora Colfax está viendo cosas alucinantes, aterradoras. Y sufre una tremenda crisis nerviosa. ¿Qué podemos hacer, salvo llenarla de sedantes?
—Me temo que no mucho más.
—¿Y usted, su psiquiatra, dice eso?
—¿Qué otra cosa puedo decir? En buena lógica, ambos sabemos que no es posible que ella haya visto por dos veces el espectro de su difunto esposo, en una ocasión en la terraza y en otra aquí mismo, en su alcoba, como repetía exasperadamente mientras le administrábamos el tratamiento adecuado para calmarla y sumiría en un sueño reparador —contempló la lenta, paciente respiración de la mujer joven y atractiva tendida en el amplio lecho, a la luz rosada de la amplia y moderna estancia—. Ni puede haber leído en un menú de restaurante un supuesto mensaje escrito con la letra de su marido, mensaje que sólo unos segundos más tarde, según ella, no estaba ya allí. Y que la única testigo, Stella Sawnee, sentada con ella a la mesa, examinó apenas ella hubo soltado dicha carta, asegurando que allí no había absolutamente nada.
—A eso íbamos —añadió rápido el doctor Marlowe—. Stella Sawnee. Es la amante de Steve Colfax, su cuñado. El hermano del difunto señor Colfax, es un muchacho de vida anárquica y poco honesta, capaz de todo por dinero. Se sabe que ha venido a exigir de la viuda Colfax una parte del dinero que su hermano legó en su totalidad a su esposa. ¿No es posible que exista una conspiración contra ella?
—Lo he pensado —admitió gravemente Mathieson—. Pero he hablado de ello con la doncella de la señora Colfax.
—¿Marsha?
—Sí, Marsha Kelly. Parece una chica sincera y fiel. Dice que examinó en ambas ocasiones muy minuciosamente los lugares donde, según su señora, apareció el fantasma de su difunto marido. En ninguna de ellas encontró señales de pisadas o huellas que significaran la más leve duda. No había nada de nada. Ni vio a nadie, ni oyó a nadie ni descubrió señal alguna que confirmase las presuntas visiones de Karin Colfax.
—Eso parece cerrar el caso —suspiró Marlowe—. Significa que no existió nada de eso.
—Al menos, significa que no hay evidencias de que existiera —rectificó precavidamente su colega.
—¿No es lo mismo? —sonrió el médico de cabecera.
—No. Pero es casi lo mismo, lo admito.
—¿Qué hacemos, en tal caso? La duda persiste.
—De momento, no haremos nada. La policía nos llamaría ilusos si fuésemos a ella con semejante historia, no le quepa duda.
—Estoy seguro de ello —suspiró Marlowe—. Bien, doctor Mathieson. Visitaré con cierta frecuencia a mi paciente, pero me gustaría estar en contacto habitual con usted, por si hay nuevas evidencias.
—Las haya o no, estaremos en contacto —prometió Mathieson—. Además, vendré también a visitar a la señora Colfax, aunque sólo sea para darle ánimos si los necesita.
—Me parece perfecto —le invitó a salir, indicando la puerta—. ¿Vamos ya?
—Sí, vamos —asintió apaciblemente el médico psiquiatra.
Los dos facultativos se dirigieron a la salida. Se sorprendieron cuando a su espalda sonó tranquila, reposada y tremendamente triste, una voz de mujer:
—Por favor, créanme... Les ruego a ambos que me crean... El..., él estuvo aquí... Yo le vi. Me sonreía extrañamente, me miraba con ojos fríos, terribles, helados como la misma muerte...
—Señora Colfax... —el doctor Mathieson se volvió rápidamente hacia la paciente, que había abierto sus ojos tristes y dirigía hacia ellos unas manos trémulas, estremecidas, casi implorantes—. ¿Cómo ha podido despertar? Los sedantes que le administramos el doctor Marlowe y yo eran lo bastante fuertes para...
—No sé lo que me administraron, doctor, pero estoy aterrorizada, tengo un miedo espantoso...
—¿Miedo a qué? —Le preguntó suavemente el doctor Marlowe, conciliador—. Tenga en cuenta, señora Colfax, que aunque su esposo apareciera ante usted por un fenómeno parapsicológico o simplemente espiritista, no tendría por qué causarle ningún daño...
—Aun así, su rostro es una máscara de odio, de crueldad... —jadeó la paciente—. Lo sé, lo he podido ver... No pretende venir a verme suave y dulcemente. Su mirada es maligna, como..., como si no fuera él.
—Y seguramente, ni siquiera es él —la trató de calmar con tono sereno Mathieson—. Estamos estudiando la posibilidad de un complot, de una estratagema de mal gusto para amedrentarla, por parte de alguien. Si obtenemos evidencias suficientes, el caso pasará a la policía, no lo dude...
—¡Pero es que sí era él! —clamó la viuda amargamente—. ¡Puedo reconocer aún el rostro" de mi marido, no he olvidado tanto a Frank en unas pocas semanas! ¡No puede haber nadie que se le parezca tanto...!
—Serénese, por favor —le pidió el doctor Mathieson, inclinándose sobre ella y apretando suavemente sus manos trémulas—. Ahora descanse. El asunto está en nuestras manos. Y esté bien segura de que no vamos a olvidarlo ni a dejar las cosas como se hallan ahora.
—¿Qué pueden hacer ustedes, qué puede hacer la ciencia contra lo que está más allá de la vida, en el reino de los muertos? —gimió Karin con desesperación.
—Más allá de la vida sólo hay silencio y oscuridad eternas, no le quepa duda —sonrió alentador el doctor Marlowe—. Deje esto en nuestras manos, por favor. El doctor Mathieson y yo hemos pensado un plan de batalla contra esas apariencias, sean reales o no. Y usted no tiene nada que temer, créanos...
La puerta del dormitorio se abrió. Apareció en ella la doncella, Marsha Kelly, con una bandeja de plata. En ella iban varias cartas. Se quedó mirando, algo desorientada, a los médicos y a la paciente, como si no esperase que ésta estuviera despierta ya.
—Oh, sí les molesto... —comenzó, iniciando su retirada discretamente.
—No, no —le cortó con viveza el doctor Mathieson—. Puede entrar, señorita Kelly. ¿Hay algo importante?
—Nada especial. El correo para la señora. Iba a dejarlo en la repisa hasta que despertase...
—Estoy despierta —suspiró la paciente, alargando una mano—. Dame lo que haya de correo, Marsha. Eso servirá para distraerme.
La doncella, en silencio, avanzó entregando la bandeja a su señora. Esta tomó de ella todo el correo, que extendió sobre el embozo, sin que ninguno de sus dos médicos intentara impedirle tal pasatiempo.
—Bien, creo que será mejor dejarla —sugirió el doctor Marlowe—. Pero le conviene descansar una vez leído el correo, Karin.
—Gracias, doctor Marlowe —le sonrió ella débilmente—. Atenderé sus consejos.
Apartó una serie de sobres timbrados, la mayor parte de ellos con facturas o publicidad, mientras los dos médicos se dirigían a la salida y Marsha les acompañaba con su vacía bandeja de plata.
Karin, a su espalda, eligió la única carta que no ofrecía aspecto comercial y que iba dirigida a ella, escrita a máquina. Rasgó el sobre, extrajo de ella una tarjeta postal y comenzó a leer, volviéndola del reverso...
Un terrible alarido de horror conmovió la estancia y en el lecho se agitó la joven viuda, apartando las ropas, tirando lejos de sí aquella tarjeta, y empezando a proferir alaridos de espanto, mientras se precipitaba con rapidez hacia las vidrieras situadas tras las espesas cortinas totalmente corridas, como si pretendiera arrojarse a través de ellas hacia el jardín.
Con toda celeridad, ambos médicos reaccionaron tras una veloz mirada entre sí. El doctor Mathieson se dirigió hacia los ventanales para cruzarse en su camino. El doctor Marlowe saltó como una centella hacia sus piernas, y en una zambullida digna de un partido decisivo de rugby, la atenazó por los tobillos, derribándola cuando iba a chocar con Mathieson, tratando de eludirle.
La derribaron en la alfombra, mientras ella aullaba, con ojos desorbitados, y sus jóvenes labios carnosos se cubrían de espuma. Palabras incoherentes y absurdas brotaban tumultuosas, desordenadas, de su crispada boca, mientras entre ambos médicos la reducían, para conducirla al lecho.
—No, no... ¡Quiero morir, quiero morir! ¡Es un mensaje de él! ¡Frank me escribe desde la tumba y me dice cosas horribles! ¡Está endemoniado, yo sé que el diablo posee ahora su alma y le permite volver para destruirme y llevar mi alma consigo...! ¡Lo dice ahí, en esa horrible tarjeta postal...!
Finalmente lograron aplacarla, ante la mirada entre confusa y pasiva de Marsha Kelly que, o bien parecía demasiado perpleja para ayudar o no quería hacerlo, dejando que los dos facultativos lo hicieran todo por su cuenta.
Marlowe, veloz, logró inyectarle en un brazo, y la resistencia y virulenta actitud de Karin Colfax fue reduciéndose por momentos, hasta quedar totalmente inmóvil. Los dos se miraron entre sí, tensos.
—Librium —explicó parcamente Marlowe—. Me pareció lo mejor. Doble dosis.
—Es muy fuerte. Pero no había otra salida —aprobó Mathieson—. Ya se serena...
En efecto, Karin se iba relajando, se adormecía, balbuceando cosas incoherentes y medrosas. Marsha se acercó a ellos con lentitud. Por fin, Mathieson se volvió, interesándose vivamente.
—Señorita Kelly, ¿dónde está la tarjeta postal que leía la señora?
La joven doncella se inclinó, recogiendo la tarjeta. Examinó la fotografía a color de su anverso. Se estremeció.
—Extraña tarjeta —dijo—. Es diabólica...
Marlowe se inclinó sobre él y miró la postal. Asintió lentamente, ante aquella imagen rara y fantástica.
—Es una efigie demoníaca —apuntó—. Juraría que la fotografía de un ídolo de alguna secta satánica... en una cripta .o templo dedicado al satanismo. ¿Qué puede significar eso, doctor?
Mathieson no respondió. Pero su rostro estaba grave, ensombrecido, como si para él aquella fotografía a color de una obscena efigie de un demonio cornudo, malévolo y dotado de un enorme falo, erigiéndose entre dos pebeteros iluminados, en una especie de altar satánico de misteriosas y oscuras bóvedas, significara mucho más que para su colega.
En silencio, giró la postal, examinando su reverso, donde habitualmente se escribe el texto, que en esta ocasión tal horror había causado en la paciente.
Para asombro suyo y del doctor Marlowe, la cartulina apareció totalmente blanca. Sin un solo signo escrito en ella.
No existía mensaje alguno en la postal recibida por Karin Colfax.