SURABAYA
KELLY se incorporó del lecho. Entre las sábanas revueltas, quedaba el cuerpo desnudo y broncíneo de la hermosa Tagora. Él se puso su blanco pantalón, el desnudo torso de bronce musculoso al aire. Encendió su pipa, mirando por la ventana al puerto de Surabaya, extendido ante la casa de la nativa como un paisaje pintoresco, apacible y lleno de exotismo, digno de los pinceles policromos de un nuevo Gauguin.
Los juncos chinos, las embarcaciones malayas y los yates occidentales, compartían los embarcaderos de la más importante P9blación del litoral de Java, excluida la propia Yakarta, capital de la república indonesia. Por los muelles, los rickshaw compartían la húmeda calzada con los automóviles y los carruajes de tracción animal, cargados de frutos tropicales, arroz, té o café. Camiones con carga de caucho —la mayor producción del país, primero del mundo en ese producto natural—, cruzaban a veces con rumbo a los grandes cargueros situados en la zona portuaria destinada a los mercantes. Gentes de todas razas, con predominio de la amarilla en sus diversas representaciones, deambulaban, ruidosamente y apresuradas, por entre puestos destinados a la venta de souvenirs, cocos, quesos y sedas del país.
—Surabaya… —murmuró entre dientes Kelly—. Eres única.
—Esas cosas no me las dices a mí. Adam —se quejó Tagora desde el lecho, semi envuelta su exuberante figura de formas macizas por el blanco, liviano tejido, que no hacía otra cosa que resaltar la plenitud de sus magníficos pechos, dibujando sus marcadas corolas, o ciñéndose a sus muslos soberbios, de piel dorada oscura—. Sólo te gustan tus ciudades, tus puertos, tus mares, tus islas… pero nada que sea humano y sienta y palpite…
—Todo lo que nos rodea es humano, Tagora. Todo tiene alma y palpita, ¿no lo notas?
—Sólo me gusta notar tu presencia, tus palpitaciones, tu alma, Adam —ronroneó ella, entornando sus negros ojos, que le miraron voluptuosos tras las sedosas pestañas. Una mata de negro pelo lacado barrió su desnudo hombro y ocultó la mitad de su dulce, exótico rostro sensual, de labios carnosos y ojos rasgados de oblicuo trazo—. Ven, amor, ven aquí. A veces no sé si eres frío como el hielo o ardiente como el sol de los trópicos en que he nacido…
Kelly fue hacia ella lentamente. La miró. Golpeó su pipa en el cenicero hecho de cáscara de coco, sonriente.
—Puedo ser como tú lo quieras, Tagora —dijo—. Pero no me pidas nunca más de lo que pueda dar. Ese ha sido siempre nuestro mutuo convenio, ¿no es cierto?
—Sí, querido mío. Yo te acepto cómo eres porque te amo… Ven aquí… A mi lado… ¿O ya no me deseas?
—Sabes que sigo deseándote más que a nada ni a nadie en este mundo —él regresó al lecho, se hundió entre sus calientes sábanas con olor a especias y a piel femenina, silvestre y limpia—. Y no te miento. Lo que nunca te juraría es un amor que, tal vez, ni siquiera he llegado a sentir jamás ni llegue a sentirlo en el futuro. No me gusta engañarte, bien lo sabes, Tagora. Pero soy tuyo. Totalmente tuyo mientras estoy a tu lado o cerca de ti, eso sí puedo prometértelo y sabes que soy sincero.
—Lo sé, amor, lo sé… —susurró ella, envolviéndole en la ardiente seda viva y palpitante de sus formas femeninas.
Kelly se dejó sumergir en esa vorágine de pasión y deseo. Sus labios encontraron los húmedos y voluptuosos de ella. Se estrujaron mutuamente en un beso intenso, apasionado. Sus cuerpos se estremecieron, pegado el uno al otro, hasta la completa fusión que los convertía en uno solo.
Fuera, la ciudad de Surabaya seguía siendo una sinfonía bulliciosa de voces, cánticos, ruidos y vida palpitante, y a la vez lánguida y perezosa, con esa rara serenidad llena de pálpito humano, de fiebre pasional y de color candente que es la existencia cotidiana en los puertos isleños de los mares de China…
* * *
—¿Y ahora… adónde, Adam?
Él se encogió de hombros, mientras abotonaba su camisa sobre el atlético torso. Su mirada perezosa parecía ir infinitamente más lejos de la superficie azogada del espejo.
—Por ahí —dijo, ambiguo—. Como siempre.
—Eso quiere decir que vuelves a marcharte —se quejó ella.
—Compréndelo. Tengo que hacerlo, Tagora. Vivo de mi trabajo, y mi trabajo es navegar. Pero esta vez no iré lejos. Volveré pronto.
—Eso dijiste la otra vez —suspiró la nativa, cubriendo su desnudo cuerpo palpitante, de agresivas formas, con el sarong de vivos colores—. Y tardaste seis meses en regresar…
—Esta vez será distinto. No habrá complicaciones que me alejen más. Es una tarea cerca de estos parajes, en las islas del norte. Ya sabes, en el archipiélago. En cuanto termine, regresaré a Surabaya para verte, Tagora.
—¿Y si no regresas?
—Significará que habré muerto —dijo con sencillez Kelly.
—Muerto… —se asustó ella, abriendo mucho sus negrísimos ojos—. ¿Por qué hablas así? Tú nunca has mencionado la muerte…
—Tal vez me esté volviendo viejo —sonrió él—. O quizás que la sentí demasiado cerca en dos ocasiones, aún no hace mucho: una, cuando alguien intentó volarme en pedazos en un hotel de Mindoro. La otra, metido en un tifón que estuvo a punto de hacer trizas el Zodiac.
—Deja ese asunto. Hazme caso —rogó ella, aferrándole un abrazo con gesto de temor en su hermoso rostro exótico.
—No puedo. He aceptado un trabajo. Me pagan por ello. Yo no abandono nunca a mis clientes, Tagora. Además, ¿cómo podría hacerlo? Me han resuelto mis deudas, mis problemas económicos. Este viaje puede ser decisivo para mi futuro.
—¿Para el tuyo solamente… o para el de los dos? —musitó ella, besando el cuello de Adam melosamente, con una luz de ruego implorante en el azabache de sus pupilas oblicuas.
—Si es para mí, será también para ti… —dijo él con voz firme.
—¿Seguro? —dudó Tagora, acercándose a una ventana abierta, por la que Kelly acababa de mirar al exterior—, ¿Quiénes son esos que están sentados en aquel café? Todos son occidentales…
—Son mis clientes —dijo Kelly, evasivo.
—Oh, ¿ésos? —ahora, el fulgor en los ojos de ella fue celoso. Hay una mujer rubia entre ellos. Una mujer muy joven… y muy bonita.
—Sí, es Jenny Kellaway, la sobrina del patrón. Una dama inglesa muy rica.
—Ahora empiezo a comprender por qué te gusta tanto esta misión…
—No digas tonterías. Esa mujer no significa nada. Es sólo una cliente. Una dama de su categoría no tiene nada que ver con un marinero de los trópicos como yo.
—Pero tú eres viril, atractivo, valeroso… La clase de aventurero que gusta a las mujeres blancas, Adam. Seguro que le gustas.
—Vamos, vamos, estás diciendo disparates, querida —rió sordamente Adam, tomando su chaquetón azul y su gorra, tras poner unos billetes de cien rupias indonesias sobre la mesilla—. Ahora debo irme. Me están esperando para hacerse a la mar.
—Me pagas como si fuese una prostituta —se lamentó ella amargamente, mirándole con gesto de dolor mientras él llegaba a la puerta de la vivienda hecha de madera y cañas, a la típica usanza local.
—Tagora, ¿por qué dices esas cosas? —se detuvo él, mirándola sorprendido—. Nunca te quejaste de que te dejara dinero cuando paso por aquí… Siempre lo hemos considerado una ayuda. Cuando tengo dinero, te envío algo o te lo doy si estoy en Surabaya. Si no tengo nada, nada te puedo dar. Tú sabes cómo es mi vida. Y yo sé tus necesidades. Trabajas, pero no es bastante. Lo que no quiero es que seas precisamente eso que has dicho: una ramera que se gana la vida a costa de los viajeros de estas islas. Por eso ahora puedo dejarte dinero para una larga temporada. Ahí tienes más de quinientos dólares. Con ese dinero, en un sitio como éste, se puede vivir mucho tiempo sin apuros. Yo volveré antes, Tagora.
—Tal vez tengas razón en lo que dices —susurró ella—. Perdóname. Creo que estoy celosa por primera vez en mi vida, Adam…
Le besó. Él sonrió, acariciando sus desnudos hombros suavemente, y se alejó con la chaqueta colgada de un hombro, en dirección al café situado al otro lado de la calle. Los ojos de Tagora le siguieron tras las rendijas de la persiana de cañas, hasta que le vio tender su mano a los demás personajes occidentales. Cuando fue la mano de Jenny Kellaway la que estrechó, ella se metió dentro con rapidez, rodando una lágrima por su bronceada mejilla.
* * *
—¿Resolviendo negocios en Surabaya? —fue la pregunta amable de lord Kellaway.
—Sí, algo así —asintió evasivo Kelly, sentándose con ellos y pidiendo un whisky al camarero nativo que le atendió.
—¿Negocios del corazón? —sonrió burlonamente Jenny.
Kelly la miró de reojo y meneó la cabeza, de forma ambigua.
—Es posible —admitió—. Conozco a mucha gente en esta población.
—Si era alguna mujer, seguro que se trataría de una vulgar mujerzuela, ¿no, capitán?
Quien hacía tan insultante pregunta era el joven Hawkins, con cierta expresión agresiva en su rostro pecoso. Kelly le clavó rápidamente los ojos con frialdad.
—Es usted un cerdo —replicó con voz seca.
—¿Qué ha dicho? —bramó el joven inglés, enrojeciendo vivamente—. ¿Olvida que trabaja para nosotros y nos debe un respeto, Kelly?
—Yo no trabajo para usted, sino para lord Kellaway —dijo glacialmente Kelly—. Y ha de empezar usted por respetar a quienes yo conozco, amigos o no. Pero muy especialmente, si esa persona es una mujer a quien ni siquiera usted ha visto jamás. Rectifique sus palabras y discúlpese, o le romperé la cara, Hawkins.
—Vamos, vamos —rogó vivamente el noble, interponiéndose—. Tengamos la fiesta en paz. Eviten peleas. Usted. Hawkins, discúlpese con el capitán. Y usted dé por olvidado el incidente, Kelly.
Frank Hawkins gruñó algo entre dientes. Tras un repentino rubor, había palidecido, mirando con hostilidad a Adam. Pero finalmente se decidió a disculparse de mala gana:
—Lo siento —dijo—. No quise ofender a nadie.
—Así está mejor —respondió el joven marino con voz helada—. Pero no vuelva a hacer un comentario así, se lo ruego.
La reunión parecía haber entrado en un momento de tensión que alejaba su habitual atmósfera cordial de camaradería. Lord Kellaway juzgó llegado el momento de iniciar la partida hacia las islas.
—Ya están cargadas las provisiones a bordo —indicó el noble, acercándose a Kelly—. También he hecho cargar algunas armas, por si acaso.
—¿Armas?
—Sí: rifles de repetición, revólveres, unos cartuchos de dinamita y un fusil ametrallador, con su correspondiente munición. No sabemos lo que puede esperarnos en esa isla, si es que la encontramos. ¿Acaso hice mal, capitán?
—No, no. Lo que espero es que nunca sea necesario usarlas.
—Usted sabe que, si Doc Howard no deliraba en su agonía, allí hay gente agresiva, con armas venenosas, además de la posible existencia de una tribu primaria de hombres-mono detenidos en el tiempo… Y Doc Howard nombró también un peligro llamado Kaloa, que no sabemos siquiera qué es. Toda precaución creo yo que será poca…
—Sí, es posible. ¿Indagó algo sobre esa isla que Howard bautizó como isla Ictiosaurio?
—Por supuesto. Nadie sabe nada aquí de tal nombre, ni en el centro geográfico de Surabaya, ni en la comandancia de marina ni en el servicio de guardacostas del gobierno indonesio. También he consultado con pescadores y gente de los muelles, incluso con un pescador de perlas que se conoce todo esto como la palma de su mano. Nunca oyeron hablar de isla Ictiosaurio, al menos con ese nombre.
—Me lo temía —suspiró Kelly—, Yo también he hecho mis averiguaciones con nativos que se conocen las islas de alrededor a la perfección. Absolutamente ninguno tiene la menor idea del lugar que le mencionó Doc Howard.
—¿Y si todo fuese falso, lord Kellaway, y el tal Howard sólo deliraba en su agonía? —sugirió el profesor Wasserman con aire sombrío.
—¿Pero y el diamante, profesor? —objetó el noble inglés—. ¿Y la herida emponzoñada con el veneno que paraliza lenta y paulatinamente?
—Podría tener todo otra explicación que la mente enferma de Doc Howard falseó en sus alucinaciones —sugirió el mayor Marlowe con una sombra de preocupación en su curtido rostro.
—No lo creo —rechazó Kelly vivamente—. Ese lugar tiene que existir y, por alguna razón, nadie sabe dónde está. En cuanto al nombre que le puso Doc Howard, tal vez tuviese una explicación para él, y el auténtico nombre de la isla, si es que tiene alguno, sea muy distinto a ese que nosotros conocemos.
—Pero la búsqueda de la isla puede llevarnos años —se quejó el profesor Wasserman—. Creo que hay cientos en los alrededores de la costa de Java…
—Así es —corroboró el capitán Dragón—. Islas, islotes, atolones y peñascos simples, emergiendo del mar. Una pléyade de ellos por doquier. Esperaba tener algún éxito en Surabaya, pero empiezo a perder la esperanza. Si usted lo desea, lord Kellaway, abandonaremos la isla de Java al mediodía…
—Es una buena hora para iniciar la singladura decisiva —convino el noble con un asentimiento de cabeza—. Y que Dios nos ayude. Vamos a necesitarlo.
—Sí, opino igual —admitió Kelly, pensativo, poniéndose en pie.
El grupo se dispersó, para hacer sus últimas compras antes de levar anclas rumbo a las islas del norte de Java. Adam
Kelly se dirigió en derechura hacia los embarcaderos, para preparar a bordo las cosas de última hora. El sol estaba ya bastante alto en el cielo azul, y debía apresurarse.
En ese instante, su oído captó de nuevo aquel ruido lejano y familiar. Rápidamente, desvió sus ojos del astro diurno, para buscar en el azul, sobre los tejados de Surabaya. Vislumbró el helicóptero azul sobrevolando el litoral, no lejos del muelle. Frunció el ceño.
«De modo que superó la prueba del tifón y ha llegado aquí sano y salvo… —se dijo entre dientes—. Juraría que ese helicóptero nos está siguiendo todo el tiempo. Y que no es ajeno a lo sucedido en Mindoro…»
Cruzó varias calles, entre tenderetes dedicados a la venta de frutos tropicales, sedas y abalorios, antes de enfilar los embarcaderos donde tenía su yate anclado. Le saludaban muchos nativos, a quienes conocía de otros viajes. Una gorda mulata le obsequió con un fruto que saboreó sin dejar de caminar, con su larga y fácil zancada por entre el bullicio populoso de las gentes de los muelles.
Súbitamente, ocurrió algo. Una sombra humana surgió de entre los tenderetes más próximos y, con inusitada violencia, derribando uno de los puestos y dispersando las frutas maduras y multicolores por los suelos, se precipitó sobre Adam Kelly, derribándole impetuosamente sobre el mojado empedrado del muelle.
—¿Qué mil diablos significa…? —comenzó Adam, revolviéndose, a punto de golpear sin contemplaciones a su agresor.
—¡Quieto en el suelo, capitán, por lo que más quiera! —jadeó una voz junto a él, en imperfecto inglés—. ¡Quieto, tuan!
Coincidiendo con esa advertencia, resonaron unos sordos taponazos que el joven marino conocía muy bien. Algo silbó sobre él, allí donde poco antes estaba en pie, y fue a alcanzar a un muchacho nativo, que gritó, desplomándose con un repentino manchón escarlata sobre el desnudo y huesudo pecho. Otro proyectil reventó un coco, con un crujido áspero, empezando a derramar su blancuzca leche al suelo.
—¡Disparos! —bramó Kelly.
—Sí, tuan —le dijo su salvador, tendido junto a él en el empedrado—. Disparos contra usted. Vi al hombre… en aquel coche…
Kelly, pegado a tierra, miró en esa dirección, mientras una tercera bala zumbaba en el muelle, y los vendedores se dispersaban, gritando aterrorizados, y derribando muchos de ellos la carga de su carrito o de su tenderete, en un caos de frutos tropicales reventados contra el suelo.
El joven capitán lanzó un rugido, y se incorporó, desprendiéndose de su salvador y echando a correr hacia el automóvil que se alejaba, y en el que viajaban un hombre a quien había logrado vislumbrar ya fugazmente: un tipo con traje de hilo color crudo, sombrero panamá y una potente pistola Walther provista de silenciador, capaz de agujerear una piel de rinoceronte a aquella distancia, tal era su calibre.
—¡No, tuan, no haga eso! —le imploró el hombre que había salvado su vida arrojándole tan oportunamente al suelo—. ¡Le matará! ¡Usted no lleva armas nunca!
—Esta vez sí, Jahor —le respondió roncamente Kelly, sin dejar de correr, desenfundando su revólver.
Disparó contra el automóvil una sola bala, porque temía herir a cualquiera en medio de tan concurrido lugar. Su disparo reventó un neumático del coche que intentaba escapar, y éste, que aceleraba en ese momento, perdió la estabilidad, golpeó contra una esquina de un edificio de piedra, y salió despedido hacia un lado, de modo que fue a asomar el morro por uno de los espigones del puerto. Su propio peso le arrojó al mar, en medio de un violento chapoteo, agitando en torno los pequeños juncos chinos y las canoas de los pescadores nativos.
Kelly corrió en esa dirección, saltando por encima de los frutos derramados, y cuando asomó al muelle, ya se hundía por completo el coche en las profundas aguas cubiertas de suciedad y de grasa.
Varios muchachos huesudos pero fuertes y elásticos como felinos, se lanzaron al agua para intentar sacar del vehículo a sus dos ocupantes, chófer y tirador. Eran nativos habituados a largas inmersiones en busca de ostras perlíferas. Pero cuando emergieron de nuevo, movieron negativamente sus cabezas de pelo grasiento y negro, empapado ahora por el agua sucia del muelle.
—¿Nada? —preguntó Kelly en nativo.
—Nada, tuan —respondieron, dándole su habitual trato respetuoso—. Se quedaron encerrados dentro. No es fácil abrir las portezuelas. Pero tampoco hace falta ya. Están muertos los dos…
Kelly maldijo entre dientes. Había tenido la posibilidad de saber a quién estorbaba tanto su persona. Pero el asesino estaba sin vida bajo las aguas, igual que el hombre que conducía el coche del agresor. Por ellos ya nunca sabría nada.
Regresó lentamente a su yate, en medio de los grupos de curiosos espectadores, mientras los vendedores recogían sus mercancías lamentándose plañideramente en su lengua. Los ojos de Kelly se fijaron en su joven salvador y sonrió.
—Gracias, Jahor —dijo con sencillez—. Te debo la vida, muchacho.
—Oh, tuan, no diga eso —respondió con amplia sonrisa el delgado y fibroso nativo de gesto risueño y ojillos estrechos y almendrados, que se limpiaba de pulpa de papayas la piel, mirándole alegremente—, una vez usted salvó la vida de Jahor. Yo nunca lo he olvidado…
—Bien, entonces estamos ya en paz —suspiró Adam—. ¿Tienes trabajo?
—El trabajo es difícil hoy en Surabaya, No, capitán. Jahor no tiene trabajo. Pero siempre se hace alguna cosa para ir viviendo…
—Una vez me dijiste que te gusta mucho navegar…
—Mucho, tuan —afirmó el muchacho con entusiasmo—. El mar me vuelve loco…
—Pues bien. Ya tienes trabajo.
—¿Qué… qué quiere decir, capitán? —abrió cuanto pudo sus oblicuos ojos orientales, con asombro y esperanza.
—Lo que he dicho —le tendió un rollo de billetes de rupias indonesias, que el muchacho tomó con estupor e incredulidad—. Te nombro mi ayudante a bordo. Te ocuparás del timón, de la conservación del motor y de otros trabajos mientras dure nuestro viaje actual, ¿de acuerdo? Ese es un anticipo sobre tu sueldo.
—¡Oh, tuan, eso es magnífico! —aprobó él, entusiasta—. ¡Yo a bordo con el mejor capitán de todos los mares!
—Bueno, bueno, los piropos no entran en tus obligaciones —rió Kelly de buen grado, palmeando la flaca espalda del muchacho con afecto—. Vamos, si quieres. Ahora me dirijo a bordo. Te enseñaré tus obligaciones. También te comprarás una chaqueta y una camisa para servir a bordo las comidas, ¿de acuerdo?
—¡Claro, tuan, lo que usted diga! —aprobó feliz el muchacho, caminando a saltos a su lado.
Momentos después, ambos subían a bordo. Kelly alzó la cabeza. En la distancia, no muy lejos del lugar de amarre de su embarcación, el helicóptero azul sobrevolaba las aguas. El capitán estuvo seguro de que unos prismáticos potentes estaban ahora fijos en él, espiando sus movimientos.
Los que enviaron contra él a un asesino, debían de saber ya que su segundo intento había fracasado, y el capitán Dragón seguía con vida.
Y a punto de partir en busca del eslabón perdido, por supuesto.