La esbelta, elástica y cimbreante figura oscura, se detuvo junto a la verja que daba acceso al edificio destinado a acuario y terrario. Dividido en dos, marcaba una y otra instalación, separados ambos edificios por un canal de agua salada que conducía a un amplio recinto donde se anunciaban también delfinarios y un parque natural a la orilla del mar.

Lena Tiger cruzó el acceso al recinto. Sus bien formadas piernas, como bronce vivo y elástico, taconeaban sobre su calzado blanco, impecable. Los shorts se cían a unos muslos tersos y llamativos. La blusa liviana, translúcida, permitía dibujar con nitidez los pechos broncíneos, firmes, rematados por el oscuro pezón. Era una escultura canela que se movía con raro ritmo y elasticidad, como si fuese un felino más que una mujer.

En el bonito rostro, bajo el rizado cabello afro, crespado y espectacular, destacaban sus carnosos labios y sus ojos oscuros y fulgurantes, llenos de astucia e inteligencia.

Era una mujer segura de sí, de firmes decisiones y audacia manifiesta, capaz de llegar hasta donde fuese cuando se trataba de cumplir lo que se esperaba de ella. O quizá lo que ella misma exigía a su propia persona.

Sus pasos la encaminaron al Terrario concretamente, donde se detuvo ante una de las puertas, aquella en que se anunciaba sobre una placa metálica:

 

DEPARTAMENTO DE INVESTIGACN PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA AJENA AL MISMO

 

Debajo, otra placa anunciaba:

 

DIRECCN DE SERVICIOS: PROFESOR N. VAN DYKE

 

Lena empujó la puerta, que cedió a su presión. Una escalera ascendía a una planta alta, de la que llegaba una fuerte luz solar, a través de amplias vidrieras.

Subdecididamente. Al llegar arriba, una mujer apareció ante ella, llevando consigo unos recipientes conteniendo crías de pequeños caimanes. Miró, sorprendida, a la muchacha de color.

¿Adónde va usted? la interpeló—. Está prohibido entrar aquí...

Lo sé, lo sé la calmó Lena, mostrando una amplia sonrisa en su boca sensual. Busco al profesor Van Dyke, señorita...

Soy la doctora Nielsen se presentó la otra, algo seca. Greta Nielsen, de los Servicios de Investigación Biológica de esta institucn. ¿Puedo servirla yo en algo?

Confiaba en ver personalmente al profesor Van Dyke, doctora Nielsen.

El profesor está demasiado ocupado para recibir visitas cortó la doctora, más seca aún—. En verdad, puedo exigirle que se marche de aquí inmediatamente, Pero si es usted periodista, escritora, o está interesada científicamente en animales terrarios, yo...

—No soy periodista ni escritora —negó la mulata, Me interesan los alacranes.

La doctora Nielsen la contempcon ojos repentinamente abiertos y un claro gesto de perplejidad. Era una mujer de cabellos oscuros, largos, suaves y sedosos, cuerpo algo rechoncho pero no exento de atractivo, a causa de sus bien pronunciadas curvas. Tenía un rostro agraciado e inteligente, y sobre su breve nariz lucía unas gafas algo sofisticadas, de montura plateada y cristales amarillos, pero no para efectos solares.

¿Los alacranes? repitió. ¿Por qué precisamente los alacranes, señorita...?

Tiger, Lena Tiger sonrió la muchacha de color.

Bien, señorita Tiger. Yo puedo ayudarla, si tanto Interés tiene en ellos. ¿Quiere seguirme? Aunque no está autorizado, la atenderé gustosamente. No dispongo de mucho tiempo. Espero que en diez minutos, pueda facilitarle los datos que precisa.

Es muy amable, doctora agradeció Lena, siguiendo a la dama de los recipientes con crías de caimanes.

Entraron a través de una puerta de vidrio escarchado en un amplio local encristalado, asomado a una cisterna repleta de peces diversos. La claridad era allí intensa, y sobre una serie de mesas, tableros y vitrinas, se alineaban toda clase de animales propios de un terrario, desde reptiles de todo tipo hasta saurios adormecidos y apacibles, pasando por alacranes, tortugas, camaleones, y todo tipo de animales de la especialidad.

La doctora Nielsen se aproximó a la larga galería de criaturas allí reunidas y depositó los recipientes con las crías de caimanes, volviéndose luego hacia su visitante con una cortés sonrisa. Sus ojos, pese a todo, parecían mantener una cierta expresión de alerta.

Y bien, señorita Tiger, ¿qué sucede con los alacranes, para que tenga tanto interés por ellos? Si no es periodista, ¿es acaso investigadora?

Tampoco. Mi interés por esos arácnidos es totalmente ajeno a la zoología y a la biología animal, doctora manifestó Lena, con un suspiro. Aunque quizá no totalmente.

Temo no entenderla bien... enarcó sus cejas, enigticamente, la joven investigadora del Terrario de Staten Island.

Es fácil. Busco alacranes venenosos.

Todos lo son, en mayor o menor grado.

Yo los busco en grado máximo. Mortales. ¿Los hay, doctora?

Claro. Los hay. Pero no abundan tanto como la rente cree. Existen algunos en África, los hay también en este continente. Nosotros mismos tenemos algunos aquí, cuidadosamente aislados. La mayoría de ellos sólo producen intoxicaciones leves o irritaciones. La leyenda ce los escorpiones venenosos es más obra de escritores baratos que de la realidad científica, señorita Tiger.

Supongamos que alguien tuviera esa clase de alacranes, los venenosos. ¿Sería posible... amaestrarlos?

¿Amaestrarlos? la doctora Nielsen, que acababa de tomar de una estantería un tarro con unos productos rotulados debidamente, casi dejó caer uno de ellos, tal fue su inesperada y brusca reaccn. Pero... ¿qué quiere decir?

Justamente lo que dije Lena no la perdía de vista. Amaestrarlos, doctora Nielsen.

¿Es posible?

Toda clase de criaturas pueden ser amaestradas en realidad ella se encogió de hombros, aunque en su rostro seguía reflejándose cierta inquietud. Pero no creo que resulte tarea muy rentable amaestrar alacranes, la verdad.

Pero es factible, ¿no? insistió Lena.

Sí, claro. Es posible.

¿Usted ha visto alguna vez alacranes amaestrados, doctora?

Vaciló la joven investigadora. Pareció dudar mucho antes de hablar. Una especie de sombra cruzó sus ojos. Apretó los labios. Manifestó luego con lentitud, casi con amargura:

Los he visto, sí,

¿Dónde?

Aquí. En este terrario.

¿Aquí?

Sí... suspihondo. Un hombre los amaestraba con pasmosa facilidad.

¿Quién era él?

—Mi..., mi prometido susurró ella con voz quebrada.

Ya Lena notó que pisaba terreno quebradizo—. ¿Rompieron sus relaciones?

Él las rompsúbitamente. Se fue de aquí. No volví a verlo.

¿Puede hablarme de él... sin que le resulte demasiado doloroso?

Esas cosas siempre son dolorosas —paseó la doctora Nielsen por el terrario, examinando determinadas especies en estudio. Pero ya me hice a la idea. Hace casi un año que desapareció.

¿Desapareció? Lena repitió la palabra con peculiar entonación de voz.

Bueno, se fue. No lleni a despedirme de mí. Dejó una nota despidndose del trabajo y de todos nosotros. Eso fue todo. Nunca más ha vuelto por aquí. Le enviamos sus cosas a una agencia de depósitos y equipajes en Manhattan. Eso fue todo.

¿Cómo era esa nota? ¿Manuscrita?

—No la doctora la miró con súbita extrañeza. ¿Por qué lo pregunta?

Por nada los ojos de ambas mujeres se encontraron largamente. Era sólo eso, una simple pregunta casual.

—No lo pareció. ¿Cómo sospechó que él había dejado una nota mecanografiada, sin firma?

Lo imaginé, simplemente Lena sacudió la cabeza. Puede que alguien le obligara a irse de aquí. Por la fuerza, quiero decir. El no quiso escribir la nota de despedida. Y alguien la trazó a máquina. ¿Puede decirme algo más de él?

Espere. ¿Es usted policía, acaso? preguntó la doctora Nielsen, repentinamente alerta.

Algo parecido sonrió vagamente Lena, sin comprometerse. Tal vez pueda evitar que su prometido corra un grave peligro.

¿Qué peligro?

Cualquiera. Incluso la muerte.

— ¡Dios mío, no! Roland no puede..., no puede peligrar así... jadeó, pálida, la doctora Nielsen, acercándose a su visitante. Dígame que no es cierto. El..., él DO tenía nada que pudiera importarle a nadie. Es un joven que estudia zoología, que se divertía amaestrando arácnidos y reptiles. Tenía una rara facilidad para ello. Quiero decir... que la tiene. No puede haberle sucedido nada, ¿verdad?

Tal vez aún no. Pero puede sucederle en cualquier momento, si usted no me ayuda.

¿Qué quiere saber?

Su nombre, su descripcn, todo lo que sepa acerca de él...

—No es mucho lo que sé susurró la doctora Nielsen amargamente. Su nombre es Roland Lefévre... francés de nacimiento, pero canadiense de nacionalidad. Residía hace tres años en los Estados Unidos. Se empleó aquí. Es un chico atractivo, inteligente, simpático... Me sentí atraída por él. Creí que también él me quería. Nos prometimos formalmente. No tenía familia. Y, de repente... desapareció. Es todo lo que puedo contarle.

¿Su aspecto físico?

—No muy alto. Bien parecido, esbelto. Ojos grises, pelo castaño, nariz recta. Viste deportivamente casi siempre. Muy nervioso, muy sensitivo.

Habcientos de miles así por Nueva York suspiró Lena. ¿Nada más de particular?

Bueno, él... tiene un fuerte acento francés al hablar. Y ríe con frecuencia. Tengo una fotografía con él. Pero es pequeña. Una foto Polaroid, de ésas de revelado instantáneo. Nos la hizo el profesor Van Dyke en el delfinario, semanas antes de desaparecer él...

¿Puede facilitármela? Se la devolveré, doctora. Obtendremos de él una copia, una ampliación. Tal vez nos ayude a localizarle a tiempo, a saber algo más de él, de su paradero actual...

Espere un momento rogó la doctora. Fue a un armario, lo abrió, rebuscó en unos papeles, y le tendió a Lena una pequeña cartulina con una imagen cuadrangular, en color desvaído.

La joven mulata vio allí a un joven atractivo y jovial, tomando de la mano a la doctora Nielsen. Esta no llevaba allí su bata blanca, sino un suéter y unos pantalones. Parecía muy feliz en aquella instantánea.

Puede llevársela. Pero eso sí, le agradeceré que pueda devolvérmela. Es lo único que me recuerda a Ro Sand..., aparte el anillo que me regaló.

Cuente con ello prometió Lena, con una dulce sonrisa. La tendde vuelta en seguida. Comprendo lo que siente, amiga mía. Parece un joven muy atractivo.

—No sólo eso. Le quería... y sigo queriéndole ella bajó la cabeza, suspirando con tristeza—. Aún no he logrado comprender cómo pudo desaparecer así...

Ya le he dicho que cabe en lo posible que no fuese por su propia voluntad, doctora

le recordó Lena. Y volviendo al tema principal, insistió ahora: ¿Sabía alguien que él tenía afición especial a amaestrar alacranes?

Bueno, lo sabíamos quienes trabajábamos con él. Yo misma, el profesor Van Dyke, los demás empleados del Terrario... El profesor le estaba diciendo siempre que era una afición muy peligrosa, que cualquier día podía fallarle... y una simple picadura podía serle fatal, ya que él acostumbraba a manipular preferentemente los ejemplares venenosos.

Los ejemplares venenosos... Lena Tiger se aproximó, contemplando los recipientes enrejados, en cuyo interior se hacinaban dorados cuerpecillos con la terrible pinza ats—. ¿Sabe si se pueden obtener fácilmente esa clase de arácnidos?

—Nosotros los obtenemos con facilidad, gracias a nuestros servicios en muchos lugares del país y del extranjero la doctora Nielsen la miró con aire preocupado, y sin poder ocultar su intriga—. Pero imagino que no es difícil conseguirlos, si se desea. Abundan mucho todas las especies, sobre todo en lugares desérticos.

¿Incluso los mortíferos?

Esos ya son más difíciles. Habitualmente, han de traerse de Sudamérica o de África. Es donde los hay. ¿Por qué me pregunta todo esto, señorita Tiger? No entiendo bien adónde quiere ir usted a parar...

A mí también me gustaría saberlo con exactitud, créame. Pero lo cierto es que las cosas distan mucho de estar claras. Lena se encaminó a la salida del laboratorio, con paso lento—. De todos modos, tiene derecho a saber algo, doctora Nielsen. Hay alguien que ha cometido un asesinato... utilizando un escorpión venenoso, Letal. Todo hace suponer que ese escorpión actuó amaestrado por alguien, ¿entiende?

— ¡Cielos, no...! —palideció intensamente la doctora—. No puede ser...

Sí, doctora. Así ha sucedido. Es posible, que alguien esté utilizando la rara habilidad de su prometido en ese terreno, para utilizar un medio nuevo y silencioso de matar. O tal vez ese joven mismo, Roland Lefévre, por la razón que sea... se ha convertido en un criminal peligroso.

— ¡No, imposible! —protestó la doctora agitadamente—. Eso no, nunca...

Quiero pensar como usted. Por lo tanto..., la primera posibilidad es la que tiene más visos de realidad. Cosa que dista mucho de ser tranquilizadora para la seguridad personal de su prometido. El joven Lefévre posiblemente esté a salvo..., sólo mientras alguien necesite de sus facultades domesticadoras de animales tan peligrosos, doctora. Por eso urge dar con él, esté donde esté... Ha sido muy amable al atenderme. Gracias por todo. Volveré para traerle su fotografía, esté segura.

Agitó su mano, saliendo del laboratorio. Descendcon paso rápido, y alcanzó el exterior del recinto, encaminándose a la verja del Terrario. Vio en la puerta a tres hombres agrupados, charlando entre sí, al parecer interesados en la naturaleza de aquel lugar.

Pero dejaron pasar a Lena, haciéndose a un lado, y ella se alejó unos pasos de la verja, en dirección a su coche.

Justamente entonces, su instinto la avisó.

Aquel sexto sentido que la hacía intuir a veces el peligro, salvó su vida en esta ocasión. Porque a espaldas suyas, apenas si se había producido el menor ruido.

Pero cuando ella giró sobre sí misma con celeridad increíble, convertida en un manojo de músculos y tendones en accn, la muerte venía ya sobre ella, en forma de tres asesinos tan silenciosos como implacables.

Silenciosos, si. Asesinos silenciosos, sin duda alguna. Pero terriblemente eficaces.

Eran estranguladores. Los tres llevaban en sus ágiles manos cordones de seda negra, como los servidores de la diosa Kali en la India, en tiempos de la colonización británica. Pero ahora no ocurría en ningún país lejano y exótico, sino en el corazón mismo de los Estados Unidos, en el propio Nueva York.

Pese a la rapidez vertiginosa que había impreso Lena a su media vuelta providencial, ya los tres asesinos de la seda negra estaban sobre ella, y uno de los mortíferos lazos circundaba su cuello de piel color bronce...