CAPITULO VIII
—Bien. Ya estoy aquí. ¿Por qué me has hecho venir, Austin? Te dije que no podía dejar solo a mi esposo estos días. Y menos a esta hora...
—¿Qué pretexto le diste para venir, Ilonka? —preguntó el doctor Brodman fríamente.
—Uno bastante frágil. Dije que cenaba con una amiga, lady Astor. Si descubre la mentira, me veré en problemas.
—Estás en problemas aun sin haberse descubierto mentira alguna.
—¿A qué te refieres? —se irritó ella—. ¿Por qué me citaste, si ahora no te he pedido hora de consulta?
—Exacto —silabeó el doctor Brodman, tras comprobar que todo estaba cerrado y ellos se hallaban solos en el consultorio inmediato a su laboratorio—. ¿Por qué no has venido a mi consulta en varios días?
—Porque tuviste un gran éxito con tu experimento —rió ella, algo forzada—. ¿No lo ves? Tuviste razón. Esta vez no se agrietó ni echó a perder. Sigue igual que cuando me aplicaste aquella sustancia de tu creación, querido...
—Mientes —cortó él, incisivo.
—¿Qué? —ella le miró, sorprendida. Una sonrisa asomó a sus carnosos labios. Era burlona. Pero en sus ojos había un destello de inquietud también—. ¿Por qué dices eso? Ya ves que no te miento. Mira mi rostro. Tócalo. Has vencido. Tu experimento es un gran éxito. Serás el hombre más grande en la historia de la Medicina inglesa.
—Dije que mentías. E insisto en ello. He experimentado esa sustancia. No resulta. Se estropea al poco de aplicarla. Luego, hice otro experimento. Apliqué sangre directamente sobre la máscara. Sangre humana. Resultó. Y si se aplican de alguna forma los efectos de ciertas vísceras..., incluso comiéndoselas..., el resultado es aún mejor.
—¿Estás loco? —Rió nerviosamente Ilonka Atwill, paseando por la estancia—. Aplicar sangre humana directamente, comer vísceras... Es una idea horrible.
—Pero una idea que tú estás llevando a cabo, querida Ilonka —replicó él con voz dura y afilada.
—No te entiendo... —jadeó ella, muy pálida, parándose a mirarle—. ¿Qué tratas de sugerir con esa espantosa idea?
—La verdad, Ilonka. La horrible verdad que tú y yo sabemos... —fue hasta un mueble, extrajo un puñado de diarios con grandes titulares y los arrojó violentamente sobre su mesa de trabajo—. ¡Lee eso! ¡Siempre iguales noticias desde hace unos días! ¡Mujeres que aparecen acuchilladas brutalmente! ¡Desangradas, sin vísceras en el cuerpo, lo mismo que Peter Barclay! ¡Eres tú, Ilonka, tú! ¡Has encontrado el modo fácil y rápido de regenerar tu maldito rostro hermoso y falso, y no necesitas ya recurrir al buen médico y amante a quien pediste ese favor! ¡Puedes obtener el remedio por ti misma, con la mayor facilidad del mundo! ¡Y eso es lo que estás haciendo!
Un tenso silencio reinó en la estancia. Ilonka, demudada, inclinó la cabeza. La caperuza negra de su dominó, aparecía plegada a su espalda. No parecía necesitarla ya.
—Bien, ¿y qué, si así fuese? ¿Qué pretendes con todo esto? ¿Esperas que llore, arrepentida, por esas miserables vidas que han servido para darme belleza? ¿Que lamente el fin de esas mujerzuelas, cuya sangre y vísceras tuvieron tan alto destino?
—Eres tú la que estás loca, Ilonka —masculló Brodman, lívido—. La fealdad del rostro no es la que cuenta, sino la del alma. Y tú estás deformada por dentro, Ilonka. Por hermosa que estés, te veo horrible, repugnante... ¡Te has convertido en una especie de monstruo abominable, incapaz de detenerse ante nada, sólo porque deseas seguir teniendo un falso rostro, una mentira bella que cubra tu infame maldad humana, física y mental! Me das asco y pena, Ilonka. No puedo ayudarte. Ya no...
—No te he pedido ayuda, Austin —rió ella—. Esta vez, no.
—Ya veo. En cuanto esa bonita cara se agriete de nuevo... ¡otra infeliz mujer será asesinada en la noche por el ángel de belleza que es Ilonka Atwill!
—No puedo evitarlo, Austin. Tú me enseñaste el camino...
—Eras tú la que habías matado, no yo. Mi estupidez fue seguirte por ese camino. No podía terminar bien. Pero no iré más lejos.
—¿Qué quieres decir?
—Iré a Scotland Yard. Admitiré mis culpas. Y pagaré por ellas. Pero tú no volverás a asesinar a nadie para conservar tu maldita belleza...
—¡No harás eso! —los ojos de ella centellearon, coléricos—. ¡No lo harás, Austin Brodman..., o te mataré!
—Inténtalo —rió, desdeñoso, Brodman, abriendo rápido una gaveta y extrayendo un revólver con el que encañonó a Ilonka—. Inténtalo, preciosa, y te afearé para siempre esa bonita cabeza. No me fío de ti. Por eso te esperaba armado. Uno nunca debe fiarse de una asesina. Vamos, te llevaré personalmente a la policía. Esto no puede continuar. Sólo quería estar seguro de que mis sospechas eran ciertas. Y veo que sí.
—Austin, ¿vas a ser capaz de... de entregarme? ¿De enviarme a la horca? ¿Tú? —gimió ella.
—Va a ser doloroso. Pero lo haré. Lo siento, Ilonka. Tampoco yo voy a salir bien librado. Pero no me asusta. Es lo que hay que hacer, y lo haré. Yo...
En ese momento, observó que la convulsión facial de Ilonka, aterrorizada por la idea de ser entregada a la ley, no era solamente un cambio de gesto. Algo en aquella tersa y bella piel se estaba transfigurando, deteriorando por momentos. Finas grietas se iban dibujando en la epidermis, grietas que luego se abrían profundamente, empezando a desprenderse a trozos aquella bonita cara, como si fuese cera reseca.
—Ilonka... —jadeó, trémulo—. Tu rostro...
—¿Qué? —tembló ella, dilatando sus ojos angustiados.
—Otra vez... Mírate en ese espejo..,.
Ella lo hizo. Una sacudida de horror agitó su cuerpo. Gritó roncamente, llevando sus dedos crispados al rostro, y retirándolos con fragmentos de su falsa cara, que dejaban ver debajo la otra faz, la atroz, repugnante y deforme de la realidad.
—¡Nooo! —sollozó roncamente—. Eso no... Otra vez no... Ya es cada día, Austin...
—Tenía que suceder así —dijo tristemente Brodman—. Cada vez durará menos y menos... Cuanto antes terminemos con todo esto, tanto mejor para todos, Ilonka. No podía ser... y no fue. Nunca debiste llegar tan lejos, sólo por tu belleza física...
Un agudo grito de terror interrumpió a Brodman. Este, sorprendido, se volvió, lo mismo que Ilonka. Ambos, demudados, lívidos, se encararon con la figura vacilante, el rostro trémulo y profundamente pálido, que asomaban tras el espeso cortinaje del despacho.
—¡Nelly! —Rugió el doctor Brodman, aterrado—. ¡Nelly, usted aquí...!
Y Nelly Parrish, que sin duda espiaba a ambos en su entrevista, salió de entre las cortinas, tambaleante, muda de terror tras el grito que provocó en ella la repentina visión, en el espejo, de aquella cara dantesca, bajo la falsa faz hermosa y suave.
—Dios mío... —sollozó Nelly, mirando con angustia a Ilonka Atwill—. No es posible tanto horror...
—Maldita... —silabeó Ilonka, furiosa—. ¡Sabía que ella tenía que espiar...!
Brodman tuvo una vacilación fatal, revólver en mano. Superado por los acontecimientos, no pudo prever el acto desesperado de Ilonka. Ella aferró con energía un pisapapeles de bronce, con la forma de un hermoso bergantín de la Real Armada Británica, y lo estampó en el cráneo del doctor, derribándole en seco, sin un solo gemido. De la mano del cirujano, escapó el revólver, al que Ilonka, rápida, dio un puntapié, alejándolo de Nelly, que la contemplaba alucinada. La sangre fluyó del cráneo de Brodman, empapando sus cabellos.
Una risa macabra escapó de los ahora deformados y repugnantes labios de Ilonka, cuya mano dejó el pisapapeles, para esgrimir el largo y afilado cortapapeles del doctor Brodman. Avanzó unos pasos hacia Nelly, que retrocedió, llena de pavor.
—¿Qué... qué va a hacer? —gimió la joven enfermera, con voz trémula.
—¿No lo comprendes? —rió roncamente Ilonka, de nuevo dueña de sí, pero por contraste transformada en una auténtica fiera de crueldad, de odio, de perversión. Su rencor, su rabia contra Nelly, podía tener ahora la explosión radiante que ella deseaba. Agitó la centelleante hoja del pisapapeles, en forma de vieja espada medieval, muy afilada, y añadió, maligna—: La sangre humana caliente... y las vísceras palpitantes y ensangrentadas... me dan fuerza, vigor... y el rostro que necesito. Tú vas a ser mi nueva víctima, preciosa... Tú me darás juventud y belleza por un solo día, hasta que cualquier ramera o mujerzuela de la calle me facilite otro día de atractivo... Nelly Parrish, siempre te he odiado, desde que te conocí. Con un prometido guapo, arrogante... Hermosa, dulce, llena de un atractivo que no mereces... ¡Eres vulgar, mediocre..., pero hermosa! Y yo, que poseo fortuna, que soy esposa de un aristócrata, que tengo posición y clase... debo arrastrar este horror de por vida... No, querida. No seguirán siendo así las cosas. Tú vas a alimentar este rostro que tanto te asustó... ¡con tu propia sangre y tus órganos calientes! Será un hermoso, apetecible festín...
Nelly, en el paroxismo del terror, difícilmente podía comprender aquella aberrante serie de atrocidades que estaba descubriendo de los labios mismos de la monstruosa asesina. El cortapapeles cada vez estaba más y más cerca de su garganta, presto a degollarla...
La puerta de la consulta se abrió en ese momento bruscamente. Nelly lanzó un grito ronco de alegría, al ver aparecer a un hombre joven, vigoroso y elegante, empuñando un bastón, que al ser desenvainado, reveló dentro de la caña negra la presencia de un largo, afilado estoque.
—¡Dios mío, sálveme de este horror, caballero! —Sollozó, desesperada—. ¡Esa mujer está totalmente loca, es una feroz asesina...!
Ilonka se había vuelto con sorpresa al oír la puerta, y miró demudada al hombre que aparecía en su umbral, envuelto en la amplia capa, con el estoque en ristre.
—¡Cyrus! —gimió—. ¡Tú... aquí!
Sir Cyrus Atwill, su joven y aristocrático esposo asintió sombríamente, mirándola con fijeza. Estaba muy pálido, y tenía una expresión dura, afilada.
—Sabía que vendrías a ver al doctor Brodman, no a lady Astor. Te seguí esta noche, como te he seguido estas últimas noches, Ilonka...
—¿Que tú... me has seguido? —jadeó ella, palideciendo mortalmente, cubriendo su rostro repugnante.
—Claro. ¿Crees que fue casual que esa corista acuchillada junto al Támesis apareciera milagrosa y casualmente en tu camino anoche, facilitándote las cosas para tu baño de sangre y tu festín de vísceras, querida?
—Cyrus, tú sabes... —la voz de ella era un sonido quebrado, roto.
—Lo he sabido desde la noche misma que mataste a Lena, la doncella. Lo oí, entré y vi algo por una rendija... Horrorizado, no supe qué hacer —confesó su esposo—. Luego, resolví ayudarte. Prefería ver tu rostro hermoso y cerrar los ojos a la horrenda verdad... Te vi matar a la ramera. Y vi el resto. Decidí ayudarte, entregándote yo mismo los cadáveres que necesitabas. Por eso maté a la corista, para facilitarte las cosas, y esperé a que llegaras junto a ella...
—Cyrus, no... no te horrorizas de mí. Me comprendes. Vas a ayudarme...
—Te estoy ayudando ya —asintió Cyrus con énfasis—. Te amo, Ilonka. Y no deseo perderte. No deseo dejar de verte con tu belleza actual... al precio que sea. Voy a ayudarte otra vez.
—¿Cómo, Cyrus?
—No es lo mismo beber sangre o comer vísceras... que matar. Yo mataré. Tú harás el resto. Me encargaré de esta joven. Luego, tú harás tu parte. Para la policía, yo seré siempre el único culpable... El único, ¿está claro, Ilonka querida?
—Sí —musitó ella roncamente—. Sí; Cyrus querido... Te seré fiel. Siempre. Fiel hasta morir... por lo que haces por mí. Lucharemos juntos por ser ambos felices, ¿verdad?
—Verdad —acercó el estoque a la garganta de la aterrorizada Nelly—. Lo siento, señorita. Tengo que hacerlo. No la haré sufrir...
Y la punta de estoque, afiladísima, se apoyó en su garganta tersa.