CAPITULO PRIMERO
El doctor Austin Brodman se arrebujó mejor en su amplia capa negra, de buen paño, y avanzó con mayor premura por el borde del río, dando secos y breves golpes de bastón en el pavimento. Inclinó la cabeza para protegerse del viento frío y húmedo, que amenazaba incluso con hacerle volar su sombrero de copa alta y peluche negro, reluciente.
—Maldita noche endiablada... —gruñó entre dientes, malhumorado, mientras las luces de gas del puente de Lamberth se aproximaban a él en la bruma, como flotantes y fantasmales globos lechosos, flotando sobre las aguas oscuras y sucias—. No debí asistir a esa fiesta en una noche semejante. Hubiera sido mejor quedarse trabajando en el consultorio hasta avanzada la madrugada. Sobre todo, teniendo pendiente en el laboratorio ese experimento...
Pero ya no tenía remedio. El doctor Brodman había dejado en la reunión a sus colegas y amigos, casi todos ellos compañeros de promoción en la Facultad de Medicina, y estaba a mitad de camino en el regreso a su confortable y vieja mansión de Lambeth Road, junto a Kennington, al otro lado del Támesis. Aquella casa heredada de su tío, lord Brodman, habilitada hoy en día para consultorio ante la irremisible envidia de muchos de sus colegas, que se veían obligados a recibir su clientela en los inevitables consultorios de Harley Street, para cumplir con la tradición, aunque fuese a disgusto y contra su voluntad.
No había encontrado carruaje de alquiler para regresar, ni quiso molestar a ninguno de sus colegas mencionándoles el hecho de que su propio fiacre estaba ahora reparándose de una avería en la rueda derecha y las ballestas. Por eso regresaba a casa por su propio pie, aunque la noche endiabladamente fría, húmeda y neblinosa, no invitara precisamente a ello.
La alta figura del doctor Austin Brodman era como una sombra más entre el juego de brumas, sombra y luz de aquellas calles de húmedo pavimento, bordeando el río y sus puentes. Sus zapatos sonaban con un sordo taconeo en el silencio casi espectral de Millbank, tras haber dejado atrás Victoria Embankment y las luces del Parlamento, hundiéndose en el algodón espeso y sucio de la atmósfera de Londres.
Alto, altísimo y delgado, sus negras ropas, su elegancia natural, casi aristocrática, su hábito de usar capa negra y bastón de fina contera y empuñadura de plata, le daban el aire de gentleman típico, pero su sombra, proyectada a trechos por las farolas de gas, llegaba a convertirse, a veces, a causa del reflejo y del vuelo de su sedosa capa, en una especie de gigantesco murciélago sobrevolando sigiloso las aguas del río.
Sin embargo, nada más lejos de cualquier apariencia de terror o de inquietud que el rostro apacible, anguloso, algo pálido y señorial, del famoso cirujano londinense.
Ojos grises, nariz recta, algo halconada, labios finos, pómulos marcados, mejillas sumidas, expresión cortés y una gran inteligencia en el brillo de sus pupilas vivaces, le daban el aire de un miembro de la Cámara de los Comunes y no de un simple médico cirujano, por bueno que como tal pudiera ser él. Y ciertamente lo era. Uno de los mejores de Londres en su especialidad.
Iba abstraído, profundamente hundido en sus reflexiones. Todavía recordaba la fiesta dada por el doctor Marston, su viejo colega y amigo de la Facultad, siempre tan jovial, divertido y dado a las reuniones donde corriera fácilmente el alcohol y donde se contaran chistes atrevidos, cuando no había damas livianas invitadas para animar el festejo.
Esta había sido una de las veces en que no hubo damas dudosas invitadas, quizá porque una mujer con título médico, la doctora Kauffman, había sido una de las asistentes a la reunión, y Marston debió pensar que era una ofensa hacerla compartir la noche con vulgares mujerzuelas, por muy seleccionadas que éstas fuesen.
Al doctor Brodman no le gustaban las fiestas. Pero había compromisos ineludibles, y la llamada amistosa de los camaradas de promoción era algo inevitable, a riesgo de ser considerado un tipo huraño, hostil y ajeno a su propia profesión y alma mater. Por eso había acudido esa noche, dejando muchas cosas a medio hacer. Sonrió, recordando el gesto de reproche en el dulce rostro rubio de su ayudante, Nelly Parrish. Ella le había despedido con unas palabras irónicas, aunque no de censura:
—Le deseo que se divierta, doctor. Lo necesita. Pero recuerde que sus investigaciones también son importantes para muchas personas desgraciadas. Y está tan cerca del éxito final... que es lástima perder el tiempo en reuniones vacías y fútiles...
Ella tenía razón. Nelly Parrish siempre tenía razón. No sólo era una colaboradora leal, esforzada y sensible, sino sumamente razonable y discreta. Como él mismo, se daba cuenta de que el éxito definitivo estaba cerca, muy cerca. Bastaría un poco más de trabajo, algo más de esfuerzo... y tal vez al final todo resultara como ellos esperaban.
«No debí dejar las investigaciones esta noche —se dijo a sí mismo el doctor Brodman, mientras caminaba tranquilamente bordeando los jardines que le separaban de la margen del río, ya cerca de Lambeth Bridge—. Melly tiene razón. Estamos tan cerca... Tan cerca... Oh, Dios mío, ¿será posible que logre ayudar tanto a la Humanidad alguna vez? Si esto resultara realmente... sería fantástico. La solución a muchas cosas que ahora no tienen remedio...»
Ya estaba ante Lambeth Bridge. El puente, tendido sobre el Támesis, iba a desembocar en Lambeth Road. Tenía que cruzarlo para volver a casa. Siempre, en noches así, una leve e indefinible aprensión le invadía. Sentía cierto miedo a cruzar el puente, pese a que no se consideraba un hombre cobarde, ni mucho menos.
Pero la niebla, el río, el silencio y la soledad habituales en aquel paraje ribereño, contribuían a tensar sus nervios, habitualmente tranquilos y serenos. Tanto la margen superior como la inferior del río mostraban su desnudez total de señales de vida. Y el puente, salvo sus globos de luz de gas, tenue y difusa, poco más podían revelar a la mirada del peatón de madrugada. Tal vez esa misma quietud, esa ausencia de vida, de formas en movimiento, de sonidos, era lo que enervaba al paseante. Y eso que el doctor Brodman no temía a los merodeadores. Para eso llevaba su bastón negro, aparentemente tan burgués como inofensivo. La realidad era muy otra: llevaba un largo y afilado estoque bajo la funda. En cualquier momento, si era agredido, podía desenvainar la hoja de acero y atravesar al agresor en un instante.
Sus miedos eran otros. Para ser un científico, un médico especializado en una rama peculiar de la cirugía, donde era de imaginar que el temor a las cosas espantables era muy problemático, lo cierto es que Austin Brodman sentía un extraño, oscuro e indefinible terror a algo mucho menos concreto que un salteador o un rufián del hampa, deseoso de robarle la bolsa o las joyas.
Era un miedo inmaterial el suyo. Un miedo a algo que tal vez sólo existía en su imaginación. El temor a lo desconocido. A lo que tal vez ni siquiera existe. Pero que uno, a veces, si es sensible, capta cercano, inminente, agazapado en la oscuridad, embozado en las tinieblas o dejándose enroscar por las frías sierpes viscosas de la niebla londinense.
Casi se echó a reír al pensar en todo eso. La contera de su bastón golpeó con mayor energía y contundencia en el pavimento del puente de Lambeth, mientras iniciaba el cruce del mismo hacia el otro lado.
Bordeando el mismo, pegado a la barandilla que asomaba al negro y maloliente río, se irguió con mayor decisión, e incluso silbó una tonada de moda en los music-hall de Londres por aquellos días del otoño ya agonizante de 1893. Tal vez una de las tonadas libertinas y frívolas que el alegre Príncipe de Gales, el gordo e inefable Alberto Eduardo, hijo de la Reina Victoria y eterno heredero de la Corona, habría tarareado más de una vez en los cabarets, bailando con la cantante de moda o la actriz en candelero.
Y, de repente, la niebla vomitó el horror.
La boca del doctor Brodman se abrió en un impulsivo gesto mecánico. Sus cuerdas vocales tuvieron que irritarse con el grito ronco, desgarrado, que pudo emitir dificultosamente, al tiempo que se echaba atrás y desenfundaba de modo instintivo su largo y afilado estoque. El acero centelleó, presto a herir. Pero no se lanzó a fondo.
Era un rostro escalofriante el que había surgido de la niebla repentinamente, mostrando ante él la imagen misma del terror, la efigie delirante del pánico y de lo infrahumano.
Por unas décimas de segundo que se antojaron una eternidad para el doctor Brodman, unos ojos bordeados de rojo violento, sangrante, se enfrentaron a los suyos. Un rostro descarnado, sobre cuya rara piel tensa, lívida y deforme, asomaban al parecer los ángulos de huesos crispados, casi clavándose en la carne, y una boca casi sin labios, exhibiendo los dientes y encías en horrible mueca que era como un remedo demoníaco de sonrisa, se entreabría en un jadeo escalofriante.
Esa visión increíble y aterradora duró exactamente un segundo. Tal vez dos, pero el doctor Brodman no estuvo seguro de eso. La vislumbró borrosamente, la niebla formó luego piadosos jirones delante de aquella mueca del infierno, y la faz del horror se borró definitivamente, mientras en alguna parte, en medio de la espesa niebla, sonaba un grito, un jadeo ronco, una especie de estertor horrible, que contenía dolor, pena y hasta odio.
Después, una sombra flotó en el puente. Pareció elevarse como un pájaro grande y oscuro sobre el pretil. Y, finalmente, levantó el vuelo. Sólo que sus alas no pudieron remontarlo como parecía ser la intención del misterioso ser de la noche.
Aquella alada forma había surcado el aire. Dejó atrás la barandilla de Lambeth Bridge y el destello tétrico de las farolas de gas. Luego, inició un picado siniestro sobre la oscura superficie del río.
Un chapoteo se mezcló, allá abajo, con un grito tan helado como las aguas del Támesis en aquella noche y a semejantes horas. Después, reinó el silencio en el puente.
El doctor Brodman tardó más de lo habitual en reaccionar. No supo si era la sorpresa, la incertidumbre del momento, o la visión fugaz y dantesca de aquella especie de increíble rostro enmarcado en sombras negras, como la aparición escalofriante de un ser de ultratumba.
Luego, dominándose como pudo, se inclinó veloz sobre el pretil del puente, clavando sus ojos en el río.
Pese a la oscuridad y la bruma, sus ojos captaron un movimiento en las aguas y un sonido como el chapoteo de algo, agitándose en la sucia superficie ribereña. La espuma se mezcló con la grasa y los desperdicios sobre la capa de agua negra.
Un bulto en movimiento trataba de emerger, de mantenerse a flote. Pero la pesadez fría y mortal de las aguas lo atraían, empezando a engullirlo en un implacable gorgoteo que sonaba a tragedia, a gelidez, a muerte...
—¡Ya voy! —gritó roncamente el médico, reaccionando aunque en forma algo tardía—. No se deje vencer por la corriente. ¡Resista! ¡Voy a ayudarle!
Y tiró su bastón, su capa y su sombrero de alta copa negra y reluciente, para lanzarse en zambullida desesperada hacia el fondo oscuro y tétrico de las aguas heladas.
El cuerpo del médico surcó el aire hecho jirones de pegajosa niebla, para irse a sumergir en el Támesis a escasa distancia de donde pugnaba por sobrevivir, sin dejarse arrastrar al fondo de las aguas.
La corriente no era nunca excesiva. Lo peor era la suciedad, la cantidad de residuos, grasas y basuras que arrastraban las aguas, dificultando cualquier maniobra del salvamento en un fangoso lecho de lodo mortífero. Eso lo sabía bien el doctor Brodman, que braceó desesperadamente, aproximándose al lugar donde una forma concreta pero evidentemente todavía viva, pugnaba por emerger, por no sumergirse de forma definitiva y trágica en las profundidades del río.
—¡Animo! —Jadeó, tratando de hacerse oír a través del sonido áspero del choque de los cuerpos con el agua—. ¡Ya voy, resista...!
Se acercó por momentos al otro cuerpo que braceaba, estéril, a medida que se hundía más y más en las aguas. Borrosamente, descubrió unas ropas oscuras envolviendo la cabeza de quien se hundía en medio del agua oscura y los detritus malolientes.
Alargó una mano casi desesperadamente. Descubrió que otros dedos, rígidos y helados, resbaladizos por la grasa y el frío, mojados de agua sucia, intentaban aferrar los suyos, sujetarse a ellos como al último asidero vital, antes de sumergirse en las honduras terribles de la muerte.
Con un esfuerzo supremo, el doctor Brodman consiguió cerrar sus propios dedos sobre aquellos yertos y torpes. La presión mutua se hizo rabiosa, frenética. Casi sintió dolor. Pero lo soportó, sujetando contra sí aquella mano, aquellos dedos, aquel ser que, irremisiblemente, de no ser por él, se hundiría de forma definitiva en el fondo de oscuridad, de suciedad, de frío, mugre y muerte.
—¡Ya está! —Musitó, esperanzado, tirando con fuerza hacia la orilla, por debajo de los arcos del río—. Creo que lo conseguiré...
Arriba, nadie se había dado cuenta de nada. Ni un policía, ni un transeúnte, ni un silbato siquiera. Nada. Ni la más leve huella de alarma o de ayuda. Sólo él y la víctima. El y la persona que se hubiera hundido sin remedio en la gélida sima negra del Támesis, de no mediar su heroica acción de salvamento.
Lo consiguió. Lenta pero inexorablemente, sus brazadas furiosas fueron aproximándose a la orilla de un embarcadero, llevando a rastras un cuerpo inmóvil, que ni siquiera resistía ya a las aguas o a sus afanes, prueba evidente de que el frío, el miedo o todo ello unido, le habían reducido a la inconsciencia.
Con un nuevo y desesperado esfuerzo, logró alcanzar los escalones del embarcadero de Lambeth, entre Horseferry Road y Page Street. Ya con los pies apoyados en el empedrado dé Millbank, tiró de la forma flotante e inerte que yacía en las aguas, hasta lograr depositarla sobre el primer escalón que lamían las sucias aguas. La dejó allí, dejándose caer en el otro escalón, con un resoplido. Sus ropas estaban chorreando agua. Su cabello oscuro despeinado barría su ancha frente pálida y sin arrugas.
—Uf... —jadeó, agotado—. Casi se hunde sin remedio...
Sin duda intentó matarse. Se lanzó al río premeditadamente. Pero no... no logro entender algo. Parecía haber alguien más en el puente... Ese rostro horrible que vi en la niebla... Porque esa forma que he rescatado yo del río me parece que es..., que es... una mujer. ¡Y aquella espantosa cara no podía ser de ninguna mujer viviente!
Respiró hondo. Trató de recuperarse, la mirada turbia fija en la forma oscura, yacente a sus pies, hecha un informe bulto negro, envuelto en pliegues. Los pliegues de una capa y una caperuza de paño negro, que envolvían sin duda a la mujer salvada del río y de la muerte. Sus ojos vagaron por el puente cercano y los globos de lívida luz de gas, salpicando su trazado sobre el Támesis, a través de la niebla.
¿Y la otra persona? ¿Y el dueño de aquella faz de pesadilla? ¿Dónde estaba ahora?
—Tal vez la asustó... —su voz sonó ronca entre los labios que chorreaban agua sucia—. Ese horrible ser pasaría junto a ella, provocando su loca acción... Luego, desapareció en la niebla, en la noche... Y esa pobre criatura pudo haber muerto por su culpa...
Se estaba recuperando. También la persona salvada.
Oyó apagados sollozos a sus pies. Se inclinó. Sus dedos trémulos tocaron el paño negro, empapado, que envolvía a la persona salvada tan milagrosamente. Notó bajo el mismo las sacudidas espasmódicas de una respiración agitada, un cuerpo yerto, vencido por la angustia y el dolor. Trató de confortar a su protegida:
—Vamos, serénese... —musitó—. Ya pasó todo. Está a salvo. Ya nada tiene que temer, amiga mía. Está en tierra firme, a salvo... ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
Lenta, muy lentamente, el rebujón de tela se agitó a sus pies. Lentamente, la caperuza que envolvía aquella cabeza anónima, se elevó hacia él. Entre los pliegues de la amplia capa negra con forro carmesí de seda, emergió una mano larga, marfileña, de dedos largos, sensibles, terminados en afiladas y largas uñas bien manicuradas.
Una voz rota, pero indudablemente femenina, e incluso tierna en el fondo, sonó allá al fondo de la forma incongruente salvada de la negrura helada de la muerte:
—¿Y me lo pregunta? ¿Por qué lo dice? ¿Usted dice que ya pasó todo? Oh, Dios, ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?
—¿Hacer... qué? —balbuceó el doctor Brodman, sorprendido. .
—Salvarme... —la voz era un hilo quebrado y tenue—. Salvarme mi maldita vida, señor. ¿Por qué tuvo que hacerlo?
—No diga tonterías. Es una locura. Nadie puede poner fin a su vida voluntariamente. Nadie debe matarse. En la vida, todo tiene remedio. Todo, amiga mía..., menos morir.
Y eso es lo que usted iba a hacer deliberadamente. Me pregunto aún por qué...
—¿Por qué? —La voz amarga tuvo un rezumar de tristezas y de sarcasmos cuando sonó en respuesta—. ¿Quiere realmente saberlo? ¿Lo quiere saber? Pues bien... Véalo por sí mismo... una vez más, si no le bastó lo que vio arriba, en el puente...
Ahora, la cabeza de la mujer se irguió abiertamente. La caperuza negra, chorreando agua y suciedad, cayó atrás. Un cabello dorado oscuro, como la miel, emergió libre, empapado, abundante, envolviendo un óvalo femenino, un rostro...
El doctor Austin Brodman lanzó un alarido desgarrado, terrible, lleno de espanto e incredulidad.
Sus ojos fijos, desorbitados, no se podían separar del rostro de aquella mujer desconocida a quien acababa de salvar la vida.
Entonces supo que no hubo dos personas en Lambeth Bridge, sino solamente una.
Una. La del rostro espantoso, abominable.
Y esa persona era la mujer. Esta mujer. La persona a quien salvó de morir.
Entre los hermosos cabellos rubios oscuros, asomaron sus escalofriantes ojos sin párpados, pestañas ni nada que no fuese el cerco sangrante en derredor de sus terribles órbitas dilatadas y horribles. Con aquella piel tirante como seda translúcida, dejando marcar los huesos de su calavera. Con aquellos dientes sin labios, en eterna mueca grotesca y espantosa, igual que la sonrisa misma de la Parca. Y con aquella alucinante, estremecedora cara de pesadilla, digna del más incalificable y siniestro horror imaginado por una mente humana...