Capítulo V
EL teniente Knowles contempló ceñudo al hombre que acababa de abrirle la puerta con cara somnolienta. A su lado, el sargento Warren tampoco mostraba rostro de buenos amigos.
—¿Podemos entrar, Sloane? —preguntó el oficial de Homicidios con acritud.
Y mostró su credencial, aunque no era precisa, viniendo como venía con el actual marido de la hermana del policía Craddock. Blake se hizo a un lado, con gesto perplejo.
—Claro —dijo—. Están en su casa, no faltaba más.
—Muy amable —rezongó Knowles, penetrando en la vivienda como si fuese montado a caballo en pleno Oeste. Warren le siguió, algo más discretamente—. ¿Dormía usted?
—No. Cantaba ópera —rió Blake, sarcástico.
—Mire, no se haga el gracioso conmigo, Sloane, porque no le va a salir bien —amenazó Knowles, enarbolando ante Blake un dedo tan grueso como una salchicha Bradwurst—. Soy el teniente Knowles, de Homicidios, y vengo a verle por algo muy grave.
—Soy todo oídos. Pero le aseguro que hoy no es mi día de matar a nadie.
—Siga haciendo chistes, y dormirá en una celda de la estación de policía —bramó malhumorado Knowles—, Acaban de matar a un hombre, Sloane. Al fiscal del distrito, Barney Gotfried.
—Vaya, sí que lo siento. Pero ¿qué tengo yo que ver en eso?
—Tal vez mucho. Warren me ha contado que usted anda metido en una serie de investigaciones en torno a Gordon Eisner y unos crímenes que se están cometiendo en estos días.
—Yo no investigo esas muertes, teniente. Sólo los hechos de hace diez años. No me lo puede impedir nadie.
—Yo se lo puedo impedir. La labor de un investigador privado no es meter sus narices en asesinatos ni cosa parecida, sino ocuparse de divorcios, chicas desaparecidas y cosas así. Al fiscal le ha matado la Dama Negra. Lo encontramos en la cabina telefónica desde donde estaba hablando conmigo cuando fue sorprendido. El lugar apestaba a perfume.
—De jazmines, supongo —dijo Blake, ahora con cautela y con gesto serio.
—De jazmines, sí —afirmó ceñudo Knowles—. ¿Qué tiene que decirme?
—Nada. Es la primera noticia que tengo de ese nuevo crimen.
—Lo supongo. Pero usted debe saber algo que a mí me interesa conocer, Sloane. Por ejemplo, ¿quién tiene el suficiente interés en ese asunto como para contratar a un detective privado?
—Eso es asunto mío nada más, teniente. Existe el secreto profesional.
—A mí no me venga con esas, Sloane. ¿De veras quiere perder su licencia de detective o prefiere cooperar conmigo de buen grado?
—Creo que no me deja usted otra alternativa —suspiró Blake, contrariado.
—Y que lo diga. Niéguese a colaborar y es detective acabado, se lo juro. Bien, estoy esperando el nombre de su cliente, por todos los diablos.
—Diana Eisner —dijo de mala gana Blake, inclinando la cabeza.
—¿Diana Eisner? ¿La hijastra de Gordon Eisner?
—La misma, sí.
—¿Seguro que no me está engañando con uno de sus trucos?
—Seguro, teniente. Puede confirmarlo cuando desee.
—¿Por qué le contrató?
—No lo sé. Supongo que debe tener algún interés personal en saber si su padrastro fue culpable o inocente.
—De eso hace ya diez años, Sloane. Demasiado tiempo para preocuparse ahora por ello.
—La chica tiene sólo diecinueve años. Tal vez pensó que era hora de intentar saber algo más de lo que contaron los periódicos y la policía.
—¿No le ha contratado para investigar estos crímenes de ahora?
—No —negó fríamente Blake—. Sólo le interesa su familia. Y en eso no existe infracción alguna. Soy muy libre de husmear un asunto tan viejo y que la policía dio definitivamente por cerrado con la captura, proceso y muerte de Gordon Eisner.
—Eso suena demasiado inocente para ser cierto. Además, al cometerse ahora estos crímenes, se reabrirá el caso Eisner con toda seguridad. El fiscal Gotfried era el acusador público en aquel asunto.
—Lo sé. Lo leí en los periódicos, teniente.
—Bien, ¿y qué ha averiguado hasta ahora, Sloane?
—Poca cosa que no se sepa ya. Que mucha gente sigue creyendo culpable a Eisner. Y otros no. Y que Forrester era un granuja de siete suelas.
—Pero el teniente Craddock no lo era —cortó áspero el oficial de policía—. Fuimos compañeros, Sloane. Entonces yo era sólo un policía de patrulla. Y él era un gran tipo, un buen amigo. Eisner lo mató. Ahí no caben dudas.
—Yo no digo que las haya. No soy el abogado defensor del espíritu de Eisner, sino solamente un investigador privado que trata de atender a una cliente.
—¿Seguro que no sabe nada más?
—Si lo supiera se lo diría, teniente.
—Eso es lo que más dudo de usted. ¿Tampoco nada sobre la dama de negro?
—Menos aún. Es como un fantasma. Aparece y desaparece. Sólo deja su perfume de recuerdo. Pero como usted sabe, ése no es mi caso, teniente. No puedo investigar algo que pertenece a ustedes, es la ley.
—Pues siga manteniéndose dentro de esa ley en todo momento, Sloane —amenazó el teniente, iniciando la salida—. Nos veremos otra vez, estoy seguro. Y por su bien, espero que no se guarde para usted lo que pueda averiguar, bien entendido que sólo podrá ocuparse de lo relativo a Gordon Eisner, no a la dama de luto. ¿Está eso claro, amigo?
—Como la luz del día, teniente —asintió Blake, cerrando luego la puerta tras de sus visitantes nocturnos, con una sonrisa irónica en sus labios.
Sonrisa que desapareció apenas se ausentaron ellos y él cerró la puerta. Su rostro tomó un gesto grave, profundamente preocupado. Meneó la cabeza, murmurando para sí con voz ronca:
—De modo que ha matado otra vez… Y van cuatro ya. Me pregunto cuántas personas más, relacionadas con Gordon Eisner, tienen que morir aún para que esa extraña mujer se sienta satisfecha de su ajuste de cuentas…
Y aunque regresó a la cama, de donde le habían sacado los recios golpes del teniente sobre su puerta, ya no le fue fácil conciliar el sueño. Consumió varios cigarrillos antes de que pudiera dormirse, aunque tuvo un sueño inquieto y poco reparador.
* * *
Sheila Forrester era una mujer muy especial.
Tan elegante como la propia Stella King, la modelo, pero con la madurez de sus años y la arrogancia de una auténtica aristócrata, su porte y distinción resultaban casi avasalladores.
Blake la calculó unos cuarenta y siete o cuarenta y ocho años muy bien llevados, con la piel ya algo ajada en torno a sus bellos ojos pardos, y con el cuerpo todavía esbelto y bien formado, aunque en ello quizás tuviera su parte nada desdeñable la habilidad del modisto para mantener erguido su seno y disimular algunos fallos naturales a causa de la edad.
—¿Qué ha venido a hacer usted aquí? —fue su primera pregunta, nada alentadora para Blake Sloane.
—Perdone, señora Forrester, pero tenía que hablar con usted de un viejo asunto que, posiblemente, no haga sino traerle penosos recuerdos.
—¿Qué asunto, en concreto?
—La muerte de su esposo, hace diez años.
—Creo entender —el bello rostro de la dama reflejó cierta tensión y disgusto, si bien mantuvo intacta su arrogante postura—. Pero usted no es policía.
—No, señora. Sólo un detective privado.
—Al que alguien paga por hacer preguntas.
—Obviamente.
—¿Por qué debo responder yo a ellas, señor Sloane?
—Porque usted fue un personaje protagonista en aquellos tristes sucesos.
—Se equivoca —rectificó ella con frialdad—. Yo me mantuve al margen en todo momento. Sólo fui requerida una vez, como testigo de la defensa, para confirmar ante el jurado que mi esposo era un hombre frívolo y nada fiel, con muchas aventuras galantes a su espalda.
—¿Y usted se prestó a decir eso en público?
—¿Por qué no? Era la pura verdad. Clark murió por estúpido y mujeriego. No me causó ningún dolor especial su muerte. Se casó conmigo por mi dinero. Pero de no haber muerto entonces a manos de aquel celoso caballero, yo me hubiera divorciado de él de inmediato.
—¿A tal extremo llegaron sus relaciones íntimas?
—No había ya tales relaciones. Rompí a raíz de una dolencia venérea que él me contagió por tener relaciones con una ramera de lujo.
—Cielos, no podía saber eso —suspiró Sloane—. Perdone la pregunta…
—No, no, puede seguir —sonrió desdeñosa la dama—. El mal tuvo fácil curación, pero el daño moral fue incalculable. Clark era un cerdo. Y me alegré de su muerte, si he de serle sincera.
—Supongo que habrá oído hablar de los crímenes que se están cometiendo ahora, relacionados al parecer con aquel viejo asunto…
—Sí, he oído algo por televisión, pero no me preocupa demasiado. En todo caso se relaciona con el asesino de mi marido, no conmigo. Precisamente mi abogado personal es sobrino de una de las víctimas de esa horrible mujer enlutada. Me refiero al joven Malcolm Aymler. Un abogado de gran porvenir, sin duda alguna. Ahora anda bastante desmoralizado y hundido, tras la muerte de su tío y maestro.
—Sí, es de suponer. ¿Le ha contado algo ese joven Aymler?
—No mucho. Sabe tanto como pueda saber usted. Su tío se quedó a trabajar hasta tarde en las oficinas del Juzgado. Allí le sorprendió la dama asesina. Algo horrible, señor Sloane. Por cierto que el juez Aymler, a la vez que se ocupaba de dos casos criminales de cierta relevancia, también tenía el proyecto de revisar el caso Eisner en breve.
—¿Está segura de eso? —se sorprendió Blake.
—Bueno, yo no conocía de nada al juez, pero el joven Malcom así me lo ha asegurado. Sin embargo, no tiene la menor idea del motivo que impulsaba a su tío a revisar un caso tan antiguo, que él mismo había sentenciado al parecer sin lugar a dudas respecto a la culpabilidad del acusado.
—Me interesaría hablar con el joven Aymler cuanto antes —comentó Blake, pensativo.
—Oh, le daré su tarjeta, si así lo desea. Pero también puede encontrarle en la casa Luxury durante las tardes…
—¿En la empresa donde mataron a su esposo, señora Forrester? ¿Qué hace allí ese joven?
—Es abogado de la firma. Yo mantengo una amistad con Karin Benson, la directora de esa empresa de cosmética y moda desde hace años, cuando nos conocimos a causa precisamente de aquel desagradable asunto. Ella me presentó al joven Aymler.
—Entonces, creo que iré a ver a Malcolm Aymler y a la señora Benson, y así mataré dos pájaros de un tiro… en el buen sentido de la palabra —sonrió Sloane—. Veo que usted no tiene gran cosa que contarme sobre todo lo ocurrido entonces.
—Pues no, salvo que no me sorprendería que otros muchos hubieran deseado la muerte de mi marido por entonces: maridos burlados, amantes celosos… y mujeres engañadas o pervertidas por él. Era un ser despreciable, créame. Yo no le hubiera condenado a muerte a su asesino. Le hubiese concedido una medalla.
—Quizás, señora Forrester. Pero en modo alguno hubiera comenzado ahora a matar gente para vengar a ese asesino, ¿verdad?
—No, claro que no, querido —ella rió, algo voluble, apoyando una manicurada y enjoyada mano en su hombro—. No sirvo para ir matando gente por ahí… ¿No cree que hay otras cosas mejores para pasar el rato? Por cierto, venga cuando quiera a tomar algo conmigo, señor Sloane, Me cae usted bien…
—Seguro que vendré —se apresuró a afirmar Blake, saliendo disparado de la lujosa vivienda de la viuda, con la convicción de que a la madura y elegante dama le iban mucho los jóvenes bien parecidos y varoniles.
—Después de todo, con el ejemplo que le dio su marido… —fue el comentario que se hizo el detective, ya en la calle, encaminándose al edificio de la empresa Luxury, en pleno centro de Manhattan.
* * *
Karin Benson tenía muchos más años que Sheila Forrester, pero era también refinada, elegante y sin duda tan aficionada a los jóvenes amantes como su amiga. Aunque debía sobrepasar los cincuenta, se maquillaba en exceso, sus trajes eran sobrios pero mostrando demasiado el ajado de sus carnes, y tenía una mirada inquisitiva y estrecha, que parecía desnudar a los hombres.
Cuando habló con ella, estaba precisamente despachando asuntos legales de su empresa con el joven abogado Malcolm Aymler, sobrino del juez asesinado. En torno a ellos, el lujo exótico y sofisticado de la empresa dedicada a proporcionar cremas de belleza, maquillajes, perfumes y adornos a sus clientes femeninas, les rodeaba por doquier como formando parte de un decorado obligado en aquel negocio.
—No quiero recordar nada de aquel viejo y feo asunto, señor Sloane —se excusó con rapidez y sequedad la enjuta dama de cabellos platinados artificiosos—. Fue todo muy enojoso y desagradable para nuestra empresa: un crimen, un proceso, una ejecución… realmente horrible, créame.
—Pero no hay duda de que debió proporcionarles también publicidad…
—¡Publicidad! —se irritó ella, irguiéndose casi agresiva—. ¿Qué clase de publicidad? Sensacionalismo barato, prensa amarilla, sórdidos reportajes… Todo lo contrario de lo que un negocio como éste requiere. Creo que perdimos por entonces casi un sesenta por ciento de clientela. Por fortuna, hoy en día eso está casi olvidado ya.
—Puede que vuelva a salir a la superficie, señora Benson —apuntó Blake.
—Señorita Benson —rectificó ella con frialdad—. Sé a lo que se refiere. Esos asesinatos, el perfume… Ni siquiera tiene el buen gusto esa mujer de usar un perfume americano.
—¿No usa usted Vissón Número 7?
—Cielos, no, ¡qué horror! —le miró como si hubiera cometido un sacrilegio—. Nuestros perfumes son otra cosa: originales, selectos, frescos… Y si alguien gusta de los perfumes fuertes, intensos, tenemos nuestro Hechizo Oriental. Yo lo utilizo, vea…
Se aproximó a él. Blake captó un vaho intenso de olor a sándalo, a maderas orientales, a hierbas aromáticas. Era profundo y a la vez embriagador. No olía en absoluto a flores.
—Muy fuerte —aceptó—. Creo que incluso borraría un aroma a jazmines.
—De eso no le quepa duda —sonrió la dama, halagada—. Es sensual y cálido, como gusta a la mujer insinuante y al hombre viril… ¿Le gusta a usted?
Dijo esto apoyando sus manos en los hombros de Blake. Este, por encima de los hombros de la dama, captó el gesto entre cómico y divertido del joven Aymler.
—Me encanta —aceptó Blake, apurado, notando que la dama le ponía la punta de sus pechos justo encima de su torso.
—Entonces, querido amigo, usted es de los que me gustan. No hablemos de cosas horribles, como asesinatos y todo eso. Un joven como usted debe tener mil temas de conversación para distraer a una mujer y hacerla pasar un rato amable… ¿Qué tal si le muestro mi empresa mientras charlamos?
—En otro momento, señorita Benson —se escurrió apuradamente Blake—, Ahora tengo una cita dentro de diez minutos, y no puedo faltar a ella. Si no tiene nada que contarme en especial sobre el asunto de que vine a hablarle…
—No, nada —cortó ella altivamente, apartándose con frialdad repentina de él—. Veo que no vale la pena seguir hablando. Esos temas me desagradan profundamente, ya se lo dije.
Y dando media vuelta, abandonó el despacho, no sin antes advertir a su abogado:
—Tenga terminado ese expediente para esta tarde, Aymler, querido. Sabe que me urge mucho presentarlo…
—Descuide, señorita Benson, lo tendrá —prometió el joven.
Y apenas ella se había ausentado, rió, acercándose a Blake Sloane.
—Se ha librado de una buena —comentó divertido—. Esa mujer es una especie de vampiro.
—Pero a mí no me gusta que me chupen la sangre. Sobre todo, a ciertas edades —rió Blake de buen humor—. De modo que usted es el sobrino del juez Aymler…
—El mismo. Un mal discípulo suyo todavía. Me ocupo de asuntos de poca monta, como la asesoría jurídica de empresas. Mi sueño es llegar a abogado criminalista, como tío Bruce.
—Debió impresionarle mucho su trágico final.
—Imagine… —el joven respiró hondo, inclinando la cabeza—. ¿Está investigando ese asunto?
—Oficialmente, no puedo hacerlo —sonrió Blake—. Pero sí, es lo que hago de un modo extraoficial.
—Entiendo. ¿Alguna pista en torno a esos crímenes?
—Ninguna. Anoche mataron al fiscal Gotfried. Es la cuarta víctima de esa mujer.
—Y eso confirma que los crímenes tienen que ver con el caso Eisner, ¿no es así?
—Obviamente. Ya han caído el juez que le sentenció, el fiscal que le acusó, el testigo que juró en falso para la acusación y el policía que lo arrestó e interrogó… Me pregunto cuántos más quedarán todavía por ahí, sentenciados a morir a manos de esa demente.
—¿Creen que está loca?
—No hay otra explicación. Vengarse ahora, al cabo de los años… no tiene el menor sentido, la verdad.
—¿Dijo al llegar que quería que yo le prestara ayuda si me era posible?
—Así es, Aymler. Pensé que podía explicarme por qué su tío pensaba revisar el viejo asunto de Gordon Eisner cuando fue muerto.
—No me lo dijo. Sólo mencionó que iba a revisarlo a fondo, porque tenía alguna duda que no le permitía vivir tranquilo, eso fue todo.
—¿Le pareció que él pensara en la posible inocencia del ejecutado?
—Ahora que lo dice, es posible que fuera eso. Él había sido siempre muy minucioso y tenía grandes escrúpulos a la hora de enjuiciar. Tal vez pensaba que no fue totalmente justo al condenar a Eisner. Pero ¿por qué después de tantos años?
—Ese parece ser el misterio básico de todo lo que sucede. ¿Por qué después de una década, vuelve todo a la actualidad bajo el signo de la tragedia? Tal vez alguien amenazó a su tío anónimamente, antes de matarle, y eso le hizo reflexionar sobre un posible error judicial.
—Sea como sea, él ahora está muerto. ¿No hay ninguna pista para dar caza a esa mujer?
—Ninguna. En la muerte del fiscal Gotfried también está el detalle del perfume derramado sobre el cadáver. Y el hecho de que alguien creyó ver desde una ventana a una mujer enlutada alejándose de la cabina telefónica donde lo mataron, tras sonar dos estampidos de arma de fuego de pequeño calibre. No hay duda que se trata de la misma de siempre.
—La Dama Negra, ¿no la llaman así?
—Así es. Pero hay quien sospecha que podría tratarse de un caso de travestismo. El capitán Knowles afirma que el fiscal Gotfried hablaba de ello por teléfono con él cuando le asesinaron.
—Un travesti… —meditó el abogado, frotándose el mentón—. Sí, pudiera ser. Si nadie ha visto su rostro todavía…
—Si alguien lo ha visto, no vive para contarlo. Pero algo me dice que se trata, sin embargo, de una mujer.
—¿Por qué supone eso? —el joven le observó, curioso.
—El perfume.
—¿El perfume? Puede usarlo cualquiera, ¿no?
—No. Un Vissón Número 7, en modo alguno lo usaría un hombre. Resultaría escandaloso e inadecuado. Y el utilizar un frasco para derramarlo sobre sus víctimas, una parte importante de ese perfume queda forzosamente adherido a quien lo manipuló. Un hombre, después de utilizarlo, se vería en dificultades para ocultar el aroma que él mismo desprendería. En cambio una mujer…
—Sí, claro. O fingiría usar Vissón… o lo taparía con Hechizo Oriental, ¿no? —rió el abogado.
—Algo así —convino Blake con una sonrisa—. Bueno, no le molesto más, señor Aymler. Le deseo suerte en su carrera… y gracias por su ayuda.
—No creo que haya sido demasiado grande.
—De eso, usted no tiene la culpa. Gracias, de todos modos. Mis saludos a la señorita Benson. Espero no tener que volver a verla…
Blake Sloane abandonó el edificio del Luxury, evitando cuidadosamente encontrarse de nuevo con Karin Benson. Se dirigió a su oficina, donde todavía no había tenido tiempo de colocar a una nueva secretaria. Puso el contestador automático por si había alguna llamada importante.
Y vaya si la había.
La voz de mujer que salió por la grabación, le resultó bien conocida de inmediato:
—Blake, habla Diana Eisner, su cliente. Sólo puedo hacer esta llamada, y prefiero hacérsela a usted antes que a un abogado. Acaban de arrestarme. El capitán Knowles me ha acusado oficialmente de asesinato múltiple. Dice que yo soy la Dama Negra. Y va a incomunicarme en la estación de policía. Ayúdeme, Blake.
Pegó un respingo y corrió de nuevo hacia la salida, jurando entre dientes con malhumor.