Un final

Mi experiencia como médico, al igual que mi propia vida, me han puesto incesantemente ante la pregunta sobre el amor, y nunca fui capaz de dar una respuesta válida. Como Job, tuve que «taparme la boca con la mano. Hablé una vez, no he de repetir» (Job, 40, 4 s.). Aquí se trata de lo más grande y de lo más pequeño, de lo más lejano y de lo más cercano, de lo más alto y de lo más hondo, y nunca puede decirse una cosa sin la otra. Ninguna lengua se encuentra a la altura de esta paradoja. Sea lo que sea que pueda decirse, ninguna palabra expresa la totalidad. Hablar de aspectos parciales es siempre excesivo o demasiado poco, cuando lo que tiene sentido es solamente la totalidad. El amor «todo lo soporta» y «todo lo espera» (I Cor. 13, 7). Este texto lo dice todo. No podría agregársele nada. Nosotros, en el sentido más profundo, somos las víctimas o los medios e instrumentos del «amor» cosmogónico. Pongo esa palabra entre comillas para dejar claro que con ello no me refiero meramente al anhelo, a la preferencia, al favor, al deseo y cosas similares, sino a un todo, único e indivisible, que supera al individuo. El ser humano, como parte, no comprende el todo. Se encuentra sometido a él. Puede decir «sí» o puede enojarse; pero siempre está atrapado y encerrado en el todo. Siempre depende de él y está fundado en él. El amor es su luz y su tiniebla, cuyo final no alcanza a ver. «El amor no acaba nunca», incluso si hablase «las lenguas de los ángeles» o si persiguiese con rigor científico la vida de la célula hasta su fondo más recóndito. Puede documentar el amor con todos los nombres que están a su disposición, pero solamente se perderá en infinitos autoengaños. Si posee un grano de sabiduría, rendirá las armas y llamará a lo ignotum per ignotius, es decir, con los nombres divinos. Esto constituirá una confesión de su inferioridad, imperfección y dependencia, pero a la vez un testimonio de su libertad de elección entre la verdad y el error.

[Recuerdos, 356]