Traté a una joven muchacha de unos veinte o veinticuatro años. Había tenido una infancia singular. Nacida en Java e hija de una familia europea muy distinguida, tuvo una niñera nativa. Como ocurre frecuentemente con los niños nacidos en las colonias, el entorno exótico y la cultura extraña —en este caso hasta bárbara— se le «metieron en la piel», y toda la vida emocional e instintiva de la niña se vio influida por aquella extraña atmósfera. Esto es algo de lo que el blanco en Oriente rara vez se percata; es la atmósfera psíquica de los aborígenes en relación a los blancos, una atmósfera de intenso terror; terror de la crueldad, de la falta de consideración y del poder descomunal e incalculable del hombre blanco. Esta atmósfera infecta a los niños nacidos en Oriente; el miedo se introduce en ellos, los llena de fantasías inconscientes acerca de la crueldad de los blancos, su psicología se tergiversa de forma extraña y su sexualidad sigue, con frecuencia, caminos totalmente errados. Sufren pesadillas incomprensibles y sentimientos de pánico y no son capaces de adaptarse de manera normal cuando se trata del problema del amor, del matrimonio y demás cosas.
Éste también era el caso de esta muchacha. Estaba fuera de quicio, se había enredado en las situaciones eróticas más arriesgadas y había adquirido mala fama. Adoptaba comportamientos que la denigraban, comenzó a maquillarse y a llevar joyas extravagantes para satisfacer a la mujer primitiva que corría por su sangre, o mejor, por su piel, a fin de que ésta se uniese a ella pudiese ayudarla a vivir. Debido a que no podía vivir sin sus instintos y naturalmente tampoco lo deseaba, tenía que hacer muchas cosas que la conducían a una situación muy degradante. Caía fácilmente en el mal gusto; vestía con colores horrendos para agradar a lo inconsciente primitivo en ella, de modo tal que la asistiese cuando pretendía atraer a un hombre. Naturalmente que los hombres que elegía eran de bajo nivel cultural, y de esta manera caía en los peores enredos. Su apodo era «la gran ramera de Babilonia». Por supuesto que todo esto era extremadamente funesto para una muchacha que, por lo demás, era respetable. Su apariencia era verdaderamente imposible y esto sí que me resultaba embarazoso, debido a mis empleados, cuando venía por una hora a mi consulta. Le dije: «Vea usted, de esta manera no puede venir aquí, usted parece…», y utilizaba palabras muy drásticas. Ella se afligía mucho, pero no podía hacer nada contra ello.
Entonces soñé lo siguiente acerca de ella: Estaba en una calle al pie de una alta colina, en la colina había un castillo, y en el castillo una alta torre, el torreón. En la punta de esta alta torre había una logia, una construcción muy bella y abierta con pilares y una maravillosa balaustrada de mármol; sobre esta balaustrada estaba sentada una elegante mujer. Miré hacia arriba —tuve que mirar con tal fuerza que más tarde sentí el dolor en mi cuello— ¡y la figura era mi paciente! Luego desperté e inmediatamente pensé: «¡Cielos! ¿Por qué mi inconsciente coloca a esta muchacha tan alto?». E inmediatamente me topé con el pensamiento: «La he mirado con desprecio». La había mirado realmente como a algo malo. Mi sueño me mostraba que eso era falso, y comprendí que había sido un mal médico. Por eso al día siguiente le dije. «Tuve un sueño con usted, en el que tenía que mirar tan hacia arriba para poder verla que mi cuello quedó dolorido, y el motivo de esta compensación radica en que yo la he mirado con desprecio». ¡Esto, puedo decírselo, obró maravillas! No más dificultades con la transferencia, porque sencillamente pude llevarme bien con ella y podía encontrarla en el plano correcto.
Podría referirle toda una serie de tales sueños significativos que toman posición frente a la actitud del médico. Y cuando realmente se intenta que el encuentro con el paciente se produzca en el mismo nivel, no demasiado arriba y tampoco demasiado abajo, cuando se adopta la actitud correcta y los valores se colocan de forma correcta, entonces se tiene mucho menos trabajo con la transferencia. No se la eludirá totalmente, pero es seguro que uno no se verá confrontado con esas formas terribles de la transferencia que solamente son sobrecompensaciones por una relación que falta.
[OC 18/1, § 334 ss.]
En el sentido más profundo todos nosotros no soñamos desde nosotros, sino desde aquello que se encuentra entre nosotros y los demás.
[Cartas I, 223]
Naturalmente que un médico debe conocer los llamados «métodos». Pero debe guardarse de quedar fijado de manera rutinaria a un determinado camino. Los presupuestos teóricos deben aplicarse con cuidado. Hoy quizá sean válidos, mañana pueden ser distintos. En mis análisis no juegan ningún papel. Soy asistemático de manera intencionada. Para mí, frente al individuo existe únicamente la comprensión individual. Para cada paciente se necesita un lenguaje diferente. Así, en un análisis se me puede oír hablar de forma adleriana y en otro de forma freudiana.
El punto central es que me encuentro como ser humano frente a otro ser humano. El análisis es un diálogo al cual pertenecen dos socios. El analista y el paciente están sentados mirándose frente a frente. El médico tiene algo que decir, pero el paciente también.
[Recuerdos, 137]
La situación psíquica del individuo en nuestros días está tan amenazada por la publicidad, la propaganda y otros consejos y sugestiones más o menos bienintencionados, que debe ofrecérsele al paciente, por lo menos una vez en su vida, una relación en la que no aparezcan los tan repetidos «se debería, se tendría que» (y otras confesiones de impotencia por el estilo).
[OC 10, § 534]
Deje obrar tranquilamente a la transferencia y escuche con empatía. La paciente evidentemente lo necesita como a un padre, función a la cual debe ajustarse; un verdadero padre, que amoneste, reprima, asista, sea paternal, etc. Pero nada de una actitud técnico-analítica, sino esencialmente humana. La paciente lo necesita para poder reunir en su unidad, tranquilidad y seguridad su personalidad disociada. Usted debe, antes que nada, estar simplemente presente sin demasiadas intenciones terapéuticas. La paciente ya sacará lo que necesita de usted. Si no rectifica su relación con el padre tampoco podrá poner en orden su problema amoroso. Primero debe hacer las paces con el padre, es decir, lograr una relación de confianza humana.
[Cartas III, 386 s.]
Mientras se sienta el contacto, la atmósfera de confianza natural, no habrá peligro; e incluso si hay que mirar a los ojos al terror de la locura o a la sombra del suicidio, subsiste esa esfera de fe humana, esa certeza de comprender y ser comprendido, por más negra que sea la noche.
[OC 17, § 181]
Una mujer joven, que hace unos días me hizo una visita, está comprometida y tan enamorada de su hombre como él de ella. Desde hace cuatro años hace análisis, cinco días a la semana, solamente interrumpidos por tres semanas de vacaciones al año. Le pregunté por qué demonios no se casaba. Me contestó que primero tenía que concluir su análisis, que ésta era una obligación que debía cumplir antes. Le dije: «¿Quién le contó a usted que tiene una obligación con el análisis? ¡Usted tiene una obligación con la vida!». Esta joven mujer es una víctima del análisis. A su analista le sucede lo mismo. Éste es un caso en el que una joven mujer vive dentro de sus fantasías mientras la vida espera por ella. Se ha enredado en su animus. Incluso si cometiese una tontería la arrojaría a pesar de ello a la vida. Tal como están las cosas, el resultado solamente puede ser desconcierto, apariencia, nada. Su analista sigue una teoría y la joven mujer transforma el análisis en un deber, en lugar de hacerlo con la vida. Si fuese una mujer en la segunda mitad de la vida, entonces el tratamiento debería ser completamente diferente, debería reconstruir al individuo. No tengo dudas con respecto a los motivos, pero comparado con este analista yo trato a mis pacientes de manera francamente brutal. ¡Los veo solamente dos o tres veces a la semana y hago en el correr del año cinco semanas de vacaciones!
[Análisis, 114]
No hay que considerar a un paciente como un ser subordinado que se tiende en un diván mientras uno se sienta detrás como un dios que deja de vez en cuando salir una palabra. También hay que evitar en lo posible cualquier sugestión de enfermedad. El paciente tiende de todas formas hacia esa dirección, le gustaría refugiarse en la enfermedad: «… Uno se rinde, no tengo más que tumbarme: estoy enfermo y agotado…». La enfermedad es también una forma de solución para acabar con el problema de la vida: «¡Estoy enfermo; tiene que ayudarme el médico!». Como terapeuta no puedo ser ingenuo. Hay que tratar al paciente, cuando no tiene que guardar cama, como a una persona normal. Yo diría que como a un igual. Esto ofrece una base sana para el tratamiento. A veces vienen a verme personas con la esperanza de que yo produzca un acto de magia médica. Se desilusionan cuando los trato como personas normales y me comporto como una persona normal. Una paciente, en otra consulta, tuvo la experiencia del «dios silencioso» detrás del sofá. Cuando empecé a hablar con ella me dijo sorprendida, casi disgustada: «¡Pero usted exterioriza emociones, dice incluso su opinión!». Naturalmente que tengo emociones, y también las muestro. Nada es más importante que esto: hay que tomar a cada hombre realmente como tal, y por lo tanto tratarlo de acuerdo con su singularidad.
[OC 10, § 881]
El psicoterapeuta no debería seguir incurriendo en la ilusión de que el tratamiento de la neurosis no requiere más que conocer una técnica, debería quedar muy claro que el tratamiento anímico de un enfermo es una relación en la que el médico está tan implicado como el paciente. Un verdadero tratamiento anímico sólo puede ser individual, y la mejor de las técnicas sólo tiene un valor relativo. Tanto mayor es la importancia de la actitud general del médico, que debe conocerse muy bien para no destruir los valores peculiares del enfermo que se le confía, sean éstos cuales fueren.
[OC 10, § 352]
Cada terapeuta debería tener un control mediante una tercera persona, de manera tal que adquiera otro punto de vista. El mismo papa tiene un confesor. Siempre les aconsejo a los analistas: «¡Tened un “confesor” o una “confesora”!». Las mujeres están especialmente bien dotadas para ello. Tienen con frecuencia una intuición sobresaliente y ejercen una crítica certera, y pueden descubrir a los hombres y eventualmente también sus intrigas anímicas. Perciben facetas que el hombre no percibe. ¡Por eso ninguna mujer hasta ahora ha estado convencida de que su marido es el superhombre!
[Recuerdos, 140]
La transferencia puede consistir en una reacción totalmente espontánea y no provocada, una especie de «amor a primera vista». Naturalmente que la transferencia no debería entenderse equivocadamente como si fuera amor; no tiene nada que ver con el amor. ¡La transferencia solamente abusa del amor! Puede parecer que la transferencia sea amor; los analistas sin experiencia cometen el fallo de creer que es amor, y los pacientes cometen el mismo fallo y dicen que están enamorados del analista. Pero de ninguna manera lo están.
[OC 18/1, § 328]
Hay que dejar a la gente donde está. No se trata de si aman o no al analista. No somos uno de esos alemanes que quieren ser amados cuando se les compra un par de calcetines. Esto es sentimental. El problema central del paciente es precisamente vivir su propia vida, y no se lo ayuda entrometiéndose.
[OC 18/1, § 351]
La idea infantil del amor consiste en recibir regalos de otros. Con esta definición los pacientes plantean sus exigencias, comportándose como la mayoría de las personas normales, cuya codicia infantil no va más allá sólo gracias al freno que supone el cumplimiento de los deberes biológicos y la satisfacción libidinal que procuran y que, debido a una cierta falta de carácter, tampoco se muestra a priori muy inclinada al apasionamiento.
[OC 4, § 444]
Tomemos el ejemplo de un analista que debe tratar a una mujer que no le interesa especialmente, pero que de pronto descubre que tiene una fantasía sexual con ella. No es que desee que el analista tenga estas fantasías, pero si las tiene debe ser consciente de ellas, pues significan una comunicación importante de su inconsciente que indica que su contacto humano con la paciente no es bueno y que existe una distorsión en la relación. Lo inconsciente del analista le impone una fantasía en lugar del contacto humano natural que falta a fin de vencer la distancia interna. Estas fantasías pueden ser visuales o pueden aparecer bajo la forma de un sentimiento o de una sensación, de una sensación sexual, por ejemplo. Constituyen sin excepciones una señal de que la actitud del analista frente al paciente es equivocada, de que lo sobreestima o subestima o de que no le dedica la atención necesaria.
[OC 18/1, § 333]
La transferencia, por tanto, está compuesta por diferentes proyecciones que son el sustituto de una verdadera relación psicológica. Crean una relación aparente; en cierto momento, sin embargo, esta relación aparente reviste mucha importancia para el paciente, esto es, cuando su habitual dificultad para adaptarse es reforzada aún más por la necesaria revisión del pasado realizada en el análisis. Por ello la interrupción repentina de la transferencia siempre va unida a consecuencias sumamente incómodas y a menudo peligrosas; pues el paciente va a parar a una insoportable carencia de relaciones.
[OC 16, § 284]
Si queremos deshacer la transferencia debemos luchar contra fuerzas que no tienen sólo un valor neurótico, sino generalmente también una significación normal. Cuando pretendemos llevar al enfermo a la disolución de la relación de transferencia le estamos exigiendo algo que raramente o nunca se exige en realidad del hombre medio: sobreponerse a sí mismo. Sólo ciertas religiones han exigido del hombre este requisito.
[OC 4, § 443]
Si la proyección ha cesado, entonces la conexión negativa (odio) o positiva (amor) causada a través de la transferencia puede, por así decirlo, derrumbarse momentáneamente, de tal manera que en apariencia no reste más que la cortesía de una relación profesional. En un caso así no se puede dejar de conceder a nadie un suspiro de alivio, aun cuando ya se sabe que tanto uno como el otro simplemente han aplazado el problema: tarde o temprano, aquí o allí, aparecerá de nuevo, pues detrás se esconde el incansable empuje hacia la individuación.
[OC 16, § 447]
Las últimas y supremas preguntas de la psicoterapia no son un asunto privado, sino una responsabilidad ante la instancia más alta.
[OC 16, § 449]
El fenómeno de la transferencia es indudablemente uno de los síndromes más importantes y ricos del proceso de individuación y significa más que la mera inclinación o rechazo personales. Debido a sus contenidos y símbolos colectivos tiene un alcance que excede lo personal y alcanza a la esfera de lo social, y recuerda aquellas relaciones humanas más altas que nuestro orden social actual —o mejor dicho, desorden— hace que echemos penosamente de menos.
[OC 16, § 539]
La transferencia con el médico le obliga a éste a entrar en la intimidad familiar, la cual resulta muy indeseable, pero ofrece una materia prima útil para la obra. Cuando se produce una transferencia, entonces el médico debe tratarla y debatirse con ella, a fin de que no se agregue al mundo un nuevo sinsentido neurótico. La transferencia es en sí misma un fenómeno natural que de ninguna manera acaece solamente en la consulta médica, sino que puede observarse en todos los sitios y que da ocasión a los absurdos más grandes, como todas las proyecciones que no son reconocidas. El tratamiento médico de la transferencia es una ocasión extraordinaria e inestimable para la retirada de proyecciones, para la compensación de pérdidas de sustancia y para la integración de la personalidad. Los motivos que subyacen a la transferencia poseen de todos modos y en primera instancia un aspecto oscuro, aun cuando se haga el mayor esfuerzo por blanquearlos, pues aquello que pertenece a la obra es la sombra negra (umbra solis o sol niger de los alquimistas) que cada cual lleva consigo, a saber, el aspecto menor y por tanto oculto de la personalidad, la debilidad inherente a toda fuerza, la noche que sigue a todo día, el mal que hay en todo bien. La comprensión de ello se encuentra naturalmente unida al peligro de entregarse a la sombra. Pero con este peligro está dada la posibilidad de decidir de manera consciente que no se caerá en ella. Un enemigo visible es mejor, en todos los aspectos, que uno invisible. En este caso no alcanzo a comprender las ventajas de la política del avestruz. No puede ser un ideal que las personas sigan siendo eternamente infantiles, que vivan ciegas con respecto a sí mismas, que le imputen todo cuanto no les gusta al vecino y que lo atormenten con sus prejuicios y proyecciones. ¡Cuántos matrimonios existen que son infelices durante años y a veces para siempre porque él ve en su mujer a la madre y ella en su marido al padre, sin reconocer jamás la realidad de la otra persona! La vida es suficientemente difícil, por lo que uno podría ahorrarse al menos las dificultades más tontas. Sin un diálogo radical con el otro resulta a menudo imposible disolver las proyecciones infantiles. Debido a que éste es el objetivo legítimo y razonable de la transferencia, ella conduce siempre y en todas partes, sea lo que sea el método del rapprochement, inevitablemente a la discusión y al enfrentamiento, y con ello a un mayor grado de consciencia, que es un barómetro de la integración de la personalidad. En esta discusión, más allá de las convenciones encubridoras, aparece el hombre verdadero. Nace realmente de la relación psíquica, y su extensión consciente se acerca a la redondez abarcante del círculo.
[OC 16, § 420]
Recuerdo un caso muy sencillo. Se trataba de una estudiante de filosofía, una mujer muy inteligente. Sucedió en el comienzo mismo de mi carrera. En aquel entonces yo era un joven médico y no conocía nada excepto Freud. No era un caso de neurosis muy importante, y yo estaba absolutamente convencido de que podía curarse; pero no se curaba. La muchacha había desarrollado una enorme transferencia paterna sobre mi persona, había proyectado la imagen del padre sobre mí. Yo le decía: «Pero entiéndame, ¡yo no soy su padre!». «Ya lo sé», decía ella, «que usted no es mi padre, pero a mí siempre me parece como si usted lo fuera». Ella se comportó de acuerdo a ello y se enamoró de mí, y yo era su padre, su hermano, su hijo, su amante, su marido —y naturalmente también su héroe y redentor—, ¡todo lo que se pueda imaginar! «Pero», dije yo, «¡esto es un completo absurdo!». «Pero yo no puedo vivir sin él», replicó ella. ¿Qué podía hacer yo con esto? Ninguna aclaración devaluadora era de ayuda. Ella dijo: «Puede decir lo que quiera; es así». Estaba presa en las garras de una imagen inconsciente. Luego me asaltó el pensamiento: «Si hay alguien que puede saber algo de esto, ése es seguramente lo inconsciente, que nos condujo a una situación tan confusa». Comencé, por tanto, a observar seriamente los sueños, no solamente para atrapar ciertas fantasías, sino porque realmente pretendía comprender cómo reaccionaba su sistema psíquico a una situación tan anormal —o a una situación tan normal, si usted quiere—, pues esta situación es de lo más común. Tenía sueños en los cuales yo aparecía como el padre. Tratamos eso. Luego aparecía como el amante, y como el marido, todo esto estaba en la misma línea. Luego comenzó a modificarse mi tamaño corporal. Era mucho más grande que un ser humano normal; en algunos casos llegaba incluso a tener atributos divinos. Pensaba: «Sí, ésta es la vieja idea de redención». Y luego adopté las formas más sorprendentes. Aparecía, por ejemplo, con un tamaño divino, andaba por los campos y la sostenía en mis brazos, como si fuera una niña pequeña, y el viento soplaba sobre el trigo, y los campos se ondulaban como olas del mar, y yo continuaba meciéndola en mis brazos. Y cuando vi este cuadro, pensé: «Ahora entiendo hacia dónde quiere apuntar lo inconsciente: lo inconsciente quiere transformarme en un dios; la muchacha precisa un dios, al menos su inconsciente necesita uno. Su inconsciente se encuentra a la búsqueda de un dios, y porque no puede encontrarlo, dice: “el doctor Jung es un dios”». Y entonces le dije lo que pensaba: «Es seguro que no soy un dios, pero su inconsciente precisa un dios. Ésta es una necesidad real y que debe tomarse en serio. Ninguna época precedente ha logrado calmar este deseo; usted es meramente un payaso intelectual, igual que yo, pero no lo sabemos». Esto cambió la situación por completo; produjo una inmensa diferencia. Pude curar este caso porque logré calmar el anhelo de lo inconsciente.
[OC 18/1, § 634]
La energía de la transferencia es hasta tal punto potente que provoca verdaderamente la impresión de un impulso vital. ¿Cuál es entonces la finalidad de tales fantasías? Una consideración y un análisis preciso de los sueños […] arrojan como resultado una tendencia bastante pronunciada —contra la crítica consciente, que desea reconducir todo a la medida humana— a proveer a la persona del médico de atributos sobrehumanos —inmensamente grande, muy antiguo, mayor que el padre, como el viento que sopla sobre la tierra—, ¡incluso debería a todas luces convertirse en un dios! ¿O es que al final el caso debería ser inverso, es decir, que lo inconsciente intenta crear un dios a partir de la persona del médico, liberar en cierto modo una intuición divina del envoltorio de la personalidad, y que por tanto la transferencia a la persona del médico haya sido un malentendido producido en la conciencia, una tonta travesura del «sano sentido común»? ¿Acaso el empuje de lo inconsciente tendería de forma sólo aparente hacia la persona, pero en un sentido más profundo hacia un dios? ¿Podría el deseo de un dios ser una pasión que brotase del impulso natural menos influenciado y más oscuro? ¿Acaso más profundo y potente que el amor a la persona humana? ¿O quizá sea éste el sentido supremo y verdadero de ese amor inadecuado que llamamos transferencia? ¿Quizá un trozo de verdadera Gottesminne, que desde el siglo XV desapareció de la consciencia?
Nadie pondrá en duda la realidad de un deseo apasionado por la persona humana; pero que en la consulta médica y representado en la prosaica figura del médico, se presente de forma inmediata como viva realidad un trozo ya histórico de psicología religiosa, por decirlo de alguna manera: una curiosidad medieval —piénsese en Matilde de Magdeburgo—: se nos aparece en primera instancia como algo demasiado fantástico como para tomarlo en serio.
[OC 7, § 214 s.]