CAPÍTULO TERCERO
Precursores de la idea de sincronicidad

El principio de causalidad afirma que la relación entre causa y efecto es algo necesario, mientras el principio de sincronicidad asegura que los términos de una coincidencia significativa están relacionados por la simultaneidad y por el significado. Por tanto, si suponemos que los experimentos ESP y otras muchas observaciones son hechos establecidos, debemos llegar a la conclusión de que, además de la conexión entre causa y efecto, hay otro factor en la naturaleza que se manifiesta en la disposición de los sucesos y que se nos presenta como significado. Aunque el significado es una interpretación antropomórfica, constituye, sin embargo, el criterio indispensable de la sincronicidad. Que tal factor que se nos presenta como «significado» pueda existir en SÍ mismo es algo que no tenemos posibilidad de saber. Considerado como hipótesis, sin embargo, no es tan imposible como pudiera parecer a primera vista. Debemos recordar que la actitud racionalista occidental ni es la única posible ni lo abarca todo; más aún, en muchos sentidos, es un prejuicio y una inclinación que quizá convendría corregir. La civilización china, mucho más antigua que la nuestra, ha pensado siempre de forma diferente sobre este particular y tenemos que remontamos hasta Heráclito si queremos encontrar algo similar en nuestra cultura, al menos en lo que respecta a la filosofía, En lo único en que no encontramos diferencias de principio entre nuestra actitud y la de China es en astrología, en alquimia y en los procedimientos mánticos. Esta es la razón por la que la alquimia desarrolló líneas paralelas en Oriente y en Occidente y por lo que en los dos ambientes se trató de conseguir la misma meta con ideas muy parecidas.[1]

Una de las ideas centrales y más antiguas de la filosofía china es la de Tao, que los jesuitas tradujeron como «Dios». Pero esto sólo es válido para el pensamiento occidental. Otras traducciones como «providencia» o similares son meros sustitutos provisionales. Richard Wilhehn lo interpreta brillantemente como «significado».[2] El concepto de Tao impregna todo el pensamiento filosófico de China. La causalidad ocupa la posición suprema que tiene entre nosotros, pero cuando ha adquirido su importancia ha sido en los dos últimos siglos, gracias a la influencia niveladora del método estadístico, por una parte, y, por la otra, al éxito sin par de las ciencias naturales, que tiró por tierra la concepción metafísica del mundo.

Lao-Tsé da la siguiente descripción de Tao en su famoso Tao-Te King.[3]

«Hay algo sin forma, aunque completo,

que existe antes que el cielo y la tierra.

¡Qué apacible! ¡Qué vacío!

No depende de nada, no cambia,

lo impregna todo, es infalible.

Uno puede considerarlo como la madre de todas

las cosas que existen bajo el cielo.

No conozco su nombre;

pero le llamo “Significado”

Si tuviera que darle un nombre,

le llamaría “El Grande”»

(Cap. XXV)

El Tao «cubre las diez mil cosas como una vestidura; pero no pretende mandar en ellas» (Cap. XXXIV). Lao-Tsé lo describe como «Nada»,[1] con lo que, según Wilhehn, sólo quiere manifestar su «contraste con el mundo real». Lao-tsé describe así su naturaleza:

Ponemos treinta radios juntos y lo llamamos rueda; pero la utilidad de la rueda depende del hueco donde no hay nada. Amasamos la arcilla para hacer una vasija; pero la utilidad de la vasija depende del hueco donde no hay nada.

Horadamos puertas y ventanas para hacer una casa; pero la utilidad de la casa depende de esos huecos en los que no hay nada.

Por eso, al aprovecharnos de lo que es, deberíamos reconocer la utilidad de lo que no es (Cap XI).

Nada es, evidentemente, «significado» o «propósito» y se le llama «nada» porque no se manifiesta a sí misma en el mundo sensible, del que es su organizadora.[2]

Lao-Tsé dice:

«Porque el ojo mira y no puede vislumbrarlo, se le llama

escurridizo.

Porque el oído escucha y no lo oye,

se le llama esotérico.

Porque la mano lo busca y no lo encuentra,

se le llama infinitesimal.

Estas son las formas amorfas,

formas sin forma,

vagas apariencias.

Ve hacia ellas y no verás ningún semblante;

Ve tras ellas y no verás su espalda».

(Cap. XIV)

Wilhelm lo describe como «una concepción límite situada en el extremo del mundo de las apariencias». En él, los contrarios «compensan la no discriminación»; pero siguen estando presentes en potencia. «Estas semillas, —continúa—, apuntan hacia algo que corresponde primero a lo visible, es decir, algo semejante a una imagen; en segundo lugar, a lo audible, o sea, algo así como las palabras; en tercer lugar, a la extensión en el espacio, esto es, algo con forma. Sin embargo, estas tres cosas no están claramente distinguidas o definidas: son una unidad no espacial y no temporal, que no tiene parte superior ni inferior, ni anterior ni posterior». Como dice el Tao Te King:

«Inconmensurable, impalpable,

sin embargo, hay formas en él;

impalpable, inconmensurable,

sin embargo, hay entidades dentro de él.

Es insubstancial y sombrío».

(Cap. XXI)

Para Wilhelm, la realidad es cognoscible conceptualmente porque, según la concepción China, en todas las cosas hay una «racionalidad» latente.[1] Esta es la idea básica que sustenta la coincidencia significativa: es posible porque ambos lados tengan el mismo significado. Donde prevalece el significado hay orden.

«Tao es eterno; pero no tiene nombre.

El Bloque No Tallado, aunque aparentemente de pequeña envergadura,

es más grande que cualquier cosa que haya bajo el cielo.

Si los reyes y barones lo poseyeran,

las diez mil criaturas se unirían para rendirles homenaje;

el cielo y la tierra se pondrían de acuerdo para

enviar el Dulce Rocío:

sin ley u obligación los hombres vivirían en armonía».

(Cap. XXXII)

«Tao nunca hace nada:

Sin embargo, todo se hace con su mediación,

a través de él».

(Cap. XXXVII)

«La red del cielo es ancha:

gruesas son las mallas: pero nada las atraviesa».

(Cap. LXXIII)

Ch’uang-Tsé (contemporáneo de Platón) dice de las premisas psicológicas en las que se basa el Tao: «El estado en el que ego y no-ego ya no son opuestos se llama el eje del Tao».[2] Suena casi como una crítica a nuestra concepción científica del mundo cuando subraya que «Tao se oscurece cuando uno fija sus ojos en pequeños segmentos de la existencia solamente»[1] o «las limitaciones no dependen básicamente del significado de la vida. En principio las palabras no tenían significados fijos. Las diferencias surgen al mirar las cosas de forma subjetiva».[2] «Los sabios de antaño, —dice Ch’uang-Tsé— tomaron como punto de partida un estadio en el que todavía no había comenzado la existencia de las cosas. Ese es en verdad el límite extremo, que no se puede pasar. La suposición siguiente era que aunque las cosas existían no habían empezado a separarse. Después, aunque las cosas estaban separadas en cierto sentido, la afirmación y la negación no existían. Cuando la afirmación y la negación existieron, Tao se debilitó. Tras su debilitación, hubo adhesiones unilaterales».[3] «El alcance del oído externo no debería pasar de la oreja; el intelecto no debería pretender llevar una existencia separada, con lo que el alma puede quedarse vacía y absorber el mundo entero. Es Tao el que llena este vacío». «Si tienes perspicacia, —dice Ch’uang-Tsé—, utiliza tu ojo interno y tu oído interno para penetrar en el corazón de las cosas y no tengas necesidad del conocimiento intelectual».[4] Esto es una clara alusión al conocimiento absoluto del inconsciente y a la presencia de acontecimientos macrocósmicos en el microcosmos.

Esta concepción taoísta es típica del pensamiento chino. Es, dentro de lo posible, un pensamiento global, como dice también Marcel Granet[5] una eminente autoridad en psicología china. Esta peculiaridad se puede observar en una conversación normal con los chinos; lo que a nosotros nos parece una cuestión directa y concreta sobre algún detalle, para un chino supone elaborar una respuesta sorprendente, como si alguien le hubiera pedido una brizna de hierba y él le diese un prado entero. Para nosotros, los detalles son importantes en sí mismos; para los orientales configuran un cuadro completo. En esta totalidad, como en los pueblos primitivos o en nuestra psicología precientífica medieval (¡mucho más viva todavía!), están incluidas las cosas que parecen estar relacionadas entre sí solamente «por casualidad», por una coincidencia cuyo significado parece totalmente arbitrario. Aquí es donde entra en juego la teoría de la correspondencia,[1] que fue expuesta por los filósofos naturalistas de la Edad Media, y, especialmente, la clásica idea de la simpatía entre todas las cosas.[2] Hipócrates dice:

«Hay una corriente común, una respiración

común, todo está en simpatía. El organismo en

pleno y cada una de sus partes trabajan

conjuntamente con el mismo propósito …el gran

principio llega hasta la parte más remota y de

ésta regresa al gran principio, a la naturaleza

única, que es y no es».[3]

El principio universal se encuentra incluso en la partícula más diminuta que forma parte del conjunto.

En este sentido, hay una idea interesante en Philo (25 a. C. - 42 d. C.):

«Dios estaba decidido a unir en íntima y amorosa confraternidad el principio y el fin de las cosas creadas e hizo del cielo el principio y del hombre el final: a uno, el más perfecto e imperecedero de los objetos sensibles; al otro, lo más noble de las cosas terrestres y perecederas, siendo además un cielo en miniatura, Lleva dentro de sí, como imágenes sagradas, dotes de la naturaleza que corresponden a las constelaciones… Puesto que lo corruptible y lo incorruptible son contrarios por naturaleza, Dios asignó el más bello de cada especie al principio y al final, el cielo (como ya he dicho) al principio y el hombre al final».[1]

Estando así el gran principio —arxh megalh— o comienzo, el cielo, infunde en el hombre el microcosmos, que refleja naturalezas semejantes a las estelares, y así como parte más pequeña y última de la tarea de la Creación, lo abarca todo.

Según Teofastro (371-288 a. C.) lo suprasensorial y lo sensorial están unidos por un lazo. Este vínculo no puede ser matemático, por lo que se puede suponer que debe ser Dios.[2] De forma análoga, para Plotinio las almas individuales nacidas del Alma Universal, están relacionadas por simpatía o antipatía, sin considerar la distancia.[1] Concepciones similares han de encontrarse también en Pico della Mirándola:

«Primero está la unidad dentro de las cosas, por la que cada una de ellas es una consigo misma, se compone de sí misma y es coherente consigo misma. En segundo lugar, existe la unidad por la que una criatura se une con las demás y todas las partes del mundo constituyen un solo mundo. La unidad más importante, la tercera, es aquella por medio de la cual todo el universo es uno con su Creador, como un ejército con su comandante».[2]

Con esta triple unidad Pico viene a decir que existe una unidad que, como la Trinidad, tiene tres aspectos; «una unidad que se distingue por un triple carácter, aunque de tal manera que no se aparta de la simplicidad de la unidad».[3] Para él, el mundo es un ser, un dios visible, en el que todo está dispuesto de forma natural, desde el mismo comienzo, como las partes de un organismo vivo. El mundo se presenta como el corpus mysticum de Dios, de la misma forma que la Iglesia es el corpus mysticm de Cristo o lo mismo que un ejército bien disciplinado puede decirse que es una espada en la mano del comandante. La impresión de que todas las cosas están dispuestas según la voluntad de Dios es algo que deja poco lugar para la causalidad. De la misma forma que en un cuerpo vivo las diferentes partes que lo componen trabajan en armonía y se adaptan unas a otras de una forma determinada, así los sucesos del mundo mantienen una relación significativa que no puede proceder de ninguna causalidad inminente. La razón de ello es que en cada caso, el comportamiento de las partes depende de un control central que es de rango superior a ellas.

En su tratado De hominis dignitate, Pico dice: «El Padre implantó en el hombre, al nacer, semillas de todas las clases y los gérmenes de la vida original».[1] De la misma forma que Dios es la «cópula» del mundo, el hombre lo es del mundo creado. «Hagamos al hombre a nuestra imagen, que no es un cuarto mundo o algo parecido a una nueva naturaleza, sino que es más bien la fusión y la síntesis de los tres mundos (el supracelestial, el celestial y el sublunar)».[2] El hombre es en cuerpo y alma «el pequeño Dios del mundo», el microcosmos.[3] Al igual que Dios, el hombre es un centro de acontecimientos y todas las cosas giran alrededor de él.[4] Este pensamiento, tan sorprendente y extraño para la mente moderna, dominó la concepción humana del mundo hasta que, hace unas generaciones, la ciencia natural demostró la subordinación del hombre a la naturaleza y su gran dependencia de las causas. La idea de una correlación entre los sucesos y el significado (ahora asignada exclusivamente al hombre) se desterró a una región tan remota y tan sombría que el intelecto perdió su huella por completo. Schopenhauer la recordó un poco tarde, cuando ya había constituido uno de los elementos claves de las explicaciones científicas de Leibniz.

En virtud de su naturaleza microcósmica, el hombre es hijo del firmamento o macrocosmos. «Soy una estrella que viaja junto a ti», confiesa el iniciado en la liturgia mitraica.[1] En alquimia, el microcosmos tiene la misma importancia que el rotundum, que es un signo predilecto desde los tiempos de Zósimo de Panópolis y que se conocía también como la Mónada.

La idea de que el hombre interior y exterior formen juntos el todo, el oulomelih de Hipócrates, un microcosmos o parte más pequeña dentro de la cual el «gran principio» está presente íntegramente, también caracteriza el pensamiento de Agripa von Nettesheim, que dice:

«Los platónicos admiten unánimemente que, igual que en el mundo arquetípico, todas las cosas están en todas. Así, todas las cosas de este mundo corpóreo se encuentran en todas, aunque de formas diferentes, según la naturaleza receptiva de cada una de ellas. Por tanto, los Elementos no se encuentran solamente en estos cuerpos inferiores, sino también en los Cielos, en las Estrellas, en los Demonios, en los Ángeles y finalmente en Dios, el hacedor y arquetipo de todas las cosas».[2]

Los antiguos habían dicho: «Todas las cosas están llenas de dioses».[1] Estos dioses eran «poderes divinos que están esparcidos por las cosas».[2] Zoroastro les había llamado «atracciones divinas»[3] y Sinesio «encantos simbólicos».[4] Esta última interpretación se acerca mucho sin duda a la idea de las proyecciones arquetípicas de la psicología moderna, aunque, desde la época de Sinesio hasta hace muy poco, no ha habido crítica epistemológica. Agripa comparte con los platónicos la creencia en la existencia de un «poder inmanente en las cosas del mundo inferior que les hace estar en consonancia en gran medida con las cosas del mundo superior» y que, como resultado, los animales están relacionados con los «cuerpos divinos» (por ejemplo las estrellas) que ejercen influencia sobre ellos.[5] En este punto, cita a Virgilio: «Por mi parte yo no creo que ellos (los cuervos) estén dotados de espíritu divino o de un conocimiento previo de las cosas mayor que el del oráculo».[6]

Agripa está sugiriendo de esta manera que existe un «conocimiento» o «imaginación» innatos en los organismos vivos, idea que se reitera en nuestros días con Hans Driesch.[1] Nos guste o no, nos encontramos en esta embarazosa posición tan pronto como comenzamos a reflexionar sobre los procesos teleológicos de biología o a investigar la función equivalente del inconsciente, por no hablar de intentar explicar el fenómeno de la sincronicidad. Las causas finales, por muchas vueltas que le demos, presuponen algún tipo de conocimiento previo. No se trata, precisamente, de un conocimiento que pudiera guardar relación con el ego y, por lo tanto, no puede ser un conocimiento consciente tal y como nosotros lo concebimos, sino más bien un conocimiento «inconsciente» autoexistente, que yo preferiría llamar «conocimiento absoluto». No es una cognición sino, como muy bien lo define Leibniz, una «percepción» que consta —o para ser más prudentes, parece constar— de imágenes, de «simulacros» sin tema. Estas supuestas imágenes son tal vez las mismas que las de mis arquetipos, que se puede demostrar que son factores formales de productos espontáneos imaginativos. Expresado en lenguaje moderno, el microcosmos que contiene «las imágenes de toda la creación» sería el inconsciente colectivo.[2] Con el spiritus mundi, ligamentum animae et corporis, y quinta essentia,[3] que comparte con los alquimistas, Agripa probablemente se refiere a lo que nosotros denominaríamos el inconsciente. El alma que penetra todas las cosas o que les da forma, es el alma del mundo: «El alma del mundo por tanto es algo único que lo llena todo, se aplica a todo, ata y entreteje todo y que podría hacer una trama única del mundo…».[1] Aquello en lo que este espíritu tiene una fuerza especial tiende, por tanto, a «generar semejantes»,[2] en otras palabras, a producir correspondencias o coincidencias significativas.[3] Agripa da una larga lista de dichas correspondencias, basada en los números 1 al 12.[4] Podemos encontrar una tabla de correspondencias similar, aunque más alquímica, en un tratado de Aegidius de Vadis[5], de la que sólo mencionaría la scala unitatis, ya que tiene un interés especial para conocer la historia de los símbolos: «La Iod (primera letra del tetragrámmaton, el nombre divino) —anima mundi-sol-lapis philosophrum-cor-Lucifer».[6] Debo contentarme con decir que es un intento de establecer una jerarquía de arquetipos y que se pueden encontrar tendencias de este tipo en el inconsciente.[7]

Agripa tenía más edad que su contemporáneo Teofrasto Paracelso, y se conoce la considerable influencia que ejerció sobre él.[1] Por eso, no ha de sorprendemos que el pensamiento de Paracelso esté impregnado en la idea de las correspondencias. Dice:

«Si un hombre quiere ser filósofo sin errar el camino, debe cimentar su filosofía haciendo del cielo y de la tierra un microcosmos y no equivocarse ni un ápice. Por lo tanto, el que quiere establecer las bases de la medicina debe guardarse también de cometer el más ligero error y debe hacer del microcosmos la revolución del cielo y de la tierra, para que el filósofo no encuentre nada en el cielo y en la tierra que no encuentre también en el hombre y para que el médico no encuentre nada en el hombre que no tenga la tierra. Estos dos se diferencian solamente en la forma exterior y, no obstante, la forma en ambos casos se considera perteneciente a una sola cosa».[2]

El Paragranum[3] tiene que hacer algunas consideraciones psicológicas concretas sobre los físicos:

«Por esta razón concebimos no cuatro, sino solamente un arcano que, al mismo tiempo, es cuadrangular, como una torre que hace frente a los cuatro vientos. Y, de la misma forma que a una torre no le puede faltar una esquina, al físico no le puede faltar una de sus partes… Al mismo tiempo, es consciente de que el mundo está simbolizado por un huevo con su cascarón y que dentro de él se esconde un pollo con toda su substancia. Por eso, en el médico debe estar oculto todo lo relacionado con el mundo y con el hombre. Y de igual manera que las gallinas con su incubación transforman el mundo representado en el cascarón en un pollo, así la Alquimia lleva a la madurez los secretos filosóficos que hay en el médico… Aquí está el error de los que no entienden a los médicos correctamente».[1]

El significado que esto tiene para la alquimia lo he manifestado con cierto detalle en mi obra Psicología y Alquimia.

Johannes Kepler pensaba en gran medida de esta forma. En su Tertius interveniens (1610) dice[2]:

«Esto (es decir, un principio geométrico que subyace en el mundo físico) es también, según la doctrina de Aristóteles, el lazo más consistente que une el mundo inferior con los cielos y lo unifica de tal forma que todas sus formas se gobiernan desde arriba; pues, en este mundo inferior, es decir, el globo terráqueo, hay una naturaleza espiritual inherente, capaz de Geometría, que ex instinctu creatoris, sine ratiocinatione viene a la vida y se autoestimula utilizando sus fuerzas a través de la combinación geométrica y armoniosa de los rayos de la luz celestial. No puedo afirmar que todas las plantas y animales, así como el globo terráqueo, tengan esta facultad en sí mismos. Pero no es nada impensable… ya que, en todas estas cosas (por ejemplo, en el hecho de que las flores tengan un color determinado, una forma y un número de pétalos) está trabajando el instinctus divinus, rationis particeps y de ninguna manera la propia inteligencia del hombre. Este también, a través de su alma y de las facultades inferiores de la misma, tiene una semejanza con los cielos, de igual forma que la tiene el suelo de la tierra, cosa que puede probarse y comprobarse de muchas maneras».[1]

En lo referente al «carácter» astrológico, o sea, a la sincronicidad astrológica, Kepler manifiesta:

«Este carácter no lo recibe el cuerpo, que es demasiado inapropiado para ello, sino la propia naturaleza del alma, que se comporta como un punto (razón por la que puede transformarse también en el punto del confluxus radiorum) Esta (naturaleza del alma) no sólo comparte su razón (en virtud de la cual se nos considera a los seres humanos como racionales por encima del resto de las criaturas vivientes), sino que tiene otra razón innata que le permite aprender instantáneamente, sin un largo aprendizaje, la geometriam en los radiis, lo mismo que en las vocibus, es decir, in musica».[2]

»En tercer lugar, otra cosa maravillosa es que la naturaleza que recibe dicho Characterem produce también una cierta correspondencia in constellationibus coelestibus en sus allegados. Cuando una embarazada está avanzada y el tiempo natural del parto está próximo, la naturaleza elige para el nacimiento un día y una hora que, a causa de los cielos (es decir, desde un punto de vista astrológico), guarda relación con el nacimiento del hermano o del padre de la madre, y esto non qualitative, sed astronomice et quantitative».[1]

»En cuarto lugar, cada naturaleza conoce no sólo su characterem coelestem, sino también las configurationes celestiales y recorridos de cada día que, siempre que un planeta cambia de praesenti a sus characteris ascendentem o loca praecipua, especialmente los natalitiat,[*] responde a esto y por ello se ve estimulado y afectado en varios sentidos».[2]

Kepler supone que el secreto de la maravillosa correspondencia ha de encontrarse en la tierra, puesto que la tierra está animada por un anima telluris, para cuya existencia da una serie de pruebas, entre las que figura: la temperatura constante bajo la superficie de la tierra; el poder peculiar del alma de la tierra para producir metales, minerales y fósiles, es decir, la facultas formatrix, que es similar a la de la matriz y que puede engendrar en las entrañas de la tierra formas que sólo se encuentran fuera —barcos, peces, reyes, papas, monjas, soldados, etc.[3] otra prueba es la práctica de la geometría, ya que produce los cinco cuerpos geométricos y las figuras de seis vértices en cristal. El anima telluris tiene todo esto por un impulso original independiente de la reflexión y del raciocinio del hombre.[1]

La ubicación de la sincronicidad astrológica no está en los planetas, sino en la tierra;[2] no está en la materia, sino en el anima telluris. Por lo tanto, cualquier tipo de poder natural o vivo de los cuerpos tiene una cierta «semejanza divina».[3]

Esta era la base intelectual cuando Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646-1716) apareció con su idea de la armonía establecida, es decir, un sincronismo absoluto de los sucesos psíquicos y físicos. Esta teoría fue desapareciendo paulatinamente con el concepto de «paralelismo psicológico». La armonía preestablecida de Leibniz y la ya mencionada idea de Schopenhauer de que la unidad de la causa primera produce una simultaneidad e interrelación de acontecimientos que no están causalmente relacionados entre sí, en el fondo no son más que una repetición de la antigua concepción peripatética, con un colorido moderno determinista en el caso de Schopenhauer y una sustitución parcial de la causalidad por un orden precedente en el caso de Leibniz. Para él, Dios es el creador del orden. Él compara el alma y el cuerpo a dos relojes sincronizados[4] y utiliza el mismo símil para expresar las relaciones de las mónadas o entelequias entre sí.

Aunque las mónadas no pueden influirse directamente porque, como él dice, «no tienen ventanas»[1] (¡abolición relativa de la causalidad!), están tan bien constituidas que siempre están de acuerdo sin conocerse entre sí. Concibe cada mónada como un «pequeño mundo» o «un espejo activo indivisible».[1] El hombre no es sólo un microcosmos que encierra todo en sí mismo, sino que cada entelequia o mónada es en efecto un microcosmos semejante. Cada «sustancia simple» tiene relaciones «que expresan todas las demás». Es «un perpetuo espejo viviente del universo».[2] El llama a las mónadas de los organismos vivos «almas»: «el alma sigue sus propias leyes, al igual que el cuerpo sigue las suyas, y se compaginan en virtud de la armonía preestablecida entre todas las sustancias, puesto que son representaciones de un único y mismo universo».[3] Esto expresa claramente la idea de que el hombre es un microcosmos. «Las almas en general, —afirma Leibniz—, son los espejos vivos o imágenes del universo de las cosas creadas». El distingue entre las mentes, por un lado, que son «imágenes de la Divinidad… capaces de conocer el sistema del universo y de imitar algo de él, con modelos arquitectónicos, siendo cada mente algo que lleva una pequeña divinidad en su propio departamento»,[4] y los cuerpos, por otro, que «actúan de acuerdo con las leyes de causas eficientes a través del movimiento», en tanto que las almas actúan «con arreglo a las leyes de las causas finales mediante apetencias, fines y medios».[5] En la mónada o alma, se producen alteraciones cuya causa es la «apetencia».[6] «El estado transitorio, que encierra y representa una pluralidad dentro de la unidad o sustancia simple, no es otra cosa que lo que se llama percepción», —manifiesta Leibnitz.[1] La percepción es «el estado interior de la mónada que representa algo externo», y no hay que confundirlo con la apercepción consciente, «puesto que la percepción es inconsciente».[2] Aquí es donde se halla el gran error de los cartesianos, ya que no tuvieron en cuenta las percepciones que no son «apercibidas».[3] La facultad perceptiva de la mónada depende del conocimiento y su facultad apetitiva de la voluntad, que está en Dios.[4]

En estas citas se ve claro que, además de la relación causal, Leibniz postula un total paralelismo preestablecido de sucesos, tanto dentro como fuera de la mónada. El principio de sincronicidad se convierte de esta forma en la regla absoluta en todos los casos en los que se produce un acontecimiento interno, simultáneo con otro externo. Frente a esto, no obstante, hemos de tener en cuenta que los fenómenos sincronísticos que pueden comprobarse empíricamente, lejos de constituir una regla, son tan excepcionales que la mayoría de la gente duda de su existencia. En realidad, se producen con mucha más frecuencia de lo que uno piensa o puede probarse; pero aún no sabemos si se manifiestan en algún campo de la experiencia con tanta frecuencia y regularidad que podamos hablar de ellos de acuerdo con la ley.[5]

Solamente sabemos que debe haber un principio subyacente que pueda explicar la relación de todos estos fenómenos.

La concepción primitiva de la naturaleza, así como la clásica y la medieval, plantean la existencia de tal principio al lado de la causalidad. Incluso en Leibniz, la causalidad no es la concepción única, ni siquiera la predominante. Durante el siglo XVIII se convirtió en el principio exclusivo de la ciencia natural. Con el desarrollo de las ciencias físicas en el siglo XIX, la teoría de la correspondencia desapareció por completo y el método mágico de las épocas anteriores parecía haber desaparecido de una vez por todas, hasta que, a finales de siglo, los fundadores de la Sociedad para la Investigación Psíquica sacaran a relucir indirectamente la cuestión, debido a su investigación sobre los fenómenos telepáticos.

La mentalidad medieval que he mencionado antes mantiene todos los procedimientos mágicos y mánticos, que han desempeñado un papel importante en la vida humana desde los tiempos más remotos. La mente medieval consideraría los experimentos de laboratorio de Rhine como obras mágicas, cuyo efecto, por dicha razón, no parecería tan sorprendente. Se interpretó como «transmisión de energía», que es todavía la interpretación actual, aunque, como he dicho, no es posible formar ninguna concepción empírica verificable de la forma de transmisión.

Ni qué decir tiene que para la mente primitiva la sincronicidad es un hecho evidente en SÍ mismo; en consecuencia, no hay azar. Ningún accidente, ninguna enfermedad, ninguna muerte es fortuita o atribuible a causas «naturales». Todo se debe de alguna forma a la influencia mágica. El cocodrilo que coge a un hombre mientras se está bañando ha sido enviado por un mago; la enfermedad es producida por algún espíritu; la serpiente vista junto a la tumba de la madre es evidentemente su alma; etc. En el nivel primitivo, naturalmente, la sincronicidad no aparece como una idea en sí misma, sino como una causalidad «mágica». Esta es una manifestación primitiva de nuestra idea clásica de causalidad, mientras que el desarrollo de la filosofía china dedujo de la connotación de lo mágico el «concepto» de Tao, una ciencia de coincidencias significativas; pero que no se basa en la causalidad.

La sincronicidad plantea un significado que, a priori, guarda relación con el conocimiento humano y, aparentemente, existe fuera del hombre.[1] Dicha hipótesis se encuentra principalmente en la filosofía de Platón, que da por sentado que existen imágenes trascendentales o modelos empíricos de cosas, la eidh (formas, especies), cuyos reflejos (eidola) vemos en el mundo fenomenológico. Esta hipótesis no sólo no presentó dificultad alguna en los primeros siglos, sino que, por el contrario, fue perfectamente evidente por sí misma. La idea de un significado a priori puede encontrarse también en los antiguos matemáticos, como en la paráfrasis matemática de Jacobi del poema de Schiller Arquimedes and his Pupil. Alaba el cálculo de la órbita de Urano y termina con estas líneas:

«Lo que contemplamos en el cosmos es sólo la luz de la gloria de Dios; en la hueste del Olimpo el Número reina eternamente».

Al gran matemático Gauss se le atribuye la frase «Dios hace aritmética».[2]

La idea de sincronicidad y de un significado autosubsistente, que constituye la base del pensamiento clásico chino y de la concepción ingenua de la Edad Media, nos parece una hipótesis arcaica que debería desecharse a toda costa. Aunque el Occidente ha hecho todo lo posible para desterrar esa hipótesis anticuada, no lo ha logrado del todo. Algunos procedimientos mánticos parecen haber desaparecido, pero la astrología, que en nuestros propios días ha alcanzado una importancia que nunca tuvo antes, permanece muy viva. Tampoco ha conseguido el determinismo de una época científica extinguir completamente el poder persuasivo del principio de sincronicidad, pues, en último término, no es tanto una cuestión de superstición cuanto una verdad que permaneció oculta durante mucho tiempo, únicamente porque tenía menos que ver con el lado físico de los sucesos que con sus aspectos psíquicos. Fueron la psicología y la parapsicología las que demostraron que la causalidad no explica cierta clase de acontecimientos y que en tal caso hemos de considerar la existencia de un factor formal, la sincronicidad, como principio de explicación.

Para quienes están interesados por la psicología, me gustaría mencionar aquí que la idea peculiar de un significado autosubsistente se sugiere en sueños. Una vez, cuando se estaba discutiendo esta idea en mi círculo, alguien exclamó: «El cuadrado geométrico no se produce en la naturaleza nada más que en los cristales». Una señora que había estado presente tuvo aquella noche el sueño siguiente:

«En el jardín había un arenal en el que se había amontonado basura. En uno de estos montones vio unas placas finas de pizarra con unas rayas verdes. En una de ellas había cuadrados negros concéntricos. Lo negro no estaba pintado, sino que era el color de la piedra, como las marcas de un ágata. En otras placas se encontraron marcas similares y el señor A (un simple conocido) se las llevó».[1]

Otro sueño del mismo tipo es este:

«El que soñaba se encontraba en una región salvaje y montañosa y encontró juntas unas capas de roca triásica. Ahuecó las capas y descubrió con gran asombro que tenían cabezas humanas en bajo relieve».

Este sueño se repitió varias veces a intervalos largos.[2] Otra vez, el que tuvo el sueño

«… viajaba por la tundra siberiana y halló un animal que había estado buscando durante mucho tiempo. Se trataba de un gallo de tamaño superior al normal, hecho de algo que parecía cristal fino e incoloro. Pero estaba vivo y acababa de surgir por casualidad de un organismo unicelular microscópico que tenía el poder de convertirse en toda clase de animales (pues de otra manera no podía encontrarse en la tundra) o incluso en objetos de uso humano de cualquier tamaño. Al poco tiempo, estas formas casuales se desvanecieron sin dejar huella».

Este otro sueño es también del mismo tipo:

«El soñador caminaba por una región montañosa llena dé árboles. En la cima de una empinada ladera, llegó al saliente de una roca llena de agujeros, y encontró en ella a un hombrecillo del mismo color que el óxido de hierro que cubría la roca.[1] El hombrecillo estaba atareado excavando una cueva, en cuya parte posterior se podía ver un grupo de columnas de roca viva. En lo alto de cada columna había una cabeza humana de color marrón oscuro con grandes ojos, tallados con gran esmero en una roca muy dura, como el lignito. El hombrecillo sacó este conjunto del amorfo conglomerado que lo rodeaba. El soñador apenas pudo dar crédito a sus ojos al principio, pero luego tuvo que admitir que las columnas continuaban hasta muy adentro de la roca viva y que debían haber comenzado a existir sin ayuda del hombre. Pensó que la roca tenía como mínimo medio millón de años y que la obra no era probable que la hubieran hecho manos humanas».[2]

Estos sueños parecen demostrar la presencia de un factor formal en la naturaleza. No describen exactamente un lusus naturae, sino la coincidencia significativa de un producto completamente natural con una idea humana aparentemente independiente de él. Esto es lo que los sueños manifiestan claramente,[1] y lo que están intentando acercar al conocimiento mediante la repetición.