II
Generalidades sobre la teoría de los complejos
La moderna psicología comparte con la física moderna el hecho de que su método posee mayor valor gnoseológico que su material de estudio. En efecto, ese material, la psique, se caracteriza por tan insondable variedad, indeterminación e ilimitud, que las determinaciones emergentes del mismo son, por fuerza, de difícil o imposible interpretación, mientras que las determinaciones puestas por la concepción de lo psíquico y por el método de ella derivado, son —o por lo menos deberían ser— magnitudes conocidas. La investigación psicológica arranca de esos factores empíricos o arbitrariamente establecidos, y observa el psiquismo precisamente a través de la modificación de esas magnitudes. Lo psíquico, por lo tanto, se da como una perturbación de aquel modo de comportamiento que el respectivo método aplicado presupone como más probable. Tomado cum grano salis, el principio que rige este proceder coincide con el método de las ciencias naturales en general.
En tales circunstancias resulta evidente que todo dependerá de la premisa metodológica y que los resultados serán básicamente impuestos por ésta, aunque el objeto mismo del conocimiento no deja de tener cierta intervención, pero sin conducirse como lo haría si subsistiese como ente autónomo, en toda su natural espontaneidad. De ahí que hace tiempo se haya reconocido, precisamente en psicología experimental y sobre todo en psicología, que una determinada disposición experimental no puede captar el proceso psíquico en forma inmediata, sino que entre éste y el experimento se interpone cierta condición psíquica que podría designarse como situación experimental. Tal «situación» psíquica puede, llegado el caso, invalidar todo el experimento, al asimilar la disposición experimental tanto como la finalidad en la cual dicho experimento se funda. Entiéndese por asimilación cierta actitud del sujeto investigado, que tergiversa el experimento al estar dominado por una insuperable tendencia a suponer que el experimento en cuestión es, por ejemplo, una prueba de inteligencia o un intento de penetrar en su intimidad con sondeos indiscretos. Tal actitud no puede menos que enmascarar el proceso que el experimento se proponía captar.
Experiencias de esa índole se han hecho particularmente en el experimento de asociación, comprobándose en él que la finalidad perseguida por el método —determinar los tiempos medios de reacción y las cualidades reactivas— constituía un resultado relativamente insignificante en comparación con la forma en que el método mismo es perturbado por el comportamiento autónomo del psiquismo, esto es, por la asimilación. En efecto, fue observando esa perturbación que descubrimos los complejos afectivamente cargados cuyos efectos antes se registraban siempre como meras fallas de reacción.
El descubrimiento de los complejos y el de los fenómenos de asimilación por ellos motivados demostró claramente la endeble base en que reposaba la antigua concepción, que se remonta a Condillac, según la cual sería posible explorar procesos psíquicos aislados. No existen procesos psíquicos aislados, tal como tampoco existen procesos biológicos aislados; en todo caso, aun no se ha descubierto método alguno que permita aislarlos experimentalmente. Una atención y una concentración especialmente entrenadas para ello sólo permiten aislar aparentemente un proceso que responde a la intención de la experiencia. Pero también aquí nos encontraríamos con una situación experimental, que sólo se diferencia de la anteriormente descrita porque la conciencia ha asumido el papel del complejo asimilante, papel que en el otro caso lo desempeñaban los complejos de inferioridad más o menos inconscientes.
Con todo eso, empero, de ningún modo se cuestiona en principio el valor del experimento; sólo se critica su alcance. En el terreno de los procesos psicofisiológicos, como por ejemplo las percepciones sensoriales o las reacciones motrices, predomina el mecanismo reflejo puro, gracias a la evidente sencillez del fin experimental, no produciéndose ninguna o casi ninguna asimilación. Pero cosa muy distinta ocurre en el dominio de los procesos psíquicos más complicados, donde ninguna disposición experimental puede ser constreñida a posibilidades perfectamente determinadas. Aquí, donde también falta la seguridad ofrecida por la postulación de objetivos experimentales específicos, surgen en cambio posibilidades indefinidas que, llegado el caso, determinan desde el principio mismo una situación experimental que se designa como constelación. Exprésase en este concepto la circunstancia de que la situación exterior desencadena un proceso psíquico consistente en la reunión y el apronte de determinados contenidos. La expresión «estar constelizado» denota que se ha adoptado una actitud preparatoria y de expectativa, que presidirá todas las reacciones. La constelización es un proceso automático, involuntario, o sea que nadie puede evitar en sí mismo. Los contenidos constelizados son determinados complejos que poseen su propia energía específica. Si se lleva a cabo un experimento de asociación, los complejos por lo común influirán considerablemente su curso, ya sea perturbando las reacciones, ya, en casos más raros, creando para su protección un modo determinado de reacción, que puede reconocerse porque ya no está de acuerdo con el sentido de la palabra inductora.
Merced a su habilidad yerbal-motriz, los sujetos cultos y voluntariosos logran amortiguar a tal punto el sentido de una palabra inductora, que ya no son alcanzados por dicho sentido. Pero eso sólo se consigue, cuando se trata de ocultar secretos personales de importancia real. El arte de Talleyrand —disimular los pensamientos con las palabras— es otorgado únicamente a pocos. Los sujetos poco inteligentes, y entre éstos las mujeres en particular, se defienden mediante los denominados predicados de valor, lo cual ofrece a menudo un espectáculo un tanto cómico. En efecto, los predicados de valor son atributos sensibles, como lindo, bueno, querido, dulce, amable, etc. No es raro observar en la conversación corriente cómo ciertas personas todo lo encuentran interesante, encantador, lindo y bueno, o en inglés fine, marvellous, grand, splendid, y principalmente fascinating. Tales expresiones procuran soslayar una última indiferencia interior, o bien el deseo de mantener el tema a una distancia prudencial. Pero la inmensa mayoría de los sujetos no pueden evitar que sus complejos seleccionen determinadas palabras inductoras, que les provocan toda una serie de síntomas perturbadores, sobre todo una prolongación del tiempo reaccional. También cabe emplear en estos experimentos las determinaciones de la resistencia eléctrica, que Veraguth fue el primero en aplicar a este fin, obteniéndose así, a través del reflejo psicogalvánico, nuevos indicios de las reacciones perturbadas por complejos.
El interés general del experimento de asociación radica en que, como ninguna otra experiencia psicológica de análoga sencillez, permite reproducir la situación psíquica del diálogo, con determinaciones de medida y de cualidad aproximadamente exactas. En lugar de una pregunta formulada con precisión se presenta una palabra inductora, vaga, plurívoca y por eso molesta, y en lugar de una respuesta, la reacción es una sola palabra. La observación cuidadosa de las perturbaciones reaccionales nos permite captar y registrar hechos y situaciones que a menudo se eluden adrede en la conversación habitual. De tal modo, el experimento asociativo nos permite comprobar cosas que traducen el fondo psíquico no expresado, o sea precisamente aquellas disposiciones o constelaciones que antes señalamos. Lo que ocurre en el experimento de asociación también sucede en cualquier diálogo. Tanto aquí como allí existe una situación experimental que, llegado el caso, puede constelizar los complejos, que a su vez asimilarán el tema de la conversación o la situación misma, incluso al interlocutor. El diálogo pierde así su carácter objetivo y su finalidad propia y verdadera, pues la constelización de los complejos frustra el propósito del hablante y aun puede hacerle decir cosas distintas de las que quería y que más tarde ni siquiera podrá recordar. La criminología saca prácticamente provecho de esas situaciones por medio del interrogatorio cruzado. En psicología se aplica el llamado experimento de repetición, que permite revelar y localizar las lagunas mnemónicas. Consiste éste en preguntar al sujeto, después de cien reacciones, por ejemplo, cuáles han sido sus respuestas a cada una de las cien palabras inductoras. Las lagunas o las deformaciones mnemónicas aparecen entonces, con cierto promedio de regularidad, siempre en los sectores asociativos perturbados por complejos.
Hasta ahora no nos hemos referido, deliberadamente, a la índole de los complejos, dándolos tácitamente por conocidos, pues el término, en su sentido psicológico, se encuentra hoy incorporado a la mayoría de las lenguas. Todo el mundo sabe, en la actualidad, que uno «tiene complejos». Lo que no se sabe también, aunque teóricamente es mucho más importante, es que los complejos lo tienen a uno. En efecto, la suposición ingenua de la unidad de la conciencia, que se identifica con el «psiquismo» total, y de la supremacía de la voluntad, es gravemente cuestionada por la existencia de los complejos. Cada constelación de complejos motiva un estado de conciencia perturbado. La unidad de la conciencia queda rota y la intención volitiva es más o menos dificultada, o aun impedida del todo. También la memoria sufre a menudo profundamente, como ya hemos visto. De ahí que el complejo deba ser un factor psíquico que, energéticamente hablando, posee una valencia susceptible de superar en ocasiones la del propósito consciente, pues de otro modo no serían posibles tales rupturas del orden consciente. En realidad, un complejo activo nos deja momentáneamente en un estado de pérdida de libertad, de pensamiento y acción compulsivos, estado al que quizá podría aplicársele el concepto jurídico de responsabilidad restringida.
¿Qué es, pues, científicamente hablando, un «complejo afectivamente cargado»? Es la imagen de una determinada situación psíquica que posee un fuerte acento emocional y, además, ha demostrado ser incompatible con la postura o la actitud habitual de la conciencia. Esa imagen tiene una poderosa cohesión interior, tiene su propia totalidad y también dispone de un grado relativamente alto de autonomía, es decir, sólo en escasa medida se encuentra sometida a las disposiciones de la conciencia, conduciéndose en el espacio de ésta como si fuera un cuerpo extraño animado de vida propia. Por lo común es posible dominar el complejo con cierto esfuerzo de la voluntad, pero no se puede alejarlo definitivamente, y en la primera ocasión propicia reaparecerá con su fuerza original. Ciertas investigaciones experimentales parecen indicar que sus curvas de intensidad o de actividad tienen carácter ondulante, con una longitud de onda que puede variar en horas, días o semanas. Mas este problema sumamente complicado aún no ha sido aclarado.
Gracias a los trabajos de la psicopatología francesa y en particular a los realizados por Pierre Janet, conocemos hoy día las amplias posibilidades de escindirse que tiene la conciencia. Janet y Morton Prince lograron realizar escisiones en cuatro y cinco personalidades diferentes, comprobándose que cada una de estas parcelas de personalidad posee un trozo propio de carácter y una memoria particular. Tales parcelas existen relativamente independientes unas de otras, y pueden en todo momento relevarse mutuamente, es decir que cada una posee un alto grado de autonomía. Mis estudios sobre los complejos complementan esa imagen un tanto alarmante de las posibilidades de desintegración psíquica, pues en el fondo no existe ninguna diferencia de principio entre una personalidad fragmentaria y un complejo. Ambos tienen en común todos los caracteres esenciales, incluso la delicada cuestión de la conciencia fragmentaria. Las personalidades fragmentarias poseen indudablemente conciencia propia, pero la cuestión de si fragmentos psíquicos tan pequeños como los complejos tienen también propia conciencia, ha quedado aún sin resolver. Debo confesar que esta cuestión me ha preocupado con frecuencia. Los complejos, en efecto, se comportan como los genios malignos de Descartes y parecen divertirse con sus diabluras de gnomos. Ellos ponen en los labios precisamente la palabra que era mejor callar, y hacen olvidar justamente el nombre de la persona que debía ser presentada; provocan una incoercible necesidad de toser exactamente al ejecutarse un hermoso pianísimo en un concierto, y hacen tropezar ruidosamente contra una silla al que quiere pasar inadvertido cuando llega tarde.
En un sepelio hacen presentar congratulaciones en vez de condolencias; son los autores de aquella malicia que F. Th. Vischer quería imputar a los objetos inocentes, y los personajes de nuestros sueños, ante los cuales nos sentimos impotentes; son los seres élficos caracterizados a la perfección por el folklore danés en la historia del pastor que quería enseñar el «padrenuestro» a dos elfos: éstos se esforzaron en repetir la oración con exactitud, pero desde la primera vez no pudieron menos que decir: «Padre nuestro que no estás en los cielos». De acuerdo con lo que cabe esperar según nuestra teoría, se revelaron como incapaces de aprender.
Espero que esta metaforización de un problema científico será tomada cum maximo salis grano y sin acerbas críticas. Una descripción de la fenomenología de los complejos, por sobria que sea, no puede prescindir de su impresionante autonomía; cuanto más penetre en la naturaleza profunda —casi diría yo, en la biología— de los complejos, tanto más el carácter de alma fragmentaria aparecerá con evidencia. La psicología onírica muestra con toda claridad la personificación de los complejos, cuando no los reprime la conciencia inhibitoria, así como el folklore describe a los duendes haciendo ruido de noche en la casa. El mismo fenómeno observamos en ciertas psicosis en las que los complejos «hablan» y parecen «voces» de personas extrañas.
La hipótesis según la cual los complejos son psiques fragmentarias escindidas, puede hoy día considerarse como cierta. Su origen etiológico es, a menudo, un trauma, un shock emocional o algún incidente análogo por el que se ha separado un trozo de la psique. Una de las causas más frecuentes es el conflicto moral fundado, en último análisis, sobre la aparente imposibilidad de aceptar la totalidad de la naturaleza humana. Esa imposibilidad supone una escisión inmediata, independientemente de si la conciencia del yo es consciente de ello o no. Por lo general existe una notable inconsciencia acerca de los complejos, lo que, naturalmente, les confiere una libertad de acción tanto mayor. Su fuerza de asimilación aparece entonces en toda su amplitud, ya que la inconsciencia acerca del complejo ayuda a éste a asimilar el yo mismo, de donde se origina una momentánea e inconsciente modificación de la personalidad, denominada «identificación con el complejo». Esta noción totalmente moderna tenía otro nombre en la Edad media: se llamaba, entonces, posesión, término que está lejos de evocar la representación de un estado inofensivo; sin embargo, no hay una diferencia esencial entre un lapsus linguae corriente debido a un complejo y las furibundas blasfemias de un poseso. Sólo existe una diferencia de grado. La historia de la lengua presenta numerosos ejemplos. De una persona trastornada por su complejo suele decirse: «¿Qué demonios tiene hoy?», «Tiene el diablo en el cuerpo», etc. Naturalmente, al usar esas metáforas algo gastadas, no se piensa ya en su sentido original, que por otra parte todavía es fácil de reconocer y muestra, además, que el hombre más primitivo y más ingenuo no «psicologizaba» como nosotros los complejos perturbadores, sino que los concebía como entia per se, es decir como demonios. El desarrollo ulterior de la conciencia ha conferido tal intensidad al complejo del yo y a la conciencia personal, que los complejos han sido despojados, al menos en el uso lingüístico, de su autonomía primitiva. En general, se dice: «Yo tengo un complejo». La voz persuasiva del médico dice a la paciente histérica: «Los dolores de Ud. no son reales: Ud. se imagina sufrir». El temor a la infección es aparentemente una invención arbitraria del enfermo y, en cada caso, se busca convencerlo de que él se ha forjado una idea delirante.
Resulta fácil de ver que la concepción moderna corriente encara el problema dando por aceptado el hecho de que el complejo ha sido inventado e «imaginado» por el paciente y que, en consecuencia, no existiría si ése no se hubiera tomado el trabajo —en cierto modo intencional— de darle vida. No obstante, ha quedado fuera de duda que los complejos poseen una notable autonomía, que los dolores sin fundamento orgánico, es decir los llamados males imaginarios, son tan dolorosos como los legítimos, y que una fobia patológica no tiene la menor tendencia a desaparecer, aun cuando el enfermo mismo, su médico, y hasta el habla cotidiana en general aseguren que no es más que pura imaginación.
Nos hallamos aquí en presencia del interesante caso de la manera de ver llamada apotropéyica, que está en una misma línea con las antiguas designaciones eufemísticas, cuyo ejemplo clásico es el Πóντος εὐξεῖνος.
Así como las Erinias por prudencia y propiciación eran llamadas Euménides, las bien intencionadas, así también la conciencia moderna concibe todos los factores íntimos de perturbación como su actividad propia: simplemente los asimila. Como es natural, eso no acontece confesando abiertamente que se recurre a un eufemismo apotropéyico sino con una inconsciente tendencia a «irrealizar» la autonomía de los complejos cambiándoles el nombre. En semejante caso la conciencia se comporta como un hombre que, al oír un ruido sospechoso en el piso alto, corre hacia el sótano para comprobar allí que no hay ladrón alguno y que, por consiguiente, el ruido era pura imaginación. En realidad ese hombre prudente no se ha atrevido a subir al piso alto.
Desde luego, no se comprende bien por qué el temor incita a la conciencia a explicar los complejos como una actividad propia. Los complejos parecen de una insignificancia tal, de una futilidad tan ridícula, que inspiran vergüenza, impulsando a hacer lo posible para ocultarlos. Sin embargo, si fueran en realidad tan fútiles, no podrían ser al mismo tiempo tan molestos. Molesto es lo que causa molestia, por lo tanto algo desagradable, que como tal es eo ipso de cierta importancia y que debería ser considerado como importante. Uno se siente demasiado propenso a declarar irreal, mientras se puede, lo que es incómodo. La irrupción de la neurosis indica el momento preciso en que los medios mágicos y primitivos del gesto apotropéyico y del eufemismo ya no resultan eficaces. Desde ese momento el complejo se establece en la superficie de la conciencia; ya no es posible evitarlo y, al extenderse, asimila paso a paso a la conciencia del yo, como ésta anteriormente trataba de asimilar al complejo. De ahí nace, en definitiva, la neurótica disociación de la personalidad.
Un complejo, en el curso de semejante desarrollo; revela su fuerza primitiva, capaz de sobrepujar, llegado el caso, a la potencia del complejo del yo. Sólo en tal circunstancia se comprende que el yo tiene toda la razón para someter el complejo a una prudente magia verbal, pues resulta evidente que el yo teme aquello que de un modo alarmante amenaza oprimirlo. Entre la gente que por lo general se tiene por normal hay una gran cantidad que conserva «un esqueleto en el armario»; bajo ningún pretexto se debe aludir a su presencia, pues el temor que inspira ese fantasma en acecho es inmenso. Todos los que se encuentran aún en el estadio de la irrealización de los complejos invocan las neurosis como prueba de que los complejos son indicio de naturalezas enfermizas a las que ellos no pertenecen. ¡Como si el enfermarse fuera sólo privilegio de enfermos!
La tendencia a despojar de su realidad a los complejos mediante la asimilación, no demuestra la nulidad de ellos, sino su importancia; es una confesión negativa del temor instintivo experimentado por el hombre primitivo ante las cosas oscuras, invisibles y que se mueven por sí mismas. Ese temor surge en los primitivos al caer la noche; los complejos también, ya se sabe, se acallan durante el día, pero de noche elevan su voz con mayor fuerza, ahuyentando el sueño o al menos perturbándolo con pesadillas. Los complejos son, en efecto, objetos de la experiencia interior, y no se encuentran en pleno día, en la calle o en la plaza pública. De los complejos depende el bienestar o el malestar de la vida personal; son los Lares y Penates que nos aguardan en la intimidad del hogar, cuya paz es tan peligroso alabar demasiado. Ciertamente, mientras esos genios malignos sólo fastidien al prójimo, poco importa, pero cuando comienzan a molestarnos…, se precisa, sin duda, ser médico para saber qué devastadores parásitos son los complejos. Para tener una impresión completa de la realidad de un complejo, hay que haber visto cómo familias enteras en el curso de pocos años han sido destruidas moral y físicamente, y haber contemplado la tragedia sin par y la desesperante miseria que siguen sus huellas. Se comprenderá entonces qué inútil y poco científica es la idea de poder «imaginarse» un complejo. Si se buscara un símil tomado de la patología médica, los complejos podrían compararse con las infecciones o con los tumores malignos que se originan sin la menor intervención de la conciencia. Tal comparación, por lo demás, no es muy satisfactoria, pues los complejos no son, en su esencia, de naturaleza morbosa, sino propiamente manifestaciones vitales de la psique, sea ésta diferenciada o primitiva. Por eso encontramos sus huellas innegables en todos los pueblos y épocas. Los monumentos más antiguos de la literatura los conservan: así, por ejemplo, la epopeya de Gilgamesh describe la psicología del complejo de poderío con maestría insuperable, y el Libro de Tobías en el Antiguo Testamento contiene la historia de un complejo erótico y su curación.
El espiritismo, doctrina universalmente difundida, es una expresión directa de la estructura de lo inconsciente, estructura a base de complejos. Los complejos son, en efecto, las unidades vivientes de la psique inconsciente, cuya existencia y constitución ellos nos permiten reconocer por sí solos. De hecho lo inconsciente sería un residuo de representaciones esfumadas, denominadas «oscuras», como ocurre en la psicología de Wundt, o una «fringe of consciousness», como lo llama William James, si no existieran complejos. Si Freud ha sido el verdadero descubridor de lo inconsciente psicológico, se debe a que se dedicó a la exploración de esos lugares oscuros, en vez de considerarlos simplemente como actos fallidos, minimizados por los eufemismos. La vía regia hacia lo inconsciente no son por cierto los sueños, como pretende Freud, sino los complejos, que engendran sueños y síntomas. Por otra parte; esa vía nada tiene de regia, porque el camino indicado por los complejos parece más bien un sendero áspero y sinuoso que a menudo se pierde en la espesura, y la mayoría de las veces, en lugar de conducir al corazón de lo inconsciente, aparta de él.
El temor a los complejos es un mal indicador de caminos, pues siempre aleja de lo inconsciente y lleva a la conciencia. Los complejos son tan desagradables que nadie, estando en su buen sentido, admitiría que las fuerzas instintivas que los nutren pueden ser algo bueno. La conciencia siempre está convencida de que los complejos son algo incongruente y que, por lo tanto, deben ser eliminados de alguna manera. A pesar de una asombrosa abundancia de testimonios de toda clase que demuestran la universal existencia de complejos, resulta imposible considerarlos como manifestaciones normales de vida. El temor a los complejos es un prejuicio poderoso, pues la angustia supersticiosa ante lo adverso ha sobrevivido a toda explicación racional. Ese temor opone al estudio de los complejos una resistencia esencial, que para ser superada requiere cierta decisión.
Temor y resistencia son los mojones que jalonan la vía regia hacia lo inconsciente. En primer término expresan los prejuicios a que lo inconsciente se ve sometido. Es natural deducir de un sentimiento de angustia la existencia de un peligro, y de la sensación de resistencia la presencia de algo repulsivo. Tal es la conclusión del paciente, del público, y en definitiva también del médico; ella explica por qué la primera teoría médica de lo inconsciente ha sido, con toda lógica, la teoría de la represión, de Freud, quien de la naturaleza de los complejos infiere un inconsciente constituido en lo esencial de tendencias incompatibles que, en razón de su inmoralidad, son víctimas de la represión. Nada mejor que esa comprobación podría demostrar el empirismo de su autor, quien procedió sin dejarse influir en lo más mínimo por premisas filosóficas. Ya se había tratado la cuestión de lo inconsciente antes de Freud. Leibniz había introducido esa noción en filosofía; Kant y Schelling se refirieron a ella, y Carus por vez primera elaboró un sistema cuya influencia se advierte en la importante obra de Eduard von Hartmann, Filosofía de lo inconsciente. La primera doctrina médicopsicológica tiene tan poco que ver con esas primeras manifestaciones, como con Nietzsche.
La teoría freudiana es una fiel descripción de experiencias objetivas realizadas al explorar los complejos. Pero como esa exploración es un diálogo entre dos personas, en la elaboración de la concepción hay que considerar los complejos de ambos interlocutores. Todo diálogo que se aventura en esos dominios defendidos por la angustia y la resistencia apunta a lo esencial; incitando a uno a la integración de su totalidad, obliga también al otro a tomar una posición definitiva, es decir a afirmar también su totalidad, sin la cual le sería imposible llevar la conversación hasta el plano profundo defendido por el temor. Ningún investigador, por objetivo y desprovisto de prejuicios que sea, podrá prescindir de sus propios complejos, pues éstos gozan en él de la misma autonomía que en cualquier otra persona. Él no puede prescindir de los complejos, porque éstos le son inherentes; ellos integran, al fin de cuentas, su constitución psíquica, que constituye el prejuicio absoluto de todo individuo. Por eso la constitución psíquica decide inexorablemente qué concepción psicológica se formará cada observador. La inevitable limitación de toda observación psicológica reside en que ésta sólo es válida en el supuesto de la ecuación personal del observador.
La teoría psicoanalítica formula en primer término una situación psíquica creada por el diálogo entre un observador y cierto número de sujetos observados. Como el diálogo se mueve en gran parte en la zona de resistencia de los complejos, también la teoría se halla impregnada de su atmósfera, vale decir que en sus grandes rasgos tiene algo de chocante, pues actúa a su vez sobre los complejos del público. De ahí que todas las concepciones de la psicología moderna sean no sólo una controversia en el sentido objetivo de la palabra, sino también una provocación. Ellas causan en el público violentas reacciones de adhesión o de repudio; en el sector de la discusión científica provocan debates apasionados, impugnaciones dogmáticas, susceptibilidades personales, etc.
De esos hechos fácilmente puede colegirse que la psicología moderna con su exploración de los complejos ha descubierto un sector anímico «tabú» donde crecen toda suerte de recelos y esperanzas. La esfera de los complejos es el verdadero foco de perturbaciones psíquicas, cuyas conmociones en realidad son tan considerables que la investigación psicológica futura no puede esperar dedicarse en paz a un trabajo erudito y silencioso, ya que éste supone cierto consenso científico previo. Pero en la hora actual la psicología compleja está muy alejada aún de una comprensión general, mucho más todavía, según me parece, de lo que se imaginan los pesimistas. En efecto, con la revelación de las tendencias incompatibles sólo se descorre el velo de un sector de lo inconsciente y se delimita sólo una parte de la fuente de la angustia.
Aún se recuerdan las tempestades de indignación desencadenadas por todas partes cuando se conocieron los trabajos de Freud. Tales reacciones, provocadas por los complejos, obligaron a dicho sabio a replegarse en un aislamiento que le valió, tanto a él como a su escuela, el reproche de dogmatismo. Todos los teóricos de este sector psicológico corren el mismo peligro, pues abordan un objeto lindante con lo que el hombre tiene de más indomable, lo numinoso, para usar la acertada expresión de Otto. La libertad del yo termina donde comienza la zona de los complejos, potencias psíquicas cuya naturaleza más profunda aun está sin explorar. Cada vez que la investigación, como hasta ahora, llega a penetrar aún más en el tremendum psíquico, en el público se desencadenan reacciones análogas a las de los pacientes que, por motivos terapéuticos, son impulsados a avanzar contra la intangibilidad de sus complejos.
Esta exposición de la teoría de los complejos puede sonarle —al oyente no advertido— como la descripción de una demonología primitiva y de una psicología del tabú. Tal singularidad proviene de que la existencia de complejos, es decir de fragmentos psíquicos escindidos, es un notable residuo del primitivo estado del espíritu, el cual es de una elevada disociabilidad, expresada, por ejemplo, en el hecho de que con suma frecuencia los primitivos admiten varias almas —hasta seis por individuo— y además una cantidad de dioses y de espíritus que no sólo son tema de su conversación, como podría ocurrir entre nosotros, sino que a menudo constituyen para ellos experiencias psíquicas sobremanera impresionantes.
Aprovecho la ocasión para destacar que utilizo la idea de «primitivo» en el sentido de «original», sin formular ningún juicio valorativo. Y cuando digo «residuo» de un estado primitivo, no pretendo significar que dicho estado debe terminar necesariamente en un plazo más o menos largo, pues no podría aducir como única razón valedera el hecho de que ese estado desapareciera antes que la humanidad. Hasta el presente dicho residuo al menos no ha variado mucho, sino que con la guerra mundial y su postguerra se ha reforzado notablemente. Por eso me siento inclinado a suponer que los complejos autónomos constituyen manifestaciones normales de la vida e integran la estructura de la psique inconsciente.
Como se ve, me he contentado con exponer aquí los hechos fundamentales y esenciales de la teoría de los complejos. Sería necesario completar esta imagen imperfecta, exponiendo la problemática resultante de la existencia de los complejos autónomos. Tres problemas de capital importancia pueden plantearse: el problema terapéutico, el problema filosófico y el problema moral. Los tres todavía están en discusión.