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-¡Ya tenemos el domicilio de Ana Armengol! –Juárez interrumpió a Ferreiro que estaba con Moreno hablando de otro caso-. Han contestado los Mossos, y vive en el Distrito de Gracia, cerca del Parque Güell, en un piso pequeño de una casa relativamente nueva.
-¿Relativamente nueva…? Sí que es una explicación poco seria de la dirección de esa señora. Supongo que te habrán dado más detalles…
-¡Claro que sí! Y me han dicho algo más…
-¿Qué? –preguntó Moreno con cierta violencia por el ritmo lento con que su compañero estaba dando la información que le habían mandado de Barcelona.
-No vive sola.
-Ya, se ha comprado un loro… ¡Habla de una vez, Juárez! –se irritó Ferreiro.
-Vale, vale. Está viviendo con un señor llamado Carmelo de la Grey…
-¡De qué me suena ese nombre? –se preguntó Ferreiro en voz alta.
-De las Cincuenta sombras de Grey, claro –respondió rápido Moreno.
-Yo se lo digo, Jefe –siguió Juárez-, que he repasado las notas: era un compañero del taller de Escritura de aquí, en Madrid.
-¡Y es obeso! –gritó Moreno!
-¡No, qué va! – protestó Juárez-. Es un tipo normal, algo más alto que yo pero que no pesa más de ochenta kilos.
-¿Desde cuándo se conocerán? Cuando los investigamos, ninguno de los compañeros del taller reconoció una relación especial con Ana Armengol, ni propia ni de los otros participantes del taller.
A Ferreiro no le cuadraba que hubiera surgido esa relación (aparentemente intensa, ya que vivían juntos) después de la muerte del Doctor Tamurejo. De hecho, la Policía sabía que ella había abandonado sus actividades anteriores, pese a los consejos de las amigas que temían que cayera en una depresión.
-¿Y a qué se dedica el tipo ese? –preguntó Moreno.
-Los Mossos no lo sabían. Quedaron en intentar averiguarlo.
-Pues va a ser la asesina –siguió hablando con excitación Moreno.
-No te lances, chico –lo reconvino Ferreiro-. Pueden haberse encontrado por la calle, después de la muerte del Doctor; él le dio el pésame, la invitó a un café y, qué sé yo, la consoló; quedaron para verse otro día y una cosa llevó a la otra y terminaron viviendo juntos en Barcelona…
-Sí, cualquiera sabe. Además no es obeso –reconoció Juárez.
-Siempre podrían haber contratado a un sicario…-Moreno no soltaba la presa.
-Sí, pero para qué matar a Tamurejo si se podían divorciar –Preguntó Ferreiro.
-¡Por la pasta, Jefe, por la pasta! –Moreno seguía endilgando el crimen a los nuevos enamorados-. Se podían divorciar, pero si era ella la que se quería ir no se iba a llevar todo el capital; con suerte la mitad y habría que verlo.
-Sólo la venta del chalé de El Viso debió suponer una buena cantidad…
-…más lo que tuvieran ahorrado – Moreno completó el pensamiento en voz alta de Ferreiro.
-¿Y se van a vivir a una casa relativamente nueva allá arriba, por el Parque Güell? –se preguntó Juárez.
-Querrán que les dure el dinero (no tengo que deciros cómo está la vida de cara), o no querrán llamar la atención –opinó Moreno.
-Hay que ir a Barcelona; como sea –Ferreiro miró de frente a sus ayudantes-. Si hace falta, me pago yo el viaje. Porque dudo que el Comisario me lo pague si no tenemos más evidencias que lo justifiquen.
-Espere, Jefe –dijo Juárez-; la hermana casada de mi novia vive en Barcelona, y yo le prometí a mi novia ir a pasar unos días con ella.
-Pero si vas con tu novia, no vas a estar vigilando a la Armengol ni visitando a los Mossos…-razonó Moreno.
-Lidia es una policía frustrada; le encantará acompañarme, de veras.
Ferreiro miró algo emocionado al subinspector. Tenía madera de buen policía y demostraba ser un hombre desinteresado.
-Está bien, pero tampoco vas a ocupar todas tus vacaciones con un tema de trabajo. Y, desde luego, en una semana no vas a poder investigar demasiado. Hablaré con algún responsable de los Mossos que conozco para que vayan adelantando trabajo y averigüen, por ejemplo, los hábitos de la pareja, sus horarios, etc.
Bueno, es de suponer que la conversación continuó los días siguientes y previos al viaje de Juárez y su novia a Barcelona. El Subinspector intentaría averiguar a qué se dedicaba (si se dedicaba a algo) el tal Carmelo de la Grey y qué vida llevaban. Debería valorar con cuidado y según las circunstancias si se presentaba o no ante Ana Armengol. Y, en caso de hacerlo, no debería dar la impresión de que la estaba investigando a ella, naturalmente. Si llegaban a tener sospechas fundadas de su culpabilidad (que todo podía quedar en aguas de borrajas…) lo difícil sería conseguir pruebas, y más un año después del crimen; tal vez tendrían el móvil (irse con su amante –si ya lo era antes…- y con toda la herencia), pero sin el arma empleada y sin identificar al obeso que suponían era el causante directo de la muerte del Doctor tendrían difícil reabrir el caso. Los asesinos no suelen confesar motu proprio sus crímenes. Llegado el caso, habría que pensar la forma de que lo hicieran…
Barcelona es una ciudad preciosa, y Juárez y su novia (Lidia, la policía frustrada) disfrutaron los dos primeros días haciendo las visitas obligadas para todo turista que llega a la Ciudad Condal. Además, Carmen, la hermana mayor de Lidia, era una magnífica cicerone y ejerció como tal siempre que la atención de la casa se lo permitió; de la casa y de Roger, su crío de tres años que resultó muy sociable y simpático. Se veía que el niño había salido a sus padres, porque también Jordi, el padre, resultó ser un tipo divertido y les dedicó por su parte todo el tiempo que su trabajo le permitía. En casa no paraba de jugar con el niño, y lo mismo se tiraba por el suelo para hacer de caballito, que se revolcaban juntos sobre la alfombra, o lo ponía sobre sus pies y caminaba a grandes pasos entre las risas de todos y en particular del chaval. Jugaban al futbol con una pelota de trapo, y le decía que ya lo iban a fichar en el Barça, que temblara el Madrid, que ya se estaba entrenando Roger… Esas cosas que hacen y dicen los padres que ejercen de tales cuando los críos son pequeños.
Lidia y Juárez (Antonio) sólo iban a estar una semana y tenían muy claro que era un viaje que no podían dedicar solo al turismo y a la familia, así que Antonio supo encontrar un par de horas para ir a hablar con los Mossos que habían colaborado vigilando a Ana Armengol y a su novio.
Carmen y Jordi consiguieron una canguro para el viernes por la noche y salieron los cuatro a disfrutar de la noche barcelonesa. Fue en la sobremesa de la cena, cuando Juárez comentó a la otra pareja la razón profesional que le había llevado a adelantar la visita que tenían previsto hacerles.
-Supongo que ni se te ocurrirá mezclar a mi hermana en tus aventuras –le espetó Carmen, seriamente.
-Ya soy mayorcita para hacer lo que considere oportuno –respondió Lidia, muy digna.
-No te preocupes, Carmen. La investigación la haré yo; como mucho, ella me ayudará a decidir mis acciones, pero ya en casa.
-¿Y qué experiencia tiene Lidia como policía, para que te aconseje?
-La labor de investigación tiene mucho de análisis y de sentido común –Juárez lo dijo un tanto engoladamente- y Lidia tiene mucho seny, como decís por aquí.
-Si te acompañó a Barcelona para ayudarte es que no tiene tanto sentido común –insistía Carmen.
Juárez, para cortar la discusión y reducir los temores de su cuñada, optó por contarles por encima de qué iba el caso, cómo habían matado a Tamurejo, las pruebas encontradas y el cambio de domicilio de Ana Armengol, y lo que pretendía averiguar en aquellos días. Sabía que no era muy correcto desvelar todo eso, pero, qué caramba, eran de la familia (a falta de formalizar su relación con Lidia…).
-Así que tenéis un cadáver (el Doctor ese), un supuesto asesino obeso y una sospechosa (que no tiene nada de obesa) porque se ha ido con otro señor al año de estar viuda (por cierto, el señor con el que se ha ido tampoco es obeso, por lo que sabéis) –resumió Jordi el relato que le había hecho el policía-. Pues me parece que tenéis el caso muy en el aire. Salvo que hubieran contratado a un asesino obeso y aguantaran un año para irse juntos. ¿Y quién contrata a un asesino obeso?
-A lo mejor no era obeso y era un balcánico de esos como armarios…O un cachas de gimnasio –insinuó Carmen.
-Las zapatillas eran pequeñas para ser de un cachas de 150 kilos, y eran rumanas, y no apareció por ninguna parte un tipo de esas características…
Lidia intentaba aclarar las investigaciones realizadas antes por su novio y su jefe, pero Juárez se había quedado en silencio, como absorto en sus pensamientos, completamente abstraído.
-… ¿Verdad, Antonio? –terminó Lidia su perorata.
-¿Eh? ¿Qué? Perdona, Lidia. De pronto se me ha ocurrido una cosa que podría ser… si realmente hubiera sido así… ¡nos habrían engañado desde el principio!
-¿Qué cosa?- se interesaron los tres interlocutores a la vez.
-No, nada. Perdonad que no os diga nada ahora mismo. Lo tengo que meditar y me gustaría hablarlo con mi jefe, mañana.
Aunque intentaron sonsacarlo, y hasta Lidia se enfadó un poco por su terquedad, Juárez no soltó prenda. Tenía la mirada un tanto enfebrecida. Creía haber descubierto algo trascendental para la investigación.
-No sé qué te diga, Juárez –le contestó Ferreiro después de que le contara por teléfono su hipótesis-. Me parece muy rebuscado. Cierto que explicaría casi todas nuestras dudas. Pero no sé, es una hipótesis estrambótica por completo, disparatada. No sé qué decirte, pero el cuerpo me pide mandarte a hacer puñetas…
-Jefe, déjeme que me acerque a ella haciéndome el tonto, como si la encontrara por casualidad. A ver qué me cuenta de su nueva situación. Ayer he estado con los mossos y conozco algo de sus horarios
-No sé, la verdad. A ver qué haces. Piensa que si tienes razón, no vamos a tener pruebas que lo demuestren y estaremos como ahora pero más cabreados por no poder actuar. La única forma de que se resuelva el caso, si es que son ellos los culpables, es que uno de los dos confiese. Porque los dos me cuesta creer que lo hagan.
-¿Y cómo podemos conseguir eso?
Ferreiro guardó silencio unos segundos.
-Lo único que se me ocurre para que uno de los dos cante, si tienen algo que cantar, es que se vea amenazado por el otro…
-¿Amenazado? ¿Por qué? -preguntó Juárez algo desconcertado- ¿Cómo?
-No sé. Habrá que ir viendo. Piensa que si uno ha matado una vez, puede volver a hacerlo.
Cuando colgaron, Juárez no tenía nada claro cómo actuar. Lo único que sabía es que al día siguiente vigilaría la casa cercana al Parque Güell, de Ana y su amigo de la Grey. Sabía que los domingos salían a tomar el aperitivo, cosa poco frecuente porque (al menos esas eran las conclusiones de los Mossos) la única que salía habitualmente era ella, que iba a Pilates y luego se dedicaba a otras actividades, de modo que no regresaba a la casa hasta la hora de comer. Por la tarde también solía salir, aunque con un horario más irregular. Por lo que podía ver hacía un poco lo mismo que en Madrid pero sin sus amigas. Decidió hacerse el encontradizo o al menos visible por la pareja, aprovechando que al día siguiente era domingo. Antes, le contó a Lidia lo que se le había ocurrido y su conversación con Ferreiro.
-¿Y tu jefe te ha dejado intervenir aceptando esa hipótesis descabellada? ¡Es tan tonto como tú! ¡Qué barbaridad, cómo podéis pensar que han hecho algo así! –estaba verdaderamente sorprendida y enfadada.
-¿Pero cuento contigo, si te necesito?
Lidia dudó durante unos instantes.
-Sí, sabes que sí. Pero me parece que cualquier cosa que le afecte a esa gente intentando achacarles un crimen apoyándose en una teoría tan endeble es una faena gordísima para ellos. Si yo fuera el Director General de la Policía os echaba del Cuerpo a tu jefe y a ti.
-Gracias, sabía que podía contar contigo –contestó Juárez, respondiendo a lo que le importaba y obviando la bronca de su novia.
(¿Cuál era la hipótesis de Antonio Juárez que, pese a ser estrambótica, su jefe aceptó que intentara probarla, y que para su novia era una hipótesis descabellada?)
Al día siguiente, domingo, se dirigió a la acera contraria a la de la casa de los investigados y se apostó en una esquina en la que era imposible que no lo vieran cuando pasaran camino del bar en que tomaban el aperitivo. Y esperó. A la hora prevista por los Mossos aparecieron en el portal. Ana apenas había cambiado y la reconoció al instante; su acompañante era algo mayor aunque vestía muy informal, destacando una bufanda roja sobre la americana de pana. Antonio se puso en movimiento en dirección a la pareja. La calle era estrecha, así que inevitablemente lo verían aunque fueran por la acera contraria. Un poco antes de llegar a su altura, Antonio (Juárez) se detuvo y los miró con gesto entre sorprendido y divertido, sonriente pero sin pronunciar palabra, cerciorándose de que los dos lo miraban; los otros continuaron su paseo y él su supuesto recorrido.
-¿Quién era ese que nos miraba tan sonriente? Parecía conocerte, porque a mí desde luego que no me conoce –preguntó Carmelo de la Grey.
-Pues el caso es que me resultó conocido; como si lo hubiera visto en alguna otra parte; pero aquí, en Barcelona, es muy raro porque yo apenas he estado un par de veces antes de que nos mudáramos.
Ana quedó pensativa sin encontrar en su memoria nada que la pudiera relacionar con aquel individuo joven. A lo mejor de alguna tienda, pero no sabía.
El lunes, a la hora que Ana salía del gimnasio, que estaba en la misma zona, Juárez la aguardó a cierta distancia, por la misma acera que iba a seguir ella. En cuanto la vio, mantuvo el paso hasta detenerse ante ella.
-¡Ana Armengol, qué casualidad! –se admiró Juárez-. Bueno, en realidad ya la vi ayer, pero no le quise decir nada porque iba acompañada.
La mujer lo miró sorprendida e incluso un poco a la defensiva. Sin duda no reconocía al policía.
-Perdone, no sé quién es usted.
-Soy Antonio Juárez, uno de los policías que acompañaban al Inspector Ferreiro en la investigación de lo de su marido…
-¿Lo de mi marido?
-Sí, el asesinato del Doctor Tamurejo ¿No me recuerda usted?
Ana se fijó más detenidamente en Juárez.
-Sí, creo que sí. Iban usted y otro compañero también joven acompañando al Inspector.
-Sí, Moreno; es el otro compañero. Qué sorpresa ¿Se ha mudado a vivir a Barcelona? Recuerdo que usted le había dicho a mi jefe que tenía la intención de abandonar Madrid, por los recuerdos, claro.
-Sí ¿Y qué hace usted por este barrio? Si se puede saber.
-En confianza –Juárez bajó la voz y se aproximó un poco a la mujer-, estoy llevando un caso por aquí…
-¿Un caso? ¿De qué? ¿Un asesinato como el de mi marido?
-No, como el de su marido no; este es un crimen pasional. Perdone que no le diga nada más. Lo comprende ¿verdad? ¿Y qué, está usted sola por aquí o ha venido con alguien?
Ana Armengol lo miró a los ojos. No sabía si debía o no contarle con quién estaba, pero si no lo hacía y lo averiguaba parecería que había tenido interés en ocultarlo.
-¿No lo sabe usted? Me he casado, de nuevo.
-¿De veras? ¡Me alegro, es lo mejor que podía haber hecho! Tiene usted derecho a rehacer su vida, que es todavía muy joven ¿Y con quién? ¿Puede saberse? ¿Era el señor que iba con usted ayer?
-Sí, era con el que iba ayer. Bueno, en realidad no nos hemos casado, pero vivimos juntos; estamos enamorados.
-¡Estupendo! Tiene usted suerte: mucha gente no encuentra el amor en su vida, y usted ya lo ha encontrado dos veces.
-Bueno, no es lo mismo. A Juan (pobre Juan…) pienso que lo he querido de otra manera; era mi primer amor, nos dimos los mejores años de nuestras vidas. Nunca lo podré olvidar…
-Por supuesto, pero tiene usted derecho a una nueva oportunidad para ser feliz ¿Y a qué se dedica su amigo, bueno su novio o como quiera que usted lo llame?
-Es escritor, está escribiendo un libro, por eso no sale apenas de casa.
-Escritor, ¡qué suerte, sin horario!
-No lo crea, empieza a escribir a las ocho de la mañana y sigue hasta las ocho de la tarde.
-¿Sí? Juraría que lo he visto hace un rato con una…
-¿Con quién? –preguntó sorprendida Ana Armengol.
-Eh…No…Nada. Me habré confundido; sólo lo he visto ayer al pasar y no me fijé mucho –Juárez parecía disculparse, como si hubiera metido la pata-. Eh… Bueno, es fácil que nos volvamos a ver. Por el caso que estoy investigando me tengo que mover mucho por aquí. Adiós, señora Armengol, que tenga un buen día.
En cuanto se separaron, Juárez cruzó de acera y se ocultó en un portal para ver la reacción de la mujer, que apuró el paso en dirección a su domicilio. Entonces, el policía llamó a Lidia que aguardaba la llamada en el portal de la casa de la viuda y su nueva pareja. Cuando entró Ana al portal, Lidia se cruzó con ella, mirándola con una sonrisa un tanto irónica al saludarla, al tiempo que se alisaba la ropa como si un instante antes no la hubiera tenido puesta en su totalidad… Ana Armengol subió los escalones hasta su piso de dos en dos.
-¿Quién era esa chica que salía ahora?- preguntó desabrida y sin tiempo para soltar la mochila con las cosas del gimnasio.
-¿Quién? ¿Qué chica? –preguntó de la Grey muy sorprendido.
-Supongo que la misma con la que has venido por la calle y con la que te han visto.
-¡Si no he salido en toda la mañana! ¡Cómo todos los días, ya lo sabes!
-¡Me gustaría saber qué haces cuando yo me voy a Pilates!
-¡Escribir, qué quieres que haga!
Es de suponer que la bronca aún tuvo algo más de desarrollo. Pero luego amainó, no sin antes cruzar una amenaza.
-No se te ocurra traicionarme. Hemos hecho lo que hemos hecho para que tú pudieras escribir con libertad.
-Y supongo que también porque estábamos enamorados y Juan era un cretino que no te satisfacía en ningún aspecto…
-Cuidado con lo que dices, Carmelo. Llegamos adónde llegamos porque tú te empeñaste.
Bueno, pudo haber sido así.
Juárez y su novia sólo tenían tres días para seguir forzando la situación entre Ana Armengol y su nueva pareja.
-¡Antonio, si no son culpables es una putada lo que les estamos haciendo!
-La verdad es que sí; si tuviéramos más tiempo podría pensar otra estrategia, pero no lo tenemos ¿Estás preparada para la función de mañana?
-Sí hombre, sí. De esta me voy a dedicar al teatro.
Al día siguiente, cuando regresó Ana a su casa, a la hora de comer, volvió a cruzarse en el portal con Lidia que, esta vez, salió precipitadamente pero asegurándose de que Ana la reconocía. Y de que inevitablemente olía el perfume con el que se había rociado abundantemente. El mismo perfume con el que había impregnado unas varillas secantes que luego había pasado por debajo de la puerta del piso de los investigados, procurando que llegaran lo más adentro posible.
Ana Armengol subió de nuevo apresuradamente la escalera y al abrir la puerta lo primero que apreció fue el mismo fuerte aroma que desprendía la chica del portal, como si acabara de abandonar el piso, su piso, el piso de ella y su pareja… ¿Acaso Carmelo podía negar que la chica había estado allí en su ausencia?
Loca, histérica, desquiciada, fueron algunos de los adjetivos empleados por de la Grey para describir la impresión que le producía el enfado y las palabras de Ana. Traidor, miserable, canalla los empleados por ella. Y también: asesino. La respuesta de él había sido algo como: ¡Vas a poner en peligro todo lo que hemos conseguido y no lo voy a permitir!
La discusión de la pareja debió de ser grande. De hecho, Ana salió de la casa sin cambiarse, dispuesta a pasear con la intención de relajarse; estaba demasiado nerviosa. Carmelo la estaba engañando; después de todo lo que ella había hecho por los dos, en particular por él.
Y ahí estaba Juárez, al acecho por lo que pudiera pasar después de encontrarse la pareja. Lidia había regresado a casa de su hermana, deseando ducharse para quitarse algo del olor pesado del perfume que había tenido que ponerse. Cuando apareció Ana, de nuevo Juárez se hizo el encontradizo un par de calles más abajo.
-Señora Armengol, de nuevo nos encontramos. Ya le he dicho que tendré que moverme mucho por esta zona…
Ana no tenía ganas de charlas y menos con un policía.
-Mire, tengo prisa; no me puedo detener ahora.
-No se preocupe ¿Hacia dónde va?
Ana dudó.
-Por aquí, hacia abajo.
-Estupendo, yo también voy en esa dirección ý se puso a su altura sin darle opción a oponerse-. Estoy muy ocupado; ya le he dicho que estoy con un crimen pasional. Él es un canalla, que ha engañado a la pobre mujer, y que después de obligarla a participar en un crimen está planeando quitarla del medio. Estamos encima mismo de él para que no pueda hacerle daño, y aquí estoy yo para conseguir pruebas que lo incriminen.
Juárez estaba improvisando y no sabía muy bien lo que le quería contar, pero sí tenía interés en dejarle claro que la mujer del crimen que estaba investigando podía estar en peligro por culpa de su cómplice.
-Ya veo, parece un caso muy interesante, pero yo sigo por aquí. Hasta otro día ¿Juárez, no…?
Y Ana cambió de acera, dirigiéndose en otra dirección, para que el policía comprendiera que no tenía interés en seguir con él a su lado.
-¡Nos quedan dos día nada más, y no hemos avanzado nada!
Juárez se tiraba de los pelos. No se le ocurría nada más que hacer para seguir minando la confianza entre Ana y Carmelo.
-Tiene que verse en peligro –le recordó Lidia, de la conversación que había tenido su novio con Ferreiro.
-Podemos ponerle una trampa en la escalera…, que piense que se la ha puesto su novio… -insinuó Juárez.
-Estás loco; imagínate que se hace daño. Una cosa es hacerle creer que le ponen los cuernos y otra cosa es ponerla en peligro. O a un vecino…Vamos, te echan de la Policía.
-Sí, tienes razón. Ya no sé lo que digo. Oye, ¿crees que Jordi y tu hermana estarían dispuestos a ayudarnos?
-¿Ayudarnos, cómo? Porque te temo.
-Déjame a mí, que les proponga algo…
A la mañana siguiente, en la estación de Lesseps, donde Ana Armengol cogía el metro las mañanas que tenía clase de yoga, la estaban esperando Jordi y Carmen, simulando ser unos pasajeros más. No era una hora punta, y había muy pocas personas aguardando la llegada de los trenes. Por fin apareció Ana, y de acuerdo con el plan que habían urdido con Antonio, la pareja se aproximó a ella, quedando a su espalda. En el momento en que el tren hizo su entrada en la estación, al pasar por delante de ellos, Jordi agarró bruscamente a Ana por los hombros y la apartó del borde del andén, al tiempo que Carmen daba un grito ante la sorpresa y el susto de los demás presentes que se disponían a entrar al tren, y el pánico de Ana.
-¿Qué pasa? ¿Qué es? –gimió Ana, sin comprender nada, revolviéndose entre las manos de Jordi que todavía la sujetaban. Él y Carmen miraban hacia el pasillo de acceso y salida de la estación.
-¡Se ha ido por allí! –gritó Jordi.
-¡El de la bufanda roja! –también gritó Carmen mirando hacia el mismo sitio. Luego, dirigiéndose a Ana- ¿Está usted bien? ¡La iba a empuja a las vías!
-¿Pero quién? – a Ana todavía le temblaban las piernas- ¿Qué ha pasado?
-Por suerte me he dado cuenta de que se había acercado por detrás a usted y justo pude sujetarla cuando la iba a empujar.
-Era un hombre con chaqueta de pana y una bufanda roja –confirmó Carmen.
Los pasajeros que habían estado esperando con ellos ya se habían subido y el tren había abandonado la estación de Lesseps. Los que iban entrando al andén contemplaban la escena sin saber de qué iba, aunque eran conscientes de que algo dramático había tenido lugar.
-¿Se encuentra bien? ¿Quiere un poco de agua o un café? –se interesó Jordi.
-Mejor váyase a casa y relájese –recomendaba Carmen.
¡Una bufanda roja y una chaqueta de pana! Sólo podía ser Carmelo ¿Hasta ese punto había llegado la cosa?
-Estoy bien, estoy bien. Muchas gracias. Sí, tienen razón; me iré a mi casa.
Y se fue, aunque no sabía cómo reaccionar cuando llegase ¿Le contaría lo sucedido como si no supiera que había sido él quien había intentado asesinarla? ¿O lo insultaría y lo golpearía por haberlo hecho? Optó por la primera opción; tampoco podía no contarle nada, porque si realmente había sido él, podría sospechar que ella tramaba algo.
-¡Carmelo, querido –entró aparentando estar muy sofocada-, han intentado tirarme a las vías en el metro!
-¡Qué me dices! ¿Quién?
-Un loco, supongo. Por suerte, un chico me sujetó y evitó que me cayera a las vías ¡Qué susto, no te puedes ni imaginar!
-No me extraña ¿No lo has denunciado a la Policía o a los vigilantes del Metro?
Cierto, ni se le había ocurrido, con la emoción de lo sucedido y sabiendo que había sido él quien había intentado matarla. Claro que, bien pensado, no era cuestión de que nadie se pusiera a investigar sobre la vida de ellos.
-Ni se me ocurrió, con el susto. Puedo ir ahora. Lástima que no podré encontrar al chico que me salvó y a su novia o su mujer, no sé, que fueron testigos de todo.
-Podemos poner un anuncio en prensa, intentando localizarlos. Claro, porque son los testigos de lo sucedido.
-Espera, Carmelo. Tal vez no sea buena idea que nadie empiece a investigar en nuestro entorno…
El hombre pensó un instante.
-Sí, tienes razón. No vaya a ser que por cazar a un loco descubran lo nuestro. Por cierto, ¿nadie vio quién era o si tenía algo de particular, o cómo iba vestido?
-No –mintió Ana-, fue todo tan rápido que ni el chico que me sujetó se dio cuenta. Claro que los hombres jamás os fijáis en cómo visten los que os rodean, así os estén acuchillando…
Aunque siguieron hablando de lo sucedido, ninguno insistió ni en las características del supuesto asesino ni en que la Policía debería investigar el hecho. Pero esa noche, Ana durmió con un ojo abierto. Aunque estaba segura de que Carmelo no intentaría nada contra ella dentro de la casa y estando los dos solos: quedaría demasiado en evidencia. Pero estaba segura de que la quería quitar de en medio. Y la culpa debía de ser de aquella chica del perfume horrible.
Ese mismo día, por la tarde, después de haber comido y comentado con Jordi y Carmen el número teatral ejecutado, Antonio y Lidia volvieron a repasar la situación. A él se lo llevaban los demonios porque ya no podía prolongar más su estancia en Barcelona, y el esfuerzo realizado hasta entonces para destruir los vínculos entre los dos asesinos –al menos estaba convencido de que lo eran- no habría servido para nada.
-Tenemos que intentar algo más, que ya será lo último que podamos hacer ¿Pero qué?
Antonio miraba a su alrededor, como buscando inspiración.
-Oye, ¿su piso es el que tiene las macetas verdes con geranios en la jardinera del balcón, verdad? Se me está ocurriendo algo.
-¡Te temo! –se alarmó su novia.
-Y mira, una tienda de animales y plantas; vamos a pasar.
-¡Ay, Dios! ¿En qué estarás pensando?
A la mañana siguiente, una vez más, Juárez se tropezó con la viuda del Doctor Tamurejo en la puerta de su casa, cuando ella salía para el gimnasio. Lidia, que estaba en el portal de la casa, en el hueco de la escalera y oculta por los contenedores de la basura, lo había avisado con una llamada perdida al móvil de que la mujer acababa de salir de su piso.
-Señora Armengol, qué casualidad. Aunque ya no volveremos a encontrarnos: mañana vuelvo a la Comisaría, en Madrid; he acabado mi trabajo aquí.
La expresión inicial de fastidio de la mujer por encontrarse al policía casi en el mismo sitio, una vez más, cambió al enterarse que se iba de Barcelona.
En ese momento, con un movimiento brusco, Juárez atrajo hacia sí a la mujer, prácticamente ocultándole la cara contra su chaqueta.
-¡Cuidado, Ana!
Al mismo tiempo, Lidia, desde la puerta de la calle, estrelló con toda violencia contra el suelo y a espaldas de la mujer una maceta verde de geranios y volvió a ocultarse rápidamente tras los contenedores. Ana Armengol, sobresaltada por el tirón del policía y el estruendo tras ella, se encogió bajo el amparo del hombre y cuando atinó a levantar la vista se lo encontró a él mirando hacia arriba, hacia el balcón de su piso.
-¡Ha podido matarla! ¡No le ha dado por centímetros! ¡Qué barbaridad, habrá sido el viento que ha tirado una maceta de ese piso, que son también verdes!
-Pe…pero esa es mi casa –balbuceó la mujer todavía muy asustada y sin llegar a separarse de Juárez, tal vez sintiéndose protegida-. Si no pueden caerse que están en una jardinera…
-¡Menos mal! ¡Uf! No ha pasado nada. Por suerte pude ver como caía la maceta y he reaccionado a tiempo… -se ufanó falsamente el hombre- ¿Dice que las macetas están en una jardinera? ¿Cómo se pueden haber caído? ¿Hay alguien ahora en su casa?
-Sí, Carmelo, claro…
Juárez sostenía a la mujer sujetándola de un brazo. Con un movimiento repentino, llevó la otra mano a la sudadera de ella, al bolsillo, del que pareció extraer una pequeña víbora que agitó ante su cara con gesto de horror, entre los gritos de pánico de Ana.
-¿Qué es esto? ¡Una víbora gariba! ¡Por Dios, si es letal! ¿Pero quién le quiere hacer daño, Ana?
Ana estaba medio derrumbada, por una parte se agarraba al brazo que la sostenía pero al mismo tiempo intentaba alejarse de la otra mano del policía que sostenía al reptil. El hombre, como pudo, extrajo de un bolsillo de su chaqueta una bolsa de plástico y metió en ella, con cuidadosos aspavientos, la víbora; se aseguró de que quedaba bien cerrada y la volvió a guardar en el bolsillo.
-¡Una víbora gariba, es letal! -repitió Antonio- ¡Qué barbaridad! ¿Ana, tiene usted algún enemigo? ¿No tiene nada qué decirme? ¡Ana, es por su vida!
Ana Armengol seguía desmadejada por completo, se había apoyado en la pared, estaba muy pálida y parecía a punto de desplomarse.
-Oiga, Juárez ¿Es su nombre, verdad? Tengo algo que contarle –habló con una voz penosamente baja-, Carmelo, es Carmelo, mi novio, el que me quiere matar. Y ayer también me quiso tirar a las vías del metro.
Juárez la ayudó a reincorporarse, la cogió del brazo y la encaminó a una cafetería que estaba a pocos metros.
-Venga conmigo; no tema. Ese hombre no le podrá hacer nada; soy policía –incluso ahuecó un poco la voz. Resultó un tanto teatral, pero fue efectivo.
La ayudó a sentarse frente a un velador; pidió dos cafés al camarero, y sacó de un bolsillo una pequeña grabadora.
-Cuénteme todo lo que tenga que contarme, Ana. Ahora está usted segura.
(¿Has descubierto, amigo lector, el modus operandi en el asesinato del Doctor Tamurejo? Es la última oportunidad antes de que lo desvele en las próximas líneas).
Para Ana todo había acabado. Estaba claro: Carmelo ya no la quería. La estaba traicionando con una chica más joven –y con pésimo gusto para los perfumes, todo había que decirlo-, y acabaría matándola. El que mata una vez –y Carmelo había matado- puede hacerlo otra vez. De hecho, ya había intentado hacerlo en el Metro y ahora, ante su propia casa. Así, tampoco ella podía quererlo a él ¡Y pensar que habían matado al buenazo de Juan! Que sí, sería muy aburrido pero siempre la había querido y respetado. Se había ofuscado con Carmelo, con la novedad de otro hombre que parecía haberse enamorado de ella, con el sexo prohibido y nuevo… ¡Cómo se arrepentía! Si había que pagar por lo hecho, pagaría. Pero Carmelo también ¡Más, si estaba en su mano, por haberla traicionado!
-Carmelo y yo matamos a mi marido –empezó Ana su confesión-. Nos conocimos en el taller de Escritura. Me acompañó un día y hubo feeling entre los dos. Pero yo no quería empezar ninguna aventura, y le exigí que no me volviera a acompañar; pero otro día me estaba esperando a cierta distancia de donde nos reuníamos para el taller, de modo que no nos vio nadie. Lo bueno de las grandes ciudades es que estas situaciones se pueden dar con grandes posibilidades de pasar inadvertidas para los más próximos. Yo llevaba bastante tiempo mal con Juan, mi marido. Había llegado un momento en que ya no lo podía aguantar. Estaba pensando seriamente en pedirle el divorcio. Le pregunté claramente a Carmelo si su interés por mí era de verdad, que si era así, yo me divorciaba de Juan. Y me dijo que sí, que se había enamorado y que no deseaba ora cosa. Entonces fue cuando el que dirigía el taller habló de las cualidades literarias de Carmelo, que si se esforzaba y se ponía a escribir podría llegar a hacer grandes cosas. El problema era que él trabajaba en la Administración, había sacado unas oposiciones, pero no tenía ahorros como para retirarse un tiempo y dedicarse a escribir. Si yo pedía el divorcio, iba a conseguir poco del capital de Juan; desde luego insuficiente como para mantenernos unos años mientras Carmelo escribía y conseguía un espacio entre los escritores nacionales, si es que lo conseguía, por supuesto. Necesitábamos bastante dinero para afrontar una nueva vida con cierta tranquilidad.
-¿Y decidieron matar a su marido?
-No fue enseguida. Lo decidimos haciendo cábalas sobre el futuro y las distintas opciones que se nos presentaban. Luego vino la pregunta de cómo lo íbamos a matar. Había días en que nos echábamos para atrás diciendo que era una barbaridad, que nosotros no éramos unos asesinos. Pero otros días, sobre todo después de nuestros encuentros en el hotel en que nos veíamos, tan felices como estábamos, reconocíamos que la única forma de conseguir todo lo que queríamos era matándolo.
-¿Y cómo lo mataron? ¿A quién se le ocurrió?
-De los dos, el que tiene más imaginación es Carmelo, por eso escribe. Pensó varias formas. Finalmente, llegamos a la conclusión de que debíamos dejar muchas pistas falsas para que ustedes, la Policía, no supieran por dónde buscar. Tardamos varias semanas hasta que decidimos la forma que a mí, de entrada, me pareció absurda. El día lo decidimos fácilmente: el de su cumpleaños porque había un pretexto para dejar la cancela del jardín abierta, ya que así no había que salir a abrirla a cada amigo que llegase. Estando abierta, podía explicarse que pasara un ladrón o quién fuera. Nos pareció que el mejor sitio era la consulta, que tenía una ventana que daba al jardín pero alejada del salón donde estaríamos todos. Y entre ellos estaría yo, con lo que tendría la mejor coartada. Y a Carmelo no lo conocía ninguno de los amigos que acudirían al cumpleaños ni nadie lo podía relacionar conmigo. Para asegurarnos de que Juan entraría en el despacho a una hora concreta, Carmelo llamó a un paciente (yo podía entrar en el archivo con los datos de todos los que pasaban por allí) rogándole a su mujer que lo llamara a una hora concreta del sábado que celebrábamos el cumpleaños.
-Pero se arriesgaban a que cuando entrara el asesino lo descubrieran, por ejemplo si a uno se le ocurría mirar al jardín desde la ventana del salón.
-Yo enviaría a Blanca a por la tarta mientras Juan dormía la siesta y yo preparaba las bandejas y las copas. En ese tiempo, que no habría testigos, yo le abriría la puerta y él esperaría junto a la ventana hasta la hora de la llamada telefónica del paciente.
-¿A quién le abriría la puerta? ¿Al gordo?
Ana estuvo a punto de reírse.
-¡Nunca pensé que diera resultado aquella idea absurda de Carmelo! ¡No hubo ningún gordo, ningún gordo dejó sus huellas! Carmelo pensó que sería algo desconcertante para la Policía si se encontraban con unas huellas correspondientes a un hombre muy pesado…
-¿Y no era así?
-¡Qué va! Tengo que reconocer que Carmelo es maquiavélico… -calló un instante-. Y sigue siéndolo: ¡Ha pretendido matarme con la maceta y con la víbora esa!
-Olvídelo. Siga contándome, Ana. Si no había gordo ¿cómo lo hicieron?
Juárez no podía ocultar su ansiedad ¿Habría adivinado el modus operandi y no era descabellada su hipótesis?
-En vez de bordear la casa hasta la ventana de la consulta por el caminillo de losas que hay, acortó o mejor dicho acortamos: yo me subí sobre sus pies y él fue avanzando con esfuerzo (peso cerca de sesenta kilos…), dejando sus huellas en el césped húmedo y en el barro del jardín, hasta llegar al pie de la ventana; luego yo me bajé de sus pies y volví al interior de la casa para preparar lo del cumpleaños, y él se quedó allí esperando la hora de la llamada para golpear a Juan. Después de matarlo volvió a la cancela sin pisar el césped, por las losas.
-¡Lo sabía! –Juárez no pudo evitar alzar la voz. La idea le había venido recordando al sobrino de Lidia jugar con Jordi, con sus pequeños pies sobre los de su padre y simulando que daban grandes pasos entre las risas de todos-. Siga, por favor –recuperó la compostura-, pero ¿y las zapatillas rumanas?
-¡Eran rumanas! ¿Por eso preguntaban ustedes si conocíamos a algún rumano obeso? Lo del obeso nos demostraba que habíamos acertado en la maniobra para confundirlos, pero no entendíamos lo de rumano. No, las zapatillas las recogió Carmelo en un contenedor de la calle, por casualidad, después de ver que un pobre o qué sé yo quién, las tiraba dentro; le pareció que podía aumentar el desconcierto de ustedes. ¡Y así fue!
-Si no hubo rumano obeso ¿Quién golpeó a su marido? ¿Carmelo?
-Sí, claro. Como le he dicho, esperó hasta la llamada; previamente habíamos roto el cristal desde fuera; abrió la ventana con guantes y aguardó. Después lo golpeó con un bate que troceó al día siguiente con una sierra eléctrica y quemó los pedazos en el campo.
-¿Se da usted cuenta de que es partícipe directa del asesinato de su marido?
-Sí. Pero ya no me queda nada. Carmelo ha querido matarme: ya no me quiere y le estorbo.
-Ya, ya veo. Señora Armengol, voy a llamar a mi jefe, al Inspector Ferreiro y le agradecería que le resumiera algo de lo que me ha contado a mí. Luego, como comprenderá, tendré que llevarla detenida.
Ana Armengol bajó la cabeza y unas lágrimas gruesas resbalaron por su cara. Juárez marcó el número privado de Ferreiro.
-Diga –se oyó la voz del Inspector.
-Jefe, tengo a mi lado a la señora Armengol, y se declara culpable del asesinato de su marido, Juan Tamurejo, en colaboración con Carmelo de la Grey. Haga el favor de escuchar el resumen que le va a hacer de cómo llevaron a cabo su crimen.
Avisados los Mossos, se hicieron cargo de Ana y también fueron a detener a su novio al piso en el que estaba escribiendo. Según me contaron, tenía bastante avanzada una novela y los que leyeron lo escrito me aseguraron que no estaba mal.
Juárez fue recibido en la Comisaría de Chamartín casi como un héroe. Aunque Ferreiro le advirtió de que no contara con detalle al Comisario cómo había conseguido que la viuda del asesinado se derrumbara. Era consciente de que el método empleado no había sido muy ortodoxo.
-Antonio, querido, debo reconocer que no daba un euro por el éxito de tu investigación. A decir verdad, tu hipótesis me parecía totalmente absurda – le reconoció Lidia a su novio-. Y todavía más sorprendente me resultó que tu jefe la hubiera aceptado.
-Ya lo sé; pero has sabido, a pesar de todo, ayudarme interpretando tu papel. Un papel con poco texto…, pero lo hiciste muy bien- agradeció Juárez la colaboración a su novia.
-¡Sí! ¡De aquí al María Guerrero, como actriz!
-Y si no, de tramoyista…, la maceta la tiraste con mucho arte…
En la Comisaría me contaron la versión oficial y publicable de cómo habían resuelto el caso. Más adelante, durante el juicio, salió a la luz el procedimiento empleado por Juárez para que Ana Armengol reconociera el asesinato de su marido; sus abogados supieron argumentar para que se invalidara su declaración y lograron que ella y su pareja salieran libres de culpa. La Justicia democrática prevé situaciones para proteger a los inocentes, pero hay veces en que los textos pueden retorcerse y emplearse para dejar en la calle a los culpables por defectos de forma.
Carmelo de la Grey terminó su novela y consiguió publicarla, con éxito regular. No perdonó a Ana Armengol la falta de confianza, y se separaron. Ella regresó a Madrid, y algún tiempo después me enteré de que había formado pareja con su profesor de yoga, aquel que la miraba lánguidamente.
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Ah, la víbora que compró Juárez e hizo como que la sacaba del bolsillo de la asesina en realidad era una culebra de cogulla argelina, Macroprotodon cucullatus, frecuente en las Baleares y sin peligro para el ser humano. El policía podía haber gritado ¡Una áspid!, que también es venenosa y las hay por aquí, pero le habrá parecido más exótica una víbora gariba. Supongo que se habrá enterado de su existencia por Wikipedia. Yo también.
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