4

-Buenos días, soy el Inspector Ferreiro…

-Lo recuerdo, pase usted.

Blanca se hizo a un lado para dejar pasar al policía.

-¿Está la Señora? Quería hablar con ella.

-Lo siento, han venido esta mañana dos de sus amigas y después de acompañarla un rato en casa, consiguieron sacarla a dar un paseo, para que se despejase. Todavía no se ha hecho a la idea de lo que ha pasado ¡Y yo tampoco! –la joven empezó a llorar desconsoladamente.

-Tranquila, Blanca (¿Es tu nombre, verdad?). Tiene que haber sido una impresión muy grande encontrarse con el cadáver del doctor…

-Sí; perdone usted. Era el primer muerto que veía en mi vida… ¡Y además así, lleno de sangre, asesinado!

-Sí, no es plato de gusto ¿Podemos pasar al salón y charlamos un momento?

El policía no esperó a que la chica lo autorizara y marchó delante. El salón estaba recogido, los muebles limpios, sin rastros de bandejas, copas o botellas; con todos los adornos en su sitio y los sillones y las sillas perfectamente colocados.

-Parece que has tenido mucho trabajo…

-Les pregunté a sus compañeros, los que estuvieron en el jardín tanto rato, y me dijeron que podía arreglar el salón. Me vino muy bien para no pensar en lo del sábado. Apenas he dormido.

-Ya. Siéntate, por favor.

Los dos tomaron asiento en sendos sillones.

-¿La cancela que da paso al jardín estuvo cerrada toda la tarde?

-La Señora me dijo, cuando llegaron los primeros amigos, que no echara la llave, para no tener que ir a abrirle a cada uno que llegase. Así que realmente estuvo sin llave desde las seis de la tarde, o así, que llegaron el Doctor Valdetorres y su Señora, que fueron los primeros.

-¿No oíste en ningún momento que rompieran el cristal de la ventana del despacho?

-¡Qué va! No me lo explico, porque la cocina está más cerca del despacho que el salón y yo he estado todo el rato yendo de un lado al otro, y lo podía haber oído en algún momento. Además, yo acababa de estar en el despacho, para coger el teléfono, cuando sonó.

-¿Aún no estaba roto el cristal?

-No lo sé. Ni me fijé. Andaba muy atareada llevando cosas al salón y recuerdo que me pareció muy inoportuno que sonara el teléfono; así que entré sin encender la luz y fui directa al aparato, sin mirar a ninguna parte, por lo que se ve.

-¿No sentiste frío o que entrara aire por la ventana abierta?

-La verdad es que no. Ya le digo que estaba muy atareada y hasta un tanto acalorada. Además, el sábado fue un día bastante bueno para estar en este mes y la temperatura estuvo muy agradable hasta la noche. No, no sentí nada.

-¿Qué te dijo exactamente el que llamaba?

-El caso es que se presentó, pero no me quedé con el nombre. Me dijo Soy Fulano, y el Doctor Tamurejo me dijo que lo llamara a esta hora para un tema que me importaba. Ni se me ocurrió pedirle que me repitiera el nombre –hipó, entre sollozos, la joven- ¡Qué estúpida soy!

-Tranquila, Blanca. Es fácil ahora darse cuenta de las cosas que se podían haber hecho o dicho, pero en aquel momento no tenías la información que tienes ahora. Cuéntame cómo descubriste el cadáver.

-Ana, la Señora, me dijo que avisara al Señor, que tenía que soplar las velas de la tarta. Así que fui al despacho; estaba la luz apagada como cuando yo había atendido el teléfono. En la oscuridad no habría podido ver ni al Señor, aunque estuviera de pie hablando. Así que dije Don Juan, lo llama Ana, al tiempo que encendía la luz (no me parecía correcto hablarle sin vernos). Le iba a decir lo de las velas, cuando vi el cadáver sobre un charco de sangre. Grité y…ya sabe usted el resto. Fue horrible.

-Sí, pero relájate. Ya pasó todo. Por cierto, suponiendo que haya sido un intento de robo (y un asesinato, claro, en cualquier caso), ¿Sabes si en el despacho hay o había algo de valor que le pudiera interesar a alguien?

-Ni idea. Hay adornos que no sé el valor que tienen, pero sobre todo hay libros y diplomas en las paredes. Debería preguntarle a Ana.

-Eso haré –Ferreiro guardó silencio un instante-. Una pregunta confidencial, Blanca. Contéstame si te parece bien, no te voy a obligar a hacerlo ¿Se llevaba bien el matrimonio Tamurejo?

Blanca miró a los ojos a Ferreiro, como dudando del interés de la pregunta y si debía contestarla o si estaría traicionando la confianza de la familia.

-Aparentemente, sí. Yo coincidía poco con el Doctor, porque él llegaba tarde para comer (en ese momento sí lo veía), pero cuando yo llegaba por la mañana él ya se había ido y cuando yo me iba a mi casa él seguía en la consulta.

-Por lo que se ve, trabajaba muchas horas…

-Alguna vez los he oído comentando que del grupo de amigos era el que más horas hacía.  

-Es de suponer que tendría buenos ingresos ¿Tú dirías que son gente rica, que pueden tener dinero guardado en casa?

-Piense usted que mi sueldo es muy bajo, así que lo que gana un médico en su consulta siempre me ha parecido muchísimo. Pero ignoro si tienen dinero en la casa o no. Sí sé que tienen una pequeña caja fuerte, porque de ahí saca Ana lo que me paga o lo que me da para comprar, pero no tengo ni idea de lo que guardan allí. 

-La Señora, Ana, ¿gasta mucho?

-Si lo compara con lo que gasto yo, sí; pero no sé si gasta más o menos que sus amigas, que tienen sus maridos médicos y con consultas. Yo diría que vive muy bien. En la casa no hace nada, que para eso estoy yo; tiene muchas actividades y para poco aquí. Luego, se compra mucha ropa de marca; y si usted va al cuarto de baño, verá la cantidad de potingues caros que tiene. Sí, gasta mucho, pero supongo que es normal en su ambiente.

-¿Tiene Ana muchos amigos?

-¿Qué quiere decir, señor Inspector?

-Tengo que preguntártelo; me refiero a si Ana podría tener algún amigo especial…

-¿Si le estaba poniendo los cuernos a Don Juan? ¡No creo!... ¡Por Dios!

-¿La llaman mucho por teléfono?

-Sí, claro. Sus amigas, por lo menos. Aquí el teléfono y su móvil no paran de sonar.

-Otra cosa, Blanca ¿Tenía el Doctor Tamurejo una enfermera o alguien que le ayudara en la consulta?

-Isabel, que llegaba a las cuatro y se iba cuando él terminaba de atender a sus pacientes. Por las mañanas y hasta que ella llegaba, yo abría la puerta y recogía las llamadas para las citas, pero no hacía nada más; tenía un plus de sueldo por eso.

-¿Isabel es una mujer joven o atractiva, como para que Ana, la Señoa, tuviera celos de ella?

-¿Isabel? ¡No! – a Blanca se le escapó una risa-. Es la misma empleada que tenía el padre de Don Juan los últimos años antes de morir. Debe de estar a punto de jubilarse; es muy agradable, pero no debe usted pensar ninguna cosa rara.

-Ya veo, pero tenía que preguntarlo. Por cierto, ¿recuerdas a un paciente obeso, muy grueso?

-¿Obeso? No. Los pacientes que yo recuerdo pueden estar más o menos gruesos, pero nunca los habría llamado obesos.

-Está bien, Blanca. Ya me voy…

En ese momento, se oyó abrir la puerta. Eran Ana y sus amigas Cristina y Claudia.

-Es Ana ¿Quiere hablar con ella?

-Sí, por favor, acércate a decirle que estoy aquí, esperándola.

Al cabo de un momento entraron las tres amigas en el salón.

-¿Han averiguado algo, Inspector?- preguntó Ana con ansia.

-No, lo siento, señora. La Policía es efectiva pero no tanto. No se preocupe, conseguiremos averiguar quién es el responsable de la muerte de su marido. He venido a charlar con usted ¿se encuentra en condiciones? ¿Sí?

-Sí, claro está.

-Señoras –Ferreiro se dirigió a Claudia y a Cristina- ¿les importaría dejarnos un momento a solas a Doña Ana y a mí? En seguida se la devuelvo.

Cuando se quedaron solos, Ana tomó asiento en el mismo sillón en que se había sentado Blanca.

-Pues usted dirá.

-Sí, lo primero que me interesa saber es qué tal se encuentra…

-Ya se lo puede imaginar usted. No siempre le asesinan a una el marido todas las tardes, ni el día de su cumpleaños… Por suerte, tengo buenas amigas y no me han dejado sola en ningún momento.

-Ya veo. Qué importante es tener amigos. Oiga, cambiando de tema, ¿ha echado en falta algo del despacho de su marido?

-¿Insinúa que se trataba de un robo?

-No insinúo nada; aún no estamos en condiciones de hacerlo. Pero debo considerar todas las posibilidades. Contésteme: ¿ha echado algo en falta?

-Pues, no. Claro que no he querido entrar en el despacho de Juan, después de verlo allí tirado, encharcado en sangre…-Ana empezó a hipar.

-¡Disculpe la pregunta, he sido un bruto! Voy a ir por otro lado: ¿Había en el despacho algo de especial valor? ¿Tienen caja fuerte? ¿Tenía pacientes conocidos o destacados por algún motivo?

-¿De valor? No, nada; salvo el instrumental que utilizaba en la consulta, pero que no justificaría nunca un robo y menos un asesinato. Y sí, tenemos una caja fuerte pequeña, para el dinero que manejamos habitualmente, para pagar las compras o si viene algún recibo. Pero no está en la consulta, sino en el dormitorio.

-¿Y lo que le pregunté de los pacientes?

-Lo ignoro por completo. Ni era un tema que me importase a mí, ni creo que Juan pudiera, por confidencialidad y por lo del Juramento Hipocrático, andar divulgando detalles de sus pacientes. Desde luego, nunca me comentó nada de ninguno de ellos.

Ferreiro calló por un momento y repasó las notas que llevaba en una libretilla.

-Ya veo que no hablaban de sus pacientes, pero ¿nunca le dijo nada de un paciente obeso?

-¿Obeso? -Ana pareció sinceramente sorprendida por la pregunta-. Ni idea, no recuerdo que nunca me haya comentado nada de un paciente obeso…

-Ya veo. Dígame, Ana ¿a qué dedica su tiempo?

La mujer se envaró. Estaba claro que había considerado inoportuna aquella pregunta.

-No creo que sea un tema relevante en la investigación…

-Discúlpeme, Ana, pero si conozco por donde se mueve usted, tal vez se pueda descubrir si había alguien interesado o interesada en hacerle daño a usted a través de su marido. Alguien que le tuviera envidia a él o a usted, por ejemplo.

-Envidia… Me parece absurdo. Éramos una pareja que se llevaba bien, con nuestras discusiones ocasionales, como cualquier otra pareja; él trabajaba muchísimo, por lo que no creo que lo envidiaran demasiado y, yo, al estar muchas horas sola he ocupado siempre mi tiempo en distintas actividades.

-Si su marido trabajaba mucho, su esfuerzo no sería envidiable, seguramente, pero podría serlo el beneficio económico que lograse con tantas horas de consulta…

-Imagino que algún colega lo habrá envidiado en algún momento. Juan heredó la consulta de su padre, que era un dermatólogo muy prestigioso, así que se encontró con una clientela también heredada, que le permitió ganar dinero antes que a muchos de sus compañeros. Pero todos saben que Juan estaba en la consulta desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche o más. No creo que nadie lo envidiara por eso.

-Ya veo. Ahora, por favor, cuénteme alguna de sus actividades habituales.

Ana se acomodó en el sillón. No parecía agradarle especialmente la pregunta.

-Está bien; aunque sigo sin entender qué utilidad puede tener para la investigación. Vamos a ver, voy tres días a la semana a clase de Pilates; dos días voy a Yoga, y tres tardes acudo a un taller de Escritura. Luego, salgo con frecuencia con mis amigas (sobre todo con Claudia y Cristina, las que han venido conmigo) a ver tiendas, a pasear por Madrid, y algunas tardes vamos a un espectáculo: al cine, al teatro…

-¿Me puede dar los nombres de las personas que la acompañan en Pilates o en Yoga, o en el taller de Escritura?

-¿Se da usted cuenta de que pretende que le dé los nombres de cincuenta o sesenta personas?

-Vamos a simplificarlo: ¿Alguno de sus compañeros le ha demostrado un interés especial?

-¿Interés por mí, quiere decir? ¿Qué clase de interés?

-No sé, dígamelo usted, Ana.

La mujer vaciló un momento.

-Seguramente algunas de las señoras que acuden a esos sitios envidian la ropa que llevo, o que me pueda permitir comprarme una serie de caprichos que tal vez ellas no pueden. Pero eso no las hace en absoluto sospechosas de la muerte de mi marido…

-Eso mismo pienso yo. Siga pensando ¿Puede alguien tener otro tipo de interés por usted o sus circunstancias familiares?

De nuevo volvió a quedarse pensativa la recién viuda de Tamurejo.

-No sé si refiere a esto: Creo que John, el profesor de Yoga, me mira de una forma… diría que le gusto bastante.

-¿Qué está enamorado de usted?

-¿Enamorado? ¡No diría tanto! Y además hablar de eso me parece inoportuno en este momento, que acaba de morir (¡que acaban de matar!) a mi marido.

-Profesor de Yoga…Seguro que no es obeso ¿verdad?

-¿John? ¿Obeso? –Ana se rio con ganas-. ¡No, es flaco como buen yogui! Y además es una bellísima persona.

-Está bien, Ana. Ya la dejo tranquila, de momento.

-Espere, ¿no quiere saber qué hice el sábado?

-Dígamelo usted.

-Por la mañana estuve comprando los aperitivos y las cosas que íbamos a tomar por la tarde; luego estuve cocinando, con la ayuda de Blanca, claro está. Tomé una cerveza con Juan –de nuevo, hipó-; comimos. Dejé a Juan descansando en un sillón, y mandé a Blanca a recoger la tarta que habíamos encargado y yo empecé ya a preparar las bandejas, las copas, los platos y todo lo de la merienda.

-¿Juan no la ayudó?

-¡Pobrecito! Siempre llegaba al sábado reventado y se quedaba dormido como un tronco en el sillón. Normalmente yo lo acompañaba en otro sillón, pero este sábado no, por todo lo que tenía que preparar.

-Está bien, Señora. Vaya usted con sus amigas; ya no la molesto más. Por favor, si se le ocurre algo que piense que puede ser de mi interés, llámeme. Me voy, ya. No puedo prometerle que no la vuelva a importunar con preguntas, según se nos vayan ocurriendo.

-Espero que lo hagan. Soy la primera interesada en saber quién mató a mi marido.