...¡para hacer relación a los Reyes de las cosas

que veían, no bastarían mil lenguas a referirlo

ni su mano para lo escribir; que le parecían

que estaba encantado...

Cristóbal Colón, Diario de a bordo,

de acuerdo con el extracto hecho por

Bartolomé de Las Casas

FRAGMENTOS DEL DIARIO DE UN MARINERO GENOVÉS

Hoy desembarqué en la playa encantada. Hacía calor y amaneció temprano, pero la luz del agua era más brillante que la del cielo. No hay mar más translúcido, verde como el jugo de limón que tanto ansiaron mis marineros muertos de escorbuto en la larga travesía desde el Puerto de Palos. Se logra ver hasta el fondo, como si la superficie del agua fuese meramente un vidrio. Y el fondo es de arenas blancas y lo cursan peces de todos los colores.

Mis velas están desgarradas por las tormentas. El 3 de agosto salimos de la Barra de Saltes y el 6 de septiembre vimos por última vez tierra al zarpar del Puerto de la Gomera en Canarias. De las tres carabelas, hoy sólo queda el batel que logré rescatar de la sublevación y la muerte. De los tripulantes, sólo yo sobrevivo.

Sólo mis ojos ven esta playa, sólo mis pies la pisan. Hago lo que la costumbre me ordena hacer. Me pongo de rodillas y doy gracias a un Dios que seguramente está demasiado ocupado en cosas más importantes para fijarse en mí. Cruzo dos palos viejos e invoco el sacrificio y la bendición. Reclamo la tierra en nombre de los Reyes Católicos que jamás pondrán pie en ella. He llegado desnudo y pobre a estas playas. Pero, ¿qué vamos a poseer, ellos o yo? ¿Qué es esta tierra? ¿Dónde carajos estoy?

Mi mamá me lo decía allá en Genova, mientras la ayudaba a tender las inmensas sábanas a orear y me imaginaba, desde chiquito, impulsado por grandes velámenes hasta los confines del universo: —Niño, deja de soñar. Por qué no te contentas con lo que puedes ver y tocar. Por qué siempre me hablas de lo que no existe.

Tenía razón. Debía satisfacerme el goce de lo que estoy mirando. La blanca playa. El abrupto silencio, tan lejos de los aturdidos rumores de Génova y Lisboa. Las suaves brisas y el tiempo como abril en Andalucía. La pureza del aire, sin uno solo de los malos olores que son la plaga de los atestados puertos del Mar Tirreno. Aquí, sólo las bandadas de papagayos oscurecen el cielo. Y en las arenas de la playa no encuentro la mierda, la basura, los paños sangrantes, las moscas y las ratas de todas las ciudades europeas, sino albos confines de pureza, perlas tan numerosas como las arenas mismas, tortugas parturientas, y detrás de la playa, en formaciones sucesivas, la selva tupida de palmeras junto al mar y luego, en ascenso hacia las montañas, macizos conjuntos de pinares, robles y madroños, que es una gloria mirarlos. Y en la cima del mundo, una altísima montaña coronada de nieve, dominando al universo y salvada, me atrevo a decirlo, de las furias del diluvio universal. He llegado, qué duda cabe, al Paraíso.

¿Es esto lo que quería encontrar? Ya sé que mi propósito era llegar a China y Japón. Siempre dije que, al fin y al cabo, sólo se descubre lo que primero se imagina. De manera que llegar a Asia era sólo una metáfora de mi voluntad o, si ustedes lo prefieren, de mi sensualidad. Desde la cuna, tuve una impresión carnal de la redondez de la tierra. Mi madre poseía dos gloriosas tetas que me acostumbré a mamar con una fruición tal que pronto la agoté. Ella dijo que prefería lavar y tender sábanas a alimentar a un niño tan voraz. Se sucedieron así mis pilmamas italianas, a cual más de lechosas, redondas, godibles y terminadas sus tetas en deliciosas puntas que para mí llegaron a conformar, claro está, la visión misma del mundo. Teta tras teta, leche tras leche, mi mirada y mis labios se inundaron con la visión y el sabor del globo.

Consecuencia primera: Para siempre vi al mundo como una pera que fuese toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar de ella fuese como una teta de mujer, y que esta parte del pezón sea la más alta y la más próxima al cielo.

Consecuencia segunda: Que si alguien venía a decirme que estaba loco y que un huevo no se sostiene de pie, yo, para ganar el debate, aplastaba un extremo del huevo y así lo asentaba. Pero mi mente, en realidad, pensaba en morder un pezón hasta vaciarlo de leche y hasta que la nodriza gritara. ¿De placer, de dolor?

Jamás lo sabré.

Aquella infancia mía tiene una consecuencia tercera que debo admitir cuanto antes. A los genoveses no se nos toma muy en serio. En Italia hay grados diversos de la seriedad. Los florentinos consideran que los genoveses no somos dignos de crédito. Ellos, en cambio, se ven a sí mismos como nación de gente sobria, calculadora y con buena cabeza para los negocios. Pero los ciudadanos de Ferrara ven a los florentinos como gente sórdida, siniestra, avara, llena de engaño y treta para obtener sus fines y justificarlos con cualquier medio. Los ferrarenses prefieren ser fijos y aristocráticos como un medallón clásico, inmutable y refinado. De tan superiores que son (o se sienten) no hacen nada para no desmentir la efigie de su nobleza, y pronto caen en la desesperación y el suicidio.

De manera que si los de Ferrara desdeñan a los de Florencia y éstos a los de Génova, a nosotros no nos queda más recurso que despreciar a los napolitanos gritones, mugrosos, frívolos, y los napolitanos no tienen otro remedio que echarles basura a los sicilianos, torvos, asesinos, deshonestos.

Quiero que el lector de este diario que pronto voy a arrojar al mar entienda lo anterior para que comprenda, también, mi dramática decisión. Un hombre de mi tierra y de mi tiempo ha debido sufrir tantas humillaciones como ha impuesto. Genovés, fui tratado como quimerista y fabulador en todas las cortes de Europa a donde llevé mis conocimientos de navegación y mis teorías sobre la circunferencia tetona del planeta. Hombre hablador y glorioso, más fantástico que cierto: así fui tratado, lo mismo en París que en Roma, en Londres que en los puertos de la Hansa. Así se refirieron a mí —lo supe por los chismosos que nunca faltan— Fernando e Isabel después de mi primera visita. Por eso me trasladé a Lisboa, pues en la capital portuguesa se congregaban todos los aventureros, soñadores, comerciantes, prestamistas, alquimistas e inventores de mundos nuevos. Allí, podía ser uno entre muchos y serlo todo mientras aprendía lo que, sin duda, me faltaba aprender para abrazar al mundo redondo, agarrar al universo de las tetas y chuparle los pezones hasta dejarlo sin gota de leche. Tuve un caro aprendizaje.

Ayer se acercaron a mí los primeros hombres de estas nuevas tierras. Yo dormía sobre la arena, agotado por los últimos días de mi viaje en batel, solo y orientado sólo por mi excelente conocimiento de las estrellas. Pasaban por mi sueño, que era en verdad pesadilla, las escenas terribles de las tormentas en alta mar, la desesperación de los marineros, el escorbuto y la muerte, el motín y al cabo, la muy cabrona decisión de los muy cabrones hermanos Pinzón de regresarse a España y abandonarme en un batel con tres odres de agua, dos botellas de alcohol, un costal de semillas y mi baúl lleno de curiosidades: baratijas, bonetes colorados y un compartimiento secreto con papel, plumas y tinta. En malahora me abandonaron: ayer soñé el paso de sus cadáveres sin dientes sobre una balsa de culebras.

Despierto con los labios llenos de arena, como una segunda piel otorgada por la profundidad del sueño, y veo primero el cielo y el paso fugitivo de grajos y ánades, pronto cegado por el círculo de rostros color de canario que hablan como pájaro, en lengua cantarina y tipluda y que, al alzarse para tomarme de las axilas e incorporarme, se revelan totalmente desnudos ante mí.

Me dieron de beber y me condujeron a unos como alfaneques donde me sirvieron comida desconocida y me dejaron reposar.

En los días próximos, cuidado y protegido por este pueblo, recuperé las fuerzas y me admiré de ellos. Eran hombres y mujeres sin mal de la guerra, desnudos, muy mansos y sin armas. Sus tierras eran fertilísimas y con grandes riberas de agua. Hacían una vida regular y contenta. Dormían en camas que se mecen como redes de algodón. Atravesaban los pueblos con un tizón humeante en la mano, del cual chupaban con evidente satisfacción como yo de las tetas. Fabricaban almadías de noventa y cinco palmos de longura de un solo madero, muy hermosas, y en ella cabían y navegaban hasta ciento cincuenta personas, comunicándose entre las diversas islas y la tierra firme que pronto me llevaron a conocer.

Sí, había llegado al Paraíso y mi dilema era uno solo: Comunicar o no este hallazgo a mis ilustres patronos europeos. Quedarme callado o anunciar mi hazaña.

Escribí las cartas apropiadas para que el mundo me honrase, asombrado, y los monarcas de Europa se rindiesen ante mi hazaña. ¿Qué mentiras no conté? Conocía la ambición mercantil y la desmedida avaricia de mi continente y del mundo, de manera que describí tierras llenas de oro y especiería y almáciga y ruibarbo. Después de todo, estas empresas de descubrimiento, fuesen inglesas, holandesas, españolas o portuguesas, eran pagadas para poner sal y pimienta en las mesas de los europeos. Los pedazos de oro, escribí en consecuencia, se recogen como granos de trigo. Aquí se hallan, a salvo de las aguas del diluvio, erguidos y resplandecientes, como si fuesen las tetas de la creación, los montes de oro de Salomón.

No desconocía, sin embargo, la necesidad fabuladora de mis contemporáneos, la envoltura mítica que disfrazara e hiciese paladeable el afán de lucro. Oro, sí, pero guardado en minas profundas por caníbales y fieras bestias. Perlas también, pero reveladas por el canto de sirenas con tres tetas tres. Mares transparentes, pero surcados por tiburones con dos vergas y, además, plegadizas. Islas pródigas, pero defendidas por amazonas que sólo reciben una vez al año la visita de hombres, se dejan preñar y cada nueve meses regresan a los niños machos con sus padres y se guardan sólo a las niñas hembras. Son implacables con los intrusos: los castran. Son implacables con sí mismas: se cortan un seno para disparar mejor sus flechas.

Ahora debo admitir que tanto mis extravagarios míticos como mi muy sensible aprecio de la nobleza de estos salvajes, enmascaraban la experiencia más dolorosa de mi vida. Hace veinte años, me uní a una expedición portuguesa al África que resultó ser un infame negocio para capturar negros y luego traficar con ellos. Cinismo mayor no conocieron los hombres. Los reyes negros de las costas del marfil cazaban y capturaban a sus propios súbditos, acusándolos de rebelión y cimarronería. Ellos mismos los entregaban a los clérigos cristianos para evangelizarlos y salvar sus almas. Los clérigos, a su vez, los confiaban al buen cuidado de los esclavistas portugueses, con el fin de darles ocupación y llevarlos a Europa.

Los vi partir de los puertos del Golfo de Guinea, donde los mercaderes portugueses llegaban con barcos cargados de mercancía para los reyes negros, a cambio de su población esclavizada, aunque redimida por la religión. Se vaciaban los barcos de sedas, percales, sillas curules, vajillas, espejos, paisajes de la Isla de Francia, misales y bacinicas; se llenaban de hombres separados de sus mujeres, enviadas éstas a un destino, aquéllos a otro, los niños divididos y todos arrojados dentro de galeras apretadas, sin espacio para moverse, obligados a cagar y orinar unos encima de otros, a tocar sólo lo próximo y a hablar en su propia lengua a quienes, abrazados mortalmente a ellos, no les entendían. ¿Ha habido raza más humillada, despreciada, sujeto al puro capricho de la crueldad, que ésta?

Vi partir los barcos del Golfo de Guinea y ahora, en mi Nuevo Mundo, me juré que esto jamás ocurriría.

Pues ésta era como la Edad de Oro que evocan los antiguos y así se lo recité a mis nuevos amigos de Antilia, que así dijeron se llamara su isla, y me escuchaban sin comprender, pues los describía a sí mismos y a su tiempo: Primero fue la Edad de Oro, cuando el hombre se gobernaba con la razón incorrupta y en busca constante del bien. Ni obligado por el castigo, ni acicateado por el miedo, su palabra era simple, y su alma sincera. No hacía falta ley allí donde nadie oprimía, ni juez ni tribunal. Ni muros, ni trompetas, ni espadas se forjaban, pues todos desconocían estas palabras: lo Tuyo y lo Mío.

¿Era inevitable que llegara la Edad del Fierro? ¿Podía yo aplazarla? ¿Por cuánto tiempo?

Había llegado a la Edad de Oro. Abracé al buen salvaje. ¿Iba a revelar su existencia a los europeos? ¿Iba a librar a estos pueblos dulces, desnudos, sin malicia, a la esclavitud y la muerte?

Tomé la decisión de callar y permanecer entre ellos por varios motivos y con diversas estrategias. No crea el lector que tiene que habérselas con un simple, pues los genoveses seremos mentirosos, pero no ingenuos.

Abrí mi baúl y encontré los sombreros y los abalorios. Con gusto se los entregué a mis anfitriones y ellos se gozaron mucho con estas baratijas. Mas yo me pregunté a mí mismo: Si mi propósito era llegar a la corte del Gran Khan en Pekín y al fabuloso imperio de Cipango, ¿a quién iban a impresionar estos chunches adquiridos en el mercado del Puerto de Santa María? Los chinos y los nipones se hubiesen reído de mí. Entonces, en mi zona inconsciente, mamaria, yo sabía la verdad: no llegaría a Catay porque no quería llegar a Catay; quería llegar al Paraíso, y en el Edén no hay más riqueza que la desnudez y la inconsciencia. Acaso era éste mi verdadero sueño. Lo cumplí. Ahora debía protegerlo.

Me amparaba la ley más férrea de la navegación portuguesa, que era la ley del secreto. Los navegantes salidos de Lisboa y la Punta de Sagres habían impuesto una política de sigilo a todo precio, ordenada por sus monarcas sebastianistas y utópicos. Los capitanes portugueses que revelasen las rutas o sitios de sus descubrimientos (para no hablar de los viles marineros) eran perseguidos hasta el fin del mundo y al ser encontrados (que lo serían, no lo dudéis) eran descuartizados. Cabezas y extremidades de traidores habían sido halladas a lo largo de las rutas lusitanas, de Cabo Verde a la Buena Esperanza y de Mozambique a Macao. Eran implacables: Si hallaban navíos intrusos en sus rutas, los portugueses tenían órdenes de hundirlos inmediatamente.

A este silencio absoluto me acojo. Le doy la vuelta, como un guante, y lo aprovecho para mí. Silencio absoluto. Sigilo eterno. ¿Qué fue del hablador y quimérico marino genovés? ¿De dónde era en realidad? ¿Por qué, si era italiano, sólo escribía en español? ¿Por qué, sin embargo, creen que era italiano cuando él mismo (es decir, yo mismo) escribió/escribí: Extranjero soy? Pero ¿qué significaba en aquellas épocas ser extranjero? Lo era un genovés para un napolitano, o un andaluz para un catalán.

Como si adivinase mi destino, sembré confusiones minuciosas. En Pontevedra dejé un falso archivo para enloquecer a los gallegos, que son por partes iguales duros realistas y enamorados de la quimera. A los extremeños, que nunca sueñan, en cambio, les hice creer que crecí en Plascencia cuando en verdad lo hice en Piacenza. A Mallorca y Cataluña, les di la mano y la uña: mi apellido, que es el del Espíritu Santo, abunda en esas costas. Córcega, que aún no tiene a ningún prohombre, podrá reclamarme por una mentira que le conté a dos abates ebrios al pasar por Bastiá.

Y sin embargo, a nadie engañé. Lo único que dejé escrito en claro es lo siguiente: “De muy pequeña edad entré en la mar navegando, e lo he continuado fasta hoy... Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso. Todo lo que fasta hoy se navega, todo lo que he andado. Trato y conversación he tenido con gente sabia, eclesiásticos y seglares, latinos y griegos, judíos y moros, e con otros muchos de otras sectas”.

Mi patria es el mar.

Al mar arrojé la botella con las páginas fabulosas, todas las mentiras sobre sirenas y amazonas, oro y perlas, leviatanes y tiburones. Pero también conté la verdad sobre ríos y costas, montañas y bosques, tierras labrantías, frutos y peces, la belleza noble de la gente, la existencia del Paraíso.

Todo lo disfracé, sin embargo, con un nombre que escuché aquí y la naturaleza que le atribuí. El nombre era Antilia. La naturaleza, intermitente. La isla de Antilia aparecía y desaparecía de la vista. Un día el sol la revelaba; al siguiente, la bruma la esfumaba. Flotaba un día, se hundía al siguiente. Tangible espejismo, fugaz realidad, entre el sueño y la vigilia esta tierra de Antilia sólo era visible, al cabo, para quien primero fuese capaz, como yo de niño, de imaginarla.

Arrojé al mar la botella de la fábula, seguro de que nadie la encontraría jamás y, de hallarla, en ella leerían el delirio de un loco. Pero yo conducido por mis dulces amigos al sitio de mi residencia permanente, me dije una verdad que sólo ahora consigno.

El lugar era éste: Un golfo de agua dulce en el que desembocaban siete ríos, venciendo las salinas del mar con su ímpetu fresco. Un río es una natividad eterna, renovación, limpieza y brío perpetuamente renovados, y los ríos de Antilia desembocaban en el golfo con un rumor deleitoso, constante, que disipaba por igual el estruendo de los callejones mediterráneos y su gritería de vendedores, niños, porteras, pícaros, cirujanos, carniceros, azabacheros, cuchilleros, fundidores, horneros, pellejeros, barberos, aceiteros, y el silencio de la noche y el miedo, o de la muerte inminente.

Aquí me asignaron un bohío y una hamaca (era el nombre que le daban a la cama de hilos). Una mujer tierna y solícita. Una almadía para mis paseos, y dos remeros jóvenes para acompañarme. Comida abundante, dorada del mar y trucha del río, ciervo y guajolote, papaya y guanábana. De mi costal saqué las semillas que eran del naranjo y juntos sembramos en los valles y colinas del Golfo del Paraíso. Mejor que en Andalucía creció en Antilia el árbol con hojas lustrosas y flores aromáticas. Jamás vi mejores naranjas, más parecidas al sol, que al sol le daban envidia. Tenía al fin un jardín de tetas perfectas, mamables, comestibles, renovables. Yo había conquistado mi propia vida. Era dueño eterno de mi juventud recobrada. Era un niño sin la vergüenza o la nostalgia de serlo. Podía mamar naranja hasta morirme.

El Paraíso, sí. Pues en él permanecía, liberado sobre todo de la horrible necesidad de explicarles a los europeos una realidad diferente, una historia inexplicable para ellos. ¿Cómo va a entender Europa que hay una historia distinta de la que ella hizo o aprendió? ¿Una segunda historia? ¿Cómo van a aceptar los europeos que el presente es no sólo el heredero del pasado sino el origen del futuro? Qué responsabilidad tan atroz. Nadie la toleraría. Menos que nadie, yo.

Bastante problema tendría, personalmente, en acabar con todas las mentiras sobre mi persona y admitir: No soy catalán ni gallego, ni mallorquí ni genovés. Soy judío sefardí, cuya familia huyó de España después de las persecuciones de siempre: una más, una de tantas, ni la primera ni la última...

El lector de estas notas dedicadas al azar comprenderá sin duda, al leerlas, los motivos de mi silencio, de mi abstención, de mi permanencia en Antilia. Quise atribuir el cariño con que fui tratado a mi personal simpatía, y aun a mi empatía con quienes me recibieron. No hice caso de los rumores que me convertían en protagonista de una leyenda divina. ¿Yo, Dios blanco y barbado? ¿Yo, puntualmente de regreso para ver si los hombres habían cuidado la tierra que les di? Recordé las tetas de mis nodrizas y le di un gran mordisco a la naranja que siempre está a mi lado, perennemente renovada, casi mi cetro.

Desde el mirador de mi alto belvedere enjalbegado, miro la extensión de las tierras y la unión de los ríos, el golfo y el mar. Siete ríos descienden, unos mansos y otros torrentosos (incluyendo una catarata), a llenar el golfo que a su vez se abre dócil sobre un mar defendido de su propia cólera por los arrecifes de coral. Mi blanca casa, refrescada por los vientos alisios, domina las huertas de naranjos y es protegida por docenas de laureles. A mis espaldas, los montes murmullan sus nombres de pino y ciprés, de roble y madroño. Águilas reales se posan en las cimas blancas; las mariposas descienden como una catarata más, mitad oro, mitad lluvia; todas las aves del mundo se dan cita en este aire inmaculado, desde la grulla, la guacamaya y la lechuza de negras antiparras, pasando por aquellas que distingo por su aspecto más que por su nombre: aves que son como hechiceras de orejas negras, aves que se despliegan como inmensas sombrillas, otras tocadas de rojo cardenalicio, otras con gargantas de plata, aves carpinteras y aves ardillas, aves con picos rojos y palomas de pico breve, unas que suenan como trompetas y otras con sonido de relox, jacamares y pájaros hormigueros que se nutren de la abundancia de lo que consumen. Todo lo preside el grito permanente del pájaro caracara, mi halcón terrestre que jamás ha volado pero que, arrastrándose por la tierra, devora el desperdicio y con ello redime la vida.

Pues más allá de la vida visible de mi paraíso terreno está lo que lo sostiene, y esto es la minucia de la vida invisible. La riqueza de la vida animal es patente, y el cuervo, el ocelote, el tapir y la onza, marcan claramente sus caminos en la selva y el monte; se perderían en ellos sin la guía de los olores vivos que son las rutas del silencio y de la noche. El mono araguato y el armadillo, el jaguar y la iguana, son guiados todos por millones de organismos invisibles que limpian el agua y el aire de sus venenos cotidianos, como lo hace, a ojos vistas, el ruidoso halcón caracara. El aroma de la selva lo despiden millones de cuerpecillos ocultos que son como la luz invisible de la espesura.

Ellos esperan la noche para moverse y saber. Nosotros, aguardamos el amanecer. Yo miro las enormes orejas felpudas del lobo pardo que todas las noches se acerca a mi puerta. En ellas se agolpa la sangre y huye el calor. Es el símbolo de la vida en el trópico, donde todo está preparado para vivir bien si se quiere prolongar la vida y respetar su flujo natural. Todo se vuelve contra uno, en cambio, apenas nos mostramos hostiles y queremos dominar, dañándola, a la naturaleza. Los hombres y mujeres de mi nuevo mundo saben cuidar la tierra. Se los digo a cada rato, y por ello me veneran y protegen, aunque no sea Dios.

Comparo esta vida con la que dejé atrás en Europa y me estremezco. Ciudades sepultadas en basura, redimidas a veces por el fuego pero ahogadas enseguida por el hollín. Ciudades de intestinos visibles, coronadas de feces, por cuyas alcantarillas corren el pus y la orina, la sangre menstrual y el vómito, el inútil semen y los cadáveres de los gatos. Ciudades sin luz, estrechas, hacinadas, por donde todo deambula cual fantasma o dormita cual súcubo. Mendigos, asaltantes, locos, multitudes que hablan solas, ratas escurridas, perros cimarrones que regresan en manadas, migrañas, fiebres, mareos, temblores, duros volcanes de sangre entre las piernas y en los sobacos, una urdimbre negra en la piel: cuarenta días de abstinencia no evitaron cuarenta millones de muertos en Europa. Las ciudades se despoblaron. Los saqueadores entraron a tomar nuestras posesiones y los animales se instalaron en nuestros lechos. Nuestros ojos estallaron. Nuestro pueblo fue acusado de envenenar los pozos. Fuimos expulsados de España.

Ahora yo vivo en el Paraíso.

¿Por cuánto tiempo? A veces pienso en mi familia, en mi pueblo disperso. ¿Tengo familia también, mujer, descendencia, en este nuevo mundo? Es posible. Vivir en el Paraíso es vivir sin consecuencias. Los afectos pasan por mi piel y mi memoria como agua por un filtro. Queda una sensación, más que un recuerdo. Es como si el tiempo no hubiese transcurrido entre mi llegada a estas tierras y mi pacífico estar en la blanca mansión de los naranjos.

Cultivo mi propio jardín. En el naranjo, se reúnen mis más inmediatos placeres sensuales —miro, toco, pelo, muerdo, trago— pero también la sensación más antigua: mi madre, las nodrizas, las tetas, la esfera, el mundo, el huevo...

Mas si deseo que mi historia personal tenga resonancia colectiva, debo ir más allá de la teta-naranja a los dos objetos de la memoria que celosamente traigo conmigo desde siempre. La llave de la casa ancestral de mis padres en la judería de Toledo es uno. Arrojados de España por la persecución, jamás perdimos la lengua castellana ni la llave del hogar. Ha pasado de mano en mano. Nunca ha sido una llave fría, pese al metal de su factura. Demasiadas palmas, yemas, dedos, uñas judías la han mimado.

La otra cosa es una plegaria. Todos lo sefardíes españoles viajamos con ella y la clavamos a la puerta de nuestro armario. Yo hago lo mismo en Antilia. He improvisado un ropero donde quedan, cual memento, mis antiguas cotaras, el jubón y las calzas, pues mis amigos del Mundo Nuevo me han enseñado a usar ropa de hilo, suave y floja, blanca y aireada: camisa y pantalón, sandalias. Allí he clavado la oración de los judíos emigrados y dice así: Madre España, has sido cruel con tus hijos israelitas. Nos has perseguido y expulsado. Hemos dejado atrás nuestras casas, nuestras tierras, no nuestros recuerdos. Mas a pesar de tu crueldad, te amamos, España, y a ti anhelamos regresar. Un día tú recibirás a tus hijos errantes, les abrirás los brazos, pedirás perdón, reconocerás nuestra fidelidad a tu tierra. Regresaremos a nuestras casas. Ésta es la llave. Ésta es la oración.

La pronuncio y casi como un deseo cumplido, hasta mí regresa un recuerdo de mi arribo, urgido y chillón como el pájaro caracara.

Estoy sentado en mi balcón haciendo, a la hora primera, lo que mejor hago, que es contemplar. Soplan aires tempranísimos. Sólo falta oír ruiseñores. He rezado la oración del regreso sefardita a España. No sé por qué, pero pienso en algo que nunca me preocupa, de tan habituado que estoy a ello. Antilia es una tierra que aparece y desaparece periódicamente. No he descubierto las reglas de esas mutaciones y prefiero desconocerlas. Temo que conocer el calendario del aparecer y desaparecer sea algo así como conocer, con anticipación, la fecha de nuestra muerte.

Prefiero hacer lo que la naturaleza y el tiempo real de la vida me ordenan. Contemplar, gozar. Pero esta mañana, sorpresivamente, pasa volando un ave blanca con rabo de junco, de ésas que el marinero ve pasar gozoso, porque es ave que no duerme en el mar; indica vecindad de la tierra. Soplan los alisios y la mar está llana como un río. Grajos y ánades y un alcatraz atraviesan huyendo al sudeste. Su prisa me alarma. Insólitamente, me incorporo con un sobresalto al mirar en la altura el paso de un bifurcado, ave que hace vomitar a los alcatraces lo que comen las aves de presa para comérselo ella. Es ave de mar, pero no posa en él, ni se aparta veinte leguas de la tierra.

Me doy cuenta de que estoy mirando una ocurrencia del pasado. Esto es lo que ya vi al llegar aquí. Hago un esfuerzo para disipar este espejismo y mirar lo que ocurre hoy. No sé distinguir, sin embargo, las dos ocurrencias. Otro pájaro se hace visible en el cielo. Se acerca, primero apenas un punto, luego brillante estrella, tanto que me ciega al medirla contra el sol. El pájaro desciende al golfo. De su panza salen dos patas inmensas como almadías y con un gruñir espantoso, acallando la gritería alborotada del caracara, se asienta en el agua, levantando una nube de espuma y encrespa las aguas del golfo.

Todo se calma. El pájaro tiene puertas y ventanas. Es una casa del aire. Una mezcla del Arca de Noé y el mitológico Pegaso. La puerta se abre y aparece, sonriente, con dentadura cuyo brillo opaca el del sol y el metal, un hombre amarillo, como los describe Marco Polo mi antecesor, con espejuelos que añaden al conflicto del brillo, vestido de manera extraña, con una maletita negra en la mano y zapatos de piel de cocodrilo.

Hace una reverencia, sube a un batel rugiente desprendido de la nave voladora, y navega hacia mí.

Nada me sorprende. Desde el principio desengañé a quienes en mí querían ver una especie de marinero hablantín e iletrado. Dios me dio espíritu de inteligencia y en la marinería me hizo abundoso; de astrología me dio lo que abastaba, y así de geometría y aritmética; e ingenio en el ánima para dibujar esferas, y en ellas las ciudades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio.

Dueño de estos atributos, he penado hondamente sospechando (aunque nunca admitiendo) que no llegué a Japón como quería, sino a una tierra nueva que, como hombre de ciencia, debía admitir, pero como hombre político, debía ocultar. Así lo hice pero esta mañana fatal de mi historia, cuando el pequeño hombre de traje gris claro brillante como el pájaro que lo trajo hasta mí, con el maletín de cuero negro en la mano y los zapatos de cocodrilo, me sonrió y se presentó, supe la terrible verdad:

Yo no había llegado a Japón. Japón había llegado a mí.

Rodeado de seis personas, cuatro hombres y dos mujeres, que manipulaban toda suerte de artefactos, brújulas acaso, clepsidras, compases, o acaso cinturones de castidad, apuntados sin respeto a mi cara y a mi voz, mi visitante se presentó sencillamente como el señor Nomura.

Su argumento fue directo, claro y simple.

—Hemos observado con atención y admiración su custodia de estas tierras. Gracias a usted, el mundo cuenta con una reserva inmaculada de ríos, bosques, flora y fauna, playas prístinas y pescado incontaminado. Felicidades, Cristóbal San. Hemos respetado su aislamiento durante mucho tiempo. Hoy ha llegado el momento de que usted comparta el Paraíso con el resto de la humanidad.

—¿Cómo supieron...? —balbuceé...

—Usted no llegó a Japón, pero su botella retacada de manuscritos sí. Somos pacientes. Hemos esperado el momento. Su Paraíso, ¿ve usted?, aparecía pero desaparecía con mucha frecuencia. Las expediciones antiguas nunca regresaban. Tuvimos que esperar mucho tiempo hasta perfeccionar la tecnología que fijara la presencia de lo que convenimos en llamar el Nuevo Mundo como una constante a pesar de los movimientos aleatorios y, al cabo, engañosos, de las apariciones y desapariciones. Hablo de radar, láser, ultrasonido... Hablo de pantallas de alta definición.

—¿Qué cosa quieren...? —logré decir en medio de mi creciente confusión.

—De usted, Colombo San, colaboración. Sea un buen miembro del equipo. Nosotros sólo trabajamos en equipo. Coopere y todo saldrá bien. Wa! Wa! Wa! Conformidad, don Cristóbal —dijo, saltando un poco y luego parándose de puntitas.

Sonrió y suspiró.

—Aunque con retraso, nos encontramos.

Firmé más papeles que durante las Capitulaciones de Santa Fe con los Reyes Católicos. Nomura y su ejército de abogados japoneses (el golfo se llenó de yates, queches e hidroplanos) me hicieron ceder las playas de Antilia a la Compañía Meiji quien a su vez subcontrató su desarrollo a la Compañía Amaterasu, la cual en su turno cedía la construcción de hoteles a la Corporación Minamoto que contrataba la compra de mantelería con los Diseños Murasaki, todo lo relativo a toallas con el Grupo Mishima y la perfumería y jabonería con el Grupo Ichikawa. Los restoranes serían dirigidos por la Agencia Kawabata y las discotecas por la Agencia Tanizaki, en tanto que las cocinas serían provistas por Akutagawa Asociados, en fusión con el Grupo Endo para el producto importado y con el Grupo Obe para el producto nativo, que sería procesado en la isla por la Corporación Mizoguchi y trasladado a los hoteles por los Transportes Kurosawa, todo ello procurado por empleados locales (¿cómo quiere usted que los llamemos: aborígenes, nativos, indígenas, antillanos?, no queremos herir susceptibilidades) que prosperarán con el influjo turístico, Columbus San, y verán sus estándares de vida dispararse a las alturas. Necesitamos guías de turistas, choferes, líneas de autobuses, agencias de renta de autos, jeeps color de rosa y queches de placer para los clientes de los hoteles y en consecuencia carreteras y todo lo que el turista requiere a lo largo de las mismas: moteles, pizzerías, gasolineras y marcas reconocibles que los hagan sentirse como en su casa, pues el turista —es lo primero que debe usted saber como Almirante del Mar Océano y Presidente del Consejo de Administración de Paraíso Inc.— viaja para sentir que no ha dejado su hogar.

Me ofreció un té amargo: —Hemos dado concesiones, por ello, a marcas fácilmente reconocibles. Deberá usted firmar —aquí, por favor— contratos particulares con cada una para evitar conflictos con la Ley Antimonopolios de la CEE que jamás, le añado para alivio de su conciencia, hubiese aceptado algo tan avorazado como la Casa de Contratación de Sevilla.

Firmé, aturdido, los diversos contratos con expendios de pollo frito y aguas gaseosas, gasolineras, moteles, pizzerías, heladerías, revistas ilustradas, cigarrillos, llantas, supermercados, cámaras fotográficas, automóviles, yates, aparatos de música y más etcéteras que los títulos de todos los reyes de España para los que salí a descubrir.

Sentí que mi nuevo mundo era cubierto por una red de araña y que yo era el pobre insecto capturado en el centro, impotente porque, como ya lo dije, vivir en el Paraíso era vivir sin consecuencias.

—No se preocupe. Colabore con el equipo. Colabore con la corporación. No se pregunte quién va a ser el dueño de todo esto. Nadie. Confíe en nosotros: Sus nativos van a vivir mejor que nunca. Y el mundo va a agradecerle el último, el Supremo, el Más Exclusivo Lugar de Recreo del Planeta, el Nuevo Mundo, la Playa Encantada donde Usted y sus Hijos pueden Dejar Atrás la Polución, el Crimen, la Decadencia Urbana, y Gozar a sus Anchas de una Tierra sin Contaminación, PARAÍSO INC.

Quiero abreviar. El paisaje se transforma. Un humo ácido penetra hasta mi garganta día y noche. Mis ojos lloran hasta cuando le sonrío al activísimo señor Nomura, mi protector, quien ha puesto a mi servicio una guardia de samurais contra la gente que me ha amenazado o que organiza sindicatos y protestas. Todo va dirigido contra mí, pues soy la única cabeza visible de este nuevo imperio anónimo. Hace poco, eran mis amigos.

—Recuerde, don Cristóbal. Somos una corporación para el siglo XXI. Rapidez, agilidad, son nuestras normas. Evitamos las oficinas y la burocracia, no tenemos planta o equipos, lo alquilamos todo, nada más. Y cuando los periodistas le hagan preguntas sobre el verdadero dueño de Paraíso Inc., usted nomás diga: Nadie. Todos. Espíritu de equipo, Cristóbal San, lealtad a la compañía, yoga en las mañanas, un valium cada noche...

Nomura me hizo notar que lejos de ser un lugar cerrado, Paraíso Inc. estaba abierto a todas las naciones. Es cierto: vi con añoranza las viejas banderas que un día dejé atrás en las naves del aire que iban llegando con el tropel de turistas ansiosos de gozar la limpidez de nuestras aguas y la pureza de nuestro aire, la blancura de nuestras playas y la virginidad de nuestros bosques, TAP, Air France, Iberia, Lufthansa, Alitalia, BA... Los colores de sus insignias me rememoraban, con una dulce amargura, las cortes por donde peregriné pidiendo apoyo para mi empresa. Ahora, eran como corazas de una justa entre Pegasos en el campo de las Pléyades.

Llegaron miles y miles de turistas y el doce de octubre fui paseado en una carroza traída desde el Carnaval de Niza, rodeado de indios (e indias) desnudos y luciendo mis antiguos ropajes del siglo XV. Ahora, sobra decirlo, toda mi ropa es de Banana Republic. Nadie me molesta. Soy una institución.

Pero mi nariz trata de oler, en balde, los aromas de las carreteras invisibles de la noche, cuando miles de organismos ocultos perfumaban el aire para guiar al tapir y al venado, al ocelote y a la onza. No los oigo ya, no los huelo. Sólo mi lobo pardo de orejas puntiagudas sigue cerca de mí. El calor del trópico se escapa por sus pabellones palpitantes y blancos. Los dos miramos hacia los huertos del naranjo que nos rodean. Quisiera que el lobo entendiese: El naranjo, el animal y yo somos sobrevivientes...

No dejan que nadie se acerque a mí. Me han obligado a temer. Cruzo miradas, a veces, con una mulata lacia y morena que tiende mi cama con sábanas color de rosa y riega orquídeas antes de retirarse. Pero la mirada de ella es no sólo esquiva, sino rencorosa, y algo peor: resentida.

Una noche la joven criada indígena no se presenta. Irritado, estoy a punto de reclamar. Me doy cuenta de un cambio. Me vuelvo intolerante, cómodo, viejo... Aparto las gasas que protegen mi hamaca (he guardado esa deleitosa costumbre de mi asombro original) y encuentro recostada en ella a una mujer joven, esbelta y color de miel: rígida como un lápiz, sólo el mecer de la hamaca la suaviza. Se presenta con intensidad verbal y gestual como Ute Pinkernail, natural de Darmstadt, Alemania, y me dice que ha logrado colarse hasta aquí, en lugar de la criada, pues estoy muy protegido e ignoro la verdad. Extiende los brazos, me envuelve en ellos y me dice al oído, sin aliento, nerviosa: “Somos seis mil millones de seres en el planeta, las grandes ciudades del Oriente y del Occidente están a punto de desaparecer, la asfixia, la basura, la plaga las sepultan, te han engañado, tu paraíso es el último desaguadero de nuestras ciudades sin luz, estrechas, hacinadas, mendicantes, sin techo, por donde deambulan asaltantes, locos, multitudes que hablan solas, ratas escurridas, perros en manadas salvajes, migrañas, fiebres, mareos: ciudad en ruinas, sumergida en las aguas negras, para muchos; otra ciudad inaccesible, en las alturas, para muy pocos y tu isla es sólo la alcantarilla final, has cumplido tu destino, has esclavizado y exterminado a tu pueblo...”.

No pudo decir más. Los samurais entraron dando gritos, saltando, blandiendo subametralladoras, apartándome violentamente. Mi veranda se cegó de pólvora y estruendo, una luz blanca lo bañó todo y en un vasto instante simultáneo los lanzallamas incendiaron mi huerto de naranjos, una bayoneta atravesó el corazón de mi lobo maestro, y las tetas de Ute Pinkernail se mostraron ante mi mirada atónita y deseosa. Luego, la sangre de la muchacha se escurrió entre las redecillas de la hamaca...

Vivir en el paraíso es vivir sin consecuencias. Ahora sé que voy a morir y pido permiso para regresar a España. El señor Nomura primero me regañó.

—No actuó usted como miembro del equipo, Cristóbal San. ¿Qué se creía, que iba a mantener su Paraíso apartado de las leyes del progreso para siempre? Dese cuenta de que manteniendo un paraíso, usted sólo estaba multiplicando el deseo universal de invadirlo y aprovecharlo. Sépalo ya: No hay paraíso sin jacuzzi, champaña, Porsche y discoteca. No hay paraíso sin papas fritas, hamburguesas, aguas gaseosas y pizzas napolitanas. Para todos los gustos. No se ande creyendo en la simbología de su nombre, portador de Cristo, paloma del Espíritu Santo. Regrese pues, vuele palomita, y lleve su mensaje: Sayonara, Cristo; ¡Paraíso, Banzai! ¡Wa! ¡Wa! ¡Wa! ¡Conformidad! El clavo que sobresale pronto será martilleado.

En el vuelo de Iberia soy tratado como lo que soy: una reliquia venerable, Cristóbal Colón que regresa a España después de quinientos años de ausencia. Había perdido toda noción del tiempo y del espacio. Ahora, desde el cielo, los recupero. Oh, cómo gozo viendo desde acá arriba la huella de mi primer viaje, en reversa: los montes del roble y el madroño, la tierra fertilísima, toda labrada, las almadías surcando el golfo donde desembocan siete ríos, uno de ellos en cascada suave color de la leche: veo el mar y las sirenas, los leviatanes y las amazonas disparando sus flechas al sol. Y adivino ya, volando sobre mi huerto calcinado, las playas con resacas de mierda, los paños sangrantes, las moscas y las ratas, el cielo acre y el agua envenenada. ¿También acusarán a los judíos y a los árabes de todo esto antes de expulsarlos o exterminarlos de vuelta?

Miro el vuelo de ánades y grajos y siento que nuestra propia nave es impulsada por suaves alisios sobre un mar variable, aquí plácido como un cristal, allá anclado en los zargazos, a ratos tormentoso como en los peores momentos del viaje inicial. Vuelo cerca de las estrellas y sin embargo sólo veo una constelación al caer la noche. La forman los senos magníficos de Ute Pinkernail, las tetas que ya no me tocó tocar...

Me sirven Freixenet y me dan a leer la revista Hola. No entiendo el tenor de las noticias. No me importan. Voy de regreso a España. Voy de vuelta al hogar. En cada puño, llevo las pruebas de mi origen. En una mano, aprisiono las semillas del naranjo. Quiero que ese fruto sobreviva a la implacable explotación de la isla. En la otra, llevo la llave helada de mi casa ancestral en Toledo. A ella regresaré a morir: casa de piedra y techumbre vencida, puerta de maderos crujientes que no ha sido abierta desde que la abandonaron mis antepasados, los judíos expulsados por el pogromo y la plaga, el miedo y la muerte, la mentira y el odio...

Pronuncio en silencio la oración que traigo clavada en el pecho como un escapulario. La pronuncio en la lengua que los judíos de España mantuvimos durante la eternidad, para no renunciar a nuestro hogar y a nuestra casa: “A ti, España bienquerida, nosotros Madre te llamamos y, mientras toda nuestra vida, tu dulce lengua no dejamos. Aunque tú nos desterraste como madrastra de tu seno, no estancamos de amarte como santísimo terreno, en que dejaron nuestros padres a sus parientes enterrados y las cenizas de millares de sus amados. Por ti nosotros conservamos amor filial, país glorioso, por consiguiente te mandamos nuestro saludo glorioso”.

Repito la oración, aprieto la llave, acaricio las semillas y me entrego a un vasto sueño sobre el mar, en el que el tiempo circula como las corrientes y todo lo une y relaciona, conquistadores de ayer y de hoy, reconquistas y contraconquistas, paraísos sitiados, apogeos y decadencias, llegadas y partidas, apariciones y desapariciones, utopías del recuerdo y del deseo... La constante de este trasiego es el movimiento doloroso de los pueblos, la emigración, la fuga, la esperanza, ayer y hoy.

¿Qué encontraré al regresar a Europa?

Abriré de nuevo la puerta del hogar.

Plantaré de nuevo la semilla del naranjo.

Londres, 11 de noviembre de 1992