Ellos, los españoles, son un pueblo rudo, salvaje y bárbaro, al que nosotros, los romanos, debemos conducir, les guste o no, hacia la civilización. Algún desarrollo hay en las costas de esta península, gracias a la presencia griega y fenicia. Pero apenas se adentra uno en la tierra arisca y árida, no hay nada: ni caminos ni acueductos ni teatros ni ciudades dignas de ese nombre. Desconocen el vino, la sal, el aceite y el vinagre. De allí que nuestros soldados la pasen tan mal en las campañas ibéricas. Obligados a comer cebada y conejo hervido con sal, la disentería se convierte en el mal endémico de nuestras tropas. Se ríen nuestros poetas satíricos, pero también los soldados rasos. Estamos abonando la tierra hispánica con mierda romana. Algo más: nunca se bañan.
Ellos son, sin embargo, valientes. Lo comprobamos durante los cien años (ciento cuatro, para ser exactos) de nuestra guerra constante contra España. Desde el momento en que Amílcar Barca cruzó del África a Cádiz y nos retó saqueando a España y convirtiéndola en base de las operaciones cartaginesas contra Roma, hasta la caída de la testaruda y suicida ciudad de Numancia ante las fuerzas de nuestro héroe Cornelio Escipión Emiliano.
Ellos viven en una isla. O casi. Rodeados de mar por los cuatro costados, salvo el estrecho pero macizo cuello de los Pirineos, los españoles son seres insulares. O peninsulares, para ser exactos. El mundo les importa poco. La tierra, mucho. Y ellos le importan poco al mundo. Los romanos hubiésemos, quizá, dejado en paz a España: que ellos se mueran de comer cebada y conejo hervido. Sólo que intervino Cartago y convirtió a España en puja y peligro. Por España se llega de África a Roma. En España, África derrota a Roma. Y después de conquistar Roma, no habrá nada más que conquistar. Tales fueron la amenaza y la apuesta de Cartago.
Ellos se vieron siempre a sí mismos como fin del mundo, el extremo cabo del continente. Y como quisieron ser vistos, así lo fueron. Extremo, confín, rincón, hoyo, culo del mundo conocido. Qué desgracia que Cartago haya escogido a España para desafiar a Roma. Roma tuvo que acudir a España para defenderse y para defender a España.
Aníbal, hijo y sucesor de Amílcar, se presentó ante Sagunto, rodeó la ciudad y le puso sitio. Los saguntinos reunieron todas sus posesiones en el foro y las quemaron. Luego salieron a pelear en vez de morirse de hambre. Fueron diezmados por Aníbal. Desde las murallas, las mujeres vieron la muerte de sus hombres en el desigual combate. Algunas se arrojaron desde las azoteas, otras se ahorcaron, otras más se suicidaron junto con sus hijos. Aníbal entró a una ciudad fantasma.
Ellos son así. Así se abrió y cerró la terrible guerra de Cartago en España; Sagunto fue el espejo anticipado del cerco de Numancia.
Ustedes no saben distinguir la historia de la fábula. Roma se siente civilizada. Yo, Polibio de Megalópolis, griego de vieja estirpe, les digo que no se engañen. Roma es nación imberbe, cruda y bárbara como los celtíberos. Menos que ellos, pero sin comparación posible con el refinamiento griego. Sin embargo, algo que a los griegos nos ha abandonado, es lo mismo que se ha instalado en el corazón de Roma: la Fortuna, lo que los griegos llamamos Tyké. En cuestiones de historia, Tyké guía todos los asuntos del mundo en una sola dirección. Al historiador sólo le cumple ordenar los eventos determinados por la fortuna. Mi gran suerte (mi fortuna personal) consiste en haber sido testigo del momento en que Roma se convirtió en la protagonista de la Fortuna. Hasta entonces, el mundo vivía bajo el signo de la dispersión. A partir de Roma, el mundo forma un todo orgánico; los asuntos de Italia y África se han conectado a los de Grecia y Asia. Todos estos hechos se enderezan hacia un mismo fin: el mundo unido por Roma. Tal es la razón misma de la historia. Ustedes son los testigos de mi buena suerte. En cincuenta y tres años (los de la vida de Escipión hasta llegar a Numancia) Roma ha sometido a la casi totalidad del mundo habitado. Es la primera vez que esto ocurre en la historia. Tal es el tema único de mi historia. La fortuna le dio a Roma el dominio del mundo. Si respeto a la diosa Tyké, debo decir: Esto ocurrió porque Roma lo merecía. Ustedes recordarán esta historia. Lo demás, se lo dejo a los anticuarios.
Nosotros, los romanos, iniciamos y terminamos la guerra contra Cartago en España y luego contra la resistencia hispánica una vez barrida Cartago de la península. Joven república romana, quisimos darle una tradición de fuerza militar pero también de fuerza civilizadora a nuestras empresas. Por fortuna, contamos con héroes de la misma gran familia, los Escipiones. Dos hermanos, Publio Cornelio Escipión y Neo Cornelio Escipión, fueron los primeros a quienes el Senado y el pueblo de Roma les encargó someter a las tribus hispánicas e incorporar el territorio a la república romana, barriendo para siempre con la soberbia ambición cartaginesa. Los dos Escipiones llevaron pues a España la guerra contra Cartago. Llegaron con sesenta embarcaciones, cuatrocientos hombres a caballo y diez mil de infantería. Los cartagineses enviaron a Asdrúbal con treinta elefantes enmascarados. Los Escipiones mataron muchos elefantes cegados por las máscaras que debían salvarlos de la visión del miedo. Pero la muerte mató a los dos Escipiones.
Estábanse los dos muy quietos, como es la costumbre de la guerra en invierno, cuando se establece una tácita tregua y los contendientes se refugian en los puertos de la sierra. A veces, la fuerza de las tormentas es tal que el viento estrella a las águilas contra el costado de la montaña y sus plumas caen como una lluvia oscura sobre la nieve. El verdadero guerrero, sin embargo, no se deja desanimar por el capricho de las estaciones. Lo devora el gusanillo de la guerra. Publio Cornelio, inquieto y aterido, decidió sorprender a Asdrúbal el cartaginés, pero éste, aún más inquieto, ya había salido en busca de Publio Cornelio, lo rodeó y lo mató. El otro Escipión, su hermano Neo Cornelio, ignoraba esto. Movido por un oscuro instinto fraternal, salió a recorrer el paisaje helado. Le guiaba un presentimiento. Los cartagineses lo atacaron, obligándole a refugiarse en una torre, a la que luego le prendieron fuego. Allí murió este valiente, en medio de las llamas y el hielo. Así se confirma que en las treguas de invierno sólo hay reposo si uno de los combatientes se abstiene de combatir, pues es seguro que el otro siempre andará al acecho. ¿Quién entiende la fatalidad de estos juegos mortales?
La ruptura de la tregua de invierno fue un funesto presagio. Cinco comandantes romanos se sucedieron en España. Marcelo llegó con mil de caballería y diez mil de infantería. Fracasó estruendosamente, al grado de que sus derrotas entregaron a Cartago la totalidad de España, salvo un rinconcito de los Pirineos. Así descubrimos que en España rige un perverso principio de Arquímedes: dadme un rinconcito para pelear, por oscuro y pequeño que sea, y desde allí moveré al mundo...
A Marcelo nadie quería sucederle en la desgracia. Cundió la alarma en Roma. ¿Qué cobardía, qué decadencia era ésta? Nuevamente fue un Escipión el que dio la cara, ¡noble familia, nunca acabaremos de alabaros y contar la fortuna y la fama que nos habéis dado!
El joven Cornelio Escipión, lamentando la muerte en España de su padre y su tío que se burlaron de Cartago y del invierno, prometió vengarlos. El Senado, apegado a la ley (escudo de la justicia, pero a veces refugio de la cobardía), señaló que el joven Escipión, a los veinticuatro años de edad, no tenía derecho de mandar tropas. Entonces el muchacho desafió a los viejos. Si los viejos lo prefieren, dijo, que ellos tomen el mando. Nadie lo hizo. El muchacho salió con quinientos de a caballo y diez mil de a pie. España, cansada del dominio africano, lo esperaba con alborozo. Cornelio Escipión se aprovechó de este temperamento, añadiendo el suyo propio, que era sumamente dramático. Dice que sus actos los inspira la providencia. Monta el caballo, se yergue sobre los estribos, habla en nombre de los dioses, inflama a la tropa con su juvenil presencia, fascina con su cuerpo grácil que apenas tolera la pesada musculatura de bronce de la coraza, el vello dorado de sus piernas que parece fundirse con el cuerpo del overo, y se apuesta, nuevo centauro, frente a Cartago Nueva, en el Mediterráneo, con máquinas, piedras, dardos, catapultas y jabalinas. Diez mil cartagineses defienden las puertas de la ciudad. Cornelio aprovecha la marea baja para sorprenderles por la espalda y tomar la ciudad armado sólo de doce escaleras, mientras que frente a la ciudad hace sonar las trompetas como si la Nueva Cartago ya hubiese caído.
Y Cartago Nueva cae. En un día. A los cuatro de llegar Cornelio Escipión a España. Captura provisiones, arsenales enteros, marfil, oro y plata (que los españoles desprecian pero los cartagineses adoran). Moneda, grano y dársenas con treinta y tres barcos de guerra. Prisioneros. Rehenes.
A los prisioneros, el joven Escipión los libera para conciliar a los pueblos. Pone cara de iluminado. Lo hace muy bien. Todo lo hace bien, pero la cara de inspirado es lo que le sale mejor. Domina nuestra espléndida retórica, semilla conjunta de nuestra política y nuestra literatura. Desde los muros de Cartago Nueva exclama: ¡No olvidéis a los Escipiones!
Se consagra. Consagra, continuándola, la gloria de la línea familiar. Y al hacerlo, consagra a Roma, su ley, sus armas, su Senado y su pueblo. Es digno hijo del sacrificado Publio Cornelio. ¿Quién le puede reprochar su triunfo? Ante los muros de Carmona, el joven general actúa como en el anfiteatro. Pone su mejor cara de inspiración. Dice esperar un signo divino para atacar. Como si Júpiter mismo fuese su director de escena, pasa en ese instante una parvada de aves negras que giran en redondo y chirrean. Cornelio las imita; gira en círculos, hace ruidos. Todo el ejército lo imita, entre el asombro y la risa. La pasión de la victoria los inspira.
Mas desde la retaguardia, un gran número de africanos avanza. No bastan los discursos, ni las inspiraciones. Los pájaros, como todos los actores, se han ido a la siguiente plaza. Cornelio desmonta, le da su caballo a un niño, le quita el escudo a un soldado, corre solitariamente al espacio abierto entre los dos ejércitos y exclama: “Romanos, ¡salven a su general en peligro!”
Movidos por la sed de gloria, el miedo, la vergüenza, acudimos a rescatar a nuestro comandante de un peligro inventado por él mismo. Ochocientos de los nuestros pierden la vida en Carmona, y quince mil cartagineses. No imaginamos siquiera la victoria si nuestro jefe no se expone, sin necesidad, por acto propio, a la muerte...
Cornelio Escipión lo tiene todo de su parte: juventud y belleza, inspiración y coraje, don teatral, virtud retórica, y la oreja de los dioses. Mas no hay héroe sin su talón de Aquiles. España, unida al continente por el cuello de los Pirineos, sería sin éstos, lo hemos observado, una isla. Mas ese cuello es vulnerable, como lo fue el de nuestro héroe Cornelio Escipión en la batalla siguiente contra Ilurgia, pueblo aliado nuestro, que se pasó a los cartagineses. Cornelio lo tomó en cuatro horas, pero fue herido en el cuello, el único lugar desnudo entre su tronco y cabeza, pues todo lo demás, el casco, el peto, la coraza y la espada corta, convertían a nuestro comandante en una bestia de metal. Pero tenía el cuello de Aquiles.
Heridos por la herida de su jefe, nuestros hombres se olvidaron de saquear el pueblo y en vez, sin órdenes, degollaron a todos sus habitantes. La sangre de Ilurgia manó por los cuellos abiertos de sus hombres, mujeres y niños.
Enfermo Escipión, lo sustituyó Marcio. Era débil y no pudo dominar a nuestros hombres. Privados de la fascinación del joven héroe, se desbordaron en la indisciplina, reprimida acaso, que no se atrevían a demostrar cuando Cornelio Escipión estaba de pie ante ellos. No hubiese querido el héroe hacer lo que entonces tuvo que hacer, abandonando su lecho de enfermo, para meter en orden a la tropa revuelta. Azotarlos primero. Luego clavar con estacas sus cuellos a la tierra y decapitarlos. Esto acabó por enfermarlo. Vivió un minuto más allá de su gloria permitida. Lo supo y se retiró. Escipión dominaba el ritmo del tiempo. Midió el suyo y cuatro años más tarde, en Zama, derrotó para siempre a Aníbal y a Cartago y recibió el título glorioso de Escipión el Africano. Tal fue el abuelo del Escipión que cercó y destruyó Numancia.
Al héroe Escipión y al débil Marcio, les sustituyó el joven Catón. Quiso emular al héroe y empezó con un gesto dramático. A la flota la despachó de regreso a Roma y a los soldados les anunció que temiesen menos al enemigo que a la falta de barcos: No había manera de regresar a Italia.
La audacia de Catón el Joven, que inspiró a sus tropas con el miedo más que con la esperanza, logró que todos los pueblos del Río Ebro demoliesen sus murallas para no ser vendidos como esclavos. Los triunfos de Cornelio Escipión y de Catón fueron demolidos, sin embargo, por la ciega infamia de Galba en la llamada “guerra lusitana”. La treta de este comandante nuestro, carente de honor, consistía en hacerse simpático a los pueblos ibéricos, proponerles treguas, decirles que comprendía las razones de su rebeldía, determinada por la penuria en la que vivían, prometerles tierras fértiles si se rendían, citarlos en lugar abierto donde repartirlas y allí, matarlos a todos.
De estas emboscadas indignas se escapó un rebelde llamado Viriato. En ocho años de guerra, nos mantuvo en jaque. Instaló su campamento en un olivar recién plantado llamado el Monte de Venus. Derrotó a nuestros comandantes, empezando por Vetelio. Acostumbrados a la gallardía y belleza de los Escipiones, nadie reconoció en este hombre viejo y gordo a su sucesor. Ignorándolo, los españoles lo mataron. Plautio su sucesor huyó de España en desorden. En pleno verano, declaró: “Es invierno” y se fue a refugiar. Mas como las estaciones no estaban a sus órdenes, Viriato lo ignoró y ocupó todo el país.
Su guerra de guerrillas, ahora bien conocida, desconcertó entonces a nuestros generales. Acostumbrados al combate formal, de frente, alineado y sujetando las tretas al esquema lógico de flancos, vanguardia y retaguardia, al principio tardamos en entender la manera del guerrillero. Atacaba de día o de noche, hiciese calor o frío, lloviese o se muriese de sed la tierra. El sol o la noche le servían por igual. Sus tropas eran ligeras, sus caballos veloces, los nuestros lentos y las armaduras, pesadas. Invencible, le ofrecimos a Viriato una paz generosa. Fabio Máximo Serviliano lo declaró nuestro amigo y le prometió tierra y paz a sus seguidores. Pero Cepio, el siguiente comandante nuestro, juzgó que estos acuerdos eran indignos de Roma y su grandeza. Reanudó la guerra y una noche logró introducir espías nuestros en el campamento de Viriato. El jefe hispánico dormía armado, listo siempre para el combate. Los asesinos le clavaron un puñal en el único sitio descubierto: el cuello. Al hallarlo en la mañana, su gente creyó que el jefe seguía dormido. Pero esta vez Viriato era sólo un muerto armado.
Así sometimos a la España rebelde, matamos a sus jefes y nos dispusimos a vencer un solo reducto de resistencia: la tenaz, testaruda y al cabo terrible capital de Celtiberia; la orgullosa ciudad de Numancia.
Él sabe bien lo que está ocurriendo en España. Pero sobre todo, sabe lo que está ocurriendo en Roma. No sé si se han tomado ustedes el trabajo de contar el número de tropas enviadas a lo largo de un siglo a combatir a España. Suman, entre infanterías y caballerías, entre el mando de los dos Escipiones y el de Fabio Máximo Serviliano, noventa y tres mil soldados. Mil por año. Pocos regresaron. Él lo sabe. Él lo siente. Siente y sabe la inquietud de Roma ante la interminable guerra de España: un siglo ya, basta ya... Y siguen saliendo las tropas. Lo terrible es que ahora combaten a una sola ciudad, y esa ciudad devora a tantos miles de soldados como antes la península entera.
Él conoce el nombre de esa ciudad.
El origen de la nueva guerra fue un conflicto reiterado. Segueda, ciudad de los celtíberos, persuadió a numerosos pueblos a entrar dentro de su perímetro urbano, ampliándolo. El Senado en Roma le negó a los españoles el derecho de fundar nuevas ciudades; ellos contestaron que no fundaban nada nuevo: simplemente, fortificaban lo ya existente. El Senado, soberbio, contestó que las ciudades españolas nada podían hacer, ni siquiera lo pactado, si ello no complacía a Roma.
Los españoles se empecinaron en colonizar nuevas tierras. Nobilior se presentó ante Segueda con treinta mil hombres para impedir los nuevos asentamientos. Como los españoles no habían terminado de erigir sus fortificaciones, fueron a refugiarse a Numancia.
Allí acampó Nobilior, a unos veinticuatro estadios de la ciudad. Masinisa, el rey africano, se congració con Roma enviando diez elefantes y trescientos caballos cimarrones a las puertas de Numancia. Los celtíberos los vieron avanzar pesadamente hacia la ciudad y se espantaron, viendo cómo las patas de los paquidermos lo aplastaban todo. Pero al acercarse la manada invencible a los muros de Numancia, una piedra de gran tamaño le cayó en la testuz a uno de los elefantes. El animal se volvió salvaje, es decir, dejó de distinguir entre amigo y enemigo. Girando como un pesado derviche, la bestia ganó ligereza con la locura, agitó y luego endureció los enormes pabellones de sus orejas, como si no fuesen de elefante, sino de murciélago; como si quisiese oír mejor su propia desesperación adolorida.
Los otros nueve elefantes, excitados por el agudo gemir de su compañero herido, levantaron juntos las trompas y las dejaron caer como azotes contra la infantería romana, pisoteando enseguida a nuestros soldados caídos. Éramos hormigas bajo esas patas de uñas viejas, quebradas, amarillas como la veta más honda de una montaña y el pálpito más profundo de una selva. Con las trompas enroscadas y latigueantes hicieron volar por los aires a nuestros soldados. Todos éramos sus enemigos. Transformaron el campo frente a Numancia en terreno ancestral de su miedo y su libertad. Él supo entonces que las dos cosas pueden ser una misma. Lo enteraron del desastre de los elefantes y él decidió separar para siempre el miedo de la libertad. La disciplina de la ley sería el árbitro entre ambos.
Huyeron en desorden los romanos, perseguidos por la estampida de los paquidermos. Ganó confianza la ciudad numantina. Nobilior se retiró al consabido campamento de invierno. Le cayeron encima las peores nevadas de la historia arévaca. Se congelaron los árboles y la nieve descendió desde las cimas de las sierras hasta el corral más bajo, matando a los animales. No podían los soldados salir a cortar troncos para hacer leña: ambos estaban helados. Confinados, tiritando, los soldados de Roma acabaron por pedir la paz.
Llegó Marcelo, jefe de una gran familia, con ocho mil soldados a pie y quinientos jinetes ante Numancia y allí encontró lo que el Senado no deseaba: la disposición a la paz. Los elefantes y el frío habían convencido a las dos partes que peores enemigos tenía el hombre que el hombre mismo. No, dijo entonces el Senado, sustituyendo a Marcelo con el despiadado Lúculo, el hombre debe ser el lobo del hombre, su elefante enloquecido, su invierno inmisericorde, su murciélago de incisivos afilados, sediento de la sangre que palpita en el cuello de la humanidad.
Lúculo lo llevó a él, el joven Cornelio Escipión Emiliano, nieto del vencedor de Aníbal, a la guerra contra Numancia. Ambicioso, inquieto, colérico, miedoso, Lúculo era el peor comandante para someter a Iberia. El joven Escipión —Él— se dio cuenta de la oportunidad perdida. Numancia quería la paz. Roma quería la paz. Las legiones romanas se morían de disentería y de frío. El oro que buscaba Lúculo no existía: ni se producía en España ni los celtíberos lo apreciaban. La crueldad y el engaño de Lúculo desprestigian a Roma. Viola todos los tratados. Promete tregua y pasa por las armas a los pueblos. Desobedece al Senado, cosa fácil dados la incertidumbre y los vaivenes de ese augusto cuerpo, cada vez más influido, ora por una arrogante idea de la dignidad de Roma, ora por la impaciencia y el dolor crecientes del pueblo de Roma: ¿Cuándo terminará la sangría española?
Él aprovecha para fijarse en el terreno de Numancia. Quinto Pompeyo Aulo, sucesor del deshonrado Lúculo, quiere desviar el curso del río Duero por donde van y vienen las provisiones y los hombres de Numancia. Pompeyo quisiera matar de hambre a la ciudad. Pero los numantinos salen en multitudes imprevistas, asaltan a los zapadores romanos y acaban por encerrar al ejército de Roma en su propio cuartel. El frío, la diarrea y la vergüenza arrojan a Pompeyo de España. Tampoco logra nada su sucesor, Mario Pompilio Lena. Mancino, en fin, llega a un fuerte romano rodeado de numantinos que se atreven a amenazar de muerte al nuevo comandante si no concede la paz. Mancino la otorga en términos de igualdad. Roma se indigna. El comandante es llamado a juicio. Pero son los numantinos quienes capturan al general romano y lo devuelven a Roma en son de burla. Lo envían totalmente desnudo. Roma se niega a recibir a su propio general. Trepado en un barco, es condenado a errar sin echar ancla, hasta desaparecer en el agua. El humillado comandante rehúsa, a su vez, volver a vestirse. Morirá como nació. Maldita sea Roma, que se desangra en España...
Al desnudo Mancino le sigue Emilio Lépido, capturado entre las vacilaciones del Senado: Un día ataca; otro, pide paz; al siguiente, basta de desastres, el pueblo ya no los tolera; y un día más tarde, adelante hasta la muerte.
—¡Ignorantes! —le contesta Lépido a los senadores—. Ni siquiera saben dónde está Numancia.
Roma se cansa de España. Lépido es rodeado en Palencia por los celtíberos. No tiene provisiones. Los animales se mueren de hambre. Los tribunos y los centuriones aprovechan la noche para huir, dejando atrás a los heridos y enfermos. La tropa abandonada se cuelga a las colas de los caballos en fuga, implorando, ¡no nos abandonen! De noche, girando en redondo, los romanos se tiran abrazados al suelo, dondequiera que se hallen. ¡No nos abandonen! Pero Roma ya no los escucha. El ruido de su máquina de guerra ensordece a todos; no se oye el clamor adolorido del pueblo, ni el grito de los soldados abandonados mientras sus jefes huyen.
Cinco mil con Marcelo. Veinte mil con Lúculo. Treinta mil con Cecilio Metelo. Treinta y cinco mil con Pompeyo. Miles y miles más con Mario Pompilio Leno, con Mancino, con Emilio Lépido: los muertos de España llenan los cementerios de Roma. Los barcos salen cargados de vida y regresan con el único fruto seguro de España: la muerte. Es la armada de Caronte. Las madres gritan en las azoteas. Las hermanas marchan por las calles, rasgándose las vestiduras. Los senadores son insultados por donde pasan. Roma está fatigada de España: España amenaza la vida, el orden, el futuro de Roma.
Y España es Numancia.
Él, Cornelio Escipión Emiliano, es elegido para someter a Numancia.
Tú eres un hombre con debilidades e inseguridades. Te miras en los espejos y no ves lo que los demás dicen ver en ti. Vas a morir este mismo año, pero tus espejos reflejan a un joven de dieciocho años, perfectamente peinado y rizado, depilado y perfumado, que todas las mañanas se acaricia el cuello para no hallar, ni siquiera al despertar, la más mínima cerda allí. Te has propuesto ser perfecto las veinticuatro horas del día. Tu cuerpo, sin embargo, no es sino una metáfora de tu espíritu. Desde niño te ha inquietado, a veces hasta el límite de la pesadilla, la separación del alma y el cuerpo. Vives con esa división, no la concilias cabalmente, te adormeces a ti mismo para creer que ambos son uno solo; mas te basta mirarte en un espejo, a sabiendas de que refleja una mentira, para saber que no es cierto. Ese reflejo es otro. Y ese otro también está dividido, si no entre carne y espíritu, sí entre pasado y presente, apariencia y realidad. Vas a cumplir cincuenta y siete años. En el espejo ves a un muchacho de dieciocho.
Conoces tus propias inseguridades. ¿Cómo? ¿Hay seguridad mayor que ser nieto de Escipión el Africano, el héroe victorioso de la Segunda Guerra Púnica, el vencedor de Aníbal? Lo eres sólo por adopción, y el espejo lo confirma. Eres otro. No heredaste nada. Más bien dicho, no puedes confiar en que por herencia te lleguen, natural, biológicamente, tus dones. Tu abuelo Escipión el Africano te lo dice todos los días desde el cielo: Tienes que conquistar por ti mismo la herencia de nuestra línea. El nombre “Escipión” aún no es tuyo por derecho propio. Debes ganarlo. Tienes que emular nuestras virtudes, ser digno de ellas. Y ser digno de los Escipiones significa, además, ser digno de Roma. En todo caso, como simple ciudadano de la capital del mundo, tendrías esa obligación.
Ves tu imagen de los dieciocho años en el espejo que sostiene tu mano de los cincuenta y siete y admites que todo, no sólo la mácula de la adopción, conspira contra tu obligación de ser grande. Eres apático. Te cuesta aprender. Es cierto que tu familia adoptiva te ha sometido a los rigores de la mejor educación patricia, que es la griega. Has estudiado retórica, escultura, pintura. Has aprendido a cazar, montar y cuidar tus perros. Pero tu inclinación no es hacia aquellas disciplinas, sino hacia estos placeres. A caballo, en un bosque, persiguiendo al jabalí, seguido de los perros, eres un muchacho feliz. Añades a tu cuerpo el placer de los demás cuerpos. El del animal capturado, cuyo cadáver revives, abrazándolo. La fría nariz, la saliva tibia, el ojo melancólico de un lebrel son tu cuerpo reflejado en otro cuerpo que jamás piensa en el alma. ¿Tiene memoria un perro?, ¿se desvela pensando en el divorcio entre su cuerpo y su alma? Acaricias el cuello de tu can maestro. Palpita en paz consigo mismo. Es una sola cosa. Tú eres dos. Tocas tu cuello. No tienes cerdas que lo afeen, ni al amanecer ni cuando cae la noche. Lo que sí tienes es un temor de incertidumbre. ¿Dónde empieza tu alma, dónde termina tu cuerpo? ¿En el temblor de tu cuello, unión de tu mente y tus vísceras? Exilias la vida de tu carne hacia el sur de tu cuello. Pero tu cabeza se queda vacía, divorciada.
Hijo de cónsules y censores, tu padre verdadero, Lucio Emilio Paulo, se divorció de tu madre Papiria a los dos meses de tu nacimiento, como si tú fueses la causa del divorcio. Abandonados tú y tu hermano, fueron adoptados por distintas familias. Qué suerte la tuya: ingresar al clan de los Escipiones, heredar la fama de los conquistadores de Aníbal y de Perseo. Secretamente infausta, tu herencia dividió aún más tu alma de tu cuerpo. ¿Sabrás algún día a quién le debes tu espíritu y a quién tu carne? Entregas ésta al juego, la caza, la cabalgata, el amor sexual indiscriminado, la compañía de los perros que no sufren como tú...
Llega a tu casa un prisionero griego, Polibio de Megalópolis, que fue cabecilla de la Liga Aquea, último esfuerzo por la independencia de su patria. Deportado sin juicio a Roma, llegó sin más equipaje que sus libros. Tu familia lo escogió como esclavo porque quiso leer sus libros. Así ganó Polibio la protección de los Escipiones. Al principio, evitaste su compañía. Él se la pasaba en la biblioteca, tú en las caballerizas. La tensión entre los dos empezó a crecer. Él era quince años mayor que tú, pero todavía joven e impulsado por el recuerdo de su lucha militar en Grecia. Te reíste de él: rata de biblioteca, afeminado, dueño sólo de la cabeza, no del cuerpo. No lo necesitabas. Querías en esos días domar a un caballo negro salvaje, llegado de África con otros regalos del príncipe Yugurta, sobrino de Masinisa el aliado de Roma y de tu familia desde las guerras contra Aníbal. Sucedió lo previsible. El caballo te arrojó. Polibio lo montó y lo domó. En el pecho desnudo del bibliotecario viste las cicatrices de las lanzas romanas. El pecho de Polibio era el mapa de su patria.
—Te enseñaré a hablar y actuar de modo que seas digno de tus antecesores.
Eso te dijo ese hombre al cual todo le debes. En él se unían la materia y el pensamiento, Roma y Grecia. No fue tu amante, sólo tu maestro, tu mentor, tu padre. Él calmó en ti la angustia del mundo dividido, que había sido el legado de tu infancia y el súcubo de tus noches. Concilió, armonizó, le dio pensamientos y razones —le dio palabras— al sentimiento que traducía ya tu fuerza animal, el poder de tu cuerpo: Honrar a Roma. Servirla. Obtener para tu patria la gloria, la fama y el triunfo militar.
No tenía Roma, sin embargo, libros sino sentimientos. Su literatura no existía; era, antes que nada, sólo retórica. Las urnas del triunfo debían ser llenadas, como el odre del cuerpo, por el vino del pensamiento y la poesía. Polibio te enseñó a pensar y hablar como griego para actuar como romano. Fuiste de su mano a visitar el Jardín de Epicuro, el Pórtico de Zenón, la Arcada de Aristóteles y la Academia de Platón. En el jardín aprendiste a pensar y decir el placer; en la Arcada, a moderarlo; en el Pórtico, te supiste imperfecto, aunque perfectible por la virtud; y en la Academia aprendiste a cuestionarlo todo. Por ejemplo, aunque Polibio creía que la razón de la historia era la unidad del mundo a través de Roma gracias al apoyo que la fortuna daba a tu patria, acto seguido ponía en duda su propio aserto. La historia, decía, tiene no sólo razón sino sentido y éste consiste en enseñarnos a soportar con entereza las vicisitudes de la fortuna, recordando los desastres de los otros. Guardarás esta enseñanza para tus propias campañas. El orgullo de lo que aprendes y en quien te lo enseña te lleva a preguntarle un día a Polibio:
—¿Cómo llamaremos a nuestra escuela?
Te contesta que no será ninguna escuela, sino un círculo; el círculo de Escipión Emiliano. Harán cosas importantes, sobre todo la conversión a fórmula latina del pensamiento griego y el propósito de llegar a la poesía por la palabra pública. La oratoria sería la escuela romana de virtud y acción inseparables. Hablaban Polibio y tú, además, de las cosas del día. El crecimiento de la ciudad de Roma. La llegada de esclavos de las provincias conquistadas a trabajar el campo, y la subsiguiente emigración de los campesinos a la ciudad, congestionándola El crecimiento del lujo y de las operaciones financieras. De Grecia llegó el saber, pero también el afán de vivir lujosamente. Muchos hombres jóvenes, decía Polibio, creían que ser como los griegos consistía en disipar sus energías en amoríos con otros mancebos, con cortesanas o en música y banquetes. Un solo ejemplo bastaba para demostrar el grado de degeneración de la juventud romana: costaba más pagar los favores de un puto que comprarse un terreno labrantío, y si el jornal de un campesino era de treinta dracmas, costaba trescientas un jarro de pescado marinado.
Conversaban de escándalos, separación de parejas, amores ilícitos, pero también de la continuidad de la institución familiar y de la admiración hacia la matrona Cornelia, hija de Escipión el Africano tu abuelo y madre de los hermanos Graco, tus primos. “¿Podemos ver sus joyas, señora?” “Mis joyas son mis hijos, señor”. ¿No eran un tanto extraños, impacientes, rebeldes, estos jóvenes hermanos? ¿No hablaban de igualdad? ¿Puede haber igualdad si no hay inmortalidad? ¿Sólo la muerte nos iguala? No, la inmortalidad misma puede ser selectiva: sólo los espíritus selectos ascienden hasta el dominio celeste. ¿Te repugna esta idea? ¿No crees por lo menos que la inmortalidad la da la fama y ésta es siempre algo mal distribuido? ¿Aceptas la fama pero exiges también la igualdad? Polibio te propone una ruta intermedia: sirve bien a tu patria, emplea bien el verbo que es el don de los dioses a los hombres, y habrás servido por igual a la fraternidad y a la gloria.
Hablan del feliz desplazamiento de la grotesquería arquitectónica etrusca a la sencillez de la línea helenística. Se han construido varias nuevas basílicas para dar curso a la creciente materia legal de la república. En cambio, hay una ausencia total de teatros, problema evocado a menudo por el joven autor Terencio, que es miembro de tu círculo. Terencio habla de su pavor de enfrentar sus dramas a un público vulgar y ruidoso. Polibio sonríe e insiste que la fama es lo peor distribuido en el mundo. Te acusa amablemente de ser demasiado modesto. Tú y él, y el propio Terencio saben que tú escribiste algunas de las más famosas obras del joven dramaturgo, muerto a los treinta y seis años... Las mujeres de Andros, por ejemplo, o Los hermanos... Comedias de la cortesía cuya moralidad permisiva y juego de urbanidades pudo ofender a los espíritus más rigurosos. ¿Por esto preferiste que las firmara Terencio? ¿Quién es en estos casos el deudor, quién el acreedor? Tú puedes soñar que tus ideas dramáticas —una escuela para educar a los maridos; un pícaro que se burla de su amo pero lo salva de sí mismo— tendrán tiempo y fortuna...
Pero Polibio te dice que sólo un muchacho como él que el griego encontró al llegar, cautivo, a Roma, podía combinar la frivolidad de la comedia de salón y alcoba, natural a su ambiente, con la perfección formal y retórica que supo destilar de las enseñanzas griegas. ¿Podía un hombre como tú —sensual primero, intelectual enseguida— ser finalmente un gran hombre de guerra? El mundo te conocerá como militar. Pero el mundo te separa, te divide de ti mismo. ¿Querías ser sólo una cosa? ¿Joven privilegiado primero, guerrero glorioso enseguida, pero una misma cosa, la una consecuencia de la otra?
Todas estas preguntas surgieron de tu compañía en el patio de tu rica mansión en Roma: el círculo de Escipión Emiliano, donde el culto por la palabra será definitivo para crear una tradición literaria latina. No había, propiamente, una literatura romana hasta que tú te rodeaste de gente como Terencio y Polibio, el satírico Lucilio y el estoico griego Panecio. La literatura, hasta entonces, era asunto menor, obra de esclavos y libertos. Contigo y tu círculo, se convirtió en preocupación de estadistas, guerreros, aristócratas...
—¿Cómo llamaremos a nuestra escuela?
Polibio de Megalópolis, por toda respuesta, te entrega unas semillas y te pide que juntos las planten en el centro del patio. ¿Qué son? Semillas de un árbol lejano, oriental, extraño, denominado por una palabra árabe, naranj. Me las trajo un amigo desde Siria. ¿Cómo es este árbol? Puede ser alto y sus hojas anchas, perennes, lustrosas. ¿Da flor? Fragante como pocas. ¿Y frutos? Deliciosos: una cáscara de color llamativo, rugosa y suave como un aceite, pero de pulpa interna dulce y jugosa. Entonces podemos llamar así, este patio de nuestras conversaciones, este círculo, que no esta escuela: ¿El Naranjo? Espera, Escipión el joven, que este árbol tarda seis años en dar fruto.
Tiempo para que tú llegues a ser cuestor, voluntario en España (a donde nadie quería ir con el desafortunado general Lúculo) y por fin, a los treinta y nueve años, vencedor y destructor de la némesis de Roma, la una vez soberbia Cartago, como si cumplieras el destino de tu abuelo Escipión el Africano, vencedor de Aníbal en Zama 56 años antes. Tú avasallaste la ciudad, la arrasaste y la incendiaste. Dicen que lloraste al ver la antigua capital de Aníbal, reducida a emporio de comercio pero sin poder político, desaparecer del mapa.
¿Qué cosa más natural que encargarte a ti, el más virtuoso y sabio, el más valiente de los romanos, la victoria sobre Numancia?
Yo llego a España sabiendo algunas cosas. Esto he aprendido: Los españoles son valientes aunque salvajes. No se bañan, no saben comer, duermen de pie como los caballos. Pero por eso mismo saben resistir. Hay que romper esa resistencia. Nada a medias. A su resistencia extrema, debo oponer algo que sea aún más extremo.
Sé que son valientes, pero sólo singularmente. No se saben organizar como nosotros. Debo temer su coraje individual y olvidarme de su peligro colectivo. Debo precaverme contra la organización de su desorganización, el genio de su anarquía. Lo llaman guerra de guerrillas. Con ella dan ímpetu a su coraje e imaginación individuales. Ataques a mansalva, de día o de noche, en calor o frío, bajo el sol o la lluvia. Son camaleones, amos de la mimesis; toman el color de la tierra y del tiempo. Corren ligeros, sin armadura, sin montura. Debo encerrarlos donde no se muevan. Debo sitiarlos para quitarles movilidad y convertir su vocación heroica en vocación de resistir desde el encierro. A ver si es cierto que les basta un rinconcito desde donde aguantar para reconquistarlo todo.
Conozco todas sus tretas. Las han empleado durante un siglo contra nosotros. ¿Cuáles poseo yo que ellos no conozcan?
Debo sorprender a los españoles. Pero no debo ofender a los romanos. Hemos gastado cien mil hombres en cien años de guerra contra España. Hemos gastado cien mil lágrimas de madres y hermanas romanas. Yo no llevaré ni un hombre más a España. Hago alarde de salir de Roma sin un solo soldado de a pie o a caballo. Todos recuerdan las salidas triunfales de veinte generales, de Marcelo a Lépido. Pero recuerdan también sus regresos humillados. Yo saldré con modestia para regresar con triunfo.
Acepto voluntarios de las ciudades a título amistoso. Creo, en efecto, una tropa de amigos para que me acompañen. Son amigos de gran distinción. Mi maestro Polibio en primer lugar: se ha convertido en el más excelente de los historiadores, prueba viva de cómo Roma abraza y asimila a los demás pueblos del Mare Nostrum, y les da la oportunidad que queremos ofrecerles, también, a España y sus empecinados independentistas. Por eso la cohorte de mis amigos la encabeza Polibio pero además vienen con nosotros otros amigos de calidad reunidos alrededor del naranjo de mi patio en Roma. Aquí están los cronistas Rutilio Rulfo y Sempronio Aselión, para que no exista una sola versión de un evento que moriría de escualidez objetiva y necesitará, desde ahora, el presagio de la memoria, el afecto fictivo y la representación que son el alma de la historia. Hay que aprender a recordar el futuro y a imaginar el pasado. Para ello está aquí el poeta Lucilio, pues la poesía es la luz que descubre la relación existente entre todas las cosas y las religa entre sí. La retórica crea la historia, pero la literatura la salva del olvido. Y, a veces, la eterniza.
Miro desde el campamento los estadios que nos separan de Numancia y no necesito que mis amigos me lo digan: Antes de disparar una sola jabalina contra la capital de los celtíberos, hay que disparar mil dardos de disciplina contra el ejército de Roma en España. Mi primera batalla tiene que ser contra mi propio ejército.
Primero expulso a las prostitutas, los proxenetas, los afeminados y los adivinos: entre todos, había más augures y viciosos que soldados. Este ejército de turbios placeres fue arrojado del campamento de Roma entre los sordos respingos de la tropa que los necesitaba para levantarse la moral. Ahora yo les daré una moral distinta, que es la de la victoria. Basta de mirarse cara a cara con los numantinos, engañándose los unos a los otros, sin pasos decisivos ni de ellos ni de nosotros.
Ordeno a los soldados vender sus carruajes y caballerías, advirtiéndoles: —Ustedes no van a ir a ninguna parte, sino hacia adelante. Y Numancia está a unos pasos de aquí. Si mueren, no necesitarán carretas, sino la benevolencia de los buitres. Si triunfan, yo mismo los cargaré en andas.
Mandé recoger veinte mil navajillas y pinzas de depilar entre la tropa. Empecé a dejarme una barba de dos o tres días para dar ejemplo de rudeza, pero renunciando a una de las distinciones más sensuales de mi vida, desde los veinte años: tener el cuello limpio. Aquí, todos nos dejaríamos la barba hasta caer Numancia. Prohibí los espejos.
Expulsé a los masajistas, que se fueron entre risillas nerviosas a buscar otros cuerpos. A los soldados les advertí que masajes para reducir obesidades ya no los necesitarían, pues de ahora en adelante aquí sólo se iba a comer carne cocida y nadie tendría derecho a más vajilla que una olla de cobre y un plato.
Prohibí el uso de las camas y yo mismo di el ejemplo durmiendo en vil paja.
Dispuse que cada cual se bañara sin ayuda de putas, masajistas u ordenanzas. —Sólo las mulas, que no tienen manos, necesitan otras manos que las bañen.
Todos los días, impuse ejercicios desde la madrugada a todos y cada uno. Los animé con azotes de sarmientos. Con ellos discipliné a los que eran ciudadanos romanos. A quienes no lo eran, ordené que se les azotara con varas. Pero azotados lo serían todos, lo merecieran o no, como parte del endurecimiento de esta tropa que encontré fláccida, lechosa, adormilada.
Las marchas cotidianas se hacían en perfecta formación y lo que antes cargaban las mulas, ahora lo cargaban ellos.
Pero nada los disciplinó tanto, y tanto los preparó para el largo sitio por venir, como mi decisión de fortificar cada día nuevos campamentos, mandándolos destruir al siguiente. Los rostros de asombro primero, de decepción enseguida, de abulia naciente pero aplazada por la fatigada repetición del mismo trabajo inútil, me anunciaban que lograba lo que quería: templarlos contra el repetido fracaso que nos esperaba antes de obtener la victoria.
Organicé una geometría de lo inútil; una fisiología del absurdo. Todos los días, mis hombres (empezaban a ganarse mi cariño) cavaron hondas trincheras sólo para volver a llenarlas a la hora vespertina, retirándose enseguida al campamento arrastrando los pies y murmurando contra mí primero, contra su propia inutilidad después. Un buen soldado debe ver en sí mismo al primer enemigo.
Todos los días, levantaron altos muros en medio del llano: de nada nos defendían y a nadie ofendían. Lo sabíamos todos. El desperdicio era ejemplar. Los actos gratuitos eran perfectos en su cabal desinterés. En la guerra hay que estar disponibles a toda hora. El soldado es un bien mostrenco.
Ocupé, mediante el saqueo y la destrucción, todos los territorios vecinos de donde Numancia recibía provisiones. Los valientes jóvenes de otra ciudad ibérica llamada Lutia acudieron en auxilio de sus hermanos numantinos. Su coraje contrastaba con la desidia acostumbrada de nuestras tropas. Capturé a cuatrocientos jóvenes de Lutia y a todos mandé que les cortaran las manos.
Construí siete fuertes alrededor de la ciudad. Éstos ya no los mandé destruir al día siguiente. Cuando mis tropas se dieron cuenta, me vitorearon. Mis actos de disciplina no habían sido, al cabo, gratuitos. Lo cierto es que nada es gratuito si lo respalda el poder. Gratifiqué entonces la melancolía de mis huestes. Sus esfuerzos ya no eran inútiles. Jamás lo habían sido. Lo que parecía caprichoso era sólo un ejercicio de adaptación a la posibilidad del fracaso. No podemos actuar fuera del horizonte de la derrota. Nada le asegura a nadie el éxito constante. Más bien: el fracaso es la regla, el éxito la excepción que la confirma... Triste el país que cree merecer la felicidad del éxito. Aprendí la lección de Polibio.
Dividí al ejército en siete partes y puse un comandante a la cabeza de cada división. A todos les advertí que no se moviesen de su puesto sin órdenes previas. Castigaría el abandono con la muerte.
El primer objetivo de estos fuertes era impedir que nadie saliese nunca más de Numancia. Cualquier salida sería indicada, de día, por una bandera roja en la punta de una lanza. De noche, por fuegos. De este modo, todos estarían advertidos del peligro y cerrarían filas para impedir el paso de un solo numantino.
La primera vez que estuve en Numancia, durante la campaña del desventurado Lúculo, observé que sus habitantes usaban el río Duero para llevar y traer provisiones y hombres. Los numantinos eran hábiles para nadar debajo del agua sin ser vistos e incluso sabían emplear embarcaciones ligeras impulsadas por velas obedientes a un viento fuerte.
Era imposible construir un puente entre las dos orillas. El Duero era demasiado ancho, demasiado rápido. Renuncié al puente. En vez, mandé construir dos torres en orillas opuestas del flumen. Y en cada torre, mandé amarrar grandes troncos sobre el río, sujetos a la fortificación con cuerdas recias pero flojas. Estos troncos los sembré de navajas y puntas de lanza, convirtiéndolos en erizos de madera, intocables, pues la mano huía del contacto con ese artefacto punzocortante. Los erizados troncos estaban en movimiento continuo por la fuerza de la corriente. Era imposible pasar debajo, encima, o al lado de ellos.
Que nadie pueda salir o entrar: nadie, saber lo que ocurre adentro o afuera de Numancia. (¿Ni siquiera yo mismo?)
Coroné mi estrategia rodeando a la ciudad de fosas y empalizadas. Este cerco se ciñó estrictamente al perímetro de la ciudad, que era de veinticuatro estadios.
Tuve entonces la idea que decidió la suerte de Numancia. Alrededor de las murallas de la ciudad, dejé un espacio libre que duplicaba el área de la ciudad y su perímetro. Este segundo campo lo cerré, a su vez, de murallas de ocho pies de ancho y diez pies de alto.
Establecí de esta manera un campo de batalla posible, en el que las dos fuerzas, en caso de encontrarse, librarían una guerra sitiada, a su vez, por la segunda serie de torres y trincheras. Es decir: había ahora dos Numancias. La ciudad amurallada de los celtíberos. Y la segunda ciudad, el espacio desierto que la duplicaba, rodeado de mis propias fortificaciones.
Sólo entonces instalé las máquinas de guerra. Las catapultas, las filas de arqueros y pedreros y los montones de dardos, piedras y jabalinas en los parapetos.
Llegó Yugurta, el sobrino del rey Masinisa, a unirse a nosotros con su obsesiva aportación africana: diez elefantes. Le agradecí el gesto, pero temí una repetición del desastre de Asdrúbal en su lucha contra mi abuelo el primer Escipión. Le inventé otros lugares, también hipotéticos, adonde llevar a sus paquidermos para impresionar a la población, potencialmente rebelde, de España. Manchas, escoriales, campos alambrados, le inventé a Yugurta y sus elefantes en tierras de arévacos, cárpetos y pelendones. Creo que las siguen buscando. Dicen que los elefantes no olvidan, pero primero tienen que recordar algo. Perdidos en España, los nueve elefantes de Yugurta aún deben ambular, nómadas gigantescos en busca de fortalezas invisibles y campos de espejismo. Un solo elefante guardé para mí, para no parecer descortés, para tenerlo en reserva frente a Numancia.
(Quizá debido a esta broma fantástica, Yugurta regresó encabronado a África y se rebeló contra Roma, intentando liberar a su Numidia nativa de “la corrupción política romana”. Pero ésa es otra novela.)
Por el instante, desde lo alto del parapeto, rodeado de arqueros y pedreros, con los elefantes a mis espaldas y el ejército romano desplegado entre las siete torres que rodeaban Numancia, me sentí satisfecho. Me acompañaban Polibio el historiador, los cronistas y el poeta Lucilio, los ingenieros y zapadores, más quinientos amigos y yo mismo, vestido no como guerrero y patricio romano, sino como simple comandante ibérico, con la túnica de lana, el sagum, un sencillo capote amarrado al hombro.
Mas para significar mi duelo por los anteriores desastres de Roma frente a Numancia, escogí un capote negro y ordené a toda la tropa cubrirse, también, con mantos negros. —Termine aquí la ignominia. Purguemos el luto de nuestras derrotas.
Súbitamente, en el momento final de los preparativos, todos estos signos se juntaron en mí, ofreciéndome una visión duplicada del mundo. ¿Qué cosa había yo hecho aquí? Sólo en el minuto anterior al inicio del sitio, en el meridiano de mi mente, caí en la cuenta. Ante mi mirada se hacinaba Numancia, la ciudad inconquistada. Alrededor de Numancia, yo había construido el doble puramente espacial de Numancia, la reproducción de su perímetro, un nuevo espacio exactamente mesurable con el de su modelo. Ahora miraba, en el terreno duplicado, el fantasma vacío, sin tiempo, de la ciudad. ¿Cuál era, en esta Numancia así dividida, el alma de la ciudad; cuál su cuerpo?
Mi vieja angustia se apoderó de mí. ¿Era el espacio vacío el ánima invisible de Numancia? ¿Era la ciudad verificable, su cuerpo material? ¿O sucedía exactamente lo contrario? ¿Un espejismo la ciudad real, y sólo real, corpóreo, el espacio inventado para dar cabida a otra ciudad idéntica?
Quise, en ese momento cumbre, aturdido por mi propio pensamiento, arrancarme la túnica negra y ofrecer mi propio cuerpo desnudo en sacrificio por Roma y Numancia, por las batallas perdidas del pasado y por las batallas virtuales, perdidas o ganadas, del porvenir...
Cerré los ojos para impedir que la duplicación de Numancia, obra mía, se convirtiese en división permanente, insoportable, mortal, del cuerpo y el alma de Cornelio Escipión Emiliano, el hijo abandonado y el hijo adoptado, el hombre de acción y el esteta, la abúlica juventud y la madurez enérgica: Escipión, yo, el materialista amante de las cosas concretas y Escipión, también yo, el patrocinador del círculo intelectual más espiritual de la república... El amante de la guerra. El marido del verbo.
—¿Por qué no fui una sola cosa, feliz o infeliz, pero indivisa; hijo querido, epicúreo y guerrero; o hijo entenado, estoico y esteta?
Las navajas plantadas en el río me cortaban fina, cruelmente, mientras me daba cuenta de que yo había venido hasta aquí, no a sitiar Numancia, sino a mí mismo; no a vencer a Numancia, sino a duplicarla. Me reproducía a mí mismo; me sitiaba.
Libro el paso al sofoco de mis pulmones, a la ceguera de mi mirada, al ahogo de mi garganta y al zumbido de aves agoreras que se estrellan en mis tímpanos como las águilas contra la sierra durante la campaña de invierno de Escipión mi abuelo. Olí, también, la peste de todos los cadáveres de todas las guerras. Imaginé en ese momento el destino de Numancia y le pregunté por qué se me obligaba, al final de este capítulo de nuestra historia, a hacer todo esto. Yo conocía todas las tretas ibéricas; ellos conocían todas las tácticas romanas. Ya no podíamos sorprendernos los unos a los otros. La política estaba exhausta. No me dejaron más armas que la disciplina primero y la muerte después.
Esto yo ya lo sabía. Simplemente, quise revestir la fatalidad de belleza. La belleza sería el asombro final de la política y la guerra exhaustas. Todo lo predispuse (ahora me di cuenta) para que sobre la sangre y la piedra, sobre el alma y el cuerpo, flotase al cabo un aura de hermosura a pesar de la muerte. La madera erizada de navajas. El ejército vestido de luto. Rojas banderas de día. Blancos incendios de noche. Las plumas oscuras de las águilas muertas tachoneando la nieve. Y Numancia duplicada. Numancia representada. Numancia convertida en épica cantada, representándose a sí misma gracias a los espacios y las cosas que yo puse un día a disposición de la historia.
¿Cómo convertir la representación en historia y la historia en representación?
Miro mi propia respuesta. La Numancia desierta representa a la Numancia habitada. Y viceversa. Mis dos mitades, cuerpo y alma, no saben entonces si separarse para siempre o unirse en un cálido abrazo de reconciliación. Busco con angustia un símbolo que me permita hermanar mis dos mitades. La ráfaga del tiempo se lleva lejos de mí el instante preciso. He tenido que luchar contra la historia que me precedió, fatal y exhausta. He querido convertir mi experiencia en destino. Los dioses no me lo perdonarán. He querido usurpar sus funciones como le usurpo a Numancia su imagen duplicada.
Doy la orden de ataque. Yo, Cornelio Escipión Emiliano, duplicado también, representándome a mí mismo gracias a los espacios y a las cosas que puse a disposición de la historia: yo doy la orden de ataque, ella sí implacable, indivisa, para disfrazar mi propia división.
Ellos pensaron que si se iban de Numancia, si salían a pelear, nunca regresarían. Las mujeres serían violadas por los romanos, los niños esclavizados y las casas derrumbadas por manos extrañas. ¿No había incendiado este mismo general la gran Cartago? Mejor resistir. Mejor perecer. Que triunfe el sitio. Ellos mismos le darán el triunfo a Escipión. Sin ellos, sin su resistencia, el cerco sería circo: una charada contra la nada. Gracias a ellos, Escipión Emiliano encontrará su propio destino: será el vencedor de Numancia. Ninguna gloria habrá merecido la victoria romana sin la resistencia de Numancia. Ellos son los aliados de la fortuna: la dirigen con sus lágrimas, con su hambre, con su muerte. Ellos, los hombres de Numancia.
Ustedes saben cómo terminó esta historia y yo, Polibio, que estuve allí, lo cuento ahora, pues nunca lo dejé escrito por respeto al sufrimiento de mi amigo el general Cornelio Escipión Emiliano. Escribí la historia de las guerras púnicas y de la expansión romana en el Mediterráneo. Pero me abstuve de narrar lo que vi en Numancia acompañando a mi discípulo y amigo el joven Escipión. A la posteridad le hice creer que mis papeles se habían perdido. Del joven Escipión sólo doy cuenta para exaltar sus virtudes y nuestra amistad: generoso, probo, disciplinado y digno de sus antepasados.
No conté nada de Numancia porque la verdad es que, cercada la ciudad y aislados cada vez más los numantinos gracias a la severidad del sitio impuesto por Escipión, sólo pudimos saber lo que pasó dentro de sus murallas cuando todo terminó. Yo me arrogué, sin embargo, la tentativa de imaginar lo que iba ocurriendo para contárselo, a título de ficción, a mi amigo, pero también discípulo, el general Escipión. Creo que, de otra manera, él hubiera enloquecido.
Nadie salió ya de Numancia, salvo un valiente que se atrevió, un día, a pisar ese terreno creado por Escipión. Espacio doble, sí, vedado, para la batalla que jamás tuvo lugar. En noche de niebla este Retrógenes, el numantino más valiente, cruzó el espacio prohibido acompañado de doce hombres y una escala plegadiza. Mataron a nuestros guardias y salieron a pedir ayuda a las otras ciudades ibéricas. Nadie se la dio. Todos tenían miedo de Escipión. Las ochocientas manos cortadas en Lutia todavía no eran polvo. Los muñones de cuatrocientos muchachos aún no cicatrizaban. Retrógenes, pundonoroso, regresó a dar noticia de su fracaso a Numancia. Claro está: no cruzó por segunda vez el perímetro imaginario de la ciudad. Fue el único numantino muerto en el espacio de la batalla invisible.
Otra vez, un embajador numantino salió a pedir la paz.
—Nada hemos hecho de malo —le dijo a Escipión—. Sólo luchamos por la libertad de nuestra patria.
Escipión exigió la rendición incondicional y la entrega de la plaza.
—Eso no es la paz, sino la humillación —respondió el de Numancia—. No os daremos el derecho de entrar a destruirnos y tomar a nuestras mujeres.
Yo le digo al general: —Los graneros deben estar exhaustos. No hay pan, ni rebaños, ni pasto. ¿Qué comerán?
Ocho meses dura el sitio de Numancia.
Los primeros numantinos se rinden. Salen de las murallas como fantasmas. Por primera vez, el único elefante de Yugurta que queda, alza la trompa chillando horrendamente. Pero también ladran los perros, relinchan los caballos y graznan los patos. Reconocen a otros animales. Los cabellos largos, la piel devorada por las plagas, las cabelleras hasta la cintura. Muchos de ellos en cuatro patas. Escipión se niega a darles batalla a las fieras. Señala hacia el cielo: dos águilas combaten allí en marcial rodeo. Olor fétido. Uñas largas embarradas de excremento. Escipión escoge a cincuenta numantinos para llevarlos a su triunfo en Roma. A los demás los vende. Arrasa a la ciudad.
—Las grandes calamidades —le digo— son el fundamento de la gran gloria.
—Mierda —dice él.
Nosotras las mujeres de Numancia siempre supimos que nuestros hombres estaban dispuestos a morir por nosotras y nuestros hijos. Pero ignorábamos hasta qué grado nosotras estábamos también, dispuestas a morir por ellos. Ocho meses duró el sitio. Pronto se agotaron el grano, la carne y el vino. Empezamos a lamer cueros hervidos, luego a comerlos. Seguimos con los cadáveres de muerte natural. Vomitamos: la carne enferma nos dio náuseas. Tememos: ¿cuándo empezaremos a comernos a los más débiles? Un viejo nos da una lección. Se suicida en la plaza pública para que lo comamos sin tener que matarlo. Pero su carne es correosa, magra, inútil. Los niños necesitan leche. Es lo único que no falta: nuestras ubres son pródigas. Pero si nosotras mismas no comemos, pronto no habrá leche para los niños. Escuchamos de noche el crujir de nuestros propios huesos, que se empiezan a quebrar por dentro, como si su lugar de entierro fuese nuestra propia carne. No hay espejos en Numancia. Pero vemos nuestras caras en las de los demás. Son caras corroídas, devoradas por el frío y el escorbuto. Como si el tiempo avanzara devorándonos, poco a poco gastando nuestras encías, nuestros dientes, nuestras cejas y nuestros párpados. Todo se nos va yendo. ¿Qué nos queda? Un árbol extraño en el centro de la plaza. Hace tiempo pasó por aquí un viajero arrepentido, genovés por más señas, e hizo alarde de plantar unas semillas en el centro de la plaza. Dijo que el tiempo era lento y las distancias grandes en el mundo en que vivíamos. Había que sembrar y esperar a que el árbol creciera y diera sus frutos dentro de cinco años. Nos dijo que no nos preocupáramos por el frío. Lo mejor que le podía pasar a este árbol era que le cayera una helada de vez en cuando. Era un árbol que dormía durante el invierno. No le daña el frío. Florece y da sus frutos en primavera. Termina su crecimiento anual en el otoño y vuelve a dormitar en el invierno. ¿Cómo son sus frutos? Idénticos al sol: color de sol, redondos como el sol... el recuerdo de estas palabras no nos consolaba. Éste era el último invierno antes de que el árbol, después de cinco, diese sus frutos. ¿Aguantaríamos hasta la primavera? No lo podíamos saber. El tiempo —decimos nosotras— se ha hecho visible en Numancia. Sus estragos son visibles en nuestra piel sarnosa, los callos y los hongos de nuestros sexos. Escarbamos nuestros anos inútilmente para saber si queda una costra de excremento para comer. Mocos, lagañas. Todo sirve. La tierra no nos abandona. Estamos plantados en ella. Nuestros ojos nos dicen que los graneros están exhaustos. Nuestras narices han dejado de oler el pan; lo han olvidado. Nuestras manos ya no tocan pasto, ni nuestros oídos oyen al ganado. Y el árbol del genovés sólo dará sus frutos redondos y dorados el verano entrante. Pero las plantas de nuestros pies nos dicen que la tierra no nos abandona. El mundo sí. Pero la tierra no. Las mujeres de Numancia distinguimos entre el mundo y la tierra. Nos estamos comiendo a los hombres que se matan por nosotras para que podamos comerlos. Los hombres que quedan vivos gritan de dolor: por la muerte de sus hermanos, por el horror de nuestra hambre. Nosotras les hablamos. Al hablarles, les recordamos que no hemos perdido la palabra. La tierra y la palabra. Esto nos sostiene. Los cuerpos que devoramos junto con nuestros hijos son tierra y palabra transformadas. Ellos no lo entienden. Están dispuestos a morir por nosotras y nuestros hijos, pero creen que todos estamos muriéndonos y no quedará nada vivo. Nosotras no. Vemos desaparecer el mundo, pero la tierra no; no la palabra. Todos lloramos la desaparición de nuestra ciudad. Pero celebramos la vida perdurable de la olla de barro, la vasija de metal, la máscara fúnebre. Cabeza metálica de carnero, toro de piedra, éste es el único ganado que nos queda. Urnas vacías, odres de polvo, éste es el pan y el vino que dejamos. Nosotras lloramos la desaparición de la ciudad. Nosotras aceptamos que el mundo muera. Pero nosotras también esperamos que el tiempo triunfe sobre la muerte gracias al viento, la luz y las estaciones perdurables. No veremos los frutos de este árbol. Pero los verán la luz, las estaciones y el viento. El mundo muere. La tierra se transforma. ¿Por qué? Porque nosotras lo decimos. Porque no perdemos la palabra. Se la heredamos a la luz, el viento y las estaciones. El mundo nos reveló. La tierra nos ocultó. Volvimos a ella. Desaparecimos del mundo. Regresamos a la tierra. De allí saldremos a espantar.
Ella vio salir de Numancia a los últimos hombres mudos, barbados, sucios; a las últimas mujeres espantadas; a los últimos niños emaciados. Se rindieron porque perdieron la palabra. Se les olvidó hablar; se rindieron. Ella, con su hijo muerto en brazos, se acercó al estéril árbol sepultado en lo hondo del invierno. En vano esperaron la promesa del fruto. Maldito árbol, fruto estéril. Ella se abre de piernas y grita con su hijo en los brazos. Ella deja caer sobre el matorral estéril la fértil sangre de su vagina, el fruto de su vientre, la masa húmeda y roja de su menstruación.
Tú te preguntas si todo en el universo tiene un doble exacto. Es posible. Pero ahora sabes que aunque eso sea cierto, también es peligroso. Te paseaste de joven por el Pórtico y el jardín, la Academia y la Arcada. Pero siempre supiste que por un resquicio de todas estas puertas y ventanas de la paideia griega la mente se nos escapa cuando mejor creemos poseerla. Certera y directa como una flecha fue tu vida militar. Tortuosa e imprevisible resultó ser tu vida espiritual. ¿Hay un dios que sincronice ambas? ¿Son sólo aparentes las conexiones entre cuerpo y mente: una ilusión creada por los dioses para consolarnos? ¿La realidad es sólo una suma de eventos físicos —monto un caballo, ataco una ciudad, amo a una mujer—? ¿Son los eventos mentales sólo y siempre consecuencias de esos actos materiales? ¿Nos engañamos pensando que es al revés sólo porque, a veces, el estado mental precede por un instante al evento físico, cuando en realidad éste ya ocurrió?
Polibio te ve sufrir porque no resuelves este dilema. Te insinúa que pasarán siglos sin que nadie lo resuelva. Los hombres se atormentarán tratando de separar conciliar o suprimir los dos términos de su cruel disyuntiva: éste es mi cuerpo, éste es mi espíritu. ¿Somos puro evento físico? ¿Somos puro evento mental? ¿Ambos son una sola cosa? Ante Numancia, Escipión se presentó como un hombre íntegro, en paz consigo mismo. Un cives romano. Pero algo lo traicionó. Juego, perversidad, genio, imaginación: duplicó a Numancia para evitar, acaso, la duplicación de sí mismo. Ser íntegramente el general decisivo y eficaz que demostró ser.
Te das cuenta de que Polibio imagina lo que ocurre adentro de la ciudad cercada para decírtelo, perversamente, a ti. Perversa, pero también caritativamente. La versión del escritor, sobra decirlo, es la que pasó a la historia. Fue muy hábil. Estableció de una vez por todas en el alba de la historiografía romana, que los textos jamás deben citarse textualmente, sino interpretarse. La historia se inventa. Los hechos se imaginan. Sin la ficción, ni tú ni ustedes sabrán qué cosa ocurrió en Numancia. La imaginación insatisfecha es peligrosa y terrible. Conduce directamente al mal. Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos. Por eso lloraste un día ante Cartago incendiada. Polibio quiso salvarte dándote la imaginación de tu victoria. Créelo. Esto es lo que pasó. Acabas de leerlo. Tus víctimas fueron de carne y hueso. No luchaste contra los dobles, los espectros de Numancia.
Fracasaste.
Como duplicaste a la ciudad, te duplicaste a ti mismo.
Viviste cinco años más, pero ya nunca fuiste ni el poeta que pudiste ser, ni el guerrero que fuiste. Algo te disminuyó. ¿Perdiste para siempre la unidad de tu cuerpo y de tu espíritu ante las dos Numancias? En una de ellas, espacio desolado, tiempo invisible, no ocurrió nada. En cambio, dentro de la ciudad, ocurrieron el sacrificio, la locura y la muerte. Al cabo, el segundo espacio sólo sirvió para que lo atravesaran, mudos y salvajes, los sobrevivientes de Numancia. El desfile de los defensores vencidos, transformados en animales. Debe ser terrible ver una abstención tuya convertida en degradación y muerte. Pues tu presencia ante Numancia, Cornelio Escipión Emiliano, fue en verdad una ausencia. Nunca peleaste. No hiciste nada. Y al caer Numancia, viste la atroz presencia de lo que era una ausencia.
Con razón te agotaste, vencedor de Cartago y Numancia. Con razón ya nunca viviste en paz.
Yo me pregunto, recordando la hazaña de Numancia, qué cosa sería el perímetro que le inventé a la ciudad sin Numancia, su doble, en frente. ¿Un corral, un prado, un cortijo, pacíficos y ordinarios? ¿Por qué escogemos un lugar y le damos nombre en la historia? Me retiro vencido por mi triunfo. No soporto su peso. Busco nuevas salidas para mi energía. En las campañas contra Cartago y Numancia, conocí a muchos soldados simples que ocupaban tierras a título precario. No eran grandes propietarios; pero la reforma agraria radical promovida por mis primos, los turbulentos hermanos Graco, despojó por igual a los latifundistas y a los pequeños asentados sin título. Yo me convertí en su defensor. Me gané muchos enemigos, más invisibles que el espectro de Numancia. Pero mi actividad externa, una vez más, no apaciguó mi propia turbulencia interna.
Paso horas enteras sentado en mi curul frente al naranjo de mi patio en Roma. Está a punto de dar fruto y quiero ser el primero en verlo florecer. Del naranjo haré mi interlocutor en estas horas del ocaso. He dejado de afeitarme; sólo puedo pensar si acaricio mi cuello lleno de cerdas. Me obsesiona el problema de la dualidad. Invento una teoría de la dualidad geométrica. Si es cierto que dos líneas cualesquiera definen, en su intersección, un punto, y dos puntos cualesquiera determinan una línea, se sigue que cuando todos los puntos tocan una elipse, se agotan, su unidad se concentra e inmediatamente exige la protección de un doble que ampare y prolongue la unidad. De donde se sigue que toda unidad, una vez obtenida, reclama una dualidad para prolongarse, para mantenerse.
Creo haber resuelto el problema de Numancia y como la tarde cae y siento frío, me arropo en mi negro capote español, el que usé ante la ciudad sitiada. Entro a mi recámara. Corro las cortinas pero apenas me recuesto en mi cama me distrae el ruido de los ratones. ¿Cómo combatirlos? No es éste mi problema. No me distraigan e irriten con cacerías de ratones. Lo que yo me pregunto es si todo en el universo tiene un doble exacto. Es posible. Mas ahora sé que aunque esto sea cierto, también es peligroso. Dos dobles mirándose de frente uno al otro, se aniquilarían sin levantar un dedo. La liberación de dos fuerzas idénticas las destruiría a ambas. Tal es la ley elemental de la física. En Numancia, le di a los dobles inevitables, generados por el encuentro geométrico de mi fuerza y la de Numancia, la oportunidad de verse sólo por un minuto en la historia. La malicia de mi estrategia consistió en hacerle creer a la primera Numancia que al mirar afuera de sus murallas vería una segunda Numancia. La primera Numancia estaba dispuesta a perder la vida en el choque con la segunda Numancia. Mas como ésta no existía, esperó en vano y se mató a sí misma. Mi estrategia consistió en convertir a Numancia en su propia enemiga.
Me digo que mi tiempo fue el de una premura pausada. Acaso no hay regla mejor para un comandante de campo. Actué en el instante en que mi fuerza, encarnando el doble de Numancia, la destruyó a ella pero no a mí. Hallé el punto exacto de la tierra en el que una fuerza, disfrazada de Nada, destruyó la fuerza antagónica que era el doble real de una ausencia trazada por mi genio militar. Así se combinaron las dos proposiciones, la geométrica y la física, en una acción puramente bélica. La intersección geométrica exigía un doble para mantener la unidad. Pero la gravedad física niega la presencia de dos fuerzas idénticas mirándose cara a cara. Engañé a la geometría, que es cosa mental, y a la física, que es asunto material. Demostré que en toda circunstancia de la vida humana, LA NADA ES POSIBLE.
Con razón fui recibido en Triunfo a mi regreso. Pero entonces había luz. Ahora la tarde penetra difícilmente hasta mi alcoba. Gloria, gloria al vencedor de Cartago y Numancia. Dos veces gloria. Escucho el ruido. ¿Son los ratones? ¿Son los pasos de los que me recibieron en triunfo? Oigo pasos. Me acaricio el cuello. Recuerdo que, siendo muchacho, discutí con Polibio y los otros amigos del círculo escipiónico la naturaleza de la inmortalidad. Qué curioso: ese debate surgió porque los hermanos Graco hablaban de igualdad. Entonces nos preguntamos, ¿puede haber igualdad si no hay inmortalidad? ¿Sólo la muerte nos iguala? No, opinó Polibio, la inmortalidad misma puede ser selectiva. Sólo los espíritus selectos ascienden a los cielos y conocen a Dios.
—¿Te repugna esta idea? ¿No crees por lo menos que la inmortalidad la da la fama? ¿Aceptas la fama pero exiges también la igualdad?
—Sirve bien a tu patria, Escipión Emiliano. Emplea bien el verbo que es el don de los dioses a los hombres. Tú naciste para honrar a Roma, asegurar su poder mediante las armas y su moral mediante la palabra.
Igualdad, inmortalidad. Escucho los pasos. La cortina es violentamente apartada. Me acaricio las cerdas del cuello. Una sola cerda larga, fría, dura, entra por mi cuello y pienso en España al morir.
Tú eres soñado. Muerto, has llegado hasta la mansión celestial y allí te ves otra vez de dieciocho años, cuando Polibio llegó con esclavitud y libros a la casa de tu familia adoptiva y empezó a hacerte digno de ella. Tú te sueñas a ti mismo cuando eras joven. Quieres que ésta sea tu imagen para la inmortalidad: un muchacho de dieciocho años que va a proponerse la mezcla perfecta del estadista y el filósofo. Dios te recibe y te alaba. Te dice que tu nombre, primero simple herencia, va a ser tuyo por derecho propio. Incendiarás y arrasarás a Cartago. Sitiarás y vencerás a Numancia.
—Dos destrucciones —le dices a Dios—. ¿Ese será mi monumento: la muerte?
Dios no te contesta, pero te ofrece la visión renovada de Numancia: ¿Qué ocurrió realmente en la ciudad sitiada? Numancia fue aislada. Casi nadie sobrevivió. Ves de nuevo salir a los sobrevivientes. No sólo parecían animales. Eran animales. Jamás volvieron a hablar. Quién sabe qué hicieron con sus mujeres y sus hijos. Ellos ya no querían recordar nada. Sólo se entendieron, de allí en adelante, con los buitres y las fieras del monte. Eran animales. Jamás volvieron a hablar.
Tú oyes estas palabras que te hablan del fin de la palabra y vuelves súbitamente a la vida, tu rostro se ilumina, sabes a los dieciocho años, joven, lo que no supiste viejo, a los cincuenta y siete, al morir. ¿Te preguntas cuál será el monumento a tu gloria, Cornelio Escipión Emiliano? ¿Cartago, Numancia? ¿Dos nombres sepultados en el fuego y el hambre? ¿Dos monumentos a la muerte? Ves otra vez la ruina de Numancia: la azotan las tempestades, la quema el sol, la hiela el invierno. El tiempo, el clima, añaden a su ruina, los elementos poseen un pasaje destructivo, arruinan a la ruina. ¿Qué es, sin embargo, eso que brilla en el corazón de Numancia? Apenas lo distingues. ¿Olla de barro, máscara de bronce, toro de piedra, planta, árbol, naranjo... naranjo? ¿Otro igual al tuyo, en el centro de la ciudad que destruiste? ¿Es una ilusión, has imaginado tu propio naranjo en el centro ceniciento de Numancia?
Abres los ojos para verte soñado.
No: sólo has dicho una palabra, antigua, desconocida, árabe, naranjo. Los sobrevivientes salieron de los muros de Numancia y ya no pudieron hablar. Salvándose, habían muerto. Eran animales, sin palabra. Esa fue su derrota, su muerte. Y tú, Escipión Emiliano, no sabes, ahora que has muerto, lo que ya sabías cuando eras un muchacho ilusionado por el porvenir de tu vida. ¿No ibas a ser tú quien conciliase, armonizase, dándole razones al sentimiento que traducía tu fuerza animal, el poder de tu cuerpo: Honrar a Roma? ¿Y cómo te proponías hacerlo, sino mediante la palabra? ¿No es ésta tu más profunda razón de vida, joven Escipión, viejo Escipión, difunto Escipión? Emplea bien el verbo, que es el don de los dioses y de los hombres. Llega a la poesía por la palabra pública. Convierte tu vida en épica. Canta a Numancia, devuélvele la vida con la palabra. Pues lo que destruye a la cosa material, construye a la obra de arte: la luz, el viento, las estaciones, el paso del tiempo. Salva a la piedra de la piedra y hazla palabra, Escipión, a fin de que lo mismo que corroe a la piedra —tempestad, tiempo, sol— le otorgue vida —poesía, palabra, tiempo.
Mueres, pero sabes al fin que serás siempre dueño de la palabra que es fundación de la vida y la muerte en la tierra. Quema allí la tierra, residencia de la palabra y de la muerte. Ha muerto para ti, en cambio, el mundo.
Él se soñó siendo soñado. Lo soñó Cicerón, el más grande creador de la palabra latina, setenta y cinco años después de la misteriosa muerte de Cornelio Escipión Emiliano, que ganó para sí el título de su abuelo, Africano, y añadió a su dinastía un nuevo título, Numantino. Cicerón lo honró soñándolo. Soñándose el día de su muerte, pero viéndose a sí mismo como un muchacho que sueña con el cielo y la vida eterna. Tal fue el monumento verbal que Cicerón le levantó al hombre que mejor reunió las cualidades del estadista y el filósofo en la Roma antigua. El monumento de la posteridad al héroe antiguo fue demostrarle desde el dominio divino la composición del universo: Dios le hizo ver las estrellas jamás vistas desde la Tierra; reconoció las cinco esferas concéntricas que mantienen unido el universo: Saturno, astro hambriento; luminoso Júpiter; rojo y terrible Marte; serviciales Venus y Mercurio; Luna de reflejos. El cielo abrazándolo todo, en el centro el Sol como una gran naranja en llamas y debajo de todo, una minúscula esfera y en ella un imperio más reducido aún, sus cicatrices invisibles desde lo alto, sus guerras y conquistas gimiendo con voz de polvo, sus fronteras borradas por olas de sangre...
—¿Qué es ese rumor, tan fuerte y tan dulce, que llena mis oídos?
La fama. No es la fama lo que escucha el héroe desde el cielo. El universo es muy grande. Hay apartadas regiones de la tierra misma donde nadie ha oído el nombre de Escipión. Los diluvios y conflagraciones de la tierra —naturales, humanos— se encargan de acabar con cualquier gloria personal. ¿A quién le importa lo que digan de nosotros quienes aún no nacen? ¿Dijeron algo de nosotros los millones que nos precedieron? ¿Crees que ese rumor es el de la fama, la gloria, la guerra?
—Si no lo es —preguntó el joven Escipión— ¿es el rumor de la reencarnación? ¿Podemos regresar a la tierra un día, transformados? ¿Tiene razón Pitágoras cuando afirma que el alma es una divinidad caída, encarcelada en el cuerpo y condenada a repetir sin fin, circularmente, un ciclo de reencarnaciones?
¡Qué ambición la de los hombres!, se rió Dios en las alturas. Si no tienen gloria ni fama, si no tienen inmortalidad, entonces quieren reencarnar. ¿Por qué no se conforman con vivir en el cielo? ¿Por qué no escuchan la música celestial? Ustedes han perdido la capacidad de escuchar. ¿Creen ustedes que los vastos movimientos de los cielos se efectúan en silencio? El oído se les ha atrofiado a los hombres. Demasiado preocupados por lo que de ellos se dice, han dejado de escuchar el movimiento de los cielos. Mira hacia arriba, Escipión Emiliano: aprende ahora a mirar y oír lejos y fuera de ti para que llegues por fin a ti mismo. Abandona la gloria, la fama y el triunfo militar. Mira hacia arriba. Eres algo más que lo mejor que creíste ser. ERES DIOS. Tienes lo que yo tengo. Vivacidad alerta, sensación y memoria, previsión también, la palabra y el poder divino de gobernar y dirigir tu cuerpo que es tu criado, de la misma manera en que Dios dirige el universo. Domina tu débil cuerpo con la fuerza de tu alma inmortal.
Y él, Cornelio Escipión Emiliano, escuchó entonces la música de las esferas.
Nosotros vimos la caída de Cartago y la destrucción de Numancia. Fueron visiones gloriosas. Pero sólo aplazaron nuestra propia derrota.
Ustedes recordarán esta historia. Lo demás, se lo dejo a los anticuarios.
Valdemorillo-Formentor, verano de 1992
NOTAS
1) NOTA GENEALÓGICA: Los hermanos Publio Cornelio Escipión y Neo Cornelio Escipión combatieron contra Aníbal en España y allí perecieron en el año 212 a.C. Con su mujer Pomponia, Publio Cornelio había tenido un hijo, Publio Escipión, llamado El Africano por haber vencido a los cartagineses durante la Segunda Guerra Púnica (batalla de Zama, 202 a.C.). Con su mujer Emilia, Escipión el Africano tuvo cuatro hijos: Cornelia, Publio Escipión Násica (cónsul en 162 a.C.), Lucio Escipión (pretor en 174 a.C.) y Publio Escipión, cuya mala salud le impidió seguir una carrera política. En cambio, adoptó al hijo menor de Lucio Emilio Paulo y de su mujer Papiria, divorciados poco después del nacimiento del niño, nuestro protagonista, ocurrido en 185 o 184 a.C, quien ingresó a la familia de los Escipiones con el nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano. Su hermano mayor, Quinto Fabio Máximo Emiliano, fue adoptado por otra familia. Escipión Emiliano capturó y destruyó Cartago en 146 a.C. y venció a Numancia en 133 a.C. Estos dos triunfos le valieron los títulos “Africano” y “Numantino”. De suerte que hay dos Escipiones Africanos: el Mayor, abuelo adoptivo del Menor. La hermana de su padre adoptivo, Cornelia, fue la madre de los hermanos Graco, protagonistas de las reformas sociales del año 133 a.C, a las cuales se opuso su primo Escipión Emiliano, muerto en 129 a.C. en circunstancias misteriosas. El rumor la atribuyó a un asesinato perpetrado por los seguidores de los Graco. Estuvo casado con Sempronia, prima suya, hija de Cornelia y hermana de los Graco. ¿Tuvo descendencia?
2) NOTA BIBLIOGRÁFICA: Mis principales lecturas acerca de la vida de Escipión Emiliano y el sitio de Numancia han sido:
APIANO: Ibérica, libro sexto de su Historia de Roma;
POLIBIO: Historias;
CICERÓN: El sueño de Escipión en su República; y, naturalmente, El cerco de Numancia, de Miguel de Cervantes.