Viva mi fama
Muera yo, pero viva mi fama.
GUILLÉN DE CASTRO,
Las mocedades del Cid.
A Soledad Becerril y Rafael Atienza, ex toto corde.
Domingo
Lo que él más recordará de ese domingo es la quietud tediosa. Recostado en el sofá, vestido sólo con camiseta y bragas para defenderse del calor insoportable, pero con los calcetines puestos debido a un sentido de posición social que ni él mismo se explicaba, descansaba la cabeza contra los brazos levantados y los puños crispados, observando en la pantalla de televisión la imagen repetida, congelada, del toro negro del brandy Osborne: ¿por qué permanecía allí ese recorte a la vez amable y bestial, que nos invitaba a consumir una bebida alcohólica y quizás a morir corneados por el toro mercantil si rechazábamos la súplica: bébeme? Rubén Oliva iba a decirle a su mujer que por suerte la voz del locutor que recomendaba el brandy del toro era sofocada por los aromas de otras voces más poderosas, que entraban desde la calle, desde otros balcones vecinos y desde otras, lejanas, abiertas ventanas. Los comparaba con aromas porque esas voces —retazos de diálogo de telenovela, anuncios comerciales como el que él contemplaba, chillidos de críos, disputas conyugales— le llegaban con la misma fuerza y la misma debilidad, inmediatas pero inmediatamente disipadas, que los olores de cocina que ambulaban por el barrio popular. Sacudió la cabeza; no distinguía entre el grito de un recién nacido y un olor de guisado. Reunió las manos sobre los ojos y los restregó, como si tuviese el poder de limpiar las ojeras que rodeaban el verde intenso de su mirada, perdida en el fondo de la cueva de piel oscura. Seguramente esos ojos brillaban más porque los ceñía tanta oscuridad. Eran ojos nerviosos pero al mismo tiempo serenos, resignados, constantemente alertas, aunque sin ilusiones de poder hacer nada con la información de cada día. Despertar, dormir, volver a despertar. Su mirada se cruzó de nuevo con la del toro recortado en la pantalla de televisión, negro, neto, pesado y ligero a la vez, un toro de cartón pero también de carne, a punto de embestir si él, Rubén Oliva, no obedecía la orden: ¡beba!
Se levantó con un gesto de desdén pero con ligereza; pesaba poco, no debía hacer nada para mantenerse delgado; un doctor le dijo: Es buena herencia, Rubén, el metabolismo no te falla. Más bien, serán siglos de hambre, contestó Rubén.
Él se preocupaba a veces de andar llegando, dentro de un año, a los cuarenta y echando panza, pero no, flaco nació y flaco iba a morir, sonrió, oliendo el paso veloz de las habas hervidas en aceite al acercarse al balcón y mirar a los chavales correteando por la calle de Jesús, como él en camiseta, calzón corto y sandalias con calcetines, repitiendo hasta el cansancio la cantinela burlona de los días de la semana, lunes uno, martes dos, miércoles tres, jueves cuatro, viernes cinco, sábado seis, decían a coro los chavalillos y entonces, uno solo gritaba: «¡y domingo siete!» provocando la burla de los demás, que reiniciaban la ronda de la semana hasta que otro chiquillo gritaba lo de domingo siete y los demás se reían de él. Pero a todos les va tocando el domingo siete, les dijo Rubén Oliva desde su balcón, los codos apoyados en la balaustrada herrumbrosa, las culpas y las burlas se distribuyen parejamente, y dejó de hablar porque esto de hablar a solas parecía manía de sordo o de loco y él no estaba ni siquiera solo, que hubiera sido la tercera razón para un monólogo así.
El silencio de las voces, de las emisiones diversas, fue impuesto por un viento súbito, una ráfaga de verano que recogió polvo cansado y papeles viejos, los arremolinó y levantó a lo largo de la callecita encajonada, obligando a Oliva a cerrar la ventana y a la voz desde la cocina a gritarle: ¿Qué haces?, ¿no me puedes ayudar en la cocina?, ¿no sabes que no es bueno hacer la comida durante la menstruación, ayúdame, o quieres que te sirva una sopa envenenada?
Rubén Oliva había olvidado que ella estaba allí.
—Puedes hacer la comida —le gritó de vuelta Rubén—, lo que no debes hacer es regar las plantas. Eso sí, puedes matar las plantas si las riegas estando enferma. Eso sí que es cierto, Rocío.
Volvió a recostarse en el sofá, levantando los brazos y descansando la cabeza entre las manos abiertas y unidas por los dedos entrelazados. Cerró los ojos como había cerrado las ventanas pero con el calor tan tremendo el agua le escurría por la frente, el cuello y las axilas. La temperatura de la cocina se unió a la del saloncito pero Rubén Oliva permaneció allí con los ojos cerrados, incapaz de levantarse y abrir de nuevo la ventana, dejar que volviesen a entrar los ruidos menudos y los olores disipados de una tarde de domingo en Madrid, una vez que el inesperado golpe de viento se fue y quedaron encerrados en el pequeño piso de cuatro piezas —salón de estar, recámara, baño y cocina— él y su mujer Rocío, que menstruaba y preparaba la cena.
Y hablaba desde la cocina, recriminando siempre, por qué estaba de vago, botado allí, en vez de salir a trabajar, otros trabajaban en día domingo, él lo había hecho siempre, tan bajos andaban sus bonos que ahora ni en domingo le daban trabajo, ya lo veía, ella iba a tener que mantener la casa muy pronto, si es que no iban a vivir como pordioseros, mira que estar metidos en esta pocilga y en pleno mes de agosto, cuando todo el mundo se ha ido a la playa, me puedes decir por qué, te digo que si sigues así voy a buscarme trabajo por mi lado, y como están las cosas, con el destape y tal, a ver si no termino desnudándome para una revista o algo así, por qué no me contestas, te comió la lengua un ratón, ya no tienes fuerzas ni para contestarme, ya ni esa cortesía elemental me merezco, sí, dijo Rubén Oliva con los ojos cerrados y la boca cerrada como los sordos y los locos, ya ni eso, sino imaginarme dormido, imaginarme soñando, imaginarme muerto, o ser, perfectamente, un muerto que sueña, y que puede imaginarse vivo. Ésa sería la perfección, y no oír más las recriminaciones de Rocío desde la cocina, como si le leyera el pensamiento, echándole en cara que por qué no sale a hacer algo, ríe con amargura, antes los domingos eran días de fiesta, días inolvidables, qué le pasó, por qué no se expone ya, por qué no sale a matar y a exponerse, le dice Rocío, invisible en la cocina, casi inaudible cuando deja caer el chorro chisporroteante de aceite en la sartén, por qué ya no emula a nadie, por qué no sale o sigue a alguien, por qué ya no persigue la gloria, la fama, como se llame eso, para que ella, me cago en Dios y en su santísima Madre, pueda pasar los veranos lejos de Madrid, junto al mar.
Dio un grito de dolor, pero él no se paró a averiguar y ella nunca apareció en la sala, se conformó con gritar que se había cortado un dedo al abrir una lata de sardinas, rió Rocío, ella se exponía más abriendo una lata que él eternamente recostado en el sofá, en calzoncillos, con el papel abierto sobre el vientre y un toro negro mirándole recriminándole su abulia, desde la pantalla chica, vaya pelma con el que se había casado, y apenas cumpliera los cuarenta peor iba a ser el asunto, pues como decía su abuelito, de los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga, y ella lo había amado por valiente, por guapo, por joven, porque se exponía y mataba y…
Rubén ya no la escuchó. La odiaba y tenía ganas de matarla, pero cómo se mata a la luna y eso era ella para él, no el sol de la vida pero sí una luna acostumbrada que salía todas las noches, sin falta; y aunque su luz fuese fría, la costumbre misma recalentaba; y aunque su arena fuese estéril, fertilizaba porque sus movimientos hipnóticos movían las mareas, marcaban las fechas, regían los calendarios y drenaban las porquerías del mundo…
Se levantó de un golpe, tomó la camisa, el pantalón, se los puso junto con los zapatos, ella seguía hablando desde la cocina, repitiendo el mismo disco rayado como los niños en la calle, repetían sin cesar la cantinela del domingo siete y él, vistiéndose, sólo deseaba que se acabara este día lento y tedioso, este día de fragmentos de telenovelas y fragmentos de cocina, ráfagas de rondas infantiles y pedazos de diario viejo, fragmentos de polvo y fragmentos de sangre: miró por la ventana, la luna menguante se había asomado en el cielo de una noche súbita, la luna era siempre mujer, siempre diosa, nunca dios, pero sí era un santo español: San Lunes, mañana, el día feriado de los tíos güevones como él (¿eso estaría diciendo Rocío, sin parar, invisible, sangrante, cortada por las latas abiertas, desde la cocina?) y Rubén Oliva decidió que la dejaría hablando para siempre, ni siquiera recogería una maleta o unas prendas, saldría rápidamente, antes de que terminara la noche pero sólo al terminar el domingo, iba a salir a Madrid al sonar la primera hora de San Lunes, lejos del tedio inmortal de Rocío, la luna sucia que era su mujer, y el toro negro que se había fijado para siempre, congelado en la pantalla de televisión, observándole.
Lunes
Bajó rápidamente por la calle de Ave María hasta Atocha y volvió a perderse en los vericuetos de Los Desamparados, pasando deprisa al lado de las bodegas y las tascas y los fumadores, huyendo de lo encerrado, aunque fuese en plena calle y durante el calorón de agosto, hasta encontrar la fuente de Neptuno, el manantial de donde corrían las aguas invisibles de La Castellana y allí había mundo, pero había anchura también y Rubén Oliva se sumó, flaco y envaselinado, con su camisa blanca y su pantalón negro, sus ojos verdes y sus ojeras negras, al paseo nocturno, interminable, que durante el verano corre, río humano, del Prado al monumento de Colón; Rubén Oliva se perdió en un instante entre el mar de gente que se movía sin prisa, pero se movía sin pausa, de terraza en terraza, deteniéndose rara vez, escogiendo ver o ser vista, bajo las luces neón, a veces los bulbos huérfanos y oscilantes, el gentío a veces sentado en elegantes plataformas con muebles de cromo y acero, a veces detenido frente a tendajones móviles cubiertos por carpas circenses; viendo o siendo vistos, los que tomaban asiento en las sillas plegadizas mirando y mirados por la multitud pasajera que a su vez miraba a los tertulios y era vista por ellos; Rubén Oliva tuvo la sensación de estar de vuelta en los pueblos andaluces donde creció, donde la vida nocturna y veraniega tenía su sede en las calles, frente a las casas, cerca de las puertas, como si todos se aprestaran a huir adentro, a esconderse apenas escucharan el primer trueno o el tiroteo que quebrase la apacible tertulia nocturna sobre sillas de paja: el recuerdo del pueblo y la pobreza se disipó porque Rubén Oliva, uno entre miles esta noche de agosto, estaba rodeado ahora de muchachos y muchachas jóvenes, entre los quince y los veinticinco años, madrileños y madrileñas esbeltos como él, pero no por el hambre de las generaciones o los desastres de la guerra, sino por voluntad, por aerobic, por dietas estrictas y hasta por anorexia; no había otro lugar en España —habló el sordo, el loco, el solitario— donde se pudiesen ver tantas caras bonitas, de muchachos y muchachas, tanto talle juncal y pisada garbosa, ropas veraniegas más elegantes, desdenes más estudiados, reconocimientos más velados, coqueterías más descaradas; y sin embargo Rubén Oliva iba reconociendo en cada uno de estos gestos algo que él ya conocía desde antes, en lugares diametralmente opuestos a los chiringuitos de La Castellana en agosto, en aldeas pobres, pueblos rabones, pueblecillos de capea donde los torerillos hacían sus primeras armas entre el polvo y cerca de los establos, no muy distintos de los perros callejeros, de los becerros o de los gallos a los que imitaban; rozándose con la juventud dorada de los chiringuitos, Rubén Oliva distinguió ese amanecer de San Lunes las disfrazadas poses de honor, los temblores fríos y el desdén hacia la muerte que nacían de la convicción de que en España, país de tardanzas, hasta la muerte es impuntual; todo esto lo miraba en donde no debía, en los labios entreabiertos de una muchacha dorada por el sol; su piel de durazno compitiendo con el brillo de su mirada; en el talle torero de un muchacho de nalguillas apretadas, abrazado a la cintura de una muchacha descotada, con polvos de plata entre los senos sin sostén, rebotantes; en las piernas desnudas, depiladas, lánguidas, cruzadas, de una chica sentada frente a una granizada de café o en la mirada infinitamente ausente de un chico al que toda la barba del mundo le había nacido a los quince años, de un golpe, asesinando al querube que aún vivía en su mirada: era la manera de tomar una copa, de encender un cigarrillo, de cruzar unas piernas, de colocarse la mano en el talle, de mirar sin mirar y ser visto, volviendo invisible al que te mira y diciendo todo el tiempo: no duro mucho, pero soy inmortal, o mejor, nunca me voy a morir, pero no esperes verme nunca después de esta noche; o mira de mí lo que ves esta noche, porque no te doy permiso de ver nada más; esto decían los cuerpos al moverse, los ojos al desplazarse, las risas de unos y el silencio de otros, prolongando la noche antes de volver a sus casas de clase media elegante y presentarse ante sus padres los doctores, los abogados, los ingenieros, los banqueros, los notarios, los agentes de bienes raíces, los directores de tours, los hoteleros… a pedir dinero para la siguiente noche, dinero para ir de compras a Serrano, estrenar la blusa indispensable, probarse los zapatos sin los cuales… Era la tertulia de los pueblos pero ahora con sellos de Benetton y Saint Laurent; era el paseo romántico por las plazas de antaño, los muchachos en un sentido, las chicas en el contrario, midiéndose para el noviazgo, el matrimonio, la progenie y la muerte como el agente fúnebre mide el talle de los clientes que fatalmente le visitarán un día y ocuparán sus estuchitos de lujo. Lujo y lujuria de la muerte que nos arrebata sólo el pasado, sólo que en este paseo madrileño los muchachos y las muchachas no iban en sentidos opuestos, ni podrían hacerlo, porque era difícil distinguirlos; Rubén Oliva, de treinta y nueve años, desocupado (por el momento), harto de su mujer, víctima de un domingo tedioso, agradecido de que San Lunes, aunque fuera de noche, ya estuviera aquí, no se distinguía demasiado, físicamente, de la juventud dorada de los chiringuitos madrileños; como ellos, como casi todo español majo, tenía algo de andrógino, pero ahora las muchachas guapas también eran así, eran más mercurio de los miércoles que luna de los lunes, pero no dejaban de ser Venus de los viernes, de una nueva manera, distinta, simplemente, de la tradicional figura chaparra, regordeta, blanca, sin sol, de tobillo ancho y cadera pesada; Rubén Oliva se divirtió distinguiendo, en el lento paseo nocturno, a los chicos que más parecían chicas y a las mujeres que más parecían hombres y sintió un súbito mareo; la marcha del placer y las galas y la ostentación de la España rica, europea, progresista, donde todo el mundo, aunque fuese a regañadientes, pagaba sus impuestos y podía irse al mar en agosto, no quería ser juzgada, aún no, ni clasificada de manera simple en géneros, masculino/femenino, todavía no, hasta eso, el sexo, estaba en flujo, como el mar que se acercaba a Madrid en agosto, porque la ciudad no se privaba de nada, ni del mar, y lo traía hasta acá en el verano, hasta La Castellana y los chiringuitos, lo traía impulsado por los imanes secretos de la luna, al amanecer de un lunes, convirtiendo a Madrid en playa estival de mareas y drenajes y menstruaciones cotidianas, cloaca y fuente lustral.
—Madrid no se priva de nada —le dijo la mujer detenida junto a él mirando el espectáculo y sólo por las palabras Rubén Oliva supo que era mujer, no una de estas muchachitas parecidas al mercurio del miércoles más que a la luna del lunes; Rubén no la pudo distinguir bien porque en la terraza donde se detuvo había una fila de anuncios del brandy Osborne con el toro negro y las luces fluorescentes le cegaron y la cegaron a ella, que primero apareció como una mancha de luz, ciega o cegada, vista o viendo, quién podía saberlo…
—Creo que somos los únicos aquí de más de treinta años —sonrió la mujer cegada por la luz, por el toro, por la propia invisibilidad de Rubén Oliva en esa multitud: miraba con más nitidez el anuncio del toro que a la mujer que le hablaba a su lado.
—No logro verte bien —dijo Rubén Oliva, tocando ligeramente el hombro de la mujer, como para colocarla en la luz que le conviniese más para verla mejor, sabiendo sin embargo que esta luz invisible, esta ceguera deslumbrante era la luz mejor de…
—Hombre, no importa, ni cómo soy, ni cómo me llamo. No le quites su misterio a nuestro encuentro.
Él dijo que ella tenía razón, pero, ¿ella sí lo miraba claramente a él?
—Claro —rió la mujer—, date de santos de que en medio de tanto chiquillo tú y yo nos hemos encontrado; hace poco decían que no había que tenerle confianza a nadie de más de treinta años; aquí, eso sigue siendo cierto.
—Puede que lo sea siempre, para los muchachos. ¿Tú, a los quince años, le tenías confianza a un viejo de cuarenta… bueno, de treinta y nueve? —rió el hombre.
—Yo estoy dispuesta a imaginar que en toda esta avenida sólo hay dos personas, un hombre y una mujer, de más de treinta años —sonrió ella.
Rubén Oliva dijo que esto parecía un matrimonio arreglado en el cielo y ella le dijo que en un país donde los que se casaban, durante siglos, no eran consultados sobre sus preferencias, sino que obedecían lo que sus padres arreglaban en su nombre, tener al mismo tiempo la ocasión, la aventura, la excitación del encuentro casual, y las razones para prolongarlo voluntariamente, decidirse, hombre, decidirse, eso sí que era una bendición, una suerte, pues…
No lograba verla; cada movimiento, de ella o de él, o de ella impuesto por él, como si forzara la suerte y adelantando una pierna quebrase la carrera de ella, obligándola a aceptar la voluntad del torero, iba acompañado de un juego tal de luces —bulbos huérfanos, constelaciones neón, autos errantes como caravanas en el desierto, luces del mar de Madrid, girasoles eléctricos de la noche, giralunas del desagüe perpetuo de la ciudad— que Rubén Oliva no se sentía capaz de mandar, de frenar los giros de la mujer, de templarla ya arrebatándola de su fuga perpetua: ¿cómo era?, y, ¿ella misma, lo habría visto ya a él, ella sí sabría cómo era él?
Horas más tarde, al amanecer, abrazados los dos en la recámara de ella en un altillo de la calle Juanelo, ella le preguntó si no tuvo miedo nunca, de la agresión sexual de ella, de que ella fuera una prostituta, o portara las nuevas plagas del siglo moribundo, y él le contestó que no, ella debía saber ya que un hombre como él tomaba la vida como venía, había enfermedades menores que la muerte, era cierto, pero la única verdadera enfermedad, después de todo, era la muerte y ésa quién la evitaba y si nadie la evitaba, qué mejor que encontrarla repentinamente o a voluntad. Él le decía esto, en seguida, para que ella entendiera con quién estaba acostada, que lo peor que pudiera pasarle a él en el mundo no era peor que lo que él podía hacerse a sí mismo, por ejemplo, si ella lo enfermara mortalmente él tenía manera de adelantarse a la muerte, y no con la cobardía del suicidio ni nada por el estilo, sino dándose entero a su arte, a su profesión que justificaba la muerte a cada instante, la felicitaba y la facilitaba y la honraba: no había qué hacer ni lo que el trabajo diario exigía, para morir con honra, y esto no les ocurría a todos los abogados, médicos y financieros que eran los padres de los chicos en los chiringuitos y que los chicos mismos, fatalmente, llegarían a ser un día, ya no esbeltos, ya no luminosos, ya no hermafroditas, sino definitivamente padres o madres, panzones y grises, ¡vaya!
—¿Y nunca tuviste curiosidad de verme antes de acostarte conmigo?
Él se encogió de hombros, dijo lo mismo que antes, es como verle la cara al toro, que es lo más importante en el ruedo, no perderle nunca la cara al toro, pero al mismo tiempo no perdérsela al público, a la cuadrilla, a los rivales que lo están mirando a uno, vamos, ni siquiera perdérsela al aguador, como le pasó una vez a Gallito en Sevilla; que tuvo que callar al aguador cuando se dio cuenta de que sus gritos tenían distraído al toro: hay que darse cuenta de todo, chulapona, ¿no te importa que te llame así?, dime lo que tú quieras, dime puta, cómica, tísica, sainetera, llámame como gustes pero dame otra vez esa cosa que tú tienes.
Él la dejó hacer y se fijó distraídamente en la escasez mobiliaria de la habitación, la cama apenas, un buró al lado con velas frías, frío el piso de losa, frescas las cortinas que ocultaban el amanecer, un aguamanil a la vieja usanza, una bacinilla que sus dedos tocaron debajo de la cama y, dominándolo todo, un gran armario de lujo, lo único lujoso de esta habitación —buscó en vano un foco de luz eléctrica, un contacto, un teléfono, se azaró, se rectificó: confundía el lujo con la novedad, con el confort moderno, ¿eran realmente la misma cosa? Nada era moderno en esta habitación y el armario de dos puertas se adornaba con un copete de vides, querubes y columnas derrotadas.
Antes de dormirse otra vez, abrazados, él quiso decirle lo que antes pensó separado de Rocío en el piso que compartían, algo que Rocío no entendía quizás, y quizás esta mujer tampoco, pero con ella valía la pena tomar el riesgo de ser entendido o no, al morir se nos va el pasado, eso es lo que perdemos, no el porvenir.
Hacia el mediodía del lunes, al despertar de nuevo, Rubén Oliva y su amante, abandonados al día, convencidos de que el día les pertenecía ya sin interrupciones, agradeciendo el encuentro fortuito en las terrazas nocturnas de Madrid (¿cuántos jovencitos consumaban, como ellos, sus nupcias cada noche, cuántos solamente celebraban las bodas del espectáculo: mostrarse, ver, ser vistos, no tocarse…?) se confesaron que el uno y el otro apenas se habían distinguido entre las luces veloces de las terrazas, ella sintió la atracción, quizá porque era lunes, día de mareas, de fechas decisivas, de atarjeas violentas, de atracciones e impulsos indomables, ella se acercó a él como magnetizada, y él no la pudo ver claramente en el torbellino de luces y sombras artificiales y así debía ser, porque ella tenía que decirle que él, ahora que lo veía, era…
Él le tapó la boca suavemente con la mano, acercó los labios a la oreja de la mujer recostada y le dijo que no le importaba, le confesaba que no le importaba si ella era muchacho, trasvestista, puta, enferma, moribunda, no le importaba nada, porque lo que ella le había dado, la manera de su entrega, la manera de excitarlo a él, de atraerlo, de hacerle sentir que cada vez era la primera vez, que cada acto repetido era el inicio de la noche y del amor, de manera que él podía gozar cada vez como si no lo hubiera hecho por lo menos en un año, todo eso era lo que…
Ahora fue ella la que le tapó la boca con una mano y le dijo:
—Yo sí que te conocía desde antes. Yo sí que te escogí por ser tú, no por ser un desconocido.
No bien hubo dicho esto la mujer, que las puertas del armario se abrieron con un golpe cardíaco, dos manos poderosas, manchadas, escurriendo colores de los dedos, mantuvieron separados los batientes y desde el interior surgió un torso, enchalecado, enlevitado, con camisa de holanes y pantalones cortos, medias de seda blanca y zapatones campesinos, zuecos quizás, embadurnados de lodo, de boñiga, y este ser sobrecogedor saltó sobre el lecho del amor, embadurnó de mierda y lodo las sábanas, agarró entre sus manazas el rostro de la mujer y sin hacer el menor caso de Rubén Oliva, con los dedos embadurnó el rostro de la amante como acababa de manchar las sábanas fatigadas, y Rubén Oliva, paralizado de estupor con la cabeza plantada sobre una almohada, incapaz de moverla o de moverse, nunca supo si esos dedos ágiles e irrespetuosos borraban o añadían, figuraban o desfiguraban, mientras con semejante velocidad, semejante arte, y furia incomparable, trazaban con el rostro sin facciones de la mujer el arco deforme de una ceja diabólica o el simulacro de una sonrisa, o si bien vaciaban las cuencas de los ojos, de la fina nariz que él había acariciado, hacían un repollo informe y borraban los labios que habían besado los suyos y le habían dicho, yo sí que te conocía desde antes, yo sí que te escogí por ser tú…
El gigante, que quizá lo era sólo por estar de pie en la cama, doblegando su mole para desbaratar o para crear, a colores, el rostro de la mujer, jadeó cansado y entonces Rubén Oliva contempló un rato a la mujer con el rostro embadurnado, hecho o deshecho y cubierto por dos llantos: las lágrimas agitadas y un velo de pelos y al mirar al terrible violentador escapado del armario, miró al cabo lo que ya sabía desde que lo vio aparecer, pero que no pudo creer hasta ahora que todos salían, poco a poco, sudando, del terror: este hombre, encima de su tronco y sus ropajes y sus zuecos y sus hombros cargados, no tenía cabeza.
Martes
I
Imaginad tres espacios, dijo entonces el gigante descabezado, tres círculos perfectos que jamás debieron tocarse, tres orbes circulando cada uno en su trayectoria independiente, con su propia razón de ser y su propia corte de satélites: tres mundos incomparables y autosuficientes. Quizás así son los mundos de los dioses. Los nuestros, por desgracia, son imperfectos. Las esferas se encuentran, se rechazan, se cruzan, se fecundan, rivalizan, se asesinan entre sí. El círculo no es perfecto porque lo hieren la tangente o la cuerda. Pero imaginad solamente esos tres espacios que son, cada uno a su manera, tres vestidores y en el primero, que es un camerino teatral, una mujer desnuda es vestida lentamente por sus doncellas pero ella no les habla a las criadas sino al mico saltarín, con gorguera blanca y una verga pintada de azul, que se columpia entre los maniquíes y esos bustos de trapo son el anticipo del cuerpo de su ama, que le dirige la palabra al mono y a la cual el mono, como premio de la jornada, se dirige: su premio será saltar sobre el hombro de la mujer y salir con ella a la escena primero, a las cenas después, los domingos al paseo de San Isidro y cada noche, si se porta bien, al pie de la cama de su ama y amante, desconcertando, para placer de ella, a los acompañantes venéreos de Elisia Rodríguez, llamada La Privada, reina de las tablas de Madrid, que sólo puede perpetuar su gloria escénica cada noche si cada noche, antes de actuar, le cuenta al mico engalanado y secretamente pintarrajeado (para risa de los espectadores, escándalo de las familias y desconcierto de los amantes: el adminículo azul sólo se le nota en circunstancias sobresalientes), quién es, de dónde llegó, para saborear más el triunfo, que sólo lo es cuando se viene de abajo, como ella, de un pueblo tan rabón, tan dejado de la mano de Dios, que más de una vez los príncipes de la casa real se habían ido a casar allí, porque la ley establecía que la vecindad donde contrajesen matrimonio los príncipes quedaría para siempre exenta de pagar impuestos, y había que ir a un lugar tan definitivamente pobre como éste para que esa liberación tributaria no le importase a la corona, aunque sí a los príncipes obligados a casarse en la iglesia derruida por donde pasaban volando los cuervos a toda hora y, sólo por ser de día, los murciélagos se estaban sosegados, aunque colgaban de los rincones como pedazos de caca adormilada, iguales a la caca de las calles sin empedrar, donde se hundían las zapatillas más finas y las botas más lustrosas, donde los carruajes se quedan desbielados, a la merced de los hombros de los guapos del lugar que quisieran rescatarlos para probar su hombría, a veces con sus atolondradas duquesitas adentro, zarandeadas en medio del olor de sudor, cebolla y mierda, y las procesiones eran seguidas y aumentadas por perros sin dueño, nubes de moscas y aguardadas por armadas de cucarachas en los rincones de los comedores improvisados (primero déjame verme desnuda en el espejo, mico, y admite que tus ojos no han visto nada más perfecto como lo es un huso horario de carne blanca y sedosa cuya uniformidad —hay que darle sabor al caldo— es rota apenas por lo que se muestra en la punta de las tetas, en el ombligo, entre los brazos si es que me da la gana de levantarlos y entre las piernas si es que no me apetece cerrarlas) y si las bodas de príncipes eran así, pues la de las pueblerinas como yo para ná, pues allí los noviazgos eran largos y no se rompían: ninguna muchacha tenía derecho, ¿me oyes mico?, a tener un segundo pretendiente: te casabas con tu primer y único novio, escogido por tus padres, y después de cinco años de espera, para estar seguros de las buenas intenciones y la castidad de todos.
—¿De qué se ríen, tías pelmas? —decía entonces Elisia Rodríguez, La Privada, palmeteando con fingido enojo los hombros de sus doncellas —una, dos, tres, cuatro— con la punta del abanico, aunque las servidoras, todas ellas mexicanas, eran de casta estoica y no se dejaban asombrar o injuriar siquiera por su caprichosa ama. Si La Privada le decía a Rufina la de Veracruz o a Guadalupe la de Orizaba que miraran adónde podía llegar una muchacha salida de un pueblo eximido de impuestos, las criadas, que acaso descendían de príncipes totonacas y olmecas, bastante recompensadas se sentían de haber llegado hasta aquí a encorsetar a la más celebrada sainetera de España, en vez de que a ellas las herraran como ganado o las chicotearan como perras en las haciendas coloniales.
Mustias ellas (Rufina de Veracruz y Guadalupe de Orizaba ya mencionadas, más Lupe Segunda de Puebla y Petra de Tlaxcala) pero no Elisia Rodríguez, viéndose desnuda primero, luego con el abanico en la mano como única prenda y ahora le iban a poner los anillos —desnuda, abanico, anillos, se excitaba viéndose en el espejo— y contándole al mico, nunca a las mexicanas que fingían no oírla, cómo después de la boda real se dejó seducir por un joven jesuita llevado con la corte para escribir la crónica de los eventos y cómo el letrado muchacho, para hacerse perdonar su pecado de concupiscencia y el inminente embarazo anunciado por Elisia, la llevó a Barcelona, le prometió enseñarle a leer obras de teatro y poesía y la casó con su tío, un importador de productos cubanos, un viejo al que no le asustaba la institución del chichisveo que autorizaba el ménage-à-trois con anuencia del marido viejo que lucía a su joven esposa en público pero se libraba de la obligación sexual en privado, otorgándosela al hombre joven, aunque todo ello con ciertas condiciones, como eran el derecho a verlos, a Elisia y el sobrino, hacer el amor, en secreto, claro está, el viejo quería actuar con decencia y si ellos sabían que él los miraba sin ser visto por ellos, pues ellos quizá se excitarían aún más.
Sucedió sin embargo, contó Elisia, que al poco tiempo el marido comenzó a irritarse de que el beneficiario de la institución fuese su sobrino, y comenzó a añadir a sus quejas que menos le molestaba que fuese sobrino al hecho de ser cura. Elisia, oyendo estas retractaciones, comenzó a imaginarse que su marido viejo la quería de veras y hasta comenzó a imaginarse que podía con ella y sus hambres de hembra desatadas. Lo que la decidió a seguir los consejos de su marido —«Sé sólo mía Elisia»— es que en el jesuita le molestó el repetido contraste entre la zalamería con los poderosos y la altanería con los débiles, que ella juzgó, de tan repetida, verdadera norma de conducta no sólo de su amante, sino de la Compañía de Jesús toda enterita, mientras que su marido, buen hombre y honesto, daba trato parejo a pobres y ricos, poderosos y débiles. El marido de Elisia comentaba que, sencillamente, en el comercio todo era un subibaja de fortunas y el pobre de hoy podía ser el rico de mañana, y a la inversa. Volvía el viejo, rápidamente y sin embargo, a sus razones formales y decía que era por ser cura, mas no por ser sobrino, que renegaba del pacto del chichisveo: nada merecía respeto, salvo la religión, dijo, desengañando una vez más a Elisia.
—La religión y —añadía apresurado— el comercio.
¿Y el teatro? Elisia, a los pocos meses de sus desengaños amatorios, decidió que había un amante más variado, ni demasiado permanente ni demasiado fugaz, menos fiel, acaso, pero seguramente menos exigente que cualquier individuo, más intenso en el instante, aunque menos permanente en el tiempo. En otras palabras, Elisia quería como amante al público, no a un seminarista inocente; quería de queridos a los espectadores, no a los que escribían comedias, y en esto su marido, de mil amores, la consintió y se dio de santos de que la preciosísima Elisia del desventurado pueblo de pulgas que no pagaba impuestos, prefiriese esta forma del chichisveo a la otra más tradicional.
Le puso maestros de canto y baile, le puso maestra de declamación y solfeo, le puso entre las manos cuanta obra de teatro pudo conseguir, del auto más sagrado al sainete más profano, pero Elisia resultó más sabia que todas esas lecciones juntas (las doncellas le velan los encantos con el corpiño y por un minuto Elisia hace refunfuño, pero luego recuerda que hay hombres que la han amado más por sus corpiños que por su cuerpo, y a uno de ellos lo descubrió hincado frente al bargueño de la actriz, besando las prendas íntimas, más excitado allí que en la mismísima cama y quisiera cantarle un alabado al inventor de la ropa interior, pero su lado pueblerino y práctico se contenta con decir que todo tiene su uso en este mundo, donde el rey es el amor, y vuelve a ganarla el entusiasmo y olé, y el embarazo con que asustó al jesuita era tan mentiroso como el abombado guardainfante que ahora le prendían las dueñas mexicanas), Elisia tenía un olfato de sabueso en ese cuerpo de mariposa y llegó a Barcelona cuando toda España no tenía más que dos pasiones: el teatro y los toros, las cómicas y los toreros, y la pasión de pasiones, que era la rivalidad entre actrices y la rivalidad entre matadores, y a veces las disputas de unas y otros por acostarse juntos (rápido, se está haciendo tarde, las medias blancas, las ligas, los lazos de la cintura) y su marido haciéndola de pirmaleón y tú mi galletera, o algo así, decía dándoselas de culta frente a los profesores que la adiestraban, más allá de las enseñanzas del sobrino jesuita (o del jesuita sobrino) en las artes escénicas y en el pulimiento de la dicción para decir versos, y ella que sentía algo distinto, que el corazón le decía que el teatro era teatro, no una repetición de palabras que nadie entendía, sino un mostrarse ante los espectadores y hacerles sentir que ellos eran parte de ella, de su vida, que eran sus amigos de la mayor confianza, a los que ella les contaba sus mayores intimidades desde el escenario, y si su marido, que prefirió las candilejas al chichisveo pero que ahora mostraba peligrosas inclinaciones hacia el lecho conyugal en vez del techo teatral, no lo entendió así, sí lo entendieron los miembros de la corte que acudieron a Barcelona a ver a la tal Elisia, incluso la princesa M… que se casó en su pueblo para librar de impuestos a la aldea más pobre, y que requirió soberbiamente la presencia de la tal tonadillera esa y ella le mandó decir que no era tonadillera, sino tragediante.
¿No se había fijado en los trajes estilo Imperio, como los que lucía en París la mamasel George?, y la princesa que sí, se había fijado y quería que ella, y bajo su protección, los mostrara en Madrid adonde, por orden real, le urgía a presentarse con o sin marido, pues éste dijo que el buen paño en el arca se vende y que lejos del puerto catalán y del emporio de tabacos, azúcares, frutas, maderas preciosas y todo el caudal de La Habana, ¿quién iba a pagarle a su mujer las clases de solfeo y las carambas de seda tiesa?
El marido le prohibió a la Elisia viajar a Madrid; el teatro y las cómicas, aunque su mujer fuera de ellas, eran para pasar el rato, no para cimentar una gran fortuna comercial; pero la Elisia se fue de todas maneras, riéndose del viejo, y él le confiscó los trajes y le dijo ahora preséntate en el escenario en cueros y ella que soy muy capaz de hacerlo y se fue a Madrid, en donde los príncipes casados en su pueblo le presentaron con vestuario jamás visto en la villa y corte ni en ninguna otra parte, pues la princesa abrió los bargueños más antiguos del palacio y allí encontró olvidadas las prendas chinescas traídas por Marco Polo a Europa y los penachos indios ofrecidos por el capitán Cortés a la corona, tras la caída de México, y aunque Elisia dijo que ella no se iba a vestir de salvaje, la princesa la llamó limosnera con garrote, habanera y déspota pero Elisia se salió con la suya y convirtió las telas chinas y las plumas aztecas en fantasías del imperio, hasta que la duquesa de O…, rival de la princesa M…, mandó copiar cada traje de la Rodríguez para dárselos a su propia cómica favorita, la Pepa de Hungría, y Elisia entonces le regaló sus trajes a sus camareras para que anduvieran vestidas igual que la tal Pepa, como una piltrafa, anunció la Elisia en una canción, y ya nadie quiso competir con ella, ni La Cartuja, ni La Caramba, ni La Tirana, ni ninguna otra gran chulapona sainetera (pronto, la falda de brocado de oro, la gasa blanca, el mantón de tafeta y seda rosa), ninguna recitadora o cantante o danzarina, pues Elisia Rodríguez, mico, era todo esto y algo más, fue la primera que mandó al diablo los textos y dijo a la gente lo que les interesa soy yo, no un tío embalsamao hace doscientos años, e improvisando textos y canciones se dedicó a hablar de ella, de su intimidad, de sus amores crecientes, urgentes como la necesidad misma de alimentar la leyenda ante las candilejas, pero aunque inventando algo aquí o allá, necesitando, crecientes, urgentes, aventuras de la vida real que la gente pudiese de alguna manera atestiguar, es cierto, anda con fulano, tú lo sabes mico, tú también fuiste testigo, tu ama no miente, pasó la noche en tal palacio, la vimos saliendo al amanecer, se asomó entre las ventanillas, saludó a las torneras que la conocen bien, todos la quieren porque a todos saluda con una sonrisa y Elisia consolidó su fama cantando exclusivamente de sus propios amores, sus propios deseos, sólo sus afanes y aventuras propias: esto quería el público, esto les daba ella, y sólo le faltaba el sobrenombre, que es el blasón mismo de la fama, pues:
—No basta un nombre, se necesita el sobrenombre.
Y cuando a la Elisia comenzaron a llamarla, primero secretamente y entre risas, La Privada, a todos les pareció una burla que así se llamara a mujer tan pública; y si más tarde el significado se extendió a que Dios la había privado de hijos, los motes sucesivos no pegaron. Ni la simple Elisia, ni la Rodríguez, ni La Habanera, ni La Yerma: ni el seminarista pudo obrar esa concepción milagrosa, la mujer era estéril. Esto tampoco convenció a nadie y aunque la fama de Elisia corría, era una fama sin nombre, que es una fama sin fama, hasta que la verdad se supo y brilló como el sol y a todos llenó de calor, emoción, envidia y esa emoción compartida que es la fama: Elisia Rodríguez, cuchicheó la creciente legión de sus amantes, se desmayaba en el acto culminante del amor: ¡se venía y se privaba!
—¡La Privada!
(Sólo falta el mantón, ya está, y las zapatillas de raso también, y la caramba, el gran moño de seda rosa en la cabeza, ah, y el bigotillo disfrazado, bah, ha de ser hembra de no malos bigotes, y el olor de ajillo, caramba, si no como me muero, ¿qué quieren, un cadáver?, y la mirada muerta bajo las cejas pobladas, y la mirada muerta, y la mirada muerta.)
II
Pedro Romero estaba totalmente desnudo en su vestidor y no necesitaba mirarse al espejo para saber que esa piel canela no mostraba ni un solo rasguño, mucho menos la herida de una sola cornada; la mano morena, larga, delicada, firme, había matado a cinco mil quinientos ochenta y dos toros, pero ninguno lo había tocado a él, a pesar de que Romero había clasificado las artes del toreo por primera vez; y aunque el arte era uno de los más antiguos del mundo, era el más nuevo para el público que llenaba las plazas de España para admirar —Romero lo sabía— no sólo a sus figuras favoritas, sino para admirarse a sí mismo, pues los toreros eran nada más y nada menos que el pueblo triunfante, el pueblo haciendo lo que siempre había hecho —exponiéndose, desafiando a la muerte, sobreviviendo— pero ahora siendo aplaudido por ello, reconocido, dotado de nombre y fortuna para sobrevivir, por durar un día más, cuando todo el mundo espera que te despanzurre el toro de la vida y te tiren al pudridero.
Sin embargo, desnudo en ese vestidor fresco y sombrío lo único que Pedro Romero sentía era la ficción de su propio cuerpo y la sensación casi pecaminosa de que un cuerpo así, que tanto había amado —miró hacia abajo, se tomó el peso de los testículos, como dentro de un minuto lo haría el mozo de espadas al ajustarle la taleguilla— fuese, al cabo, en el sentido más profundo, un cuerpo virgen, un cuerpo que jamás había sido penetrado. Sonrió diciéndose que acaso todo hombre, salvo el marica, es virgen porque penetra siempre y no es penetrado por la mujer; pero el torero sí que debe ser penetrado por el toro para perder su virginidad de macho, y esto a él no le había ocurrido nunca.
Se vio desnudo, a los cuarenta años a punto de cumplirse con una esbeltez perfecta, una armonía muscular revelada por el suave color canela de la piel, que acentuaba las formas clásicas, mediterráneas, del cuerpo de estatura media, fuerte de hombros, largo de hombros, compacto de pechos, plano de barriga, estrecho de caderas pero sensualmente parado de nalgas, de piernas torneadas pero cortas, y de pies pequeñitos: cuerpo de cuerpos, le había dicho una amante inglesa de glúteos cansados, envidiosa de sus nalgas, pero también de la sangre debajo de la piel, piel y cuerpo amasados como turrones por manos de fenicios y griegos, lavados como sábanas de Holanda por olas de cartagineses y celtas, avasallados como una almena por falanges romanas y hordas visigodas, acariciados como marfiles por manos árabes, y besados como cruces por labios judíos.
Pues sería cuerpo de cuerpos, también, porque cinco mil y pico de toros no lo habían herido; ese cuerpo nunca había sangrado, supurado, cauterizado; era un cuerpo bueno, en paz con el alma que lo habitaba, pero un cuerpo malo también, malo porque provocaba, iba todo el tiempo más allá de su contención moral, su suficiencia como envoltura del alma de Pedro Romero, para exhibirse ante los demás, provocarles, decirles: miren, cinco mil toros y ni una sola herida.
Y malo también porque el cuerpo del torero tenía derecho a hacer lo que los demás no podían: pasearse en público, en redondo, entre aplausos, haciendo alarde de sus atributos sexuales, sus nalguillas paradas, sus testículos apretados bajo la seda, el pene que a veces se dejaba ver como un dibujo perfecto en una taleguilla convertida en espejo del sexo del torero.
—Vísteme, rápido…
—Vamos, figura, que tú sabes que en menos de cuarenta y cinco minutos no puedo, esto tú lo sabes bien…
—Perdón, Chispa. Estoy nervioso esta tarde.
—Eso no es bueno, figura. Piensa en tu fama. Yo me llamaré Chispa, pero tú lo eres.
—Muera yo, y viva mi fama —sonrió Pedro Romero y se dejó hacer, lentamente: primero los largos calzoncillos blancos, luego las medias color de rosa con ligueras debajo de las rodillas, en seguida el arreglo de la castañeta enredada en la nuca. La taleguilla, esta tarde, era azul y plata. Y Chispa amarrándole simétricamente los tres botones de los machos en las piernas; la camisa que era un baño blanco, los tirantes acariciándole las tetillas, la fajilla amarilla enrollándole la cintura, o él enrollado a esa especie de madre del vestuario, su signo, su origen, una larga tripa de seda amarilla, la cuna del cuerpo, su abrazo materno, su proyección umbilical, sintió esa tarde Pedro Romero, mientras el Chispa le amarraba el corbatín delgado, le ajustaba el chalequillo majestuoso, caparazón de plata, escudo menos fuerte que el verdadero blindaje del torero, que es su corazón, y la coleta natural, sedosa aún, aunque las sienes ya eran, como el traje de esta tarde, de plata; las zapatillas negras, los lazos amarrados como sólo el Chispa sabía, como dos perfectas orejas de conejo.
¿Había mucho público? Uuy, un gran gentío, figura, ya sabes que por ti se juntan todos, los ricos y los pobres, los hombres y las mujeres, todas te adoran, son capaces de vender sus camas con tal de venir a verte, y cómo se preparan para la fiesta, cuántas horas pasan acicalándose para lucir elegantes ante ti, tan elegantes como tú, figura, que eres el rey de los ruedos, y luego las horas hablando de ti, comentando la faena, preparándose para la que sigue: hay todo un mundo que sólo vive para ti, para tu fama…
—Chispa, voy a confesarte una cosa. Ésta es mi última corrida. Si me mata el toro, será por ese motivo. Si yo lo mato, me retiro sin una sola herida.
—¿Tanto te importa tu cuerpo, figura? ¿Y tu fama, qué?
—No me injuries. Mi divisa aún no es viva yo, muera mi fama.
—No, figura, nada de eso. Mira que vas a torear en la plaza más bonita y más antigua de España, aquí en Ronda, y si te mueres, al menos verás algo hermoso antes de cerrar los ojos.
Mi pueblo: un tajo, una herida honda como la que yo nunca tuve, mi pueblo como un cuerpo en cicatriz siempre abierta, contemplando su propia herida desde una atalaya perpetua de casas blanqueadas cada año, para no disolverse bajo el sol. Ronda la más bella porque le saca unas alas blancas a la muerte y nos obliga a verla como nuestra compañera inesperada en el espejo de un abismo. Ronda donde nuestras miradas son siempre más altas que las del águila.
III
Desnudo no estaba él, aunque quienes lo recordaban joven, de sombrero ancho y capa de esclavina entorchada, o aun más imberbe, recién llegado a Madrid, con sombrero de media copa y traje de calzas anilladas, no sabrían si confundían su vejez con su desnudez despeinada, descalza, de pantalón manchado (¿grasa?, ¿orines?) y camisa sudada, suelta, abierta para mostrar el pecho cano y arriba de toda la cabezota de gigante, desmelenada, gris, patilluda, y sin embargo menos feroz que esa mueca de labios arriñonados, esos ojos velados por lo que habían visto, esas cejas despeinadas por los lugares donde se había metido, y a pesar de todo, esa naricilla levantada, impertinente e inocente, arisca, infantil, de pillete aragonés, desmintiendo constantemente todo lo demás, desmintiendo a todos los malditos pilletes, escuálidos como el río que los parió, chavalillos hideputa del Manzanares que en las paredes de su finca escribían Aquí vive el sordo.
No escuchaba la gritería de esos y otros majaderos. Sordo como una tapia, encerrado en su desnudo cuarto de trabajo, desnudo, comparativamente, como un salvaje, él, que plasmó y ayudó a inventar una sociedad de galas y alardes impenitentes, él que le entregó las orejas a cada torero, los trofeos a cada cómica, los arcos a cada verbena, los triunfos a cada cacharrera, cada maromero, cada bruja, cada alcahueta, cada soldado y cada penitente, convirtiéndolos a todos en protagonistas, dándoles fama y figura a quienes hasta entonces, ricos o pobres, carecieron de ella: ahora él se sentía tan desnudo como aquellos que ganaron su efigie gracias a las manos llenas de soles y sombras de él, Francisco de Goya y Luz, lucero, luz cero, lucientes, luz sientes, lux scientes, lusientes, Francisco de Goya y lo sientes: hasta los nobles que siempre habían sido pintados —los únicos, los reyes, los aristócratas— ahora tuvieron que verse por primera vez, de cuerpo entero tal y como eran, no como querían ser vistos, y al verse (éste era el milagro, el misterio, quizá derrota del pintor) no se asustaron, se aceptaron: Carlos IV y su corte degenerada, concupiscente, desleal, ignorante, ese fantasmón colectivo de ojos congelados por la abulia, de jetas derramando incontinencias, con pelucas polveadas en vez de sesos y con lunares atornillándoles las sienes huecas, Fernando VII y su imagen de cretinismo satisfecho de sí, cretinismo activo, con iniciativa, al contrario del pobrecito hechizado Carlos II, ese Goya antes de Goya, compasivamente idiota, soñando un mundo mejor, es decir, comprensible, es decir, tan chiflado como él: todos aceptaron la realidad del pintor, la colgaron, la celebraron y no se dieron cuenta de que eran vistos por primera vez, igual que la cómica, el espada, el cirquero y el labriego que, ellos, nunca antes fueron favorecidos por el pincel del pintor de la corte…
Ahora, desnudo y sordo, sin más corte que los chiquillos burlones pintándole las barbas con insultos, sin doncellas mexicanas ni cuadrillas andaluzas, sentía su abandono y desnudez reflejados en los espejos sin azogue, los dos lienzos que por algún motivo le recordaban un pantalón juvenil, una falda campirana: lienzos ciegos, nada había en ellos y en cambio todo había en la cabeza del pintor, pues en una tela imaginaba poner a la actriz que era su último deseo de viejo: él, que amó y fue amado y abandonado también por las más bellas y las más crueles mujeres de su tiempo, ahora bajaba a Madrid a ver a esta mujer en el teatro y ella jamás lo miraba a él, ella se miraba a sí misma en el público y ahora él quería capturarla en este rectángulo, comenzó a trazar la figura de cuerpo entero con carbón, allí la iba a meter y de allí la cómica no se le iba a escapar nunca más, dibujó velozmente la forma desnuda, de pie, de la mujer codiciada, ésta no se iba a ir volando en una escoba, a ésta no se la iba a arrebatar la muerte, porque él era muchísimo más viejo que ella (y sin embargo…); ésta no se le iba a fugar con un militar, un aristócrata o un (¿quién sabe?) torero, se movió lentamente, pero cada movimiento del viejo sordo era como un sismo y afuera los niños traviesos lo sentían y dejaban sus propias brochas al lado del muro y salían corriendo, como si supieran que adentro la otra brocha, la Brocha Gorda, estaba haciendo de las suyas y no admitía competencia y ahora, en el segundo lienzo, comenzó a trazar, con una voluntad de nobleza, con una verecundia que al propio pintor, tan lleno de burlas, desengaños y estrictos realismos, le sorprendían, un torso de hombre, sin cabeza aún, porque la cabeza sería naturalmente la corona de un tronco sentado, lleno de dignidad y reposo, trazó la mano larga, delicada, fuerte y enseguida la capa que imaginó aterciopelada y de un rosa oscuro, luego la chaqueta que vio azul oscura, y el chaleco, que supo gris, sin colorines, para darle a los holanes de la pechera y al cuello de la camisa una blancura insólita nada más porque contrastaba con esos colores serenos, y entonces regresaba al primer lienzo (y los nogales de afuera temblaban) y sorprendía a la mujer que era pura silueta, sin facciones ni detalles, a punto de fugarse del cuadro y el viejo reía (y los nogales se abrazaban entre sí, aterrados) y a la mujer le decía:
«De allí no te mueves. Así eres y así serás eternamente», y aunque ella buscaba el rincón más oscuro de la tela para esconderse allí y protegerse entre sombras, como si adivinase la inquina del pintor, él mismo sabía, aunque se guardaba de decirlo jamás, que su pretensión era vana, que en cuanto saliese el cuadro de su taller y fuese visto por otros ojos, esos ojos le darían al cuadro de Elisia Rodríguez La Privada, capturada por él, su libertad, la sacarían de la prisión del cuadro y la lanzarían a hacer de las suyas, acostarse con quien se le viniera en gana, desmayándose à son plaisir, entre los brazos de éste y aquél, jamás dirigiéndole ni una sonrisa a su verdadero creador, el pintor que entonces suspendía el pincel en el aire, mirando el rostro vacío de la actriz, y se negaba a darle facciones, la dejaba en suspenso, en punto y coma, y de la mano estilizada de la cómica, en postura de salir a escena, rápidamente dibujó, en cambio, una cadena y al cabo de la cadena amarró a un horrendo mico de ojos humanos y trasero rapado, masturbándose alegremente.
El pincel verdadero quiso clavárselo, como una banderilla, al torero en el corazón, pero al enfrentarse de nuevo al segundo lienzo, ese indeseado sentimiento de respeto se le impuso otra vez (sordo, sordo, le gritaban los pilletes desde la barda, como si él pudiese oírlos, y ellos, los muy sonsos, creyeran que podían ser escuchados) y a él sí le empezó a diseñar el rostro y la nobleza de las facciones que le daba a Pedro Romero, la firmeza de la quijada, la elegante estrechez de las mejillas, la ligera imperfección de la boca pequeña y apretada, la virilidad de la barba apenas renaciente, la recta perfección de la nariz, las cejas finas y apartadas, digno asiento físico de una frente despejada como un cielo andaluz, perturbada apenas por el rayo de una cresta de viuda, como decían los elegantes oficiales de Wellington, del pico naciente de la cabeza en media frente, y asediado por las canas, nacientes, de la cuarentena; estuvo a punto, don Francisco, de hacer de las suyas y pasarle al torero las canas de las sienes al pico de la frente, y llamar al cuadro El Berrendo o algo así, pero entonces tendría que sacrificar el centro de esa órbita particular de belleza, que eran los ojos soñadores, esa mirada a la vez de destreza, serenidad y ternura que era el sol de la humanidad de Pedro Romero y eso era sagrado, de eso no se podía burlar el artista y todo su rencor, su celo, su envidia, su malicia, su gracia inclusive (que le era siempre perdonada), se sujetaron a un sentimiento, febrilmente trazado por el pincel nervioso, ya no banderilla, sino pluma apenas, caricia redonda, abrazo total que le decía al modelo, no eres sólo lo que yo quisiera ver en ti, para admirarte o para herirte, para retratarte o caricaturizarte, eres más de lo que yo veo en ti, y mi cuadro será un gran cuadro, Romero, sólo si me dejo ir hacia donde no comprendo nada más que una cosa y ésa es que tú eres más que mi comprensión o juicio sobre ti en este instante, que te veo como eres pero sé que antes fuiste y ahora estás siendo, que veo uno de tus costados, pero no puedo ver los cuatro, porque la pintura es arte frontal e instantáneo, no discursivo y lineal, y me falta el genio, Romero, o el riesgo, Romero, para pintar tu cara y tu cuerpo como tú lidias a un toro, en redondo, por los cuatro costados; no ahorrándote, ni ahorrándole a la bestia, todas y cada una de las aristas que los componen, y de las luces que los bañan. Y como no puedo o no me atrevo aún a hacer esto, te doy esta imagen de tu nobleza, que es la única que indica que tu figura es más que lo pintado por tu humilde y envidioso servidor luz sientes, lucientes, lo sientes, Francisco de Goya y.
Ella arrinconada en su cuadro, desnuda, sin rostro, con un horrendo mico encadenado. Le pintó apresuradamente una mariposa cubriéndole el sexo, como el moño le coronaba la cabeza.
Afuera los pilletes gritando sordo sordo sordo.
Y en el remolino de la noche súbita, centenares de mujeres más, riéndose del artista, preparando su venganza contra el dolor del macho engañado y abandonado, ¿y ellas qué?, ¿ellas desde cuándo tratadas con verdad y protección?, que paguen justos por pecadores y mientras él se queda dormido con la cabeza plantada entre papeles y plumas en su mesa de trabajo, ellas, las mujeres de la noche, vuelan alrededor de su cabezota dormida, arrastrando otros papeles con noticias tan nuevas que resultan viejas, mucho hay que chupar, lee una, y hasta la muerte, dice otra, y de qué mal morirá, pregunta la tercera, y todas a coro, Dios te perdone, arrebozadas en sus mantillas, enjaezadas por las madres que se disponen a venderlas, abanicándose, untándose óleos, embalsamándose en vida con ungüentos y polvos, trepándose en escobas, emprendiendo el vuelo, colgándose de los rincones de las iglesias como murciélagos, arrastradas por vendavales de polvo y basura, abanicándose, volando, destapando tumbas para ver si en ellas te encuentran a ti, Francisco, y le lanzas la última carcajada a tu rostro soñador o muerto, que lo mismo da.
—Pero sólo yo puedo vestir de veras al torero y a la sainetera. Sólo yo puedo darles sus cabezas. Después, hagan de mí lo que quieran.
—¡Que Dios te perdone!
IV
En martes ni te cases ni te embarques, le dijo una viejuca sentada en un rincón de la Plaza Mayor a Rubén Oliva que pasó con talante tan descompuesto y andar tan apresurado que sólo una bruja así, toda ella sepultada entre papel periódico pero con un coqueto sombrerito hecho con la primera plana de El País en la cabeza desgarbada, protegiéndose del sol tardano del mes de agosto, pudo saber que el hombre se iba lejos, siendo aún martes, día peligroso, día de guerra desnuda, guerra escondida, guerra del alma, en los escenarios, en los redondeles, en los talleres: día de Marte, día de Muerte, día de Mi Arte, día de Mearte, dijo un perro semisepultado en la basura de la plaza.
Miércoles
Rubén Oliva se llevó el sobre abierto a los labios y estuvo a punto de lamer el borde engomado cuando lo detuvieron dos ocurrencias por lo demás nada sorpresivas. El encargado de la recepción del hotel le miró preparando el sobre, inscribiendo el nombre del destinatario y la dirección, como si Rubén Oliva no tuviese derecho a semejantes caprichos, que además añadían desconsideradamente a los trabajos de la administración hotelera: ¿no veía el huésped, tan injusto como necio, que sus tonterías epistolares a nadie podían interesarle, que distraían de otras ocupaciones, éstas sí, indispensables para la buena marcha del hotel, como lo son conversar animadamente con la novia por teléfono, bloqueando las líneas durante varias horas, o asumir aires por el mismo teléfono, negándose a dar el nombre propio del conserje o al contrario, dándolo para que lo frieguen a él y no al recepcionista o, carente al cabo de cualquier otro pretexto, hundiéndose el recepcionista en el examen de cuentas y papeles de minuta trascendencia, mientras los teléfonos repiquetean y los clientes hacen paciente espera frente al mostrador con sus cartas en las lenguas?
Pero Rubén Oliva no tuvo tiempo de hacer valer ningún derecho, ya que se le adelantó —segunda ocurrencia— un caballero inglés de labios apretados, ojos acuosos y pelo de arena, cuya nariz rojiza temblaba y que de un solo palmetazo sobre la mesa de recepción paralizó toda actividad circunstancial con esta pregunta, ella sí, esencial: ¿Por qué no hay jabón en mi baño? El recepcionista consideró por un instante, con interés fingido, esta pregunta, antes de contestar, sobradamente, porque no hay jabón en ningún baño (no se sienta usted excepcional, ¡si me hace el favor!). Pero el testarudo inglés insistió, muy bien entonces, ¿por qué no hay jabón en ningún baño?, y el recepcionista, ahora sí con desdén y buscando aplauso entre quienes contemplaban la escena: —Porque en España dejamos que cada quien huela a lo que quiera.
—¿Debo salir a comprarme mi propio jabón?
—No, señor Newinton. Con muchísimo gusto se lo hacemos comprar por el botones. Eh, Manuelito, el señor te va decir qué jabón le gusta.
—No se ufane usted —dijo Newinton—, las recepciones de los hoteles son el mejor remedio del purgatorio, no sólo aquí, sino en todo el mundo.
Le invitó una copa en el bar a Rubén Oliva, para calmarse el enojo y porque, como dijo, beber solo es como masturbarse en el baño. Un baño sin jabón, dijo, por decir. Rubén Oliva sentado con el inglés de ademán fastidiado y nervioso, incierto y concentrado en no demostrar emoción alguna sólo mediante el control sobrenatural de los movimientos del labio superior. Y no era sólo eso, dijo buscando sin fortuna algo en las bolsas del saco de popelina beige, arrugado y suelto, cómodo y desprovisto, sin embargo, de lo que míster Newinton buscaba afanosamente, mientras Rubén Oliva lo miraba con una sonrisa y esperaba para brindar con el británico, el chato de jerez ligeramente levantado, en una como espera amable, mientras Newinton se palpaba desesperado, sin decir qué cosa buscaba, espejuelos, pipa, pitillos, bolígrafo, condenando la vejez, el frío y la humedad de este hotel, parecía mentira, un país de sol y calor hacía lo imposible para expulsar el sol y el calor, hundiéndose en las sombras mientras ellos, que buscaban afanosamente la luz y las temperaturas tibias, tenían que soportar… Se perdió en una cantinela de quejas, palpándose nerviosamente pero con el labio superior siempre inmóvil y Rubén Oliva ya no le esperó, bebió un trago y pensó en repetirle al viejo e incómodo inglés lo que ya le había escrito a Rocío en la carta que no cerró y que traía en el parche de la camisa blanca: era cierto, tienes razón cariño, volver a los pueblos es volver a una inmovilidad dormida, a una siesta larga, a un mediodía eterno que él, de regreso, se negaba a evitar, como todos, escondiéndose del sol en su cenit. Se recordaba de niño, aquí mismo, en los pueblos de Andalucía, sabio de una sola sabiduría: las horas de la canícula te vacían el pueblo, Rubén, el pueblo es tuyo, la gente se encierra en las sombras frescas, y duerme; pero entonces tú, Rubén, te vas entre los callejones que son tu única defensa, aprendes que los callejones sirven para que no te mate el sol, sueñas con recorrer un día los callejones de tu pueblo a las dos de la tarde en compañía de una bella extranjera, enseñándole cómo usar el laberinto de las sombras y vencer al sol, Rubén, no esconderte de él, sino admitirlo y desafiarlo y adorarlo también, porque tú tienes una santísima trinidad en tu alma y en ella Dios es el sol padre, su hijo crucificado es la sombra y el espíritu santo es la noche que disuelve los dolores y alegrías de la jornada y atesora las fuerzas del día que sigue: hoy es miércoles, dijo el inglés, habiendo finalmente encontrado una armónica en la bolsa trasera del pantalón, y disponiéndose, con el instrumento entre las manos, a llevarlo a los labios, después de informar que siendo el día de Mercurio, dios del comercio y el latrocinio, no era sorpresivo encontrarse en esta cueva de ladrones y se lanzó a tocar con el instrumento la vieja balada de Narcissus come kissus, mientras Rubén Oliva lo miraba con una sonrisa simpática y queriendo decirle que no importaban las quejas, él las aceptaba con buen humor, pero el inglés debía saber que él, Rubén Oliva, estaba de regreso en su pueblo, o un pueblo igual al suyo, lo mismo daba, y fuese martes día de la guerra o miércoles día del comercio o venus día del amor, para él todos los días, salvo uno, eran días de guardar, días sagrados porque repetían, como en la misa, un rito siempre igual, mañana, tarde y noche, invierno, primavera y verano, seguros como la continuidad de la vida, y las etapas de esa ceremonia diaria, en el alma de Rubén Oliva, que le hubiera gustado decírselo al inglés que se salvaba de España en España, con una armónica y una canción tabernaria, eran idénticas entre sí pero cada vez distintas para él, como si él, de una manera misteriosa, que apenas se atrevía a formular con palabras, fuese siempre la excepción capaz de detener, citándolas, a las fuerzas de la naturaleza que le rodearon al nacer y que lo seguirían rodeando un día, cuando él se muriera, pero el mundo no.
Por eso regresaba al pueblo cuando todo se le volvía difícil, incomprensible, aburrido o difusamente peligroso; regresaba como si quisiera asegurarse de que todo estaba allí, en su lugar y con ello, el mundo en paz; por eso llegaba siempre al amanecer, para no perder un solo testimonio de su tierra: Rubén Oliva regresaba a Andalucía como hoy, viajando en medio de una noche veloz, ansioso por acercarse, desde las ventanas del tren ardiente, a una primera alba, cuando el campo andaluz se vuelve un mar azul bajo la estrella matutina, campo azul de los andazules, andazulía que sólo al despertar se revela, primero y pasajeramente, como un confuso fondo de océano al cual, poco a poco, las luces del día van restaurando una geometría movible, tranquila siempre pero imperceptiblemente empujada por la luz hacia formas cada vez más variadas y más hermosas.
Primero desde la loma de su pueblo, Rubén Oliva iba descubriendo esa geometría de suaves pendientes capturadas entre la lejana serranía y el cercano tajo: la sierra, a toda hora, se veía brumosa, espectral, como si guardase para el mundo entero, como un tesoro, la noche azulada, que el crepúsculo liberaría de su velo difuminado; la sierra era una noche velada: el tajo un abismo abierto, terrible como las fauces de un Saturno devorador y entre la montaña y el barranco se desplegaba la geometría más suave, inclinada, jamás precipitada; cada declive, dando a la luz su siguiente curva de ascenso, distribuía sus señas entre los olivares plateados y los girasoles reunidos como un rebaño amarillo; todo lo negaría el cenit, pero la tarde iba a restaurar —Rubén lo sabe— toda la variedad de luz, reflejando primero los girasoles que eran una constelación de planetas capturados; luego la plata de los olivos como hilanderías de un taller de semana santa; al fin un baño espectacular de color mostaza, ocre y sepia, según las luces de la tarde, y sólo los pueblos blancos luchando por mantener en sus rostros un eterno mediodía. Pero Rubén Oliva hubiera querido decirle al inglés que esa blancura de los muros era una necesidad, no un alarde: la vejez de estos pueblos por donde pasaron todas las razas les obligaba a blanquearse cada año para no morir; sólo la cal preservaba la forma de unos huesos molidos por las batallas del tiempo.
Rubén Oliva hubiera querido decirle, también, al inglés que el amor a la naturaleza de su tierra, a los paisajes de su propio pueblo, era a la vez una alegría y un dolor, alegría porque creció con ellos, y dolor porque un día ya no los vería más, y ellos seguirían allí. Este sentimiento era para Rubén el más importante y reiterado de todos, el que estaba presente en su cabeza y en su cuerpo cuando miraba un paisaje o amaba a una mujer, o amando a la naturaleza y a la mujer, no sabía si mantenerles la vida o arrebatársela antes de que la muerte le ganara la partida. ¿Era esto un crimen, o un homenaje? ¿Quién iba a matar mejor a la mujer o al toro, él o la muerte misma? ¿Qué cosa? ¿Qué sigues allí? ¿De qué hablas? Vaya manía de murmurarlo todo entre dientes. ¿Quieres que me crea que me he vuelto sorda? ¡Ay, ya ves, me he cortado al abrir la lata! ¡No me sigas distrayendo, Rubén, o te quedas sin cenar!
Era mañana en el campo, Rubén se acercaba y luego se detenía mirando todo lo que podía mirar, tocando todo lo que podía tocar, acercando su vista que un día nada de esto vería y sus dedos que un día nada tocarían, mirando, tocando, los chopos en fila, doblegados, parejamente, como un cuerpo de ballet o un regimiento esculpido, árboles testigos de los tiempos sin clemencia, inclinados pero no caídos, cargados con las ventiscas del invierno; abriendo todos sus sentidos a la proximidad de la flor blanca y el fruto seco del toronjil, a los aromas del limón exprimido y de la naranja rebanada, al negro azulado del ciruelo silvestre y al olor viajero del membrillo; toronjil, lirio y verbena: bajo sus ramas, desde niño, se acostaba, los árboles y las flores de Andalucía eran la memoria visible de su niñez y ahora esperaba que ellos le lavaran de todo mal, cerrando los ojos en un acto de gracias porque sabía que al abrirlos sería recompensado de su sueño con la visión de los almendros, diamantes colgando de la araña del cielo, y el olor de la cermeña.
Pero por encima de la geometría más vasta del paisaje, duplicando con su vuelo los radios y las cuerdas de la circunferencia andaluza, un ave sin reposo, con cuerpo de guadaña, le advertía lo que su falsa madre, la suplente, la progenitora sin hijos, la protectora de la adolescencia de Rubén y de los otros chiquillos huérfanos como él, la Madreselva Madrina, le dijo muy a tiempo: Rubén mira el vuelo del vencejo, que nunca se fatiga, que se alimenta en el aire y que en el aire duerme y hace el amor, mira sus alas largas como asta acuchillada de la muerte y piensa que si quieres ser maletilla, vas a ser como el vencejo, y vas a echar de menos tu tierra, sin tener otra a cambio de las muchas que te recibirán, ave trashumante, pájaro estepario, decía la Madrina Madreselva a la oreja del muchacho.
Y le advertía también contra los peligros más simples, como evitar el espinoso contacto del cardo, no dejarse seducir por sus hojas azules, nunca beber el zumo narcótico y purgante de sus pencas. Picantes mastuerzos, aserradas ortigas, albahacas amarillas y verde pera, todo le invitaba a amar, usar, contemplar, oler, tocar, compartir, y él, de chavalillo, nunca sintió que abusara de que compartía, fuese en el placer de la contemplación o en el placer, igualmente bendito, de tocar, arrancar, pelear, comer, cortar, llevarle las flores y los frutos a la mamá, o muerta ésta, a la Madrina (la Madreselva) que reunió a los chiquillos aquí en el pueblo de Aranda, o muerta ésta, a la novia, y si ésta muriese, coño, a la Virgen, pues cuando todas las mujeres se nos mueren, siempre nos queda la Virgen y a ella podemos llevarle las flores.
—Y no te dejes purgar por el cardo santo, Rubén.
Buscó las huellas del invierno pasado.
Buscó la nieve de enero como buscaba su propia memoria de niño en el pueblo, pues cuando se hizo hombre siempre comparó a su niñez con la nieve. Esto no impresionó a Rocío, ni a nadie, vamos. Eran cosas suyas, sólo suyas, que nadie más entendía. Andalucía era su intimidad. Y éste era el ardiente verano, sin la memoria siquiera de los vientos de enero.
Pasó la mañana recorriendo el campo y componiendo en su cabeza este canto probable a los asenjos y a los vencejos, pero su vuelo poético era interrumpido por observaciones materiales como lo eran la sorpresa de ver a las vacas echadas, como pronosticando lluvia, creando su propio espacio seco, advirtiéndole al peregrino incauto que la mañana, tan azul y fresca unas horas antes, se estaba poniendo fea, día de nubes cargadas y calor pesado… Levantó la mirada y se encontró con el recorte del toro negro del brandy Osborne, esperándole a la entrada de su pueblo.
Sopló el Levante y las nubes se fueron.
Llegó al hotel y olió a cera, barniz, estropajo y jabón, otro jabón, no el que nunca se pone en los baños de los huéspedes.
Le escribió a Rocío, intentando componer la situación, volver a los primeros días de sus amores —¿sería realmente imposible, como lo sabía él en su intimidad?—, tratando —¿también esto sería inútil?— de explicarle lo que para él representaba regresar a su terruño, tocar y oler y cortar y comer las flores y los frutos —ella, ¿entendería?— y luego no se atrevió a unir la lengua al filo engomado del sobre, y el inglés, que ahora, sin aire, dejó de tocar su musiquilla de variedades, le estaba diciendo en el bar sombreado a la hora de la canícula que lo perdonara pero, se había fijado en los aparadores de estos pueblos, todo era viejo, nada era atractivo, todo parecía empolvado, los anuncios eran de otra época, como si no hubiese habido una revolución publicitaria en el mundo, él se lo decía porque había trabajado toda su vida en la publicidad, ahora estaba retirado y cuidaba de su jardín y sus perros, pero antes… Acompañó su comentario con un jingle comercial tocando en la armónica, con ojos alegres y soltó una carcajada: ¿tenía razón o no, este pueblo se había quedado atrás, los dulces en los aparadores parecía que estaban allí desde hacía veinte años, las modas eran viejas, los maniquíes eran de otra época, esas pelucas llenas de liendres, esos bigotillos pintados de los muñecos masculinos, esas formas rellenas, apolilladas, de los bustos y maniquíes femeninos, se había fijado, y la milagrería, los santos, las estampas, la idolatría papista por doquier…?
Ahora tocó las estrofas de un himno religioso protestante en su armónica y Rubén Oliva iba a decir que era cierto, nunca habían cambiado los dulces, los sombreros, los maniquíes o las estampas de los aparadores, para qué, si todo el mundo sabía lo que se vendía en las tiendas y…
Míster Newinton lo interrumpió:
—¿Sabe usted que aquí nadie se casa con una mujer que no sea virgen?
—Bueno…
—¿Sabe usted que nadie se rasura después de la cena por miedo a cortarse la digestión, o que nadie invita a cenar, como se debe, en su casa y a horas civilizadas, sino a tomar el café al aire libre después de cenar, a la una de la madrugada?
—Bueno…
—Mire usted, yo he contado en un palacio de Sevilla la cantidad de escupitajos en el piso, convertidos ya en costras de piedra, siglos de gargajos, ostras de mármol, señor, revelando la arrogancia de quienes siempre han contado con legiones de criados para limpiarles sus porquerías, ¿qué sería de este país sin criados?, y otra cosa…
Rubén se levantó y dejó al inglés hablando solo y con el pago de su cuenta sin discutir, como es obligación de caballeros, sólo para que el británico pudiera añadir a sus críticas: gorrones y mal educados.
El pueblo iba a despertar de su siesta.
La canícula no cedía, y Rubén, siguiendo su propio consejo, se fue caminando por los callejones, abrigado por la sombra, redescubriendo lo que sabía desde niño, que todos los callejones de este pueblo se comunican entre sí y desembocan todos en un solo callejón de acceso. Casas de dos y tres pisos, desiguales en su altura, vencidas por los años, curadas a la cal como momias envueltas en vendas blancas, apoyándose unas a otras, vedando la salida. Algunos cierros con batientes de madera; otros balcones abiertos de yeso amarillento. Techos de teja y canalizos y mechones de higuera silvestre en los copetes de las construcciones, la corona del jarangamal asomando por todos los quicios quebrados de la plaza. Ropa colgada a secar. Antenas de televisión. Otras ventanas, tapiadas. Altillos por donde empezaban a asomarse las primeras madrinas de la noche, las viejas del pueblo, embozadas, escudriñando, mirando al forastero que era él, el vencejo que nunca se detuvo a hacer nido, el hijo pródigo desconocido por todos, ¿no quedaba nadie que lo recordara de niño?, pensó, preguntó, casi dijo, hablando como los sordos.
Miró a los primeros niños salidos a corretear a las palomas entre el polvo. La plaza entera era de arena. Los balcones, los altillos, las ventanas tapizadas y las ventanas saledizas, todos los ojos de la plaza miraban hacia la arena encerrada: plaza sin más entrada que una, menos que un redondel, plaza de un solo toril para entrar seguro y salir quién sabe. Plaza de espaldas a sus puertas. Las mujeres salieron con sus sillas de paja echando candado y se sentaron en círculo, a pelar almendras y contar chismes. Los olores de cocina y de orines también despertaron. Otras mujeres hacían ganchillo en silencio y los hombres se sentaron de espaldas a la plaza, taimadamente. Unos jóvenes, chicos y chicas mezclados, formaron otro círculo y comenzaron a palmear y a cantar, alto y dolido, una saeta musical a la vez ininterrumpida y quebrada. Una mujer bella, cejuda, con un moño amarrado al copete, se sentó en una mecedora con aires de presidir sobre la tarde y se descubrió los senos, acercó a uno de ellos un bulto y descubrió la cabeza de un niño negro, le ofreció de mamar y el niño se avorazó, la sangre blanca del pecho se escurrió entre los labios morados.
Un hombre fornido, viejo, patilludo, se acercó entre burlas y desafíos de los hombres jóvenes a una carreta averiada y el viejo de cabello cano y ensortijado, nariz levantada y labios gruesos, entreabiertos siempre, como si jadeara o buscara otros labios, apretó las mandíbulas, dejó que una baba suculenta, como si se preparase para asistir a un banquete, le escurriese entre los labios, se arremangó la camisa blanca, manchada, suelta, y se echó debajo de la carreta, levantándola sobre los hombros, entre el desafío y la animación de los más jóvenes.
Una muchacha se sentó en una esquina de la plaza con las faldas levantadas para recibir en las piernas los últimos rayos del sol.
Era la hora turbia y Rubén Oliva estaba en el centro de la plaza, rodeado de esta vida.
Éste era su pueblo, de aquí salió un día y vivió lo que tenía que vivir, pero aquí tenía que regresar si quería un día salvarse y morir tranquilo.
Andalucía era su intimidad, no a pesar de que la compartía, sino porque la compartía. No había nada verdadero en esta tierra, ni siquiera la soledad, que no fuese un/nos/otros.
Pero esta tarde, ni eso le daban los dioses (rateros, alados, veloces, mercurios, curiosos, mercaderes, cacos, azogados), a Rubén Oliva de regreso en su pueblo: parado en el centro de la plaza de arena donde sólo los chiquillos correlones y las palomas desconcertadas y los talones impacientes de los grupos de cantaores levantaban capullos de tierra, Rubén Oliva sintió que su pueblo se le volvía apenas una memoria imprecisa, incapaz de dominar un espacio que empezaba a ser sojuzgado por hechos inexplicables, todos ellos —Rubén buscó en vano, en el cielo, el escape: encontró al vencejo— vedándole la salida de la plaza enclaustrada.
El viejo canoso y fornido dejó caer la carreta y se llevó las manos a las orejas cubriéndose las patillas y gritando que le dolía, que el esfuerzo le había reventado los oídos, que le cantaran fuerte los majos y las majas, porque él ya no oía nada,
los cantos, tú bien lo sabes, son puras penas:
no oigas más cantos y no oirás más penas,
hijo de hechicera, hasta que te mueras…
Dejó caer la carreta y el suelo de la plaza, al golpe seco, se llenó de flores regadas, que no se sabía si nacieron de la tierra al golpe del carretazo del sordo o si llovieron del cielo aplaudiendo a los cantantes, y eran mastuerzos, arrayanes, lirios, miramelindo y donjuán-de-noche.
Estalló la noche con fuego dentro de las casas y las mujeres que pelaban almendros corrieron en busca de puertas abiertas para entrar y salvar sus bienes del incendio repentino, pero no las había y en cambio la mujer hermosa sentada en la mecedora no se arredró, sino que rió con voz aguda, dejó de amamantar al crío negro y levantando al niño lo mostró a la ciudad, era un niño blanco, ya ven, blanco como mi leche, blanco gracias a mi leche, ¡yo lo transformé!
Los jóvenes, nerviosos por las llamaradas que salían de las casas, abandonaron al viejo sordo, gritándole que merecido se lo tenía, por andar queriendo probar a su edad que podía hacer lo mismo que ellos, pero el paso de los muchachos fue detenido y confundido violentamente por el relincho de un tropel de caballos rebeldes que entraron súbitamente a la plaza, pisoteando las flores, avasallando a los jóvenes.
Las viejas cerraron los batientes de los altillos.
Las mujeres que observaban desde los balcones amarillos se retiraron, meneando tristemente las cabezas.
En cambio, entraron al espacio confuso, rodeando a Rubén Oliva rodeado del tropel de caballos zainos salvajes y rodeados todos de la noche súbita y nuevamente azul, las mujeres suntuosamente vestidas; entraron por el callejón solitario a la plaza, totalmente indiferentes a los incendios y a los relinchos, envueltas en capas de seda cruda, arrastrando colas de tafetas color pera y color naranja, portando bandejas con muelas, ojos y tetas, obligando a Rubén a buscar la boca, las cuencas vacías, los pechos mutilados de la procesión guiada lentamente por una señora más opulenta que cualquier otra, una señora de rostro enmarcado por cofia de oro, rostro de luna ceñido de esmeraldas y coronada la cabeza por un sol muerto de rayos hirientes como navajas, el pecho blasonado de rosas falsas que eran imitadas por los medallones que como sierpes de metal le daban su oleaje a la gran capa triangular que se derrumbaba desde los hombros hasta los pies, rizado el manto con incrustaciones de marfil y pedrería.
Las manos de la señora, sin embargo, estaban vacías, manos abiertas cuajadas de anillos, pero vacías. La cara enmarcada, la cara de luna, era surcada por un llanto negro, una lluvia cruel en el rostro, lágrimas que sólo se detuvieron cuando las tres azafatas de la dama se acercaron a la mujer de cejas pobladas y moño agreste, forcejearon con ella, le plantaron los ojos muertos sobre la mirada, le cubrieron con los senos cortados los que amamantaron al niño negro, y le abrieron a fuerzas la boca y se la llenaron de muelas sin sangre, no le arrancaron ni sus muelas ni sus ojos ni sus chiches pero sí le arrebataron al niño y lo colocaron entre las manos de la Señora, y la mujer despojada gritó con la mirada llena de sangre y la boca llena de muelas y cuatro tetas colgándole como a una perra, pero la Señora sonrió, dejó de llorar y avanzó lentamente, guiada por las opulentas servidoras vestidas con los tonos de limón y de higo, seguida por el tropel de caballos zainos, ahora mansos, dejando tras de sí una resurrección de arrayán y arrebolera, madreselva y donjuán-de-noche, perfumes intensos y el polvo convertido en jardín, hasta llegar al callejón y allí ascender al paso procesional, el trono que la esperaba inmóvil pero que ahora, al ponerse ella con el niño blanco que antes fuera negro, se cimbró y se levantó en ancas de los costaleros escondidos bajo los faldones del trono; el viejo sordo tomó a Rubén Oliva de la muñeca y le dijo rápido, no tenemos otra salida, lo arrastró entre los faldones y bajó del trono que ya se movía, una sierpe más, sostenido por los costaleros, entre ellos el viejo canoso que ahora levantaba el paso como antes levantó el carruaje, pagando caro por sus esfuerzos, tratando quizá de demostrarle algo al mundo y a sí mismo y a su lado está Rubén Oliva, mirando al viejo sordo con los gruesos labios entreabiertos, que le guiña a Rubén un ojo adormilado, no seas holgazán, ea, mete hombro, hay que levantar a la Virgen y sacarla a pasear por la ciudad, por la noche, se acabó el día, y la noche, le dijo el viejo, es fabricadora de embelecos, ¿no lo sabía él, que se engañaba de día oliendo flores y acariciando talles, imaginándose enamorado por la naturaleza y enamorado de ella, ignorando —el viejo casi le escupe diciendo estas palabras— que no hay amor posible entre ella y nosotros —le pide que pise duro, que no se caiga, que no se deje vencer, que pise las flores, duro—, que la hemos matado para vivir y ella nos pedirá cuentas un día —el viejo codeó atrozmente las costillas de Rubén Oliva, quien se dio cuenta de que era uno entre muchos, un costalero más en una cofradía cargando a la Virgen en una procesión nocturna— y si para el común de los mortales la noche fabrica los embelecos, le dijo el viejo, tú los fabricas de día, iluso, y para ti el día es loco, imaginativo y quimerista; ¿qué haces de noche, Rubén? ¿Puedes soñar dormido, si ya agotaste tus quimeras durante el día?, ¿qué te queda?, bienvenido al sueño de la razón, entonces, carga, camina y piensa conmigo que más vale vivir engañado y vivo que desengañado y muerto, ale, fuerza, levanta, holgazán, flojo… Rubén Oliva lamió la goma del sobre y se cortó la lengua.
Jueves
I
Recordó el viejo sordo que desde niño, cuando lo llevaban de Fuendetodos a Zaragoza a ver las procesiones, él lo que quería era meterse debajo del trono, hombro con hombro con los costaleros ocultos por los faldones de pana del paso, y espiar entre los respiradores las piernas de las mujeres en los balcones, sobre todo cuando la procesión se detenía por algún motivo y el repique de las campanas era como una sagrada autorización para oír mejor el frotar de enaguas y el roce de piernas y el vaivén de caderas y el golpe de tacones, imaginando a las parejas apretujadas en las calles y queriéndose…
Más en Sevilla, dijo el sordo, donde la pausa la impone la saeta, que es como un grito de socorro en el desierto, cuando todo mundo desaparece y quedan solos la Virgen y la persona que canta, Sevilla se vuelve invisible en el instante de la saeta y los más invisibles de los invisibles son los que, como él, ahora, portan la torre de la Virgen y pueden, como él ahora, imaginarse solos con la Virgen, cargándola como Atlas cargaba al mundo, pues los símbolos de María Santísima son las palmeras y el ciprés, los olivos y el espejo, la escalera, las fuentes, las puertas, las huertas cerradas, la estrella vespertina, el universo entero, y sobre todo la torre, torre de David, ebúrnea torre, la Giralda que él espiaba, buscando piernas y encontrando piedras, asomándose entre los respiradores y viendo, si no la vida erótica que se imaginaba, sí la vida popular que era, una vez más, el sustento material de la vida, y en Sevilla igual que en Madrid, en este año de gracia de 1806, al filo de los desastres de la guerra, prolongando caprichosamente el sueño libertino del pasado siglo y sus costumbres festivas e igualitarias, por una vez se confundieron pueblo y nobleza, y ello porque a la nobleza le dio por imitar al pueblo, vestirse de pueblo, ir a fandangos populares, vaciarse en los toros y los teatros, adular a los toreros y a las cómicas, andar los duques vestidos de banderilleros y las duquesas de chulaponas, y en el centro de este torbellino, antes de que la historia pidiese cuentas y la fiesta se convirtiese en guerra y la guerra en guerrilla y la guerrilla en revolución y la revolución, ay, en gobierno y constitución y ley, y la ley en despotismo, estaba él, don Francisco de Goya y Lo Sientes, presentándole el pueblo a la aristocracia y sobre todo presentando al pueblo entre sí.
De Madrid salió saludado por las lavanderas, las cacharreras, los merolicos, las castañeras, a los que les dio por primera vez una cara y una dignidad activa, y ahora en Sevilla era saludado y vitoreado en las calles por los gremios de tintoreros y sederos, los tejedores de lino y los corredores de hilos de oro, que eran los obradores del palio y el manto, la saya y la toca, el mantolín y la túnica de todo el divino serrallo: de la Virgen del Rocío, la Señora de los Reyes, la Macarena y la Trianera; en el viejo sordo paseándose entre ellos con su sombrero de copa y su levitón gris, los agremiados reconocían al compañero de oficio, al hijo del dorador de Fuendetodos, al artesano que era quien era porque hacía lo que hacía: los cuadros, los grabados, los murales, independientemente del significado sentido, más que explicado, por todos: nos ha revelado, nos ha presentado al mundo pero sobre todo nos ha presentado entre nosotros, que vivíamos a ciegas, sin reconocernos y reconocer nuestra fuerza…
Pero él, don Francisco de Goya y Luz Sientes, no quería saber de reconocimientos esta noche de Jueves Santo en Sevilla; sólo quería quitarse el sombrero y la levita y quedarse como a él le gustaba, obrador, dorador, artesano, agremiado, en mangas de camisa y con el cuello abierto, despeinado y sudoroso, descalzo y cargando la torre de la Virgen al lado de los costaleros, escondido de la vista de quienes le aplaudían porque en él se reconocían y secretamente ansioso de que le reconocieran los que él, secretamente, reveló en toda su excitante perversión e intimidad sexual imaginativa. Presentó al pueblo más oscuro consigo mismo, pero sobre todo, presentó al hombre con la mujer en la oscuridad y los metió bajo este palio y este paso, los enredó entre sábanas como entre faldones y respiradores sagrados y les hizo, como él ahora, cargar el peso del mundo, revolverse en las sábanas como los costaleros se revolvían entre los faldones de la Virgen y como el pueblo entero se entrelazaba en los callejones de Sevilla.
Se sintió solo y mugroso y cansado. Tenía que demostrar que seguía siendo fuerte. Fuerte no sólo como artista sino como hombre. Cargaba el trono de la Virgen pero respiraba entre los respiradores, que eran las colas de la Virgen, a las vírgenes sevillanas: nada encontraba. Y entonces recordaba que él era dueño del ojo de llave más lúcido y cruel de todos los tiempos. Que a él le era permitido, premiado, mirar por las cerraduras, espiar y contar en blanco y negro lo que las carnes drenadas de color, en un coito al borde del sepulcro, podían hacer, en su loco afán de detener el tiempo, alejar la muerte y consagrar la vida.
II
Esto que el viejo miraba por la cerradura de su lienzo, una tela vacía nuevamente aunque ya poblada en su mente por un confuso revoltijo de sábanas y carnes, clamando por aparecerse y él parado de nuevo frente al cuadro vacío como un fisgón de pueblo ante la puerta de los amantes a la hora en que un viento de levante nocturno silenciaba al resto del mundo, a los amantes también y él dudando, ¿les daré o no su aparición?, ¿les permitiré que aparezcan en mi cuadro?, y los miraba por la cerradura, ella cubierta de un aceite lúbrico que parecía haberse apoderado, como una segunda piel, de su cuerpo totalmente desnudo, con la excepción de la mariposa, que le cubría el sexo, invitando a su compañero masculino a acercar el propio sexo, que era una guadaña de carne o más bien un vencejo, ave aguadañada y negra que jamás encuentra reposo, que jamás detiene su vuelo, que come y fornica en los aires, acercar ese pájaro a la mariposa, como si ella, la mujer de cejas tupidas y labios apretados, bañada en aceite, le retase a él: libélula contra libélula, ala contra ala, no me encontrarás indefensa, no me encontrarás como siempre, un hoyo lúbrico sin escudo; ahora tu sexo de guadaña va a tener que derrotar primero a mi mariposa y mi mariposa muerde, cuidado, y vuela, y pica, y punza, te lo advierto, nunca más me verás indefensa y entonces él la tomó del talle, y de un solo movimiento la volteó, la dejó de un golpe bocabajo, mostrando al amante y al mirón las nalgas envidiosas, lubricadas, fáciles de penetrar y él se le clavó por atrás, no en el ano sino en la sabrosa vagina ofrecida y entreabierta, aceitada y afeitada, reducida al vello impalpable e invisible de la pubertad, cubierto el mono rasurado por la mariposa que ahora voló para salvarse del atropello, reveló el montículo de la mujer ensombrecido ya, a pesar del afeite matutino, por un veloz y poblado renacimiento de cerdas, miembro y membrillo reunidos, tú también tienes un hoyo: como si obedeciese a su ama, la mariposa se posó entre las nalgas pequeñas y levantadas del hombre y allí le hizo cosquillas y él se vino doblemente, alabándola, agradeciéndole su victoria, Elisia, Elisia, tú con sólo mirarme me haces gozar, no me des además todo esto que no tengo con qué pagarte, sí, Romero, hazme lo que le harías a un toro, chúpame Romero como quisieras chuparle al toro y no te atreves, torero macho, porque no quieres aceptar que el toro es tu macho y que los dos sois dos maricas perdidos sólo que el toro sí te quiere coger y tú no te dejas coger, ahora cógeme a mí como te cogerías al toro, hazme venir como harías que se vinieran juntas las parejas imposibles, la mariposa y el toro, Romero, el sol inmóvil y la luna que crece y se achica y se vuelve uña y niña, muérdeme, Romero, la uñita, sé cariñoso con tu puta, sólo la uñita, cariño, y vuelve a crecer y a crecer, ¿no me envidias, sol, tú siempre allí, inmutable, con tu traje de luces eterno, mientras el universo te corre carreras alrededor de la cintura y a todos puedes quemar con tus rayos pero a nadie te puedes coger con tu verga de fuego, pues la noche te deja impotente?
—La vergüenza, la vergüenza…
—Te lo di tó y tú, ná.
—La vergüenza, la vergüenza.
—Pídeme que te baile desnuda —murmuró La Privada y, en el instante mismo del orgasmo, se desmayó entre los brazos de Pedro Romero.
El pintor, mirando la escena por el hoyo blanco de su lienzo, sintió un espasmo de dolor y envidia gemelas, con razón había tanta envidia en España, es que había tanta cosa envidiable, pero ninguna tanto como ésta, el cuerpo de un torero deseable abrazando del talle el inánime cuerpo deseable de la actriz que parecía muerta, dándole al matador este trofeo supremo, la reproducción de la agonía en cada acto de amor, porque eso es lo que Goya más temió y más envidió: que esta soberbia mujer cejijunta y de no malos bigotes, Elisia Rodríguez, La Privada, se desmayase cada vez que hacía el amor.
—¿Quién podía dejar de adorarla después de saber esto?
Aunque la dejaran, ni la olvidarían ni cesarían de amarla apasionadamente, nunca, nunca.
—A mí no me ha dejado un solo hombre. He sacrificado los mejores amores con tal de ser la primera en largarme. Todo se acaba…
Pedro Romero y Elisia Rodríguez, La Privada, se quedaron dormidos, desnudos, abrazados, cubiertos apenas por una sábana muy almidonada que parecía tener vida propia, manchados los cuerpos y la ropa por un jugo de aceitunas que era como la sangre de ambos, los cuerpos unidos por el placer que los separaba, todos los secretos de las carnes resbalándose en una fuga perpetua que el viejo pintor se detuvo un minuto a contemplar como se contempla un patio mudéjar en el que la piedra se está convirtiendo todo el tiempo en agua, se está fijando todo el tiempo en piedra y tanto en el agua como en la piedra no hay más rostro ni más objeto que la escritura de Dios…
Esto vio, armado de coraje, testigo puro de los amores de Pedro Romero el matador y la cómica Elisia Rodríguez, frío testigo ocular pero con el corazón amargo y la tripa hirviente de celos.
Esto vio. Lo que ejecutó en seguida sobre su tela fue un blanco y negro drenado de color, un cielo de doble campo, gris oscuro y blanco podrido, las piedras negras de un cementerio en vez de la cama almidonada. Y los cuerpos vestidos, de pie, pero el hombre muerto, vestido de levita y corbatón blancos, y zapatillas, medias y pantalones blancos, como para una primera comunión, pero el festejo era la muerte, el cadáver del hombre con los ojos cerrados y la boca abierta sostenido penosamente, sin gracias, sin mariposas, sin afeites, por la mujer despeinada, cejijunta, demacrada, abrazada a la cabeza y al talle del muerto. Él, desmayado para siempre, él muerto en el grabado de Goya, no ella, despierta y triste.
Ella abandonada por una vez.
Lo firmó en una esquina y lo tituló El amor y la muerte.
Miró el dibujo. El dibujo lo miró a él. El muerto abrió los ojos y lo miró a él. La mujer volteó la cabeza y lo miró a él. No tuvieron necesidad de hablar. Se habían aparecido, iban a aparecerse, con o sin él. Lo habían engañado. Lo necesitaban sólo para formar un triángulo que hiciese más excitante el acto: el viejo contemplaba el acto para mayor placer de los jóvenes amantes. Con él o sin él, ellos iban a aparecer.
III
Don Francisco de Goya y Los Cientos se compró un helado de pistache en la horchatería de la Plaza del Salvador, dio la vuelta por Villegas y entró a la placita de Jesús de la Pasión, donde la famosa cómica Elisia Rodríguez, La Privada, estaba de visita durante esta Semana Santa. El viejo pintor chupeteando su verde mantecado, miró por el rabo del ojo las tiendas de novias que monopolizan el comercio de la plazuela, que antes fue, en tiempos de Cervantes que aquí escribió, la Plaza de Pan, y comparó con burla los trajes de organdí y tules con las tocas y sayas de las vírgenes que desfilaban por Sevilla. Claro que la saya, que cubre a la Virgen desde la cintura hasta el suelo, tiene como propósito, igual que en los aparadores y sus maniquíes, recubrir el candelero, la estructura de madera de la imagen, que sólo tiene tallada la cara y las manos.
En cambio, La Privada, Elisia Rodríguez, se cubría, con vestidos de maja, con trajes imperio descotados y zapatillas de seda plateada, un cuerpo espléndido que no se reducía a manos y rostro. ¿Lo había visto él? Claro que sí, hasta lo había pintado. Aunque en realidad, porque lo había pintado, lo había visto. Pero ahora, cruzando el patio de naranjos cuyas frutas, perdidas, yacían pudriéndose entre las baldosas, el pintor venía a ver a la modelo, a pedirle que posara para él, desnuda.
Ella lo recibió por curiosidad. ¿Es famoso?, le preguntó a su amante Pedro Romero, y el torero dijo que sí, era un baturro famoso, pintor de la corte y todo eso, decían que era un genio.
¿Era divertido? A veces, contestó Romero, cuando pinta cosas bonitas, verbenas, parasoles, chicos jugando, muchachas correteando, toros en la plaza, todo eso. Pinta a los reyes, bien feos que los pinta, pero si a ellos les gusta, qué le vamos a hacer. Y luego pinta cosas espantosas, ajusticiaos, mujeres con caretas de mico, madres vendiendo a sus hijas, brujas, viejos jodiendo, el horror, pues. ¿Y a ti, te ha pintao? Una vez, de lejos, recibiendo en el ruedo y otra vez matando. Me ha dicho que quiere hacerme un cuadro que me haga inmortal. Vaya, que mi inmortalidad no son más que un par de naturales y un pase por alto. Lo demás, Elisia, yo no lo voy a ver, ni tú tampoco. Anda, baila desnuda para mí nomás.
Se quitó el sombrero alto. No iba a disfrazar sus años. La cresta canosa le brotó, liberada de la alta y angosta cárcel. Se ofrecieron banalidades, dulces, refrescos, gracias, cumplidos, elogios, yemitas de huevo, y entonces de nuevo, él dijo que la quería pintar. Y ella que ya lo sabía, por Romero. Y él que lo que él quería Romero ni lo sabía ni, acaso, lo permitiría. ¿Y era? Entonces el viejo y sordo pintor, mirándola de una manera que quería decir «tengo ojos, me falla todo lo demás, pero tengo ojos y tengo pulso», le dijo simplemente que las actrices mueren. Ella ya lo sabía; se comió una yemita de huevo como para sellar el dicho. Mueren, continuó él, y si tienen suerte les va bien y se mueren jóvenes y bellas, pero si no, les va muy mal y pierden juventud y belleza: no son nada entonces. Eso ya lo sé, contestó La Privada, por eso vivo al día. Y eso me digo cada vez que amo o canto o bailo o como: no me va a pasar nada mejor, esto me está pasando mañana y pasado mañana: hoy mismito. No, pero hay una manera de sobrevivir, continuó el viejo. Ya sé, dijo ella, una pintura. Está bien. Sí, pero una pintura desnuda, señora.
—¿Me lo pides por ti? —dijo ella, tuteándole súbitamente.
—Sí, y por tu amante también. Un día, uno de los dos va a morir. Los dos cuerpos que tanto se quisieron se van a separar. No por voluntad o por enojo, nada de eso, sino por algo que viola cruelmente nuestra voluntad y nuestro capricho. Nacieron separados, se encontraron y ahora la muerte los va a separar de nuevo. Esto es insoportable.
—Para ti lo será. Yo, la verdad…
—No, Elisia… ¿Te puedo llamar Elisia?… Para tu amante y para mí también, sería insoportable dejar de amarse sólo porque la muerte interviene.
—¿Te gusto?
—Te deseo, es verdad.
—Pues puedes tenerme, Paco, tenerme enterita y tuya, de veras y no en una pintura, pero con una condición, «monada»…
Detenido allí, un poco encorvado, con el sombrero de chimenea entre las manos nudosas y ágiles, soberbias manos de artista y carretonero, el sordo se sintió desguarecido. La cómica corrió a un precioso bargueño de madera de Tabasco que le arrebató a su criada Guadalupe, se hincó, abriólo, hurgó entre las ropas, dejando escapar un intenso olor de musgo, y extrajo una envoltura en pañuelos de encaje, y de ésta un estuche de terciopelo verde, y del estuche abierto con premura sensual pero con respeto religioso, la cómica sacó al cabo, con la delicadeza de sus largos dedos acariciantes, escarbantes, de garra si quisiera, de pluma si le pluguiese, un cuadro que ella le mostró al pintor y que éste, cegatón ya, acercó a su nariz, oliendo, más que otra cosa, un airecillo de azufre que se desprendía del retrato, un olor que hasta un hereje como don Francisco de Goya y Lucifurientes asociaba con el Maligno, Asmodeo, Belcebú, Satanás, y ¿era éste su retrato, el retrato del Diablo?, ¿por qué no?: una mirada de un verde intenso, ceñida por ojeras oscurísimas, dominaba las facciones delgadas, las contagiaba de una especie de resignación alerta que Goya asoció con sus propios demonios y mirando del retrato a la mujer que le ofrecía la imagen diabólica, brincó Goya de la pintura a la gramática, sólo la preposición desposesiva definía a este hombre, por lo demás, común y corriente, que ella le mostraba en un retrato de fidelidad repulsiva.
El pelo oscuro, la camisa blanca, una nuez en el pescuezo como nadie la había pintado nunca, tan ofensivamente exacta, guiando la mirada fatigada del pintor a todos los detalles realistas del cuadro, las comisuras de los labios, las cejas, el color azuloso del fondo, nada era artificial, dijo ya en voz alta el artista, nada es arte aquí, éste es el demonio, no su representación, es el diablo porque es realidad pura, sin arte, gritó dominado ya por el terror que seguramente ella y su amante más repulsivo, el protagonista del retrato, querían infundir en él: nada aquí es arte, Elisia, ésta es la realidad, este retrato es el hombre mismo, reducido a este estado inmóvil y escogido, convertido en pigmeo, por artes de brujería: ésta no es una pintura, Elisia, ¿qué es?, preguntó angustiado el pintor, reducido, como ella quería, a la posesión de ella mientras él leía en los ojos vivos pero inmóviles, sin arte, del hombre-retrato, desengaño, desilusión, desesperanza, desvelo, destiempo, despedida…
—Si tú me pintas así, yo te dejo que me mires desnuda…
—Pero esto no es una pintura; esto es una brujería.
—Ya lo sé, tontico. Me lo dio una hechicera amiga, y me dijo, Elisia, tú vienes de un pueblo de pulgas donde los príncipes se casan para perder los impuestos, y nunca vas a entender qué es esto que te doy, búscate a un pintor o un poeta que le ponga nombre a este retrato que yo te entrego porque tú eres mi más fiel pupila…
—Dios te perdone —dijo el pintor, imaginando el horror en la unión triangular de la bruja anciana, la joven Elisia y este hombre que era el mismísimo Diablo retratado.
—Pero la bruja me advirtió, Elisia, aunque este hombre es muy hermoso y bien dotado, yo te advierto una cosa…
—Bellos consejos…
—Este hombre todavía no nace, es el retrato real de alguien que aún no existe, y si lo quieres para ti vas a tener que esperarlo muchos años…
—¡Hasta la muerte…!
—Entonces, Paco, ¿tú puedes hacerme un retrato igual a éste, para que mi retrato y el de este hombre que todavía no lo pare su madre se encuentren un día y nos podamos querer él y yo juntitos?
IV
Renunció a pintarla como él lo quería pero la quiso como no pudo pintarla. Ella no era avara de sus favores y este viejo famoso la entretenía, le decía cosas que ella no entendía, lo tenía agarrado tanto por el placer sexual que ella sabía darle como por el desafío que él no podía aceptar: pintarle un retrato compañero del que ella le enseñó y luego volvió a guardar en el bargueño.
Claro que ella no dejó de ver a Romero en Sevilla, regresó con él a Madrid, y Goya, que de todas maneras debía regresar a la villa y corte, los siguió. Eso fue lo humillante. De todas maneras iba a regresar, pero ahora parecía que iba detrás de ellos. Esperando lo que no se atrevía a pedir. Algo más que el amor divertido que, por separado, ella le daba a él y el amor apasionado —los miró por una cerradura— que ella le daba al torero. Era un viejo, famoso pero viejo, sordo, un poco ciego, los sesenta años cumplidos, las amantes por derecho propio muertas o abandonadas por él y, a veces, siendo el abandonado él mismo. Pero el círculo de fuego de la pasión ardía y en su centro había un hombre. Francisco de Goya y luces, llamaradas, fuegos propios. Ahora era sólo Paco Goya y Lucenicientes.
Espiaba a los amantes por las cerraduras de sus cuadros. Una vez, hasta intentó colarse al apartamento de La Privada y no llegó más allá de un balcón cerrado por donde poco le faltó para caer a la calle de la Redondilla y romperse la crisma. Algo pudo ver, sin embargo, aunque nada oír, y ellos de nada se enteraron. Él sí, él pudo distinguir de nuevo, tan exaltado era, tan llamativo el acto, su culminación orgásmica en el desmayo de Elisia. Y con él no, con él no ocurrió nunca, a él ella nunca se le desmayó como lo hacía ahora, erguida y trémula un instante, desfallecida en brazos del torero al siguiente.
¿Sólo con Pedro Romero se desmayaba La Privada? ¿O la gente iba a decir, acaso: —Con todos se desmayó al gozar, salvo con Francisco Degolla y No Lo Sientes?
Hubiese querido, espiándolos, unirse a ellos merced a un acto generoso y posible de comunicación. Imaginó allí mismo que este acto podría ser el de cargar en la procesión a la Virgen. Ciego bajo el tronco, sus pies y su orientación le dirían que todas las calles y callejones de Sevilla estaban comunicados entre sí, del Hospital Cinco Llagas a la Casa de las Dueñas al Patio de Banderas y a la Huerta del Pilar y, en túnel bajo el Guadalquivir, hasta las glorias de Triana. Ésta era la ley del agua, universalmente comunicada, manantiales con arroyos y riachuelos, y éstos con ríos, y ríos con lagos y éstos con cascadas y las caídas con las deltas y éstas con el océano y la mar más vasta con el pozo más oscuro. ¿Por qué no iba a pasar lo mismo con las recámaras, todas las recámaras del mundo comunicadas entre sí, ni una sola puerta cerrada, ningún candado o traba, ni un solo obstáculo para el deseo, el sexo, la satisfacción de la cama?
Él quería que lo invitaran los dos —Elisia y Romero— a ser parte de la lujuria final, compartida, ¿qué les costaba, si él iba a morirse antes que ellos, Romero se había retirado de los ruedos, él le estaba pintando al torero su cuadro inmortal, más inmortal que la inmortal manera de recibir y parar del rondeño; ella se podía morir antes que los dos hombres, pero eso sería una aberración: lo natural es que él, el pintor, muera antes que nadie y deje pintado el cuadro de los amores de Goya y Elisia, de Elisia y Romero, de los tres juntos, un cuadro más inmortal que esa superchería que ella le mostró una tarde en Sevilla, entre ofrecimientos de remilgos y yemas de huevo que él aceptó, atiborrado ya de helados, echando panza y a punto de responderle al mundo con un regüeldo sonoro y catastrófico? ¿Qué les costaba, si él iba a morirse antes que ellos? Entonces se dio cuenta, con horror, de que ese retrato que ella le mostró en Sevilla era algo insuperable. Una realidad bruta, un incomprensible retrato hecho por nadie, un cuadro sin artista. ¡Cómo iba a ser! ¿Podía superar cualquier cuadro a esa bruta fidelidad realista mostrada por La Privada a Goya diciéndole: —Paco, hazme un retrato igual a éste?
La muerte los iba a dispersar a los tres a los cuatro vientos antes de que el amor los uniese. Esta idea mataba a Goya. Era un viejo y no se atrevía a sugerir lo que su corazón deseaba. No toleraba el desprecio, la burla, la simple negativa. No sabía lo que Elisia le decía a la oreja a Romero:
—Es un viejo tacaño. Nunca regala nada. No me trae lo que tú, melindres de miel y harina…
—Yo nunca te he traído cosas empalagosas. ¿Con quién me confundes?
—Con nadie, Romero, melindres me traes, no dulces, sino dulzuras porque me sabes melindrosa…
—Coqueta, Elisia…
—Y él nada. Un avaro, un verrugo. Ninguna mujer quiere a un hombre así. Le faltan esos detalles. Será un genio, pero de mujeres no sabe ná. Tú, en cambio, tesoro…
—Yo te traigo almendras, Elisia, peras amargas y aceitunas en su jugo, pa que la dulzura me la saques del cuerpo.
—Majo, desgarrao, cómo te requiebras, ya no hables, ven aquí.
—Aquí me tienes todo entero, Elisia.
—Te espero. No soy impaciente, Romero.
—Lo mismo he dicho siempre, hay que esperar a los toros hasta dejarse coger, que es la manera de que descubran la muerte.
El pintor no los escuchaba pero no se atrevía a decirles lo que su corazón deseaba.
—Pero si sólo quiero ver, nada más mirar… nunca he querido otra cosa…
¿Lo imaginaban ellos, mientras fornicaban? Al menos eso: que le imaginasen a él, aunque fuese implorando lo que a un pintor no se le puede negar: la mirada.
Pero tenía que ser honesto consigo mismo. Ella le negó algo más. Con Romero se desmayó al venirse. Con él no. A él le negó el desmayo, también.
Entonces, encerrado en su finca, con los niños gritándole insultos que él no oía y garabateándole su barba, pintó y dibujó rápidamente tres obras, y en la primera estaban los tres acostados en sábanas revueltas, Romero, Elisia y Goya, pero ella con dos caras sobre la misma almohada, una cara de ella mirando con pasión y dándole un abrazo infinitamente cachondo al cuerpo de Pedro Romero, que también tenía dos caras, una para el goce de Elisia y otra para la amistad del pintor, como ella tenía una segunda cara también para el pintor, que la besaba a ella mientras ella le guiñaba a él y miraba locamente al torero, y los sapos y culebras y los bufones con un dedo silencioso, les rodeaban, no el triángulo ya, sino un sexteto de engaños e inconstancias, un hoyo gris de corrupciones.
En la segunda pintura ella ascendía a los cielos con sus ropas cómicas, su moño y sus zapatillas de raso, pero su cuerpo desnudo, vencido, viejo, iba ensartado a una escoba, empalado por la verga de la muerte, y en los cielos la acompañaban en vuelo los mures ciegos, las lechuzas demasiado alertas, los vencejos incansables como los suplicios eternos, y las rapaces auras, devoradoras de inmundicia, llevándose a la cómica al falso cielo que era el paraíso del teatro, la cúpula de las risas, las obscenidades, los regüeldos, los chasquidos, los pedos y las rechiflas que ninguna turba de alabarderos comprada podía silenciar: ascendía La Privada a recibir su rostro final, el que le daba Goya, no ya para advertirle, como hizo un día (Morirás sola, sin mí y sin tu amante): sino usándola a ella misma de advertencia, convertida ella misma, en bruja, hecha una piltrafa, como un día describió a su rival la Pepa de Hungría, él era el dueño final del rostro de la actriz que un día le pidió que la retratara para siempre, como ella era, realmente, pero sin arte. Y esto es lo que el artista no pudo darle aunque le costara el regalo sexual supremo de la déspota: el desmayo en el orgasmo.
Terminó también el tercer cuadro, el de Pedro Romero. Acentuó, si cabía, la nobleza y hermosura de ese rostro de cuarenta años y el pulso tranquilo de esa mano que mató a cinco mil ochocientos noventa y dos toros. Pero el ánimo del artista no era generoso. Toma mi cabeza, le dijo al cuadro del torero, y dame tu cuerpo.
Abrió una ventana para que entrara un poco de aire fresco. Y entonces, la actriz, la déspota, la bruja que él mismo había encarcelado allí, montada en su escoba, salió del cuadro volando en la escoba, carcajeándose, riéndose de su creador, escupiéndole saliva y obscenidades sobre la cabeza cana, salvándose como el vencejo por los aires nocturnos de Madrid.
V
Cargó sobre los hombros, viejo y descalzo y con los labios gruesos abiertos y agrietados, como un auténtico penitente, pidiendo agua y aire, a la Virgen de Sevilla.
—Las actrices mueren, pero las vírgenes no.
Recordó entonces que cubierta como estaba la santísima Virgen cuyo trono él sostenía, no estaba más pudorosa que Elisia Rodríguez, cuando La Privada le dijo, encuerada, tú no me regalas nada, entonces yo tampoco y echó para adelante la fantástica cabellera negra y con ella se cubrió el cuerpo entero, como una saya, mirando a Goya entre la cortina de la cabellera y diciéndole esta vulgaridad:
—Anda, no pongas esa cara de susto, que donde hay pelo hay alegría.
Viernes
I
Ella les pidió a los chiquillos que primero se probaran solos, se dieran cuenta de sus facultades y luego regresaran a contarle sus experiencias a ella, que en ese tiempo se pasaba el día entre su cocina de garbanzos y su corral de gallinas, descansando de vez en cuando con los brazos cruzados sobre la barda que separaba su casa de la ganadería inmensa.
La casa debía ser muy grande, también, para dar entrada a todos esos muchachos, huérfanos en su mayoría, algunos todavía en edad escolar, otros ya metidos a albañiles, panaderos y mozos de café, pero todos ellos descontentos con su trabajo, su pobreza, su infancia tan corta y reciente, su vejez tan próxima y desamparada. Sus vidas tan inútiles.
No obstante, la casa no era grande; apenas un corral, la cocina, dos habitaciones desnudas donde los muchachos dormían encima de costales, y la recámara de la señora, donde ella sí guardaba sus reliquias, que eran solamente recuerdos de otros chavales, anteriores a su promoción presente, y de nadie más anterior a la propia señora de la casa. Que se supiera, no tenía marido. Y tampoco hijos. Aunque si alguien le echaba esto en cara, ella contestaba que tenía más hijos que si se hubiera casado cien veces. Padres, hermanos, quién sabe: ella llegó a este pueblo sola, se apareció un buen día entre unas rocas coronadas de chumberas y bajó por una vereda de castaños. Sola, dura, tiesa y triste, tan flaca y seca que algunos dudaron entre que si era mujer u hombre, con ese sombrero ancho y esa capa remendada al hombro, el habano entre los dientes y le pusieron mote y medio, que La Seca, La Macha, La Corralera, El Estéril, La Paramera, La Habanera.
Era fácil y hasta divertido ponerle motes, una vez que todos se dieron cuenta de que su aspecto severo no conllevaba maldad, sino apenas distancia sobria. Aunque quién sabe si conllevaba lo que realmente la caracterizó: acogía a los muchachos huérfanos y cuando el pueblo se escandalizó de esto y pidió que se le impidiese a la señora seca, alta y flaca tan perversa afición, nadie estuvo dispuesto a hacerse cargo de los muchachos y por pura indiferencia y abstención la dejaron hacer, aunque de vez en cuando no faltó una solterona sospechosa (y acaso envidiosa) que inquiriese:
—Y, ¿por qué no recibe a las muchachas huérfanas?
Pero siempre había otra contemporánea, más sospechosa e imaginativa aún, que le preguntaba si lo que quería era dar la impresión de que en este pueblo había un burdel de niñas.
Y ahí moría el asunto.
Se le dejaba hacer sus labores solitarias, cuidar de los muchachos y quedarse sola todas las noches, viéndolos alejarse al aparecer la estrella de Venus, la primera de la noche, y tras de su reposo, reaparecer en la barda muy de mañana cuando la estrella de Venus era la última en retirarse y los muchachos regresaban de sus correrías nocturnas. La mujer y la estrella tenían los mismos horarios.
De esta manera, para ella todos los días eran, en cierto modo, viernes, día de la diosa del amor, días regidos por las apariciones y desapariciones de la estrella vespertina que también era, en la gran corrida del cielo, la estrella matutina, como si el firmamento mismo fuese el mejor maestro de un pase largo, eterno, como eran los de Juan Belmonte que ella vio torear de niña, aún. Pero a nadie, en el pueblo, se le ocurrió por todo esto llamarla la Venus. Con su capa y su sombrero ancho, sus faldones múltiples y sus botos de cuero, decían que sin embargo tenía una sola coquetería —ella, despintada como un mediodía andaluz, la cara agrietada de una temprana madurez, las cuencas hondas de la mirada y los dientes de conejo— y ésta era ponerse dos rodajas de pepino en las sienes, que era remedio bien sabido contra las arrugas; pero el boticario decía no, son los desmayos, cree que ahuyenta así las jaquecas y los desmayos, no cree en mi ciencia, es una campesina ignara. ¡Pobres chavalillos!
Pero aunque el boticario le añadió otro mote —La Pepina— los chicos naturalmente, la llamaron Madre, y cuando ella negó el apelativo, mejor Madrina, acabaron diciéndole Madreselva, intuitivamente porque la comparaban con esas matas trepadoras, floridas y olorosas, que eran el único adorno de su pobre casa y que, como ella, lo abrazaban todo, naturalmente, como el paisaje crecía a los ojos de los muchachos, de los encinares a las lomas y al puerto de viento, abarcándolo todo, huertas, casas y campos de labor, hasta culminar en las rocas coronadas de chumberas por donde la Madreselva entró a este pueblo para hacerse cargo de los niños desgraciados pero ambiciosos.
II
Rubén Oliva esperaba con impaciencia la noche. Él tenía el don de ver la noche durante el día, más allá de los inmensos campos de girasoles que eran el escudo mismo del día, planetas vegetales que acercaban el sol a la tierra, imanes del cielo en la tierra, los embajadores del astro, florecientes en julio y muertos en agosto, quemados por el mismo sol al que imitaban. Rubén supo por esto que el sol que da vida la puede quitar también, y en un mundo de sol y sombra como era su tierra andaluza, donde hasta los santos pertenecen al sol o a la sombra, donde las vírgenes se parecen todas a la luna y los toreros todos al sol, él se sentía entusiasmado pero culpable también de que su placer, su excitación, fuese la noche; quién sabe si la culpa era de la Madreselva, le decían los chicos, que esperaba a que se apagaran todas las candelas del sol, para lanzarlos a probarse, cuando los girasoles se volvían giralunas, a escurrirse entre los setos, saltar las bardas, evitar las púas de la hacienda ganadera, desnudarse a orillas del río hondo y frío hasta en verano, sentir el primer placer helado del agua nocturna corriendo, acariciante, entre los cojones, levantarse hasta la ribera abrazándose al talle y las ramas de los alcornoques, recibir en pleno cuerpo mojado y fresco el aliento de la lavanda y pasar sin transición a la bofetada del estiércol, anunciando la proximidad de lo que buscaban, a ciegas, a tientas, en las noches más oscuras que es cuando la Madreselva les urgía a salir, ciegos, en busca de la bestia: a tientas, en el corral sin luz, los cuerpos de los jovenzuelos tocaban las formas de los becerros, se los imaginaban negros, sólo negros, nadie los quería de otro color, toreándolos cuerpo a cuerpo, bordados el toro y el niño torero, cosidos el uno al otro, porque si dejo que se me escape el cuerpo del toro, el toro me mata, tengo que estar embarrado a ese cuerpo, recordando todavía, Madreselva, el agua fresca entre las piernas y el pecho y ahora sintiendo allí mismo el pálpito velludo del animal, el vapor de sus belfos cercanos y el sudor negro de su piel, rozando mis tetillas, mi vientre, mezclando mi primer vello de hombre con la capa de seda sudorosa del becerro, pelo con pelo, mi pene y mis testículos barnizados, acariciados, amenazados, pinturreados por el amor enemigo de la bestia que debo mantener pegada a mi cuerpo de quince años, no sólo para gozar, Mamaserva, sino para sobrevivir: por eso nos mandaste tú aquí, noche tras noche, a aprender a torear con miedo, porque sin él no hay buen torero, con gusto, por lo mismo, pero con un peligro enorme, Ma, y es que yo, tu maletilla más nuevo, sólo se siente feliz toreando de noche, bordando sus faenas de ciego en la oscuridad y sin nadie que lo mire, adquiriendo un gusto y un vicio inseparables ya para toda mi vida, Mareseca, y es el gusto de torear sin público, sin darle gusto a nadie más que a mí y al toro, y al toro dejarlo que haga la faena, que sea él el que me busque, y me toree también a mí, que sea siempre el toro el que embista para que yo sienta la emoción de ser embestido, inmóvil, sin engañar ni un solo instante a ese compañero peligroso de mis primeras noches de hombre.
A veces, los vigilantes de la hacienda se apercibían de los intrusos nocturnos y los corrían a voces, a palos si los alcanzaban, a tiros en el aire, sin mala voluntad porque el propio ganadero sabía que, tarde o temprano, estos maletillas iban a ser los espadas sin los cuales su negocio se venía abajo. Cuando les echaban los podencos, sin embargo, hasta ellos dudaban de la bondad interesada del ganadero.
Y sabiendo esto, la Madreselva llegó a un acuerdo con el ganadero para que los chicos, una vez pasado su aprendizaje nocturno, pudieran continuar las lecciones en el ruedo de la hacienda y ella misma sería el maestro, le dijo al ganadero, si él quería, los tientos los harían los mayores, pero a la hora de dar la lección, sería ella, aventando lejos el sombrero y la capa, ahora con un mechón salvaje cegándola y obligándola a soplar, vestida de traje corto y zajones, y diciéndole a los chavales, a Rubén Oliva sobre todo, porque en los ojos negros y las ojeras del niño vio la nostalgia de la noche, diciéndoles, parar, templar, mandar, éstos son los tres verbos madre del torero, más madres de ustedes que las que no tuvieron, y lo que esto quiere decir es que a ti te toca llevar al toro adonde tú quieras, no adonde él quiere estar…
—No os preocupéis —decía la Madreselva, mirando a Rubén más que a ninguno—, que al final de todo vais a estar tú y el toro, cara a cara, mirándose y mirando la muerte en la cara del otro. Sólo uno va a salir vivo: tú o el toro. El toreo consiste en llegar hasta allí con arte y legitimidad. Van a ver.
Entonces la Madreselva daba su primera lección que era cómo parar el becerro recién salido del toril, como del vientre de una madre mitológica, armado de todas sus fuerzas, mira Rubén, no te distraigas ni pongas esa cara, hijo, el toro te sale como fuerza de la naturaleza, y si no quieres convertirlo en una fuerza del arte, mejor vete de panadero: mídete con los pitones, crúzate con ellos, Rubén, colócate delante de los pitones y vete, hijo, vete al pitón contrario, o el toro te va a matar. El toro ya salió galopando. Tú, pobrecito de ti ¿qué vas a hacer?
Entonces la Madreselva daba su segunda lección, que era cargar la suerte, no dejar que el toro, al salir arrancado, hiciera lo que natura le dictase, sino que el torero, que para eso estaba allí, sin abandonar la suerte con la franela, sin abandonar, hijos, el encanto y la belleza del pase, adelante la pierna, así, obligando al toro a cambiar el rumbo y entrar a los terrenos de la lidia, adelanta la pierna, Rubén, quiebra la cadera, no abandones el pase, cita al toro, Rubén, el toro se mueve, ¡por qué tú no!, no me escuchas, hijo, ¿por qué te quedas allí como una estatua, dejando que el toro haga lo que quiera?, si no cargas la suerte ahora luego no mandas, el toro te hace la faena, no tú al toro, como debe ser…
Pero a Rubén Oliva nadie, desde entonces, lo iba a mover. El toro cargaba; el torero echaba raíces.
¿Qué dijo la Madreselva, con los dientes de conejo apretados, soplando desde el labio inferior para quitarse el mechón cenizo de la frente?
—Tienes que quebrar la arrancada del toro, Rubén.
—Yo no me tomo ventajas con el toro, Ma.
—No son ventajas, recoño, es llevar al toro adonde no quiere ir y tú puedes lidiarlo mejor. Eso lo dijo Domingo Ortega y tú sabrás más que el maestro, ¿supongo que sí?
—Yo no me muevo, Ma. Que el toro cargue.
—¿Qué quieres del toreo, hijo? —decía entonces la Madreselva aclarando su enojo, que ella sabía necesario aunque reprobable.
—Que a todos se les pare el corazón cuando me vean torear, Ma.
—Está bien, hijo. Eso es el arte.
—Que todos se digan somos mil cobardes frente a un valiente.
—Está mal, hijo, muy mal lo que tú dices. Ésa es la vanidad.
—Pues que viva mi fama.
Les enseñó —citaba siempre a Domingo Ortega, para ella no hubo jamás torero más inteligente y dominador y consciente de lo que hacía— que nada hay más difícil para el torero que pensar ante la cara del toro. Les pidió que imaginaran al toreo como una lidia no sólo entre dos cuerpos, sino entre dos caras: El toro nos mira, les enseñó, y lo que nosotros debemos mostrarle es su muerte: el toro debe ver su muerte en la muleta que es la cara del torero en el ruedo. Y nosotros debemos ver nuestra muerte en la cara del toro. Entre las dos muertes se da el arte del toreo. Recuerden: dos muertes. Algún día sabrán que el torero es mortal, y es el toro el que no muere.
Enseñaba entonces esta mujer loca, inagotable, que quizá tuvo por padre y madre a un toro y una vaca, o a una becerra y un torero, quién iba a saberlo, viéndola allí, figura de polvo, estatua de un sol pardo y desértico, agrietado el astro como los labios y las manos de la mujer maestro, enseñaba a templar, a ser lentos, a torear despacio, a sacarle provecho a la velocidad del toro, que es una bestia que sale llena de aspereza, y debe ser suavizada, puesta y dispuesta para el arte del toreo, así, así, así, daba la Madreselva los pases más lentos y largos y elegantes que esa parvada de chicos ilusos y desamparados habían visto jamás, reconociendo en el toreo largo y templado de la mujer un poder que ellos querían para sí; la Madreselva no sólo les enseñaba a ser toreros durante esas mañanas febriles que siguieron, en septiembre, a la muerte incendiada de los girasoles, también les enseñaba a ser hombres, a respetar, a tener una voluntad elegante, larga y…
—Engañosa —decía el rebelde Rubén—, eso que usted llama templar es otro engaño, Ma…
—¿Y tú qué harías, maestro? —se cruzaba de brazos la Madreselva.
El chico altanero, mandón, le pedía entonces que ella fuese el toro, que tomase con los puños la carretilla astada y embistiese derecho, sin quiebro alguno ni ella ni él, ni el falso toro ni el incipiente torero, y ella, convertida en la vaca sojuzgada por un instante, mirando esa figurilla desvalida y altanera del llamado Rubén Oliva, lleno de un pundonor pueril pero apasionado, ella madre-toro, hacía lo que él le pedía. En contra de su voluntad de maestra, le daba, la carga total a Rubén y él no cargaba la suerte, Rubén templaba como una estatua, y comenzaba a ligar los pases como ella los quería, pero sin la treta que ella le pedía, toreaba por la cara, de una manera instintiva, bella, moviendo la muñeca después de no mover el cuerpo, dominando por lo bajo al toro, mostrándole su muerte, como ella quería, como ella se lo daba a la bestia.
Y entonces Rubén Oliva lo echaba todo a perder, terminaba la serie de pases y no resistía la tentación de dar un paseíto triunfal, saludando, agradeciendo, parando las nalguillas y diciéndole a sus ojos negros: brillen más que el sol, mientras ella, la maestra, la ama, la llamada por el pueblo la Seca y por sus discípulos Madreselva, Ma, Mareseca, cada cual según su maloído español, país de sordos y por eso de valientes que no escuchan buen consejo o voz de peligro, gritaba con cólera, mendigo, pordiosero, no mendigues la ovación, no la mereces, y si la mereces, ya te la darán sin que te pasees como un ridículo pavorreal; pero él, ¿qué otra ocasión tenía? (se lo dijo a la Madreselva, acurrucado en sus brazos, pidiendo perdón aunque ella lo sabía impenitente: el niño iba a ser ese tipo de torero, arriesgado, testarudo, de desplantes, despreciativo del público al que le pedía admirar en su paseo triunfal su coraje y los atributos sexuales sobre los que descansaba semejante valor: la exhibición impune, permitida, del sexo masculino ante una multitud, que el toreo autoriza y que Rubén Oliva no iba a sacrificar, aunque sacrificando, en cambio, el arte que él consideraba un engaño: interrumpir la fuerza salvaje del toro). Iban a ovacionarle siempre este desplante estatuario, de negarse a cargar la suerte como se lo aplaudieron a Manolete, diciendo: —Éste no nos engaña. Éste se expone a morir allí mismo. Éste busca la cornada de arranque.
Y ella, resignada pero testaruda, los pone a todos a cronometrar los pases que le dan a los becerros, descansada ya, un puro encendido entre los dientes de conejo, más hombruna que nunca; Mare Seca, Marea de Arena, Selva Madre, ¿cómo llamarla?, obligándoles a medir la velocidad de cada toro, a ponerlo al ritmo del torero, porque si no el toro los va a poner a ustedes a su son, hijitos míos, lento, oigan el cronómetro, cada vez más lento, más lento, más largo hasta que el toro haga todo lo que tiene que hacer sin que roce siquiera la muleta o el cuerpo.
O el cuerpo. Y ésta era la añoranza sensual de Rubén Oliva: desnudo, de noche, pegado al cuerpo del toro al que tenía que coger para no ser cogido, adivinando el cuerpo del enemigo en un abrazo mortal, mojado, emergiendo del río helado al contacto ardiente de las bestias.
III
Cuando sintió que ella no tenía nada más que enseñarles, la Madreselva, igual que a otras diez promociones, le dijo a ésta la onceava que liaran el hatillo, se pusieran las gorrillas y se fueran juntos por los pueblos de capea a probar suerte. Le gustaba el número once, porque era supersticiosa a ratos y creía, como las brujas, que cuando el uno le vuelve a dar la cara al uno, el mundo se vuelve un espejo, se mira a sí mismo y allí debe detenerse: el paso de más de eso, la violación de los límites, el crimen. La hechicera existía para advertir, no para animar. Era exorcista, no tentadora.
Además, pensó que once generaciones de chavalillos apasionados por la lidia eran no sólo suficientes, sino hasta significativas; los imaginó reproduciéndose por los caminos de España, los once mil toreros, buena respuesta a las once mil vírgenes, y quizás los dos bandos se encontrarían y entonces ardería Troya. Pues se encontrarían en libertad, no obligados.
Había reglas y todos las aceptaban, menos ese mentado Rubén Oliva. Quien sino él iba a tener el descaro de venirse a despedir de ella, graciosa gorrilla ladeada sobre la cabecita negra, camisa sin corbata, pero abotonada hasta la nuez, chaleco luido, pantalones camperos, botos de cuero y manos vacías: le pidió un capote viejo para echárselo al hombro y anunciar que era torerillo.
No, se enfureció ella, porque Rubén Oliva entró sin tocar a la recámara y la sorprendió con la falda levantada, enrollando el tabaco en el muslo y éste era gordo y sabroso, distinto del resto del cuerpo: No, se enfureció ella, dejando caer la falda y poniéndose nerviosamente los zajones, como para revertir mágicamente a su calidad de hembra torera, ni a novillero llegas todavía, no te pongas nombre, impaciente, ni creas que todo en el monte es orégano, ni confundas huevos con caracoles, ni lleves monas a Tetuán, que la condición de maletilla la traes pintada en la estampa, el hatillo y la gorra, y si eso no bastara, la proclamas en el hambre afilada de tu rostro, Rubén, y eso ni yo ni nadie te lo va a quitar nunca, porque desde hoy tu única preocupación va a ser dónde dormir, qué cosa comer, con quién joder, y eso a pesar de la riqueza, piensa que uno como tú, aunque sea millonario, tendrá siempre la preocupación del pícaro, que es vivir al día y amanecer vivo al día siguiente y con un plato de lentejas enfrente, aunque estén frías.
Se ató a los muslos los perniles abiertos a media pierna y añadió: Nunca serás un aristócrata, Rubencito, porque siempre te atormentarán tus mañanas.
Pero nos vamos juntos, nos ayudaremos los once chavales, le dijo Rubén, tan niño aún.
No, ya sólo son diez, le tomó la mano su Madreselva, olvidándose del calzón de cuero y del tabaco: su Mareseca a la que él temblaba por abrazar y besar.
El Pepe mejor se queda aquí, dijo ella, miedosa ya.
¿Contigo, Ma?
No, se vuelve a la panadería.
¿Qué será de él?
Ya no saldrá más de allí. Tú sí, dijo la Madreselva, tú y los demás escápense de aquí, no se dejen capturar por estos pueblos pobres y estas ocupaciones bajas, tediosas, infinitamente repetidas como una larga noche en el infierno, lejos de los ladrillos y los hornos y las cocinas y los clavos, lejos del ruido de cencerros que te dejan sordo y del olor de mierda de vaca y de la amenaza de los podencos blancos, largo de aquí…
Lo abrazó ella misma y él no encontró pechos, más redondos eran los suyos de adolescente todavía amarrado a sus restos de rechonchez infantil, un querube con espada, un putillo de ojeras crueles pero de mejillas suaves aún.
Él sólo le repitió que se iban juntos los once, no, los diez, se ayudarían unos a otros.
Ja, rió la Madreselva, sorprendida del abrazo pero negándose a terminarlo, salen juntos y duermen juntos y caminan juntos y torean y se dan calor, primero son once, ya ves, luego diez, un día cinco, y al cabo sólo queda uno solo. Y el toro.
No, nosotros no queremos, vamos a ser diferentes, Ma.
Sí hijo, tienes razón. Pero cuando estés solo, recuérdame y recuerda lo que te dije: Vas a verte cara a cara con el toro todos los domingos y entonces te salvarás de tu soledad.
Se separó del muchacho y terminó de vestirse, diciéndole: Aunque tú de puro terco, dejarás que el toro te mate con tal de no cargar la suerte.
Cuando un torero se muere de viejo, en la cama, ¿se muere en paz?, Rubén la miró ponerse la chaquetilla.
Quién sabe.
Te recordaré, Ma, pero, ¿qué va a ser de ti?
Yo ya me voy de este pueblo. Yo también me voy.
¿Y de dónde llegaste aquí, Ma?
Mira, le dijo después de un rato la mujer seca y agrietada con los pepinos en las sienes y el mechón rebelde y el cigarrillo negro entre los dedos amarillos, vámonos todos de estos pueblos sin hacer preguntas; por más mal que nos vaya en otras partes, siempre será mejor que aquí. Yo te protegí, hijo, te di una profesión, lárgate y no averigües más.
Hablas como si me salvaras de algo, Ma.
Aquí hay que obedecer, lo miró a los ojos de falsa madre, aquí hay demasiada gente sin nada sirviendo a muy poca gente con mucho, sobra la gente y entonces es usada como ganado; no puedes ser casto así, Rubén, eres parte del ganado abundante y dócil y cuando te llaman y te dicen haz esto o aquello, lo haces o te castigan o te huyes, no hay más remedio. Eso que llaman la libertad sexual sólo se da de verdad en el campo y en regiones solitarias, pobres y pobladas por criados y por vacas. Obedeces. Necesitas. No tienes a quién acudir. Eres criado, eres usado, eres venado, te vuelves parte de una mentira. Los señores te pueden usar a ti que eres el criado, siempre y cuando los otros criados no miren lo que los señores hacen contigo.
Sonrió y le dio una nalgada a Rubén. Fue el acto más íntimo y cariñoso de su vida. Rubén sentiría esa mano dura y cariñosa en su trasero durante todo el camino, lejos de los girasoles quemados y los cencerros de las cabras, empujado por el viento de Levante, dejando atrás los soberbios pinsapos y los caballos de Andalucía, que son blancos al nacer, pero que Rubén Oliva encontraría negros al regresar, lejos, hacia las salinas y los esteros, los paisajes de torres eléctricas y las montañas de basura.
Sábado
—¡Don Francisco de Goya y Lucientes!
—¿Qué anda usted haciendo por Cádiz?
—Buscando mi cabeza, amigo.
—¿Pues qué le ocurrió?
—Está usted ciego: ¿no ve que ando sin cabeza?
—Ya me parecía algo raro.
—Pero no desprecie nuestra pregunta, ¿qué le ocurrió?
—Yo no lo sé. ¿Quién sabe lo que hacen del cadáver de uno después de muerto?
—Entonces, ¿cómo sabe que no tiene cabeza?
—Morí en Burdeos en abril de 1826.
—Tan lejos.
—¡Qué pena!
—Ustedes no estaban aquí. Eran tiempos peligrosos. Entraron los absolutistas a Madrid reprimiendo a cuanto liberal veían. Ellos se llamaban los Cien Mil Hijos de San Luis. Yo sólo me llamaba Francisco de Goya…
—Y los Cientos…
—Los rapaces ya no escribían «sordo» en el muro de mi finca. Ahora los absolutistas escribían «afrancesado». Pues a Francia huí. Tenía setenta y ocho años cuando llegué exiliado a Burdeos.
—Tan lejos de España.
—Pa qué pintaste franceses, Paco.
—Pa qué pintaste guerrillas, Francisco.
—Pa qué pintaste a la corte, Lo Sientes.
—Pero qué le pasó a tu cabecita, hijo, que te la tumbaron de un cate.
—Ya no me acuerdo.
—Pero, ¿dónde te enterraron, Paco?
—En Burdeos primero, donde morí a los ochenta y dos años de edad. Luego fui exhumado para ser regresado a España en 1899, pero cuando el cónsul español abrió el féretro, se encontró con que mi esqueleto no tenía cabeza. Le mandó un mensaje de viento al gobierno español…
—Se llama telégrafo, Paco, telégrafo…
—De eso no había en mi tiempo. Total que el mensaje era éste: «Esqueleto Goya sin Cabeza: Espero Instrucciones.»
—Y el gobierno, ¿qué le contestó? Anda, Paco, no nos dejes en ascuas, tú siempre tan…
—«Envíe Goya, con Cabeza o sin Ella.» Ya llevo cinco entierros, amigos, de Burdeos a Madrid y de San Isidro, donde pinté las fiestas, a San Antonio de la Florida, donde pinté los frescos, cinco entierros, y las cajitas donde me meten se van haciendo cada vez más chiquitas, cada vez son menos y más quebradizos mis huesos, cada día me hago más polvo, hasta desaparecer. Mi cabeza será mi destino: simplemente desapareció antes que lo demás.
—Vaya a saber, amigo. Francia estaba llena de frenólogos enloquecidos por la ciencia. Quién sabe si acabó usted de medida del genio, vaya broma, igual que un barómetro o un calzador.
—O quizás fue a dar de tintero de otro genio.
—Quién sabe. Era un siglo enamorado de la muerte, el diecinueve romántico: El siguiente siglo, el de ustedes, le cumplió sus deseos. Prefiero andar sin cabeza para no ver el tiempo de ustedes, que es el de la muerte.
—¿Qué dices, Paco? Nosotros aquí, pues estamos la mar de bien.
—No interrumpas, tío Corujo.
—Pues, ¿qué no estamos aquí en el puro cotilleo de comadres, tía Mezuca?
—¿Y por qué de comadres, viejecito enano?
—Está bien, serán también cotilleos de compadres, consejas de viejas y dichos de viejos, llamadlos como gustéis qué se va a hacer aquí en Cádiz, donde las callecitas son tan estrechas y hace más calor que en Écija y de ventana a ventana se pueden tocar los dedos los amantes…
—Y chismorrear los cotilleros como tú, tío soleche…
—A callar, pájara pinta…
—Decía don Francisco…
—Gracias por el respeto, muchacho. A veces ni eso nos toca a los muertos. Sólo quería decir que mi caso no es único. La ciencia se toma libertades absolutas con la muerte. Quizá los científicos son los últimos animistas. El alma se fue, al cielo o al infierno, y el despojo es sólo vil materia. Así me deben de haber visto los frenólogos franceses. No sé si prefiero el fetichismo sagrado de España al cartesianismo desalmado y exangüe de Francia.
—Los ojos de Santa Lucía.
—Las tetas de Santa Ágata.
—Las muelas de Santa Apolonia.
—El brazo de Santa Teresa en Tormes.
—Y el de Álvaro Obregón en San Ángel.
—¿Dónde andará la pata de Santa Anna?
—La sangre de San Pantaleón en Madrid, que se seca en tiempos malos.
—Sí, en Inglaterra, quizá, mi calavera fue el tintero de algún poeta romántico.
—Eso que te pasó a ti, Paco, ¿le pasó a alguien más?
—Cómo no. Hablando de Inglaterra, el pobrecito de Laurence Sterne, con quien charlo a menudo, pues sus libros parecen a veces premoniciones escritas de mis caprichos, aunque menos amargos, y…
—No divagues, Paco…
—Perdón. Mi amigo Sterne dice que las digresiones son el sol de la vida. Él escribe a base de digresión, negándole autoridad al centro, dice, rebelándose contra la tiranía de la forma, y…
—Paco, al grano. ¿Qué hubo de tu amigo Sterne?
—Pues nada, que cuando murió en Londres en 1768, su cadáver desapareció de la tumba a los pocos días de enterrado.
—Como tu cabeza, Paco…
—No, Larry tuvo más suerte. Su cuerpo lo robaron unos estudiantes de Cambridge, como siempre cachiporreros y caballeros de la tuna, dados a pasar noches en blanco celebrando en junio las fiestas de mayo, y allí lo usaron para sus experimentos de anatomía. Laurence dice que a él nadie necesitaba disecarlo porque era más árido y parasítico que un muérdago, pero habiendo escrito tan brillantemente sobre la vida prenatal, estaba de acuerdo en que alguien más le prolongara la vida postmortal, si así se la puede llamar. Lo devolvieron —el cuerpo, digo— a su tumba, un poquitín averiado.
—Entonces tu caso es único.
—Para nada. ¿Dónde están las cabezas de Luis XVI y María Antonieta, de Sydney Carton y de la princesa de Lamballe?
—¡Oh crimen, cuántas libertades se cometen en tu nombre!
—Y rueda, rolanda.
—Claro que sí. Pero a Byron, que es vecino, aunque huraño, donde yo estoy, le robaron los sesos cuando descubrieron que eran los más grandes de la historia registrada. Y eso no es nada. Hay un tipo más hosco que nadie en mi barrio; ése sí que parece bandolero de Ronda, tío de rompe y rasga. Dillinger se llama, John Dillinger, y a mí me suena a dinguilindón, pues cuando lo acribillaron a la salida de un teatro…
—Era un cine, Paco.
—En mi época de eso no había. Un teatro, digo, y al hacer la autopsia, toma, que le descubren un membrete más largo que todos los títulos del emperador Carlos V, y dale, que se lo cortan y se lo meten en un jarro con desinfectante, y ahí está la membresía del bandido, para quien guste medirla y morirse de envidia.
—¿Tú envidiaste a Pedro Romero, Paco?
—Yo quería llegar, como Ticiano, a los cien años. Me morí a los ochenta y dos. Y no sé si la cabeza ya la había perdido desde antes y para siempre.
—Romero se murió de ochenta años.
—No lo sabía. Él no vive en nuestra urbanización.
—Se retiró de los ruedos a los cuarenta.
—Eh, pararse, que esa historia yo la sé mejor que nadie.
—Cállate vieja, no te caigas por el cierro y mejor métete de vuelta en la cama.
—Eh, que yo estoy al corriente de todo lo que ocurre.
—Vamos, no seas chiquilla.
—Eh, que yo le cuento el cuento a don Paco, o me muero de frustraciones…
—Ni que fueras el papel de la mañana, tía Mezuca…
—Ahí voy: Pedro Romero fue el mejor torero de su tiempo. Mató cinco mil quinientos ochenta y ocho toros bravos. Pero nunca recibió ni una sola cornada. Cuando lo enterraron a los ochenta años, su cuerpo no tenía una sola cicatriz vamos, ni lo que se llama un rasguñito así de grande.
—Era un cuerpo perfecto, con una esbeltez perfecta, una armonía muscular revelada por el suave color canela de la piel, que acentuaba las formas clásicas mediterráneas, del cuerpo de estatura media, fuerte de hombros, largo de brazos, compacto de pechos, plano de barriga, estrecho de caderas pero sensualmente paradillo de nalgas, de piernas torneadas pero cortas, y pies pequeñitos: cuerpo de cuerpos coronado por una cabeza noble, quijada firme, elegante estrechez de las mejillas, virilidad de la barba apenas renaciente, recta perfección de la nariz, cejas finas y apartadas, frente despejada, cresta de viuda, ojos serenos y oscuros…
—¿Y uté cómo lo sabe, don Francisco?
—Yo lo pinté.
—¿Todito entero?
—No, sólo la cara y una mano. Lo demás era trapo. Pero para torear, Pedro Romero, que se plantaba a recibir como nadie lo ha hecho, y que se paraba a matar como nadie lo ha hecho tampoco, y que además, entre parar y mandar, se daba el lujo de regalarnos la serie de pases ininterrumpidos más bellos que se han visto…
—Y olé…
—Deténgase, don Paco, no más…
—y recontraolé…
—Bueno, ese Pedro Romero, para torear de esa manera, no tenía en realidad más armas que sus ojos para mirar al toro y pensar ante la cara de la bestia.
—¡Sólo los ojos!
—No, también una muñeca para torear por la cara del toro y así inventar ese encuentro, el único permitido, mis amigos gaditanos, entre la naturaleza que matamos para sobrevivir y la naturaleza que esta sola vez nos perdona el crimen… sólo en los toros.
—En la guerra también, Paco, si vieras cómo nos perdonamos los crímenes aquí en Cádiz.
—No, viejo, un hombre nunca tiene que matar a otro hombre para sobrevivir y por eso matar al semejante es imperdonable. Pero si no matamos a la naturaleza, no vivimos, aunque podemos vivir sin matar a otros hombres. Quisiéramos hacernos perdonar por vivir de ella, pero la naturaleza nos niega el perdón, nos da la espalda y en cambio nos condena a mirarnos en la historia. Yo les aseguro, amigos de Cádiz, que entre la pérdida de la naturaleza y el encuentro con la historia, creamos el arte. La pintura, yo…
—Y el toreo, Romero…
—Y el amor, La Privada…
—Yo los invité a los dos.
—Existieron sin ti, Goya.
—De Romero sólo quedan un cuadro y dos grabados. Míos. Quedan de Elisia Rodríguez un cuadro y veinte grabados. Míos.
—Puras líneas, Paquirri, purititas líneas, pero no la vida, eso no.
—¿Dónde encuentras líneas en la naturaleza? Yo sólo distingo cuerpos luminosos y cuerpos oscuros, planos que avanzan y planos que se alejan, relieves y concavidades…
—Y cuerpos que se acercan, don Paco, y cuerpos que se alejan, ¿qué tal?
—¿Dónde está el cuerpo de Elisia Rodríguez?
—Murió joven. Tenía treinta años.
—Y a ella, ¿qué le diste, Goya?
—Lo que no tuvo: vejez. La pinté arrugada, desdentada, desbaratándose, pero ridículamente aferrada a los ungüentos, sahumerios, pomadas y polvos que la rejuvenecían.
—¡Hasta la muerte!
—Rodeada de micos y perros falderos y alcahuetes y petimetres ridículos; los espectadores finales y escasos de su gloria desvanecida…
—¡Aguarda que te unten!
—Pero se me escapó La Privada, se me murió joven…
—Su último desmayo, Paco.
—La Privada que a ti te negó el placer de verla privada en tus brazos al hacer el amor…
—Eh, oigan, oigan esto todos, de ventana a ventana: La Elisia Rodríguez nunca se desmayó con don Paco de Goya, con todos los demás sí…
—A callar, hideputas…
—Ea, don Paco, no se nos ponga vándalo, que aquí los gaditanos nos reímos de todo…
—Yo contigo, ná…
—Te lo di tó y tú ná.
—¡Así fuiste!
—No, no se privó conmigo La Privada porque conmigo necesitaba estar alerta y contarme cosas de su pueblo, quería que yo las supiera, oigan, el desmayo era sólo un pretexto para dormirse y que no la molestaran, una vez que había obtenido lo que ella…
—¿Que la dejaran dormir en paz?
—Salvo los que, incautos, le dieron de mancuernas para despertarla…
—Pobrecita La Privada: ¡cuántos baldazos de agua fría para sacarla del trance!
—¡Cuántos piquetes en los brazos!
—¡Cuántas nalgadas!
—¡Cuántas cosquillitas en los pies!
—Pues conmigo no. Conmigo siempre despierta para contarme cosas. Me acuerdo de un perrito que ella adoraba, caído en un pozo de donde nadie podía salvarlo, él no podía tomar las cuerdas que le echaban, los toros tienen astas, los perritos sólo tienen mirada de hombre triste e indefenso, llaman, nos piden ayuda y no podemos dársela…
—¿Eso te contó Elisia Rodríguez?
—Como a un sordo, gritándome al oído, así me contaba sus historias. ¡Cómo se iba a desmayar conmigo, si yo era su inmortalidad!
—Y los aquelarres, Goya…
—Y los mendigos hambrientos, las sopas frías escurriéndose entre las babas, la amargura infinita de ser viejo, sordo, impotente, mortal…
—Dinos más…
—Me contó cómo los señores de su pueblo se divertían enterrando a los mozos del lugar hasta los muslos en arena y dándoles garrotes para combatirse hasta la muerte, y cómo el suplicio se volvió costumbre y luego, sin que nadie se los ordenara, así resolvían ellos sus pugnas de honor, enterrados, a garrotazos y matándose entre sí…
—¿Qué no sabía La Privada?
—Hija de los pueblos de pulgas donde los príncipes iban a casarse para eximir de impuestos a las aldeas más miserables…
—¡No grites, tonta…!
—Hija de siglos de hambre…
—¡No te escaparás!
—Su raíz era la miseria, la miseria era su verdadera patria, su arraigo, y ella tenía tanta inteligencia, tanta fuerza, tamaña decisión, que rompió el círculo de la pobreza, se escapó con un jesuita, se casó con un mercader, llegó hasta lo más alto, fue celebrada, amada, hizo su santa voluntad…
—¡Todos caerán!
—Callaos todos, que si no me dio sus desmayos, la Elisia me dio algo mejor: sus recuerdos, que eran idénticos a su visión alegre y amarga, realista, del mundo…
—¡Qué pico de oro, Paquirri!
—Porque yo podría tener esa visión negra, siendo viejo y sordo y desengañado, pero ella, joven, celebrada, querida, que ella la tuviera y más que ello, que ella supiera, a los veinte años, ver más claramente que yo con todo mi arte el cinismo y la corrupción del mundo, eso le dio más a mi arte que todos los años de mi larga vida: ella vio claro y primero lo que mis gruesas espátulas luego trataron de reproducir en la finca del sordo. Yo creo que La Privada tenía que saberlo todo del mundo porque sabía que lo iba a dejar muy pronto también.
—¿De qué mal murió?
—De lo que se morían todos entonces: el cólico miserere.
—Eso se llama cáncer, don Paco.
—En mis tiempos de eso no había.
—¿Por qué fue sensible?
—No tenía más remedio, si quería ser lo que todas las generaciones de su raza no habían sido. Ella existía en nombre del pasado de su pueblo y su familia. Ella se negaba a decirle a ese pasado: Ustedes están muertos, yo estoy viva, púdranse. Al contrario, ella les dijo: Vengan conmigo, sosténganme con sus memorias, con su experiencia, vamos a desquitarnos, sí, pero nadie nunca volverá a apagar nuestra mirada arrebatándonos el pan de las manos. Nunca más.
—¡Nadie se conoce!
—Ella sí, era mi bruja secreta, y yo no la privé de esa imagen: la pinté como diosa y como hechicera, la pinté más joven de lo que jamás fue y la pinté más vieja de lo que jamás llegó a ser. Una bruja, amigos, es un ser esotérico, y esa palabreja quiere decir: Yo hago entrar, yo introduzco. Ella me introdujo, carne en la carne, sueño en el sueño y razón en la razón, pues cada pensamiento nuestro, cada deseo y cada cuerpo nuestro, tienen un doble de su propia insuficiencia y de su propia insatisfacción. Ella lo sabía: crees que una cosa es sólo tuya, me decía entre probaditas de pestiñe (era muy golosa) y no tardas en descubrir que las cosas sólo siendo de todos, son tuyas. Crees que el mundo sólo existe en tu cabeza, suspiraba echándose una yema a la boca, y no tardas en descubrir que tú sólo existes en la cabeza del mundo.
—Ay, me está dando hambre.
—Veo a Elisia en el tablado y la veo y siento en la cama. La veo desnudarse en su baño y la veo, al mismo tiempo, portada en litera para que el pueblo de Madrid, que no puede pagar la entrada al teatro, la pueda aclamar de todos modos. La veo viva y la veo muerta. La veo muerta y la veo viva. Y no es que ella me haya dado más que otras; sólo me lo dio más intensamente.
—Quieres decir, como ahora se dice, ¿de una manera más representativa?
—Eso es. Cayetana de Alba descendió con su gracia al pueblo. Elisia Rodríguez ascendió con su gracia al pueblo, porque de él venía. No le ocultó al pueblo los desengaños, amarguras y miserias que le aguardaban, a pesar de la fama y la fortuna, cuando por ventura se alcanzan. Yo fui el mirón de ese encuentro: la actriz popular y afamada con el pueblo anónimo de donde ella vino. Por eso la persigo, aunque sea sin cabeza; no la dejo en paz, le interrumpo sus coitos, espanto a sus nuevos amantes, la sigo en sus andanzas nocturnas por nuestras ciudades, tan distintas a lo que antes eran, pero secretamente tan fieles a sí mismas…
—¡Y tú también, Goya, salido de Fuendetodos en Aragón…!
—¡Un pueblo que da susto nomás de verlo!
—Sí, la sigo en sus andanzas nocturnas, en busca del amor, durante las horas libres que el infierno donde habitamos le otorga para salir a deambular. No quiere perder su origen. Regresa. Eso la mantiene viva. Como a mí me mantiene en mis siete sorprenderla con otro y embarrarle la cara de ungüentos, desfigurarla y espantar al pobre currutaco que se le prendió, inadvertido, esa noche, colándosele entre las sábanas.
—¡Tal para cual!
—¡Don Francisco y doña Elisia!
—¡El pintor y la sainetera!
—¡Que no los entierren en sagrado!
—¡Que siempre les haga falta algo!
—¡Que siempre tengan que salir de sus tumbas a encontrar lo que les falta de noche!
—El tercero.
—El otro.
—El amante.
—El Pedro Romero.
—Se le escapó.
—Vivió ochenta años.
—Un torero muerto en la cama.
—Ni una cicatriz en el cuerpo.
—A él sí que lo enterraron en sagrado, aunque fuera, a su manera, artista y cómico también.
—Mentira: nadie se escapa del infierno.
—Tarde o temprano, todos caen.
—La muerte confirma la ley de la gravedad.
—Pero ascendemos también.
—Todos tenemos un doble de nuestra propia insatisfacción.
—Don Francisco de Goya y Pudientes.
—Crees que tú metiste al mundo en tus cuadros y creaste el mundo en tu arte y que nada quedó de aquellos lodos sino estos polvos. ¡Qué sabemos sino lo que tú nos enseñaste!
—¡Aquellos polvos!
—No inventé nada, ¡hostia! Sólo presenté a los que se presentían. Hice que se conocieran los que, desconociéndose, ya se deseaban. Pueblo y Señores: mírense. Hombre y Mujer: mírense, mírense.
—Que viene el coco…
—Te desenterraron cinco veces, Paco, a ver si te retoñaba el coco.
—Que ná.
—A Romero no, nadie tuvo curiosidad por ver si su esqueleto estaba completo o si los huesos tenían cortadas invisibles.
—Que ná.
—¿Y a ella?
—A ella sí, todos querían saber si habiendo sido tan bella y muerto tan joven, iba a sobrevivirse muerta. ¿Cómo sería su despojo? Preguntarse esto era una manera secreta de preguntarse: ¿cómo será su fantasma?
—Goya y Romero se pusieron de acuerdo en enterrarla en secreto, para que ningún curioso se le acercara. ¿No es cierto, don Paco?
—Más que cierto, es triste.
—Mire usted, Goya, que sólo con la muerte sellaron ustedes su ménage-à-trois.
—No, no queríamos que la vieran, pero tampoco queríamos verla. Pero unos años más tarde, cuando el recuerdo conmovido borró los pecados de La Privada, su miserable pueblo natal, aunque exento de impuestos, continuaba arruinado y quiso aprovecharse de la perdurable fama de la actriz.
Los munícipes dijeron estar seguros de que Elisia Rodríguez había dejado testamento para su pueblo de origen. Era muy fiel a su cuna, ustedes ya lo saben. Pero nadie encontraba el papel. ¿La habrán enterrado con el testamento en un puño? Pidieron la exhumación. Se unieron a este reclamo los curiosos por ver si la belleza de la famosísima tonadillera —o tragediante como ella lo prefería— había vencido a la muerte. Romero violó el secreto de la tumba; dijo que él estaba dispuesto siempre a ayudar a las autoridades. Estaba viejo, acomodado, respetado, fundador de una dinastía taurina.
—¿Estuvo usted de acuerdo con él, don Francisco?
—No. Yo dije que no e inicié una pintura, un decorado de ángeles, más bien, en el rincón pobre y secreto de la iglesia donde estaba, ahora sí que privadísima, Elisia. La muchedumbre pasó por encima de mis botes de pintura, pintándole un arco iris a la muerte y un gesto obsceno a mí.
—¿Y entonces?
—La exhumaron allí mismo.
—¿Y luego?
—Al abrir el féretro, vieron que nada quedaba del cuerpo de la bella Elisia.
—¡Que se la llevaron!
—¡Ruega por ella!
—Nada quedaba, más que el carcomido moño de seda coronando la calavera de la cómica. La Privada era hueso y polvo.
—¡La caramba!
—Pero entonces del polvo aquel, una mariposa salió volando y yo reí, dejé de pintar, me puse la capa y el sombrero y salí riendo a carcajadas.
—¡El moño en el coño!
—¡La mariposa era su cosa!
—¡Quién lo creyera!
—¡Hasta la muerte!
—¡Qué hizo usted, don Francisco!
—Me fui siguiendo a la mariposa.
—Tócame los dedos, majo, que mi balcón está enfrente del tuyo y tengo frío en pleno agosto.
—¡Qué estrechas son nuestras calles!
—¡Qué ancho es nuestro mar!
—Cádiz, la tacita de plata.
—Cádiz, el balcón de España sobre América.
—Cádiz, la doble: playa americana, callejones andaluces.
—Tócame la mano de ventana a ventana.
—Yo contigo, ná.
—Te lo di tó y tú ná.
—Nadie se casa con mujer que no sea virgen.
—No te rasures la barba después de cenar.
—El español fino y su perro tiemblan de frío después de cenar.
—Que la muerte me llegue de España para que me llegue muy tarde.
—Ticiano: cien años.
—Elisia Rodríguez: treinta años.
—Pedro Romero: ochenta años.
—Francisco de Goya y Lucientes: ochenta y dos años.
—Rubén Oliva, Rubén Oliva, Rubén Oliva.
—Seis toros seis.
—¿Cuándo?
—Mañana domingo a las siete de la tarde en punto.
—¿Dónde?
—En la Real Maestranza de Ronda.
—¿Vas a ir?
—Siempre voy a ver a Oliva.
—¿Para qué? Es un desastre.
—Es que tú no lo viste cuando recibió la alternativa.
—¿Cuándo?
—Hace dieciséis años, es cierto.
—¿Dónde?
—En Ronda también.
—¿Y qué pasó?
—Nada, sino que nadie que esté vivo ha visto una faena que se le compare, exceptuando a Manuel Rodríguez. Nada igual, desde Manolete. Ese muchacho estaba en el centro de la plaza como una estatua, sin moverse, violando todas las reglas de la lidia. Dejando que el astao hiciera lo que quisiera con él. Exponiéndose a morir cada minuto. No cediéndole un palmo al toro. Renunciando a torear, exponiéndose a morir. Como si quisiera abrazarse al toro. Cerrando los ojos cuando lo tenía cerca, como invitándolo: Eh, toro, no te separes de mí, vamos a bordar la faena juntos. Y sólo así realizó el faenón: enamorando al toro, trayéndolo a sus terrenos porque lo dejaba siempre en los suyos, negándose a cargar la suerte, negándose a cambiar el acero por la espadita de aluminio, sino toreando con acero todo el tiempo. Ese primer toro de Rubén Oliva no tuvo tiempo, señores, de aquerenciarse, de acularse a tablas, de buscar los medios o de ponerse a escarbar margaritas en la arena. Rubén Oliva no lo dejó. Cuando el toro pidió la muerte, Rubén Oliva se la dio. Fue la locura.
—Pero nunca repitió la hazaña.
—Corrección: aún no la repite.
—¿No pierdes la esperanza, eh?
—Maestro, quien ha visto la mejor faena de su vida, puede morir tranquilo. Lo malo es que este torero ni se retira ni se muere.
—Para mí que este Rubén Oliva os ha embaucao a tóos y vive de la fama de su primera corrida sabiendo que nunca la va a repetir.
—¡Viva la fama!
—Bueno, si el chaval logra vivir de eso…
—Miren: así anda de mal la fiesta: se contrata por años y años a un torero aunque sea pésimo, al fin que entre corrida y corrida siempre renace la esperanza y el desengaño total a veces tarda años en venir. Rubén Oliva es un maleta, pero sólo un día fue bueno. A ver si un día de éstos se repite aquel día.
—Veinte años, con Rubén Oliva.
—Y tú vas a Ronda a verlo torear.
—Sí, quién quita y mañana nos dé la gran sorpresa.
—Mañana Rubén Oliva cumple cuarenta años.
—La edad en que Pedro Romero se retiró del ruedo.
—Bueno, hay que desearle suerte.
—Que esta vez no salga entre broncas y almohadillas.
—¡Pobrecito Rubén Oliva!
—¿Tú lo conoces, Paco?
—Nadie se conoce.
—Míralo, Paco. Aquí está su foto en el Diario 16.
—Pero éste no es ése que ustedes dicen.
—¿Que éste no es Rubén Oliva? Vaya, pues ni su madre lo negaría y usted, don Francisco, ¿se atreve a…?
—Que éste no es Rubén Oliva…
—¿Quién es entonces?
—Éste es el retrato sin artista que Elisia Rodríguez me enseñó un día, diciéndome: Si tú me pintas, yo te dejo que me mires desnuda, yo me desmayo en tus brazos, yo…
—Tú me contaste, Paco: que se lo dio una bruja y le dijo: Elisia, búscate a un pintor que le ponga nombre a este retrato…
—Que no es retrato es fotografía…
—En mi tiempo no había eso…
—Rubén Oliva.
—Que no es retrato, es el hombre mismo, reducido a estado inmóvil y encogido…
—Es el hombre-retrato…
—Rubén Oliva…
—Sigo de noche a la mariposa, la encuentro en brazos de este hombre, desmayándose, le tomó la cara a La Privada, se la pinto y se la despinto, la hago y la destruyo, ése es mi poder, pero este hombre, a este hombre, no lo puedo tocar, porque es idéntico a su retrato, no hay nada que pintar, no hay nada que añadir, ¡me vuelvo loco!
—Nadie se conoce.
—Don Francisco.
—Degüella.
—Y lo sientes.
—Trata de dormir, tía Mezuca.
—Mecachis, que con este calor no se puede ni hablar.
—Tacita de plata.
—Balcón de Andalucía.
—Mar de América.
—Ancho mar.
—Calles estrechas.
—Tócame la mano de ventana a ventana.
—Nadie se conoce.
Domingo
Parecía que la tarde se ponía más
morena.
García Lorca, Mariana Pineda
I
Lo vistió en la casona de Salvatierra el Chispa su mozo de espadas, ante la mirada seria de Perico de Ronda, que fue amigo de los principios de Rubén Oliva y le dio la alternativa dieciséis años antes. El traje ya lo esperaba en la silla cuando entró a la vasta pieza de piedra y losa, abierta en balcón sobre el tajo hiriente de la ciudad.
La ropa dispuesta en la silla era un fantasma de la fama. Se desnudó Rubén Oliva y miró a la ciudad de Ronda, tratando de calificarla o explicársela. Pasaron volando los vencejos, aves sin reposo, y unas palabras antiguas regresaron, con fluidez memoriosa de una canción, al oído, hasta ese momento desnudo también, de Rubén Oliva. Mi pueblo. Una herida honda. Un cuerpo como una cicatriz siempre abierta. Contemplando su propia herida desde una atalaya de casas encaladas. Ronda donde nuestras miradas son siempre más altas que las del águila.
El Chispa le ayudó a ponerse los calzoncillos blancos largos, y aunque Perico los observaba, Rubén Oliva sintió que le faltaba otra mirada. El sentimiento de ausencia persistió mientras le acomodaban las medias de espiguillas con ligas debajo de la rodilla. El Chispa le amarró los tres botones de los machos simétricamente en las piernas y Rubén buscó lo que no encontraba fuera del balcón. Le ayudó el mozo a ponerse la camisa, los tirantes, el fajín y la corbata. Perico salió a ver si el coche estaba listo y el Chispa, esta vez, auxilió a Rubén a ponerse la pieza, única y doble, del chalequillo y la casaca. Pero ahora no quería ayuda; el Chispa se alejó prudentemente mientras el torero se abrochaba el chalequillo y se ajustaba el elástico.
Estaba descalzo. Ahora el Chispa se hincó a ponerle las zapatillas negras y los ojos del matador y su mozo de espadas se juntaron al ver pasar a las golondrinas esbeltas, desplegando su cola en horquilla, cegadas por el sol de esta tarde de verano tan lenta y alejada de su propia agonía.
—¿Qué hora es?
—Las cinco y veinte.
—Vámonos a la plaza.
Llegó vestido de color manzana y fijó la mirada en el balcón volado, de fierro, del frontón de la Real Maestranza, como esperando que alguien estuviera allí, esperándolo. El tiempo se le quebraba en instantes separados entre sí por el olvido. Trató de recordar los actos inmediatos, antes de ser vestido. ¿Cómo llegó hasta aquí?, ¿quién lo contrató?, ¿qué fecha era ésta? El día lo sabía, domingo, domingo siete, cantaban los niños afuera de la plaza de toros, sábado seis y domingo siete, pero el tiempo se empeñaba en ser fragmento, no continuidad y sólo recordaba que Perico de Ronda le dijo que de Cádiz habían llegado personas muy principales, así como de Sevilla, Jerez y Antequera, pero los gaditanos eran los que habían pasado por la casona a advertir: Dígale a la figura que allí estaremos para ver si esta vez logra la gran faena que nos debe.
Quizás había algo de amenaza en esas palabras, y esto fue lo que desconcertó y agrió un poco a Rubén Oliva. No, eran sólo buenos deseos, sin duda. Hizo un esfuerzo muy grande por concentrarse y ligar todo lo que le iba ocurriendo, actos y pensamientos, memorias y deseos, movimientos y quietudes del día, sucesión de instantes pero ligados entre sí como los pases que esperaba encadenar esta tarde, si la suerte le favorecía y lograba dominar la fractura del tiempo que se había apoderado, extrañamente, de su ánimo, como si varios momentos distintos, de épocas diversas, se hubiesen dado cita en esa casa del tiempo que era su alma. Casi siempre él era un hombre del presente y de la acción continuada. Su profesión le exigía desterrar la memoria, que en la corrida se vuelve añoranza de momentos más dulces y reposados, así como el presentimiento, que en los ruedos sólo puede serlo de muerte.
El instante, pero ligado a los demás instantes como una serie estupenda de pases, desterrando la nostalgia y el miedo, el pasado que perdemos y el porvenir que ganamos, al morir. Pensó en todo esto, hincado ante una virgen ampona, color de rosa, con el niño en las rodillas, en la capilla de la plaza. Los ángeles en vuelo eran la verdadera corona de esta reina, pero su función desconcertó a Rubén Oliva: éstos eran ángeles con fumigadores, y en sus rostros había una sonrisa burlona, casi una mueca, que los excluía de toda complicidad irónica, poniéndolos aparte de la figura ¿virginal?, ¿materna? Esas sonrisas permitían la duda acerca de lo que sahumaban. Permitían pensar que disipaban miasmas, sudores, malos humores de peregrinaciones largas, cansadas, arrepentidas.
Hubiera querido, más adelante, saber qué ocurrió entre la oración, pidiendo (no lo recordaba, pero tenía que ser así) la protección de la Virgen para salir bien del ruedo al que aún no penetraba, y su presencia, ahora mismo, en la puerta del ruedo, preparándose para el paseíllo, solo con su cuadrilla, entendiendo súbitamente que éste era un concurso de ganadería en el que él, Rubén Oliva, lidiaría a seis toros durante las próximas tres horas. Tendría la oportunidad —seis oportunidades— de probar que su célebre faena de la alternativa no había sido un accidente. Aquí podía demostrar que era capaz, con suerte, de ligar seis faenones de miedo.
—No tengo miedo esta vez —dijo con una voz que el mozo de espadas pudo escuchar cuando le echaba a Rubén el capote de paseo sobre el hombro izquierdo.
—Figura… Por favor —dijo el Chispa, turbado, sin mirar los ojos del diestro, ciñéndole el capote alrededor de la mano izquierda y dejando el brazo derecho libre para que la mano mantuviese la montera, que Rubén Oliva dejó caer, y que el mozo de espadas recogió alarmado, sin decir palabra, devolviéndola a la mano de Rubén cuando se escuchó la música y se inició el paseíllo.
Entonces salió a la arena y empezó a ocurrir algo que no era igual a lo que temía y esto era, simple y sencillamente, el miedo, el terror más banal de morir en medio del debate consigo mismo, antes de dar respuesta a la pregunta: ¿soy un buen artista, soy un torero de verdad, puedo hacer todavía una gran faena, o eso no es posible ya, da igual que me muera, voy a cumplir los cuarenta y es demasiado tarde? Esa pregunta había dependido siempre del respetable (era natural que así ocurriese, se dijo Rubén Oliva), porque enfrente y alrededor de él durante el paseíllo interminable, había un público que iba a darle o negarle el aplauso, la simpatía, los trofeos de la lidia. Y esta vez no: el público no estaba allí.
Miró nerviosamente, rompiendo un rito casi sagrado, hacia atrás, pero su cuadrilla no mostraba asombro alguno, como si ellos vieran la normalidad que a él le era prohibida en este instante: los dos pisos, las ciento treinta y seis columnas, los sesenta y ocho arcos y las cuatro secciones de la plaza de Ronda, llenos de gente para ver si esta vez sí, Rubén Oliva cumplía su promesa. Los picadores miraban al público, los banderilleros también, pero Rubén Oliva no.
Cruzó sudando el blasón de arena, y no por el peso acostumbrado del traje de luces, no por el miedo secundario de que el peso del traje lo plantase, inmóvil, en esta playa de sangre. Ni siquiera temió eso cuando el Chispa lo miró con ojos que él conocía bien, diciéndole olvidaste algo, Rubén, no hiciste bien las cosas, ¿qué, qué no hice bien, Chispa?
—Se te olvidó saludar a la presidencia, figura —murmuró el mozo de espadas al tomar el capote de paseo y entregarle el de brega.
Rubén Oliva se plantó con el pesado capote, almidonado y tieso, entre las piernas abiertas. Era como si los ocho kilos de la tela dura reposasen sobre el endeble pedestal de sus zapatillas de bailarín. Ballet de sol y sombra, imaginó el matador plantado allí en espera del primer toro al que decidió, instintivamente, esperar en el ruedo, no estudiándolo desde el callejón, sin importarle la pinta, las mañas, o la velocidad del toro, que debería templar con el engaño el torero.
Avanzó a parar, con el capote mostrado como un escudo al toro que venía arrancándose desde el toril al encuentro con Rubén Oliva que esa tarde no tuvo miedo porque no vio a nadie en los tendidos, vio primero el sol y la sombra y se corrigió al templar el toro, frenándolo con el engaño de la capa, dándole un pase largo, tan largo como las dos presencias únicas que Rubén Oliva reconocía en ese instante: no el toro, no el público, sino el sol y la luna, eso pensó durante el eterno pase inicial que le dio al animal zaino negro como la noche de la luna que ocupaba la mitad de los tendidos, embistiendo contra el sol que ocupaba la otra mitad y que era él, el ascua del ruedo, la marioneta luminosa, la manzana de oro. El matador.
Fue el pase más largo de su vida porque no lo dio él, sino que lo dio el sol que era él, imaginado por él como una agonía sin fin, Rubén Oliva prisionero del cielo, atravesado por las flechas del sol que era él, Rubén Oliva plantado con el capote de brega en la arena, sin cederle el lugar en el centro del cielo a los impacientes, alarmados, satisfechos, envidiosos, asombrados picadores que temían, acaso, que esta vez Rubén sí diera lo que estaba dando; lo que el público, invisible para el torero, le festejaba con un murmullo creciente: los olés que llegaban desde el cielo, plenos y redondos como monedas de oro y que menguaban en la sombra, como si la prometida victoria fuera un fruto de Tántalo y la luna, habitante de los tendidos de sombra, le dijese al torero, aún no, todo requiere gestación, reposo, principio de vida, descansa, ya paraste, ya templaste, ya diste una muestra de arte que nunca se olvidará: tu lentitud fue tal, Rubén (le dice la sombra, le dice la luna), que el toro ni siquiera te rozó el capote, diste algo mejor que el valor de tu adolescencia, cuando te pegabas a los toros oscuros y les dejabas el sexo embarrado en la piel, diste el valor de la distancia, del dominio, de la posibilidad de que el toro dejara de obedecerte y, pegándose a ti, te transformara de un artista en un valentón.
Oyó la voz de la Madreselva en su oreja: —Que se les pare el corazón cuando te vean torear.
—Sí, Mare —le contestó el torerillo—, el respetable se va a cansar de ver un torero sin peligro, dormido, lento e impune. Déjame ser valiente.
—Ten cuidado —le dijo la mujer del mechón rebelde y los pepinos en las sienes—, éste es un toro bravo, madurado con habas, hierbas y garbanzos. ¡No le toques el pitón!
Que es lo que hizo Rubén Oliva entre el griterío de espanto de los cinco mil espectadores que él no veía, torero de la noche, espadachín de la luna, de vuelta en sus primeras aventuras, cruzando desnudo el río para torear en la oscuridad a los animales prohibidos, íntimos por la cercanía que le imponía la oscuridad a las primeras lidias, sintiendo la proximidad caliente, el aliento humoso, la invisibilidad veloz del torero tan ciego como su domador.
Gritó el público que él no veía, gritaron los cuadrilleros pero Rubén Oliva, esa tarde de toros en Ronda, no soltó el animal, no lo cedió a pesar del aviso del segundo tiempo, violó las reglas, lo sabía, no iba a recibir nada, ni oreja, ni rabo, a pesar de la excelencia de su lucha, por desentenderse de la autoridad.
Se había saltado los actos de la ceremonia del sol y la luna, del Prometeo solar condenado por usar su libertad pero maldito también por no usarla, de la Diana menguante, creciente, caprichosa aunque regular en sus mareas, drenándole la plaza al torero. El público de la sombra que ahora, atardeciendo, era ya todo el tendido, lo había dejado solo en el charco de luz de la arena.
Dejarme solo, dejarme solo, era lo único que decía Rubén Oliva esta tarde, y a ver quién se atrevía a interrumpirlo, a desobedecerlo, cuando arrojó el capote de brega al callejón y se quedó inerme un momento («soy visto como un loco, la soledad de esta plaza me mira diciendo: se volvió loco») y el Chispa, con lágrimas en los ojos, corrió a entregarle la muleta desteñida y el acero brillante, como apresurándole, termina, figura, haz lo que tengas que hacer, pero mata ya a tu primer toro y a ver si puedes con los cinco que faltan, si es que la autoridad no te expulsa de la Maestranza de Ronda, esta tarde y para siempre, ¡chalado, Rubencillo! ¡Más loco que! Era un crimen lo que hacía, una transgresión a la autoridad. El toro estaba entero, peligroso y bravo; demostraba su casta, no buscaba querencias, no doblaba la cerviz, ni tenía por qué hacerlo: no había derramado una gota de sangre, levantaba la testa y miraba a Rubén Oliva, el loco del ruedo, citando otra vez, inmóvil, dispuesto a no cargar la suerte, a vencer a su maestra la Madreselva, a pararle el corazón al respetable y a obedecer a las miradas que le estaban ordenando que hiciera lo que hiciera.
Galopó el toro y Rubén Oliva plantado, decidido a no cargar la suerte, a dejar que el toro hiciera lo que quisiera, Rubén Oliva manteniendo la mirada alta y la cabeza desafiante, sin mirar siquiera al toro, miró en cambio, encontró por primera vez, y supo que lo habían estado mirando a él desde que entró torpemente, olvidando las reglas, sin saludar al presidente, el par de miradas que le eran de verdad dedicadas a él, sólo a él.
Las encontró y supo que si no había visto a nadie en los tendidos salvo al sol y a la luna, era porque el sol y la luna sólo lo habían mirado a él. El hombre cabezón, con el sombrero de chimenea y las patillas canas y alborotadas, la nariz respingada y la boca gruesa y sarcástica, lo miraba con los ojos elocuentes de quien todo lo ha visto y sabe que nada tiene remedio.
—Ya es hora.
La mujer cejijunta y de no malos bigotes, con el alto y encrespado peinado de otra época coronado por la caramba de seda rosa, despechugada para ofrecerle las tetas a un niño negro al que amamantaba, lo miraba también con una orden risueña aunque perentoria en los ojos.
—Hasta la muerte, Rubén.
—No te escaparás esta vez, Pedro.
—Allá va eso, Rubén.
—Bravísimo, Pedro.
—¡Qué sacrificio, Rubén!
—¿De qué mal morirás, Pedro?
—¿En la cama?
—¿En el ruedo?
—¿Viejo?
—¿Joven?
—Ni más ni menos.
—Rubén Oliva.
—Pedro Romero.
Quiso torear por la cara, rematando por abajo, con el juego de la muñeca. Pero el toro nunca bajaría la testuz. El toro lo miraba, igual que la mujer de la caramba y el hombre del sombrero de copa, pidiéndole: Uno de los dos va a morir. ¿Cómo crees tú que me vas a matar a mí, que soy inmortal?
Y si hubiera podido hablar, Rubén Oliva le hubiese contestado al toro: Ven hacia mí, embiste y descubre así tu muerte. Tienes razón. El torero es mortal, el toro no porque es la naturaleza.
Y si la Madreselva hubiese estado allí, habría gritado que no, ve tú hacia el toro, no tienes derecho a escoger, hijo, toma la muleta en la izquierda, así, y la espada en la derecha, así, anuncia al menos que has escogido la suerte de volapié, mantén la espada baja, a ver si este toro virgen baja un poquitín la cabeza y descubre su muerte en vez de la tuya, hijo: Haz lo que te digo, hijito (como una marea, como un drenaje, como una cloaca se coló la voz de la mujer fumadora y seca por las orejas de caracol de Rubén Oliva), entierra ya tu espada en la cruz de este toro virgen que es tu macho hembra más desafiante, coño, taimado, obedéceme, ¡si sólo te quiero salvar la vida!
—No, Madreselva, que el toro venga hacia mí y descubra así su muerte…
—Ay hijo, ay Rubén Oliva, alcanzó a decir la madrina del diestro cuando, en ese instante, y nunca más, lo corneó el toro virgen y Rubén Oliva empezó a morirse por primera vez esta tarde de verano en Ronda.
—Ay majos, ay Pedro y ay Rubén, quién les manda parecerse tanto —dijo desde su palco Elisia Rodríguez La Privada en el instante en que Rubén Oliva y Pedro Romero empezaron a morirse juntos esta tarde de verano en Ronda.
—Ay mi rival, ay Pedro Romero, cómo creíste que ibas a existir fuera de mi retrato, dijo don Francisco de Goya y Lo Sientes desde su palco al lado de La Privada, en el instante en que Pedro Romero empezó a morirse por primera vez en un redondel, el mismo donde mató a su primer toro.
Pero si Elisia Rodríguez sentía dolor por el placer que sólo le daban ellos, sus amantes, y luego se lo quitaban ellos también, sus toreros, Goya miraba el cuerpo muerto y le decía al torero que él lo había pintado para la eternidad, inmortal, verdaderamente idéntico a su vida sólo en el cuadro que él le pintó…
Más de cinco mil toros matados y ni una sola cornada, Pedro Romero, retirado a los cuarenta, muerto a los ochenta sin una sola herida en el cuerpo: ¿cómo se le ocurrió, rió don Francisco de Goya y Luciferientes, que podía escaparse del destino que él le dio en su pintura?, ¿cómo se le ocurrió que podía reaparecer en otro retrato que no fuese el de don Paco de Goya y Degüella, un retrato al natural, sin arte, sin margen para la imaginación, una reproducción indistinguible de lo que Romero era en vida, como si se bastase a sí mismo…?
—Sin mi pintura… Ay, Pedro Romero, perdona que esta vez te mate en el bello ruedo de Ronda, pero no puedo permitirte que vuelvas a vivir y andes compitiendo con mi retrato de ti, eso sí que no; no puedo permitir que Elisia te ande buscando por los chiringuitos y las plazas de toros, fuera del destino que yo les di al pintarlos a ti y a ella…
Eso sí que no: no puedo permitir que ella le dijera otra vez, ya ves, la bruja me lo mostró en ese retrato mágico y ahora aquí lo tienes, vivito y coleando, vivito y cogiendo, y tú sin cabeza, ¡vejete roñoso!, eso sí que no, repitió el viejo con la chistera alta y la boca torcida, rodeado de mujeres trémulas y morenas como la tarde y la muerte.
Entre la cornada y la muerte, el torero levantó la mirada hasta el cielo y como la plaza de Ronda es de poca altura, parece que está en medio del campo, o de la montaña, o del cielo mismo que contemplaba los ojos sangrantes de Rubén Oliva. La plaza de Ronda es parte de la naturaleza que la rodea y quién sabe si por ese motivo Rubén Oliva, este domingo, llenó con sus ojos los tendidos de flores y aves y árboles, todo lo que conoció y quiso desde niño, y durante toda su vida, llenándose la arquería de la plaza de jazmín y arrebolera, y apareciendo en las enjutas, endrinas, albahacas y verbenas, y escupiendo los rosetones de la cornisa miramelindo y toronjil, mientras en los tejados de dos aguas anidaron las cigüeñas y revoloteó el petirrojo. Se escuchó la voz burlona del milano, dirigiendo la atención hacia el cielo por donde describía amplias curvas. Rubén Oliva, entre la sangre de sus párpados, distinguió por última vez el sol y la luna, supo finalmente que la luz de la más reciente y nocturna estrella le llegaba con cuarenta años de retraso, y la mismísima luz del sol que veía por última vez había empezado hace ocho minutos apenas.
Rubén Oliva miró hacia el espacio y supo, finalmente, que toda su vida había estado mirando al tiempo.
Sintió en seguida que la naturaleza abandonaba para siempre a la tierra.
Primero cerró sus propios ojos para morirse de una vez. Luego le cerró los ojos al torero Pedro Romero, que acababa de morir, corneado, a los cuarenta años, a punto de retirarse en la plaza de toros de la Real Maestranza de Ronda, junto a él, dentro de él.
Ya no escuchó la voz que decía: Mi tierra, Ronda, la más bella porque le saca unas alas blancas a la muerte y nos obliga a verla como nuestra compañera inseparable en el espejo de un abismo.
Ya no escuchó el grito de terror de la actriz, ni el chillido del niño amamantando, ni la carcajada del viejo pintor con la chistera.
II
Rocío, la mujer de Rubén Oliva, abandonó por un instante los quehaceres de la cocina, miró de reojo el anuncio del toro negro del brandy Osborne en la pantalla casera, y atraída por la ronda infantil que en la calle cantaba la cantinela del domingo siete, se asomó por el balcón y dijo con alborozo incrédulo, Rubén, Rubén, ven aquí y mira, que el mar ha llegado hasta Madrid.
Ronda, 31 de julio de 1988