La desdichada


A los amigos de la mesa sabatina, Max Aub, Alí Chumacero, Joaquín Díez-Canedo, Jaime García Terrés, Bernardo Giner de los Ríos, Jorge González Durán, Hugo Latorre Cabal, José Luis Martínez, Abel Quezada y, sobre todo, José Alvarado, que me dio a entender esta historia.

TOÑO

… en aquellos años estudiábamos en la Escuela Nacional Preparatoria donde Orozco y Rivera habían pintado sus frescos y frecuentábamos un café de chinos en la esquina de San Ildefonso y República de Argentina, sopeábamos el pan dulce en el café con leche y discutíamos los libros que comprábamos en la librería de Porrúa Hermanos si teníamos dinero o en las librerías de viejo de República de Cuba si nos faltaba: queríamos ser escritores, querían que fuésemos abogados y políticos, éramos unos simples autodidactas librados a la imaginación de una ciudad que por alta que fuese daba la sensación secreta de estar enterrada aunque entonces tenía color de mármol y volcán quemado y sonaba a campanadas de plata y olía a piña y cilantro y el aire era tan…

BERNARDO

Hoy vi por primera vez a La Desdichada. Toño y yo hemos tomado juntos un piso estrecho, el equivalente local de un ático de la bohemia parisina, en la calle de Tacuba cerca de la escuela de San Ildefonso. La ventaja es que es una calle comercial. No nos gusta salir de compras, pero dos estudiantes solteros tienen que arreglárselas sin admitir que les hace falta una madre suplente. Alternábamos los deberes domésticos; éramos provincianos y no teníamos mujeres, madres, hermanas, novias o nodrizas que nos atendiesen.

Tacuba fue una calle pintoresca durante el virreinato. Hoy el comercialismo más atroz se ha adueñado de ella. Yo vengo de Guadalajara, una ciudad pura aún, y lo noto. Toño es de Monterrey y comparativamente todo le parece aquí románticamente bello y castizo, aunque no haya planta baja de esta calle que no esté apropiada por un mueblero, una funeraria, una sastrería, una tlapalería. Hay que levantar la mirada —le digo a Toño con la suya ensimismada bajo un par de cejas espesas como azotadores— para imaginar la nobleza de esta calle, sus proporciones serenas, sus fachadas de tezontle rojo, sus escudos de piedra blanca inscrita con los nombres de familias desaparecidas, sus nichos reservados al refugio de santos y palomas. Toño sonríe y me dice que soy un romántico; espero que el arte, la belleza y hasta el bien desciendan de la altura espiritual. Soy un cristiano secular que ha sustituido al Arte con A mayúscula por Dios con d minúscula. Toño dice que la poesía está en las vitrinas de las zapaterías. Yo lo miro con reproche. ¿Quién no ha leído a Neruda por estos años y repite su credo de la poética de las cosas inmediatas, las calles de la ciudad, los espectros de las vitrinas? Yo prefiero mirar hacia los balcones de fierro y sus batientes astillados.

Se cerró rápidamente la ventana que yo miraba distraído y al descender mis ojos se vieron a sí mismos en la vitrina de una tienda. Mis ojos como un cuerpo aparte del mío —mi lazarillo, mi perro cuerpo— se arrojaron al agua de vidrio y nadando allí encontraron lo que la vitrina ocultaba: mostraba. Era una mujer vestida de novia. Pero si otros maniquíes en esta calle por la que Toño y yo pasábamos día tras día, sin fijarnos en nada, acostumbrados a lo pluralmente feo y a lo singularmente hermoso de nuestra ciudad, eran olvidables por su afán de estar a la moda, esta mujer llamó mi atención porque su vestido era antiguo, abotonado a todo lo alto de la garganta.

Esto pasó hace mucho tiempo y ya nadie recuerda la moda de las mujeres de aquella época. Todas ellas serían viejas mañana. La Desdichada no: la suntuosidad de sus nupcias era eterna, el vuelo de su cola espléndidamente elegante. El velo que cubría sus facciones revelaba la perfección del rostro pálido, bañado por gasas. Las zapatillas de raso, sin tacón, daban ya los pasos de una muchacha altiva, pero al mismo tiempo recoleta. Gallardía y obediencia. De entre las faldas inmóviles salió, escurriéndose en zigzags temblorosos, una lagartija plateada e inconsistente. Buscó la zona del sol en el aparador y allí se detuvo, como un turista satisfecho.

TOÑO

Vine a ver a la muñeca vestida de novia porque Bernardo insistió. Dijo que era un espectáculo inusitado en medio de lo que él llama la vulgaridad apeñuscada de Tacuba. Él busca oasis en la ciudad. Yo renuncié a ellos hace tiempo. Si uno quiere remansos rurales en México, sobran en Michoacán o Veracruz. La ciudad debe ser lo que es:ia de Bernardo y así sucedió: ni la encontré, ni sufrí por este motivo decepción alguna.

Nuestro apartamento es muy reducido, apenas una sala de estar donde duerme Bernardo y un tapanco adonde subo yo de noche. En la sala hay un catre que de día sirve de diván. En el tapanco, una cama de baldaquín y postes de metal que me regaló mi madre. La cocina y el baño son la misma pieza, al fondo de la estancia y detrás de una cortina de cuentas, como en las películas de los mares del Sur. (Íbamos dos o tres veces al mes al cine Iris: vimos juntos Lluvia de Somerset Maugham con Joan Crawford y Mares de China con Jean Harlow; de allí ciertas imágenes que compartimos.) Cuando Bernardo me platicó de la muñeca en la vitrina de Tacuba tuve la peregrina idea de que él quería traer al apartamento a La Desdichada como la bautizó (y yo, dejándome sugestionar, también la empecé a llamar así, aun antes de verla, sin comprobar primero su existencia).

Quería decorar un poco nuestra pobre casa.

Bernardo leía y traducía en aquellos momentos a Nerval. La secuela de imágenes de El desdichado ocupaba el centro de su imaginación: viudo, un laúd constelado, una estrella muerta, una torre incendiada; el negro sol de la melancolía. Leyendo y traduciendo durante nuestros momentos de libertad estudiantil (noches largas, madrugadas insólitas) él me decía que del mismo modo que una constelación de estrellas llega a formar una figura de escorpión o acuario, así un ramillete de sílabas buscan formar una palabra y la palabra (dice) busca afanosa sus palabras afines (amigas o enemigas) hasta formar una imagen. La imagen atraviesa el mundo entero para darle un abrazo reconciliado a su imagen hermana, largo tiempo perdida u hostil. Así nace la metáfora, dice él.

Lo recuerdo a los diecinueve años, puro y frágil con su pequeño cuerpo de mexicano noble, delgado, criollo, hijo de siglos de menudez corpórea, pero con una cabeza fuerte y dura como un casco de león, la melena de pelo negro y ondulado y la mirada inolvidable: azul hasta insultar al cielo, débil como la cuna de un niño y poderosa como una patada española en el fondo del océano más silencioso. Una cabeza de león, digo, sobre un cuerpo de venado: una bestia mitológica, sí: el poeta adolescente, el artista que nace.

Lo veo como él mismo quizá no se puede ver y por eso entiendo la súplica de su mirada. El poema de Nerval es, literalmente, el aire de una estatua. No el que la rodea, sino la estatua misma hecha del puro aire de la voz que recita el poema. Cuando me pide que vaya a ver el maniquí, yo sé que en realidad me está pidiendo: Toño, regálame una estatua. No podemos comprar una de verdad. Puede que te guste el maniquí de la tienda de modas. No puedes dejar de fijarte en ella: está vestida de novia. No puedes evitarla. Tiene la mirada más triste del mundo. Como si algo terrible le hubiera ocurrido, hace mucho tiempo.

Primero no pude reconocerla entre todos los muñecos desnudos. Nadie en la vitrina tenía puesta prenda alguna. Me dije: puede que éste sea el día en que mudan de ropa. Igual que los cuerpos en la vida, un maniquí sin ropa deja de tener personalidad. Es un pedazo de carne, quiero decir, de madera. Mujeres de cabeza pintada con ondas marcel, hombres con bigotillos pintados y largas patillas. Los ojos fijos, las pestañas irisadas, las mejillas laqueadas como jícaras: caras como biombos. Debajo de los rostros de ojos abiertos para siempre se hallaban los cuerpos de palo, barnizados, uniformes, sin sexo, sin vello, sin ombligo. No eran diferentes, aunque no derramasen sangre, de los retazos de una carnicería. Sí, eran pedazos de carne.

Luego discerní más, escudriñando la vitrina indicada por mi amigo. Sólo una figura de mujer tenía una cabellera real, no pintada sobre madera, sino una peluca negra, un tanto apelmazada pero alta y antigua, con rizos. Decidí que ésa era ella. Y además, la mirada no podía ser más triste.

BERNARDO

Cuando Toño entró con La Desdichada en sus brazos, no pensé en darle las gracias. Esa mujer de palo se abrazaba al cuerpo de mi amigo como dicen que el Cristo de Velázquez cuelga de su cruz: con demasiada comodidad. Un brazo de Toño, que es un hombre del Norte, alto y fortachón, basta para mantener en vilo a la mujer. Las nalgas de La Desdichada reposaban sobre una mano de Toño, quien con la otra le abrazaba el talle. Las piernas colgaban con relajamiento y la cabeza de la muchacha de ojos abiertos descansaba en el hombro de mi amigo, despeinándose.

Él entró con su trofeo y yo quise mostrarme no enfadado sino displicente. ¿Quién le pidió que la trajera a casa? Yo sólo le pedí que fuera a verla en la vitrina.

—Ponla donde gustes.

Él la puso de pie, dándonos la espalda, dándonos a entender que ahora ella era nuestra estatua, nuestra Venus Calipigea de nalgas hermosas. Las estatuas son puestas de pie, como los árboles (¿como los caballos que duermen de pie?). Se veía indecente. Un maniquí desnudo.

—Hay que conseguirle un vestido.

TOÑO

El marchante de la calle de Tacuba ya había vendido el vestido de novia. Bernardo no me quiere creer. ¿Qué te imaginas, le digo, que la muñeca iba a estar esperándonos en ese aparador para siempre, vestida de novia? La función de un maniquí es mostrar la ropa al transeúnte para que éste compre la ropa, precisamente la ropa, no el maniquí. ¡Nadie compra un maniquí! Fue una casualidad que pasaras por allí y la vieras vestida de novia. Hace un mes quizás estaba luciendo un traje de baño y tú no te diste cuenta. Además, a nadie le interesa la mona. Lo que interesa es el traje y ése ya se vendió. La muñeca es de palo, nadie la quiere, mira, es lo que en las clases de derecho llaman una cosa fungible, lo mismo sirve para un descosido que para un remendado, lo mismo puedes usarla que no usarla… Además, mira, le falta un dedo, el anular de la mano izquierda. Si estuvo casada, ya no lo está.

Él la quiere ver otra vez de novia y, si no, al menos la quiere ver vestida. Le molesta (le atrae) la desnudez de La Desdichada. Él mismo la ha sentado a la cabeza de nuestra pobre mesa de estudiantes «de escasos recursos», como se dice eufemísticamente en la ciudad de México y en el año de 1936.

Yo la miro de reojo, le echo encima una bata china que un tío mío, viejo pederasta regiomontano, me regaló a los quince años, con estas palabras premonitorias:

—Hay ropa que igual nos va a unas y a otras. Todas somos coquetas.

Cubierta por una aurora de dragones paralíticos —oros, escarlatas y negros— La Desdichada entrecerró los ojos y bajó los párpados una fracción de centímetro. Yo miré a Bernardo. Él no la miraba a ella, vestida de nuevo.

BERNARDO

Lo que más he querido de este lugar abandonado y pobre donde vivimos es el patio. Toda vecindad capitalina tiene su lavadero, pero esta casa nuestra tiene una fuente. Se penetra desde el ruido de la calle de Tacuba, por un puesto de tabaco y refrescos, a un estrecho callejón húmedo y sombrío y luego el mundo estalla en sol y geranios y en el centro del patio está la fuente. El rumor queda muy lejos. Un silencio de agua se impone.

No sé por qué, pero todas las mujeres de nuestra casa se han puesto de acuerdo en lavar la ropa en otra parte, en otros lavaderos, en las fuentes públicas, quizás, o en los canales que van quedando, última prueba de la ciudad lacustre que fue México. Ahora las lagunas se están secando poco a poco, condenándonos a la muerte por polvo. Hay un ir y venir de canastones colmados de ropa sucia y ropa limpia, que las mujeres más fuertes aunque menos hábiles abrazan con esfuerzo, pero que las más atávicas llevan sobre las cabezas, erguidas.

Las anchas ruedas de paja tejida, el colorido añil, blanco, siena: es fácil tropezar contra una mujer erguida que ni siquiera mira alrededor, hacer que caiga la canasta, excusarse, sustraer una blusa, un camisón, lo que sea, perdón, perdón…

Amé tanto ese patio de nuestra casa de estudiantes, esa gracia mediadora entre el ruido de la calle y el abandono del apartamento. Lo amé tanto como amaría más tarde al palacio supremo: la Alhambra, que es un palacio de agua donde el agua, naturalmente, se ha disfrazado de azulejo. No había estado entonces en la Alhambra, pero nuestro pobre patio, en mi memoria conmovida, posee los mismos encantos. Sólo que en la Alhambra no hay una sola fuente que se haya secado de un día para otro, revelando un fondo de renacuajos azorados, grises, por primera vez atentos en mirar desde allá abajo a quienes se asoman a la profunda fuente y los miran allí, condenados, sin agua.

TOÑO

Me preguntó por qué le faltaba el dedo. Le dije que no sabía. Insistió, como si La Desdichada anduviera mocha por mi culpa, por un descuido mío al traerla a casa, caray, sólo le faltó acusarme de haberla mutilado a propósito.

—Ten más cuidado con ella, por favor.

BERNARDO

No van a durar demasiado sin agua esos sapos que se han apropiado de la hermosa fuente del patio. Una gran tormenta se avecina. Al subir por las escaleras de piedra a nuestro apartamento, se ven por encima de los techos planos y bajos las montañas que en el verano dan un paso hacia adelante. Esos gigantes del valle de México —volcanes, basalto y fuego— arrastran consigo en esta época una corte de agua. Es como si despertaran de la larga sequía del altiplano como de un sueño cristalino y sediento, exigiendo de beber. Los gigantes tienen sed y generan su propia lluvia. Las nubes que durante toda la mañana asoleada se han ido acumulando, blancas y esponjadas, se detienen repentinamente azoradas de su gravidez gris. El cielo del verano da a luz cada tarde su tormenta puntual, abundante, pasajera y entra en conflicto con toda la luz acumulada del día que muere y del amanecer siguiente.

Llueve la tarde entera. Desciendo del apartamento al patio. ¿Por qué no se llena de agua la fuente? ¿Por qué me miran con esa angustia los sapos secos, arrugados, protegidos por los aleros de piedra de la vieja fuente colonial?

TOÑO

Hoy son espacios espectrales: desiertos nacidos de nuestra prisa. Yo me niego al olvido. Bernardo me entenderá si le digo que esos solares abandonados de la ciudad fueron un día los palacios de nuestro placer. Olvidarlos es olvidar lo que fuimos y lo que tuvimos también: un poco de alegría, una vez, cuando éramos jóvenes y mereciéndola no la sabíamos conquistar.

Él se ríe de mí; dice que poseo la poesía de los bajos fondos. Bueno: que alguien recoja ese aroma, poético o no, del Waikikí en pleno Paseo de la Reforma, cerca del Caballito, el cabaret de nuestra juventud. Por dentro, el Waikikí era color de humo, aunque afuera parecía una palmera cancerosa, una playa enferma, gris, bajo la lluvia. Jamás un lugar de entretenimiento ha parecido más sombrío, más prohibitivo. Incluso sus anuncios luminosos eran repelentes, cuadrados, ¿recuerdan ustedes? Todo en ellos se establecía en perfecto orden de atracción: el o la cantante a la cabeza del cartel, la orquesta, luego la pareja de baile, en fin, el mago, el payaso, los perros. Era como una lista electoral, o un menú de embajada, casi una esquela fúnebre: aquí yacen un cantante, una orquesta, dos bailarines de salón, un mago…

Las mujeres eran iguales al lugar, como el color del humo adentro del cabaret. Por ellas íbamos allí. La sociedad cerrada nos negaba el amor. Creíamos que dejando en casa a las novias que no podíamos seducir físicamente sin arruinarlas para el matrimonio, podíamos venir a estudiar leyes a la capital y aquí encontrar, como en las novelas de Balzac o de Octave Feuillet, una amante madura, rica, casada, que nos introdujese, a cambio de nuestro vasallaje viril, a los círculos del poder y la fortuna. Hélas, como diría Rastignac, la Revolución Mexicana aún no se extendía a la libertad sexual. La ciudad era tan pequeña entonces que todo se sabía; los grupos de amistades eran exclusivos y si dentro de ellos sus miembros se amaban los unos a los otros, a nosotros no nos tocaban ni las migajas del banquete.

Pensábamos en nuestras novias de provincia, preservadas como albaricoque, mantenidas en estado de pureza detrás de las rejas y al alcance, apenas, de las serenatas, y nos preguntábamos si en la capital nuestro destino de provincianos sólo se potenciaba de un grado más sórdido: o nos encontrábamos noviecita santa, o nos íbamos a bailar con las fichadoras del Guay. Eran casi todas pequeñas, polveadas, con ojos muy negros y perfumes muy baratos, escaso busto, nalga plana, pierna flaca, cadera ancha. Trompuditas, pelo muy lacio, a veces achinado con tenazas, falda corta, media calada, signos de interrogación untados a las mejillas, uno que otro diente de oro, una que otra picadura de viruela, el tacón pegando contra el piso de baile, el ruido del tacón al salir a bailar y al regresar a las mesas, y entre ambos taconeos el rumor arrastrado de las puntas de los pies en la misa del danzón.

¿Qué les buscábamos, si eran tan feas estas hetairas baratas? ¿Sólo el sexo que tampoco era fantástico?

Buscábamos el baile. Eso es lo que ellas sabían hacer: no vestirse, ni hablar, ni hacer el amor siquiera. Estas changuitas del Guay sabían bailar el danzón. Ése era su chiste: bailar el danzón, que es la ceremonia de la lentitud. Dicen que el mejor danzón se baila sobre el espacio de un timbre postal. El segundo premio es para la pareja que lo baile sobre la dimensión de un ladrillo. Así de pegados los cuerpos, de insensibles los movimientos. Así de sabia la carne vestida, la carne palpitante pero casi inmóvil, entre el remedo del baile y el remedo del sueño.

¿Quién iba a decir que estas muchachas que parecían ganado traían por dentro el genio del danzón, respondiendo así a la flauta y el violín, al piano y el güiro?

Estos tamalitos sensuales surgidos de las barriadas venéreas de una ciudad que ni siquiera usaba el papel de baño o las toallas sanitarias, una ciudad de pañuelos sucios anterior al klínex y el kótex, piénsalo, Bernardo, esta ciudad donde la gente pobre aún se limpiaba con hojas de elote, ¿qué pobre y lacerante poesía sacaba de sus sentimientos fatalmente encarcelados? Porque a este mundo nuestro de la miseria rural trasladada de las haciendas deshechas a la ciudad por hacer, se mudaba también el miedo a hacer ruido, a molestar a los señores y a ser castigados por ellos.

El cabaret era la respuesta. La música del bolero les permitía a estas mujeres redimidas del campo y explotadas de nuevo por la ciudad, expresar sus sentimientos más íntimos, cursis pero ocultos; el danzón les permitía el movimiento inmóvil de sus cuerpos de esclavas: estas mujeres tenían la escandalosa elegancia del ciervo que se atreve a posar, es decir, a llamar la atención.

Bah, vamos al Waikikí, le dije a Bernardo, vamos a acostarnos con dos fichadoras, ¿qué nos queda?, imagínate si quieres que pasaste la noche con Marguerite Gautier o Delphine de Nucingen, pero vamos a robarles lo que nos hace falta para el ajuar de La Desdichada. No podemos tenerla vestida de bata todo el día. Es indecente. ¿Qué dirán nuestros amigos?

TOÑO Y BERNARDO

—¿Cómo prefieres morir?

BERNARDO

Mi madre fue viuda de la Revolución. La iconografía popular se ha encargado de divulgar la figura de la soldadera que acompañaba a los combatientes de las batallas. Se la ve en los techos de los trenes o alrededor de los vivaques. Pero las viudas que no se movieron de sus casas eran otra cosa. Como mi madre: mujeres severas y resignadas, vestidas de negro a partir de la fecha de la fatal noticia: Su marido señora cayó con honor en el campo de Torreón o La Bufa o Santa Rosa. Eso, quizás, es ser la viuda de un héroe. Pero ser la viuda de la víctima de un asesinato político, puede opinarse, es otra cosa. ¿En verdad? ¿No es todo soldado que cae la víctima de un crimen político? Más: ¿no es toda muerte un asesinato? Tardamos mucho en acostumbrarnos a la idea de que la persona muerta no fue una persona asesinada, antes de que a Dios se le achacara esa voluntad.

Mi padre murió con Carranza. Es decir, asesinado el Primer Jefe de Tlaxcalantongo, mi padre que era su amigo murió asesinado en una de tantas venganzas contra los partidarios del Presidente. Una guerra no declarada que tuvo lugar ya no en los campos del honor militar, sino en las trastiendas del terror político. Mi madre no se resignó. Tendió el uniforme de mi padre sobre su cama. La túnica con botonaduras de plata. El kepí con dos estrellas. Los pantalones de montar y el grueso cinturón con la funda vacía de la pistola. Las botas al pie de la cama. Éste era su perpetuo tedeum doméstico.

Allí pasaba las horas, iluminada por lámparas votivas de resplandor anaranjado, sacudiendo el polvo de la túnica, dándole lustre a las botas. Como si la gloria y el réquiem de una batalla desaparecida la acompañasen siempre a ella. Como si esta ceremonia de luto y amor fuese la promesa de que el esposo alguna vez (el padre) regresaría.

Pienso en todo esto porque entre Toño y yo hemos reunido el guardarropa de La Desdichada y lo tenemos en exhibición sobre la cama de baldaquín. Una blusa blanca de holanes (de las lavanderas del patio) y una falda corta de satín negro (de las fichadoras del Waikikí). Medias negras (cortesía de una chaparrita llamada Denada dice riendo Toño). Pero, por algún motivo, no obtuvimos zapatos. Y Toño alega que, en realidad, a La Desdichada no le hace falta ropa interior. Esto me hace dudar de sus historias donjuanescas. Quizá no llegó tan lejos como presume con la fichadora del Waikikí. Yo, en cambio, sólo alego que si le vamos a dar trato decente a La Desdichada no podemos privarla de sus pantaletas y su sostén, al menos.

—Pues a ver de dónde los robamos, mano. Yo ya puse de mi parte. Tú ni te esforzaste.

Ella está sentada a la mesa, envuelta en la bata china del tío marica. No mueve los ojos, claro, pero tiene la mirada fija, fija en Toño.

Para disipar esa atención molesta, me apresuro a tomarla de un brazo, levantarla y decirle a Toño que debemos peinarla, vestirla, hacerla sentirse cómoda, ¡pobre Desdichada!, se ve siempre tan lejana y solitaria, intento reír, un poco de atención no le vendría mal, ni un poco de aire tampoco.

Abro la ventana que da sobre el patio, dejando a la muñeca en brazos de Toño. Las ranas croan sin cesar. La tormenta se acumula encima de las montañas. Los ruidos minuciosos de mi ciudad, agudizados por el silencio previo al aguacero, me avasallan. Los afiladores de cuchillos hoy me suenan siniestros, los ropavejeros peor tantito.

Volteo y por un instante no encuentro a La Desdichada: no la veo donde la dejé, donde debería estar, donde yo dispuse que se sentara frente a la mesa. Grito sin querer: «¿Adónde te la llevaste?» Toño aparece solo apartando las cuentas de la cortina del baño. Tiene un arañazo en la cara.

—Nada. Me corté. Ella sale ahora mismo.

BERNARDO Y TOÑO

¿Por qué no nos atrevemos?

¿Por qué no nos atrevemos a inventarle una vida? Lo menos que puede hacer un escritor es regalarle a un personaje su destino. No nos cuesta nada hacerlo; nadie nos pedirá cuentas: ¿somos incapaces de darle un destino a La Desdichada? ¿Por qué? ¿Tan desposeída la sentimos? ¿No es posible imaginarle patria, familia, pasado? ¿Qué nos lo impide?

Podemos hacerla ama de hogar. Nos tendría bien arreglado el pisito. Haría los mandados. Tendríamos más tiempo para leer y escribir, ver a los amigos. O podemos lanzarla a la prostitución. Ayudaría a llevar los gastos de la casa. Tendríamos más tiempo para leer y escribir. Ver a los amigos y sentirnos muy padrotes. Reímos. ¿Alguien se interesará por ella como puta? Es un desafío a la imaginación, Bernardo. Como las sirenas: ¿por dónde?

Nos reímos.

¿Ser madre?

¿Qué dices?

Que podría ser madre. Ni criada ni puta. Madre, darle un hijo, consagrarla al cuidado de su hijo.

¿Por dónde?

Reímos todavía más.

TOÑO

Hoy tuvo lugar la cena de La Desdichada. La muñeca se quedó vestida con la bata chinesca de mi tío el maricón. Nada le iba mejor, decidimos Bernardo y yo, sobre todo porque ella misma mandó las invitaciones y, como una gran cocotte o una excéntrica inglesa en su castillo, podía recibir en bata: ¡por la borda las convenciones!

La Desdichada recibe. De ocho a once. Exige puntualidad. Ella nunca llega tarde, les advertimos a nuestros amigos: puntualidad británica, ¿eh? Y nos sentamos a esperarles, cada uno a un lado de la muñeca, yo a su izquierda, Bernardo a su derecha.

Se me ocurrió que una fiesta disiparía la pequeña nube que ayer noté en nuestras relaciones, cuando me corté al rasurarme mientras ella me miraba, sentada en el excusado, con las piernas cruzadas. Sentada allí, como quien no quiere la cosa, la rodilla protegiendo la rodilla. ¡Bien coqueta! El excusado era sólo el lugar más cómodo para sentarla a ver cómo me rasuraba. Me puso nervioso, es todo.

No le expliqué esto a Bernardo. Lo conozco demasiado y quizás no debí llevar la muñeca al baño conmigo. Lo lamento, de veras, y quisiera pedirle perdón sin darle explicaciones. No puedo; no entendería, le gusta verbalizarlo todo, empezando por las emociones. El hecho es que cuando él dio la espalda a la ventana y nos buscó, sin encontrarnos, yo me asomé a la sala y lo vi mirando a la nada. Pensé por un instante que sólo vemos lo que deseamos. Tuve un sentimiento de terror pasajero.

Quise disipar el malentendido con un poco de broma y él estuvo de acuerdo. También esto tenemos en común: el gusto por cierto humor que, sin saberlo entonces, estaba de moda en Europa y se identificaba con los juegos dadaístas. Pero el surrealismo mexicano, claro está, no necesitó nunca de la patente europea; somos surrealistas por vocación, de nacimiento, como lo comprueban todas las bromas a que aquí hemos sometido al cristianismo, trastocando los sacrificios de carne y hostia, disfrazando a las rameras de diosas, moviéndonos a nuestras anchas entre el establo y el burdel, el origen y el calendario, el mito y la historia, el pasado y el futuro, el círculo y la línea, la máscara y el rostro, la corona de espinas y la corona de plumas, la madre y la virgen, la muerte y la risa: llevamos cinco siglos, nos decimos con severo humor Bernardo y yo, jugando charadas con el más exquisito cadáver de todos, Nuestro Señor Jesucristo, en nuestras jaulas de cristal sangriento, ¿cómo no jugar con el pobre cadáver de palo de La Desdichada? ¿Nos atrevemos? ¡Zas! ¿Por qué no?

Ella misma invitó. Recibe La Desdichada, y recibe en bata, como una gran cortesana francesa, como una geisha, como una gran dama inglesa en su castillo, valida del permiso de excentricidad para convertirlo en patente de libertad.

BERNARDO

¿Quién mandó esas flores quemadas una hora antes de la cena?

¿Quién pudo ser?

TOÑO

No vino mucha gente a la cena. Bueno, no cabe mucha gente en el apartamento, pero Bernardo y yo quizá pensamos que una fiesta multitudinaria, como se acostumbran en México (hay mucha soledad que salvar: más que en otras partes) le daría un tono orgiástico a la reunión. Secretamente, yo quería ver a La Desdichada perdida en medio de un gentío insatisfecho, acaso soez; abrigaba la fantasía de que sostenida por un motín de cuerpos indiferentes, el de ella dejaría de serlo: zarandeada, manoseada, pasada de mano en mano, bestia de coctel, seguiría siendo una muñeca pero nadie se enteraría: sería igual a todos.

Todos la saludarían, le preguntarían nombre, quehacer, quizá fortuna, y se retirarían, apresurados, a curiosear a la siguiente persona, convencidos de que ella había respondido a sus inquisiciones, ¡qué espiritual, qué ingeniosa!

—Me llamo La Desdichada. Soy maniquí profesional. Pero no me pagan por mi trabajo.

El caso es que solamente tres hombres respondieron a nuestra invitación. Se necesitaba ser curioso para aceptar un convite como el nuestro un lunes en la noche, al principiar la semana de clases. No nos sorprendió que dos de los huéspedes fuesen muchachos de familias aristocráticas venidas a menos en estos años de tumulto y confusión. Nada ha durado más de medio siglo en México, salvo la pobreza y los curas. La familia de Bernardo, que tuvo gran poder político en la época del liberalismo, no tiene hoy un gramo de fuerza, y las familias de Ventura del Castillo y de Arturo Ogarrio lo obtuvieron durante la dictadura y ahora lo perdieron también. La violenta historia de México es una gran niveladora. Quien se encuentra en la cima un día amanece al siguiente, no en la sima, sino en el llano: el medio llano de la clase media hecha en gran medida de los desechos empobrecidos de aristocracias pasajeras. A Ventura del Castillo, autoproclamado «nuevo pobre», le interesaba salvarse de la clase media más que de la pobreza. Su manera de hacerlo consistía en ser excéntrico. Era el cómico de la escuela y su aspecto le ayudaba. A los veinte años, era gordo y relamido, con un bigotillo de mosca, cachetes rojos y mirada de carnero amoroso detrás de un perpetuo monóculo. La comicidad le permitía superar toda situación humillante derivada de su descenso social; su exageración personal, en vez de provocar la burla en la escuela, merecía un asombrado respeto; rechazaba el melodrama de las familias caídas; con menos razón aceptaba la idea, todavía en boga, de la «mujer caída» y al entrar al apartamento esto es, sin duda, lo que creyó que le ofrecíamos Bernardo y yo: una Naná en barata, sacada de esos cabarets prostibularios que todos, aristócratas o no, frecuentábamos entonces. Ventura tenía listo su comentario y la presencia de La Desdichada le autorizó a decirlo:

—El melodrama es simplemente la comedia sin humor.

El aspecto un tanto orozquiano (expresionista, se decía entonces) de La Desdichada envuelta en su bata china y con su maquillaje inmóvil no conmovió a nuestro amigo, aunque sí extremó su sentido innato de lo grotesco. A dondequiera que iba, Ventura se convertía en el centro de atracción festivo comiéndose su monóculo a la hora de la cena. Todos sospechábamos que su anteojo era de gelatina; él acompañaba la deglución con sonoridad tan catastrófica que todos acababan por reír, repelidos y amenazados, hasta que el muchacho terminaba la broma enjuagándose la boca con cerveza y comiéndose, a guisa de postre, la sempiterna flor del ojal: una margarita nada más.

El encuentro de Ventura del Castillo con La Desdichada resultó por todo ello una especie de jaque inesperado: le presentábamos a alguien que superaba astronómicamente su propia excentricidad. La miró y sus ojos nos preguntaron: ¿Es una muñeca, o es una espléndida actriz? ¿La Duse de la inmovilidad facial? Bernardo y yo nos miramos. No sabíamos si Ventura iba a ver en nosotros, y no en La Desdichada, a los excéntricos del caso, disputándole a nuestro amigo gordo su ascendencia.

—¡Vaya que sois cachondos! —rió el muchacho, quien afectaba fórmulas verbales madrileñas.

—¡Debe ser una paralítica nada más!

Arturo Ogarrio, en cambio, no veía nada festivo en su propia decadencia. Le dolió la obligación de estudiar con la plebe en la Prepa de San Ildefonso; nunca se resignó a perder la oportunidad de inscribirse, como las dos generaciones precedentes, en la escuela militar de Sandhurst en Inglaterra. Su amargura era lúcida. Miraba con una suerte de claridad envenenada todo lo que ocurría en este mundo de «la realidad».

—Lo que dejamos atrás era una fantasía —me dijo una vez, como si yo fuese el responsable de la Revolución Rexicana y él —nobleza obliga— me tuviese que dar las gracias por abrirle los ojos.

Severamente vestido, todo de gris oscuro, con chaleco, cuello duro y corbata negra, portando el duelo de un tiempo perdido, Arturo Ogarrio vio con claridad lo que ocurrió: ésta era una broma, una muñeca de palo presidía una cena de preparatorianos y un par de amigos con aficiones literarias desafiaba la imaginación de Arturo Ogarrio, nuevo ciudadano de la república de la realidad.

—¿Vas a entrar a nuestro juego? ¿Sí o no? —Sólo esto le pedíamos a nuestro displicente amigo.

Su rostro extremadamente pálido, delgado, sin labios, poseía los ojos brillantes del esteta frustrado porque identifica arte y ocio y, careciendo de éste, no concibe aquél. Rehúsa ser un diletante; quizá nosotros le ofrecíamos sólo eso: un descuido, la excepción estética, sin importancia, a la realidad cotidiana. Estuvo a punto de despreciarnos. Lo detuvo algo que yo quise interpretar como su rechazo de las concesiones, paralelo a su desprecio por el diletantismo. No iba a tomar partido: realidad o fantasía. Las iría juzgando a partir de sus propios méritos y en función de las iniciativas de los demás. Se cruzó de brazos y nos miró con una sonrisa severa.

El tercer invitado, Teófilo Sánchez, era el bohemio profesional de la escuela: poeta y pintor, cantante de melodías tradicionales. Seguramente había visto grabados antiguos o películas recientes, o simplemente le habían dicho que el pintor usa chambergo y capa, y el poeta melena larga y corbatón florido. Excéntricamente, Teófilo prefería usar camisas de ferrocarrilero sin corbata, sacos rabones y cabeza descubierta (en esa época de sombrero riguroso): se mostraba ofensivamente desnudo, el pelo casi al rape, con un corte que entonces se asociaba con las escuelas alemanas o con la clase más baja de reclutas del ejército. Sus facciones descuidadas, semejantes a una masa de centeno antes de entrar al horno, las pasas animadas de su mirada, la abundancia irreflexiva de su lenguaje poético, parecían un comentario a la frase de Ventura que yo celebré hace un momento con una sonrisa agria: el melodrama es la comedia sin humor.

¿Me tocaba esa frase a mí, que escribo ya pequeñas crónicas del fait-divers capitalino y su poesía menor, sin duda cursi, del salón de baile popular, la fichadora y el padrote, las parejas de barrio, la traición y los celos, los parques desolados y las noches insomnes? No te olvides de incluir las estatuas clásicas de los jardines y los ídolos olvidados de las pirámides, me corregía y aumentaba, con un humor muy serio, Bernardo. Ventura se reía de Teófilo porque Teófilo quería provocar risa. Arturo miraba a Teófilo como lo que Teófilo era y sería: una curiosidad de joven, una lástima de viejo.

¿Qué iba a hacer el bardo de la bohemia, una vez que tomamos un par de cubas cada uno, sino lanzarse a improvisar algunos versos atroces sobre nuestra castellana, sentada allí sin chistar? Vimos el rictus de desdén de Arturo y Ventura aprovechó un suspiro de Teófilo para reír amablemente y decir que esta donna immobile sería el mejor Tancredo de una corrida de toros. Lástima que la mujer, inventora del arte del toreo en Creta (y que ha continuado haciendo las delicias del circo como ecuyère) no pueda ya figurar como protagonista en el redondel moderno. El Tancredo —inició su imitación el gordo y rubicundo Ventura, lamiéndose los labios de capullo primero y luego untándose de saliva un dedo y pasándolo histriónicamente por las cejas— es colocado en el centro del ruedo —así— y no se mueve para nada —así— porque en ello le va la vida. Su movimiento futuro depende de su inmovilidad presente —se detuvo paralítico frente a la muñeca rígida— en el momento en que el toril se abre —así— y el toro, así, así, es soltado y busca el movimiento, el toro se mueve imantado por el movimiento ajeno y ahora el Tancredo está allí, sin moverse, y el toro no sabe qué cosa hacer, espera el pretexto del movimiento para imitarlo y atacarlo: Ventura del Castillo inmóvil frente a La Desdichada, sentada entre Bernardo y yo, Arturo de pie mirando con un correcto cinismo la ocurrencia, Teófilo confuso, con el verbo a punto de estallar y el estro a punto de perecer: las manos adelantadas, el gesto y la palabra interrumpidos por el acto inmóvil de Ventura, el Tancredo perfecto, rígido en el centro del redondel, desafiando al toro bravo de la imaginación.

Nuestro amigo se había convertido en la imagen del espejo de la muñeca de palo. Bernardo estaba sentado a la derecha de La Desdichada y yo a la izquierda de la muñeca. Silencio, inmovilidad.

Entonces se escuchó el suspiro y todos volteamos a verla. Su cabeza cayó de lado sobre mi hombro. Bernardo se levantó temblando, la miró acurrucada así, reposando sobre mi hombro —así— y la tomó de los hombros —así, así— la agitó, yo no supe qué hacer, Teófilo dijo alguna babosada y Ventura fue fiel a su juego. El toro embistió y él, ¿cómo iba a moverse?, ¡si no era suicida, caramba!

Yo defendí a La Desdichada, le dije a Bernardo que se calmara.

—¡Le estás haciendo daño, cabrón!

Arturo Ogarrio dejó caer los brazos y dijo vámonos ya, creo que estamos invadiendo la vida privada de esta gente.

—Buenas noches, señora —le dijo a La Desdichada sostenida de un brazo por Bernardo, del otro por mí—. Gracias por su exquisita hospitalidad. Espero corresponderla un día de estos.

TOÑO Y BERNARDO

¿Cómo prefieres morir? ¿Te imaginas crucificado? Dime si te gustaría morir como Él. ¿Te atreverías? ¿Pedirías una muerte como la Suya?

BERNARDO

Miro durante horas a La Desdichada, aprovechando el sueño pesado de Toño después de la cena.

Ella ha vuelto a su lugar a la cabecera de la mesa, con su bata china; yo la estudio en silencio.

Su escultor le dio un rostro de facciones clásicas, nariz recta y ojos separados, menos redondos que los de los maniquíes comunes y corrientes, que parecen caricaturas, sobre todo por la insistencia en pintarles pestañas en abanico. Los ojos negros de La Desdichada, en cambio, poseen languidez: los párpados alargados, como de saurio, le dan esa cualidad. En cambio la boca de la muñeca, tiesa, chiquitita y pintada en forma de alamar, podría ser la de cualquier mona de aparador. La barbilla vuelve a ser diferente, un poquitín prognata, como la de las princesas españolas. También tiene un cuello largo, ideal para esos vestidos antiguos abotonados hasta la oreja, como escribió el poeta López Velarde. La Desdichada tiene, en verdad, un cuello para todas las edades: primero, mostraría su desnudez juvenil, luego se pondrá bufandas de seda, y finalmente sofocantes de perlas.

Digo «su escultor», a sabiendas de que ese rostro no es ni artístico ni humano porque es un molde, repetido mil veces y distribuido por todos los comercios del mundo. Dicen que los maniquíes de vitrina son iguales en México y en Japón, en el África negra y en el mundo árabe. El modelo es occidental y todos lo aceptan. Nadie ha visto, en 1936, un maniquí chino o negro. Siempre dentro del modelo clásico, hay diferencias: unas muñecas ríen y otras no. La Desdichada no tiene sonrisa; su cara de palo es un enigma. Pero lo es sólo porque yo he dispuesto que así sea, lo admito. Yo quiero ver lo que veo y lo quiero ver porque leo y traduzco un poema de Gérard de Nerval en el que la desdicha y la felicidad son como estatuas fugitivas, palabras cuya perfección significa fijarse en la inmovilidad de la estatua, sabiendo, sin embargo, que semejante parálisis es ya su imperfección: su mal-estar. La Desdichada no es perfecta: le falta un dedo y no sé si se lo mocharon adrede o si fue un accidente. Los maniquíes no se mueven, pero son movidos con descuido.

BERNARDO Y TOÑO

Me lanzó un desafío: ¿a que no te atreves a sacarla a la calle, del brazo? ¿La llevarías a cenar al Sanborns?, ¡a ver! ¿Expondrías tu prestigio social a que te vieran en un teatro, una iglesia, una recepción, con La Desdichada a tu lado, muda, con la mirada fija, sin sonreír siquiera, qué dirían de ti? ¿Te expondrías al ridículo por ella? Deja que te lo cuente, mi cuate: no harías nada por el estilo. Tú sólo la quieres tener aquí en la casa, para ti sólo si lo logras (¿crees que no sé leer tus miradas, tus gestos de impotencia violenta?) o, de perdida, los tres juntos. En cambio yo sí la saco. La voy a sacar a pasear. Tú verás. Apenas se reponga de tus malos tratos, yo la voy a llevar a todos lados, ella es tan viva, digo, parece viva, ya ves, nuestros amigos hasta se confundieron, la saludaron, se despidieron: ¿es sólo un juego?, pues que viva el juego, porque si lo sigue bastante gente, deja de serlo, y entonces, entonces, quién quita y todos la vean como una mujer viva, y entonces, entonces, ¿qué tal si el milagro ocurre y de veras empieza a vivir? Déjame darle esa oportunidad a esta… a nuestra mujer, está bien, nuestra mujer. Yo le voy a dar la oportunidad. Piensa que entonces puede ser sólo mía. ¿Qué tal si llega a tener vida y dice: Te prefiero a ti, porque tú tuviste fe en mí, y el otro no, tú me sacaste y él se avergonzó, tú me llevaste a una fiesta y él le tuvo miedo al ridículo?

TOÑO

Me dijo al oído, con un acento de polvo: ¿Cómo prefieres morir? ¿Te imaginas coronado de espinas? No te tapes los oídos. ¿Quieres poseerme y no eres capaz de pensar en una muerte que me haga adorarte? ¡Pues yo te diré lo que haré contigo, Toño, re-Toño!

BERNARDO

La Desdichada pasó muy mala noche. Se quejó espantosamente. Había que estar muy atento para darse cuenta.

TOÑO

Me veo la cara al espejo, al despertar. Estoy arañado. Corro a mirarla a ella. Pasamos la noche juntos, la exploré con minucia, como a una amante verdadera. No dejé un centímetro de su cuerpo sin observar, sin besar. Sólo al verme herido regreso a mirarla a ella y descubro lo que anoche vi y olvidé. La Desdichada tiene dos surcos invisibles en las mejillas barnizadas. Nada corre por esas heridas repuestas, arregladas sin demasiado arte por el fabricante de muñecas. Pero algo corrió una vez debajo de la pintura.

BERNARDO

Le recordé que yo no le pedí que la comprara o la trajera aquí, sólo le pedí que la mirara, eso fue todo, no fue idea mía traerla aquí, fue de él, pero eso no te da derechos de posesión, yo la vi primero, no sé qué digo, no importa, ella puede preferirme a mí, cuidadito, por qué no había de preferirme a mí, soy más guapo que tú, soy mejor escritor que tú, soy… ¡No me amenaces, cabrón! ¡No me levantes la mano! Yo sé defenderme, no lo olvides, lo sabes muy bien, ¡cabrón! No estoy manco, no soy de palo, no soy…

—Eres un niño, Bernardo. Pero tu puerilidad es parte de tu encanto poético. Cuídate de la senilidad. Pueril y senil al mismo tiempo, eso sí que no. Trata de envejecer bien. A ver si puedes.

—¿Y tú, pendejo?

—Me voy a morir antes que tú. No te preocupes. No te daré el gusto de que veas mi decadencia.

BERNARDO Y TOÑO

Cuando la cargué me dijo secretamente: Vísteme. Piensa en mí, desnuda. Piensa en toda la ropa que he ido dejando abandonada en cada casa donde viví. El mantón aquí, la falda allá, peinetas y alfileres, broches y crinolinas, gorgueras y guantes, zapatillas de raso, trajes de noche de tafeta y lamé, trajes de día de lino y de seda, botas de montar, sombreros de paja y de fieltro, estolas de gato y cinturones de lagarto, lágrimas de perlas y esmeraldas, diamantes engarzados en oro blanco, perfumes de sándalo y lavanda, lápiz de cejas, lápiz de labios, traje de bautizo, traje de novia, traje de entierro: serás capaz de vestirme, mi amor, podrás cubrir mi cuerpo desnudo, astillado, roto: nueve anillos de piedra luna quiero, Bernardo (me dijo con su voz más secreta); ¿me los traerás?, ¿no me dejarás morir de frío?, ¿serás capaz de robarte estas cosas?, rió de repente, porque no tienes un clavo, ¿verdad?, eres un pobre poeta, no tienes dónde caerte cadáver, rió mucho y yo la dejé caer, Toño corrió furioso hacia nosotros, no tienes remedio, me dijo, eres un torpe, aunque no sea más que una muñeca, ¿para qué me mandaste que te la trajera si le ibas a dar ese maltrato?, palabra que no tienes remedio, caprichoso, encabronado siempre, ¡ni quién te entienda!

—Quiere vestirse con lujo.

—Pues encuéntrale un millonario que la mantenga y la lleve a pasearse en yate.

TOÑO

Durante varios días no nos hablamos. Hemos permitido que la tensión de la otra noche se cuaje, amarga, porque no queremos admitir la palabra: celos. Soy un cobarde. Hay algo más importante que nuestras pasiones ridículas. Debía tener la entereza de decirle: Bernardo, es una mujer muy delicada y no se le puede dar ese trato brusco. He debido cederle mi cama y el temblor de sus manos es atroz. No puede vivir y dormir de pie, como un caballo. Rápido. Le he preparado caldo de pollo y arroz blanco. Me lo agradece con su mirada antigua. Deberías sentirte avergonzado de tu reacción el día de la fiesta. Tus berrinchitos me parecen ridículos. Ahora nos dejas solos todo el tiempo y a veces no regresas a dormir. Entonces ella y yo escuchamos la música de mariachi que llega de lejos, penetrando por la ventana abierta. No sabemos de dónde vienen esos sones. Pero quizá la actividad más misteriosa de la Ciudad de México es tocar la guitarra a solas la noche entera. La Desdichada duerme, duerme a mi lado.

BERNARDO

Mi madre me dijo que excepcionalmente, si necesitaba calor de hogar, podía visitar a su prima española Fernandita que tenía una bonita casa en la Colonia del Valle. Debía de ser discreto, me dijo mi mamá. La prima Fernandita es pequeñita y dulce, pero su marido es un cascarrabias que se cobra en casa las doce horas diarias que pasa frente a su expendio de vinos importados, aceite de oliva y quesos manchegos. La casa huele a eso mismo, pero más limpio: al entrar en ella, hay una sensación de que alguien acaba de pasar agua, jabón y escoba por cada rincón de esa villa mediterránea de estucos color pastel instalada en medio de un jardín de pinares transparentes en el Valle de Anáhuac. Hay un juego de cróquet en la pelusa y mi prima segunda Sonsoles es sorprendida allí a cualquier hora de la tarde, inclinada con el mazo en la mano y mirando de reojo, entre el brazo y la axila que forman una como ojiva para su mirada cabizbaja, al incauto visitante masculino que aparece en medio de la luz contrastada del atardecer. Estoy convencido de que la prima Sonsoles va a acabar con ciática: debe de permanecer en esa pose inclinada horas enteras. Le permite dar las asentaderas a la entrada del jardín y moverlas insinuantemente: brillan mucho y destacan sus formas, enfundadas en un vestido de satén color de rosa muy entallado. Es la moda de los treinta; también la prima Sonsoles vio a Jean Harlow en Mares de China.

Necesito un espacio entre Toño y yo y nuestra huésped de palo. De palo, me repito caminando por la nueva avenida Nuevo León hasta casi el potrero que separa a la colonia Hipódromo de Insurgentes, marchando sobre ese llano de brezos amenazantes hasta encontrar la avenida frondosa y cruzar, desde allí, a la colonia Del Valle: La Desdichada es de palo. No voy a compensar este hecho con una puta del Waikikí, como quisiera o haría, cínicamente, Toño. Pero si ando creyendo que Sonsoles me va a compensar de algo, sé que estoy equivocado. La aburrida muchacha deja de jugar cróquet y me invita a pasar a la sala. Me pregunta si quiero tomar té y yo le digo que sí, divertido por la tarde británica que la prima se ha inventado. Corre salerosa y al rato sale con una bandeja, tetera y tacitas. Qué rapidez. Apenas me dio tiempo de deprimirme con la cursilería a lo Romero de Torres de esta sala pseudogitana, llena de mantones de Manila sobre pianos negros, vitrinas con abanicos desplegados, estatuas de madera de Don Quixote y muebles esculpidos con escenas de la caída de Granada. Es difícil sentarse a tomar el té reclinando la cabeza contra un relieve del lloroso Boabdil y su severa madre, mientras la prima Sonsoles se sienta bajo un capitel representando a Isabel la Católica en el campamento de Santa Fe.

—¿Un poco de té, caballero? —me dice la muy sonsa.

Digo que sí con mi sonrisa más —pues— caballerosa. Me sirve el té. No despide humo. Lo pruebo y lo escupo, sin querer. Es un Sidral, un refresco de manzana tibio, inesperado, repugnante. Ella me mira con sus ojos castaños muy redondos, sin decidirse por la risa o la ofensa. No sé qué cosa contestarle. La miro allí con la tetera en la mano, enfundada en su traje de vampiresa de Hollywood, inclinada ahora para mostrar las tetas mientras sirve el té: pecosas, engañosas, polveadísimas tetas de la prima Sonsoles que me mira con su cara interrogante, preguntándome si no voy a jugar con ella. Pero yo sólo miro esa cara sin color, sin seducción, larga y estrecha, esencialmente des-pintada, monjil, protegida del sol y el aire durante quinientos años —¡desde la toma de Granada!— y ahora aparecida, como un fantasma pálido y conventual, en el siglo del traje de baño, el tennis y la crema solar.

—¿Un poco de té, caballero?

Debe tener una casa de muñecas en su recámara. Luego llega la tía Fernandita, qué sorpresa, quédate a cenar, quédate a pasar la noche, Bernardito. Feliciano tuvo que irse a Veracruz a documentar una importación, no regresa hasta el jueves, quédate con nosotras, muchacho, vamos, no faltaba más, es lo que le gustaría a tu madre.

TOÑO

Bernardo no regresa a casa. Pienso en él; no imaginé que su ausencia me preocupase tanto. Me hace falta. Me pregunto por qué, ¿qué cosa nos une? La miro a ella dormida siempre con los ojos abiertos pero lánguidos. No hay otra muñeca igual; ¿quién le habrá dado esa mirada tan particular?

Nuestra vocación literaria, desde niños, sólo mereció desprecio. O desaprobación. O lástima. No sé qué va a escribir él. Ni qué voy a escribir yo. Pero nuestra amistad depende de que los demás digan: están locos; quieren ser escritores. ¿Cómo es posible? En este país abierto ahora a todas las ambiciones, dinero fácil, poder fácil, caminos de ascenso abiertos para todos. Nos une que Lázaro Cárdenas sea presidente y le devuelva un momento de seriedad moral a la política. Sentimos que Cárdenas no le da el valor supremo ni al poder ni al dinero, sino a la justicia y al trabajo. Quiere hacer cosas y cuando veo su rostro indígena en el periódico, siento en él una sola angustia: ¡qué poco tiempo! Luego regresarán los pillos, los arrogantes, los asesinos. Es inevitable. Qué bueno, Bernardo, que nuestra juventud coincidió con el poder de un hombre serio, de un hombre decente. Si el poder puede ser ético, ¿por qué dos jóvenes no hemos de ser escritores si eso es lo que queremos?

(Están locos: oyen música sin instrumentos, música del tiempo, orquestas de la noche. Le doy su caldo a la mujer. Ella lo bebe, muda y agradecida. ¿Cómo puede Bernardo ser tan sensible en todo y tan violento con una mujer inválida que sólo requiere un poco de cuidado, atención, ternura?)

BERNARDO

Me encontré a Arturo Ogarrio en un pasillo de la Preparatoria y me dio las gracias por la cena de la otra noche. Me preguntó si podía acompañarme, ¿adónde iba? Recibí esa mañana, en casa de la tía Fernandita donde me estoy quedando mientras pasa la tormenta con Toño, un cheque de mi madre que vive en Guadalajara.

Voy a gastarlo en libros. Ogarrio me toma del brazo, deteniéndome; me pide que admire un momento la simetría del patio colonial, las arcadas, los soportales del antiguo colegio de San Ildefonso; se queja de los frescos de Orozco, esas caricaturas violentas que rompen la armonía del claustro con su desfile de oligarcas, sus limosneros, su Libertad amarrada, sus prostitutas deformes y su Pancreator bizco. Le pregunto si prefiere el horrendo vitral porfirista de la escalera, un saludo esperanzado al progreso: la salvación por la Industria y el Comercio, a todo color. Me responde que ése no es el problema, el problema es que el edificio representa un acuerdo y el violento fresco de Orozco un desacuerdo. Eso es lo que me gusta a mí, que Orozco no esté de acuerdo, que le diga a los curas y a los políticos y a los ideólogos que las cosas no van a salir bien, lo contrario de Diego Rivera, que se la pasa diciendo que esta vez sí nos va a ir bien. No.

Osamos entrar a la librería de Porrúa Hermanos. Parapetados detrás de sus mostradores de vidrio, los empleados, con los brazos cruzados, impedían el paso del presunto cliente y lector. Sus sacos marrón, sus corbatas negras, sus falsas mangas negras hasta los codos anunciaban un no pasarán definitivo.

—Sin duda fue más fácil adquirir esa muñeca de ustedes en una tienda —dijo con tranquilidad Arturo— que adquirir un libro aquí.

Puse mi cheque sobre el mostrador y encima del cheque mi credencial de estudiante. Pedí el Romancero Gitano de Lorca, el Sachka Yegulev de Andreiev, La Rebelión de las Masas de Ortega y la revista Letras de México, donde me habían publicado, escondido hasta atrás, un poemita…

—A menos de que, como dice Ventura, ustedes hayan corrido la aventura de robársela…

—Es de carne y hueso. La otra noche no se sentía bien. Es todo. Mira —me precipité— te regalo el libro de Ortega, ¿lo conoces?

No, no se podía, dijo el dependiente. Que cambiara el cheque en un banco y pagara en efectivo; cheques no se admiten aquí, ni endosos, ni nada por el estilo, dijo el empleado de mangas negras y saco café, retirando los libros uno tras otro escrupulosamente: —Sobre todo, jovencito, aquí no se fía.

—Toño andaba buscando la novela de Andreiev desde hace tiempo. Se la quería regalar. Es el retrato de un joven rebelde. Un anarquista, más bien —volví a mirarlo de frente—. Ella es de carne y hueso.

—Ya lo sé —dijo con su seriedad acostumbrada Ogarrio—. Ven conmigo.

TOÑO

Creo que gracias a mis cuidados se siente mejor. Bernardo lleva varias noches ausente y no me ayuda. Paso horas enteras en vela, atento a sus quejas, a sus necesidades. La entiendo: en su estado, merece atenciones de toda clase. Bernardo es el culpable de que se sienta mal: debería estar aquí, ayudándome, en vez de esconderse en la torre de su rencor. Gracias al cielo, ella está mejor. Miro su rostro afilado y dulce.

… Siento un vasto sopor matutino, inusitado.

Sueño que hablo con ella. Pero ella habla sola. Yo hablo pero ella no me escucha. Le habla por encima de mi cabeza, o a mi lado, a otra persona que está arriba o detrás de mí; yo no la veo. Esto me hace sentirme enfermo de melancolía. Creo en alguien que no existe. Entonces ella me acaricia. Ella sí cree en mí.

Me despierta el arañazo en pleno rostro. Me llevo la mano a la mejilla herida, miro la sangre en mis dedos. La veo a ella, despierta, sentada en la cama, inmóvil, mirándome. ¿Sonríe? Tomo con violencia su mano izquierda: le falta el dedo anular.

BERNARDO

Dijo que no anduviera perdiendo el tiempo ni con novias santas ni con putas. ¡Mucho menos con muñecas!, rió, desnudándose.

Lo supe desde que entré al piso de la Plaza Miravalle, lleno de biombos chinos y espejos de marco dorado, divanes mullidos y tapetes persas, oloroso a iglesias perdidas y a ciudades lejanas; nada en la ciudad de México olía como este apartamento donde ella apareció detrás de unas cortinas, idéntica a él pero en mujer, pálida y esbelta, casi sin pechos pero con un vello púbico abundante, como si la profundidad oscura del sexo supliera la llaneza del torso adolescente; almendras y jabones desconocidos. Avanzó con su pelo muy largo, muy suelto, sus ojos adormilados y ojerosos, sus labios pintados muy rojos para disimular la ausencia de carne: la boca eran dos rayas rojas como las de él. Desnuda pero con medias negras que se sostenía, la pobre, con las manos, con dificultades, casi arañándose los muslos.

—Arturo, por favor…

Se parecía a él, como una gemela. Él sonrió y dijo que no, no eran hermanos, pero se buscaron largo tiempo, hasta encontrarse. Esta penumbra era de ella. Él le rogó a su padre: no tires los muebles viejos, lo que no vendas dámelo a mí. Sin los muebles, quizás, el piso no sería lo que yo miraba ahora: una cueva encantada en plena Plaza Miravalle, cerca de la nevería Salamanca, donde íbamos entonces en busca de helados de limón deliciosos…

—Quizá la atrajo todo esto: las cortinas, los tapetes, los muebles…

—La penumbra —dije.

—Sí, la penumbra también. No es fácil convocar esta luz precisa. No es fácil convocar a otra persona que no sólo se te parezca físicamente, sino que desee ser como tú, que desee ser tú. En cambio, yo no quisiera ser como ella. Pero sí quisiera ser ella, ¿me entiendes? Por todo esto nos hemos estado buscando hasta encontrarnos. Por atracción, aunque también por rechazo.

—Arturo, por favor, mis ligas. Me prometiste.

—¡Pobrecita!

Me dijo que ella sólo hacía el amor con otro si él estaba presente, si él participaba. Se fue quitando el saco gris oscuro, la corbata negra, el cuello duro. Dejó caer el botón dorado del cuello dentro de una cajita de laca negra. Ella lo miró fascinada, olvidándose de las ligas. Dejó que las medias le cayeran hasta los tobillos. Luego me miró y se rió.

—Arturo, este muchacho quiere a otra —rió, tomando mi mano en la suya, sudorosa, inesperada mano nerviosa en esa mujer color de luna menguante, portadora sin duda de la enfermedad del siglo romántico: parecía un dibujo tuberculoso por Ruelas y yo pensé en La Desdichada y en una línea del Romancero de Lorca que no pude comprar esa mañana, en la que dice de la bailarina andaluza que es una paralítica de la luna—: —Arturo, míralo, tiene miedo, éste es de los que aman a una sola mujer, ¡los conozco, los conozco!, andan buscando a una sola mujer y eso les da licencia para acostarse con todas, los muy cerdos, porque andan buscando la única. ¡Míralo: es un chico decente!

Se rió mucho. La interrumpió el llanto agudo de un bebé. Lanzó una maldición y corrió con las medias caídas detrás de un biombo. La escuché arrullar al crío. «Pobrecito, pobrecito niño mío, duérmete ya, no les hagas caso…», mientras Arturo Ogarrio se arrojó desnudo, boca abajo, sobre el diván sofocado por cojines de arabescos y almohadones con diseños de Cachemira.

—No debo engañarme. Siempre lo prefirió a él. Desde el principio, esa cabecita recostada contra su hombro, esas miraditas, esas escapadas juntos al baño, ¡la muy puta!

TOÑO

Cuando Bernardo la maltrató, no dijo nada. Pero de noche me recriminó. —Me vas a defender, ¿o no?, ¿me vas a defender…?, preguntó varias veces.

BERNARDO

Mi madre me escribe de Guadalajara sólo para decirme esto: Ha levantado la túnica, el pantalón, el cinturón que estaban sobre la cama. Ha levantado del piso las botas. Lo sacudió todo, le dio lustre a las botas y lo metió todo en un baúl. Ya no hace falta. Ha visto a mi padre. Un ingeniero que tomaba vistas de los eventos políticos y las ceremonias públicas de los últimos años la invitó a ella y a otras familias partidarias de don Venustiano Carranza a ver una película en su casa. Una película muda, por supuesto. Desde los bailes del Cosos tipos de Sonora y Sinaloa. No, eso no importaba. Eso no le interesaba. Pero allí, en una ceremonia en el Congreso, en la calle de Donceles, detrás del señor presidente Carranza, estaba tu padre, Bernardo, hijo mío, tu padre de pie, muy serio, tan guapo, muy formal, protegiendo al señor Presidente, con el mismo uniforme que yo he cuidado tan celosamente, tu padre, hijo mío, moviéndose, acicalándose el bigote, descansando la mano en el cinturón, mirando, mirándome a mí, hijo mío, a mí, Bernardo, me miró a mí. Lo he visto. Puedes regresar.

¿Cómo explicarle a mi madre que yo no puedo compensar la muerte de mi padre con el simulacro móvil del cine, sino que mi manera de mantenerlo vivo es imaginarlo siempre a mi lado, invisible, una voz más que una presencia, contestando a mis consultas, aunque mudo ante todos los actos míos que lo niegan y lo vuelven a asesinar con tanta violencia como las balas? Necesito cerca a un padre que me autorice mis palabras. La voz del padre es el aval secreto de mi propia voz. Pero yo sé que con mis palabras, aunque él las inspire, desautorizo a mi padre, convoco la rebelión y luego trato de imponerle la obediencia a mis propios hijos.

¿Me salva La Desdichada de la obligación de la familia? La muñeca inmóvil podría liberarme de las responsabilidades del sexo, los hijos, el matrimonio, liberándome para la literatura. ¿Puede la literatura ser mi sexo, mi boda y mi descendencia? ¿Puede la literatura suplir a la amistad misma? ¿Odio por esto a Toño, que se da a la vida sin más?

TOÑO

Oigo los pasos de Bernardo en la escalera. Regresa; lo reconozco. ¿Cómo advertirle de lo que ha pasado? Es mi deber. ¿Es mi deber decirle también que ella es peligrosa, al menos a ratos, y que debemos ser precavidos? La cama está orinada. Ella no me reconoce. Se desploma en los rincones, me rechaza. ¿Qué espera de mí esta mujer? ¿Cómo puedo saberlo si su silencio es tan obstinado? Tengo que decírselo a Bernardo: lo he intentado todo. La cama está orinada. Ella no me reconoce, no reconoce a su Toño, mi re-toño, como me decía de niño. Se orina en la cama, no me reconoce, hay que preparar papillas, vestirla, desvestirla, lavarla, arroparla de noche, cantarle canciones de cuna… La tomé, la arrullé, ahora me corresponde a mí, niña, ahora eres mía, le dije, a la rorro niña que viene el coco… La arrojo desesperado, lejos de mí. Cae al piso con un ruido espantoso de madera contra madera. Me precipito a recogerla, abrazarla. Por Dios, qué quieres, desdichada de ti, por qué no me dices lo que quieres, por qué no me abrazas, por qué no me dejas abrirte tu bata un poquito, levantarte las faldas, mirar si es cierto lo que yo siento y tú quieres, por qué no me dejas besar tus pezones, muñeca, abrázame, hazme daño a mí, pero no a él, él tiene que hacer cosas, ¿tú entiendes, desdichada?, él tiene que escribir, a él no le puedes hacer daño, a él no lo puedes arañar, o infectar, o hacer dudar, o herir con tu perversidad polimórfica, yo sé tu secreto, muñeca, te gustan todas las formas, muñeca, ésa es tu perversión, y él es puro, él es el poeta joven, y tú y yo hemos tenido el privilegio de conocer su juventud, el nacimiento de su genio, la natividad del poeta.

Mi hermano, mi amigo.

Desde que te conozco me di cuenta de la importancia que tiene fijar una imagen de uno mismo en el instante en el que la juventud y el talento se reconocen: el signo de ese reconocimiento puede manifestarse como la chispa de un ingenio —y a veces como la fogata del genio—. Esto se sabrá más tarde (¿me entiendes, desdichada de ti?). Lo que la imagen del artista joven (Bernardo, tú que subes por la escalera) nos dice a los demás es que se puede regresar a ese momento: la imagen reveló una vocación; si ésta desfallece, la imagen vuelve a animarla. ¿Recuerdas, Bernardo? Recorté del fotograbado el autorretrato del joven Durero y te lo puse encajado en una esquina del marco del espejo: a mi amigo, al joven poeta, al que va a escribir lo que yo nunca podré escribir. Acaso entendiste. No dijiste nada. Yo, como tú, escribo, pero yo tengo miedo a la capacidad de convocar el mal. Si la creación es absoluta, tiene que revelar el bien, pero también el mal. Ése debe ser el precio de la creación: si somos libres, somos libres para crear y para destruir. Si no queremos hacer responsable a Dios de lo que somos y hacemos, debemos hacernos responsables nosotros mismos, ¿no crees, Bernardo?, ¿no crees, pobre mujer desdichada?

¿Crees que ella tiene derecho a interponerse entre tú y yo, destruir nuestra amistad, hechizarte, entorpecer tu vocación, liberarte para el mal, frustrar tu romanticismo monogámico, introducirte en su perversidad hambrienta de formas? No sé qué opinas. Yo la he visto de cerca. Yo he observado sus cambios de humor, de tiempo, de gusto, de edad; es tierna un minuto y violenta el que sigue; nace a ciertas horas, parece moribunda en otros cuadrantes; está enamorada de la metamorfosis, no de la forma inalterable de una estatua o de un poema. Bernardo, mi amigo, mi poeta: déjala, tu fascinación por ella no es tu salud, tú debes fijar las palabras en una forma que las transmita a los demás: que sean ellos los que vuelvan a darles flujo, inestabilidad, incertidumbre; a ti no se te puede pedir que des primero la forma a las palabras sueltas y usadas y luego seas tú mismo quien las re-anime: ése soy yo, el lector tuyo, no tú, el creador mío.

Ella quiere que creas lo contrario: nada debe fijarse nunca, todo debe fluir siempre, éste es el placer, la libertad, la diversión, el arte, la vida. ¿La has escuchado gemir de noche? ¿Has sentido sus uñas en tu cara? ¿La has visto sentada en el excusado? ¿Has debido limpiar sus porquerías en la cama? ¿La has arrullado alguna vez? ¿Le has preparado sus papillas? ¿Sabes lo que significa vivir todos los días con esta mujer sin voz ni dicha? Perdóname, Bernardo: sabes lo que es abrirle la mano y encontrar anidada allí esa cosa…

A veces me veo detrás de él en el espejo, cuando tenemos prisa y debemos rasurarnos simultáneamente. El espejo es como un abismo. No importa que yo caiga en él. Bernardo, no todo ocurre sólo en la cabeza, como tú a veces piensas.

BERNARDO Y TOÑO

Me dijo al oído, con un aliento de polvo: ¿Cómo prefieres morir? ¿Te imaginas crucificado? ¿Te imaginas coronado de espinas? Dime si te gustaría morir como Él. ¿Te atreverías, miserable? ¿Pedirías una muerte como la suya? ¡No te tapes los oídos, pobre diablo! ¿Tú me quieres poseer y no eres capaz de pensar en una muerte que me haga adorarte? Pues yo te diré lo que haré contigo, Toño, re-toñito, muérete de enfermedad, joven o viejo, asesinado como el padre de tu amigo Bernardo, en un accidente callejero, en una riña de cabaret, riñendo por una puta, fusilado, mueras como mueras, retoño, yo te haré exhumar, moleré tu esqueleto hasta convertirlo en arena y lo pondré dentro de un huso horario, a medir el paso de los días: te convertiré en reloj de arena, hijito mío, y te daré vuelta cada media hora, me tendrás ocupada hasta que me muera, poniéndote de cabeza cada treinta minutos, ¿qué te parece mi idea?, ¿te gusta?

BERNARDO

Ya lo sé: regreso a cuidarla. Entro sigilosamente a nuestro apartamento. Abro la puerta con cuidado. Estoy seguro de que aun antes de entrar escucho la voz, muy baja, muy distante, diciendo creo en ti, yo no estoy mal, yo sí creo en ti. Di un portazo y la voz cesó. Detesto escuchar las palabras que no son para mí. ¿Se puede ser poeta así? Yo lo creo profundamente: las palabras que yo debo escuchar no están necesariamente dirigidas a mí, no son sólo mis palabras pero no son nunca las palabras que no debo escuchar. He pensado que el amor es un abismo; el lenguaje también, y la palabra de la confidencia ajena, de la intriga y del secreteo —palabras de comadres, de políticos, de amantes insinceros— no son las mías.

El poeta no es un fisgón; quizás ésa sea la función del novelista; no sé. El poeta no busca; recibe; no mira a través de las cerraduras; cierra los ojos para ver.

Ella dejó de hablar. Entré y encontré a Toño recostado en mi cama, con los brazos cruzados sobre el rostro. Oí el claro glú-glú del agua embelesada. Entré despacio al baño, apartando la cortina de cuentas y su rumor asiático.

Allí estaba ella, en el fondo de la tina colmada de agua hirviente, despintada ya, apenas con una insinuación de ceja, de labio, de mirada lánguida, astillándose ya, llena de las ampollas del calor mojado, sumergida en un cristal de muerte, su aparador final, la larga cabellera negra al fin liberada, flotando como algas, limpia al fin, ya no apelmazada, dormida mi mujer en la vitrina de agua donde ya nadie puede verla o admirarla o desearla: imaginarla ya nunca más, desdichada…

Y sin embargo, tuve que sacarla y tomarla una vez más, arrullarla, ahora me tocas a mí, sólo a mí, duérmete mi vida…

¿Qué tal si te hago caso —le digo a Toño— y una tarde llevo a La Desdichada a tomar el té a casa de la tía Fernandita, y la prima Sonsoles nos sirve un té insípido que en realidad es un refresco de manzana, y luego la muy sonsa nos convida a subir a su casa de muñecas, y a quedarnos allí los tres? Entonces qué —le pregunto a Toño— ¿entonces qué? Toma este pañuelo, esta pantaleta, estas medias. Son cosas que estaba reuniendo para ella, por ahí.

TOÑO

A lo largo del velorio, Bernardo no la miró a ella. Sólo me miró a mí. No importa; acepto sus reproches. No me dice nada. Yo no respondo a su pregunta silenciosa. Podría decirle, aunque no sea cierto: Tú sabes por qué: es que se negó a amarme.

Fui a comprar la caja a la funeraria de la esquina.

Vinieron Teófilo Sánchez y Ventura del Castillo. Éste trajo un ramo de nardos olorosos. Arturo Ogarrio llegó con dos cirios altos, los colocó a la cabeza del féretro y los encendió.

Salí a comer una torta a la esquina, desvelado y triste. Bernardo salió detrás de mí. Se detuvo en el patio. Miró al fondo de la fuente seca. Empezó a llover: gotas redondas y calientes del mes de julio en la meseta mexicana. Este trópico encaramado en los cielos. Los gatos de la vecindad se escabulleron por los techos y aleros de la casa.

Cuando regresé corriendo, protegiéndome de la lluvia torrencial con la edición de las Últimas Noticias de Excélsior, con las solapas levantadas, sacudiéndome el agua de los hombros y pisando fuerte, la caja de muerto estaba vacía y ninguno de los cuatro —Ventura, Teófilo, Arturo, Bernardo— estaba allí.

Extendí el periódico mojado sobre el diván. No lo había leído. Además, en esta casa se conservan los periódicos a fin de alimentar el calentador del agua. Leí la noticia del 17 de julio de 1936: cuatro generales se levantaron en armas en la Gran Canaria contra la República Española. Francisco Franco voló de la Palma a Tetúan en un avión llamado Dragone Rapide.

BERNARDO

I

Meses más tarde la soledad me llevó al Waikikí. Mi tía Fernanda me admitió en su casa. Está bien, lo diré con todas sus letras: mi pobreza era grande pero no tanto como mi desdicha. Iré más lejos. Necesitaba calor de hogar, lo admito, y las evocaciones del solar andaluz de mis antepasados me lo daban, contrarrestando inclusive las coqueterías de esa maja fraudulenta, la prima Sonsoles. En cambio, me era más difícil cada día soportar al tío Feliciano, franquista de hueso colorado, cuyos viajes a Veracruz hubiesen sido mi único consuelo, de no haber sabido que don Feliciano iba al puerto a organizar a los comerciantes españoles en contra de la república roja de Madrid, según solía decir.

Empecé a frecuentar el cabaret, gastando estúpidamente el cheque de mi madre en las fichadoras y el ron. Éste era el mundo de Toño, no el mío; acaso mi impulso inconfesable era encontrarlo allí, hacer las paces, olvidar a La Desdichada, reanudar nuestro cómodo arreglo de vida, que nos permitía compartir gastos que de otra manera ninguno, por sí solo, sabría afrontar.

Hay algo más (debo decirlo también): las visitas al club nocturno me reconciliaban con el misterio de mi ciudad. El Waikikí era un escondrijo público; también un ágora secreta. Desde allí, uno podía sentirse rodeado por el vasto enigma de la ciudad más vieja del Nuevo Mundo, a la que se podía llegar por ferrocarril, avión y carretera, yendo a un hotel, frecuentando restoranes y visitando museos, pero sin verla jamás.

El visitante desprecavido no entiende que la verdadera ciudad de México está ausente. Debe ser imaginada, no puede ser vista directamente. Exige palabras que la animen, como la estatua barroca demanda el desplazamiento para ser vista, como el poema nos pone por condición: dime. Sílabas, palabras, imágenes, metáforas: la lírica sólo está completa cuando va más allá de la metáfora para llegar a la epifanía. La corona intangible de esta red de encuentros está al fin, dicha: la epifanía es dichosa porque el poema ya está escrito pero no se puede ver; se dice (seduce).

Debe haber un lugar para el encuentro final del poeta y su lector: un puerto de arranque.

Veo a mi ciudad como este poema de arquitectura invisible, satisfactoriamente concluido sólo para reiniciarse perpetuamente. La conclusión es la condición del reinicio. Y comenzar de nuevo es dirigirse a la epifanía por venir: evoco nombres y lugares, Argentina y Donceles, Reforma y Madero, Santa Veracruz y San Hipólito, pirul y ahuehuete, alcatraz, un esqueleto en bicicleta y una avispa taladrando mi frente, Orozco y Tolsá, librería de Porrúa Hermanos y Café Tacuba, cine Iris, piedra de sol y sol de piedra, zarzuelas del teatro Arbeu, ahuautles y huitlacoche, piña y cilantro, jícama y nopales con queso fresco; Desierto de los Leones, Ajusco y colonia Roma, muéganos y chilindrinas, nevería de Salamanca, Waikikí y Río Rosa, tiempo de aguas y tiempo de secas: México D. F. En el misterio renovado de la ciudad, a partir de cualquiera de sus calles, comiendo un antojito, entrando a un cine, podría encontrar de nuevo a mi querido amigo Toño y decirle ya estuvo bien, ya estuvo suave, chócala, mano, cuates otra vez, hermanos siempre, ándale Toñito…

Solté a la mujer que me frotaba las rodillas y puse el vaso sobre la mesa. El tumulto cómico en medio de la pista levantada del cabaret, el súbito paso doble, el aire de fiesta taurina, el juego de luces calientes, rojas, azules, y la figura inconfundible de Teófilo Sánchez, su saco rabón, sus botas mineras, su pelo de recluta (rapado con jícara) bailando la música del coso con la mujer vestida de novia, zarandeada, levantada en vilo, con los brazos del poeta popular mostrándola en todo lo alto al respetable, enseñándola a la afición como una presa de la montería, oreja y rabo, la res más ligera, tiesa y despintada, otra vez sobre el tablado, ahora girando, el brazo rígido levantado como para un cante de serpientes alucinadas, girando en círculos, el crescendo del paso doble, Teófilo Sánchez arrojando al aire a su compañera vestida de novia con el cuello abotonado hasta la oreja y el rostro cubierto por el velo nupcial, escondiendo los signos de la vejez, la destrucción, el agua, el fuego, la viruela… los ojos tristísimos de la muñeca.

Iba a saltar a la pista para dar fin a este espectáculo atroz. No fue necesario. Otro pequeño tumulto se sobrepuso al primero, como un temblor de tierra seguido por otro inmediato, una nueva sacudida que nos hace olvidar la primera, remota ya aunque sólo vieja de algunos segundos. Una conmoción en la pista, algún grito destemplado, movimientos confusos, cuerpos dañados, voces violadas.

Entonces las luces disminuyeron. Los calores cálidos se disiparon. La oscuridad nos rodeó. Un solo rayo de luz helada, luz de plata en un mundo de terciopelo negro, reunió sus resplandores de luna sobre un círculo de la pista. La orquesta inició el danzón más lento. Un joven vestido todo de gris oscuro, pálido y ojeroso, con los labios muy apretados y el pelo negro muy bien peinado, tomó entre los brazos a la mujer vestida de novia y bailó con ella el danzón más lento, digo: sobre un ladrillo, sobre una estampilla casi, casi sin mover los pies, sin movimiento de las caderas o de los brazos, abrazados los dos en un silencio de acuario. Arturo Ogarrio y la mujer rescatada, lenta, ceremoniosa como una infanta española, su rostro escondido por la cascada de velos, pero libre al fin, lo supe entonces con alivio, al fin dueña de sí entre los brazos de este muchacho que con ella bailaba lenta, amorosa, respetuosa, apasionadamente el danzón, mientras miraba a la figura de danzarines cada vez más lejana en la luz de plata, espacios más amplios, para mí, para mi vida y mi poesía, renunciando a encontrar a Toño, escribiendo en el color del humo de esta noche una despedida a México, a cambio de un encuentro con la literatura…

II

Las palabras de un poema sólo vuelven a ser, imperfectas o no, cuando fluyen de nuevo, es decir, cuando son dichas. Dicha y des-dicha: el poema que estoy traduciendo se llama El desdichado pero el original francés no contiene este fantasma verbal de la lengua española, en la que decir es no sólo romper un silencio, sino también exorcizar un mal. El silencio es des-decir: es des-dicha. La voz es decir = es dicha. El silencioso es el des-dichado, el que no dice o no es dicho —dichoso él—. Y ella, La Desdichada, no habla, no habla…

Pienso esto y me sorprendo a mí mismo. Mi emoción no me cabe en la piel, la traslado a ella que no habla: Amor, seas quien seas, te llames como te llames (llama, fuego: llamar es encender, nombrar es incendiar): habla a través de mí, Desdichada, confía en el poeta, déjame decirte, déjame darte la dicha de decir: di en mí, di por mí, di para mí y yo te juro, a cambio de tu voz, fidelidad eterna, sólo para ti. Eso es lo que yo quiero, Desdichada, y el mundo tarda tanto en darme lo que quiero, una mujer sólo para mí, yo sólo para una mujer.

Déjame acercarme a tu oído de palo, ahora que aún no cumplo veinte años, y decírtelo: No sé si el mundo me dé nunca una sola mujer o, si me la da, cuándo. Quizá para encontrarla tenga que negar mi propia norma (mi virtud) y enamorar a muchas mujeres antes de saber que ésta es la única, ahora sí. Y aun si la encuentro, ¿qué será de mí, habiendo amado a tantas mujeres, cuando le diga que sólo la he querido a ella —que yo soy, me crean o no me crean—, un hombre de una sola mujer?

¿Cómo me van a creer? ¿Cómo probar mi sinceridad? ¿Y si ella no me cree, cómo voy yo a creer en ella? Perdonen todos a un escritor de diecinueve años de edad cuando dice estas cosas; quizás la confianza sea un hecho más sencillo que todo esto. Mi temor, sin embargo, es el de una realidad que se conoce mejor en la adolescencia, aunque luego nos acompañe, enmascarada, durante toda la vida: el amor es un abismo.

Prefiero apostar a mi confianza en una sola mujer desde ahora: ¿Será La Desdichada mi abismo, la primera y mejor y más constante novia de mi vida? Toño se reiría de mí. Qué fácil, contar con la fidelidad de una muñeca de palo. No, qué difícil, le diré yo, que ella cuente con la fidelidad de un hombre de carne y hueso.

III

Veinticinco años más tarde, regresé de todas las ciudades del mundo. Escribí. Amé. Hice cosas que me gustaron. Traté de convertirlas en literatura. Las cosas que me gustaron se bastaban a sí mismas. No querían ser palabras. Gustos y disgustos, simpatías y diferencias, lucharon entre sí. Con fortuna, se convirtieron en poesía. La de la ciudad cambiante reflejaba mis propias tensiones.

Supe que iban a derrumbar el viejo Waikikí y fui una noche a visitarlo. La última noche del cabaret. Vi de lejos a Toño. Había engordado y tenía un bigote impresionante. No necesitamos saludarnos. ¿Cómo me vería él a mí, después de un cuarto de siglo? Caminamos entre las mesas, las parejas bailando, para darnos la mano y sentarnos juntos. Todo esto ocurrió en silencio, mientras la orquesta tocaba el himno de los danzones, Nereidas. Entonces nos reímos. Se nos había olvidado la ceremonia, el rito de la amistad refrendada. Nos pusimos de pie. Nos abrazamos. Nos palmeamos fuerte las espaldas, las caderas, Toño, Bernardo, ¿qué tal?

No quisimos recordar. No quisimos vivir de una nostalgia barata. El Waikikí se encargaba de eso. Nosotros reanudamos la conversación como si no hubieran pasado los años. Pero el final de una época se celebraba alrededor nuestro; la ciudad nunca sería la misma, el carnaval expresionista acababa aquí, de ahora en adelante todo sería demasiado grande, lejano, pulverizado; aquí terminaba la broma teatral que todos podían celebrar, el bon mot que todos podían repetir, las figuras que podían imponerse y celebrarse sin competencia exterior: nuestra aldea color de rosa, azul, cristalina, se nos iba para siempre, nos rodeaba, nos invitaba a un carnaval que era un réquiem, las candilejas se desplazaban hasta los extremos del cabaret lleno de humo y tristeza para confundirnos a todos: espectáculo, espectadores, bailarines, putas, parroquianos, orquesta, señores, sirvientes, esclavas: entre esa multitud en movimiento como una sierpe enferma, surgieron dos figuras insólitas: un Pierrot y una Colombina, dueños de todos los atributos de su disfraz: las caras encaladas de ambos, la media negra en la cabeza de él, la mueca de tragedia pintada con lápiz de labios; la gorguera negra, el satinado y blanco traje de payaso, los botones negros, las zapatillas de raso; y la peluca blanca de Colombina, su gorrito de aprendiz de hada, su tutú de ballerina, su gorguera blanca, sus mallas blancas, sus zapatillas de ballet; las caras de luna de ambos, cubiertas por antifaces.

Llegaron hasta nosotros, dijeron nuestros nombres; ¡Bernardo, bienvenido a México!, ¡Toño, sabíamos que estarías aquí! ¡Sígannos! Hoy se acaba la ciudad de México que conocimos, hoy muere una ciudad y empieza otra, ¡vengan con nosotros!

Les pedimos, riendo, sus nombres.

—Ámbar.

—Estrella.

—Vengan con nosotros.

Nos condujeron de un taxi a otro, apretujados los cuatro, cerca del perfume intenso de esos dos cuerpos ajenos, era la última noche de la ciudad que conocimos. El baile de San Carlos: hasta allá nos llevaron esa noche (la pareja perfumada, Pierrot y Colombina), hasta la saturnalia anual de los estudiantes universitarios, la abolición de las prohibiciones medievales de la Real y Pontificia Universidad de México en medio de las escalinatas y columnas del neoclásico dieciochesco: disfraces, libaciones, liberaciones, el movimiento siempre amenazante de la multitud desplazándose en el baile, la borrachera, la sensualidad exhibicionista, las luces como olas; ¿quién iba a bailar con Ámbar, quién con Estrella: cuál era el hombre, cuál la mujer, qué nos decían nuestras manos cuando bailábamos con la Colombina ahora, con el Pierrot en seguida? Y ¡cómo sabían los dos esquivar nuestro tacto y dejarnos sin sexo, sólo con perfume y movimiento! Estábamos borrachos. Pero justificábamos nuestra embriaguez con mil motivos: el encuentro después de tantos años, la noche, el baile, la compañía de esta pareja, la ciudad anunciando su muerte, la sospecha en el taxi cuando nos subimos los cuatro y ella ordenó que nos llevaran a tomar la del estribo bajo los toldos callejeros de Las Veladoras, ¿son Arturo Ogarrio y su novia, su doble?, le dije a Toño, no, contestó él, son demasiado jóvenes, mejor vamos a arrancarles las máscaras, quítate de dudas. Lo intentamos y cada uno gritó, cada uno con su voz andrógina, gritaron atrozmente, chillaron, como si los hubiésemos cogido del rabo, capado, como marranitos chillaron y pidieron al taxista, párese, nos matan, y el chofer confundido se detuvo, ellos bajaron, estábamos frente a la Catedral, Ámbar y Estrella corrieron más allá de las rejas, por el atrio, hacia la espléndida cueva de piedra barroca.

Los seguimos adentro, pero nuestra búsqueda fue inútil. Pierrot y Colombina habían desaparecido en las entrañas de la Catedral. Algo me decía que no era por eso que estábamos Toño y yo aquí. Sagrado, profano, catedral, cabaret, la Prepa, el mural de Orozco, el carnaval de San Carlos, la agonía de México; me sentí mareado, me agarré a una reja dorada frente a un oscuro altar lateral. Busqué con la mirada a Toño. Toño no me miraba a mí. Toño se había prendido con ambas manos a la reja y miraba intensamente al altar detrás de ella. Era la madrugada y algunas beatas que llevaban cuatro siglos allí se hincaban otra vez para siempre envueltas en chales negros y pieles de cebolla amarilla. Toño no las miraba. El incienso me dio náusea; el olor a nardo corrupto. Toño miraba fijamente al altar.

La Virgen con su cofia, su traje de marfil y oro y su capa de terciopelo, lloraba mirando a su hijo muerto tendido sobre el regazo materno. El Cristo de México, herido como un torero, destazado en una corrida monumental e interminable, bañado en sangre y espina: sus heridas jamás se cierran y por eso su madre llora; aunque Él resucite, siempre estará herido, cogido por el toro. Ella reposa sus pies sobre unos cuernos de toro y llora. Por sus mejillas corren lágrimas gordas, negras, hondas, como las del Pierrot que no se dejó desenmascarar. Él nunca dejará de sangrar, ella nunca dejará de llorar.

Ahora yo me uno a la contemplación de la Virgen. Su escultor le dio un rostro de facciones clásicas, nariz recta y ojos separados, lánguidos, entreabiertos, y una boca tiesa, chiquitita y pintada en forma de alamar. Tiene una barbilla un poquitín prognata, como las infantas de Velázquez. También tiene un cuello largo, ideal para su gorguera, como la de Colombina. Al fin justifica su figura. Al fin encuentra la razón y la postura de su desdicha. Abre los brazos clamando misericordia para su hijo y las manos de su piedad, abiertas, no tocan al objeto de su pasión. En la mano izquierda, le falta el dedo anular. Sus párpados alargados, como de saurio, nos miran entrecerrados, nos miran a Toño y a mí como si fuésemos muñecos inanimados. Son ojos tristes, de una gran desdicha. Como si un gran mal le hubiese ocurrido en otro tiempo.

TOÑO

…el aire se volvió tan turbio, la ciudad tan enorme y ajena, nuestros destinos tan acabados, tan cumplidos, éramos lo que éramos, escritores, periodistas, burócratas, editores, políticos, negociantes, ya no éramos un será, sino un fue, en estos años, y el aire era tan…

Vineyard Haven, Massachusetts, verano de 1986