Cada año, en cuanto se acercaban ciertas fechas, Julio decía lo mismo: «Las próximas navidades las pasaré en un lugar donde no se celebren las navidades». Esta vez le tomé la palabra. Fue un acto impensado, espontáneo, una decisión que todavía me asombra. Me había detenido frente a una agencia de viajes, miraba los anuncios del escaparate, cuando, casi sin darme cuenta, abrí la puerta, entré y pedí dos billetes para Estambul. La empleada me sugirió que cerrara la vuelta. «Hay una oferta muy especial», dijo. «No incluye hotel. Pero es muy ventajosa. De diez a quince días.» Tampoco lo pensé dos veces. «Quince.» Era un lunes por la mañana de un frío mes de diciembre. Al día siguiente, por la tarde, incrédulos aún, aterrizábamos en el aeropuerto de Yesilkoy.
—Tengo la sensación de que van a pasarnos cosas —dije.
La niebla había acudido a recibirnos hasta la misma puerta del avión y en el aeropuerto, lleno de gente, se respiraba un extraño silencio. Miré a mi alrededor. Todo de pronto me parecía imposible, irreal. No hacía ni veinticuatro horas que frente a una maleta vacía me había preguntado: «¿Hará mucho frío en Estambul?». Y, mientras acomodaba jerseys, bufandas, pantalones, una falda larga (por si acaso), un par de gorros y unos cuantos libros, fue como si, al tiempo, ordenara las imágenes de una ciudad que no conocía. Santa Sofía, la Mezquita Azul, el Gran Bazar… Pero ahora estábamos allí. Con nuestros equipajes en el maletero de un taxi, Julio encogiéndose de hombros e indicando al chófer: «Pera Palas», y yo cruzando disimuladamente los dedos. «Ojalá haya sitio. Precisamente allí. A la primera. En el Pera Palas.»
No habíamos reservado hotel, y este detalle —al que en Barcelona, ocupada en mi maleta, apenas había concedido importancia— me devolvía de pronto a tiempos olvidados. Tiempos queridos, tiempos muy lejanos. Durante el trayecto pensé un buen rato en aquellos tiempos. Reservar hotel no entraba en nuestro vocabulario. Es más, lo hubiéramos considerado una renuncia, un despropósito, un auténtico disparate. Optar por un barrio determinado y desconocido en perjuicio de otros también desconocidos y seguramente fascinantes. Pero ahora, ya en Estambul, observando la ciudad a través de unos cristales empañados, no sentía la menor ilusión por revivir aquellos tiempos. Mis cuarenta años, ateridos de frío, me hacían notar que quedaban lejos, muy lejos. En otras épocas. En su sitio. Volví a cruzar los dedos. ¿Habría sitio en el Pera Palas? Había. Y pronto, con esa ingratitud que mostramos los humanos para con la suerte, me olvidé del momento de duda en el interior del taxi y todo me pareció normal, previsible, lógico. Estábamos en temporada baja, el mal tiempo había asustado a los posibles turistas y la calefacción, además, funcionaba a tope. Al llegar a nuestro cuarto, en el tercer piso, y comprobar que nos habían asignado la «habitación Sarah Bernhardt», me acordé de Agatha.
—He leído en algún sitio que Agatha Christie se alojó aquí.
Julio había abierto el balcón y parecía contemplar fascinado el Cuerno de Oro. Me acerqué. No se veía absolutamente nada. «Mañana», dijo, «con un poco de suerte, la niebla habrá desaparecido.»
Al día siguiente —y al otro, y también al otro— la niebla siguió señoreándose de la ciudad. El efecto era curioso. Cruzábamos casi a ciegas el Puente de Galata, distinguíamos las siluetas de mezquitas, iglesias, palacios, aunque sólo después, cuando nos hallábamos en su interior, sabíamos que se trataba realmente de mezquitas, iglesias, palacios. La ciudad parecía empeñada en mostrársenos a trozos. Un Estambul de interiores, iluminados, llenos de vida, en un escenario de sombras. Estaba fascinada. Se lo comenté a Julio en el café del Gran Bazar. Él, que siempre había detestado la niebla, me sonrió detrás de un periódico. «Espera a mañana. El Dayly News anuncia buen tiempo.» Y fue entonces cuando, a un gesto nuestro, el camarero se acercó a la mesa, yo dije «Iki kahve ve maden suyu, lütfen», el hombre sonrió y Julio enmudeció de la sorpresa. «Bueno», oí al cabo de unos segundos. «¿Ésta es una de las cosas que iban a suceder? ¿Desde cuándo hablas turco?» Me encogí de hombros. Sencillamente, no lo sabía.
El cuarto día, en contra de todo pronóstico, amaneció tan fantasmagórico como los anteriores. No puedo decir que me disgustara, todo lo contrario. Estaba asomada al balcón mirando hacia el Cuerno de Oro y sin distinguir apenas nada que pudiera recordar el Cuerno de Oro. Pero, al tiempo, podía verlo. Tantas fotografías, tantas postales, tantas películas. De pronto me asaltó una sospecha de la que no podría hablar en voz alta sin sentir un asomo de bochorno. ¿Existía Estambul? La sensación de irrealidad que me había embargado en el aeropuerto, nada más bajar del avión, no había hecho en aquellos días sino acrecentarse. Pero ahora ¿estaba yo realmente allí? O mejor: ¿qué era allí? A mis espaldas unos cuantos grabados reproducían retazos de aquella ciudad que se negaba a mostrarse en conjunto. El Gran Bazar, el Harem de Topkapi, Santa Sofía. Un texto, redactado en un curioso inglés, aparecía enmarcado junto a la entrada del baño con la lista de historias que jalonaban la vida del hotel. Huéspedes ilustres (Agatha Christie, Sarah Bernhardt, Mata Hari, el propio Ataturk), crímenes, atentados, una bomba que estalló en el vestíbulo en el año 1941 y de la que todavía se podían apreciar las huellas. Me gustó imaginar por unos instantes que la explosión no había sido tan anecdótica como allí se decía y que la ciudad, que aún me empeñaba en escudriñar asomada al balcón, tal vez no existía, había sido víctima de un bombardeo, un desastre, un terremoto, una destrucción completa, y únicamente algunos escenarios, más testarudos que otros, apurando al extremo las leyes de la inercia, desafiando los cómputos del tiempo, se resistían a formar parte del pasado. Por eso, aprovechando innombradas energías, resurgían de esa forma. Aquí, allá. El Gran Bazar, la Mezquita Azul, Santa Sofía. Sólo por unos momentos. En cuanto Julio y yo, felices ignorantes, accionábamos resortes ocultos. Quizás ante nuestra proximidad o ante la de cualquiera. Cuadros que se iluminaban de repente, cobraban vida, y que, tan pronto nos habíamos alejado, volvían a sumirse en aquella oscuridad inmerecida. A la espera de volver a mostrarse a la menor ocasión, a continuar con una vida que les había sido arrebatada, a repetir mecánicamente una serie de actos que sólo en su momento tuvieron sentido. Porque —y ahora recordaba la tarde anterior en el Gran Bazar— aquellos astutos comerciantes que desplegaban toda suerte de alfombras ante nuestros ojos ¿estaban realmente desplegando alfombras ante nosotros? ¿Las desplegaban siquiera? O nadie hacía absolutamente nada y aquellas escenas en las que creíamos participar no eran más que rutinas de otros tiempos, asomando empecinadamente al presente con tanta fuerza que ni siquiera nuestra débil presencia podía enturbiar. Me gustaba pensar en estas cosas. Yo, asomada en el balcón de un hotel habitado por espíritus, contemplando las brumas de una ciudad que había desaparecido hacía tiempo.
No sé cuánto rato pude haberme quedado embobada sin notar el frío. La súbita irrupción del chico de la limpieza me devolvió bruscamente a la realidad. Estaba en un hotel, el Pera Palas, y el chico de la limpieza me miraba ahora sorprendido con un manojo de llaves tintineando en la mano. ¿Sorprendido ante qué? Pero ésta es una historia de sobras conocida. Todos los encargados de las habitaciones de todos los hoteles del mundo parecen admirarse de que el huésped siga allí. En la habitación. Aunque, en este caso, a su asombro se unió inmediatamente el mío. Estaba congelada. Una mujer en camisón, en pleno diciembre, asomada a un balcón desde el que no se veía absolutamente nada. «Diez minutos», dije. Y, enseguida, imaginé a Julio en el vestíbulo consultando el reloj o mirando esperanzado a través de la ventana. «Un poco de sol», murmuré. «Tan sólo un poco de sol para contentar a Julio.» Y sólo entonces, como si un eco escondido en el cuarto me devolviera mis propias palabras, reparé en que momentos atrás no había dicho «diez minutos» a aquel muchacho que desaparecía sonriendo por la puerta, sino on dakika. Pero esta vez no me admiré como el día anterior en el Gran Bazar (que ahora, en la memoria, se desprendía de cualquier connotación irreal y aparecía simplemente como el Gran Bazar), ni caí en la estupidez de decidir que alguien o algo me insuflaba, sin que yo me diera cuenta, esa repentina sabiduría. «Los idiomas», me dije, «son como las personas. Con unas se congenia, con otras no.» Y en esos diez dakika que apuré a fondo pensando en los on minutos del reloj de Julio me duché, vestí, ordené someramente la habitación y avisé al chico de la limpieza. «Lütfen bana bir yorgan daha gönderinitz», dije aún. Pero cuando lo hice, cuando le comuniqué que no nos vendría mal una manta de más, había dejado ya algunas cosas bien sentadas. Aquellas palabras, que manejaba con indudable soltura, yo las había visto con anterioridad. En el avión, ojeando —distraídamente, creía yo—, un capítulo dedicado a frases usuales de una guía cualquiera, y que —pero ahora no tenía tiempo de detenerme en eso—, por un extraño estado de disponibilidad, quedaban grabadas en mi mente, procesadas, fijas, sin que ni siquiera llegara a darme cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Y eso era lo único asombroso. Mi disponibilidad. Cuando llegué al vestíbulo —apresurada, feliz, eufórica— comprobé que a menudo los tópicos están basados en un sabio conocimiento de la realidad y que los posibles minutos turcos no tenían nada que ver con los dakika españoles.
—Pero ¿qué hacías? Has tardado una eternidad.
Salimos a la calle. De nuevo la niebla. El decidir que aquello era Estambul como podía ser cualquier otra ciudad del mundo. La sensación de que nos encontrábamos tan bien juntos que ni siquiera teníamos la necesidad de pensar en lo bien que nos encontrábamos juntos. Hasta que apareció Flora. Y fue como si mis cuarenta años entraran al tiempo en escena. De una forma confusa, dudosa. Porque a ratos se diría que querían ayudarme, prevenirme, aconsejarme. Y otros, la verdad, no estaba tan claro.
Luego hablaré de eso. De la sabiduría que, según se dice, asoma a los cuarenta años. De que a esta edad —también se dice— es cuando una persona empieza realmente a conocerse a sí misma, a los demás, a saber de qué va el mundo, a adivinar, intuir, a prever las trampas y artimañas de la vida. Pero ahora debo centrarme en Flora. Con serenidad, con justicia. Porque, en resumidas cuentas, ¿tenía algo de raro la aparición de Flora aquella misma tarde en el hotel? Y mi respuesta no puede ser otra que «No». Nada en absoluto.
Yo regresaba de un pequeño paseo por el barrio, me había detenido en el vestíbulo e intentaba, sin éxito, localizar las huellas de la histórica explosión —la bomba estallada en 1941— en las paredes de mármol. De pronto me pareció escuchar mi nombre y me volví. Enseguida distinguí a Julio sentado en un sofá, al fondo de la sala, saludándome con la mano. Me olvidé de la bomba y me acerqué.
—Flora —dijo poniéndose en pie.
Y entonces reparé en una larga melena negra apoyada en el respaldo de un sillón.
—Mi mujer —añadió haciéndome sitio en el sofá.
Un encuentro como tantos otros, la inevitable complicidad de los viajeros en un país extraño, la consabida conversación sobre la niebla, el mercado de especias o el Gran Bazar. Pero Flora —aunque luego rectificara, se recompusiera y empezara a hablar de la niebla, el mercado de especias y el Gran Bazar— me había dirigido una mirada que poco tenía que ver con la amable disponibilidad de los viajeros en un país extraño. A Flora le había sorprendido mi presencia. Como si no contara con que Julio tuviera mujer o estuviera con una mujer. Podría parecer una presunción apresurada o estúpida. Sí, me dije, posiblemente lo era.
—Me voy —anunció al poco recogiéndose el cabello con un pasador y dirigiéndose únicamente a Julio—. Y si quieres cenar bien, recuerda: el Yacup. Está aquí mismo, en la esquina. El ambiente es muy simpático.
Eso fue todo. Julio y yo la miramos mientras abandonaba el vestíbulo y desaparecía entre los cristales de una puerta giratoria. Pero no debíamos de ser los únicos. Alguien, probablemente desde una mesa cercana, murmuró: «Mmmmmm…». No me molesté en averiguar quién era. Me había recostado en el respaldo del sofá y ahora veía con toda claridad el mármol resquebrajado, unas grietas, unas brechas. «Las huellas de la bomba», exclamé. Estaban allí. Justo encima de nuestras cabezas. Sobre nosotros.
Aquella noche cenamos en el Yacup. Se encontraba, en efecto, muy cerca del hotel, el ambiente era distendido y amable, y, además, llovía. Aclaro estos aspectos sin importancia porque sólo al día siguiente me interrogaría sobre la razón por la que entre todos los restaurantes de ambiente simpático, y lloviendo como llovía en toda la ciudad, hubiéramos tenido que ir a parar al Yacup. Pero entonces no se me ocurrió pensar en los otros, únicamente que estábamos bien allí. En el Yacup. Julio pidió un raki, yo vino, y ambos, para empezar, un plato de pescado frito.
—Mira —dije sacando un manual del bolso—, lo he comprado esta tarde. Türkçe Öğreniyoruz… Las explicaciones están en español. ¿No te parece una suerte?
Julio alzó su vaso, yo mi copa, y cuando mirábamos discretamente hacia las mesas de al lado —todos bebían raki y comían pescado frito—, por segunda vez en el día apareció Flora.
Su entrada en el Yacup no tenía nada de excepcional. El restaurante, como ya he dicho, estaba cerca del hotel, además llovía y, después de todo, había sido ella quien nos lo había recomendado. Pero sí tal vez —y ahora una extraña sabiduría me indicaba que no se trataba de una observación estúpida— su forma, un tanto afectada, de mirar de derecha a izquierda.
—Es Flora —dijo innecesariamente Julio (y yo oculté Türkçe Öğreniyoruz en el bolso)—. Debe de estar buscando a sus amigos…
Flora se sentó a la mesa, junto a nosotros. Entendí que aquella tarde, antes de que yo apareciera en el vestíbulo, debía de haber contado que era precisamente allí donde solía reunirse con sus amigos. Pero su relativa insistencia en hablar de ellos, de sus amigos, en sorprenderse de que no hubieran llegado todavía, en aventurar que era ella quizá quien aparecía demasiado tarde, o en concluir, por extraños mecanismos, que la cita era en otro lugar y que en estos momentos debían de estar buscándola desesperadamente, me pareció un tanto infantil, ingenua. Miré de reojo a Julio. ¿Qué pretendía Flora? Estaba claro que desplazar el posible plantón hacia los otros, los amigos. ¿Y por eso se tomaba tantas molestias? A no ser que ellos, los amigos, no hubieran existido nunca. Parecía evidente. Si a alguien buscaba Flora en aquella fría noche de diciembre era a nosotros. «Debe de sentirse muy sola», pensé. Y me comí un pescadito frito.
Del Yacup nos fuimos a un bar cercano, donde Julio y Flora siguieron con raki y yo pedí whisky. En otros tiempos no lo hubiera hecho. Antes, tal vez hasta tres o cuatro años atrás, solía beber lo que me ofrecían los países en los que me encontraba. Pero eso era antes. No me apetecía tomar raki y entre las botellas mohosas del aparador había distinguido una marca de whisky. De modo que pedí whisky. El problema estuvo únicamente en el hielo. No tenían. Pero podían ir a buscármelo a… Julio me miró como si hubiera cometido un pecado imperdonable. Me conformé con agua.
—Estáis casados, claro —dijo Flora. Y, por un momento, volvió a su extraño cabeceo. De derecha a izquierda. De izquierda a derecha.
Sí, estábamos casados. No hacía falta ser un lince para comprender que ciertos cruces de mirada, ciertas situaciones completamente irrelevantes en sí mismas pueden dejar de serlo, en cualquier momento, con el solo recuerdo de parecidas situaciones que quizá, en su día, no resultaron tan irrelevantes. Me limité a sonreír, echar un poco de agua tibia en el vaso de whisky e intentar convencerme de que Flora no había sido indiscreta con su comentario. «Está sola», me repetí, «y busca complicidad.» Sin embargo fue esto último —su necesidad de complicidad— lo que de pronto me hizo ponerme en guardia. ¿Por qué a las parejas que llevan un cierto tiempo juntas no se las deja en paz? Me imaginé precisando: «Sí, desde hace quince años». Y a ella, redondeando los ojos con exageración: «¡Qué barbaridad!». Pero, al tiempo, diciéndose para sus adentros: «Estupendo. Deben de aburrirse como ostras. Ya tengo compañía en Estambul». Por eso, pedí cerillas al camarero, encendí un cigarrillo y empecé —un tanto precipitadamente quizás— a hablar de Agatha en Estambul.
Todos sabíamos de la famosa «desaparición» de Agatha Christie, pero, por si acaso, se lo iba a recordar someramente. Fue en el año 1926. Diez días en los que el mundo la dio por muerta y en los que posiblemente la autora perdiera la razón o sufriera —y esto parece lo más probable— un agudo ataque de amnesia. Aunque, según algunas versiones, todo se redujo a una astuta estratagema para llamar la atención —de su marido fundamentalmente— y evitar lo que en aquellos momentos se le presentaba como una catástrofe. La separación. El abandono. Pero si eso fue realmente así, de nada le sirvió (al poco tiempo el marido conseguía el divorcio y se casaba con una amiga común). Lo que yo ignoraba hasta llegar al hotel —y seguramente ellos tampoco estaban enterados— era la pretensión de que la clave del misterio se hallaba precisamente allí, en el cuarto piso del Pera Palas, en la habitación que ahora llevaba su nombre: AGATHA CHRISTIE. Y, bien mirado, no tendría nada de raro que la autora, en sus frecuentes visitas a Estambul, entre 1926 y 1931, escribiera un diario, emborronara unos papeles, explicara, en fin, qué es lo que realmente había ocurrido en aquellos días secretos. Lo que ya resultaba más difícil de creer era…
—Por favor —atajó Julio apurando su raki—. No nos vas a contar ahora lo que está enmarcado en todas las paredes del hotel. La historia de la médium, el espíritu de la escritora señalando una habitación concreta, el hallazgo de una llave…
—Una bonita historia —concedió Flora—, y dice mucho en favor de quien se la inventó. Es la forma de que un hotel siga vivo… Aunque sea gracias a los muertos.
—No me entendéis —protesté. Pero posiblemente era yo quien empezaba a no entenderme.
Iba a decir algo. Sí, pero ¿qué? Entonces hice lo que ningún desmemoriado debería hacer: seguir hablando como si tal cosa a la espera de recuperar el hilo. Lo primero que quise dejar bien sentado —o que, en aquellos momentos, decidí, iba a dejar bien sentado— era que yo no pertenecía a la deleznable estirpe de adoradores de famosos. Es más, a lo largo de mi vida había tenido la oportunidad de conocer a algunos, y siempre había declinado amablemente la invitación. No me refería a simples famosos, gente que aparece en los periódicos por cualquier razón, ni tampoco a personajes que se hubieran distinguido en las artes, las letras, o lo que fuera, sino precisamente a aquellos personajes de los que, por encima de todas las cosas, admiraba sinceramente ese «lo que fuera» en el que se habían distinguido. En esos casos —y las ocasiones ascenderían más o menos a media docena—, ¿qué les podría decir yo, de natural tímida, que no supieran ya, que no se les hubiese dicho antes? Prefería los encuentros casuales, espontáneos. (Me detuve y pedí otro whisky. Ya no tenía la menor idea de por qué lado iba el hilo primitivo que deseaba recuperar.) Como tampoco había sido jamás una recolectora de anécdotas, ni devota o fanática de peregrinajes «en recuerdo de…», o «a la manera de…», y odiaba —también y sobre todo— a la gente que, con conocimiento personal o sin él, se refería a sus ídolos por el diminutivo, el nombre de pila, el apelativo cariñoso con que sólo sus allegados les trataban en familia. Y, aunque esto podía parecer (y aquí encontré un inesperado cabo con que recomponer en lo posible mi parlamento) una contradicción, no lo era en absoluto. A Agatha Christie yo la llamaba Agatha. Porque sí. Porque me sentía con todo el derecho; el derecho que otorga el cariño. Un privilegio que, por otra parte, no era de mi exclusividad. Y entonces rememoré el colegio. Sus novelas, forradas de papel azul, corriendo, hasta destrozarse, de pupitre en pupitre; el parapeto de cuadernos y diccionarios tras el que ocultábamos nuestra pasión lectora; algunos títulos —La venganza de Nofret, La casa torcida, Asesinato en el Orient Express—, e iba ya a recitar, emocionada, la lista completa de compañeras de clase, cuando, como en una iluminación tardía, caí en la cuenta de que no había ningún hilo por recuperar —ahora recordaba que había empezado a hablar de Agatha para evitar hablar de otras cosas—, desde hacía rato Flora y Julio no me escuchaban, y nada ocurriría —de hecho nada ocurrió— si alzaba la voz, la bajaba, o, bruscamente, me quedaba muda.
Siguieron con raki. Se estableció una comunicación de la que yo, sola ante mi whisky tibio, quedaba automáticamente excluida. Los alcoholes tienen sus normas, sus alianzas, su ritmo. «Ante la imposibilidad de remontar la noche», me susurraron los restos de sabiduría, «lo mejor es desaparecer.» Me levanté, dije amablemente que me sentía muy cansada, pero, pese a mis protestas, Julio y Flora también se pusieron en pie. Fue un completo absurdo. De nada me sirvió insistir en que el hotel estaba a la vuelta de la esquina o que el camino de regreso, aun de noche y lloviendo, no resultaría ni más largo ni más oscuro que durante el día. Además, si se trataba de acompañar a alguien en el corto trecho de calle no era, desde luego, a mí. Yo avanzaba con cautela, intentando sortear los charcos, el barro, las montañas de carbón que aparecían junto a algunos portales y de las que se desprendía ahora un líquido negruzco. Pero ellos lo hacían tras de mí, a ritmo-raki, hablando sin parar, obligándome a aguardarles e indicarles los socavones. «Mañana no se tendrán en pie», pensé. Pero fue precisamente en aquel momento cuando di un paso en falso, tropecé, me llevé mecánicamente la mano al tobillo y, apoyada en la puerta del hotel, recordé de pronto una de las razones por las que me había puesto a hablar de Agatha. Existía un hilo, claro, un hilo ocasional, una anécdota concreta, pero, sobre todo, el intento de evitar que se hablara de otra cosa.
—Oye —escuché casi enseguida a mis espaldas—, ¿cuántos años dices que lleváis casados?
Y después, mientras entrábamos en el vestíbulo, chorreantes y envueltos en barro:
—¡Qué barbaridad!
A las nueve de la mañana sonó el despertador. Julio se incorporó de un salto, y yo, con los ojos aún cerrados, me pregunté quién era, dónde estaba, de dónde venía y, sobre todo, adonde se suponía que debía de acudir tras aquel toque de diana que me hacía aterrizar bruscamente en el mundo. La última pregunta encontró inmediatamente una respuesta. No iba a ir a ningún sitio. El tobillo se había hinchado espectacularmente, tanto que, observándome ante la luna del armario, no podía dar crédito a lo que estaba contemplando. El pie izquierdo mostraba el aspecto de siempre: delgado, incluso huesudo, tal vez más anguloso que de ordinario. El otro, en cambio, tenía toda la apariencia de una broma. No se podía afirmar que fuera deforme o monstruoso. Aislado, en sí mismo, aquel pie podía resultar perfectamente normal. Era un pie regordete que presagiaba una pierna rechoncha, incluso obesa, seguramente gigantesca. Recordé lo que, según se dice, ocurre con los heridos a los que les ha sido amputado un miembro. Lo siguen notando, les sigue doliendo, de alguna manera el órgano sigue allí. A mí me sucedía justamente lo contrario. No podía reconocer aquel apéndice como propio. Intenté sin resultado introducirlo dentro de un calcetín. En aquel momento Julio salió del baño. Duchado, vestido, afeitado. Fresco como una rosa.
—Mira —dije.
El médico del hotel apareció a los cinco minutos. Me untó de crema, hurgó en su maletín hasta dar con un frasco de pastillas rojas, sugirió, en perfecto inglés, que me moviera lo menos posible durante un par de días, y precisó que debería tomar los calmantes cada cuatro horas. Después, inesperadamente, me oprimió el tobillo y yo solté un alarido de dolor. «Cada tres», corrigió. Cuando Julio le acompañó hasta la puerta yo seguía mirando mi pie con incredulidad. ¿Cómo me había podido ocurrir aquel percance? Maldije para mis adentros los excesos de la noche anterior, la idea misma de cenar en el Yacup, la absurda apuesta por alcoholes conocidos, aunque de importación dudosa, en detrimento del inocente, vernáculo e inofensivo raki. Pero sólo acerté a decir: «Anda, déjame uno de tus calcetines». Y me tomé una pastilla roja.
La mañana era tan oscura como un atardecer. Me instalé en el bar, junto a la ventana, rodeada de lápices, cuadernos, libros. Ahora me alegraba de encontrarme allí, con los ojos pegados al cristal, observando a la gente encorvada, aterida de frío, cruzando la calle a toda prisa. O volcada sobre un libro. Intentando leer a la tenue luz de la lamparilla de la mesa. Estaba sola, con excepción del camarero que dormitaba al fondo, tras una barra sin clientes, o el pez que a ratos parecía mirarme desde el interior de un acuario iluminado en el centro mismo de la sala. Era un pez grande, negro, decididamente feo. Lo observé mejor. Era también un pez raro, muy raro. Se hallaba suspendido en la mitad justa del acuario, boqueando. De cuando en cuando, sin embargo, iniciaba un movimiento ascendente, ocultaba el morro, mostraba la panza y entonces se producía un efecto curioso. No sé si todo se debía a la distancia a la que me hallaba —o tal vez eran las branquias, las aletas, las contracciones de sus músculos para bombear el agua—, pero a ratos se diría que el pez dejaba de ser pez —enorme y feo— para convertirse en un rostro grácil, infantil incluso. Un rostro de dibujos animados. Tuve que esperar a la tercera transformación para reconocerlo. «Campanilla.» Sí, aquel terrible pez, de pronto, se convertía en Campanilla. Nunca había visto nada igual y, por un momento, me pregunté si el camarero del fondo, que ahora bostezaba sin disimulo, habría sufrido alguna vez, en una mañana oscura como aquélla, una ilusión parecida. Después ya no me pregunté nada. Ahora era yo la que me había quedado atontada, observándole, esperando a que se decidiera otra vez a ocultar el morro, a mostrar la panza, a convertirse de nuevo en lo que yo sabía que era capaz de convertirse. El sonido de una campanilla, una campanilla de verdad, me sacó del ensueño. El botones llevaba una pizarra. Leí el número de mi habitación: me llamaban por teléfono.
—¿Cómo estás?
Era Julio. Me hallaba aún algo embotada y tardé un poco en responder.
—Acabo de encontrarme con Flora, en la calle —prosiguió—, y hemos descubierto un restaurante estupendo. Está en Kumkapi, frente al mar. ¿Por qué no pides un taxi y te vienes para aquí?
Miré el calcetín azul, su calcetín azul, lleno de claros, con los puntos tensados al máximo. ¿Era posible que no se hubiera dado cuenta de la magnitud del percance? Dije que prefería descansar.
—Como quieras. Volveré al hotel dentro de un par de horas.
Regresé a la mesa junto a la ventana. Los transeúntes seguían cruzando la calle encorvados y la mañana se había hecho aún más desapacible, más oscura. «Kumkapi», me dije, «Kumkapi.» ¿Se podría distinguir el mar desde aquel restaurante en Kumkapi frente al mar? Miré de nuevo hacia el habitante del acuario —ahora horizontal, inmóvil, en su calidad de pez enorme y feo— y entonces, no sé por qué, pensé en «desproporción», en la tarde anterior, en el vestíbulo, en Flora… Sí, estaba pensando en Flora, o mejor, de pronto me parecía comprender la desproporción de su mirada.
No era una mirada hacia mí, sino hacia adentro, y en resumidas cuentas, aunque apuntara a lo mismo —la evidencia de que Julio estaba con su mujer o con una mujer, daba igual, y que esa evidencia la contrariaba—, ahora, si me esforzaba por reconstruir nuestro primer encuentro en el vestíbulo, me parecía apreciar una chispa, cierto fulgor en sus pupilas, un brillo. Quizá tan sólo las secuelas de un brillo. Un destello que se apagaba bruscamente en cuanto me estrechaba la mano, pero que me conducía de inmediato a lo que pudo haber sido antes, momentos atrás, cuando Flora todavía no me había sido presentada como Flora y no era más que una melena oscura sentada en un sillón enfrente de Julio. Sí, yo era una sorpresa. Pero una sorpresa en relación con todo lo que ella debía de haber fabulado en silencio. Y ahora me atrevía a adivinar la primera mirada de aquella mujer, para mí aún anónima, conversando con un hombre con el que parecía encontrarse a gusto. Una mirada luminosa, segura, seductora. La mirada de una mujer con proyectos, con planes, con una feliz idea en mente que mi súbita aparición, mi mera existencia, dejaba sin efecto. Por lo menos sin efecto inmediato… Porque ¿no estaban almorzando tranquilamente en Kumkapi, en un restaurante maravilloso, a orillas del Mármara? Y yo aquí, mientras tanto, contemplando embobada cómo un pez monstruoso se convertía en Campanilla.
Me tomé otra pastilla. El médico había acertado con el tratamiento. Si no miraba hacia el suelo, a ese bulto amorfo envuelto en un calcetín azul, podía llegar a olvidarme de la razón por la que estaba pasando la jornada inmovilizada en el bar. Pedí un club sándwich, saqué Türkçe Öğreniyoruz del bolso y lo abrí por la primera página. Ben, Sen, O, Biz, Siz, Onlar… Pero Julio y Flora se tomaron su tiempo. Porque cuando aparecieron en el bar era ya de noche, había llegado a la lección seis, sabía contar hasta cien, podía ir de compras y conjugaba, prácticamente sin error, unos cuantos verbos.
—Podríamos cenar aquí, si te parece —dije.
Lo hice en voz baja, señalándole a Julio el calcetín azul. Nunca me ha gustado sentirme enferma o, peor aún, hacer valer mi condición de enferma. Pero estaba claro que no me encontraba con ánimos de caminar por el barro.
—¡Qué horror! —soltó Flora. Y yo, sorprendida, me volví hacia ella—. Sólo pensar en comida…
Escuché impertérrita la relación exhaustiva de los manjares degustados en el restaurante de Kumkapi. Los copiosos postres que el propietario se había empeñado en ofrecerles y que ellos, por cortesía, no tuvieron más remedio que aceptar. Las generosas copitas que siguieron luego en el interior de la vivienda. Su regreso a pie —se encontraban tan pesados que necesitaban caminar, airearse—, la visita a las cisternas que, como por arte de magia, se cruzaron en su camino. Aquí, Julio, entusiasmado, tomó el relevo del discurso. Aquello era un espectáculo gigantesco, inenarrable, lo más impresionante que había visto hasta entonces. Una auténtica catedral sumergida a la que me llevaría en cuanto me hubiera recuperado. No le importaba visitarla por segunda, por tercera vez… Pero Flora —que ahora volvía a tomar la palabra— había oído hablar de otras cisternas, no tan conocidas, unas cisternas de mil y una columnas que tenían la ventaja de encontrarse en el mismo estado en el que fueron redescubiertas. Sin luces, ni música, sin todas esas estupideces. «Exactamente aquí», dijo entonces Julio. «A ver…», murmuró Flora, y los dos, sin dejar de hablar, desaparecieron tras un plano recién desplegado.
Tuve de pronto una sensación parecida a la de la noche anterior. Ellos estaban en otro nivel, en otro ritmo. El ritmo-cisterna había relevado al ritmo-raki, pero el resultado era el mismo. Hacía rato que había encajado la evidencia de que aquella noche iba a cenar sola. Aunque, en aquel momento, ¿no era como si me encontrara sola? «Ya te lo decía yo», murmuró una voz inoportuna. Ellos, ocupados en localizar cisternas, no parecían haber reparado en nada. Pero yo no había movido los labios, el camarero seguía bostezando al fondo, tras la barra, y aquella voz me resultaba al tiempo familiar e irritante, conocida y desconocida. Me acordé de cierto «Mmmmmm», el día anterior, en el vestíbulo, cuando Flora se había perdido ya en la puerta giratoria, y Julio y yo seguíamos sentados en el sofá, bajo las grietas de la bomba. No era quizás un murmullo tan admirativo como creí entonces, ni desde luego procedía de ninguna de las mesas vecinas. El tono de aquel «Mmmmmm» y el sonsonete de lo que acababa de escuchar se parecían sospechosamente. Pero no caí en la tentación de preguntar: «¿Quién eres? ¿De dónde sales?», tal vez porque temía la respuesta. «Los cuarenta años», supe enseguida que podía decirme. «¿De qué te sirve la experiencia acumulada durante cuarenta años?»
—¿Y tú? —oí en un momento en que casi había llegado a convencerme de mi invisibilidad y ya no sabía muy bien con quién estaba hablando. Era Julio. El plano aparecía ahora plegado sobre la mesa—. ¿Qué tal has pasado el día?
Cerré Türkçe Öğreniyoruz y señalé hacia el acuario.
—Ese pez horrendo —dije— se transforma a veces en Campanilla.
«Hay cosas que deben emprenderse en soledad.» Eso fue lo que me dije al día siguiente, sentada en el bar, junto a la ventana, en una mañana casi tan oscura como un atardecer. La lección siete se estaba revelando sorprendentemente ardua, espinosa. No sólo me resultaba infranqueable, sino que, de pronto, ponía en tela de juicio todo lo que creía haber aprendido hasta entonces. No me importó. A menudo, con los idiomas, solía pasar lo mismo. Era como si te abrieran una puerta de par en par y luego, sin mediar palabra, te la cerraran en las narices. «Una buena señal», me dije también para darme ánimos. «Ahí está la prueba de que voy avanzando.» Pero hacía ya un buen rato que estaba pensando en otras puertas. En la giratoria por la que había desaparecido Julio de buena mañana y, sobre todo, en la que me aguardaba en el último piso del Pera Palas. Sí, hay cosas que sólo deben emprenderse en soledad.
El ascensor me dejó en mi rellano, pero no me metí en la habitación, sino que aguardé unos segundos y subí a pie hasta el cuarto piso. En la habitación 411 había vivido Agatha. Era una zona abuhardillada, de dormitorios angostos. Algunas habitaciones aparecían abiertas. Sonreí a los chicos de la limpieza y miré con disimulo hacia el interior. La 411 estaba cerrada. Escudada en el rumor de las aspiradoras me agaché y miré por el ojo de la cerradura. El dormitorio estaba a oscuras y no vi absolutamente nada, pero todo llevaba a pensar que era muy parecido a los otros. Un cuarto modesto, con una cama grande bajo el techo inclinado y un escritorio. La historia de que allí, entre aquellas cuatro paredes, se encontraba el secreto de la pretendida desaparición de la escritora no me importaba demasiado. Agatha, en su autobiografía, apenas se refería a esa etapa de su vida en la que creyó perder la razón, ni tampoco, toda una dama, se cebaba en las jugarretas de su primer marido. Ahora me venía a la memoria una frase sabia: «De todas las personas que te pueden fastidiar, el cónyuge es el que está mejor situado para hacerlo». (¿O no era «fastidiar», sino algo más fuerte?, ¿o tampoco se trataba de «el cónyuge»?) En todo caso era una frase sabia, fría, desprovista de resentimiento, tal vez porque tan sólo la pronunciaría de mayor, cuando el estado de confusión en que la había sumido el abandono del coronel Christie quedaba en su lugar, en el espacio, en el tiempo, porque ya Agatha había vivido —estaba viviendo aún— su gran amor con Mallowan, el arqueólogo al que casi doblaba en edad, su segundo marido. Sí, Agatha, desde hacía años, era Agatha Christie Mallowan, una anciana ocurrente, feliz. Y ahora yo la imaginaba, a ella que tanto amaba la vida, condenando a muerte a algunos de sus personajes, inclinada sobre el escritorio con una pluma de ave en la mano, tomándose de vez en cuando un respiro, cavilando entre las mil y una formas de ocultar un cadáver, borrar huellas, crear puertas falsas para despistar a sus lectores. Y de pronto sonreír: «Eso era. Ajá». Y volver a inclinarse sobre el papel, para después consultar el reloj —las cinco menos cuarto— y dudar por un instante entre enterrar, calcinar o descuartizar un cadáver, o arreglarse de una vez, recomponer el peinado y bajar a tomar el té, ignorando que en aquel salón, en que ella no era sino una de las muchas damas inglesas que cada día a las cinco tomaban el té en un servicio de plata, sólo su presencia perduraría. SALÓN AGATHA CHRISTIE. Pero aquella mujer de cabello cano, que ahora yo veía preparando pócimas, descartando venenos, confundiendo a lectores, personajes y policías, no podía ser la misma Agatha que ocupó en aquellos tiempos la 411. La escritora tendría entonces unos treinta y tantos años. Casi como yo. Le oscurecí el cabello, cambié la anacrónica pluma de ave por una estilográfica y la hice pasear por el cuarto angosto. Fuerte, erguida. «Eso era. Ajá.» Pero aquella ensoñación, la nueva Agatha, no resistió más que unos segundos. Enseguida reparé en que la mujer canosa y despeinada no se resignaba a abandonar su escritorio. Ahora escrutaba a la Agatha joven con curiosidad. No parecía muy convencida, pero sí que se estaba divirtiendo. Y, después, parpadeaba ligeramente —¿una mota en el ojo?, ¿una fugaz escena que no deseaba recordar?— y sonreía. Pero ya no miraba al espacio vacío que había dejado la desaparecida. Fue una sensación breve, inexplicable. Agatha, a través de la puerta cerrada, me estaba sonriendo a mí.
De regreso al cuarto me tumbé en la cama. Me encontraba a gusto en el hotel, en esa soledad obligada a la que me había conducido un pie deforme al que ya no guardaba ningún rencor. Coloqué el frasco de pastillas rojas sobre la mesilla de noche y consulté el reloj. Las dos y cuarto. Aún faltaba media hora para la próxima dosis. Descansaría un poco, disfrutaría de la maravillosa sensación de hacía unos instantes, dormiría quizá. Puse la alarma a las tres menos veinte y cerré los ojos. Casi enseguida un timbre me despertó sobresaltada. Incrédula miré el despertador. Era el teléfono.
¿Julio, otra vez? O mejor, ¿se trataba de que Julio otra vez se había encontrado por casualidad con Flora, en el inmenso Estambul y se disponían ahora a almorzar con toda tranquilidad en un restaurante delicioso? ¿Se trataba, en fin, de que aquella noche me iba a tocar de nuevo cenar sola?
—Hola, ¿cómo estás? —dijo Flora.
Tardé un buen rato en responder. Flora no había mencionado mi nombre. Tal vez porque era innecesario, tal vez porque no lo recordaba.
—Como no te he visto en el bar… —prosiguió—. ¿Qué tal el pie?
—Igual —dije.
—De modo que sigues inmovilizada… ¡Qué mala pata!
No era un chiste fácil, ni siquiera una ironía, una broma. Flora llamaba desde el bar para interesarse cortésmente por mi salud. Le di las gracias. Sin embargo aquel súbito interés por mi salud no acababa de cuadrar con la imagen que me había hecho de Flora. Cuando colgué, miré el calcetín —hoy negro— y la palabra in-mo-vi-li-za-da no pudo sonarme peor.
—Agatha en tu lugar hubiese hecho algo —oí.
Era la voz. Esa voz que surgía de dentro, que era yo y no era yo, que se empeñaba en avisar, sugerir y no aportar, en definitiva, ninguna solución concreta. Pero no tuve tiempo de recriminarle nada. Enseguida, como si alguien en el cuarto hubiera prendido una luz, vi un número salvador, un rótulo parpadeante, al tiempo que mis labios —esa vez sí fueron mis labios— pronunciaban una cifra: «Cuarenta y cuatro». Me puse a reír. «Eso era. Ajá.» Porque de pronto recordaba algo, algo sin interés, algo que en cualquier otro momento me hubiera traído sin cuidado. Pero no ahora. Julio —¿cómo podía haberme olvidado?— calzaba un ¡cuarenta y cuatro!
La avenida Istiqlâl me pareció más agradable que de ordinario. O quizás era yo, obligada a caminar a paso lento, quien de pronto se sentía integrada, como un vecino más, un comerciante, un ama de casa que sale de compras. Estambuleña, me dije. Y la terrible palabra, contemplada con horror en guías y manuales, no me pareció ya una equivocación, un despropósito. Porque, en cierta forma, me sentía estambuleña. O mejor, acababa de pasar, sin proponérmelo, de turista a residente, una categoría mucho más cómoda y amable. Llevaba una gabardina hasta los pies y, si no fuera por éstos, los pies, apenas me distinguía de las demás transeúntes. En un momento un niño me tiró del extremo del cinturón. Estaba sentado en el suelo, frente a un tenderete de perfumes y mostraba una pierna deforme. Miré los precios. Eran sorprendentemente bajos, irrisorios. ¿Contrabando? ¿Imitaciones de trastienda? El niño se había quedado detenido en el mocasín de Julio. Luego alzó la vista. La bajó de nuevo hacia el otro, el mocasín izquierdo. Yo le sonreí con ternura. ¿Sabría él que lo mío era meramente transitorio? O, por el contrario, ¿me habría tomado por un igual, alguien acostumbrado, desde su nacimiento, a cargar con la desproporción, con la diferencia? Volví sobre los perfumes y me gustó un nombre: Egoïste, de Chanel. No se perdía nada con probar.
A pocos pasos divisé una zapatería. Entré por la sección señoras y salí por la de caballeros. El modelo era casi el mismo. Dos botas de cuero. Un treinta y siete para el pie izquierdo, sección bayan; un cuarenta y cuatro para el otro, sección bay. Llevaba una gran bolsa con las botas sobrantes y los mocasines dispares, y me la eché al hombro. La luna de un escaparate me devolvió la imagen de un improbable Papá Noel. Paseé por Çiçek, compré un ramo de flores y me detuve ante los puestos de pescado, de frutas, verduras. Me sentía contenta, extrañamente libre. Al llegar al hotel un limpiabotas se precipitó sobre mis pies. Sí, mi calzado recién estrenado acusaba ya las huellas del barro. «Diez mil libras», escuché, y puse el pie derecho sobre la reluciente caja.
—Veinte mil —dijo de pronto.
Aquello no podía ser verdad. ¿Desde cuándo se doblaba un precio después de apalabrado? Ahora el hombre, observando mi sorpresa, componía un significativo gesto con las manos. Una circunferencia cada vez más grande que, estaba claro, pretendía sugerir «extensión». Indignada, retiré el pie. Me sentía una coja congénita, una residente, estambuleña de toda la vida, y aquello me parecía un atropello.
—Tamam, diez mil —convino el hombre. Y añadió algo que, me pareció entender, se trataba de una condición, un pacto. Me dijo su nombre: Aziz Kemal. Y él, Aziz Kemal, me limpiaría el calzado cada día.
—Tamam —dije yo.
Y di por concluida mi jornada.
Flora, aquella noche, cenó sola en el hotel. Al salir distinguí su perfil entre las mesas del comedor y me pareció pendiente de algo, del reloj tal vez, de nuestra aparición posiblemente. Ahora no me quedaba ya la menor duda del sentido de su amable llamada. Comprobar que me hallaba inmovilizada en la habitación y colegir que, aquella noche, no tendríamos más remedio que cenar en el hotel. No es que me alegrara, pero, menos aún, que me entristeciera. Es más, a decir de la voz, eso estaba bien «Muy, pero que muy bien». Julio, ajeno a mis pensamientos, también parecía contento. «Mañana ya te habrás recuperado. Podríamos ir a Bursa, a Nicea…» Anduvimos por Istiqlâl en dirección a la plaza Taksim. El niño de la pierna deforme seguía allí, sentado en el suelo, al frente de su tenderete de perfumes. Hacía frío y deseé que tuviera una buena noche. El propietario de la zapatería, que ahora bajaba una pesada persiana metálica, me saludó. Muchos de los comercios estaban cerrando. Al llegar a la plaza vi al limpiabotas. Llevaba sus enseres recogidos en la caja reluciente y todo parecía indicar que se hallaba esperando un autobús, el transporte que iba a conducirle a su casa después de una agotadora jornada de trabajo. Trazó una espiral con la mano que parecía recordar: «Mañana». Sí, claro, hasta mañana. «Aziz Kemal», dije como única explicación, con un mal disimulado gesto de orgullo.
Cenamos en un restaurante pequeño, en una de las calles que desembocan en Taksim. Julio se había informado de la mejor manera de llegar hasta Bursa. Además, existía un hotel muy adecuado para mi estado. Sacó un folleto del bolsillo y me mostró unas termas de mármol. «Será como si estuvieras en un balneario. Igual.» Se moría de ganas de viajar. Yo le miré con ternura. Sí, seguramente, mañana ya estaría bien.
—¿Y Flora? —preguntó de pronto—. ¿Has visto a Flora?
En aquel mismo instante, el pie, como si despertara de fármacos y calmantes, empezó a protestar. Saqué un par de pastillas del bolso.
—Me ha parecido verla. Al salir.
—Podríamos haberla invitado —añadió.
Me pregunté por qué. Por qué demonios teníamos que haberla invitado. Pero la voz sugirió: «Prudencia». Tragué las pastillas y bebí un vaso de agua.
—¿Por qué? —pregunté cándidamente.
Ahora era Julio quien parecía sorprendido.
—Por nada en especial. Es una chica agradable, simpática. Y está sola.
Me serví un poco de vino. Tenía que decir algo. Tal vez: «Quizá sí. La verdad, no se me había ocurrido».
—Seguramente le gusta estar sola. Si no, viajaría acompañada, ¿no te parece?
—Viajaba acompañada —dijo Julio ante mi estupor. Y la voz, como siempre volvió a la carga: «Déjale que hable. Entérate de lo que ella le ha explicado. No estropees esta oportunidad»—. Con un amigo, un novio, en todo caso un auténtico pelma que le estaba dando el viaje. Parece que, por fin, ha logrado quitárselo de encima.
¿Y no sería al revés? Porque, o me hallaba completamente equivocada o la reacción lógica, previsible, razonable, en cuanto alguien se libera de un pelmazo, ¿no es disfrutar a fondo de la recuperada soledad? «Razón de más», podría decir. Pero la voz me había ordenado: «Prudencia».
—Razón de más —dije así y todo.
No había logrado imprimir a mis palabras el tono de despreocupación que me proponía. La oportuna visita del camarero con uno de los platos me impidió reparar en la expresión de Julio. Pero ahora, en ese breve intervalo en que la comida volvía a recuperar su protagonismo, se me presentaba la ocasión de dar el tema por zanjado. No estaba dispuesta a pasarme la noche hablando de los supuestos desplantes de Flora. Por eso, para no hablar de Flora, ataqué directamente el tema de la lección siete.
—Siempre ocurre lo mismo con los idiomas —dije—. Te abren una puerta, te invitan a pasar, te agasajan y regalan como perfectos anfitriones, para luego, en el momento más inesperado y como obedeciendo a un caprichoso cambio de humor, cerrártela en las narices.
Sí, el turco, como todas las lenguas, era un castillo del que no se conocen los planos. Y alguien, desde el castillo, me había tendido un puente levadizo, yo lo había franqueado y ahora, de pronto, me encontraba perdida en el patio de armas. Era, sin embargo, una buena señal. No me cabía la menor duda. Pero lo difícil, el verdadero reto, empezaba ahora. Tenía que hacerme con el manojo de llaves y desvelar los secretos de todas las cerraduras. Me divertí un rato imaginando sótanos, mazmorras, puertas falsas, pasadizos… Cuando me hallaba ya en una de las almenas me pareció que Julio tenía los ojos enrojecidos e intentaba disimular un bostezo.
—¡Ah! —dije de pronto pasando de la almena del turco a los altillos del Palas— he visto la habitación de Agatha.
Aunque en realidad (aclaré enseguida) no la había visto. Pero sí había podido observar otras, en la misma planta, y me habían parecido bastante modestas. Tanto, que empezaba a pensar —es más, estaba casi segura— que en el cuarto piso no habían vivido ni Agatha, ni ninguno de los nombres famosos que se leían en las puertas. Aquella zona, en otros tiempos, debía de haber estado reservada al servicio. Y ahora, sólo ahora, la recuperaban para el público y repartían los nombres al azar. Flora en esto tenía razón. Una forma de mantener el hotel vivo gracias a los muertos.
Julio dijo: «Ah», y llamó al camarero. Yo me quedé mirando la botella vacía de Villa Doluca. ¿Cómo podía haberme permitido rebajar mi encuentro, la extraña sensación de aquella misma tarde frente a la puerta 411? ¿Quién me mandaba hablar de mi incursión en el cuarto piso, y más en aquellos términos? Pero sobre todo, ¿por qué se me había ocurrido citar a Flora, aunque fuera de pasada, cuando se trataba precisamente de ignorar a Flora?
Me levanté y fui al baño. Tal vez no debía de haber mezclado las pastillas rojas con el vino. Me sentía un poco mareada y del grifo del agua fría sólo caía un chorro sin importancia. Abrí el bolso y me hice con el spray de Egoïste. Me rocié la nuca, el cuello, las muñecas. El olor era fuerte, penetrante. Un olor de trastienda. Ahora no había duda. Al salir, ya Julio me esperaba en pie, junto a la puerta, con mi abrigo en las manos.
—Se ha puesto a llover —dijo—. He llamado a un taxi.
Subimos al coche. Julio indicó la dirección y luego, al instante, empezó a agitarse desconcertado. Miró hacia la nuca del chófer, las flores de plástico que adornaban el volante, unos muñecos fosforescentes que se balanceaban en todas las direcciones. Empezó a olfatear sin disimulo, como un sabueso. Parecía estupefacto, irritado, ofendido.
—Egoïste —dije yo. Y le mostré el frasco.
Julio lo miró con incredulidad.
—Deberías pensar en los demás —gruñó secamente.
Y abrió el cristal de la ventana.
Ninguno de los dos tuvo que esforzarse por convencer al otro porque ambos, desde el principio, estábamos de acuerdo. Él partiría por la mañana. Un taxi hasta la estación, luego un barco hasta Yaloba, luego lo que encontrara, lo que hubiera planeado. Y yo aprovecharía para descansar. Andaría lo indispensable. Me acostaría pronto. Y el sábado me apuntaría a la excursión del hotel. Estaba escrito en recepción. Había excursiones a todas partes y, aunque en condiciones normales me fastidiaran los viajes organizados, ahora se trataba de algo muy distinto. Disfrutaría de las comodidades del autocar para llegar directamente a Bursa. Y, una vez allí, renunciaría a la vuelta, me quedaría con él en el hotel de las termas, de los baños turcos, de los mármoles. Pasearíamos por el bazar. O seguiríamos juntos a Nicea.
Era un plan a la medida. A nuestra medida. Le acompañé hasta la calle, le prometí que descansaría. Se le veía feliz, alegre. Yo también lo estaba. Las cosas —o así me pareció entonces— empezaban a recobrar su ritmo.
—Coche no bueno —dijo Aziz embadurnándome de betún y cuando ya el taxi de Julio desaparecía calle abajo—. Primo de Aziz Kemal taxi bueno. No problem. Faruk (primo Aziz Kemal) aquí, hotelda, saat once, buscar Madame.
—Tamam —dije ante mi sorpresa. Y aún alcancé a despedir a Julio con la mano—. De acuerdo.
Porque ¿no era estupenda la solución que me ofrecía el limpiabotas? Un coche a mi disposición, la posibilidad de desplazarme por Estambul sin faltar a mi promesa de descanso. Sí, las cosas estaban recobrando su ritmo. Mejorándolo, incluso. Pagué el importe del pacto y me fui al bar.
Pero quedaba Flora (Flora otra vez, ¡qué pesadita!). Y era curioso. Con Julio camino de Bursa había llegado a olvidarme completamente de su existencia.
—¿Y Julio? —preguntó.
Me había abordado frente al acuario del pez-Campanilla y ahora preguntaba: «¿Y Julio?», con un tono de despreocupación total, como si la cosa más normal del mundo fuera ésta. Interesarse por el marido de una mujer inmovilizada —o así creía ella— frente a la pecera de un bar.
—Ha ido a Ankara —repuse amablemente.
—Oh —dijo.
Me tomé una pastilla. Flora a mi lado me miraba, o así me pareció, con curiosidad, tal vez con desconfianza. Me sentí infantilmente feliz. Después de todo ¿estaba obligada a decir la verdad? ¿Debía tenerla al tanto de los movimientos de Julio? ¿Por qué no podía situarlo en el este cuando, en realidad se estaba encaminando hacia el sur?
—Vaya —murmuró. Y se encogió de hombros.
Aquello sonaba a despedida. Me concentré en el habitante del acuario. Era obvio que Flora no tenía nada que hacer allí, junto a una mujer pendiente de las reacciones de un pez que hoy se revelaba tediosamente amodorrado. Golpeé suavemente el cristal. El pez no se movió un milímetro. Pero entonces… lo vi.
Fue un reflejo que me devolvió el cristal, unos labios fruncidos, una expresión desmadejada, insulsa. Un abatimiento, digamos, que en sí mismo no tendría nada de sorprendente si no fuera porque distaba años luz de la indiferencia con la que acababa de encogerse de hombros y decir «Vaya» o la altivez con la que momentos antes había murmurado «Oh». La miré sin disimulo, casi con descaro. Flora, en un movimiento rápido, intentó, ¿cómo diría yo?, recomponerse. Pero ya la había descubierto. El perfil, ¡su perfil! Flora poseía un perfil hermoso, definitivo, contundente. La elegancia de sus rasgos, la perfección de sus facciones, quedaban, sin embargo, desmentidas en cuanto alguien, como yo ahora, la sorprendía de cara, de frente. Rodeé la pecera fingiendo observar el pez-Campanilla, pero ella, inmediatamente, hizo lo mismo en sentido contrario. Después se fue. No recuerdo si se despidió, si dijo «Hasta luego» o si no lo consideró necesario. Faltaban aún un par de horas para mi paseo con Faruk. El enigma de un rostro, murmuré. Y, como no tenía nada mejor que hacer, me dispuse a estudiar el perfil de Flora ¿Flora Perkins?, ¿Flora Smart?… Ya tendría tiempo de encontrarle un título.
Hay personas que son bellas siempre. Otras, sólo a ratos. Algunas, en contadas ocasiones. Únicamente cuando se sienten relajadas, descansadas, felices. Aunque tampoco este último extremo debería ser tomado al pie de la letra. Ahora recordaba de pronto a ciertos amigos, ciertas amigas, en los que el cuerpo se empeñaba en contradecir al alma. Que se crecían, estéticamente hablando, en la dificultad, en los problemas. Que se abandonaban y descuidaban en la bonanza. Pero todo esto me apartaba de mi objetivo. A la voz, y a mí también, nos divertía el juego. «Dejémonos de preámbulos», escuché. «Al grano.»
Porque el caso de Flora, si no único sí por lo menos parecía peculiar. Tanto que, ahora, contemplando las oscilaciones del pez-Campanilla, empezaba a sospechar que me había precipitado en algunos juicios. Tal vez la rareza que se desprendía de Flora, aquel no-sé-qué que me había provocado una irreversible tirria, los cambios bruscos de expresión que yo, ingenuamente, había atribuido a la existencia de oscuros proyectos, no eran más que el resultado previsible de un rostro sabedor de los encantos de un perfil y empeñado (ejercitado, entrenado) en mantenerlo a cualquier precio. Sí, ésta era la habilidad de Flora. Hasta el punto de que —una simple hipótesis— si Flora cometiese un asesinato, el crimen se realizara en presencia de testigos y éstos se encontraran distribuidos en distintos lugares de la misma habitación, ¿se podría, con sus declaraciones, construir un retrato-robot fiable? No estaba claro. Porque, pongamos por caso, los testigos que la hubieran visto de perfil, clavando un puñal (sí, sabía que Agatha prefería el veneno, pero a mí ahora me convenía un puñal) en el cuerpo de su víctima, ¿no la describirían como una hermosa mujer clavando un puñal? Una mujer extraña, fascinante, bella. Pero ¿y los otros? La propia víctima en el caso de que pudiera aún hablar ¿sería capaz de encontrar el dato, la singularidad, el detalle con el que se lograra identificar a la asesina? «Una mujer sin rasgos precisos. Anodina.» Pero ¿era Flora una mujer anodina? No, no lo era. Y lo más seguro es que en un momento como aquél, el momento conciso e importante de cometer su crimen, momento en el que se necesita, supongo, de la máxima concentración y empeño, no dejara, llevada por la costumbre, de alternar rápidos movimientos cara-perfil, perfil-cara, sumiendo en la más absoluta confusión a los hipotéticos testigos e incluso a la propia víctima. Porque nadie que la hubiera visto sólo unas cuantas veces se vería capaz de describirla. Es más, hasta la policía, habituada a disfraces, transformaciones, buena fisonomista como es de suponer, tardaría algo más de lo razonable en unir aquel perfil altivo con la cara desmadejada. Y aun después, cuando obtuvieran la ficha completa de la delincuente, por las calles de Estambul aparecieran carteles y bajo un gran SE BUSCA un par de fotografías de la forajida, no conseguirían otra cosa que confundir de nuevo a la ciudadanía. Porque para la identificación de Flora se necesitaba poseer un profundo conocimiento de las artes gráficas, penetrar los secretos de las representaciones dinámicas, de las simbiosis entre cara y perfil —con preponderancia de éste—, acudir al recuerdo de ciertas postales, ciertas láminas en las que en el tramado, con tal que el observador se moviera un poco, producía un efecto sorprendente. Una mujer que, de pronto, nos guiña un ojo. Un hombre que se convierte en mujer. Un león en tigre. Sí, el león, por ejemplo, deja de ser león para adquirir los rasgos del tigre. Pero hay un momento, un instante acaso, en que se vislumbra un león-tigre. Y ése era el punto. Preciso, indefinible. La fracción de segundos, total, reveladora, que si me esforzaba por concentrarme en el acuario, quizá lograría detener en el pez-Campanilla. Porque, ya desvelado el misterio de Flora, volvía con renovada curiosidad a mi pez. Pero aquella mañana —y de un momento a otro iban a dar las once— el habitante del acuario no quiso transformarse una sola vez en Campanilla.
Faruk se presentó a las once en punto. Era un hombre bajo, extremadamente bajo y corpulento, con un poblado bigote. Su coche, el «taxi bueno» que me había prometido Aziz Kemal, parecía salido de un desguace, un condenado a muerte a quien en el último momento le ha llegado el indulto. Hice como que no veía la mirada de estupor que le dirigía el portero y, una vez dentro, apalabramos un precio que me pareció justo y a él también, con lo cual, supuse, debía de ser directamente abusivo. Faruk parecía hombre de pocas palabras. Me preguntó adónde debía conducirme, en inglés, y yo le respondí que a la iglesia de Salvador de Jora, en turco. En esto fundamentalmente consistieron nuestras relaciones. Me llevó al palacio de los Commenos, a la muralla de Teodosio, a la mezquita de Mustafá Pachá, a la de Solimán, a la pequeña Santa Sofía. Me ayudaba a calzarme y descalzarme. Yo apenas caminaba, tan sólo en el interior de las iglesias, mezquitas o museos, cenaba pronto y me acostaba enseguida. Al segundo día, aunque seguía por comodidad usando el juego de botas, me encontraba ya restablecida y me despedí de Faruk. Él parecía contento de nuestro trato. Siempre que le necesitara no tenía más que decírselo a Aziz Kemal. «Tamam, Faruk. Tamam…». En aquel momento se puso a nevar.
—Lo siento —dijo el encargado de excursiones—, no hay plazas para Bursa.
Al principio me negué a creer lo que estaba escuchando. Me había informado en aquel mismo mostrador hacía dos días. Me habían dicho que en esta época, temporada baja, con frío, niebla, lluvia —y ahora, para colmo, nieve—, viajaba poca gente, muy poca.
—Tan poca —aclaró el empleado— que hemos tenido que suprimir el autocar. Del hotel saldrá un minibús. Y está completo.
Pensé en Faruk, en la posibilidad de utilizar su cacharro, pero al acto me vi a mí misma fumando un cigarrillo y a su poblado bigote pendiente del humo ante un capot abierto. Pensé en el trayecto normal. Un barco hasta Yaloba, en Yaloba un autobús. Después ya no pensé en nada.
—Completo —repitió el hombre cabeceando frente a una lista—. No se ha producido ninguna cancelación.
Era un gesto de desconfianza, no lo ignoraba. Pero me hice con el papel, recorrí nerviosamente la lista de pasajeros y me encontré con que la última reserva estaba a nombre de FLORA.
Visité las cisternas. Las del Palacio Sumergido y las de Las Mil y Una Columnas. Volví a Topkapi, al Harem, a Santa Sofía, a la Mezquita Azul, al Gran Bazar. Había dejado de nevar y de nuevo la niebla se señoreaba de una ciudad empeñada en mostrarse con intermitencias. ¿Existía Estambul? ¿Me hallaba yo en Estambul? Pero estas preguntas no eran más que el eco de otras. El recuerdo de una deliciosa sensación de irrealidad. De aquellos días en que Julio y yo descubríamos fascinados una ciudad de siluetas y a mí me gustaba creer que nos hallábamos en la garita de un gran mago, accionando resortes misteriosos, iluminando escenarios secretos, presenciando, en fin, actos del pasado detenidos milagrosamente en el tiempo. Pero Faruk era real, tremendamente real. Y además me había tomado confianza —a ratos parecía que incluso cariño— y, como si cayera en la cuenta de que su inglés era muy precario y decidiendo con precipitación que yo entendía turco, ahora no paraba de hablar. Hablaba y hablaba. Hablaba por los codos (en turco) y yo me limitaba a asentir, a decir «Evet», «Kepi», «Tamam», mientras, acomodada en el interior de su cacharro, me adormecía ante los largos parlamentos de los que no captaba más que algunas frases sueltas y una insistente cantinela. Istambul, Barcelona, Barcelona, Istambul… Barcelona era buena. Y Hassan Bey, sobre todo Hassan Bey. Por un momento pensé que hablaba de fútbol (con el mejor de mis ánimos dije: «Galatasaray») y supuse que Hassan Bey debía de ser un jugador excepcional. Y entonces él se tocaba la pierna (sí, no había duda, estábamos hablando de fútbol) y volvía a repetir: «Barcelona». Y luego: «Hassan Bey».
Uno de aquellos días me presentó a su madre. Vivían en Besiktas, a varios kilómetros del centro. La buena mujer me ofreció un té y me dio las gracias repetidas veces. Me hallaba algo confundida. ¿No era yo quién debía decir «Teşekkur»? ¿Por qué me agradecía tanto el que yo aceptara su té? ¿Por qué asentía gozosa cuando Faruk volvía a mencionar a Hassan Bey? ¿Le gustaba también el fútbol a la madre de Faruk? ¿Y por qué Faruk, en presencia de su madre, se palpaba la pierna en la forma acostumbrada y después, ante mi asombro, se levantaba la manga de la camisa y me enseñaba un bíceps?
—Esto te pasa por entrar tan fácilmente en los idiomas —dijo la voz.
Pero ya no era la voz de los cuarenta años, sino la mía, la de siempre. O tal vez las dos voces, igualmente amodorradas y perplejas, que acababan de fundirse en una sola.
—Por entrar y abandonar enseguida. Venga, haz un esfuerzo. Acude al diccionario. Intenta que Faruk vuelva a su olvidado inglés que no es peor que tu turco.
Así hice. Pero en el largo recorrido de vuelta al hotel sólo logré recomponer parte de aquel absurdo rompecabezas. Hassan Bey no era un fubtolista, sino el tío de Faruk, el hermano mayor de su madre. Tenía una agencia de viajes. Organizaba excursiones, tramitaba billetes (entonces me pareció entender aquel Istambul-Barcelona, Barcelona-Istambul), cambiaba fechas, no problem. Para Hassan Bey, por lo visto, nada era problem. Pero yo me hallaba exhausta. Repetí tres veces que ya tenía billete y le rogué que me dejara en el hotel. Al llegar, en la misma puerta, me encontré con Julio.
—¡Qué alegría! —dije.
Y, olvidándome de Faruk, me lancé a sus brazos.
No sé cómo empezó todo. Cómo, después del abrazo, de los besos, de la alegría por encontrarnos (cualquiera, al vernos, hubiera pensado en una ausencia de meses o años), de escuchar, ya en el cuarto, el relato de su pequeño viaje, las palabras, de pronto, empezaron a girar sobre sí mismas. Porque lo cierto es que nos sentíamos felices. Muy felices. Yo abría con ilusión el paquete que, sonriendo, me tendía Julio —un albornoz de Bursa— y me enteraba, también sonriendo, de la razón por la que los albornoces de Bursa tenían fama de contarse entre los mejores del mundo. Un sultán sibarita que deseaba lo más dulce y exquisito para su cuerpo. Y tal vez todo estuvo ahí. En ese pequeño detalle. En el sultán refinado envuelto en suaves toallas a la salida del baño. Porque esta placentera anécdota no parecía, a primera vista, muy propia de Julio (más bien se diría surgida de un manual, de una guía turística, o escuchada de algún usuario de curiosidades turísticas). Pero fue sólo un flash, un destello impertinente. Enseguida me probé el albornoz, comprobé admirada la suavidad del tejido y, más admirada aún, el hecho de que Julio, como rara excepción, hubiese acertado exactamente mis medidas. Y debió de ser entonces cuando reparé —y ahora era más que un destello— no tanto en lo que escuchaba como en lo que no escuchaba. Porque todo lo que durante aquellos días había intentado acallar resurgía de pronto. Y fue como si por unos instantes yo no me hallara allí, en el cuarto Sarah Bernhardt, felizmente envuelta en un albornoz de Bursa, sino en el mostrador del vestíbulo, asistiendo indefensa al cierre de la portezuela de un minibús que tenía que conducirme a Bursa.
—Ha sido una lástima que no pudieras venir —decía ahora Julio.
Parecía cansado. Acababa de quitarse los zapatos y se tumbaba en la cama. Pero entonces —Dios mío, cómo se me pudo ocurrir— yo me eché a su lado y me puse a hablar.
—Flora se me adelantó —dije.
Mi voz había sonado despreocupada, tranquila, pero supe enseguida que acababa de delatarme y el silencio que ahora reinaba en la habitación no presagiaba más que una catástrofe. Porque muy bien (pero eso se me ocurría demasiado tarde) podía haber dicho: «¿A que no sabes lo que pasó? Cuando fui a sacar el billete me encontré con que…». O quizás: «Una cuestión de mala suerte. Por cierto, ¿has visto a…?». Pero de todos los caminos posibles había escogido el peor.
—Dioses —dijo Julio entre dientes. Y se puso en pie—. Ya sabía yo que te pasaba algo.
Sabía, por ejemplo, que un nubarrón tenebroso, siniestro y, sobre todo, absurdo, rondaba por mi mente. Lo había notado en Estambul, pero luego, en Bursa, cuando se encontró con Flora —porque sí, en efecto, se había encontrado con Flora, pero ¿tenía eso algo de inconfesable?—, ella fue la primera en sorprenderse. «Te hacía en Ankara» había exclamado admirada. Porque yo, es decir, su mujer —y ahora le encantaría comprender qué misteriosos mecanismos mentales me habían conducido a decir lo que dije—, le había asegurado, con toda tranquilidad, que él estaba en Ankara. Por eso, porque mi actitud le parecía extraña, sospechosa, se había abstenido de nombrar a Flora. Y ahora venía la traca final: después de situarle caprichosamente en Ankara —ve a saber por qué, no conseguía explicárselo— no se me ocurría nada mejor que atribuir una oscura intencionalidad a Flora y a su excursión a Bursa. ¿En qué quedábamos? ¿No estaba él en Ankara? Le había dado el viaje. Sabía que le iba a dar el viaje.
—Me has dado el viaje —concluyó.
Pero yo no tenía la culpa. ¿Cómo hablarle de esa voz que me había obligado a ponerme en guardia? ¿Cómo decirle que a veces existe un sexto sentido al que nos es imposible desoír? ¿Cómo podía yo —y ahora le mostraba mi recuperado pie derecho— adivinar que me iba a torcer el tobillo en el momento más inesperado? Nadie está libre de un imprevisto molesto. Y eso era lo que me había ocurrido a mí. Un accidente.
—¿Accidente? —ahora Julio paseaba a grandes zancadas por la habitación—. Te empeñaste en beber whisky tras whisky, nos soltaste un rollo descomunal sobre Patricia Highsmith…
—Christie —protesté.
Pero Julio, me di cuenta enseguida, lo había dicho a propósito.
—El resto te lo has pasado dopada con esas tremendas pastillas rojas y con cara de imbécil. Moviéndote por la ciudad seguida de una corte de los milagros, empeñada en chapurrear un idioma que desconoces, en usar un perfume pestilente. Y encima, lo que faltaba, un ataque de celos.
Julio tenía razón. Probablemente tenía razón. Por un momento me avergonzó de mi conducta, de mis dudas, de mis pensamientos. Pero una palabra lleva a otra, y la otra te devuelve a la primera. Y él había dicho: «Nos soltaste un rollo». Y aunque ahora encendiera un cigarrillo y me asegurara —recalcando que no tenía obligación alguna, que lo hacía únicamente para dejar las cosas claras—, que nada había ocurrido entre ellos dos, nada de lo que pudiera aventurar mi imaginación enferma, su intervención, lejos de tranquilizarme, me ofendió. Ellos eran dos. Y yo, la enferma, les había dado la noche.
—No ha ocurrido —dije—, pero ocurrirá.
Julio parecía fuera de sí.
—¡Un oráculo! ¡Mi mujer es un oráculo! ¿Cómo se puede vivir con un oráculo?
Tenía razón, toda la razón. Pero, al cabo de un rato, dejó de tenerla. Porque si las palabras llevan a otras palabras, unos gritos a otros gritos y unas inculpaciones a otras, ahora ya no podía asegurar en qué tiempo nos hallábamos. Si estábamos realmente allí, en la habitación Sara Bernhardt, en un hotel conocido como Pera Palas, en una ciudad que respondía al nombre de Estambul, o si acabábamos de franquear el umbral del propio infierno. ¿Existía Estambul? ¿O no era nada más ni nada menos que un espacio sin límites que todos, en algún momento, llevábamos en la espalda, pegado como una mochila? ¿Era Estambul un castigo o un premio? ¿O se trataba únicamente de un eco? Un eco distinto para cada uno de nosotros que no hacía más que enfrentarnos a nuestras vidas. No llegué a ninguna conclusión. En aquel espacio impreciso desfilaron antiguas historias, viejas reyertas, episodios olvidados. Julio me insultó, yo provoqué que me insultara. Y, al final, terriblemente dolida, ofendida y deshecha, no podría haber asegurado con fiabilidad por qué me hallaba tan ofendida, tan dolida, tan deshecha. Flora, Bursa y la voz de mis cuarenta años quedaban ahora demasiado lejos.
En un momento oí que Julio se maldecía a media voz por haberme hecho caso en aquella ocasión, por haber aceptado un billete de ida y vuelta, un pasaje incanjeable, intransferible. «¡Un billete cerrado!», decía. Y, aunque no alcancé a escuchar nada más, supe inmediatamente lo que estaba pensando. Un billete cerrado que le obligaba al suplicio de permanecer conmigo durante cuatro largos días.
—Hassan Bey —dije.
Pero no me molesté en explicar que Hassan Bey era el tío de Faruk, que Faruk era el primo de Aziz Kemal, y Aziz Kemal el limpiabotas con el que había sellado un pacto. Me saqué el albornoz de Bursa, el invento del exquisito sultán tan cuidadoso de su piel, tan amante de los placeres. Y me puse la gabardina de Barcelona.
Pero ahora estaba allí. La fiesta había concluido y yo estaba allí, derrumbada en el asiento de un Boeing 747, abrochándome el cinturón, asistiendo embelesada —como si aquello fuera lo más importante, lo único— a las evoluciones de la azafata que, como en un ballet, mostraba delicadamente las salidas de emergencia, una a la derecha, otra a la izquierda, simulaba inflar un chaleco salvavidas, primero a la izquierda, luego a la derecha, desaparecía con una sonrisa tras la máscara de oxígeno, señalaba con unas uñas larguísimas los armaritos superiores de los que, en su caso, surgirían máscaras semejantes para todos y cada uno de nosotros. Me hubiera gustado que su representación no terminara nunca. Que aquellas manos cuidadas, rematadas por uñas larguísimas, no dejaran de formar figuras en el aire. Primero a la derecha, luego a la izquierda. Pero ya la azafata, etérea, volátil, imposible, se empeñaba en devolverme bruscamente a la realidad. Porque en un santiamén se despojaba del chaleco y de la sonrisa, adquiría una mirada hosca, un porte militar, y yo, indefensa, me refugiaba en la ventanilla, en unas brumas que me recordaban a mí misma, al sueño embarullado del que dentro de muy poco me vería obligada a despertar. Estambul a mis pies. Y yo volando a una altura de nueve mil metros.
¿Cómo podía haber sido tan imbécil para estropearlo todo? Porque ahora, una vez alcanzado mi objetivo, una vez sentada en el avión que me devolvía a Barcelona, ya no quedaba en mí el menor rastro de la sorprendente energía de la que había hecho gala durante todo el día anterior. Y en nada me parecía a aquella mujer admirable, dinámica. Haciendo maletas, moviendo resortes, buscando a Aziz Kemal, encontrándose de nuevo con Faruk, visitando a Hassan Bey. No problem. Nada, para Hassan Bey, era problem. Pero yo, ¿quién era yo? Una pasajera abatida que se sentía estúpida y culpable, que asumía enteramente la responsabilidad de un fracaso, que de repente veía a Julio como una víctima inocente de su imaginación, de su estulticia. Como si sus palabras, la escena insoportable en la Sarah Bernhardt —todas las escenas insoportables que habían cobrado vida en la Sarah Bernhardt— quedaran muy lejos, yo rememoraba a un Julio indefenso, querido, un Julio que —¿y fui yo quien lo pensó?— tal vez no existía más que en mi imaginación, en un amor que ahora le otorgaba sin límites, en la terrible y fatal seguridad de que lo había perdido. Pero ¿era Julio así? Además, ¿lo había perdido? Y sobre todo, ¿dónde estaba la voz, esa grave e impertinente voz que asomaba de pronto, desaparecía en cuanto le daba la gana y volvía a hacer acto de presencia en el momento más inoportuno? Para fastidiar. Unica y exclusivamente para fastidiar. Porque si esa voz prepotente, esa supuesta sabiduría de los cuarenta años, sólo servía para obligarme a actuar como una imbécil, mejor que no hubiera despertado nunca. Evoqué sus intervenciones una a una, el empeño diabólico de mantenerme en guardia, de convertir en definitivo lo que, según todas las apariencias, se presagiaba sólo como posible. Y ahora, ¿por qué no intervenía ahora, cuando me encontraba sola y abatida en el vuelo que me devolvía a Barcelona? La imaginé agazapada, en el asiento trasero, en la cabina, quizá junto a mí, en el lugar libre que quedaba entre mi butaca-ventanilla y la butaca-pasillo ocupada por un pasajero de mediana edad que, a ratos —¡también él!—, me dirigía miradas impertinentes, sorprendidas. ¿Notaría en mi expresión la batalla que libraba en aquellos momentos con la voz? ¿La apuesta por la ignorancia aun a sabiendas de que tampoco me quedaba contenta con la ignorancia? Pero la ignorancia, me decía, posee enormes virtudes. La de llevarte a actuar como si nada ocurriera. El ignorante es, a su manera, invencible. Nada puede contra un ignorante. Porque, en aquel momento, mi enemiga era la voz. Ojeé con voracidad el folleto para casos de emergencia y dudé entre un drástico abandono en paracaídas o un deslizamiento en una colchoneta hinchable. Me incliné por la última posibilidad. Sí, así la facturaba yo. Descalza, con una figura tan imprecisa como la del dibujo, moderadamente ridícula, claramente segura. «Adiós», dije (creo que lo dije en voz alta). Pero ella —y eso me sorprendió— no protestó, no dijo nada, no soltó una sentencia, una amenaza, un juicio. ¿Me había liberado realmente de la voz?
Abrí mecánicamente el bolso, saqué una cajetilla de cigarrillos y me hice con un sobre que me había dado Faruk en el aeropuerto. El buen Faruk, mi compañero fiel de los últimos días, mi único interlocutor, aunque poco entendiera de todo lo que con tanta vehemencia intentaba comunicarme. Vi unas postales, unos folletos, propaganda de la agencia de su tío Hassan. En aquel momento el sobrecargo indicaba a través del altavoz que dejábamos atrás el mal tiempo y dentro de muy poco, a nuestra izquierda, aparecería la península Calcíclica. «Los tres tentáculos de la península Calcíclica.» Mi ventanilla estaba situada a la izquierda. Vi cómo las brumas se disipaban y de pronto surgió el sol. Fue un espectáculo prodigioso que, sin embargo, no duró más que algunos segundos. Porque la visión del monte Atos o la silueta lejana del Olimpo dejaron paso rápidamente al Cuerno de Oro de aquel Estambul que ya quedaba lejos. Y ahora yo lo disfrutaba en toda su luminosidad, su esplendor. ¡El Cuerno de Oro! Y ahí estaba Julio, asistiendo fascinado a lo que durante tantos días se nos había negado. El sol, el Cuerno de Oro. Y a su lado Flora, de perfil, probablemente más feliz aún —al fin y al cabo, ¿había algo inconfesable entre ellos?—, porque de todas las nubes que se habían cernido hasta entonces sobre la ciudad, la peor de ellas —el nubarrón negro y siniestro— había tenido que adelantar inopinadamente su regreso. ¿A causa del pie? Sí, eso era lo que Julio, tan celoso de su intimidad, le habría comunicado. Tan educado, tan caballeroso. ¿Cómo hacer partícipe a Flora de algo en lo que ella, pobre, no había intervenido? Y hasta mi pie, ahora perfectamente recuperado, se revolvió inquieto dentro de una bota a su medida. Porque Flora y Julio, desde lo alto, formaban —debía reconocerlo— una buena pareja.
«Ya lo ves, Agatha. Ya lo ves.» No había tenido tiempo de despedirme. Ni un rato perdido para pasearme por el cuarto piso, acariciar el picaporte de su habitación o mirar a través de la cerradura. «Oh Agatha», repetí (pero, esta vez, estoy casi segura de que las palabras trascendieron el pensamiento). ¿Por qué hice mías sus angustias, el momento en que el mundo se le vino abajo, quién sabe qué locuras cometió y de cuyo secreto el hotel aseguraba poseer la clave? ¿Cómo me atreví a sugerirle siquiera el título de una de sus ya imposibles obras? Pero no era El perfil de Flora Smart —o Flora Perkins o El enigma de un rostro—, mi osadía, en fin, lo que ahora me preocupaba. Sino esa complicidad establecida a través de la puerta cerrada. Una comunión hermosa, no había duda. Aunque por mi parte, ¿no se trataba de un presagio? ¿De un deseo oculto de adelantar acontecimientos? Ella, Agatha, había asumido ya lo que, desde la madurez, no era más que un bache, un feliz paso en falso que le conducía paradójicamente a una felicidad impensada. Sí, yo le podía haber hablado del coronel Christie, pero la Agatha joven se había esfumado de inmediato. Y ahí quedaba ella. Agatha madura, Agatha Christie Mallowan, para quien todo lo demás era ya historia. En cambio yo, atenta a su pasado, había descuidado mi presente. Porque ¿quién era yo? Una pasajera anodina que regresaba a Barcelona con el siguiente inventario: un frasco en el que bailoteaba la última pastilla roja, unas botas inservibles del cuarenta y cuatro, un manual de turco —del que ahora, incluso, me costaba recordar el nombre— y el sobre que el buen Faruk me había entregado en el aeropuerto. Volví sobre las postales, sobre los prospectos. Y entonces vi la fotografía.
Era una instantánea vieja, amarilleada por el tiempo, desenganchada de quién sabe qué pared, quién sabe qué armario. En los cuatro extremos se veía claramente la huella de una chincheta, un clavo. Pero lo que se representaba en ella fue lo que durante un buen rato me dejó suspensa. Allí estaba Faruk, no había duda de que era él, un poco más joven, con el mismo bigote, el mostacho que a lo largo de aquellos días había llegado a hacérseme familiar, pero ahora no me llegaba a través del retrovisor del auto —bien peinado, cepillado, fiel a su estilo—, sino que estaba frente a mí, ligeramente retorcido por el dolor, el esfuerzo, como un telón a medio alzar por el que asomaban unos dientecillos inesperadamente minúsculos, afilados. Faruk vestía únicamente un slip deportivo y se hallaba en cuclillas, con los músculos en tensión, una pierna algo más avanzada que la otra, los brazos a la altura de la cabeza sujetando una barra rematada por dos discos. No pude menos que sonreír. Ahí estaba la explicación de su constante interés por golpearse la pantorrilla, por indicarme la fortaleza de sus piernas (que ahora, por cierto, descubría velludas), dos auténticas columnas macizas y chatas que le permitían levantar pesos por encima de su tronco. Pesos pesados, no había duda. Y enseguida veía que el curioso rictus que componían el bigote despeinado y los dientecillos que tímidamente asomaban no era sólo cuestión de esfuerzo, sino de triunfo. Porque aquélla era una fotografía triunfal. Faruk era o había sido un grande en la halterofilia. «Ajá. Con que era eso.» Y durante sus parlamentos interminables (a los que me adhería con un «sí», un «claro», un «de acuerdo»), durante la breve exhibición de uno de sus bíceps o el constante empeño por golpearse las pantorrillas, aquel buen hombre no pretendía otra cosa que informarme de pasadas glorias, tal vez del proyecto de reanudar su carrera de levantador de pesos. Y ahora volvía a los cuatro agujeritos, las cuatro huellas de una chincheta, de un clavo, y pensaba que Faruk la había desenganchado de una pared, de un armario. Pero también que se había desprendido de un tesoro y, a su manera, me estaba ofreciendo lo mejor de sí mismo.
¿O había algo más? Sí, naturalmente que había algo más. Porque en una esquina, junto al agujerito de la chincheta o del clavo, podía leer mi nombre y a continuación una frase escrita en letra de imprenta que finalizaba en Barcelonada. Y, aunque seguía ignorando qué era exactamente lo que había corroborado con mis corteses muestras de interés, no necesitaba acudir al embrollo de la lección siete para comprender el mensaje. «Hasta pronto, muy pronto, en Barcelona.»
Y ahora sí me quedé confundida, deshecha. «Agatha», murmuré. «Dios mío, Agatha.» Y no me importó que el pasajero de mi fila, el ocupante del asiento-pasillo, me dirigiera de nuevo una mirada nerviosa. Porque ella no me había abandonado. Seguía en su cuarto, en la habitación 411, sin moverse de su escritorio, inclinada sobre la fotografía. Y, de vez en cuando, me miraba a mí. Y ahora me parecía que sus ojos adquirían una luminosidad súbita, que sus labios se contraían y poco después rompía a reír. Y yo también reía. Porque todo aquel enredo de pronto se me antojaba absurdo, imposible. Y entonces oí: «Aventura». Pero sólo durante unos segundos puse en duda lo que acababa de escuchar. ¿Había sido Agatha quien había hablado? ¿Quien, por primera vez, tomaba la palabra e insinuaba la posibilidad de una aventura con Faruk? No, no era eso, claro que no era eso. «Aventura. La vida no es más que una aventura. Asume los hechos. Asúmete. Y empieza a vivir.» Agatha no había movido los labios. Es más, parecía sorprendida, interesada, asintiendo con un cabeceo comprensivo, sabio. ¿Se trataba entonces de la voz que fiel a su cometido volvía a la carga? Sí, aquella frase tenía el estilo, el sello, la impronta característica de la voz. Pero tampoco debía de ser exactamente así. La mirada del caballero, a mi derecha, me hizo comprender que había sido yo y sólo yo quien estaba hablando de asunciones y aventuras. Y enseguida entendí que no me había librado de la voz con la ingenua estratagema de evacuarla en una imaginaria colchoneta hinchable, no porque se mostrara renuente o tozuda, sino simplemente —y así debía, quería asumirlo— porque la voz formaba ya parte de mí misma.
Saqué el frasco de Egoïste y me rocié con generosidad. Empecé por el cuello, seguí con el cabello, terminé con las muñecas. Los aromas poseen la virtud de actualizar el recuerdo, de atravesar fronteras, de desafiar las leyes del espacio y del tiempo. Y me reviví en el balcón del hotel, semidesnuda, contemplando una ciudad de sombras, paseando por Istiqlâl y sonriendo al chico de la pierna deforme, en el bar del hotel asistiendo a las transformaciones del pez-Campanilla, escribiendo con la mente capítulos de una novela imposible, perdida en el patio de armas de una lengua que se me había revelado como un castillo, aceptando los tés que la madre de Faruk me ofrecía complacida… Y ahora finalmente allí, sola (hacía rato que el caballero de mi derecha se había cambiado de fila), ocupando echada los tres asientos (como en una chaise-longue, el diván de la favorita de Topkapi, una otomana), escuchando un lejano «Mmmmmm…». Un murmullo que tenía algo de homenaje. No sé si a Julio, a Flora o a mí misma. Un susurro que indicaba claramente: «¡Despierta!», y al que de momento, la verdad, no pensaba hacer el menor caso. Me encontraba bien así. Tal como estaba. Tumbada en los tres asientos, recordando, fabulando. Decidiendo, en fin, que aquellos pocos días, en Estambul, yo me lo había pasado en grande.