Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu…, un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.

El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó —se necesitaba por lo menos la fuerza de dos hombres para mover la pesada carga— el tintineo de unas monedas primero y un expectante silencio después —el momento, imagino, en que mi padre tras rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz— terminaron por disipar sus reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto, acariciando —aunque es posible que tampoco me diera cuenta— el traje de novia que había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego: «Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo este sol de justicia».

No sufrimos ninguna avería pero tampoco nos libramos del sol, que cayó a plomo sobre el coche durante las cuatro horas que duró el trayecto. Yo iba detrás, tal y como había dispuesto mi padre, mirando a ratos a través de la ventanilla abierta pero contemplándome sobre todo en el retrovisor, el pelo despeinado por el aire, la cara bañada en sudor y los ojos vidriosos, pestañeando ante el polvo del camino, hasta que alcanzamos la carretera y el conductor, después de advertirme de que a partir de ahí la calzada no presentaba ningún problema y muy pronto entraríamos en la ciudad, encendió un cigarrillo y despreocupadamente empezó a cantar: Yo me quería casar… Pero se interrumpió de golpe y volvió a su mutismo. A través del espejo le noté confuso, molesto consigo mismo, sin saber si excusarse o no, fingiendo un ataque de tos que nos salvó a los dos de cualquier comentario. Estaba sudando, casi tanto como horas después, cuando acababa de acarrear mis enseres hasta el portón de madera, yo accionaba la campanilla y él, sabiendo que no tenía por qué permanecer allí un minuto más, pero al tiempo buscando una frase adecuada a las circunstancias, sólo acertó a pronunciar: «Bueno, pues nada, que le vaya bien». Y de nuevo confuso, molesto ante su redoblada torpeza, cabeceó a modo de despedida, deshizo el camino del jardín y, fuera ya de mi alcance, cerró la verja de golpe. Lo oí todo con nitidez. El golpe, los pasos, pero sobre todo el eco de los goznes oxidados. Un chirrido que ahora se traducía en palabras. Porque aquel auuuu que momentos atrás me pareciera un saludo, un consejo, una advertencia, se había transformado en adiooos. Un adiós sostenido, irrevocable, contundente.

Pero no tuve tiempo de preguntarme nada. De admirarme de que las verjas herrumbrosas pudieran hablar o de atribuir al calor una ilusión de los sentidos. Enseguida la despedida que me espetaba la cancela se mezcló con el saludo que una voz, desde lo alto, se empeñaba en repetir, y al que yo contesté con una frase aprendida. Y, tal como se me había dicho que iba a ocurrir, no vi a nadie, pero sí tuve la sensación de sentirme observada, no por un par de ojos, sino por cientos, por miles de ojos ocultos tras las celosías de las ventanas. Y esperé. No mucho. Sólo unos segundos. Pero el pesado portón no se abrió como yo había imaginado —con una llave también herrumbrosa, una vuelta, dos, tal vez hasta quince vueltas—, sino que de pronto me encontré ante un corredor fresco y umbrío, un juego de poleas maniobrando en silencio, y, al fondo, una silueta oscura que avanzaba hacia mí, con la frente muy alta y los brazos extendidos.

—Bienvenida, hija. Bienvenida seas.

Y enseguida, como también yo avanzara hacia ella, olvidada del viaje, del bochorno, de cualquier otra cosa que no fuera el agradable frescor que se respiraba en el pasillo, la voz añadió:

—Pero Carolina, ¿cómo has venido tan ligera? ¿No has traído nada contigo?

Y fue entonces cuando contesté algo que durante mucho tiempo me sería celebrado, algo a lo que, en aquellos momentos, no concedí la menor importancia, pero que aún ahora, a pesar de los años, recuerdo como si fuera ayer y no puedo menos que reírme.

—Afuera —dije ingenuamente— he dejado el mundo.


Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera. Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo), ¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la botella a su alcance y a retirarme al dormitorio.

Pero aquel día caluroso de agosto yo había entrado en mi nueva vida con buen pie. A madre Angélica le había hecho mucha gracia mi respuesta. No tuvo ningún reparo en confesármelo enseguida cuando, con ayuda de otras hermanas, entramos el baúl y, poco después, ya solas ella y yo, en su despacho de superiora: «Hacía tanto tiempo que no escuchaba esa palabra, que por un momento pensé…». Y se puso a reír. «Nunca hubiera creído que los jóvenes de hoy usaran aún ese término. Pero mira, aquí debe de estar…» Acababa de calarse unas gruesas gafas de carey y extendía sobre la mesa un manojo de llaves sujeto a un cordón que llevaba prendido de la cintura. Las pasó una a una hasta dar con la que estaba buscando. Una llave plana, achatada, muy semejante a otras, pero que no debía de usar con frecuencia porque ahora su rostro se había iluminado y, sin dejar de sonreír, abría un armario macizo y tosco, y se hacía con un libro.

—Mundo, mundo… Aquí está: «Baúl». Así de simple. Veamos ahora en una enciclopedia. Mundo: «Orbe»… No interesa…

Al principio no entendí muy bien por qué la abadesa se tomaba tanto trabajo en verificar algo tan sencillo. Pero con el tiempo, con aquellos años que tan lentamente transcurrieron, comprendería que a madre Angélica le gustaba leer, trajinar con libros, acariciar sus cubiertas y aprovechar cualquier ocasión para darle la vuelta a la llave y hacerse con aquellos tesoros que la vida de oración y recogimiento aconsejaba guardar sobre seguro. Entonces no podía saberlo. Entonces apenas si sabía que no debía dejarme impresionar por la vida de durezas y privaciones, que las superioras suelen exagerar para medir el ánimo de novicias y postulantes, que la vida en el convento no sería peor que un retorno a La Carolina, y que tenía que mostrarme dispuesta y obedecer en todo, no fuera que madre Angélica se arrepintiera de su decisión y a mí no me quedara más remedio que deshacer el viaje. Por eso recuerdo tan bien mi primer día en el convento. Palabra por palabra, silencio por silencio. La expresión de madre Angélica cuando le entregué el sobre. El leve temblor de sus manos y la rápida composición de su figura. Un ligero estremecimiento cuando, con los dedos jugueteando aún con el papel, la superiora mencionó al padre José. «El padre José», dijo lentamente, «nos ha hablado mucho de ti». Y, en el breve silencio que siguió luego, mis mejillas encendidas, los ojos bajos, un remolino interior que amenazaba con delatarme, un nudo en la garganta que sólo se deshizo cuando la superiora prosiguió impertérrita. «De tu vocación.» Y entonces, súbitamente tranquilizada, asistí a la enumeración de privaciones y sacrificios, de horarios y tareas, tal como esperaba, tal como se me había dicho que sucedería. Pero la voz de la superiora era mucho más amable que la del padre José imitando la voz de la superiora. Y, fuera de aquel instante en el que sus manos temblaron levemente al tomar contacto con el sobre —con un temblor que yo conocía bien, el mismo con el que mi padre la noche anterior había contado billete tras billete o untado de cola el ribete del envoltorio—, todo en sus maneras parecía celebrar mi llegada. «Esto no es el castillo de irás y no volverás», decía ahora, risueña, como si durante largo tiempo hubiera esperado a pronunciar esta frase o recordara una vez, hacía ya mucho, cuando otra superiora pronunció esta frase. Y después: «Eres muy joven y te quedan algunos años para profesar. Pero no vamos a hacer ningún distingo. Tu vida será exactamente igual que la nuestra. Es mejor así. Desde el principio. Y si cunde el desánimo, ya sabes. Para ti las puertas están aún abiertas». Y yo asentía. Y ahora seguía la mirada de madre Angélica a través de una ventana entornada que daba a un huerto y observaba a una monja con mandil, arrodillada, recogiendo tomates, arrancando lechugas. Como doña Eulalia. De pronto me acordé de doña Eulalia y sus palabras al despedirme junto al coche. «Pobre niña, a ti también te han engañado.» Pero qué podía saber doña Eulalia de quién engañaba a quién, de cómo era yo, de lo que era capaz de imaginar aunque fuera en sueños.

—Sí. Eres muy joven aún… O tal vez no. Tal vez hayas llegado a la edad adecuada. Aquí no se envejece, ¿sabes?

La abadesa no esperaba ninguna respuesta. Acababa de abrir la ventana de par en par y parecía como si aquel huerto recoleto, rodeado de un muro, invadiera de pronto el oscuro despacho. En aquel momento la monja del mandil se había puesto a saltar. Ahora madre Angélica sonreía.

—Es madre Concepción. ¿Cuántos años dirías que tiene? Ni ella misma lo sabe. Entró aquí muy jovencita, como tú, mucho antes de que me hiciera cargo del convento. Por eso todas la llaman madre Pequeña.

Y luego, como si el exceso de luz la desviara de su cometido, volvió a entornar la ventana y me pidió la llave del mundo.


Hacía tiempo que no le prestaba demasiada atención. Estaba siempre allí, en un rincón del planchador de La Carolina, custodiando mantas, juegos de cama, retales, piezas de tapicería. Había pertenecido a mi madre, a la madre de mi madre y ésta, posiblemente, lo había heredado de la suya. Y tal vez sólo por eso, porque el viejo baúl pasaba de madre a hija, yo lo había traído conmigo. Pero ahora, cuando la abadesa, detrás de sus gafas, miraba admirada el dibujo de la tapa de madera, yo me alegraba de que mi mundo estuviera ahí, aunque sólo fuera por su sorpresa. Y me revivía de niña recorriendo con los dedos la tapa abovedada y hablando con el marino del dibujo. Un marino apoyado en una balaustrada, esperando el momento de embarcar en un velero, el mismo que se veía a lo lejos, en alta mar, un velero al que le puse un nombre que ahora no recuerdo, preguntándose quizá si el tiempo le sería favorable, como apuntaba un esplendoroso sol a su izquierda, o tendría que enfrentarse a una tenebrosa tormenta como la que asomaba justo a su derecha. Había también una calavera, una espada y otros objetos que el tiempo había desdibujado. Pero, sobre todo, lo que más me impresionaba era que el marino no miraba hacia el mar ni hacia el velero, sino hacia el frente, mostrando, a todo aquel que quisiera verlo, un cuadro que sujetaba con la mano derecha y que no era otro que él mismo, de espaldas al mar, al velero, al sol y a la tormenta y mostrando, a todo el que lo quisiera ver, de nuevo un cuadro, ahora más pequeño, con todo lo que acabo de mencionar, y que remitía a un tercero, y éste a un cuarto, y éste a un punto minúsculo en el que sabía, aunque ya nada se podía distinguir —y ahora madre Angélica, que de pronto parecía una niña, estaría pensando lo mismo—, que no era más que un eslabón en la larga cadena de veleros, soles, tormentas y marinos sujetando cuadros.

—Es un arca muy bonita, Carolina. Pero, como ya sabes, no podemos poseer nada en propiedad. La pondremos en el vestíbulo. Nos servirá para guardar los encargos —y aquí se encogió de hombros y bajó la voz—, si es que llegan, claro…

Madre Angélica parecía preocupada. Dio la vuelta a la llave y fue sacando, una a una, las prendas que no muy segura me había traído del campo. Sandalias, botas de lluvia, un jersey grueso de lana… La lana era buena y el jersey podía deshacerse y volverse a tejer para que en todo resultara igual al de las demás hermanas. El resto apenas me serviría en el convento. Y luego, al final, después de admirarse del fino trabajo de ebanistería, de los cajones secretos, de las distintas dependencias que encerraba el mundo, llegó a un paquete de papel de seda y yo me estremecí. Porque el traje de boda de mi madre, amarilleado por el tiempo, con algunas manchas de orín, acababa de interponerse entre la abadesa y yo, como un solemne despropósito, crujiendo con el eco de unas voces que deseaba olvidar, llenándome súbitamente de vergüenza. Y sin embargo había leído, me habían contado… Ahora la abadesa meneaba afectuosa la cabeza por encima del cuello del traje de novia y lo dejaba caer sobre el papel de seda que se retorcía al contacto con el almidón, ahogando mis palabras, las explicaciones que no llegaba a farfullar. Pero madre Angélica también había oído, le habían contado, sabía, en fin, que en algunas órdenes, en ciertas comunidades, las novicias, el día de la profesión, vestían blancos trajes de novia como en el siglo, tal vez no tan recargados e historiados como en el siglo, quizá sólo túnicas blancas que recordaran a un matrimonio mundano. Pero allí, en la orden que deseaba abrazar, tales costumbres habían sido erradicadas hacía tiempo. Y aunque la profesión se trataba de una entrega, de un matrimonio como no podría haber parangón en el mundo, lo importante no estaba en el vestido, sino en el alma, en el ropaje interior con el que se acudía a la gran cita. Pero tampoco la abadesa podía apartar los ojos del traje de mi madre. Los bordados eran de una perfección inimaginable, decía. Probablemente obra de religiosas, concluyó. Ahora ya no se hacían trabajos así. Y de nuevo una nube ensombreció su mirada, como cuando acababa de decidir el destino del arca. «Y no se hacen», añadió, «porque no hay nadie dispuesto a pagar por ellos.» Porque si el Señor tenía a bien enviarles pruebas (y bienvenidas fueran), la última no parecía obra del Señor, sino del Diablo. Porque el mundo era cruel y pernicioso, y se las ingeniaba siempre para atacar por donde menos se esperaba, incluso a ellas, pobres siervas de Dios. Y su última acometida era ésta. Un emisario infernal que amenazaba con perturbar su vida de oración y recogimiento. Y fue entonces cuando dijo con un hilo de voz:

—Viene del otro lado de la frontera y se llama nylon.

Pero tampoco esta vez esperaba mi asentimiento. Madre Angélica se había quedado ensimismada, ajena a mi presencia, indiferente incluso al traje de mi madre que volvía ahora a acartonarse sobre el papel de seda. El tictac de un reloj se mezcló con el zumbido de una abeja. Afuera madre Pequeña seguía saltando. «Bichos del infierno», oí. Me fijé mejor. Agitaba los brazos y su cabeza estaba rodeada de una nube de insectos. No llegué a decir nada. Ya la abadesa, como recordando algo ineludible o deseando olvidarse de todo lo que le apenaba, volvía a buscar afanosamente entre el manojo de llaves hasta dar con un llavín, también plano y achatado, introducirlo en la cerradura del pequeño cajón de una consola, forcejear durante un rato, conseguir que el cajón cediera y hacerse al fin con un objeto envuelto en una funda. Parecía tranquila, de nuevo relajada y tranquila.

—Toma hija y sal al huerto. Allí verás tu rostro por última vez. Un rostro que te va a acompañar toda la vida.

Salí al huerto. Para hacerlo tuve que cruzar por un claustro umbrío con un surtidor en el centro. Por un instante dudé en quedarme allí. Pero la superiora había indicado «al huerto» y yo sabía, porque así se me había dicho, que la obediencia en un convento negaba el capricho, la opinión, la más pequeña de las decisiones personales. En el huerto hacía calor. Casi tanto como en el jardín en que tan sólo unas horas antes había accionado la campanilla y despedido al chófer. Me senté en un banco de piedra junto al muro y liberé el objeto de su funda. Era un espejo de mano, con mango de plata. Un espejo de cuento, pensé. La luna estaba llena de polvo, como si fueran tantos los años en que había estado bajo llave que el estuche de gamuza hubiera terminado por olvidarse de su función. Lo limpié con un pañuelo y lo acerqué a mi cara.

Hacía demasiado sol y lo primero que vi fue un guiño. Después, ladeando ligeramente el espejo, me observé con sorpresa. Era yo, claro está. La misma cara del retrovisor del auto, algo más descansada, más fresca, sólo que el moño en el que había recogido el cabello aquella mañana para aparentar seriedad, para hacerme mayor por unas horas, y con el que, durante el viaje, había llegado a familiarizarme, me parecía de pronto ajeno, desconocido, extraño… Aquél no era mi aspecto habitual. Me solté el cabello. Ahora la luna me devolvía la imagen esperada, la de siempre, encerrando en un paréntesis el severo moño del retrovisor del auto, los mechones pugnando por escaparse de la prisión de horquillas y agujas, unas gotas de sudor reluciendo en la frente. Y de nuevo, por segunda vez en aquel día, me sentí observada. Miré hacia la ventana del despacho de la superiora, pero sólo alcancé a ver una imagen encorvada sobre la mesa. Estará contando, pensé. Y deseé que mi padre, por una vez en la vida, se hubiese decidido a ser generoso. Para contrarrestar el nylon, para contribuir sobre todo a que mi llegada fuera un acontecimiento. Pero seguía sintiéndome observada, y la melena suelta, las agujas y horquillas en la boca, me miraban también con una pregunta en los labios apretados que yo me veía incapaz de responder. Entonces la vi. El revuelo de un hábito negro, un mandil a mis espaldas, una mano enguantada que se posó en mi hombro, y la evidencia de que frente a mí, allí, en el huerto, ya no faenaba nadie. Era madre Pequeña. Quise volverme y saludar, pero el espejo se me adelantó y por unos momentos la luna se llenó de un rostro viejo, el rostro más viejo y arrugado que había visto en mi vida, unos ojos sin luz, una sonrisa desdentada, inmensa. Y enseguida, con un movimiento casi imperceptible, volví a ser yo. Las horquillas se me habían caído de la boca y jadeaba. Pero no era el calor ni el cansancio, sino un grito. Aquélla fue la primera vez que grité en silencio.


Digo que recuerdo perfectamente aquel día, pero también la noche. Por la noche volví a La Carolina, al padre José, a su mirada dura, al farmacéutico, a mi padre. Quizá fue la última vez que pensé en ellos. Que pensé de verdad en ellos. Porque luego, las otras, no recordaría ya La Carolina o las veladas junto al fuego, sino el desamparo de aquella noche recordando La Carolina y las veladas junto al fuego. Y como el sueño, a pesar de la fatiga del viaje o las sorpresas del día, no acababa de vencerme, subí a la cama y observé la noche a través de la celosía. Vi el jardín, la verja habladora, y, por encima de los setos, ventanas encendidas y azoteas desiertas. Quiénes vivirían allí, qué pensarían de nosotras… Porque éramos como sombras en el centro de una ciudad bulliciosa. Seres invisibles, muertas en vida. Y entonces me hubiera gustado tener aún el espejo entre las manos, contemplar una vez más mi cara y hacerle guiños a la luna. Pero ya lo había dicho madre Angélica. Aquél era mi rostro. Iba a ser mi rostro para siempre. E intenté fijarlo en la memoria. La expresión de sorpresa en el huerto. Las mejillas sudorosas en el retrovisor del auto. Y la canción del chófer. La tonadilla que tantas veces había cantado de niña jugando al corro y que ahora, por primera vez, no me parecía alegre, sino triste, demasiado triste para cantarla de niña jugando al corro: Yo me quería casar / con un mocito barbero / y mis padres me metieron / monjita en un monasterio… Pero no podía recordar la segunda estrofa. Y me puse a llorar. Porque mis labios pegados a la celosía se habían quedado detenidos en «monasterio», por no sentir pena alguna por haber abandonado La Carolina o, simplemente, por sospechar que tal vez no había una segunda estrofa. Lloré con todas mis fuerzas hasta que las ventanas se fueron apagando, la luna se desvaneció y las primeras luces del alba me devolvieron a lo que iba a ser mi vida: una celda estrecha, un camastro, una mesa de roble y ahí, en lo alto, un ventanuco que me protegía de todo lo que había conocido hasta entonces.


«Era de alegría», dijo al día siguiente madre Pequeña en el refectorio mientras llenaba las tazas de leche aguada, y poco después en la sala de labores cuando probaba con el dedo el calor de la plancha, se lo llevaba a los labios, y echaba agua y almidón sobre una colcha de lino. «De alegría. A veces se llora de alegría.» Y aunque desviaba la mirada, y los ojos de las demás monjas desaparecían dentro del tazón, primero, o se concentraban en sus bordados después, yo sabía que se estaba refiriendo a mí, que las paredes de la celda no debían de ser tan gruesas como había creído o que madre Pequeña, o cualquier otra madre, había escuchado pegada a la puerta reviviendo tal vez una primera noche en la que también se habría alzado sobre la cama y contemplado la luna. Pero en un convento no queda mucho tiempo para recordar. Los días se suceden implacables, repletos de obligaciones, de tareas. Las horas están medidas. Los minutos, los segundos. Y cuando acaba la jornada y cae la noche a nadie le quedan fuerzas ya para esperar a la luna de pie sobre el lecho. Sobre todo porque muy pronto llegará el nuevo día. Una mañana oscura en la que se amanece antes de que lo haga el sol. Y, enseguida, la frugal taza de leche, los rezos, las tareas, las lecturas. Antes, según madre Angélica, los trabajos en un convento eran asignados desde el primer día. Había una madre tornera, otra cocinera, otra jardinera… Pero ahora no era así y todas, por orden, por turno o porque la abadesa así lo disponía, nos encontrábamos regentando el huerto, la cocina, el torno (que ya casi nunca giraba) o bordando. Manteles, sábanas, camisones de seda. Almidonando enaguas, trajes de cristianar, ajuares para recién casadas. O simplemente aprendiendo, practicando para no perder mano porque los tiempos (desde la aparición del nylon) estaban experimentando un giro vertiginoso y las madres de familia ya no pensaban en encargarnos ajuares para sus hijas, sino tan sólo en escaparse a Andorra y adquirir unas prendas que ni se planchaban ni se arrugaban ni necesitaban de nuestros cuidados. Pero no tenía que cundir la desesperanza. Deberíamos bordar como si nada ocurriera. O cocinar, o atender el torno, o cuidar del huerto. Porque en los conventos acecha un mal, el mal de todos los males. Una mezcla de malhumor, angustia, desazón, aburrimiento que suele atacar a las más jóvenes o a las más viejas. Algo que viene de antiguo, que los padres de la Iglesia conocen como «acedía» y contra lo que no valen médicos ni remedios, sino tan sólo rezos y jaculatorias. En aquel monasterio la acedía había atacado en tiempos a alguna monja. Y cuando madre Angélica por las noches nos hablaba de la «tristeza mala», ellas, las veteranas, bajaban los ojos para evitar mirarse entre sí. Porque ese desaliento temido convierte a la que lo padece en una sombra en vida. Sombra entre sombras. Pero en nuestro convento madre Pequeña, la más anciana, no parecía afectada por el mal, ni yo, la más joven, podía imaginarme siquiera en qué consistía. Aquella vida era mejor que la que se me ofrecía en La Carolina. Allí se me trataba como a una mujer a medias. Aquí se me hacía el regalo de sentirme niña. Pero tal vez por eso, para prevenir la terrorífica acedía, se me permitía, sólo a mí, ocuparme de la limpieza y del cuidado del arca. Y ella, madre Pequeña, era la encargada, cuando la situación así lo requería, de algo por lo que mostraba una gran habilidad y un denostado empeño: eliminar gatos por asfixia.

«Pero no tienes que asustarte», me dijeron. «Por favor, no debes asustarte.»


Todo, me contaron, había empezado por una casualidad, un imprevisto. Hacía años, cuando el jardín del convento era mucho más grande, las casas colindantes más pequeñas y el huerto no necesitaba aún del alto muro para defenderse de miradas ajenas, un buen día aparecieron media docena de gatos recién nacidos y medio muertos de hambre. Los descubrió la hermana que en aquel tiempo se ocupaba del huerto. Vio una cesta, pensó que alguien había acudido a una forma singular de ofrecer su limosna (porque en aquel tiempo el torno giraba de continuo) y, con gran curiosidad, levantó el pañuelo que la recubría y cuyas ondulaciones había atribuido al viento. Dicen que la hermana se quedó boquiabierta. Y como si aquello fuera una bendición, un signo del más allá destinado sólo a ella —o porque temía, quizá, que el cuidado de unos gatos no estuviera contemplado en la rigurosa regla— los bautizó en secreto, les dio un nombre, y desde entonces pasó a considerarlos como a unos hijos. Pero como las raciones de pan y leche están estrictamente controladas en un convento y la comida no sobra, en la cocina empezaron a detectarse inexplicables faltas, y la hermana en cuestión no tardó en sentir remordimientos por privar a la comunidad de lo poco que, a escondidas, apartaba diariamente para sus gatos. Con lo cual decidió alimentarlos únicamente a sus expensas y, mientras los animales crecían, ella, cada vez más demacrada, empezó a menguar, a sentir náuseas y mareos, a encontrarse tan debilitada y decaída que pronto las faenas de la huerta se revelaron como una carga insostenible. Cayó enferma, pero, aun así, fingía en su celda comer las colaciones que otras hermanas llevaban hasta su lecho, las guardaba en cucuruchos de papel de estraza y esperaba —porque así lo había manifestado en noches de delirio— a encontrarse mejor y acudir en socorro de los que llamaba sus hijos. La abadesa de entonces, que al principio había sospechado la acedía, pasó a plantearse la locura, para luego, a los pocos días, olvidarse casi completamente de la hermana enferma. Porque pronto los gatos, incapaces aún de trepar por el muro, se encontraron de la noche a la mañana sin protectora y buscaron alimento donde su buen instinto les dio a entender. Atacaron la cocina y arañaron a la espantada madre cocinera. Y mientras la monja enferma, postrada en la cama, seguía gritando en sueños el nombre de sus hijos y de la celda surgía un hedor insufrible, ellos, los hijos, no tardaron en registrar la llamada de su protectora y en acudir en tropel a los pies de su lecho. Y así los encontraron. En una celda hedionda junto a la madre muerta, rodeados de alimentos en descomposición y cucuruchos de estraza destrozados. Pero eso, dicen —porque había ocurrido hacía tanto tiempo que parecía una historia ajena—, no fue lo peor. Nadie recuerda lo que pasó con los gatos salvajes, cómo se desembarazaron de ellos, o a qué argucia recurrieron para que abandonaran por sus propias fuerzas el convento. Lo único cierto es que a aquella camada siguieron otras, cestas de mimbre deslizadas con cuerdas por las noches, como si entre el vecindario hubiera corrido el rumor de que las monjas sabían qué hacer con ellos, cuidarlos, alimentarlos, dejarlos vagar por sus escuetas posesiones o, tal vez, eliminarlos. Y en esa transferencia desdichada de responsabilidades surgió de pronto la voz de una postulante. Madre Pequeña, la más joven de la comunidad, casi una niña. Ella sabía cómo actuar, en su pueblo lo había visto muchas veces. A los gatos se les podía escaldar, envenenar o ahogar de una forma limpia, incruenta. Y así, mientras la dejaban hacer en el huerto —con las ventanas cerradas para no verlo, para no oírlo—, la superiora daba voces a través de la celosía y la madre tornera a través del torno por si alguna familia quisiera hacerse cargo de aquellos animales. Pero no sólo nadie quiso, sino que pronto cundió otro rumor. Por una limosna, un óbolo, las monjas se encargaban de la desaparición de las crías no deseadas. Y aunque eso no fuera exacto en un principio, no tardó en convertirse en práctica habitual. Una vez al año, por lo menos, las camadas malditas entraban en el convento, ahora por la puerta, por el torno, sin necesidad de recurrir a improvisadas poleas o cuerdas. Y, antes o después, una limosna, un donativo. La madre Pequeña había terminado con el problema.

Yo nunca pude soportarlo, y la primera vez —hará de eso tantos años— me puse a llorar. Pero aquel día nadie dijo: «Es de alegría». Y metí a madre Pequeña en el mundo, mi baúl de caoba y bisagras de hierro, en uno de los cajoncitos secretos. El de la rabia. Donde podía insultarla a mi antojo. Muy cerca del padre José. Porque hacía ya mucho tiempo que el padre José vivía encerrado en el interior del arca. En el cajón más deteriorado, más angosto. Y ahora, mientras insultaba a madre Pequeña, me acordaba del padre José, de sus palabras, de la gran idea que me brindó sin darse cuenta. De la tarde, en fin, en que madre Angélica me llamó a su despacho y dijo sonriendo: «Carolina, querida, tienes visita».


Por un momento pensé que se trataba de doña Eulalia. Pero la abadesa no me condujo hasta la celosía del vestíbulo, sino a la del oratorio y, una vez allí, de rodillas, antes de distinguir la silueta encorvada del padre José, reconocí con disgusto el olor acre de su sotana mezclado con otros aromas familiares. Olor a campo, a heno, olor a lluvia. Me sentí desfallecer, pero nada dije. Fue él quien preguntó y contestó a sus preguntas. Estaba bien, la comunidad era como una gran familia, mi padre se había mostrado generoso, y mi llegada era recibida como una bendición. No habló de los años que me quedaban aún para profesar —como si ya hubieran transcurrido, como si el convento fuera realmente el castillo de irás y no volverás— y me pareció, a pesar de la penumbra que reinaba en el oratorio, que evitaba mi mirada, que daba por concluida la entrevista, ahora, cuando ya sabía qué decir a mi padre. «Está bien, la comunidad es como una gran familia, sus donativos, en estos tiempos, han sido recibidos como una bendición.» Pero antes de que se incorporara, antes de que interrumpiera el balanceo nervioso que imprimía a la silla, una voz que no era mía, pero que salía de mí, empezó a hablar. Y me escuché atónita. «Padre, yo no hice nada. No tuve tiempo siquiera de hacer nada.» Y después, asustada, bajé los ojos, imaginando la expresión crispada del sacerdote, aspirando el tufo acre de su sotana, el olor a tierra, a heno, el olor a lluvia.

—¿Te refieres aún al muchacho rubio? No está bien que le menciones en este lugar. Y además —y aquí se interrumpió— está lo otro…

Sí, estaba lo otro. Pero a veces —y seguía sin atreverme a alzar la mirada— hay pensamientos que acuden de pronto, sin que una pueda hacer nada por remediarlo, pensamientos que no son más que eso: pensamientos. Una voz interior que susurra despropósitos. «Ojalá se mueran», había pensado yo. Y cuando has caído en la cuenta, ya es demasiado tarde. Como ahora —pero eso no me atreví a decírselo— cuando el sacerdote acercó su rostro a la celosía y yo pensé: «Huele a cerdo, a establo, a porquerizo». Por eso seguí hablando. De los pensamientos que asoman de pronto para olvidarme del último pensamiento que había asomado de pronto. Y después, cuando él dijo: «Luego, más tarde, creiste ver lo que sólo existía en tu imaginación enferma», ya no pude responder. ¿Era posible que yo estuviera enferma? Y de nuevo un pensamiento: «Se están librando de mí», que no desapareció enseguida como los otros porque yo no le ordené que se desvaneciera. Y al instante una pregunta que tenía algo de amenaza: «¿No me estarás explicando que te encuentras mal aquí, después de lo que me ha costado que te aceptaran a pesar de tu edad? ¿No desearás volver a La Carolina?». Y antes de que mi cabeza negara con vehemencia, el padre José había acudido ya a un tono amable, conciliador: «Olvídate. No te atormentes más y reza». Y dijo entonces:

—Deja las cosas del mundo para el mundo.

Atravesé el claustro, contesté a las jaculatorias de las hermanas, corrí hasta la entrada y acaricié al marino, el velero, el sol resplandeciente, la nube negra y tormentosa. Y abrí el arca. Como si fuera la primera vez. Una primera vez que no podía recordar porque había estado siempre allí, en el planchador de una casa a la que no deseaba regresar. Pero había algo en la lentitud, en la emoción, que, me hacía pensar, se parecía a la primera vez. Y enseguida me encontré con el traje de mi madre, en la misma posición en que lo había dejado la abadesa. «Lo enseñaremos a la señora Ardevol, a la señora Font… Tal vez así se decidan a encargarnos algo.» Y también con el eco de las voces de unas niñas, voces chirriantes de una tarde fría en el patio de un colegio. No se casará, Carolina no se casará… Pero ya nada iba a ser como antes. Ordené a aquellas voces que desaparecieran e invoqué de nuevo la de madre Angélica: «Y, si no, podemos hacer cortinas, tapetes, vestir el altar del oratorio…». Sí, se podían hacer un montón de cosas con aquellos bordados, pero todavía, por fortuna, seguían allí. Y mis manos recorrieron el interior del arca, del mundo, de mi mundo. Y casi sin darme cuenta abrí uno de los cajoncitos secretos, el más deteriorado, el más angosto. Lo abrí y lo cerré de golpe, con rabia. Pero al hacerlo fue como si metiera también allí al padre José, su sotana mugrienta, su aliento fétido. «Cerdo, cochino, puerco», murmuré. Y esta vez no fue un pensamiento de los que después deseara olvidarme. «Hueles a mierda», añadí. Y súbitamente tranquila, como si para mí empezara en aquel momento una nueva vida, cerré con toda suavidad el arca, acaricié al marino, di la vuelta a la llave y, muy despacio, muy despacio, la guardé en el bolsillo.


De algunas de estas cosas hablaría con madre Perú. Hablaríamos casi sin palabras. Pero todavía faltaban muchos años para que la que iba a ser mi gran amiga entrara en el convento. Y ahora me parece curioso, muy curioso. Porque entre que encerré a madre Pequeña en el cajón de la rabia, junto al padre José, y la llegada de mi amiga, no logro rescatar apenas nada que me haga distinguir un día de otro. Y sin embargo fueron largos años. Años en los que la sorpresa dejó paso a la rutina, los bordados se acumulaban en el cuarto de costura, el torno continuaba sin girar y por las noches, las mañanas, o en las pláticas del oratorio y la capilla, se nos seguía hablando de acedía, de la vida de los santos eremitas, de las madres del desierto… Y también del nylon. Pero no recuerdo una emoción especial el día de la profesión de votos —que ahora queda muy lejos, como si nunca hubiera existido, como un simple eslabón en la cadena de ritos y ceremonias en que consistía mi vida—, tan sólo que aquel día, más esperado por todas que por mí misma, la comida en el refectorio tuvo aires de fiesta. Y la felicidad de madre Angélica, cada día más olvidadiza, tanto que ni siquiera me llamó a su despacho, como se debe hacer (como dicen todas las monjas que les sucedió cuando eran novicias), para asegurarse de mi decisión, para recordar a la postulante que las puertas hasta aquel día están abiertas, que un momento de duda y se traspasa el umbral. Y nadie puede guardarte rencor. Porque la profesión es libre, es una entrega libre, una decisión libre. Y yo fui libre. ¡Qué mayor libertad para no plantearme siquiera la posibilidad de cambiar mi destino! Hacía tanto tiempo que no miraba a través de la celosía, que no me encaramaba al ventanuco de la celda para ver los terrados, que había llegado a olvidarme de que existiera algo más fuera del convento. O no podía haberme olvidado porque sí sabía. (Mi padre se había vuelto a casar. Doña Eulalia se había ido a vivir a casa del cura, del padre José, a cuidarle, a limpiarle la casa. Y después, cuando murió el padre José, doña Eulalia se quedó en su vivienda y me escribió dos cartas que nunca respondí, dos cartas que también enseguida olvidé, en las que pedía permiso para visitarme, para hablar conmigo, para tranquilizar su conciencia, decía. Pero todos ellos quedaban ya muy lejos. Inmóviles como estatuas. Sentados junto a la chimenea de La Carolina. Seguían allí, detenidos en el tiempo, como en una fotografía en la que hasta el fuego parecía de mentira, incapaz de crepitar, de dar calor. ¡El gélido fuego de La Carolina!) Pero todo en un convento es a la vez reciente, a la vez antiguo. Los días se suceden implacables, empeñados en repetirse, en copiarse, en parecerse tanto unos a otros que hasta los pequeños cambios, las pequeñas novedades, son admitidas sin sorpresa, como si siempre hubiese sido así, como si no pudiera ser de otra manera. Los frecuentes achaques de madre Pequeña, la progresiva pérdida de visión de madre Angélica, la evidencia, en fin, de que el mal venido del otro lado de la frontera se estaba desvaneciendo… «No es magia», había dicho madre Angélica. «Han sido nuestras oraciones.» Porque el demonio del nylon, después de su triunfo, había sufrido una terrible derrota. Y ya la señora Font, la señora Ardevol, o mejor, las hijas de la señora Font, de la señora Ardevol, de cualquiera de nuestras escasas benefactoras, volvían a visitarnos con frecuencia. A encargarnos cortinas, sábanas, mantelerías. Y, aunque las manos de las mejores bordadoras se habían hecho ya viejas, contábamos aún con un arsenal de trabajos de los tiempos en que practicábamos para no olvidar. Tiempos que también eran ya historia, pero seguían allí, como todo en el convento. Confundidos unos con otros. Presentes en su ausencia. Un círculo más de aquel plácido remolino en que consistía nuestra vida. Hasta que llegó madre Perú. Y los días, de pronto, dejaron de parecerse unos a otros.


«Viene de muy lejos», dijo madre Angélica. «Del Perú.» Y muy alegre, como siempre que acababa de consultar un libro, una enciclopedia, un diccionario, nos instruyó acerca de las dimensiones del país, del número de habitantes, de sus tres regiones naturales: costa, sierra, selva; de la peculiaridad —y eso parecía fascinarla— de que en una de esas tres regiones, la sierra, se dieran a lo largo de un solo día todos los climas del mundo. Invierno, primavera, verano, otoño. Y al caer la noche, de nuevo el invierno… «¡Las cuatro estaciones!», exclamó varias veces. No sabíamos todavía si madre Perú era blanca, india o mestiza, pero eso, aclaró enseguida, no tenía que importarnos a nosotras, hijas de Dios, esposas, esclavas. Y luego añadió: «Dios aprieta, pero no ahoga». Y también: «Una se va y otra viene». Porque hacía ya una semana que madre Pequeña agonizaba en su celda, sujeta a terribles pesadillas, visitada por ánimas maullantes, rechazando remedios, pidiéndonos perdón, espantándose ante nuestra presencia. «¡Fuera gatos!» Como si, en su delirio, nos hubiéramos convertido todas en gigantescos gatos negros rodeando su lecho, exigiéndole una vida que no podía devolvernos. Y a veces, por las noches, recordábamos la historia de la bondadosa madre jardinera. La historia que ninguna habíamos vivido, pero que quedaba ahí, impresa en las paredes del convento. Como pronto quedaría la de madre Pequeña. Dos caras de la misma moneda. Pero los chillidos de la agonizante se nos hacían insoportables. Y sentíamos pena. Yo también sentía pena. Y me arrepentía de haberla encerrado tiempo atrás en el cajón de la rabia. Porque debíamos ser misericordiosos, perdonar a nuestros semejantes. Además, hacía ya mucho que nadie traía gatos al convento y ahora sólo pensábamos en nuestra nueva hermana, en la monja que venía de tan lejos. Y contábamos los días que faltaban para su llegada. Hasta que sonó la campanilla de madre Angélica y todas nos reunimos en su despacho.

No parecía una monja, más bien una campesina. Tenía la piel tostada y sonreía con timidez. A la abadesa, en cambio, se la veía triste, confusa. «Aquí está nuestra nueva hermana», dijo. Pero no añadió: «Una se va y otra viene». Después, cuando de la garganta de la recién llegada surgió un extraño sonido a modo de saludo, todas comprendimos el desengaño de la superiora. Sí, madre Pequeña se iba a ir, era cierto, pero, a primera vista por lo menos, no estaba claro que ganáramos con el cambio.


¿Por qué, sin embargo, le tomaría tanto cariño? Madre Perú no podía hablar. Contestaba a nuestras preguntas garabateando sobre un papel, con mala letra, frases breves repletas de faltas de ortografía. Apenas podía contarnos algo de su remoto país, el de las tres regiones, los cuatro climas, el recuadro verde que la abadesa nos había mostrado en un atlas días antes de su llegada y que ahora todas deseábamos conocer. Por eso, como concesión, se nos permitió durante algunos días consultar libros, mapas, enciclopedias. Y tal vez esté ahí la razón de que le tomara cariño. Porque su llegada me permitió acceder a aquellos tesoros custodiados en el despacho de la abadesa. Y así, mientras la instruía en nuestras costumbres, aprovechaba para recordarle las suyas. Y le leí vidas de frailes, de santos, de monjas visionarias, de niños milagreros. Leyendas de aparecidos, almas en pena, monasterios benditos y malditos… Y aunque a menudo confundía países, curaciones o milagros, no dejaba de felicitarme por mi suerte, por poder acceder al armario de los libros y repetir en voz alta todo lo que había aprendido. Y a ratos me hubiera gustado que el convento contara con alguna leyenda parecida. Para admirarla, para sorprenderla, para que se encontrara a gusto entre nosotras. Pero el día en que la introduje en el cuarto de la moribunda, y madre Pequeña, con la desesperación a la que ya me había acostumbrado, gritó con más fuerza que nunca: «¡Fuera gatos!», yo percibí un estremecimiento en la recién llegada y me di cuenta de que también teníamos nuestras pequeñas, modestas historias. Y después de explicarle las antiguas habilidades de la agonizante, me remonté a la otra, a la monja de aquellos tiempos en que el jardín era mucho más grande, las casas colindantes más pequeñas y el huerto no necesitaba aún de tan alto muro para defenderse de las miradas de extraños. Ella me escuchó con mucha atención. Ella siempre me escuchaba con atención. Como si supiera que en mí tenía desde el principio a una aliada, que contaba con mi apoyo para vencer las reticencias de la abadesa, cada día más mustia, más desconcertada. ¿Cómo se les había ocurrido enviarnos a aquella hermana? Aquí había una confusión, un error, decía. Porque madre Perú significaba una carga. No sólo no hablaba, no sólo era muda, sino que tampoco hacía nada de provecho. No sabía bordar, y en estos momentos bordar, una vez devastado y vencido el demonio del nylon, había recuperado su importancia. Ella había solicitado una mano, pero no una boca, que no sólo era incapaz de hablar, sino que había que alimentar. Como a las otras. Aunque reconocía que madre Perú era, de todas nosotras, la que mejor respetaba el precepto del silencio y por ese lado, al menos, no había nada que reprocharle. Pero ahora, por ejemplo, ¿qué estaba haciendo ahora? Y yo, en su despacho, junto a la ventana que daba al huerto, le explicaba que madre Perú estaba recogiendo calabazas. Porque en su país existía un arte muy raro que aquí no conocíamos. No era un arte de monjas ni tampoco se practicaba en las ciudades, sino sólo en algunos lugares de la sierra —¿no se acordaba la abadesa de los cuatro climas?—. Lugares con nombres muy difíciles de pronunciar, pero que ella, madre Perú, me había escrito en un papel y que luego yo, con alguna letra cambiada, había encontrado en los libros. (Y ahora me parecía que madre Angélica me miraba con admiración, que se felicitaba por la idea de haberme dado acceso a la biblioteca.) Pero esto no era todo. Las campesinas de aquellos pueblos de nombres raros vendían sus productos a coleccionistas, a extranjeros, a todo aquel que supiera apreciarlo. Y madre Perú, que antes de ser monja había sido campesina, sabía algo de eso. «¿De calabazas?» No, no eran exactamente calabazas, sino mates. No podía explicarle muy bien lo que eran mates, pero sí que aquí, al no tener mates, teníamos calabazas. Y madre Perú llevaba ya varios días entrenándose en hacer dibujos en las calabazas. En bordarlas, por decirlo de alguna manera. Tenía un punzón y, con ayuda de unas tintas que ella misma fabricaba, labraba figuras, jugaba con los oscuros y los huecos. Y aunque yo no sabía del todo de qué se trataba —el arte extraño se llamaba «burilar», me lo había dicho ella con su letra redonda—, sí sospechaba que no nos lo quería enseñar hasta que estuviera terminado, y que era ésa una forma de mostrarnos, ya que las palabras no le acompañaban, lo que era capaz de hacer. Y si en su país aquello, fuera lo que fuera, se vendía, a lo mejor —y ahora en los ojos de la abadesa se encendió una pequeña chispa—, aquí podía ocurrir lo mismo. Y no sé si fue esto lo que terminó con su reticencia o lo que le oí decir poco después como para sí misma: «Por lo menos, mientras lo hace, puede rezar. Rezar con el corazón». Pero lo cierto es que desde aquel día todas respetamos el trabajo de madre Perú. Y aunque nos moríamos de curiosidad, la dejábamos hacer en silencio. Hasta que, al cabo de un mes, su obra estuvo terminada.


Yo fui la primera en aprender a leer. Al principio no vi más que una calabaza repleta de figuras, de dibujos. Pero la autora, paciente, muy paciente, me explicó con gestos, ayudándose ocasionalmente de la libreta, la relación entre ellos. No eran sólo dibujos, tampoco escenas aisladas, sino que allí se contaba toda una historia. Y después, cuando debió de pensar que ya estaba preparada, señaló con el punzón unas figuras situadas abajo, casi en la base, y me indicó que no debía moverme, sino que era ella, la calabaza, quien debía girar. Siempre hacia la izquierda. Y, colocándola sobre la mesa de planchar y moviéndola muy despacio, me pareció como si me encontrara subiendo por una escalera de caracol en la que, poco a poco, todo me resultaba familiar, conocido, comprensible. Porque allí estaba el convento. Cuando el jardín era muy grande y no hacía falta un alto muro para proteger el huerto. Allí estaban los gatos, el bautismo, la madre cuidando de sus hijos, alimentándolos a escondidas; la enfermedad, su postración en el lecho. Y luego, el alboroto, el motín. La pobre monja cocinera caída en el suelo con los pies en alto, los gatos introduciéndose por altillos y alacenas. Pero, sobre todo, la monja cocinera caída en el suelo con los pies en alto… Y aquí todas nos pusimos a reír. Incluso la abadesa se puso a reír. Pero luego, al rato, su rostro se contrajo en una actitud sombría, una actitud ya habitual desde que al convento llegara madre Perú. Y eso que el final era muy hermoso, no cabía duda. El lecho de la fallecida rodeado de monjas y gatos. Y, enseguida, sólo rodeado de monjas. Porque la fallecida subía a los cielos como una santa, como una virgen, como cualquiera de las muchas estampas que teníamos todas en los misales, como algunos de los cuadros que adornaban los pasillos del convento. Pero, en lugar de ángeles, los que ayudaban a la monja santa en la subida eran sus hijos, los gatos. Y aunque era muy hermoso —sí, la abadesa reconocía que era muy hermoso y que a punto había estado de que se le saltaran las lágrimas—, ¿cómo nos atrevíamos a decidir el destino de la madre benefactora? ¿No correspondía a las autoridades eclesiásticas y sólo a ellas elevarla a categoría de santa? Y lo que era peor. ¿Dónde quedaba entonces madre Pequeña? Porque ¿no era lo mismo santificar a la primera que condenar al fuego eterno a la segunda? Y entonces por un momento reviví mis primeros días en el convento, los aullidos de las víctimas inocentes, el extraño brillo de los ojos de madre Pequeña, y fue como si la viera estampada en otra calabaza, en otro mate, como si los gatos angélicos, ahora rabiosos, la estiraran de los pies y la precipitaran en el infierno. Y algo parecido debían de haber pensado mis hermanas. Porque de pronto todas miraban con ojos acusadores a madre Perú y la abadesa con voz enérgica nos recordaba las virtudes y la bondad de la fallecida, su terrible agonía, pero, sobre todo, sus virtudes. Los gatos eran una plaga —¿cómo podíamos haberlo olvidado?— y ella, madre Pequeña, con valor y decisión, había liberado al convento del problema. Por eso aquella calabaza vaciada y reseca —o mate, qué más daba— repleta de monigotes, aunque graciosa —y ahora miraba de nuevo a la madre cocinera caída de espaldas con los pies en alto— no tenía justificación alguna a no ser que la hermana buriladora se empeñase de inmediato en decorar otra con la vida y bondades de nuestra querida madre Pequeña. Y entonces se produjo un silencio. Unos instantes en que se podía escuchar el zumbido de las abejas en el huerto, nuestra respiración o el tintineo de las cuentas de los rosarios contra los hábitos. Unos segundos que me devolvieron a lo que había sido nuestra vida durante años y años. Había sido, pero ya no era. Porque lo cierto es que desde la llegada de madre Perú no parábamos de hablar. Como si su mudez irremediable nos relevara de nuestro sacrificio voluntario. Como si siempre hubiera algo que aclarar, que discutir. Y por eso yo de nuevo tomaba la voz cantante, en mi cometido de intermediaria entre la recién llegada y la comunidad, con la autoridad que me confería el moverme a mis anchas en las estanterías del despacho de la abadesa, por mis conocimientos del país de las tres regiones, de las costumbres de ciertos conventos del mundo, de sus milagros, de sus leyendas… Y eso era exactamente lo que había ocurrido aquí. Ninguna de nosotras había conocido a la madre prohijadora de gatos ni era capaz tampoco, sin acudir a los archivos, de fijar con exactitud las fechas en que sucedieron los hechos citados. Con lo cual madre Perú no había hecho otra cosa que narrar una leyenda (la historia de las primeras camadas de gatos era ya una leyenda). En cambio entre la muerte de madre Pequeña y el año del Señor en el que nos hallábamos no había transcurrido aún el tiempo suficiente, y otras serían las encargadas, si así lo estimaban conveniente, de rendirle el debido homenaje. En su momento. Quizás en el próximo siglo o quizá nunca. Porque lo que no podíamos hacer era meternos en la mente de nuestras sucesoras. Es más, ni siquiera podíamos aventurar si tendríamos sucesoras. Y aquí la abadesa, recogiendo el rosario, como todas hacíamos cuando nos desplazábamos por el convento, impidiendo que las gruesas cuentas colgadas de la cintura rompieran un silencio que ya no existía, dijo: «Sí las habrá. Pero aún es pronto». Y nos contó que dos futuras postulantes habían solicitado el ingreso en la comunidad. Pero eran demasiado jóvenes todavía —y yo me sorprendí: ¿más jóvenes que yo? ¿Eran acaso niñas? ¿Volvíamos a los tiempos en que en los conventos (y lo había leído en los libros de la abadesa) se aceptaban niñas, se las instruía, aprendían a bordar, a escribir, educaban su voz en el coro de la iglesia, y luego salían al siglo y contraían matrimonio?—. «Tienen que estar seguras de su vocación.» Y de nuevo me sentí confundida. ¿Me habían preguntado a mí si estaba segura de mi vocación? Sólo algo parecía claro, muy claro. Madre Angélica no se encontraba bien. Porque ahora, cuando abandonaba la sala de labores y se disponía a entrar en el claustro, dejaba caer indolentemente el rosario sujeto a la cintura, sin importarle que el grueso crucifijo golpeara con fuerza sus rodillas. Se la veía preocupada y al tiempo ausente. Angustiada, desalentada, abatida. Y aunque ninguna de nosotras pronunció palabra, fue como si supiéramos de pronto que nos encontrábamos frente a la terrible enfermedad, el mal de todos los males, la dolencia contra la que no valen médicos ni remedios, sino tan sólo rezos y jaculatorias. «Acedía» murmuré para mí misma. Pero no debí de ser yo sola. Porque al instante nos concentramos todas en la calabaza, recordando que el terrible mal es contagioso, se expande como la peste, devasta, asola, se adueña de comunidades y conventos. Por eso, con el punzón en la mano, indiqué el punto de partida, hice girar el mate hacia la izquierda y fui desvelando por segunda vez, ante los ojos de mis hermanas, la historia que ya conocían. Pero ellas, no muy duchas aún en el arte de la lectura, me pedían ayuda, me hacían volver hacia atrás, de nuevo hacia adelante, me rogaban que me detuviera un poco más en alguna casilla, que explicara, en fin, lo que la monja muda no podía explicar. Y ella, madre Perú, agradecía con la mirada tanto interés, tanto apoyo. Porque era como si le dijéramos: «Sigue trabajando, grabando. Dibuja historias y más historias. Háblanos a través de tus mates». Y así lo entendió y así hizo. Porque desde aquel día, cuando entrada la noche nos recogíamos en las celdas, podíamos escuchar junto a su puerta el inconfundible rasgueo del buril, de los buriles. Y, aunque nos enseñó alguno de sus nuevos trabajos, yo siempre sospeché que había otro. El importante, el único, el que le hacía permanecer en vela hasta la madrugada, retocando y retocando, puliendo y puliendo, a la espera tal vez de un acontecimiento, una fecha señalada. Un regalo. Una sorpresa. Una obra maestra.


Madre Angélica no estaba enferma, sino cansada, simplemente cansada. No había contraído el mal, la «tristeza mala», pero, así y todo, no tenía más remedio que preocuparme por su salud. Cada día veía peor, el pulso le temblaba y era yo quien me encargaba de contestar sus cartas, cartas y más cartas, de hacer las cuentas, de reparar errores y olvidos. Pasaba la mayor parte del día en su despacho y, muy a menudo (porque había terminado por acostumbrarse a mi presencia o porque sus ojos a veces se le nublaban y se creía sola), la escuchaba lamentarse, suspirar, sostener conversaciones con interlocutores invisibles. «Antes, por lo menos, el enemigo tenía un nombre y las cosas estaban claras.» O también: «Estos tiempos… No logro entender estos tiempos». Y de repente, como despertando de un sueño, caía en la cuenta de que yo estaba allí. «Contesta al obispo», decía. «Dile que respetamos sus consejos pero que no deseamos romper la clausura. Ni siquiera para votar, como nos pide.» Entonces yo la obedecía en silencio y pensaba que, en algunas cosas por lo menos, la abadesa tenía mucha razón. Eran otros tiempos. Tiempos en que se nos permitía, si así lo hubiéramos deseado, salir del convento, pasear, acudir al médico, visitar a familiares. Nuestro fuerte no era tan inaccesible como antes ni la regla tan estricta. Sí, todo había cambiado… O, quizá, no tanto. Porque la sola idea de salir al siglo nos producía malestar, desconcierto, un agudo escozor en el estómago, y era sin embargo el siglo el que, como siempre, se aprestaba a abrir la cancela herrumbrosa, a cruzar el pesado portón, a recordarnos incansable: «Estoy aquí. Sigo estando aquí». Y fue así como un día, al poco de morir mi padre, se presentó en el convento un abogado del pueblo —de nuevo aquel pueblo al que no deseaba regresar ni con la memoria—. «No lo reconocería usted. No puede imaginarse lo que ha cambiado.» Y habló de mejoras, de hoteles, de fábricas, de campos de deporte. Luego me mostró unos papeles, me pidió otros, hizo algunas preguntas, se admiró de la edad en la que había ingresado en el convento, volvió sobre los papeles y meneó comprensivo la cabeza.

—Pero, madre Carolina —dijo—, la han estado engañando durante toda su vida.


Aunque ¿qué podía saber él de engaños? ¿Qué podía saber del pueblo si él mismo confesaba que no lo reconocería? ¿Cómo explicarle que las cosas entonces fueron así, de aquella manera? ¿Por qué no preguntaba a su madre, a sus tías, a las ancianas del lugar…?

Por la noche me subí a la cama y miré a través de la celosía. Como tantos años atrás, como la primera vez. Sí, me habían engañado. Pero ¿a quién podía importarle eso ahora? Y me sorprendí mirando los balcones cerrados, las azoteas desiertas, tarareando una canción, enjugándome una lágrima, recordando al muchacho rubio, el que trabajaba en los campos de mi padre —y que ahora, por el abogado, me enteraba de que siempre fueron míos— repitiendo infatigable una palabra: monasterio, monasterio, monasterio… Pero ya no estaba allí. Entre las paredes de una celda. Sino en el campo, al aire libre. El muchacho y yo, cogidos de la mano. La mañana en que acercó sus labios a mis mejillas, yo le acaricié el cabello y mi corazón latió como nunca después volvería a ocurrirme. Y era hermoso sentirse así. Recuerdo muy bien que era muy hermoso. Pero no estábamos solos. No sé quién pudo vernos, quién pudo explicar lo que nunca había sucedido. Al poco las chicas de la escuela murmuraban en corros a mi paso, el muchacho se fue —o tal vez le despidieron—, mi padre me reprendió. Y yo deseé matarles a todos, planeé matarles a todos, y les maté, aunque fuera en sueños. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué no le mandaban llamar para que contara la verdad? «Ya la ha contado», diría más tarde el padre José. Pero yo no podía creerle. Porque un día, buscando a doña Eulalia, la mujer que cuidaba de La Carolina, la única que podía comprenderme, la encontré en los brazos del padre José. Como años antes la había sorprendido en los del mío. Pero no fue mi imaginación. Yo les vi, y él, el padre José, se dio cuenta de que les veía. Pero ella, pobre doña Eulalia, sí debía de saber de engaños. Ella había bajado los ojos, me había advertido, ella quiso al final de sus días poner en orden su conciencia. Todo esto lo sabía yo desde hacía tiempo. Pero las cosas así eran entonces. Y cuando se decidió que mi única salida era abandonar el pueblo e ingresar, por un tiempo al menos, en una orden, yo acogí aliviada la idea. Les odiaba a todos. Sólo deseaba que desaparecieran. ¿Y cómo se puede matar a todo un pueblo?

—Pero no se preocupe —había dicho el abogado—. Todavía es rica. Recuperaremos lo que se pueda. No tienen por qué vivir ustedes con tantas privaciones.

Ahora, sin embargo, yo no quería pensar en eso. El frío del invierno, la leche aguada, las modestas colaciones en el refectorio, la alegría incontenible de madre Angélica… Había vuelto a La Carolina, a una de las veladas junto al fuego, siempre a la misma, aquella que en mi pensamiento había quedado congelada, inmóvil, como una fotografía. Pero hoy iba a permitir que volase el recuerdo. Y aunque ellos siguieran rígidos como estatuas, frente a un fuego que no calentaba, dejaría que una piedra atravesara el cristal de la ventana y rompiera la noche. Una piedra con un papel atado, un mensaje. «Carolina no se casará.» El mismo que cantaban algunos corros en el patio de la escuela. No. No se casará. Carolina no se casará… Pero era extraño, curioso. Ni siquiera la piedra, tanto tiempo retenida en la memoria, lograba alterar la inmovilidad del grupo frente al fuego. Era sólo una piedra. Una piedra sin poder. Un fósil. Voces de otros tiempos incapaces ya de producirme la menor emoción. Ni siquiera rabia.

«Se lo enseñaremos a la señora Font, a la señora Ardevol…», recordé. Y también: «Tapetes, cortinas, faldas para el altar del oratorio…». Sí, todavía, por fortuna, se podían hacer muchas cosas con aquellos bordados.


Pero ya lo dije antes. Desde que llegó madre Perú ningún día se parecería al otro. Ni tampoco las noches serían noches. Porque estaba yo pensando en estas cosas cuando alguien golpeó mi puerta y de fuera me llegaron murmullos, pasos apretados, risas… Al salir sólo alcancé a escuchar: «¡Milagro!». Ahora corrían todas por los pasillos, por las escaleras, olvidadas de rezos, reumatismos, dolencias, sin molestarse en sujetar los rosarios, como siempre hacíamos, como se nos decía que debíamos hacer. Y el grupo jubiloso se congregaba en la cocina, donde se encontraban la abadesa y madre Perú, envueltas en olor de fruta fermentada, y a la que llegué jadeando, con la respiración entrecortada, sin entender apenas nada de lo que estaba ocurriendo. Sólo que madre Angélica había recuperado su mirada decidida. Como en aquellos tiempos en que el mal tenía un nombre y venía de otro lado de la frontera. Ella no hablaba de milagros, no parecía emocionada como las demás hermanas. Ni tampoco cerraba los ojos, ni se llevaba el crucifijo a los labios. «¡Farsante!», dijo de pronto. Y era tanta su energía que madre Perú se puso a llorar, a negar con la cabeza, a gemir. Sí, madre Perú lloraba, gemía, pero también… ¡hablaba! «Era un voto», decía entre sollozos. «Un voto de silencio.» Y entonces, estupefacta, fui yo la que me quedé muda.


Pero yo no podía creerla. ¿Por qué no nos había dicho con su letra redonda: «Es un voto»? A mí por lo menos, a su amiga, su protectora. Y ahora, mientras escuchaba cómo había empezado todo, cómo a una de las hermanas en mitad de la noche le había parecido escuchar unos cantos procedentes de la cocina, me daba cuenta de que había muchas cosas más que yo ignoraba de madre Perú. Por ejemplo, ¿qué significaba aquella palangana en la que flotaban trozos de calabaza, que despedía un olor fuerte, mareante, y que señalaba repentinamente la abadesa con un dedo acusador, con los ojos muy abiertos detrás de sus gafas de carey? «Es un remedio», se apresuraba a aclarar ante mi sorpresa la hermana que en los últimos tiempos se ocupaba de la cocina. «El remedio de madre Perú.» Y ella, con la voz muy ronca, explicó, de nuevo ante mi sorpresa, que su salud era delicada, que a menudo sufría mareos e indisposiciones y que la palangana no contenía otra cosa que un digestivo. Calabaza hervida con agua y azúcar, y dejada macerar, muy bien tapada, durante días y días. Pero ya la abadesa probaba con un cazo el líquido amarillento y lo escupía con disgusto.

—Su remedio —dijo. ¡Y qué firme se la veía otra vez!—. Permítame que le diga que el remedio se le ha subido a la cabeza.

Y yo no podía intervenir. Sugerir que madre Perú tenía los ojos rojos porque había llorado, o que la voz ronca con la que nos hablaba no era más que la consecuencia de haber permanecido durante mucho tiempo en silencio. Ahora, desde que había dejado de ser muda, ya no podría defenderla como antes. Porque así lo dice la regla: «No cabe la protección, ni tan siquiera entre miembros de la misma familia». Y si hasta entonces la abadesa había dejado que la ayudara era porque, creíamos, no podía hablar, y yo era su intérprete, la encargada de integrarla en nuestra pequeña comunidad. Pero no me encontraba a gusto allí, en la cocina, aspirando el tufo a calabaza fermentada. Salí con sigilo, subí las escaleras sujetando el rosario, conteniendo la respiración. Y me metí en su celda. Ahí estaban los buriles, las tintas, el mismo olor a calabaza fermentada. Pero, sobre todo, estaba el mate. Un mate grande, el mayor de todos, en el que desde hacía tanto tiempo trabajaba en silencio. Por las noches. La obra maestra que ninguna de nosotras había visto aún. Un mate secreto, difícil de comprender, como si la historia que allí se narraba no tuviera otro destinatario más que ella misma. Pero yo podía leerlo, descifrarlo, mondarlo como una naranja, obligarle a hablar. Y así hice hasta detenerme en la última casilla. Una monja, que ahora sabía que era ella, madre Perú, tras la celosía de un convento, con una lágrima discurriendo por las mejillas. Y después una nube. El mate no estaba terminado. O quizá sí, quizás en aquella nube, que ocupaba un espacio exagerado, se encontraba lo que podía pasar aún, lo que todavía no había ocurrido. Y entonces lo entendí. Aquello era el final. Una historia abierta. O una historia que —de momento— terminaba en punta.


La primera carta llegó de Lima. La segunda de Arequipa. En las dos se nos decía lo mismo: nuestras preguntas les habían desconcertado. No estaban sobradas de vocaciones y ninguna de las dos comunidades había enviado a un lugar tan remoto a una madre muda. Eran respuestas a una carta antigua, parecía claro. Una misiva que debía de haber escrito la superiora casi en secreto, cuando se la veía mustia y angustiada y todavía madre Perú no había roto la promesa de silencio. Había una tercera, pero ésta sí había llegado hacía tiempo. Era, en realidad, la primera de todas. Venía también del Perú y en ella se informaba de que iban a enviarnos en breve a una hija de Dios. Y madre Angélica, que había pedido una mano a conventos y más conventos, se alegró tanto en su día con la respuesta que ni siquiera reparó en que el membrete, el lugar donde debía de figurar el nombre y la dirección del convento, tenía la tinta corrida. Y no quiso preguntarle nada a madre Perú —por si acaso, porque desde el principio le había parecido notar algo raro—, pero sí me preguntaba a mí, a la que había sido su intérprete, su traductora. Y yo vi una letra redonda —que al momento reconocí—, pero me limité a encogerme de hombros. «No, no puede ser», dije. «Aquí no hay una sola falta de ortografía.» Y enseguida me di cuenta de lo lista que era madre Perú, pero también de que a madre Angélica, ahora que había recuperado todos sus arrestos, no se la podía confundir fácilmente. Por eso durante muchos días apenas hablé con mi amiga, para que la abadesa no sospechara de mí, para seguir al tanto de todo lo que ocurriera y, llegada la ocasión, ofrecerle mi ayuda. Y enviamos cartas y más cartas. La superiora dictaba, yo las escribía, y luego, juntas, leíamos las respuestas. Ahora venían del Ecuador, de Bolivia, de Chile… Pero a madre Angélica le interesó especialmente la del Ecuador. Allí, en un convento de Quito, vivía una monja peruana. No es que fuera muda, pero apenas hablaba y tenía la voz muy ronca (se decía que desde muy jovencita había hecho el voto de silencio). Y lo que era más raro aún: esa monja peruana, que antes había sido campesina, sabía burilar. (Aquí me estremecí: ¿no se parecía demasiado a nuestra historia? Pero madre Angélica me ordenó que siguiera.) Hubo también en tiempos una novicia que aprendió el arte de la anciana matera. Era española, no recordaban de qué ciudad, de qué provincia, ni tampoco podían decir a ciencia cierta dónde se encontraba ahora, porque el día antes de tomar los hábitos —de eso hacía ya mucho— desapareció. O no tenía vocación o se asustó, quién sabe.

—¿No te parece raro? Carolina, hija, ¿no te parece que todo esto es muy raro?

No. No me lo parecía. Como tampoco que en otra carta de Cochabamba (Bolivia) se nos hablara de una monja, esta vez portuguesa, que asimismo desapareció. No era muda, más bien muy habladora, demasiado, pero sufría frecuentes indisposiciones que solventaba con un remedio antiguo. Piña fermentada. Un licor digestivo, un tónico.

—¿Y esto? ¿Qué me dices, Carolina, de esto?

Pero ¿había desaparecido o la habían expulsado? Ahora era yo la que me calaba las gafas de la abadesa porque la letra era muy menuda y no entendía bien lo que allí se decía. Lo repetí varias veces. No llegaron a expulsarla, ni siquiera a reprenderla. Ella, sin decir nada, se fue primero. A los pocos días de su partida, sin embargo, se presentaron en el convento unos caballeros muy importantes, muy distinguidos, que se dieron a conocer como familiares de la desaparecida y se interesaron por su paradero. Y una semana después —nunca la comunidad había recibido tantas visitas en tan poco tiempo— se personaron otros asaeteándolas a preguntas sobre los primeros. Y estos últimos —que ya no parecían importantes, ni tampoco eran distinguidos, ni siquiera, en fin, se molestaron en dejar un sobre, una limosna, un óbolo— dijeron pertenecer a la Interpol. «Sí, Interpol», repetí. Y la superiora y yo nos miramos sorprendidas. Interpol, ¿qué quería decir exactamente Interpol? No sé lo que debió de pensar madre Angélica, pero a mí, desde el primer momento, aquella palabra no me gustó nada.


Yo no quería otra cosa que avisarla. Contarle que las pesquisas de la abadesa estaban cerrando un círculo. Que todo, de pronto, concordaba, encajaba a la perfección, que tal vez la única salida sería confesarle a madre Angélica la verdad. Y aunque la verdad —eso lo sabía yo— no siempre significaba el camino más corto, ella me tendría a su lado, como antes, dispuesta a aclarar las cosas, a explicar la historia que con tanto dolor había ido escribiendo por las noches en un mate secreto. Porque ¿cuál había sido su delito, pobre madre Perú? Presenciar un crimen, un asesinato. Y huir. Verse obligada a escapar, correr de un lado a otro, refugiarse en conventos hasta que los verdaderos culpables la olvidaran. Allí estaba todo explicado. Paso a paso, casilla a casilla. Sus penalidades, la huida, el acoso implacable de sus perseguidores… ¡Pobre madre Perú! Ahora que hablaba era cuando más necesitaba de mi ayuda… Pero yo iba a prevenirla, a avisarla. A decirle: «Estoy enterada». Y sobre todo: «No sólo te persiguen los asesinos. También la policía». Por eso esperé el momento en que las hermanas estuvieran ocupadas en sus tareas y ella recogida en la soledad de su celda. Llamé con los nudillos, suavemente, con miedo a asustarla, y, sin esperar respuesta, entré. Pero madre Perú, una vez más, había abusado del remedio.


La celda estaba en penumbra y al principio sólo distinguí una silueta, sentada en el taburete, inclinada sobre la mesa de roble, sujetándose la cabeza con las manos. Parecía que meditaba; que, atenta, muy atentamente, leía un libro, un misal; que admiraba una vez más el mate burilado cuyo secreto tan sólo ella y yo conocíamos. Pero mis ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad y a punto estuve de salir, de volver sobre mis pasos. Porque madre Perú estaba, en efecto, sentada en el taburete, inclinada sobre la mesa. Pero tenía el cabello largo. Y lo que observaba con tanta dedicación no era una calabaza, un misal, un libro, sino un cuadrado brillante, muy brillante. ¡El cabello largo! ¡Un objeto brillante! Madre Perú tenía una larga melena y se contemplaba ante un objeto brillante… Pero no fui lo suficientemente rápida. Ahora ella se había vuelto hacia mí, sorprendida, turbada, furiosa. De su boca surgía el tufillo a calabaza fermentada y sus ojos estaban enrojecidos. Pero eso no era importante, no tenía por qué serlo. Si no fuera porque hizo lo que hizo y dijo lo que nunca hubiera debido decir, yo habría terminado por olvidarlo. Mas las cosas sucedieron así y no de otra manera.

—Meticona —gruñó de pronto—. ¿Qué haces aquí?

Lo dijo con su voz ronca, con estas o con otras palabras, no lo recuerdo. Me hallaba paralizada en el umbral, sorprendida aún ante su melena, ante el brillo que emitía la mesa de roble. Un cuadrado muy pequeño en el mismo centro de la mesa de roble.

—Sí. Es un espejo, ¿qué pasa?

Pero dijo también:

—Y deja de mirarme con esa estúpida expresión de niña. Vieja, revieja. Eso es lo que eres. Una meticona vieja.

Apenas se tenía en pie. Pero mi confusión debió de encolerizarla todavía más. Me agarró del rosario con fuerza y me obligó a inclinar la cabeza sobre el espejo. «Mírate ya. Vieja revieja», gruñó aún. Y entonces, por segunda vez en mi vida, grité en silencio. Porque, aunque cerrase enseguida los ojos, aunque apretara los párpados para no ver, hubo una fracción de segundo, apenas un instante, en que el azogue me devolvió un rostro arrugado, sorprendido, aterrado. Y aunque todavía no puedo explicarme cómo ocurrió, sí sé que de inmediato lo reconocí. Allí estaba ella. Su rostro olvidado. Allí estaba —¡otra vez!— madre Pequeña.


«Debemos ser misericordiosos. Perdonar a nuestros semejantes.» Eso fue lo que dije. Al día siguiente. Al otro. Siempre que madre Perú se acercaba contrita y bajaba los ojos. Pero no tenía tiempo para atender excusas. Seguía escribiendo, contestando cartas. Cuando la abadesa daba por concluida su correspondencia, me dedicaba a limpiar el arca. Con lejía, con arena. Frotando fuerte. Al marino se le estaba desdibujando la boca, pero tal vez me gustaba más así. Porque si entornaba los ojos, parecía que el marino me sonreía, que aprobaba mi conducta, que no le importaba permanecer la mayor parte del día boca abajo, de cara a la pared, con tal de que yo prosiguiera con mi trabajo. Todos los cajones estaban vacíos y abiertos, incluso los secretos, los que en otros tiempos cobijaron recuerdos y que ahora no parecían sino celdas de un convento desierto, abandonado tal vez a causa de la peste, de una epidemia, de un mal desconocido, que yo desinfectaba, fregaba, oreaba, para que no quedase nada de sus antiguos moradores. Ni tan siquiera voces, murmullos. Y a menudo cantaba, tarareaba antiguas melodías que de pronto me venían a la cabeza. En silencio. Porque todo lo que hacía en aquellos días lo hacía en silencio. Días de mucho trabajo. Las cartas en el despacho, la limpieza del arca, el traje de novia… Una tela enmohecida, con olor a encierro, que se empeñaba en desgarrarse por los cuatro costados, que se retorcía al calor de la plancha, y con la que, ahora me daba cuenta, no se podía hacer nada de provecho más que engrosar la cesta de los trapos viejos. Y luego estaba la noche. Porque el trabajo más importante empezaba de noche. A puerta cerrada. En secreto.

—Madre Carolina, tengo que hablarle. Por favor, déjeme entrar.

Pero yo no quería escucharla. No deseaba olvidarme de su melena, del espejo, de todo lo que había ocurrido en la penumbra de su celda.

—Paciencia, madre Perú —le decía—. Paciencia.


No tuvo que esperar siquiera un mes. Al cabo de este tiempo vinieron a buscarla y entonces sí habló, claro que pudo hablar, Dios mío cómo habló. Contó que durante mucho tiempo había escrito la historia de su vida en un mate, año tras año, un mate que llevaba en su huida allí donde fuera. Porque los asesinos eran gente poderosa, sabían que había presenciado el crimen y juraron en su día que no pararían hasta dar con ella. Pero ahora pedía protección y confesaba que sus únicos delitos eran éstos: pequeñas mentiras, faltas sin importancia. No era monja, ni tampoco peruana. Cambiaba de nacionalidad a medida que se veía obligada a proseguir su huida. Para despistar a sus perseguidores. Y volvió a hablar del crimen (ya no recuerdo en qué país, en qué año), de bandas internacionales, de un montón de cosas que ninguna de nosotras entendió demasiado bien. Y de nuevo de su sufrimiento, de las amenazas, de su terrible periplo. Pero todo estaba grabado, escrito, a la espera quizá de un momento como éste. Sin embargo, la calabaza que ahora la abadesa hacía girar sobre la mesa del despacho, ante la curiosidad de las hermanas o la indiferencia de la policía, no corroboraba en nada su pretendida historia de penalidades y desdichas. Los dibujos eran grandes, un tanto toscos, pero, así y todo, se entendían muy bien. El crimen paso a paso. Y, casi al final, el rostro de una monja que no parecía triste, sino feliz, contenta. Una monja que… reía. Reía a carcajadas. Alzando una copa de la que surgía una nube. Tal vez esperanzadora, tal vez no. Porque la nube ocupaba, por lo menos, el espacio de cuatro casillas y la historia, de momento (¿y no era eso lo que ella quería?), terminaba en punta.

—¿Qué significa esto? —vociferó madre Perú.

No pude reparar en su expresión. Me había asomado a la ventana y contemplaba el huerto. Pero era imposible desoír sus gritos. «¡Echen esta chapuza a la basura! ¡Busquen mi mate! ¡Registren el convento! ¡No me iré de aquí sin mi mate!» Porque de pronto parecía como si madre Perú se hubiera olvidado del crimen, de la defensa vehemente de su inocencia, de la gravedad de la situación, y centrara, en cambio, toda su ira en salvaguardar un prestigio, una habilidad, un arte. Ahora negaba con su voz ronca cualquier relación con aquellos dibujos a los que llamaba «ridículos», «simplones», «zafios». Y, sin dejar de chillar, exigía la devolución de su obra —«mi obra maestra», decía—, un auténtico mate burilado, la historia en la que había trabajado durante años y años, la calabaza que le acompañaba en su huida allí donde fuera.

—¡Miren en el arca! —Y su voz sonó más ronca y desgarrada que nunca—. ¡Seguro que está en el arca!

Y aunque los policías no demostraron el menor interés por ver más calabazas, estudiar monigotes, o perder, en fin, como dijeron, más tiempo aún del que llevaban tras sus pasos, yo cerré lentamente la ventana y me ofrecí gustosa a mostrarles el mundo. Acaricié la tapa abovedada, di la vuelta a la llave muy despacio, y abrí. Pero allí no había nada. Ni en el fondo, ni en las esquinas, ni en los cajones secretos que iba desvelando uno a uno. Sólo olor a lejía, olor a limpio. Un aroma refrescante que se extendía ahora por el vestíbulo, los pasillos, subía las escaleras y se colaba por cerraduras y rendijas. Y que permanecería allí un largo rato, hasta horas después de que la verja herrumbrosa dijera adioooos, y todas nos recogiéramos en silencio.


De nuevo los días empezaron a parecerse unos a otros, a copiarse entre sí, a repetirse implacablemente. Los quehaceres eran asignados por turno, por orden, o porque así yo lo disponía. Había una monja al cuidado del huerto, otra de la cocina, otra del torno que seguía sin girar, pero que había dejado de preocuparnos. Porque no desayunábamos leche aguada, ni pan reseco. Sino bollos, mermelada, chocolate deshecho. Y yo, desde la mesa del despacho, firmaba los papeles que me hacía llegar el abogado y, aunque no era mucho dinero —no tanto, al menos, como él había dado a entender—, en algo sí, aquel buen hombre, tenía razón. No vivíamos con tantas privaciones y sacrificios. Quizá por eso madre Angélica se abandonó en la comodidad, se desentendió de sus obligaciones, me fue pasando, poco a poco, todas sus prerrogativas y poderes. Porque ella (que apenas veía ya, que casi no podía andar) se pasaba los días recluida en su celda, mientras yo escribía, contestaba cartas, atendía los asuntos del convento. Y por las noches yo le daba el parte de lo que había ocurrido. Las visitas de la señora Font, de la señora Ardevol (de sus hijas o nietas a las que seguíamos llamando señora Font, señora Ardevol), lo que nos contaban a través de la celosía, los cambios que seguían sucediéndose en lo que ellas llamaban mundo… Y aunque madre Angélica solía dormitar mientras le hablaba (o asentir ligeramente o cabecear disgustada, como si nada de lo que le contara pudiera despertar su interés), seguía siendo, a efectos oficiales, la abadesa. Y ésa era la forma de recabar su consentimiento, su aprobación, la conformidad a todo cuanto yo hiciera. Por eso la mañana en que encontramos un inesperado visitante en el huerto —un gatito negro de apenas unos días, quién sabe si perdido o abandonado como en otros tiempos— lo alimenté en la cocina, le dije: «Te quedarás aquí, con nosotras», y después, al caer la noche, como siempre, subí a su celda.

—¿Quién es? —dijo con voz soñolienta, incorporándose y calándose unas gafas que ya apenas le servían—. ¿Qué quiere?

—Vivirá aquí —me apresuré a informarle—. En el arca. Le sacaremos la tapa del marino para que no se asfixie.

—Ah —dijo—. El marino…

Y me pareció que revivía el momento en que por primera vez contempló la tapa abovedada del mundo. El marino mirando hacia el frente, con el sol a su izquierda, la tormenta a la derecha. El cuadro que llevaba a otro cuadro. Y éste a otro, y a otro, y a otro… Y ahora, mientras se recostaba sobre la almohada con los ojos entornados, adiviné que se había quedado detenida en el punto minúsculo. El último eslabón visible de la larga cadena de veleros, tormentas, soles, marinos sujetando cuadros… O quizá no. Quizás había logrado introducirse a través del agujero y veía mucho más allá de todo lo que pudiera contarnos el mundo.

—Madre Angélica… —murmuré.

Pero ella había despertado ya y, de nuevo incorporada, se quitaba aquellas gafas que no servían y, pestañeando, se ponía a escudriñar al gato.

—Tienes los ojos rojos y eres feo —dijo—. Feo y negro como un demonio.

Y enseguida, sonriendo, recuperando la alegría perdida, le acarició y le dio un nombre.

—Nylon —dijo muy lentamente—. Yo sé que te llamas Nylon.


A menudo, al despertarme, pienso en eso. En las últimas palabras de madre Angélica, en sus ojos sin luz, en un montón de historias que se arremolinan en mi cabeza, entremezclan, confunden y a ratos, incluso, olvido. Pero no tengo más que esperar a la noche para intentar poner en orden los recuerdos. Cuando como ahora recorro el convento silencioso, con un grueso manojo de llaves en la cintura, sujetando el rosario para no hacer ruido, rozando con los dedos paredes y puertas. El vestíbulo, la cocina, mi despacho. El claustro, la sala de labores, el oratorio. Los recintos de las hermanas que ya duermen, meditan, rezan, o quizá revivan su primera noche contemplando azoteas desde un ventanuco. Y me desprendo de la memoria paso a paso; archivándola, dejándola en seguro; recontando pomos y manijas; admirándome de que las celdas de un convento no sean más que cajones secretos de un gran mundo. Porque tiempo tendré para rescatar lo que allí ocurre, lo que voy encerrando poco a poco. Cuando las cartas que escribo encuentren respuesta y las que contesto se materialicen al fin en una llamada tímida, el sonido de la campanilla tras el que reconoceré enseguida a una nueva postulante, a una novicia… Y entonces acariciando a Nylon —cada día más gordo, más perezoso— sí podré narrar los desvelos de la monja santa, el arrepentimiento de madre Pequeña, la azarosa vida de una prófuga que se hacía llamar madre Perú, la llegada al convento de una niña con un traje de boda… Historias y más historias. Leyendas.

—Toma y sal al huerto. Allí verás tu rostro por última vez. El rostro que te va a acompañar hasta el final de tus días.

Y ellas atravesarán el claustro umbrío, contestarán a las jaculatorias de las hermanas, saldrán al huerto y se sentarán a la sombra de un limonero, de un naranjo, en el lugar tal vez que en otros tiempos crecieron calabazas. Y se contemplarán en el espejo de mango de plata. El espejo de cuento. Y yo desde mi despacho las observaré en silencio. Sabiendo que aquél es el momento más importante de sus vidas, que nada debe perturbarlas, distraerlas. Ni siquiera el rumor de las hojas, el silbido del viento, la voz que a veces parece surgir de las adelfas, precisamente allí, junto al banco en el que ahora se han sentado, cerca de donde, hace ya mucho, alguien —dice la leyenda— enterró las cenizas de un mate burilado. Pero no debemos engañarnos. La adelfa es una planta venenosa, y nada tiene de raro que el murmullo que a ratos creo apreciar también lo sea. «Meticona, vieja, revieja. No eres más que una vieja…».