10
Por las mismas horas de aquel mismo día, miércoles 23 de marzo, habiendo resultado vana la búsqueda del Enea Retalli alias Iginio en el Torraccio, donde tenía habitación, cuando la ocupaba, el suboficial Santarella cavalier Fabrizio se había dado a recorrer con su moto la provincial de Marino a Albano, tan estupendamente arbolada, o mejor flanqueada de árboles, de los jardines y de los parques que se adensan en la colina. Marzo los halla desnudos o harapientos en buena parte: los olmos, los plátanos, los chaparros; otros conservan la fronda verde para San Blas, o San Matías: los pinos itálicos, las encinas, la amistad serena y casi doméstica, en la villa, del laurel, con el que en otro lugar es redimido el académico y en algún caso el poeta. Más de una indicación y algún indicio movían a creer, o por lo menos a no excluir, que el tan buscado jovenzano se largase (más o menos) hacia la Pavona y el Palazzo, bajando por los caminos y los alcorces, cuando las carreteras propiamente dichas se le antojaran menos que seguras. Llevaba otra vez un mílite de paquete, el bueno del suboficial, y armado, por no decir embarazado, de mosquetón. Transformadas en una melopea, apenas vagamente indiciaria las siete sílabas del himnógrafo del Touring, el pensamiento le corría en pos del fugitivo que con ligera ventaja sobre él le había pisado el romántico «via!» procediendo a estas horas con firme paso allende los confines de la «condición de ignorado paradero». Aquella frase, aquella incitación, el suboficial-diablo se la iba canturreando entre boca y nariz, acoplaba su ritmo gallardo (y no menos supósito) al petardear del motor. De dos mílites de la comandancia de Castello había instado el refuerzo a la misma, por teléfono, y sabiendo que estaban provistos de máquinas, digamos bici, los había mandado a la Pavona.
Muy otro en cambio, y de asaz diverso vivir como de más espeso pueblo y populacho henchido, con otros topónimos inscrito, por otros nombres insigne, entre las ruinas augustas y el grisor humbertino de las casas de cinco pisos, y el rodar bastante entorpecido y por lo mismo campanilleante de los tranvías, era el teatro de operaciones del Rubianco: el campo del trabajo y del ocio, del dopolavoro y de la labor de después, donde se explayaban su técnica remolona y distraída (si ibas a hacerle caso), azotacalles, mirando a las musarañas, husmeando a la que salta, a capricho, y la potrosa sagacidad del paseante en corte que se deja guiar por la mudez de toda hipótesis y de cualquier disyunción, así una sonámbula en el alero; mientras que él en todo el ajetreo y el incesante topar de la gente, andando cada cual su camino: a puro bares, tabancos de chinelas, puestos de lejía y jabón, a lo largo de las cancelas de jardines con oblicuas palmeras de parte de allá, amarillas, atropelladas por el invierno, fatigadas bajo el cielo árido, la hora mudable, los triduos certísimos de la tramontana. Con las fuentes, la basílica de Santa María de las Nieves, y los arcos y las bóvedas en los muros sobrevivientes, los cubos de toba y de arenisca: que se acuerdan de Cicerón y Galiano y de Liberio papa, entre las invitaciones de las castañeras de negros dedos sobre la hornilla, cara seria y ahumada toda arrugas aplicada a su comercio, y la no-invitación del taxista de turno, aburujado allá en su confesonario de cristal: automedonte de quien cabría incluso decir que aguarda (una llamada, una orden) si amable ronquido no se lo llevase a la deriva, lejos, muy lejos de cualquier y menos sabidora espera.
Tras la cantata a modo y, mejor, tras el aria di chiusura de la Ines acerca de la bendición que la campana de Santa María la Mayor había largado a la ratería de Ascanio, «este chaval me lo callo yo mañana temprano» se había dicho el Rubianco; y liberando a la salida aquel cacho de bostezo que le rondaba por el gaznate desde dos horas antes, como un león enjaulado, sin perder momento le puso tope con la mano, cuando el doctor Fumi ya le soltaba: «de ese andoba te encargas tú. Te das un garbeo por el Esquilino, y luego por via Carlo Alberto, muévete a ver, que de seguro en Piazza Vittorio lo pinzas, allá mismito, con tanto gaznápiro que están de punto». Ingravallo asentía, torvo: gustoso hubiera ido él, de no haber tenido algo mejor: y lo tenía: «Lo pescas de todas todas. La chica ha sido explícita.»
La mañana siguiente, a las diez en punto el Rubianco se hallaba in loco (tras haberse dado una vueltecita por las palmeras): es la hora en que las mujeres suelen proveerse en el mercado, con vistas no sólo a la cena, sino ante todo a la comida de su inminente cuidado: la hora de los quesos de nata y de los otros, de las vermífugas cebollas, y de los cardos, bajo la nieve pacientemente hibernantes, de los ramilletes de aromas, de la ensalada temprana, del cordero lechal. Gentes que venden cochinillos en los tenderetes de la plaza se contaban, aquella mañana, por tribus. De San José en adelante es su estación, puede decirse. Con su tomillo y los copetes de romero, y no digamos los ajos, y la guarnición o el relleno de patatas con albahaca bien picada. Pero el Rubianco, haciéndose el distraído, se dejó llevar entre berzas y encendidas naranjas por su desganado optimismo, silbando en sordina, o a ello disponiendo apenas los labios, callando de pronto, echando una ojeada acá o acullá, como al desgaire. O bien se detenía chiticallando, el flexible metido hasta los ojos, las manos en los bolsillos, la chepa tirando a aterida bajo un gabán claro y nada recio, sin abrochar, y cayendo por detrás de ambos puños, con aires de cola de frac. Era un gabancete digamos de entretiempo, que tiraba a peludo, y a suave, y liso por demás en muchos puntos: contribuía a definir la imagen de un haragán adormilado, a caza de una colilla que poder pipar. Envuelto en el torbellino de invitaciones e incitamientos a la compra y la variedad de proclamaciones de aquella fiesta casearia, transitó piano piano frente a los puestos de recental, dejó atrás zanahorias y castañas y contiguos montecillos de blanquiazulados hinojos, bigotudillos, rotundísimos nuncios de Aries: y allí de toda la república herbaria, donde en la competencia de precios y ofertas los apios tempranos campaban ya por sus respetos: y el olor de las asadas en retirada parecía, en los pocos hornillos subsistentes, el olor mismo del invierno fugitivo. En muchos puestos amarilleaban, sin tiempo y fuera de estación ya, las naranjas en pirámides, nueces, en las cestas, ciruelas de Génova negras, lustrosas de betún, Claudias de California: a cuya sola vista se le hacía la boca agua, al Deviti. Apabullado por tanta voz y tanto grito, por la estridente conminatoria de todas las vendedoras sindicadas, arribó por fin al reino antiguo y eterno de Tulio y de Anco, donde recostados en el tajo, pronos o más raramente supinos, o dormidos sobre un costado, otras veces, los cochinillos de piel de oro exhibían sus entrañas de romero y tomillo, o tal cual nódulo verdinegro por entre la carne pálida y tierna, una hojita de menta amarga embutida a modo de mecha con su grano de pimienta, que el griterío claudaba en la batahola: «nueva glandulilla que la cocina apróntales, y a otro mercado y de otras ferias no sabida». No le resultó allá nada difícil, dado el optimismo en popa que le andaba empujando entre el vorticar de las hembras, embarazadas de colmas redes o de capachos, frondosas de repollos, no le fue difícil reconocer por la descripción de la Ines, y ya unos pasos antes, el tipejo, al gentil cornetín que le convenía. Mostrábase erguido, detrás del mostrador, ¡con un par de ojos!, lo más opuesto, siquiera entonces, al miedo y la timidez que tanto decantara la Ines, y con la melena amazacotada, y con una carga de brillantina, toda para una parte: en compañía de la abuela, se hallaba. En el copete, cayendo sobre la frente un tanto, las hebras del cabello se habían rizado como escarola tras el caprichoso retorno del peine, o así el tumbo de una ola de mareta cuando un instante rehierve antes de disponerse a desistir, y finalmente abandona la arena. Un delantalón blanco le hacía un poco facha y al tiempo que gritaba andaba afilando los cuchillos, uno largo, otro corto, y en el ínterin miraba para él, el Rubianco, mas sin dar muestras de verle: aquella cabezota rubio oscura, con semejante chápiro de sacamuelas especialista que le bajaba hasta el hocico, se le había plantificao delante si a la debida distancia con las manos en los bolsos: uno al que, a buen seguro, le hacía tilín meter el diente al cochino, pero que no tenía los monises, pobre mico, que por él ya podía pasarse las ganas. «¡La cochina, la cochina! ¡Aquí la tenéis la cochinilla, siñores!, ¡la buena cochina de la Ariccia con un bosque de romero en la panza! ¡Con sus patatitas tempranas! —(una tempranez que él se discurría, pues eran patatas viejas cortadas en cachitos, punteadas de perejil, disimuladas por la grasa de la cochina)—. Patatitas tempranas, seores cabayeros y consejeros, seoras esposas de mis respetos, que pegan más que el huevo duro en la ensalada. Mejor que huevos de capón, ea, las patatas. Os lo aseguro. ¡Probarlas! —Deteníase un instante a tomar aliento. Y luego, la ametralladora—: ¡Una noventa los cien, la cochina! ¡Una verdadera miseria, cabayeros!, ¡precios de vergüenza, pa quien vende y quien compra!, una noventa cien gramos, que se dice pronto. ¡Venga pa acá, cuartos en mano, buenas mujeres! Quien no come no aprovecha. ¡Una noventa los cien, la cochina! Carne fina y delicada, ¡cabalita pa los siñores! Probarla es adoptarla, se lo aseguro, seoras esposas: ¡carne fina y sabrosa! El que la prueba repite, y eso sale ganando. ¡La buena cochina de los Castillos! La hemos dao a destetar en los chaparros: en los chaparros de Galloro, que la llevamos, ¡a comesen la bellota del emperador Calígula!, ¡el glan del príncipe Colonna! ¡Del gran príncipe de Marino y de Albano!, ¡que les ganó a los peores turcos por mar y por tierra en la gran batalla de Levántate y anda! ¡Que en la catedral de Marino tienes entoavía las banderas, con la medialuna de los turcos, de compaña! ¡Al auténtico cochino, cabayeros!, ¡cochinillo asado, con su romero y con las patatitas trempanas!»: y concediéndose un pase después de la chillanga, que al cabo de su tirada también el actor trágico toma huelgo, volvió con extrema seriedad al afilen de los cuchillos. Pero a las dos hurgonadas con los aceros se le avivó la llama: un estremecimiento lo sacudió. Fue el deflagrar de una ulterior variación, o tal hubo de parecer al agente. Con la vista baja: «¡Prueben, siñores, prueben! ¡Por una noventa los cien gramos se pegan un atracón de cochina, que la mujer luego lo agradece! —De inmediato, a una gachí bastante buena, abajando el tono—: ¿Qué será, guapa? —La guapa, ante semejante tono de autoridad, no pudo contener la risa—. ¿Hace, media libra de cochina? —Y sottovoce, para ella sola, pero con mirada de refilón al planchado sacamuelas—: ¡Que te doy el mejor bocado, lo juro! ¡De más que me gustas! ¡Que estás pero que muy rica! ¡Una ricura de esas especial pa ti, con sus patatitas! —Y atacando sin transición, berreando por in saecula, con los ojos al cielo ahora y con mofletes de bocinero sinsustancia—: ¡Amos, a dale a la cerda, siñores míos! ¡Vengasen a flojar la pasta, que ésta es la ocasión, cabayeros!, que es una vergüenza dejala aquí en exposición, que ya luego llueve, y de sobra sé que tienen todos un monte en el bolso de sus buenas perras. ¡Venga, a quitasen la migraña, siñores! Que la cochina es vuestra, en soltando el cónquibus.»
La abuela, en tantas, si abuela era, engatusándola con balanza y con chácharas, le daba por el gusto a la rubicunda menegilda. Y él: «Una noventa los cien. ¡La cochina de oro, la cochina!» Pero ahí del sacamuelas del Rubianco dale y vuelta con el guipar, luego de echarse atrás el chapeo, descubriendo la frente que pareció echar llamas de una estopa hirsuta y rebelde, entre rubia, en su punto, y castaña. Le habían brotado al flanco dos guajes, un par de horteras harto más foscos que él, uno por lado, como los silentes gendarmes que Polichinela sólo echa de ver al rato, con susto repentino si retrasado respecto del hecho. Por donde, el arrapiezo, poco a poco, «¡siñores, siñores, una noventa los cien, la cochina la cochina, sí, sí, está claro!», parecía decir consigo mismo, pero abajaba más y más la voz, «la co-china», silabeó exangüe, «la co…» y el resto del aliento se le moría en el gaznate: así la luz más fulva y quérula de un cabo de vela conforme moquea y por todas partes se derrite, en un lago de hedor, con su rabito asado en medio. Viniéndosele encima semejantes farolazas, que de pronto se habían multiplicado por tres. Y claro está: en cuanti que caló de qué socios se trataba, era ya tarde pa darse el piro. Dejó los fierros en el mostrador, susurró a la abuela «vienen a por mí»: ya se iba desatando el mandilón. Le temblaban las piernas. Mientras le tocaba poner buen semblante al Rubianco, que sin ser visto había desenvainado una pápela, un carnet, y le soplaba a media voz metiéndoselo por los clisos, el precioso talismán:
«Tendrás que venir un momento a jefatura. ¡Si no armas bulla, nadie se ha de dar cuenta! Aquí son dos agentes de paisano, pero si lo prefieres te acompaño yo, sin que se molesten en venir de escolta. Eres Lanciani, Lanciani Ascanio, o me equivoco.» Así que no tuvo más remedio, pa no liarla, que soltar cochina y cuchillos, y dejarlo todo a la tía…, a la abuela: que se había quedado, tiesa como un poste, con un ojo lleno de aprensión hacia el gentío, que en verdad transitaba indiferente. Tenía órdenes de acompañarlo a jefatura, le notificó expedito el Rubianco, y exhibió por segunda vez el papel: «Lanciani Ascanio», añadió. La abuela, dueña del puesto, una campesina de media edad, negro aún el cabello y harto más seca, en la cara arruguienta y leñosa, de cuanto debiera comportar comercio tal, parecía incierta de qué actitud conviniera: consternada no, pero sí contrariada: «El chico no tiene pecado ni culpa —dijo—. ¿A santo de qué se lo quieren llevar?» Instada a media voz por el Rubianco, recitó su nombre y apellido, el domicilio, mostrando la licencia para el puesto. Añadió, sin mayor entusiasmo, que era una tía joven de la mamá del Ascanio. El Rubianco garrapateó en un papel los datos con un cabo de lápiz, se lo volvió a embolsar. Parecían tres parientes de palique: nadie se fijaba en ellos. De Grottaferrata, venían, concedió de mala gana la abuela: término de Grottaferrata, un caserío que le decían el Torraccio, pasadas las Frattocchie; pero ocho años atrás se habían venido para Roma, sí, fuera de Porta Latina, puede decirse que en mitad de los huertos, un camino de carro con un mal cartel donde está escrito via Popolonia, «y allí viven los hortelanos en sus barracas. Allí estamos nosotros, antes de la via del tren: que a la parte de aquí —hizo el ademán— se baja por entre las cañas al riacho de la Caffarella».
«Una barraqueta en mitad de las coles: y a su tiempo ponemos alcachofas.» El Ascanio se quedaba a dormir con ellos. Lo tenían por caridad, a cambio de una ayuda en el mercadillo. El padre…, ¡bah el padre!… El hermano estaba sin trabajo dos meses ya. «¡No hemos vuelto a saber de él!» Ascanio… procuraban ayudarlo, al chico, «con los pocos posibles que tenemos». Y dejó que se lo llevara, mohíno, al prometerle que se lo devolvería poco después. Deseosos a su vez de evitar escenas, al cliente como a sí mismos, los dos ángeles de pelo oscuro que se habían apartado del tenderete aguardaban a poca distancia: el muchacho, sin gota de sangre en la cara tras tanto chillo, dio la vuelta al mostrador, y con el pariente a los talones llegó donde aquéllos. Era la gran táctica del Rubianco: con la testa bamboleándose, avanzando de hombro en espolón entre el gentío, topaba como al azar con el tipo, con su tipo: «¡Vaya, quién se vio! Bueno, ¿qué te cuentas? —(Sottovoce)—. ¿Estás tentando el pandero a las criadas, o la cartera a los gachós? Si al bolsillo se le ha caído el botón, allá tú: suelta la verdad. —Luego, perentorio—. Andando, te necesita el comisario: alguna palabrita que te guarda.» Se lo llevaba del brazo, mirando al suelo, como quien ha de hacer una proposición seria.
Salieron de la confusión hacia via Mamiani o via Ricásoli: había un pasadizo entre los puestos de los pescaderos y de los polleros, donde venden los calamares y las jibias y toda clase de congrios y de agujas que hay en la mar, por no decir de las telinas. El cuitado y el mismo Rubianco dieron un vistazo a las pulpas fonjes de un blanco-plata madreperla de los calamares (tan delicadamente bruñido en las vetas internas), husmearon aun sin querer olor de alga marina de toda aquella fresca humedad, aquel sentido de cielo y de libertad cloro-bromo-yódica, por la mañana viva en las dársenas, aquella promesa de plata frita en el plato para el hambre que ya clamaba desde lo hondo. Envueltas de callos cocidos una sobre otra como alfombras enrolladas, airosas anatomías de cabritos despellejados, rojiblancas, puntiagudo el maslo, pero terminado en el copete, para señalar de modo verídico su nobleza. «Por cuatro liras os lo doy todo», decía el cabritero, presentándolo en lo alto, y por todo se sobreentiende la mitad: y las blancas macollas de lechuga de oreja, o rizadas escarolas todas tufillos verdes, pollos vivos con esos ojos que otean de lado viendo, cada uno, su cuarto de mundo, gallinas vivas mudas como peces y estibadas en jaulas, fueran negras o belgas, fueran paduanas pajizo-marfileñas, secas guindillas verdijaldas, rojiverdes, que no más verlas te escocía la lengua, se te hacía la boca agua; y encima nueces, nueces de Sorrento, avellanas de Vignanello, y castañas a puñados. Adiós, adiós. Las mujeres, las rollizas amas de casa: de chal oscuro, o verdeyerba, un imperdible de niñera con el pincho al aire, ¡ay!, para punzar la popa a la vecina de un momento: così fan tutte. Pulpazos semovientes, ambulaban ellas con trabajos de un puesto y un quitasol al sucesivo, de los apios a los higos secos: se revolvían, se estregaban los respectivos tabalarios uno con otro, aspaban por abrirse paso, con bolsas llenas hasta el tope, se sofocaban, daban las boqueadas, pingües carpas en una piscina-trampa que poco poco se vacíe, apiñadas, estrujadas, calzadas a tornillo con todas sus chichas en las gorgas de la gran fiera manducante, digo de la gran feria manducatoria.
Don Chito, en el ínterin, tampoco había perdido el tiempo. Regresando a las doce y media de la noche, «lunes veintiuno marzo Benito de Norcia», enunció colgando de su clavo el calendario (regalo de fin de año del vendedor de pastas de sopa de la acera de enfrente) con la hoja de dos días antes que la señá Margherita se había olvidado de arrancar. Un gotillón de metal fundido, la media, del reloj de Santa María de las Nieves. Se acostó, concilió el sueño, roncó a modo, posponiendo cualquier suerte de deducción hasta la mañana. Cuando el trino iracundo se soltó de pronto en el silencio de la casa adormecida, brotando inesperado de aquel trasto de un despertador semoviente por el mármol (de la mesilla) para anunciar las nuevas pegas de la jornada, todavía dos golpecitos de la patrona en la puerta, discretos, refrendaron la monitoria furiosa del imbecilísimo: no obstante las crecidas ganas que nutría, en el fondo de la sesera, de darse media vuelta y seguir sornando, le pusieron en pie a las seis. Dejábase resbalar apretando el asiento y solía caer por un costado de la cama, ta-tum, como un patán, sobre los talones. Regordete, y membrudo en las piernas, que se veían velludas de la rodilla para abajo, merced a la camisa de franela pajiza con rayado rojo paralelo con que se ataviaba por la noche, solía arrepentirse ipso facto, antes aún de haberlo considerado a mente despejada, del batacazo: que resonaba en el pavimento, pese a semejante porquería de alfombrilla, y anunciaba el activísimo madrugón al neurasténico del ingeniero del piso de abajo, despertándolo a sobrevienta. Ni la mismísima tramontana de la noche, de vuelta a casa, ni en la cama ya el raudo viento de los sueños, eran bastantes a descomponerle aquel pelucón de pelo de cordero: negro, píceo, crespo y compacto: que para resplandecer en la nueva luz, dijera lo que dijese Pestalozzi, no había menester brillantina alguna. Las piernas nudosas, la porción a la vista, emitían y es más saeteaban en perpendículo a la superficie de la piel su vello, negro también, saturado de electricidad: así las líneas de fuerza de un campo newtoniano o coulombiano. A ciegas aún, o poco menos, se calzó las chinelazas: que parecían aguardar como dos bestezuelas tumbadas sobre el parquet: en espera de los quesos, cada una el suyo. Se desperezó, que parecía un chulo que cobra conciencia de sí, bostezó en cadena ocho o nueve veces con un ¡o-am! que diríais definitivo y no lo era, tanto es así que volvía a atacar a escape, a renglón seguido. Lagrimeó por el izquierdo, por el derecho después, sin prisas, guiñándolos uno del otro en pos con los consecutivos bostezos, como las dos mitades de un limón sucesivamente estrujadas por el marisquero. Se dio su rascadita de cabeza, un repasito de tres uñas por la jungia occipital, cin cin cin, mismamente un mono: y con el proceder automático de una sonámbula dirigióse «al baño». Allí arribado, y echando a la puerta el pestillo, pudo al fin aliviarse en la forma más radical y expeditiva de la molesta sensación de trop-plein que notifica cada mañana, a cualquier mínimamente elástica y juvenil vejiga, el pronto despertar de su propietario.
Lo cual contribuyó, amén de un marzal aire colado por la ventana mal ajustada, es decir nada ajustable, a despejarle por completo el chapitel, aun tratándose de un limazo de siroco. Se despojó de la camisa, tibia todavía por obra de la cama y el sueño, y la colgó de un clavijero: donde la contempló pender, vacía, inmaculada, aquella piel nocturna de sí mismo. Amanecía. De Marsias, luego de haber cantado tan mal en sueños, le parecía haberse mudado en Apolo. Un Apolo ya no veinteañero, y un tantico vellosillo. Volvió a rascarse el cabezorro, se apropincuó al lavabo, y dando libre curso a las linfas se enjabonó nariz y cara, cuello y orejas. Despabiló el pelucón bajo el grifo alto del lavabo, con aquellos soplidos y semejante trompetear de nariz, como de foca emergiendo tras sus piruetas bajo el agua, que eran de mañanita, desde el baño «ocupado», indefectible indicio de sus lautas abluciones. Un dulce orgasmo, del otro lado de la puerta que el cerrojo vedaba, una delicada formídine, solían en momentos tales adueñarse de su amable huéspeda doña Margherita: Margherita Celli, viuda del comendador Antonini: no, no y mil veces no, una pupilera. Dios nos libre: una señora distinguidísima, cuñada de su excelencia Barlani, el presidente Pier Calumero Barlani: presidente, no… sí… no se acordaba exactamente de qué: que hacía algunos años que también él faltaba, pobrecillo: un enfisema pulmonar con supuración septiquímica: y era, puede decirse, el sostén de toda la familia. Ella anulaba la eternidad del corredor de baldosines y su correspondiente fragancia (pipí de gata y petróleo) con traslaciones silentes, y aladas de improbabilidad y milagro, que dijéranse efectuadas en un campo gravídico en desuso y decididamente inoperante ya, como de una magneto desimantada. Transcurría así hasta la cocina y sus hervidores con pasicos fluidísimos, que su rozagante bata de franela rosa iba sustrayendo uno tras otro a la ajena percepción: y de lo cual quedaba en el corredor, como una cola zaguera, una cabal idea de la continuidad en el sentido infinitesimal del término. Cuya fluencia y levedad de fantasma que se estremece entre algodones, aun manteniéndose devota de los llorados manes del difunto, «mi Gaspar», se aplicaba (en verdad) a no turbar en modo alguno las sucesiones estróficas del rito ablutorio, y desatascador de los nasales conductos al mismo tiempo, a que solía abandonarse don Chito. En un revitalizado latir de su corazón de huéspeda, que en ningún caso pupilera, oh no, con no percibidos rubores de confirmanda, ella se entregaba entonces por toda la casa a los cuidados del día: que daban el fruto, no más levantarse de la cama, ante todo de un café con leche canónico, predispuesto desde la noche antes: el célebre café con leche doble de la seora Margherita: locura de a tomo, y por todas deprecada, en primer lugar por todas las vecinas pupileras, ¡ésas sí, pupileras! Así es. «Pobre hombre —decía ella—, a ver si he de mandarlo en ayunas hasta Santo Stéfano.» Se guardaba muy mucho de añadir «del Cacco», temiendo, acaso, descarrilar también del Cacco. Devotamente ofrendados en una bandeja de peltre, el café en un hervidor de no se sabe qué cobre o qué estaño, en una jarra sin asa la leche, el azúcar en un bote que antes fue de peptona, un cilindrillo más que mostoso, al pie de la cafeterucha culibaja unos platitos, con tostaditas de pan y bucles de mantequilla, el cejijunto seor doctor que Dios le ampare, todas las mañanas se arrojaba sobre aquello como un búfalo: con la excusa de la prisa cro cro cro, en un santiamén desaparecía todo, casi hasta el plato. Y aquella mañana no digamos, miércoles, veintitrés de marzo, fiesta de San Benito azadonero, a tenor del calendario, «y con aquella congoja de la difunta en el cuerpo», la señora Celli se santiguó, «ora et labora pro nobis», margariteó. «Congoja», gruñó don Chito ofendidísimo con la papa en la boca: «y el pro nobis se lo añade usted». Se atragantó hasta amoratársele el rostro: con las migas por la tráquea, es que se asfixiaba: de un momento a otro dispararía todo por la nariz, flemas y café con leche. «Congoja, congoja —gorjeó la oferente—, ¿qué, no es lo mismo? Usted es demasiado instruido, seor doctor: parece un maestro de escuela.» Y en el ínterin le dio dos golpes en la espalda, a fuer de mujer práctica, y casi hermana, hélas!, amorosamente socorredora: ella, que había tenido que especializarse en los golpes: (contra la dura madera de la puerta). El seor doctor se enjugó la boca, se puso en pie. Se había afanado la mañana anterior, y otra vez por la noche antes de dejar la oficina, por obtener el coche: al teléfono, por las lanzaderas del flujo, y con directa visita a quien podía dárselo, y charla: y otra vez por teléfono, a las once de la noche, hablaba de ello con el segundo jefe Pantanella, comendador Amábile: le había soplado en una oreja, al buen hombre, bastante viento: con no menos granizada de enojados electrones: alzándole la voz como si hablara a un turco: (era sordo, el Amábile). ¿El automóvil? Sí, señor, había hecho ya la petición. Sí. ¡Ya lo había pedido!
Y cosa increíble, lo consiguió: de su colega: el comisario jefe de la política. El cual, previendo una jornada magra, bah, dos o tres vivas sobrantes del día anterior, le soltó el mil doscientos del enlace P, aunque no de muy buena gana y dándose aires de haberle hecho un espe-cia-lísimo favor, de haber tenido una rara delicadeza «porque es usted, don Chito, de acuerdo… Ingravallo»: como dando a entender que esperaba otro día las tornas. Que con otro no lo habría tenido, el gesto: no, «ni hablar del peluquín». Una cafetera de coche, que daba vergüenza usarlo. Desencuadernado y hecho un trasto, dos cachos de chapa por guardabarros repintados de negro a pincel, a puro ondas, puches de los que había saltado la pintura, que se agitaban y bamboleaban en cuanto se movía como dos hojas de col saliendo de la espuerta medio vacía de una criada: con una portezuela que no se abría, y la manilla de la otra que no había modo de hacerla estar cerrada: un cristal que no se subía, y un faro estropeado: que hasta tuerto resultaba; las llantas más lisas que suela vieja, con tantos bubones que parecían una hernia inguinal. Había sido, illis temporibus!, el respetado automóvil del jefe superior de policía de Roma. Caído en manos de las escuadras inmediatamente después de la marcha de aquel nombre, y pronto degradado en proporción a los tiempos, y a los eventos, y a la instrucción de aquellos señoritos que había llevado de bureo a la carrera, nada ambiguas notas daba ahora de sí, de su propio estado de servicio. Dentro, se intuía, se husmeaba, bastante se debió de haber bebido y chiflado, masticado mortadela, pintado el labio con el Olévano, «que yo prefiero aquel Lambrusco, que te baja como aceite» «sí, de ricino», fumado populares, estornudado, gargajeado, vomitado el Olévano y la mortadela.
De modo que ahora, en aquel coche, en aquella máquina, política o no, cada quien introducía la cabeza a disgusto y un piececito tímido tras la cabeza, con la otra polaina todavía en tierra, y un ojo suspicaz e inspector, y narices en igual actitud: como si de tamaño aljonje hubiesen de humear vapores, unidamente al olor, palores de lémures de más de un bebé muerto a tres meses, con la colita arrollada en espiral, y el cabezorrín desangelado. Cautos, ceñudos, intranquilos. La idea que hubiese quedado en la tela (de los asientos) alguna deyección orgánica de las más popularmente conocidas obsesionaba ahora a los usuarios: volvía medrosos a los más circunspectos, y circunspectos a los irreflexivos e imprudentes, si los hubiere. Titubeaban todos una miaja (una chispa), trepidando, cada quien, por su propio retrospecto decoro, decoro esto es del fondo: del fondillo de sus pantalones: los dignos pantalones pagados a plazos, mes tras mes, con retenciones sobre el sueldo, a puro apretar el cinturón de los mismos. Que una vez prendida en dicho fondo, bah, ya se sabe, la menos merecida condecoración suele macular su esplendor, al modo que las más reputadas manchas del padre Secchi en las rotundidades luminosas de la fotosfera.
Y había conseguido asimismo que le echaran gasolina. Ingravallo, porfiando y estregando, hasta que de pronto, pac, le subieron todos los triunfos, dando por el rasca a tutti quanti: y llenó el depósito como para llegar de excursión a Benevento. Tres agentes armados, dos de mosquetón: pero no el Garras, mandado a la pensión Burgess, ni tampoco el Rubianco, destacado a piazza Vittorio Emanuele; pero en cambio chulo él con su mostacho enhiesto el suboficial Di Pietrantonio, y suman cuatro: y con él, Ingravallo, cinco, y seis el chófer, no reducido a autista todavía en el 27. Imaginarse qué pedazo de locomotora. Mismamente la Barcacha de piazza di Spagna que se fuera de bureo. Tiró como pudo, con aquellas tripas que se hinchaban, aunque medio vacías, y que al primer guijarro que tropezaron estaban ya con ganas de reventarse: el cambio crujía a cada curva, ante cualquier perro que se pusiera a tiro. En la via Giovanni Lanza, que estaban reparándola, cabeceó y se balanceó por las badinas durante más de cien metros, salpicó limo a las piernas de los transeúntes aunque pasaran por las aceras: lajas parabólicas de barro líquido, opalescente contra la luz rosada de la mañana que, sin embargo, se iba oscureciendo: se sumergió, saliendo luego como recién pintado: un hermoso baño color avellana, que se dio. En el largo Brancaccio, mientras daban vuelta por via Merulana hacia la piazza San Giovanni, Ingravallo se volvió, hosco, a su izquierda: bajó el cristal. Santa María la Mayor, desde las tres arcadas oscuras de la loggia sobre el nártex parecía seguir, con el aliento de la caridad de su pueblo menudo, a un ataúd que le hubiera salido de las entrañas. Enunciación diseñada aposta en la cumbre de lo que debió de ser en remotos siglos el «monte», el Esquilino, la arquitectura seiscentista de la basílica, como para una fastuosa morada del pensamiento, tenía raíces en la sombra, en la oscuridad de la recta calle descendiente y la maraña de sus muchas ramificaciones: una alusión, el campanario en punta, más allá del embrollo de ramas y arbolado que la flanqueaban. Pero sobre el ladrillo de aquel torreón románico se aprestaba el cielo a los paramentos. Don Chito asomó la cabeza, intentó alzar la vista a las nubes, para el pronóstico de la jornada. Se veía a las nubes perseguirse: una fuga de yeguas; cruzaban la franja clara, a veces azul, del cielo, entre los dos salidizos paralelos: se lanzaban no se sabe dónde, solerte cohorte. Los plátanos y las ramas de la Merulana fueron selva, al doblar la esquina, un atolladero, para la mirada, en el descender paralelo de los cables con que se alimentaban los tranvías: todavía en los huesos en marzo, pero ya con cierta languidez por la piel, una especie de comezón por debajo de la claridad alegre y callejera de su corteza, formada por escamas y retazos: cueros secos, vaqueta blanca, plata: el viso color vaina de guisante tierno, entre las idas y venidas de la gente, el trasiego de carros, de bicicletas. Y emergido entonces del ramaje, y despierto ya a un atisbo de púrpura, el campanario «del siglo noveno» pareció entibiarse en el rayo: y despertar, con aquella tibieza, los bronces amodorrados, y de allá a poco oficiantes. Encerrada en su jaulón, la campana grande de los colegiales empezó a mecerse a su vez, despacito, con un estremecimiento casi inadvertido al principio, con un zumbido en suspensión todavía en los cielos, cual de una ala metálica. La onda se dilataba jocunda sobre los pensiles y azoteas, hacía vibrar las cerradas cristaleras de las casas, las más dormidas ventanas. Una anciana abuela en su mecedora, tomando rítmicamente el aire: y como que rallara con un susurro suave y un tantico acuoso a cada nuevo impulso, y sabe Dios de qué guitarra: para llamar a Lucianillos y Marujitas a clase, la trenza colgando. A donde, en efecto, poco después corrían, con su montón de diccionarios: y algunos ya estaban llegando: quien a pie, o en tranvía, si tenían los cuartos: o solos, o en tropel, como pequeñas bandadas de pájaros, de gorrioncillas luego de haberse restregado aprisa y corriendo las orejas, y quizá lavándoselas una miaja: sí, las orejas: órgano indispensable en cualquier aprendizaje. Frum, frum, frum, frum, la vieja, en su balancín, aquella señal de abejorro en péndulo te la soltaba con ganas, a cada culazo que le daba, para mejor tomar el impulso hacia adelante. Y gradualmente cobraba mayor cuerpo cada vez, la advertencia, enfatizando el aire, magnificando la onda: si bien ella, la abuela, la iba desgranando un poco en sordina: para no resucitar de mala manera a las pitusas, las Juanitinas, o los rabiosetes Romulillos: que por la idiotez de un despertador trinando a toda pastilla igual te pillaban la escarlatina, pobres chiquilines. ¡Se te metía una dulzura dentro del pecho al oírla, la anciana yaya! Aquella perorante cautela es que el mal lo acercaba por grados, en una modulación sumisa: no, no el ricino: el mal de despertarse para conocer: para reconocer y revivir la verdad de cada día que amanece; esto es, que a renglón seguido del agua fría está la escuela aguardando, con su maestro con el tres a punto. Ella, la abuela de todos, desembozaba con su caricia lenta las cabecitas, los bucles negros a las niñas, a los niños: les entreabría los párpados apenas, secándoles, con la cándida punta de un algodón, el velo de los sueños fugitivos. Le costaba su buena media hora crecer, pian pianino, y otra media el dejarlo. Descendía, poco a poco, a su sosegado silencio. Que era el de los rezos y de los deberes en su comienzo, de los sabañones apretando el manguillo. Con el gran retrato del Cabestro colgando de la pared: una jeta, por memo de nacimiento, como de quererse vengar del mundo entero.
Algunas caras picadas de curiosidad, de dos o tres panarras de manos en los bolsillos, y con tres tamañas bocas abiertas bajo el negro indagar de las miradas, acogieron y pronto circundaron en Marino el coche «de la policía romana» cuando trompeteó dos veces ¡po! ¡po! ante el portón de la fortaleza. En el hueco de un ventanuco allá en lo alto, tras la reja de herrumbre, el rostro de un joven apareció, con dos estrellitas en el cuello gris de tela, una a cada lado. Desapareció. Unos minutos más: y ambas hojas se abrían. El voluntarioso y achichonado 1 200, luego de un estentóreo caratrac y marchas atrás y viradas adelante, con no pocos sobresaltos, y unos brincos que nadie se imaginara en semejante anciano, se metió finalmente por aquel arco de triunfo, para merecer el cual había devorado la campiña. Y a fe que el camino de la fortaleza era una via estrecha y en cuesta, de compactos cantos rodados, entre muros a pique guardados por la sombra y que los líquenes jaspeaban, sobre la toba antigua, con extrañas regueras y escarapelas, verdiazules, amarillas. El empedrado, resbaloso. Una lápida en el cantón: via Mássimo D’Azeglio. Ingravallo salió del auto, imitado por los secuaces. Dijo el mílite: «El señor suboficial está en un servicio de pesca y captura, el brigada ha sido destacado a los Due Santi: para el asunto del crimen.» Entretanto apareció otro. De grado más elevado o mayor antigüedad, tras un taconazo no inmediato y más bien flojo (eran de la policía, aquellos señores) y un erguir el rostro con que se enunció explícito y más elegante el firmes, tendió a Ingravallo un sobre azulenco que, al abrirlo, engendró, doblada en cuatro, una hoja. En la cual, Santarella comunicaba haber mandado a Pestalozzi donde la Pácori, acompañado de un mílite, para ulteriores comprobaciones: él, con otro, andaba siguiendo las huellas del Eneas fugitivo, alias Iginio, que así llamaban al Retalli. Nutría alguna esperanza de alcanzarlo, entiéndase de pescarlo y de poderle echar las manillas y traérselo esposado para el cuartel; pero no la absoluta seguridad. Ingravallo, bastante contrariado, se descalzó el chapeo, cuestión de que resudara un poco la molondra, apretó los dientes: dos duros bultos sobre las dos mandíbulas, a medio camino de las orejas, le formaron bajo el crespo pelucón una especie de jeta de bulldog, ya ilustrada otras veces. Los dos carabinieri no se impresionaron lo más mínimo. Los carabinieri en tiempo de paz, y a todo tiempo las monjas, consiguen de sus respectivas disciplinas extraer la perdurante firmeza que los mantiene indemnes ante los sobresaltos de la crónica local e incluso ante los terremotos de la historia, de cuyas crónica e historia, salga por donde saliere, les importa exactamente cuanto debe merecer una crónica o, peor, una historia: esto es, un comino. «¿Sabéis si la Raspapani Celestina —inquirió Ingravallo—, a tenor de mi oficio del 20, ha sido interrogada a domicilio?»
«No, señor comisario.»
«¿Y por qué? ¿Sabéis dónde para? ¿Conocéis la localidad, quiero decir?»
«En Tor di Gheppio, ha dicho el suboficial.»
«¿Qué se tarda en llegar allá?»
«Con el coche, señor comisario, unos cuarenta minutos…, y ni eso.»
«Bien, empecemos por allá. En marcha.»
El guardia de primera mandó llamar a un fulano, que debía de conocer aquellos parajes: un tipejo seco, vestido de un negro como el del traje de Ingravallo. Lo izaron a bordo. Para desencastar del patio de la fortaleza el auto, a reculones y en curva cerrada y en cuesta, y enhebrar luego el tobogán del D’Azeglio cara adelante, fueron menester unos cuantos caratraques, en sentido inverso a los descritos. Ingravallo, negro, seguía apretando las carretillas: le rechinaban los dientes. Mentalmente maldecía las gomas, las cubiertas, los fascistas. ¡Mira que si pinchaban, menudo papelón, con el otro a bordo! La legión entera iba a tener risa para treinta años. El coche de la policía de Roma: con una goma herniosa que empieza a pitar, cuando menos se espera, y menos mal que no lo ha tumbado por un puente abajo. Pero el coche marchó: marchaba. Corría veloz contra viento, con algún que otro gotillón de lluvia en los cristales: con sobresaltos imprevistos en tal cual concavidad, verdaderas cunetas todavía no registradas por el Touring. Los olivos, y sus sombras de plata cenicienta, se remecían poco aún: perlados de la lluvia de la noche, o enjutos por el primer sol, denotaban la continuidad clara del año ya púber, atribulado ya por Aries, oloroso de un poco de estiércol en las viñas, en la bruna tierra de lomas y declives. Trasvolaba sobre los trigos o las dehesas con la hierba apuntando, la nube: y un supitaño pavor los embargaba, como de apagarse otra vez en la invernada: a aquella sombra veloz pero temida parecían adaptarse sin escape, se aterían sin esperanza. Pero ahí del ala de siroco, por el contrario, leonada, y tibia, en la humedad pálida del día: más que aliento de ternero en el establo. El tiempo, con el tempero, daba buenos auspicios al grano, a la batalla del trigo y del panizo y las empinadas del Acémila le dejaban tan pancho. Una escarcha a fines de marzo, pensó Ingravallo, podía volver del revés, no lo quiera Dios, el presagio: los ochenta millones de quintales bajar a treinta y ocho. El Quijarudo Autárquico, para sus cuarenta y cuatro millones de… sujetos, sí, bien sujetos, tendría que cargar trigo en Toronto, que eran franceses convertidos en ingleses en Canadá: mendigar macarrones de los pieles rojas. E Ingravallo estrujó y rechinó, de rabia y de satisfacción unidas. Descendieron al Torraccio, donde el jaloque amainando se entibiaba: o así parecía. Torcieron por el Apia en los Due Santi, para recorrerla un cumplido kilómetro al revés, entiéndase hacia Roma, hasta la desviación para Falcognana. A poco de andar por ésta dieron en la de Anzio, girando otra vez. El viento había caído. Con la moto Guzzi del señor suboficial Santarella, y con el motorizado Pestalozzi, el carabiniere había dado como no improbable o casi seguro el encuentro: pero no los toparon. Un borrico sí, en cambio, cargado de leña, y su correspondiente campesino a la grupa, una mano en la cola: o una punta de hasta quince ovejas, con pastor de paraguas verde, cerrado: perro no, que demasiado cuesta. Una calesa: «es el veterinario de Albano», advirtió el hombrecillo. Guiaba pacato, rollizo, una colilla de toscano apagada en los labios, con gruesos guantes despellejados. A poco más de dos kilómetros de carretera de Anzio fue menester doblar a mano derecha: «por aquí, por aquí, por Santa Fumia», dijo el huésped. Por el puente de Santa Fumia hacia Tor di Gheppio y después hacia el Casale Abbrusciate. El carninejo embarrado descendía: luego se consolidó: las roderas se dilataron en charcos, llenos, a contraluz, de agua lívida, plomo fundido azul plata, en el que negreó el ala de un merlo o de un perdido arrendajo. Dijérase que de allá a poco había de extraviarse por los baldíos, en lo fofo. Salvó en cambio los rieles (del ferrocarril de Velletri) por un paso, análogo al que había dos kilómetros más al norte, cerca del puente del Divino Amore. Briznas de hierba, entre los dos carriles, se erguían aquí y allá en la brecha, entre una traviesa y otra (de roble), como si el camino de hierro no sirviera ya, después de haber servido un año a Pío Nono. Penachos de humo pesaban todavía a media altura, inmóviles, cual coagulados por arte de magia: despojos de una recién disuelta apariencia: blancos, de algodón casi, o de una blancura irreal de vapor. El perfil humoso del trenuco se achicaba en aquel momento hacia un arco lejano: dio constancia de sí, de su desvanecerse, la perspectiva fugada de ambos raíles convergentes: y semejó el Negro Personaje, y la garita del vagón de cola el maslo, cuando le da licencia la encantadora y desaparece con un silbo hacia sus pórticos, bajo negra archivolta, en el monte: y en el silencio de la campiña y en el mudo asombro de las cosas, de una huella de pie de cabra resta en lo blando el sello, y algo de azufre en el aire. «Tor di Gheppio queda allá —dijo el obsequioso hombrecillo indicando—, hacia la masería del Palazzo. La Raspapani allí vive, en una de las casas que veis, el montoncete a la izquierda.» Emergiendo entonces de las ondulaciones de aquella creta sin gente que los añojales, a trechos, enverdecían, el espigón aguzado de una torre se dibujó en el cielo como astilla, de un antiguo diente de una antigua quijada del mundo. Las casas de los vivos, mudas en la lontananza de los conreos, la precedían; pero apenas. Se apearon.
«¿Y la Pavona, la estación?», inquirió Ingravallo.
«El pueblo de la Pavona es aquél —indicó de nuevo el huésped—. Allá abajo, ¿lo ve? Y aquélla es la estación. Cruzando por los prados serán unos veinticinco minutos: yendo a buen paso. Pero nos mojaremos como pollos.»
«¿Y la Roma-Nápoles?»
«Por allá —y se volvió—, unos tres kilómetros y medio o mismo cuatro: basta seguir alante con el auto. Pa la vuelta, después, si es que usted, luego de Tor di Gheppio, tiene precisión de llegarse también a la Pavona, entonces que podemos bajar hasta Casal Bruciato: pa tomar la ardeatina, cabalito. Que en que la coges en dirección a Ardea al momento damos, que no habrá ni dos kilómetros, en Santa Palomba, donde aquellas antenas —las señaló— que se ven de todas partes, hasta Marino. De allá, si le parece, se cruza por la carretera de la Solforata y de Prática de Mare: conque, por el Palazzo, podemos subir derechos a la Pavona que en junto, desde Casal Bruciato, serán como seis kilómetros o siete, echando mucho. En el auto, digo que sus quince minutos.» «Bueno está —dijo Ingravallo, a quien tanta toponomástica había producido dos apretujones de mandíbulas—. A Tor di Gheppio, ahora.» Embarcaron, zarparon: en el lugar que el hombrecillo indicó tras rociones de agua y brincos no pocos, pusieron pie en tierra. Abandonaron el coche con su conductor, quien apeándose a su vez se apartaba un momento, por su cuenta. Procedían en fila llamada india uno tras otro, el agente de primera Runzato en cabeza, luego Di Pietrantonio, después don Chito con las dos manos en los bolsos del gabán: y semejaban un colegio de necróforos, tan renegros en el abierto claror del día, que fueran a por el fiambre: y de mala gana, añadamos. «La Raspapani, la imbécil, nos habrá oído llegar —pensó Ingravallo—, y de seguro nos está espiando.» En efecto, según se pudo comprobar luego, los observaba por la ventana, tras los postigos entornados, donde el ruido del auto le indujo a acercarse. Cuando Ingravallo alzó el rostro y Runzato silbó y luego gritó: «¡Policía! Tenemos que entrar. Vengan a abrir», la casa, la primera y más chica, tenía un agente en cada esquina. Chavales, pollos, dos mujeres, dos perruchos bastardos con el rabito arrollado en alto, como un báculo, que les descubría todo el fililí: no se cansaban de mirar, de ladrar. Ojos brillantes, negros: estupefactos en la maravilla de las facciones, y la pobreza casi andrajosa de la vestimenta. «¿Quién vive ahí? —preguntó prudentemente Di Pietrantonio—. ¿Cuántos son? ¿Hay algún hombre?» «Está una mujer, con su padre», dijo la más próxima de las campesinas, que se habían acercado como a recuperar sus hijos o alguna gallina más en peligro. La de la Tina Raspapani era una pequeña casa cuadrada, algo separada del hato: una puertecilla cerrada, acompañada de un número 3, en la planta baja. Ante el umbral algunos lanchones de granito bastante cavados por el paso y las botas, por los clavos. Dentro, ni asomos de voz. Opacos, soñolientos años, olvidado el rosa del enlucido inaugural confirieron a los muros un escualor deslavado, y, del lado de tramontana, oscuro robín, sombras: que era el costado por donde llegaron aquellos señores. En el alero no había canal, ni el chaperón de madera que llaman mantuana: de modo que las tejas, en todo el borde, le parecía a don Chito verlas cortadas, presentadas en sección: y formaban como una plegadura ondulada a lo largo del arcén del techo, un rústico ornato. Amén de alguna brizna de hierba en la pizca de tierra aquí y allá depositada en las tejas, bajo el auspicio del viento. Instilaban tal cual gota, irisándose en la rápida caída, las canalas tornadas negras con los años: y se desprendía pesadamente cual si fuera mercurio, a herir todavía, a penetrar, todo en derredor, la compacidad mojada de la tierra. Una ventana se abrió, y volvió a cerrarse: cacarearon las insensatas gallinas. Demasiado suaves las vertientes, o informes, parecían descender en ondas: se habían ablandado con las lluvias y luego cocido otra vez hinchándose casi con los ardores: imputaban de arte inseguro a los maestros: o estaba torcido el tronco, en el sobrado, que le servía de viga. A todas luces, bajo el terroso insistir de aquella cubierta debiera de haber cedido, un buen día, y deshacerse y precipitar en una ruina todo el entramado de la techumbre: o salir volando enterito el techo, mejor, al primer soplo de lebeche, así un trapajo en cuanto lo recluta la ráfaga. Las hojas de madera, de los ventanucos, una para cerrar, de postigo la otra: sin pintura alguna, porque nunca la hubo o se pudrió o saltó con el tiempo, en el vaporar siempre igual de los años. En vez de cristal un papel aceitado, en un bastidor, o un oriniento recorte de chapa.
La puertecilla se entreabrió. Cuando estuvo enteramente abierta. Ingravallo se dio de bruces… con una cara, ¡y un par de ojos!, que en la penumbra resplandecían: ¡la Tina Raspapani! «¡Ésta es, es ella!», meditó no sin una palpitación contenida: la estupenda criada de los Bravonelli, con negros relámpagos bajo las pestañas negrísimas en que la luz albana se apresaba, se refractaba irisándose (el mantel blanco, las espinacas) desde el cabello negro recogido sobre la frente como por obra casi de Rafael, desde las azules, en los lóbulos y sobre los carrillos, columpiantes arracadas, ¡con aquel pechó! al que Fóscolo hubiera concedido diploma de henchido seno, en un acceso trovadórico-mandrilesco, de los que le han hecho inmortal en la Brianza. En la comida de los Bravonelli, ¡donde doña Liliana! El campo de la diosa negra y silente, para ella, que había sido con tamaña crueldad separada de las cosas, de las luces y de las apariencias del mundo. Y ésta, ésta era ella, aquella (el sendero del tiempo se extraviaba) que al presentarse sobre el oval amplio y mal dispuesto de la fuente todo el jigote, todo el riñoneante sincretismo de un plato de cabrito, o de corderito trinchado que fuera, había dejado rodar sobre el candor, entre las platas y el cristal, de una copa, o no, de un vaso, el rebullo de espinacas: recibiendo, de doña Liliana, aquella dolorida reprensión de una mirada, de un nombre: «¡Celestina!» La Tina, con su rostro como la otra vez severo, un tanto pálido, pero con una inflexión de desconcierto en los ojos, le miró sin embargo altivamente, le pareció que se recobraba: dos oscuros destellos las pupilas, otra vez, brillantes en la sombra, en el olor a casa cerrada de la entrada. «Seor dotor», articuló, no sin esfuerzo: e iba a añadir algo más. Pero Di Petrantonio la asustó, aunque ya le hubiera columbrado desde la ventana, a continuación del agente que parecía conducir a toda la hilera de gabanes. Alto, y sin palabras, policiesco por el mostacho, ¿no era acaso la punición temida, conminada por la ley? Pero ¿de qué delito o de qué culpa, argumentó para sí, oficialmente la podían castigar? ¿De haber pretendido demasiados regalos, y de haberlos recibido, de doña Liliana?
«Seor comisario Incravalli, ¿qué pasa?»
«¿Quién está en vuestra casa? —le preguntó Ingravallo, duro: todo lo duro que le exigía ser, en aquel momento, su «otro» talante: al que Liliana le pareció que apelara desesperadamente, llamándole desde su mar de sombra: con laso rostro blanqueado, dilatado el ojo por el terror, quieto, por siempre, sobre los relámpagos atroces del cuchillo—. Deje paso, tengo que ver quién hay.»
«Está mi padre, seor dotor, que no anda bueno; ¡está tan enfermo, el pobretico! —y jadeaba ligeramente por el enojo, hermosísima, pálida—. Se me muere de un momento a otro.»
«Y luego, además de su padre, ¿quién hay?»
«Nadie, seor dotor Incravalli: ¿quién quiere que esté?, me lo diga usted, si es que lo sabe. Le hay una de aquí, de Tor de Gheppio, que me ayuda a cuidar del enfermo… cuando no viene alguna vecina, de las que ya habrá visto ahí fuera.»
«¿Quién es, cómo se llama?»
La Tina lo pensó un momento. «Es la Verónica, la Migliglarini. Nosotros, acá, la decimos la Verónica.»
«Déjenos pasar, de todos modos. Vamos. Adelante. He de hacer registrar la casa.» Y escrutó en su rostro, con el ojo firme y cruel de quien se propone desenmascarar el engaño. «¿Registrar?» La Tina arrugó la frente: la ira le blanqueó el ojo, el rostro, como ante un ultraje imprevisto. «Eso, registrar: registrar.» Y esquivándola se adentró por lo oscuro hacia la escalerucha de madera. La chica le siguió. Di Pietrantonio en pos de ella. Se le pasó por el magín, de pronto, que el asesino de Liliana, además de haber obtenido de la Tina indicaciones sumamente útiles, «¿qué digo útiles?: absolutamente indispensables», bien pudiera haber confiado las joyas a ella misma… «¿su novia?». Subía. Los peldaños crujieron. En derredor, por defuera, la casa estaba vigilada: tres agentes, sin contar el hombrecillo que los guiara allá. Los dos ojos negros y furiosos de la Tina, Ingravallo se los sentía clavados en el cogote: notaba que le atravesaban el cuello. Intentaba, intentaba sacar las consecuencias con tino: tirar de los hilos, cabe decir, del inerte títere de lo probable. «¿Por qué motivo no se había precipitado a Roma, la muchacha? ¿No había sentido ese deber? —He aquí una idea obligada, a estas alturas, en su espíritu atrozmente herido—. ¿Siquiera el entierro?… ¿Es que no había en ella rastro de corazón, de alma, después de tantas bondades recibidas?» Era la dolorosa contabilidad del humilde, del ingenuo, acaso. La noticia horrible quizá no llegara a Tor di Gheppio sino demasiado tarde, y en pareja soledad… el terror era como para haber paralizado a una mujeruca. Que no, ¡toda una mujer! Y que las noticias vuelan por la misma jungla, en las estepas de África. Para un corazón cristiano la inspiración habría sido muy otra. Aunque verdad es, el padre moribundo…
La madera de la escalerucha siguió crujiendo a más y mejor, bajo el ascendiente peso de los tres. Ingravallo, una vez en lo alto, empujó la puerta, no sin caritativa prudencia. Entró, seguido de la Tina y Di Pietrantonio, en una espaciosa habitación. Un hedor, les llegó, de ropa sucia o de personas poco lavables y poco lavadas en la enfermedad, o sudadas en las faenas que el campo, sin remisión, a cada nuevo tiempo exige: o mejor, y además, de heces mal alojadas cabe el yacente, tan necesitado de resguardo. Dos largos cirios pintados con los colores vivos, azules, rojos, dorado, de una tradición colorística no interrumpida con los años, pendían en la pared de dos clavos a ambas manos de una cama: un ramo seco de olivo: una oleografía, la Virgen azul con su corona de oro, en un marco de madera negra. Algunas sillas de anea. Un gato de escayola, con su cintita en el cuello, escarlata, sobre la cómoda, entre botellas, potes. Junto al mal se hallaba sentada una vieja, la saya de rayadillo hasta media pierna, con dos alpargatas sin cinta (y, dentro, los pies) que tenía apoyadas en el travesaño de la silla, calzadas en chancleta. En la cama ancha, bajo mantas lisas y verdosas tegumentadas en parte por una buena (y tibia, y clara: regalo de Liliana, argumentó Ingravallo) un cuerpezuelo tendido, como un gato seco en un saco tirado por el suelo: una cara huesuda y caquéctica se posaba en la almohada, inmóvil, de un amarillo pardo de museo egipcio: a no ser, advirtamos, por el albor vidrioso de la barba, que denunció su pertinencia no con egipcio catálogo, sino a una era de la historia humana desgraciadamente próxima, y, para el Ingravallo de aquellos días, francamente actual. Todo en silencio. No se comprendía si de un vivo o un muerto se tratase: si de un hombre o mujer, a quien procediendo entre las consolaciones de la prole y de la azada en un torbellino de mosquitos hacia las bodas de oro, le hubiese despuntado aquella barba: viril barba, según decir solía de las barbas femeninas también, el fundador del imperio quinquenal. Los dos cirios, a un lado y otro, dijérase que aguardaban el momento de ser metidos en adecuados candeleros, prendidos por un misto que misericorde mano guiara. Impaciente por el inesperado enredo del progenitor moribundo y con todo avergonzada y apiadada, la inventiva del doctor Ingravallo coceó, desarzonó, galopó, oyó y vio: veía y estaba ya despachando el ataúd sin forrar, de tablas de chopo, florecido de pervincas y prímulas, envuelto en los refunfuños absolutorios o por la improvisa insurgencia de alguna frase cantada, o siquiera nasalizada aprisa y corriendo entre los murmullos de las mujeres y el buen olor del incienso, erogable (con cuidado) en parsimonioso movimiento del turíbulo: para significar el gran miedo sentido y el arrepentimiento del difunto, y la imploración y la esperanza, de los vivos y sobrevivientes, una vez cerrada y clavada y martilleada a conciencia aquella caja; y, en suma, no sin cierta convencida serenidad en todos los corazones (mejor así que durar otro mes padeciendo), al contemplar la madera, las flores…, objeto de las reiteradas rociaduras del asperges: entre un flotar de suelas y un chirriar de hierros por el empedrado, donde empedrado hubiera. Mas la realidad difería otra vez del sueño: tales imágenes y una impaciencia casi delirante atañían al futuro, por próximo que fuese. Don Chito moderó el galope del desvarío, tiró de riendas al piafar de la rabia. El yacente, tan reseco, estaba maduro para las suministraciones postrimeras: la eternidad, médico infalible, se hallaba ya inclinada sobre él. Amorosa fijamente le contemplaba (y alguna saliva tragaba) con la mirada socorredora de una dama de la Cruz Roja o de una enfermera un poquillo necrófila: ocupada en enjugarle con leve caricia la frente su más remorante mano: si con la otra y experta, maniobrando bajo las frazadas e incluso bajo el cuerpo entre el hueso sacro y el rodete, daba por fin con el lugar preciso donde poderle enjaretar el pitón, la cánula de ebonita, para el servicial de la inmunización perpetua.
Extraños borborigmos, so capa, contradecían al coma y más extrañamente a la muerte: daban la impresión de una milagrosa inminencia: que sábanas y mantas estuvieran a punto de abombarse, de hincharse: de levitar y de gravitar a media altura, sobre la gravedad encogida de la muerte. La anciana, la Migliarini Verónica, permanecía curvada en la silla, petrificada en una rememoración de los evos que viceversa se habían disuelto en la no-memoria: mantenía una mano en la otra, al modo que Cosme pater patriae en el retrato atribuido a Pontormo: piel seca de lagarto, en el rostro, y la rugosa inmovilidad de un fósil. No tenía en el regazo, y a fe que lo había menester, el maridillo de barro. Alzó los ojos, gelatinosos y vítreos en su color grisiento sin que por ello interrogara a ninguna de las que debían de antojársele sombras, ni a la muchacha ni a los varones. La apagada quietud de su mirada cerrábase al evento, como la inmémore memoria de la tierra, desde las lejanías paleontológicas: alejando a aquella faz de azteca, con casi dos siglos, de cualesquiera adquisiciones de la especie, de los últimos y fregolinescos adelantos del ojear italiano.
Un bacín de porcelana, como en una clínica de primer orden, hallábase depositado en el suelo de ladrillo, y ni siquiera arrimado a la pared: como tampoco se hallaba desprovisto de cierto contenido indescifrable, acerca de cuya consistencia, olor, viscosidad y peso específico así la vista de lince como el olfato de sabueso de Ingravallo no consideraron fuera caso de detenerse en el análisis: la nariz, claro está, no pudo eximirse de sus naturales prestaciones, esto es de la actividad o por mejor decir pasividad papilante que le es propia y que no admite, hélas, interludio alguno de inhibición, ni cualquier clase de excedencia.
«¿Es su padre?», dijo don Chito a la Tina, mirándola, mirándose en redor, y destocándose a seguido.
«Seor comisario, ya pué ver en qué ha venido a parar. No quería creérselo: ¡pues lo tiene que creer, al remate! —exclamó en tono resentido, y con ojos que daban muestras de haber llorado, la hermosa—. Ya na se pué esperar. Y mejor pa él y pa mí, si me se muere. Sufrir asina, y sin posibles. El trasero, con respeto hablando, en la pura llaga, que lo tiene: ¡una catomba, pobre padre mío!» Se afanaba, pensó cruelmente Ingravallo, en su dolor se afanaba en valorizar el papá, amén del salvohonor averiado del papá. «Y cuenta que tié el rosco de goma —suspiró—, que si no ya se le había infestao el decúbito. Toavía esta mañana a las ocho que le dolía mucho, pero que mucho, se quejaba. Ni diez minutos que aguantase, es un decir. Y ahora va pa tres horas que ni bolliga: ni suelta palabra: me se afigura que ya no padece, que na le queda por padecer —se volvió a enjugar los ojos, sonóse la naricilla—, que na siente ni padece, ahora, ni en bien ni en mal se siente, pobre padre… El mosén no pué venir antes de la una, me lo ha mandao decir. ¡Ah, graciaos de nosotros —miró para Ingravallo—, a no ser por la señora!» La salida sonó a hueca, remota. Liliana: sólo un nombre. Pareció, a don Chito, que a la muchacha le diera como vergüenza evocarlo.
«¡Claro! —replicó desmayadamente—. ¡El rosco! —y se acordó de los desahogos de Bravonelli—. Lo sé, lo sé de sobra, quién os lo dio: y también ese bacín. —Y lo señaló con la cabeza, con la barbilla—. La manta lo mismo —mirando para la cama—, os la dio… una que en seguida tuvo su recompensa, por tantas bondades. No hagas bien al malo y no te dará mal pago, ya lo dice el refrán. Y así es. ¿Es que nada le dice? Ya no se acuerda, ¿verdad?»
«Seor dotor, ¿de qué me he de acordar?»
«Acordarse de quien tanto le ayudó, cuando tan poco se lo merecía.»
«Sí, los señores donde estaba sirviendo: ¿y por qué no lo iba a merecer?»
«¡Los señores! ¡Doña Liliana, dígalo mejor, que la ha degollado un asesino! —Dos ojos puso, que la Tina se empavoreció, esta vez—. ¡Un asesino! —repitió—, del cual —deletreó casi, curul— sé nombre, apellido…, y dónde para: y lo que hace…» La muchacha se demudó, pero no dijo esta boca es mía.
«¡Venga el nombre! —aulló don Chito—. La policía demasiado lo sabe, ese nombre. Si me lo dice en seguida —y la voz se tornó grave, suasoria—, tanto mejor para usted también.»
«Seor dotor —repitió la Tina por ganar tiempo, titubeando—, ¿y cómo se lo digo, si una nada sabe?»
«Demasiado que lo sabes, mentirosa —bramó de nuevo Ingravallo, hocico contra hocico. Di Pietrantonio se puso pálido—. Suelta ya el nombre, que lo tienes en la punta de la lengua: o te lo hará escupir el brigada, en el cuartel, allá en Marino: el brigada Pestalozzi.»
«No, seor dotor, no, que no, ¡que yo no he sido!», imploró entonces la muchacha, simulando, acaso, y en parte gozándosela, una pavura de rigor: ésa que una miaja albea la carita, y que sin embargo resiste las amenazas. Una vitalidad espléndida, la de ella, junto al moribundo autor de sus días, que se prometían estupendos: una fe impertérrita en los enunciados de sus carnes, que ella parecía disparar audazmente a la ofensiva, con súbito enojo, frunciendo el entrecejo: «¡No, no he sido yo!»
El grito irreprimible coaguló el furor del obseso. Que no entendió, de buenas a primeras, lo que su alma se disponía a comprender. Semejante arruga negra vertical entre las dos cejas de la ira, en el rostro blanquísimo de la muchacha, lo paralizó, le indujo a reflexión: a arrepentirse, o poco menos.