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Aquella mañana, ¡jueves, por fin!, Ingravallo pudo permitirse una escapada a Marino. Se llevaba consigo a Gaudenzio; pero luego mudó de idea y en el Viminal lo despachó, encomendándole algún otro asuntillo.
Hacía un día maravilloso: de aquellos tan espléndidamente romanos que incluso un funcionario de modesta graduación, aunque a punto de ascender, bueno, que hasta ese tal siente esponjársele en el corazón un no sé qué, algo que asemeja a la felicidad. En verdad que le parecía inhalar ambrosía, con las napias, bebiéndola hasta lo hondo de los pulmones: un sol de oro en el travertino o en el peperino de cada fachada de iglesia, en el ápice de cada columnilla, que ya les volaban en derredor las moscas. Además, se traía él todo un programa en la cabeza. En Marino, ¡vaya ambrosía, y no precisamente aquélla! En la cueva del seor Pippo había un condenado blanco: un picaruelo con cuatro años, en determinadas botellas, que cinco años antes bastara a electrizar el gobierno Facta, si el Facta factórum llega a sospechar su existencia. Producía el mismo efecto que el café, en sus nervios molisanos: y le brindaba por otra parte toda la vena, con sus múltiples matices, de un vino de categoría: los testimonios y las moduladas verificaciones linguático-palato-faringo-esofágicas de una introducción dionisiaca. Con uno o con un par de aquellos vasos en el cañón, ¡bueno!
Los dos días precedentes, aparte todo lo demás —que no sólo hay via Merulana en este mundo—, había estado un par de veces en la dirección de los tranvías de los Castillos: le gustaba trotar un poco por su cuenta, alrededor de las once, más que corromperse las orejas y el alma con los confusos o titubeantes informes de algún subordinado. Gaudenzio y Pompeo tenían quehacer en otra parte. «Quien quiere, vaya: quien no quiera, mande.» El número progresivo y la serie del billete, el taladro en la fecha, 13, y la rasgadura en la parada, el Torraccio, felizmente habían permitido determinar día, hora, coche de la emisión del billete: e interrogar de paso al empleado emitente, convocado en la dirección con el conductor para la mañana de la segunda reunión. En los Due Santi, en el Torraccio, en las Frattocchie, a prima tarde del domingo había subido un sinfín de gente: una muchedumbre. No les era posible acordarse de todos; de algunos, sí, e indicaron los clientes más reconocibles; no sin porfías entre conductor y cobrador y confusiones con el día anterior o con el siguiente. El cobrador, Merlani, Alfredo, huérfano de Giuseppe, excluyó que hubiese visto a ningún joven de mono, ni azulenco, ni gris. «¿Con la palpusa echada alante?» Tampoco. «¿Con la bufanda anudada?… ¿Una bufanda?» Sí…, eso sí… «¿Una especie de bufanda o pañolón de lana verde…?» Sí, sí. «Verde como la yerba negral.» Se acaloró al confirmarlo. Le había llamado la atención, al darle el billete, que la bufanda le tapase media cara, al cliente: «Traía el hocico drento», como si hiciera Dios sabe el frío, el 13 de marzo, en el Torraccio. No, no llevaba gorra. A pelo, sí: pero con la testa gacha sin mirar de frente: una melena toda revuelta, y para de contar. No le conocía de nada. No, seguramente tampoco le reconocería. Y no hubo más.
Eran, pues, las once. El doctor Ingravallo se disponía a tomar el tranvía, en la esquina de la via D’Azeglio. Los pocos autos a disposición de la policía vagaban errabundos por el septimoncio ocupados en foro o en terraza, en el Pincio o en el Janículo, ya se sabe: acaso para llevar a paseo a aquellos señores, de la era de la éjira, los peces gordos del fatuismo: o estaban sesteando, en el Colegio Romano, con tanto ganapán desocupado, dispuestos aquéllos a envolverlos también, porque vete a saber. Había grandes visitas de plenipotenciarios de Irak y de jefes del estado mayor de Venezuela, por aquellos días, un continuo trasiego de gentes enmedalladas: volcadas en hatos sobre el muelle del Beverello por las pasarelas de los más roncos transatlánticos.
Eran los primeros bramidos, los sobresaltos primeros, en el palacio, tras año y medio de novicio, del Testa de Muerto de levita, o de chaqué: eran ya las miradas torvas, el vómito bausán: la época del bombín y de los botines color tórtola estaba, por tanto, a punto de concluir: con aquellos brazuelos cortos de sapo, y semejantes diez dedazos caídos sobre las caderas como dos manojos de plátanos, igualito que un negro con guantes. Los radiosos destinos no habían tenido campo para manifestarse, según sucedió luego, en todo su esplendor. La Margherita, de ninfa Egenia descendida a Dido abandonada botaba todavía el Novecento, el noeufcent, la pesadilla de los milaneses de entonces. Vacaba a las exposiciones y lanzamientos, a los óleos, a las acuarelas, a los bocetos, cuanto vacar pueda una gentil Margarita. Él se había probado en la cabeza el falucho, cinco bicornios. Le iban que ni pintados. Los ojos exaltados de heredoluético amén de luético por su cuenta, las mandíbulas de ganapán analfabeto del raquitoide acromegálico, llenaban ya la Italia Illustrata: ya empezaban a prendarse de él, a poco de ungidas con la confirmación, todas las Marías Barbisias de Italia, ya comenzaban a invulvárselo, nada más descender del altar, todas las Magdas, las Milenas, las Filomenas de Italia: de velo blanco, redimidas por la flor de azahar, retratadas por el fotógrafo a la salida del nártex, soñando fastos y volteantes proezas de la porra educadora. Las damas, en Maiano o en Cernobbio, se estrangulaban ya en sus hipos venéreos dedicados al potenciador de Italia. Periodistas itecaguayos acudían al palacio Chigi a entrevistarle, y sus raras opiniones golosamente las anotaban en una libreta con diligencia, para no perder coma. Las opiniones del quijarudo cruzaban el océano, a las ocho de la mañana eran ya cable, desde Italia, en la prensa de los pioneros, de los vendedores de vermut. «¡La flota ha ocupado Corfú! Ese hombre es la providencia de Italia.» A la mañana siguiente el contracarallo: desde la misma Italia. El rabo entre piernas. Y la Magdalena, ¡duro!: a preparar balillas para la patria. Los autos de la policía estaban de punto: en el Colegio Romano.
Eran las once del 17 marzo y el doctor Ingravallo, en la via D’Azeglio, tenía ya un pie en el estribo y se agarraba con la mano derecha, para encaramarse al tram, al barrote de latón, cuando el Porchettini sobrevino jadeante: «¡Dotor Ingravallo!»
«¿Qué quieres? ¿Qué te sucede?»
«Dotor Ingravallo, oiga usted. Me manda el comisario jefe. —Bajando más la voz—. En la via Merulana… ha sido de espanto…, esta mañana temprano. Han telefoneao que serían las diez y media. A nada de salir usted. El dotor Fumi lo buscaba. Mientras, me han mandao a escape pa ver, con la pareja. Casi pensé que estaría allá… Luego ha mandao a su casa a por usted.»
«Bueno, ¿qué pasa?»
«¿Que usted lo sabe ya?»
«¡Qué sé ni sé!, ahora me iba por ahí…»
«Han rebanao la nuez, pero dispense…, sé que es usted algo pariente.»
«¿Pariente de quién?…», saltó Ingravallo, ceñudo, como descartando cualquier propincuidad con quienquiera que fuese.
«Quiero decir amigo…»
«Amigo, qué amigo, ¿amigo de quién?» Reunidos en tulipán los cinco dedos de la diestra columpiaba aquella flor en la hipotiposis dígito-interrogativa tan común entre los apulios.
«Han encontrao a la señora… señora Bravonelli…»
«¿La señora Bravonelli?» Ingravallo, empalideciendo, agarró a Pompeo por el brazo. «¡Tú estás loco!» y se lo estrujó tanto, que al Garras le pareció que se lo trituraba el engranaje de alguna máquina.
«Seor dotor, la ha encontrao su primo de ella, el dotor Vallarena… Valdasena. Han telefoneao al momento a jefatura. Ahora está allá, él también, en la Merulana. Ya tienen instruciones. Me ha dicho que le conoce a usted. Dice —se encogió de hombros—, dice que había ido a verla. A saludarla, que marcha pa Génova. ¿Saludarla a semejante hora?, pienso yo. Dice que se la ha encontrao tirá en el suelo, en un charco sangre, ¡madre mía!, justo donde la encontramos nosotros, encima el parqué, en el comedor: atravesada con las sayas pa arriba, como diciendo en paños menores. La cabeza una miaja regirada… Con la garganta rebaná, toa cortada de esta parte. ¡Viera usted qué tajo, dotor!» Unió las manos como implorando, se pasó la diestra por la frente: «¡y qué cara, que casi me privo, vaya, que pronto lo ha de ver! ¡Un tajo! que ni el carnicero. Un horror, ya digo. ¡Dos ojos! mirando clavao en el aparador. Una cara estirá, planchá, blanca mismamente la ropa la colada… ¿qué, sería tísica?…, como si la hubiera costao muchas fatigas el morirse…»
Ingravallo, pálido, emitió un gruñido extraño, un suspiro o un lamento de animal herido. Como si también a él fuera a darle el mal. Un jabalí con el plomo en el cuerpo.
«La señora Bravonelli, Liliana…», balbuceó, mirando dentro de los ojos al Garras. Se destocó. En la frente, orlando el negro encrespado del pelo, un reguero de gotitas: un sudor improviso. Como una diadema de terror, de dolor. El rostro, ordinariamente blanco-oliváceo, lo había enharinado la angustia. «¡Vamos, ea!» Estaba empapado, se sentía más que exhausto.
Al llegar a la via Merulana, el gentío. Ante el portal un negror de gente, con su corona de ruedas de bici. «Dejen pasar, policía.» Cada quien se apartó. El portón estaba cerrado. De plantón un agente, con dos municipales y dos carabinieri. Las mujeres los interpelaban, y ellos a las mujeres: «¡Despejen!». Las minentas querían enterarse. Ya se las sentía, a tres o cuatro, calculando números, pa la rifa: el dicisiete, conformes, pero había su discusión de si el trece.
Subieron los dos a casa Bravonelli, la acogedora casa que Ingravallo se sabía, cabe decir, con el corazón. Por la escalera un cuchichear de sombras, el runrún de las vecinas. Un niño que lloraba. En el recibidor…, nada digno de nota (el acostumbrado olor a cera, el orden de siempre) salvo que dos agentes, mudos, aguardaban instrucciones. En una silla un joven, la cabeza entre las manos. Se incorporó. Era el doctor Valdarena. La portera apareció, emergió, taciturna y metida en carnes, de las sombras del pasillo. Nada de particular, podía decirse; pero entrando en el comedor, sobre el entarimado, entre la mesa y el aparador pequeño, por el suelo… aquello tan horrible.
El cuerpo de la pobre señora yacía en posición infame, supino, con la falda de lana gris y una combinación blanca subidas, del revés, casi hasta el pecho: como si alguna hubiera querido descubrir el candor fascinante de aquel dessous, y apurar su grado de limpieza. Llevaba pantaloncitos blancos de punto, finísimos, que acababan a medio muslo en una delicada orla. Entre la criatura y las medias, que estaban en una leve luz de seda, se desnudaba la extrema blancura de la carne, de una palidez de clorosis: aquellos dos muslos ligeramente separados, a los que las dos ligas —de un tono violáceo— ponían un como distintivo de grado, habían perdido su tacto tibio, ya se acomodaban con el hielo: al hielo del sarcófago y de las sombrías moradas. El exacto oficiar del género de punto, para la mirada de aquellos frecuentadores de domésticas, inútilmente modeló las cansinas proposiciones de una voluptuosidad cuyo ardor, cuyo estremecimiento, parecía recién exhalado por la suave molicie del monte, de aquella raya, el signo carnal del misterio…, aquella que Miguel Ángel (don Chito volvió a considerar sus afanes, en la florentina San Lorenzo) había estimado oportuno omitir. ¡Cominerías! ¡Con su pan se lo coma!
Las ligas tirantes, levemente onduladas en los bordes, con notoria ondulación de lechuga: la goma de seda lila, aquel tono que parecía emanar un perfume, significaba por momentos la frágil donosura de la dama y de su clase, la elegancia discreta de los indumentos, de los gestos, el secreto modo de la sumisión, transmudada ahora en inmovilidad de objeto, o de un como desfigurado maniquí. Tirantes, las medias, en la blonda elegancia de una nueva piel aprontada (sobre la creada tibieza) por la fábula de los años nuevos, de las tejedoras blasfemas: las medias incorticaban con aquel velo de luz el modelado de las piernas, de las estupendas rodillas: de las piernas un tanto entreabiertas, como en horrible invitación. ¡Oh, los ojos!, ¿a dónde, a quién miraban? ¡Y la cara!… Estaba llena de arañazos, pobrecilla: ¡debajo de un ojo, en la nariz…! ¡Oh, aquel rostro! Más que cansada, pobre Liliana, aquella cabeza envuelta en el nimbo de los cabellos, hilos todavía operantes de la caridad. Afilado en el palor, el rostro consumido, vaciado por la atroz succión de la Muerte.
Un hondo, un terrible tajo rojizo le abría la garganta. Interesaba la mitad del cuello, del frente a la derecha, es decir a la siniestra para ella, diestra para quienes miraban: desflecado en los bordes como por reiteración de los navajazos, de filo o de punta: ¡un horror!, como para no verlo. Descubría unas como hilachas rojas, allá dentro, entre aquella espumilla negra de la sangre, ya casi cuajada, ¡un revoltijo!, con burbujitas que habían quedado apresadas. Formas curiosas, para los agentes: parecían agujeros, al novato, como macarroncitos color rojo, o rosa. «La tráquea —murmuró Ingravallo, agachándose—, la carótida, la yugular… ¡Santo Dios!»
La sangre había embadurnado todo el cuello, la pechera de la blusa, una manga: la mano: un atroz chorreón de un rojo negruzco, como en el Faiti o en el Congio, cuando los encarnizados combates del 16 (don Chito rememoró de inmediato; con un remoto llanto en el alma, ¡su pobre madre!). Se había coagulado en el pavimento, en la blusita entre ambos senos: teñía también el borde de la falda, el revés del vuelo de aquella pieza de lana vuelta para arriba, y el otro hombro: dijérase que iba a encoger de un momento a otro: debía de resultar, cierto es, un cuajarón tan pegajoso como una morcilla.
La nariz y la cara, tan abandonada y un poco vuelta a un lado, como de alguien que renuncia al combate, el rostro resignado a la voluntad de la Muerte, aparecía atropellado con arañazos y uñadas: que se diría que le había encontrado el gusto, semejante sayón, de marcarla de aquella guisa. ¡El asesino!
Los ojos estaban horrendamente fijos: ¿y mirando qué? Miraban, miraban en no se sabía qué dirección, para el aparador grande, en lo más alto, o hacia el techo. Los pantaloncitos no estaban ensangrentados: dejaban descubiertas las dos porciones de muslo, como dos anillos de piel: hasta las medias, de un blondo luciente. El surco del sexo… como cuando andas por Ostia en verano, o por el Forte dei Marmi de Viareggio que están espatarrás en la arena a cocese y enseñan too lo que pueden. Con esos bañadores tan ajustaos de ahora.
Descubriéndose, Ingravallo parecía el espectro de sí mismo. Preguntó: «¿La habéis movido?» «No, doctor», le contestaron. «¿La habéis tocado?» «No.» Se veían huellas de sangre dejadas por los tacones, por las suelas de alguien, en el piso de madera, y estaba claro que habían metido las patazas en aquel marjal de espanto. Ingravallo se irritó. ¿Quién había sido? «¡Sois un hatajo de bestias!», amenazó. «¡Asquerosos gañanes de la puñeta!»
Volvió al pasillo y recibidor: se dirigió al doctor Valdarena, desplomado en una silla de las de cocina, con el Pompeo, que aparentaba estar con él como el párvulo al arrimo de la madre. De la portera ni rastro, había bajado a su garita quizá: alguien que la llamaría.
«Bueno, ¿cómo es que está usted aquí?»
«Doctor —dijo Valdarena con voz seria, pausada, y sin embargo implorante, considerando obvia la interrogación, mirándole a los ojos—, vine a saludar a mi prima: la pobre Liliana… se empeñó en que nos viéramos, antes de mi marcha. Salgo pasado mañana para Génova. Si no recuerdo mal, ya dije que me traslado a Génova; aquel domingo, cuando estaba usted a comer. Ya he desalquilado la habitación.»
«¡Para Génova! —exclamó don Chito con aire distraído—. ¿Qué habitación…?»
«La habitación donde estoy parando, en la via Nicótera veintiuno.»
«Él es el primero que ha aparecido…», profirió Santomaso, un agente. «El primero que entró aquí, no se discute —confirmó Porchettini—. Luego han telefoneado a jefatura…»
«¿Quién ha telefoneado?»
«No sé…, todos de vez —respondió Valdarena—. Ni sabía dónde estaba. Yo, un inquilino del piso de arriba, no sé cuántas mujeres. La portera no. La garita estaba cerrada.»
«¿Ha sido usted el que ha dado la alarma?»
«Llegué aquí: la puerta estaba entornada apenas. Había preguntado: ¿se puede?, ¿se puede? Nadie respondía.»
«¿La portera, por dónde andaba? ¿Así que usted no la vio? Y ella ¿le había visto a usted?»
«No, no. Creo que no…»
La Pettacchioni volvió a entrar, y confirmó. Estaba en la escalera B, con la limpieza del día. Había empezado en lo alto, naturalmente. En realidad, escoba en mano, lo primero era parlotear en el rellano, con la seora Cucco, del quinto, de la escalera B: Elia Cucco, viuda Bolenfi, de Castiglion del Pépoli: el cuco donde lo tenía era en la lengua. Luego siguió subiendo, con escoba y pozal. Entró «Un momento sólo» donde el general, el Gran Oficial Barbezzi, que vivía en el ático; cuestión de alguna faenilla. Dejando el pozal afuera, con la escoba.
Una niña que había subido a casa de los Bottafavi, era la niña de los Felicetti que todas las mañanas iba a decir «buenos días», a los Bottafavi, y éstos le daban un caramelo. Bueno, la señá Manuela la mandó entrar en el recibidor, y le dijo si era verdad o no: y la otra con una vocecilla de tontaina confirmó que era así, que había encontrado sólo a dos mujeres, que bajaban las escaleras. Llevaban dos cestos, uno cada una, como para ir a la compra. «Pero parecían del campo», añadió la Pettacchioni de su cosecha.
«¿Qué mujeres serían?», preguntó Ingravallo, con desgana. «¡A ver, enséñeme las manos! —dijo al doctor Valdarena—. Venga aquí, a la luz.» Las manos del joven estaban limpísimas: una piel blanca, sana, cálida, muellemente venosa: denotando la tibieza de la juventud: un anillo de blasón, de oro mate, con un soberbio diaspro y en el diaspro la cifra: en el anular derecho, sobre el cual emergía de lleno, con una torre: dispuesto para sellar una carta, casi diríais una declaración secreta. Pero el puño derecho de la camisa… ¡teñido de sangre! en los ángulos: del oro del gemelo para afuera.
«¿Y esta sangre?», saltó Ingravallo con una mueca de repugnancia en la boca y sin por ello soltar aquella mano, que tenía cogida por la punta de los dedos. Giuliano Valdarena se demudó: «¡Señor comisario, créame! Se lo confieso: he tocado la cara de la pobre Liliana. Me he inclinado sobre ella, doblando luego la rodilla. Quería hacerle como una caricia, ¡estaba helada!… Sí, ¡decirle adiós! No me he podido contener. Quería tirarle abajo esa falda, ¡pobre prima mía, en qué estado! Pero ya no tuve valor… para tocarla otra vez. Estaba fría. No, no. Y además…»
«¿Además, qué?»
«Además he pensado: he comprendido que no tenía el derecho de tocar nada. He salido corriendo, he gritado. He llamado ahí enfrente. ¿Quién va? ¿Quién va?, decían. Era una voz de mujer, pero no querían abrir.»
«No les faltaba razón. ¿Y entonces?»
«Entonces… he vuelto a gritar. Ha bajado alguien… o han subido. Ha acudido gente, ¿qué sé yo? Lo han querido ver ellos también. Chillaban. Hemos telefoneado a jefatura. ¿Qué otra cosa podía hacer?»
Don Chito lo miró con fijeza, duramente, soltándole la mano. Un mohín de repugnancia persistía en su rostro, una breve contracción de la nariz, sólo de un lado. Reflexionó un instante, sin dejar de mirarle a la cara.
«¿Cómo está tan sereno?»
«¿Sereno? No sé llorar. Hace años que no he tenido ocasión de llorar. Ni siquiera cuando mi madre… se volvió a casar, marchándose a Turín. La esquina del puño debe de haber rozado la herida, el cuello; era inevitable: ¡con toda aquella sangre! Tengo que marchar pasado mañana: ya me ha llegado la orden. Me parecía que abandonaba a los míos, a los de mi sangre. Quería despedirme, quería saludarla, pobre, pobre Liliana. Pobrecilla… ¡Desesperada y espléndida, eso era!» Los demás callaban. Don Chito lo escrutaba. «¡Una caricia, Jesús mío! Para un beso no tenía ánimos: ¡estaba fría! Luego me he marchado, casi escapando. Me daba miedo la muerte, créame. He pedido auxilio. La puerta estaba abierta, como si por allí se hubieran evaporado los espíritus. ¡Liliana, Lilianuccia!»
Ingravallo se agachó, estuvo mirándole los pantalones a media pierna, por donde las rodillas: en la izquierda, una leve sombra de polvo.
«¿Dónde dice que se ha arrodillado?, ¿y con qué rodilla?»
«Pues, por la parte del bufet, el pequeño: déjeme que lo piense, con la izquierda, eso es: pa no meterme en semejante charco.»
Don Chito no le quitaba ojo, rabiosamente.
«Cuidado, doctor: tiene que decir las cosas conforme han sido. Andarse con fantasías… en este momento… en este lugar, lo comprende usted también, no, ¡de ningún modo!»
«Pero, doctor, ¿qué se irá a figurar? Como han sido las cosas es tal como las digo. Dese usted cuenta…»
«¿Y cómo he de darme cuenta? Dígame, cuénteme. Veámoslo. Usted es el que ha de orientar nuestra investigación. Por su mismo bien.»
Comunicaron a Ingravallo que la Gina, la ahijada, había vuelto del Sacrocuer, ahora mismito. El jueves volvía a la una: a la hora de comer. Bravonelli llegaría de Milán al día siguiente… o de Verona. Ingravallo probó con la mocosa sollozante, pero nada obtuvo; luego del café con leche, antes de dar las ocho, había saludado a la «mamá» recibiendo el acostumbrado beso matutino, acompañado de la pregunta de costumbre: «¿Ya te la sabes, la lección…?» Ella contestó que sí, y se marchó. Por el momento la confiaron a los vecinos, mientras se decidía si la mandaban donde las hermaanas: a los Bottafavi del piso de arriba: la Menegazzi estaba demasiado turbada y deshecha para ser de ninguna ayuda a la pequeña. Traía un mostacho amarillo vuelto para arriba y subiéndole por la nariz. No se había podido ni peinar: parecía una peluca de barbas de panocha con cintejas, lo que llevaba en el coco. Decía que la casa tenía la maldición entre sus paredes. Invocaba virgensantísimas con los ojos enrojecidos, cavernosos, churrupis. Decía y repetía que «el diecisiete no hay número más peor». La niña que había encontrado a dos mujeres por la escalera no sabía dar más detalles. Muy abiertos los ojazos «sí» decía, «no» decía, pobrecita nena, con voz idiotizada de miedo que le metía aquella molondra endrina del Ingravallo, que para ella sería a buen seguro el mismísimo hombre del saco que se lleva a los niños cuando no paran de berrear. Se consiguió averiguar que las dos mujeres habían ido para el abogado Cammarota (cuarto piso), o sea donde su mujer, a llevarle dos quesos frescos: eran proveedoras bisemanales de queso fresco.
Fue rastreado Cristóforo, el ordenanza de Bravonelli. Pareció que le alcanzaba un rayo. Había salido a las siete y media después de un carajillo por amable insistencia de Liliana: leche ni catarla, le caía mal en el estómago. Sí, poco antes de la Gina, que se iba al Sacrocuer a las ocho. No quiso entretenerse ante semejante vista. «Es que no puede ni mirarla.» Se santiguó. Los lagrimones rodaban por la piel de aquel mapa, un tanto ajado. Había recibido algunos encargos de la seora Liliana, ¡la pobre señora! Pagar una cuenta, ir a por dos escobas donde el escobero: hacer provisión de arroz, la cera pal parquete, ir a llevarle un mandao a la costurera. Pero antes pasar por el despacho: a abrir el despacho: a quitarles el polvo a las mesas. El doctor Ingravallo no lo soltó. Es más, encomendó al Garras que tuviera con él una buena sentada. Y entretanto, a Giuliano se le invitó a continuar a su disposición.
Las indagaciones prosiguieron in loco a primera hora de la tarde: a portón trancado, a puerta cerrada: con refuerzo de los agentes: con el suboficial Valiani de la policía científica y con la intervención armada de la oficina de huellas. A los inquilinos y a la propia portera les rogaron que no se detuvieran en la escalera, «para permitir más libre curso a la investigación», y que en lo posible permaneciesen, en cambio, «al alcance de la mano» de la policía. El juez instructor intervino a partir de las cinco y media. La fiscalía fue invitada al reconocimiento del delito poco antes de las cuatro, por via administrativa, a través del doctor Fumi y del jefe superior. El buen Cristóforo, la variopinta Menegazzi, la pequeña Gina, el artillero Bottafavi, el doctor y buen mozo Valdarena fueron alterna o contemporáneamente sujetos a declaración. Pero «el velo del más tupido misterio envolvía aquel crimen», decían más tarde las ultimísimas de la noche, de un diario que había conseguido hacerlo vocear por el Corso Umberto. No por mucho azacanarse los cronistas consiguieron pisar el umbral de los Bravonelli. Aunque en el portillo del inmueble se habían agregado a la seora Elodia, escalera B, de acuerdo, pero en compensación alegrota más bien, según le sucedía los jueves y domingos. Y que ponía ojos tiernos a los agentes, pero los otros, riéndose, se llamaban andana.
Quedó fuera de duda que ninguno de los inquilinos del inmueble podía proporcionar la menor indicación en torno al autor o autores de la fechoría. Nadie, a excepción de la niña, la Maddalena Felicetti, se había topado con alma viva por las escaleras: ni siquiera a Valdarena, no, no había uno que hubiera coincidido con él. Era, éste, doctor en ciencias económicas, como bien sabía Ingravallo, y empleado en la Standard Oil. Durante algún tiempo había prestado servicio en Vado Ligure, y después en Roma. Ahora estaba a punto de trasladarse a Génova, además de casarse. Prometido de una chica de Génova, una graciosa morenita cuya fotografía exhibió: una cierta Renata Lantini. De óptima familia, naturalmente. A decir de la óptima familia, «él estaba enamoradísimo», el doctor Valdarena, el señorito Giuliano. Del cual a Ingravallo había hablado Bravonelli, encontrándole en la Gran Bodega, no sin cierta comprensiva alusión a la edad férvida, y a la consiguiente carencia, en que se hallaba, de buenos papiros que siquiera alguna vez se le pudieran quedar pegados a los dedos, ni que fuera unos pocos: del extremo de los cuales, en cambio, le volaban por sistema, como las mariposas de los dedos de un Apolo: de esos que hay en los jardines, de mármol. Bravonelli lo había definido «un chico guapo» (para lo cual no eran menester referencias): «licenciado en ciencias económicas, con sobresalientes y premio extraordinario», incluso, pero también casi siempre con apurillos de bolsa, como las más de las veces ocurre a los que quieren enseñar a los demás… cómo apañarse para hacer economías: un poco a la cuarta pregunta… más, en todo caso, de cuanto hubiera deseado un primo romano, y no digamos un suegro genovés. «No, no; no precisamente que salga adelante a base de sablazos: pero, ya se sabe, está en la edad, con tantísima estupenda tentación como sale por ahí: se comprende, un buen mozo como él…, si no es por corto de machacantes, de otra cosa no puede ser tan corto.» Ingravallo estaba ceñudo, aquella noche, en la Gran Bodega de Albano: la saludable indulgencia y casi solidaridad masculina del Bravonelli y señor marido con el palillo entre los dientes apuntaba en demasía a buena digestión… de Gabbioni Empédocle e Hijo, por lo menos. Aquella satisfecha despreocupación a tripa llena, de viajante de comercio, de cazador con polainas nuevas, mecás en la mar, había acabado por exasperarle, a él, venido de los pobres y duros años, del nada ameno monte Matese, a las triquiñuelas y el papelorio de la ley, mísero y pertinaz indagador de los hechos, o de las almas, a tenor de ley. Miraba a hurtadillas al Bravonelli: «Bien te están creciendo en la testera —pensó—. Un atolón de corales, enterito.» Y en cambio: «¡Ah, mujeres, mujeres!», había suspirado: con la cara más fosca que nunca bajó el pelucón de astracán. Y el Giuliano, ahora, en el salón de recibo. Dos agentes haciéndole compañía.
Un guapo chico, el señorito Giuliano, ahí: bastante afortunado con las hembras. Bastante. Vaya. Que le perseguían a bandadas, a vuelo rasante: para luego venírsele encima todas de vez, como las moscas a la miel. Y él que se daba buena maña: tenía un lazo, un espejuelo giratorio, un modo particular tan natural y raro a un tiempo… que las embelesaba al instante. Afectaba no cuidar de ellas, o que le aburrían un poco: ¡demasiadas, demasiado fáciles! y que él se trajera algo mejor entre manos. Tan pronto jugaba al chico listo o, alguna vez, al ya-me-estás-hartando, como al orgulloso; o al señorito de buena familia papalina de la via dei Banchi Vecchi: incluso al hombre de negocios, que no tiene tiempo ni de echar un párrafo. Según se terciara. Así es. Como le petase. Haciendo juego con el traje. A favor de la inspiración del momento. Según que tuviese cigarrillos de boquilla de oro, o no los llevase de ninguna especie, o acabara de comprarlos, pero nacionales que apestan. Jugaba al niño bonito. Otras veces caprichoso, como un gallardete. Y entonces las descuidaba, ¡pero, sí, sí!, las tías veletas. Que justamente entonces es cuando enloquecían. Se sacrificaba tras mucho hacer ascos o al cabo de un interminable ansiar y desmayarse de la víctima, alargando el ardiente abandono o desmontando su reacia indocilidad mediante una erogación de seudosíntomas (instigaciones, en realidad) en alternado contraste, al sí y al no. Me ama, no me ama. Te quiero, no te quiero. Sea como fuere, a las predestinadas y raras, y con arcana deliberación elegidas, se concedía: como la Salud Eterna en Jansenio. A veces, en cambio, por obra de repentina violencia y con absoluta concusión de todo lo plausible. Precisamente donde cada quien dirigiera a otro lado la rueda de la fortuna. ¡Zas! Dejándose caer a plomo como el milano sobre la más contumaz de todo el gallinero: casi para castigarla (si no remunerarla) con tan fulminante alboroto: a rescate de alguna debilidad recóndita de aquel ser, de una ignominia… anterior a aquella prelación magnificadora. Y en este caso la gratitud de la magnificada podía llegar a las estrellas: y el temor, si no acaso la esperanza, del bis.
Ingravallo, según era de esperar, antes ya de la llegada del juez, y en vista de cómo se presentaban los hechos, se resolvió a detener a Valdarena. Sólo más tarde, a la mañana siguiente, la fiscalía convirtió la detención en arresto provisional proveyendo el correspondiente mandato: y tras el arresto, dando con el titular de tal mandato en la cárcel de Regina Coeli. Hasta muy avanzada la noche el jefe y dos peritos de la oficina criminológica no cejaron en las comprobaciones de rigor, como en sacar fotografías de la difunta. Tenían consigo cuanto se precisaba para el caso. No era cuestión de telegrafiar a Bravonelli, dada la inminencia de su regreso, ni para que dieran con él las diversas jefaturas: Milán, Padua, Bolonia eventualmente, porque tenía que ir también a Padua. Cristóforo, la Menegazzi, que no cesaba de pipiar sobre la desgracia, Bottafavi, la Pettacchioni y su pariente, el de la central lechera, se ofrecieron unánimes para ir a esperarle a la estación: era menester evitarle la impresión, prepararlo de algún modo. ¿Los parientes? Con telefonearles a mediodía…
A los parientes se les «notificó» oficialmente al caer la tarde, pero Ingravallo, desde por la mañana ya, había prohibido que se les franquease la entrada. Reiteradas investigaciones y puntuales resultados autópticos, así del jefazo don Chito como del suboficial Valiani, bueno, ya se sabe, no condujeron a nada de interés. Es decir: a evidencia alguna de robo. Ni se encontró arma de ninguna especie. Pero algunos cajones y gavetas, en mirándolos por dentro, se echó de ver que alguna cosa sabían. No estaban tan en ayunas como, por fuera, presumían. Armas, no. Ni la menor indicación, excepto las gotas rojas del suelo, y aquella sangre… esparcida con los tacones. Junto a la fregadera, en la cocina, el suelo de baldosas estaba salpicado de agua. Un cuchillo «afiladísimo» y hasta ahora ausente se sospechaba que era el que podía haber trabajado de aquella guisa. Las gotas, más que de mano asesina, debían haber goteado del cuchillo. Negras, ahora. El inopinado brillo, lo cortante y la breve penetración de una hoja. En ella, un sobresalto. Él de seguro asestaría el golpe de improviso: insistiendo después en la garganta, en la tráquea, con feroz firmeza. La «contienda», puestos a admitirla, no debió de pasar de un mísero conato por parte de la víctima, una mirada despavorida y seguidamente implorante, el esbozo de un ademán: una mano alzada apenas, blanca, para apartar el horror, en el intento de apretujar la vellosa muñeca, la mano implacable y negra del homicida, la siniestra, que ya le agarraba la cara y le echaba atrás la cabeza para mejor liberar la garganta, enteramente desnuda e indefensa al relampaguear de un acero: que la diestra había extraído con voluntad de herir, de matar.
Una cérea mano se aflojaba, volvía a caer…, cuando Liliana tenía ya el cuchillo metido en la respiración, que le laceraba, le desgarraba la tráquea: y la sangre, en el resuello, le iba bajando a los pulmones: y el aliento le borbotaba en aquella tos, en aquella carnicería, como pompas rojas de jabón: y la carótida, la yugular, lanzaban como dos bombas de pozo, luf, luf, a medio metro de distancia. El hálito, el último, de través, a burbujas, en aquella púrpura atroz de su vida. Y se notaba la sangre, en la boca, y veía aquellos ojos, ya no de hombre, puestos en la llaga: que le quedaba trabajo todavía: un golpe más: ¡los ojos! de la fiera infinita. La insospechada ferocidad de las cosas… se le revelaba de pronto…, ¡tan breves años! Pero el espasmo le hacía perder los sentidos, aniquilaba la memoria, la vida. Una dulzastra, una tibia sapidez de la noche.
Las manos, blanquísimas, con aquellas suaves uñas, color de yerba doncella, no presentaban ningún corte: no había podido, no se atrevió a aferrar el filo, o a detener la determinación del verdugo. Se había entregado al verdugo. La nariz y el rostro aparecían arañados, aquí y allá, en el cansancio y la palidez de la muerte, como si el odio hubiese ido más allá de la muerte. Los dedos estaban despojados de anillos, había desaparecido la alianza. A nadie se le hubiera ocurrido todavía, por entonces, imputar su desaparición a la patria. El cuchillo trabajó a modo. ¡Liliana!, ¡Liliana! A don Chito parecía que las formas todas del mundo se entenebrecían, todas las gracias del mundo.
El encargado de la oficina criminológica excluyó en absoluto la navaja barbera, que da cortes más netos, pero más superficiales, así opinó, y en general múltiples, pues no puede usarse de punta, ni con tanta violencia. ¿Violencia? Sí, la herida era profundísima, horrible: había seccionado la mitad del cuello o poco menos. En todo el comedor, no, ni el menor indicio… aparte la sangre. En torno, por las demás habitaciones, tampoco. Salvo, allí también, sangre: huellas patentes en el fregadero de la cocina: diluida, que recordaba la de una rana: y muchos gotillones escarlatas, o negros ya, en el pavimento, redondos y radiados según suele la sangre al dejarla gotear por el suelo: como secciones de asteroides. Aquellas gotas, horribles, eran señal de un itinerario evidente: desde el supérsite atranco del cuerpo, del tibio testimonio de ella, ¡muerta!… ¡Liliana!, hasta la fregadera, el hielo y el lavacro: el hielo que nos absuelve de cualquier memoria. Muchas gotas en el comedor, concretemos, cinco o más de las cuales lindaban con la otra sangre, con todo aquel jaleo, con las manchas y el charco mayor, el que habían pisado esparciéndola en derredor con las suelas, aquellos malditos gañanes. Muchas en el pasillo, algo menores, muchas en la cocina: y algunas estregás como pa borralas con los calcorros, que no resaltaran en las baldosas blancas, hexagonales. Dieron un tiento a los muebles: once entre cajones y puertas, de armarios y cómodas, no los podían abrir. Giuliano, en el salón, estaba guardado a vista por dos números. Cristóforo le había llevado dos bocadillos y dos naranjas. Aquellos bicharracos no paraban de regirar y patalear por todo el piso. Como para poner los nervios de punta a cualquiera. Don Chito tomó asiento, derrengado, en la antesala, a la espera del juez. Luego se encaminó otra vez allá: contempló, como en despedida, a la pobre criatura sobre la cual discutían en voz baja los fotógrafos, atentos a no ensuciarse también ellos o sus armatostes, con lámparas, pantallas, hilos, trípodes, chirimbolos con fuelle. Habían descubierto ya dos enchufes detrás de dos butacas, y habían fundido un plomo dos o tres veces, uno de los tres plomos del piso. Se decidieron por el magnesio. Disponían bien que mal dos como angelotes siniestros para salir del paso, sobre aquella terrífica fatiga: un frío, un menguado despojo, ya, de la maldad del mundo. Sus maniobras de moscardones, aquellos cables, aquel abrir y cerrar los diafragmas, aquel ponerse de acuerdo en voz baja para no prender fuego a todo el tinglado…, eran el primer zurrir de la eternidad sobre los sentidos opacos de ella, de aquel cuerpo de mujer que no tenía ya pudor ni memoria. Operaban sobre la «víctima» sin respetar su pena, y sin poderle rescatar la ignominia. La belleza, el indumento, la apagada carne de Liliana yacía allí: el dulce cuerpo, revestido aún a las miradas. En la lubricidad de aquella postura involuntaria —motivada, es cierto, por la falda subida del revés en el ultraje y por la ostensión de las piernas, más y más arriba, como por el relieve y el surco de voluptuosidad que cortaba las ansias a los más débiles: y por los ojos hundidos, pero horriblemente abiertos en la nada, clavados en una meta vana sobre el aparador— la muerte apareció a don Chito como un desajuste extremo de todo lo posible, una discordancia de ideas interdependientes y anteriormente armonizadas en la persona. Como el acto resolutorio de una unidad que ya no consigue ser y obrar como tal al improviso caer de las correlaciones, de toda relación con la realidad sistematizadora.
El suave palor de aquel rostro, tan blanco en los sueños opalinos de la tarde, había cedido por modulaciones fúnebres hacia un tono cianótico de cansía vincapervinca: como si el odio y la injuria hubieran sido demasiado acerbos al conocer, a la tierna flor de la persona y del alma. Le corrían por la espalda escalofríos. Intentó reflexionar. Sudaba.
Sacó mecánicamente del bolsillo el billete: del bolsillo derecho de la chaqueta, donde lo había metido por la mañana y donde estaba aún, después de toda la pena del día: con la mitad de un pitillo y con algunas migajas: el billete alargado verdoso-azulenco de los Tranvías de los Castillos, taladrado en el 13, con aquel otro agujero o desgarrón en el Torraccio. Le dio una y otra vuelta.
Pasó luego al recibidor, a la alcoba matrimonial. Se dejó caer sobre una silla, derrengado.
Se aplicó a reunir las evidencias, tan poco conformes: relacionar los momentos, los menguados momentos de la consecución del tiempo lastimado, muerto. Ante todo, las dos «bellaquerías», ¿tenían una conexión, o no? La increíble rapiña en perjuicio de aquella pobre cotorrita de la Menegazzi, de semejante comadre… embadurnada con salsa de espinacas; y este horror, ahora. La misma casa, el mismísimo piso. Y sin embargo… ¿Sería posible? ¿A distancia de tres días?
La razón… le dictaba que ambos delitos nada tenían en común. El primero, bien va, una «audacísima» rapiña, perpetrada por un malhechor muy bien informado, o familiarizado incluso, en orden a los usos y costumbres del doscientos diecinueve escalera A. «Escalera A, escalera A», rezongaba dentro de sí, balanceando imperceptiblemente la calamorra, encrespada, negra: mirando fijamente a un punto del pavimento, trenzadas las manos, con los codos en las rodillas: «una rapiña, has dicho bien, a domicilio».
Con aquel fantasmal mozo del tocinero como informador: bueno, o de vigía. Vigía mejor, quizá, en vista de que la Menegazzi, semejante mema, no tenía la menor idea: o sea, en definitiva, como cómplice. Y con aquella trompeta rota de cartón del comendador de la Economía, que se hace mandar trufas a domicilio. «¡El comendador Angelón! —suspiró con cierto énfasis—. Al tipo le gustan las alcachofas. Vamos a ver. El jamón serrano de la via Panesperna le gusta también. Allá abajo en el cantón, la esquina con via Serpenti.»
¿Y el timbrazo donde los Bravonelli? Una equivocación, sin duda. ¿O una alternativa? ¿O una precaución, coronada por el silencio? De todos modos, estaba claro un ladrón. Robo a mano armada, violación de domicilio…
Esto de ahora, santo Dios, ¡era para santiguarse! ¿Se habrá visto jamás cosa igual? A pesar de que el robo como móvil tampoco cabía excluirlo aquí, ¡ni mucho menos!, mientras no regresara Bravonelli. Aunque, ¡vete a saber!, los cajones hablaban. Sí, pese a todo…, se trataba de algo distinto. El modo del delito, aquel pobre obstáculo, allí, con semejantes ojos y la horrenda herida: un móvil, sin duda, más turbio. La falda… ¡de aquella guisa!…, arremangada, como por una ráfaga de viento: una llamarada cálida, voraz, desatada del infierno. Reclamada por una rabia, por un desprecio semejante, las puertas del infierno habían tenido que franquearle el paso. El asesinato «tenía todo el aspecto de un crimen pasional». ¿Ultraje? ¿Apetito? ¿Venganza?
La razón le aconsejaba estudiar por separado los dos casos, «palparlos» a fondo, pero cada uno por su lado. El ambo no es tan raro, por lo demás, en la rueda de Nápoles, o de Bari, o de la misma Roma, como para que allí en la via de los Mirlos, en aquel quebradero de cabeza del falansterio del doscientos diecinueve embutido de oro no hubiera de poder salir un buen ambo para él también. El ambo, nada deseado, del crimen. Tac, tac. Sin más conexión que la tópica, esto es la causal externa de aquella gran fama de los peces gordos: y de su condenado oro. Fama ubicua, a estas alturas, por todo San Giovanni: de la Porta Maggiore al Celio, hasta el antiguo aguazal, la suburra, donde los bribones, donde, empero, el vino lo dan helado, en verano. Miró el billete, pues. Le dio una y otra vuelta. Se rascó ligerísimamente la nariz (alargando en tubo los labios) con la uña del pulgar de la mano derecha usada del revés: gesto en él habitual, y de una indiscutible finura.