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también esa noche. Cuando dan las diez, la Reina abandona tranquilamente el salón. El observador más perspicaz no hubiera podido descubrir tras la leve sonrisa de María Antonieta la angustia y los acelerados latidos de su corazón.

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la huida de palacio

La Reina sube deprisa a la habitación de su hija y ordena que vistan de inmediato a la criatura dormida. Luego va a despertar al Delfín y le dice que van a asistir a un baile de disfraces.

El pequeño, medio en sueños, pide su espada y su uniforme y se ríe cuando Madame de Tourzel le entrega una indumentaria de niña. Luego, la Reina, sus hijos y la fiel preceptora salen del castillo por una puerta sin vigilancia. De detrás de los coches que se encuentran en el oscuro patio, aparece furtivamente un hombre que coge al Delfín. Es Axel de Fersen. Las cuatro sombras desaparecen en la noche y la Reina, con un nudo en la garganta, vuelve al palacio y cierra despacio la puerta. Con paso vivo y des-preocupado retorna al salón como si no ocurriera nada y reanuda la conversación de modo indiferente, mientras que sus hijos, guiados por Fersen, son instalados en un antiguo coche de punto en el que se quedan dormidos de inmediato. Poco después, el Conde de Provenza se despide besando afectuosamente a su hermano mientras que María Antonieta abraza a su cuñada. En esos momentos no queda ni rastro de rivalidad; lo único que cuenta es salir con éxito de tan peligrosa situación. Brilla en sus ojos la esperanza, quizá vuelvan a encontrarse sanos y salvos en el extranjero y acabe esta pesadilla… Lejos están de sospechar que no volverán a verse nunca más.

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A las once de la noche, María Antonieta se retira a su habitación y tranquilamente da las órdenes para el día siguiente. Le atenaza el miedo cuando piensa en sus hijos, de los que nunca se ha separado, errando en un coche por aquel París sanguinario. Media hora más tarde pide que apaguen la luz, dando así permiso a los criados para retirarse. Pero, apenas se cierra la puerta, se levanta y se viste a toda prisa. Ha elegido para la noche de la huida una indumentaria sobria y discreta, para no llamar la atención: un sencillo vestido gris y un sombrero negro con velo para cubrirse el rostro.

En cuanto a Luis XVI, ha de cumplir en ese momento con el habitual ceremonial de acostarse que tiene lugar todas las noches.

Luis se deja desvestir tranquilamente, se tumba y corre la cortina del dosel como si se dispusiera a dormir, esperando a que el mayordomo se retire para cambiarse, pues según una centenaria costumbre el soberano no podía quedarse solo.Entonces,aprovechando esos breves instantes, se desliza fuera de la cama, descalzo y en camisón, y se dirige por la puerta opuesta a la habitación de su hijo, donde se le ha dejado preparado un traje marrón, una peluca y un sombrero de lacayo.

A medianoche, cuando María Antonieta se reúne con toda la familia en el coche de punto, parece logrado lo más difícil. Ha querido ser la última en salir de palacio para evitar ser descubierta al final, reivindicando así toda la responsabilidad de la operación.

Con las manos juntas para que no la vean temblar, María Antonieta apenas se atreve a respirar; su único consuelo es la proximidad de Axel de Fersen, disfrazado de cochero, quien va a encargarse de sacarlos de París en la primera etapa del viaje. Luis pasa suavemente el brazo sobre los hombros de su esposa y la besa cari-

ñosamente en la mejilla.1 Un gesto poco habitual en una sociedad 1 Antonia Fraser, op. cit. , p. 370.

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con gran pudor a la hora de mostrar en público sus sentimientos y que manifiesta la extremada sensibilidad del Rey y el inmenso afecto que siente por su esposa. Sabe el papel que desempeña en esta empresa y el meticuloso cuidado que ha puesto para salvar al Delfín de las garras de los feroces revolucionarios. Admira su valor y está orgulloso de deberle la salvación de todos ellos.

Mientras el coche traquetea por aquel París aparentemente tranquilo, María Antonieta piensa en su antecesora la reina Ana de Francia, nacida Infanta de España, quien también huyó para salvarse. Un siglo antes, cuando La Fronda amenazaba la vida de la regente y de su hijo Rey, Luis XIV, la reina Ana dejó París con la ayuda del ministro Mazarino.También en su caso las malas lenguas le achacaban una relación sentimental con el todopoderoso hombre de Estado, pero a diferencia de María Antonieta, Ana luchaba valientemente por defender la corona de un hijo y no la de su esposo.

21 de junio

A primera hora de la tarde, tras algunas breves paradas, la inmensa berlina pintada de amarillo y verde avanza pesadamente por la calzada gris. Poco a poco la tensión va disminuyendo y una desconocida quietud se apodera del habitáculo. Los niños han dormido bien y el Rey está alegre. Saca de uno de sus bolsillos el reloj y sonríe irónicamente al imaginar la confusión que debía reinar en Las Tullerías tras descubrir su desaparición.

En efecto, desde que, a las siete de la mañana, se había detec-tado su ausencia y cuarenta y cinco minutos más tarde la de la Reina, todo París anda arriba y abajo. La noticia había corrido de boca en boca y gente de todas partes se había amontonado a las puertas del palacio de piedra gris. Ante la mirada indife-01 MA 14/12/05 17:36 Página 258

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rente de la guardia nacional, habían entrado en el viejo edificio.2

Algún tunante había colgado un letrero en la verja en el que se leía: «Se alquila»; en la cama de la Reina se había encontrado sentada a una vendedora de cerezas… Abuchean a La Fayette, se burlan de Bailly, ¡pero nadie se atreve a perseguir al Rey, pues no es un criminal! Nadie salvo el Marqués de La Fayette, amigo de María Antonieta, el héroe de la guerra de América, el autor de la Declaración de los Derechos del Hombre, que dará la orden y asumirá la responsabilidad de «llevarle (al Rey) ante la Asamblea Nacional».3 Se trata de un auténtico «golpe de Estado», tanto más horrible por cuanto está firmado por el hombre de confianza de los soberanos, más sacrílego por cuanto es un acto de lesa majestad cometido en una monarquía aún muy respetuosa ante la figura real.

Inconscientes del drama que se vive a unas cuantas leguas de allí, los niños, encantados con aquella aventura, se divierten en la carroza, la Reina conversa con todo el mundo y el Rey, tras des-plegar las cartas geográficas, estudia concienzudamente el camino.

Por fin llegan a Châlons. Son las cuatro de la tarde.

En la primera posta después de Châlons, cuarenta húsares del regimiento Real Alemán están esperando a los soberanos desde mediodía. Se han reunido con Choiseul, quien había llegado un poco antes acompañado por Léonard, el valiente peluquero que lloraba mucho tras haber sido informado de su misión. Pasan las horas secando las lágrimas del desdichado Fígaro y multiplicando la inquietud de Choiseul. En el pueblo, algunos campesinos que se encuentran bajo amenaza de fusilamiento por no pagar los impuestos, al ver a los soldados toman las armas para defenderse.

Cada vez más nerviosos ante la patibularia expresión de los cam-2 Ibidem, p. 366.

3 Ibidem, p. 366.

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pesinos y el retraso del Rey, Choiseul olvida las consignas y decide abandonar su puesto. Son las cuatro de la tarde, de modo que la berlina sólo lleva dos horas de retraso; poca cosa si se tiene en cuenta la lentitud de los palafreneros, el mal humor de los postillones y las frecuentes caídas de los caballos. Dos horas no es nada tratándose de un viaje tan largo.

Para reunirse lo antes posible con el general Bouillé, Choiseul y los húsares toman un atajo hacia Varennes, pero antes pide a Léonard, el peluquero, que siga por la ruta prevista a fin de comunicar a los jefes de los destacamentos que «el tesoro no iba a pasar».4

Entonces Choiseul comete su error más grave: no dejar tras de sí a un hombre para advertir al Rey de su repliegue.

Cuando la pareja real llega a las seis menos cuarto a la posta, el camino está desierto. No hay el menor rastro de los húsares.

De pronto desaparece el buen humor. Algo no marcha. El Rey tiene la impresión de que la tierra se hunde bajo sus pies5, pero la Reina enseguida recupera el valor; si allí no hay húsares, habrá dragones a sólo dos horas. Bien es cierto que su ausencia resulta angustiosa, pero no queda otro remedio que seguir adelante. El optimismo de María Antonieta hubiera sido menos firme si hubiera podido prever que Léonard, algunas leguas más adelante, estaba desbaratando el plan cuidadosamente concebido por el general Bouillé.

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Poco antes de las ocho, el jefe de postas, Jean-Baptiste Drouet, un joven de veintiocho años rudo y grosero, volviendo del tra-4 Ibidem, p. 371.

5 André Castelot, op. cit. , p. 283.

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bajo encuentra a un grupo de curiosos rodeando a una magní-

fica berlina que se dispone a cambiar de tiro. Drouet está intri-gado por el ingente equipaje cargado sobre el imperial. A buen seguro se trata de ricos aristócratas que emigran mientras llegan tiempos mejores, piensa con desprecio e, inclinándose por la ventana, se cruza con la mirada de un robusto señor cuyo rostro no le es desconocido. Pero de inmediato el coche, seguido del cabriolé, se aleja pesadamente al grito de «Camino de Varennes».6

Pasan unos minutos de las nueve cuando un caballero, cubierto de polvo blanco, desmonta ante Drouet: «En nombre de la Asamblea Nacional, se ordena a todos los ciudadanos de bien que deten-gan una berlina de seis caballos en la que se sospecha que viaja el Rey, la Reina, Madame Isabel, el Delfín y la princesa real.»7

Mientras suena la campana dando la alarma, las barreras se alzan y las casas se iluminan. Drouet y su amigo el tabernero Guillaume se lanzan al galope por el camino que la berlina había tomado una hora antes; toman un atajo para llegar a Varennes. Hacia las nueve y media, y por ese mismo camino, la berlina rueda con los faroles encendidos. María Antonieta ha recobrado la esperanza y, acunada por el trote lento de los caballos, se queda dormida. En Varennes, los dos oficiales encargados de vigilar el relevo en la parte baja de la ciudad oyen de pronto el ruido de un coche. ¡Es Léonard! El peluquero de María Antonieta no había recibido de Choiseul mensaje alguno para la posta de Varennes, pero Léonard le toma el gusto a su nuevo papel de conspirador.Tras comunicar a los soldados el fracaso del plan, les aconseja partir si no quieren correr riesgos inútiles. Los dos húsares, convencidos de que la operación se ha anulado, no conducen el relevo a la entrada de la ciudad y se van a dormir.

6 Antonia Fraser, op. cit. , p. 373.

7 André Castelot, op. cit. , p. 285.

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Son las once menos diez de la noche cuando el Rey y la Reina llegan a las puertas de la ciudad. Nadie les está esperando tampoco en esta ocasión. Bajan del coche y dan unos cuantos pasos. Diez minutos más tarde, Drouet y Guillaume, agotados por tan larga cabalgada, entran en la ciudad. El alcalde está ausente. Drouet llama a la puerta de la tienda de ultramarinos y despierta al procurador del Ayuntamiento, Monsieur Sauce. Éste, pasmado, oye la noticia y ordena dar la alarma en la ciudad.

Entre tanto, tras largas conversaciones, los soberanos consiguen mediante una sustanciosa propina convencer a los postillones para que sigan adelante. De pronto suenan gritos en la ciudad dormida:

—¡¡¡Alto, alto!!!

El cabriolé se queda inmovilizado. Sauce, levantando el farol, pregunta:

—¿Dónde vais?

María Antonieta responde:

—A Francfort.

Sauce se muestra sorprendido y pregunta:

—¿Vuestro pasaporte?

—Que se den prisa —dice la Reina—,tenemos que marcharnos.

Y sacando los pasaportes falsos, se los extiende al procurador, que con parsimonia se marcha a examinarlos a la sala.

Los pasaportes están perfectamente en regla y Sauce, irritado, mira al joven de actitud decidida que le ha sacado de la cama.

Seguro de sí, Drouet insiste haber visto al Rey y a su familia en el gran carruaje y, recalcando sus palabras, le recuerda al procurador que será acusado del delito de traición si deja escapar a los fugitivos a un país extranjero. Sauce, asustado, ordena a los pasa-jeros que bajen y les ofrece su casa para que esperen a que ama-nezca mientras verifica los pasaportes.

La modesta tienda de ultramarinos se encuentra casi enfrente.

María Antonieta suspira. La víspera a la misma hora estaba simu-01 MA 14/12/05 17:36 Página 262

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lando que se acostaba en la cámara real de Las Tullerías. La aventura había durado exactamente veinticuatro horas. Han caído de nuevo prisioneros de la Revolución.

Sigue el toque de campanas dando la alarma, apremiante. Todo Varennes se ha despertado, la noticia corre de pueblo en pueblo: se ha detenido al Rey cuando intentaba huir del país. Una inmensa multitud se dirige a casa de Madame Sauce, quien deja pan y unos vasos sobre la mesa de una de las dos pequeñas habitaciones de la casa, mientras que Madame de Tourzel acuesta en la cama del tendero a los niños, que, agotados, se quedan inmediatamente dormidos. Fuera todo son habladurías. Ese señor grueso, con sombrero y peluca rojiza, vestido con un frac marrón, que come pan y bebe vino de la tierra, ¿cómo puede ser el Rey? Y la mujer del velo, con un vestido polvoriento, ¿es la elegante Reina de Francia?

Tras una hora interminable, hacia medianoche, un tumulto ensordecedor sube desde la calle y, detrás de él, Choiseul, que se había perdido en el bosque y en aquellos instantes entraba en la pequeña habitación. Le falta el aliento, no hay tiempo que perder,

¡una hora más y les habrán alcanzado! Hay que lograr que huyan los prisioneros a caballo, protegidos por los húsares. Pero entonces el soberano, mirándole a los ojos, le dice:

—Es una batalla desigual: 30 húsares contra 800 hombres. ¿Responderéis vos de la vida de la Reina, de mis hijos, de mi hermana?8

Al ver vacilar al Duque, el Rey comprende la situación y razo-nablemente dice:

—Las autoridades municipales nos dejan pasar, sólo piden que esperemos al alba. El joven Bouillé ha tenido que partir para aler-tar a su padre, el general, y mandar tropas en nuestro auxilio. No debería tardar.

8 Stefan Zweig, op. cit. , p. 232.

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Varennes está para entonces atestado de gente pero, a pesar de los gritos y el alboroto de la noche, el futuro Luis XVII y la princesa real siguen durmiendo en la cama del matrimonio Sauce. No se despiertan siquiera cuando una mujer muy anciana, nacida bajo el reinado del Rey Sol, con un rosario en la mano, se arrodilla ante ellos y besa la manita que asoma bajo la colcha. Llora por la tragedia que sus largos años de vida le permiten presentir.

22 de junio

Las horas se suceden en medio de una terrible angustia.Todos esperan una salvación que sólo puede venir de Bouillé. Sin embargo, no es el general quien se presenta en Casa de Sauce, sino los dos parisinos representantes de la Asamblea Nacional, con una orden precisa, la que establece el decreto promulgado por la Asamblea. Sauce, encantado de librarse de tal responsabilidad, los acoge con los brazos abiertos. Romeuf, ayudante de campo de La Fayette, con el uniforme desabrochado, pálido y nervioso, avanza hacia el Rey, con voz apenas audible:

—¡Sire, París entero se degüella! Nuestras mujeres e hijos están amenazados… en interés del Estado… no podéis ir más lejos…

—y bajando la mirada tiende llorando el decreto al Rey.

Al ver a Romeuf, María Antonieta apenas logra articular:

—Así que sois vos, Señor. No lo hubiera creído.

El monarca, después de recorrer con sus ojos la misiva, lee con un débil murmullo:

—«Orden a todos los funcionarios para que hagan arrestar a los miembros de la familia real.»

Muy pálido, mira a su esposa:

—Francia no tiene Rey.

Entonces ella, sin poder dominarse más, roja de ira y herida por 01 MA 14/12/05 17:36 Página 264

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la infame traición de sus más allegados, toma el papel, lo tira con violencia al suelo y añade con hastío:

—No quiero que mancille a mis hijos.9

Son ya casi las seis y media. Diez mil personas invaden la ciudad y los gritos se transforman en clamor:

—¡A París, a París! ¡Los queremos vivos o muertos!

Con la esperanza de ganar algo de tiempo, el Rey pide que le sirvan de desayunar. Cuando ha terminado su último bocado, finge adormilarse, pero la multitud amenaza ahora con invadir la casa.

Entonces, una de las criadas de la Reina, simulando un ataque de nervios, se tira por el suelo. Corren a buscar al médico y ganan otros veinte minutos. Por último, María Antonieta se rebaja hasta suplicar a Madame Sauce, tratando de conmoverla, pero no hay nada que hacer. A las siete y media, Luis XVI sale de la habitación y da la orden de enganchar los caballos.

—¡A Montmédy! —ordena, intentando mostrar firmeza en la voz.

Pero el carruaje toma la dirección de París. Son las ocho menos cuarto.

Quince minutos después, el general Bouillé llega ante la casa a la cabeza del regimiento Real Alemán.Al otro lado del río, demasiado profundo como para cruzar a caballo, distingue la berlina que se aleja rodeada por más de cuatro mil hombres. Con lágrimas en los ojos, el general ve partir el cortejo hacia el infierno.

Ignora, sin embargo, el fiel Bouillé que el camino un poco más adelante pasaba a la orilla derecha y que sólo tendría que haber hecho galopar al regimiento unos cuantos minutos para disper-sar a toda aquella escolta y liberar al Rey.

9 Ibidem, p. 334.

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el regreso

Es la segunda vez que la familia real es conducida a la fuerza a París.

No hay palabras para describir lo que fueron aquellos espantosos cuatro días,los peores que María Antonieta viviera jamás.La berlina avanza llevada por una marea humana que desborda el camino e invade campos y prados. En medio de una gran polvareda, campesinos y guardias nacionales marchan durante horas acompañando a los prisioneros con sus groseros insultos y sus crueles bromas. El calor es agobiante, acres torbellinos de polvo penetran en el carruaje y se pegan a la ropa de sus ocupantes.Agotados tras dos noches sin dormir,sucios y empapados de sudor, los seis fugitivos se hacinan en una carroza que al llegar el mediodía se transforma en un auténtico horno.

Cuando la berlina llega a Châlons a las once y media de la noche, María Antonieta ve perfilarse la alta silueta del Arco del Triunfo que habían erigido en su honor a su llegada a Francia.Ese día,22 de junio de 1791, es una Reina humillada a la que cinco mil hombres desa-rrapados y vociferando conducen a la capital. Despavorida, María Antonieta mira el asombroso espectáculo sin comprender. Un poco antes, al querer dar un trozo de pan que le quedaba de sus provisiones a un niño hambriento, la gente se lo había rechazado y la habían insultado por temor a que lo hubiera envenenado. Son las dos de la madrugada cuando aquellos desdichados, que no habían vuelto a acostarse desde su salida de Las Tullerías, se tienden en una cama. Sin embargo, les mantiene despiertos una remota esperanza, pues alguien muestra al Rey una escalera robada,proponiéndole huir y cabalgar para reunirse con el ejército de Bouillé. Pero hubiera tenido que abandonar a su familia y Luis XVI se niega.

Al día siguiente, 23 de junio, un inmenso clamor despierta a María Antonieta: «¡Nos comeremos su corazón y su hígado!»10

10 André Castelot, op. cit. , p. 300.

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La escoria del pueblo se ha apoderado a esas alturas del cortejo y miles de hombres y mujeres rodean el carruaje, abuchean a los soberanos y les amenazan con el puño. Son amenazas de muerte. De repente un campesino sube al pescante de la berlina y escupe al rostro de Luis XVI que, sin decir una palabra, se limpia con mano temblorosa. Por fin, llega al encuentro de los prisioneros un coche con tres diputados de la Asamblea para protegerlos. La Reina suspira aliviada, ¡al menos por el momento sus vidas están a salvo! Pétion y Barnave, representantes de la Nación, suben a la berlina no sin antes protestar por la incomo-didad que su presencia causa a la familia real. El Rey zanja el asunto de inmediato diciéndoles que se apretarán para hacerles sitio; entonces la Reina sienta al Delfín encima de ella, Madame de Tourzel coloca a la princesa real entre sus piernas y Barnave se sitúa en el rincón, junto al Rey. Pétion, el diputado republicano, está asombrado por «la sencillez»11 de la familia real. Él, que se había imaginado a los Reyes con manto de armiño y corona de diamantes, se queda muy sorprendido por la normalidad de lo que ve: la Reina haciendo trotar al niño sobre sus rodillas y el Rey ofreciendo de beber con su habitual bondad.

Barnave, un joven apuesto e idealista, llevado por la compasión improvisa un monólogo sobre la libertad, al tiempo que observa de reojo a la pobre María Antonieta, caída en desgracia. Esa mujer, cuya trivialidad tanto se había criticado, escucha atentamente al joven abogado intentando comprender sus ideas. Poco a poco el joven queda cautivado ante su amabilidad y su expreso deseo de actuar en pro de Francia.12

El final del viaje resultará la etapa más peligrosa. En el bosque de Bondy tendrá lugar el primer enfrentamiento entre París 11 Stefan Zweig, op. cit. , p. 341.

12 Ibidem, p. 344.

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y los prisioneros. Desde la salida de Varennes, un inmenso griterío y alboroto habían acompañado a los desdichados cauti-vos. Aquí, sin el ruido de los tambores, reina el silencio; un silencio denso, pesado, abrumador, peor que los escupitajos y los insultos. La gente del pueblo, con los ojos inyectados en sangre y expresión de odio, escrutan divertidos la expresión torturada de sus soberanos, sus ropas cubiertas por un velo blanco que se pega a la piel y forma una grotesca aura alrededor de los rostros marcados por el sufrimiento. Todo es silencio cargado de desprecio. Los últimos metros antes de llegar a Las Tullerías son los más largos. El populacho parece querer saltar al cuello de los desgraciados prisioneros. Por fin, la berlina se para; sale el Rey, luego la Reina y sus hijos. Gritos de amenaza se alzan contra

«la Austriaca». Sólo unos cuantos pasos más y… aquel terrible viaje habrá terminado.

De regreso en sus aposentos, María Antonieta se quita el sombrero ante el espejo. El cristal le devuelve una imagen desconocida: un cuerpo que ha perdido la gracia de la juventud, un rostro prematuramente envejecido, unos cabellos de color rubio ceniza que, en el espacio de una noche, se han vuelto tan blancos como los de una anciana.

Los Reyes vuelven a estar prisioneros. Hay centinelas aposta-dos hasta en los tejados de palacio. A lo largo de la noche, los guardias se acercan dos o tres veces a comprobar que María Antonieta sigue en el lecho.Todos los que han participado en la fuga son apresados, incluso Madame de Tourzel, aunque dado su estado de salud se le permite permanecer en Las Tullerías. Peor destino les aguardará a los súbditos leales, pues ayudando a Luis XVI se habían puesto en la picota.

Pero la verdadera tragedia de Varennes no fue tanto el fracaso de la fuga del Rey como el éxito de su hermano, pues el Conde de Provenza había escapado a Bruselas y para entonces ya era noto-01 MA 14/12/05 17:36 Página 268

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ria la satisfacción que al segundo en la línea de sucesión al trono le procuraba la situación presente.13

Aquella primera noche en Las Tullerías, el pequeño Delfín se despierta gritando de miedo. Todavía temblando, cuenta sus pesadillas: tigres y leones, animales de diferentes especies, pero todas peligrosas, rondan al acecho. Se hubiera podido decir que, incons-cientemente, el heredero aludía en sus sueños a los revolucionarios que le tenían prisionero y a su propio tío, que quería apropiarse de su herencia.14

Cuando al día siguiente, 26 de junio, una comisión parlamen-taria llega para interrogar a Luis XVI sobre los detalles de su

«rapto», éste, con su habitual flema, responde cortésmente a aquellos señores. La familia se aferra con celo a la versión oficial de la historia: han sido víctimas de un secuestro, discurso adoptado por el partido moderado, más próximos al Rey. Cuando la comisión quiera hablar con María Antonieta, ésta se excusará diciendo que acaba de meterse en el baño.Al día siguiente de la humillante entrada en la capital, un profundo abatimiento tiene postrada a la Reina. Después del fracaso de su sueño, la desesperación se apodera de ella. Su firmeza se viene abajo. Sin embargo, pronto cogerá fuerzas y reanudará la batalla en nombre de su hijo Luis.

Por mediación del marido de una de sus doncellas, se pone en contacto con Barnave, quien hará lo imposible para salvar a la Reina con la ayuda de sus amigos. Gracias al discurso de éste ante la Asamblea, Luis XVI se mantiene en el trono. Conmovido por la bondad de los sentimientos manifestados por María Antonieta, asume el papel de mentor:es preciso que la Reina dé a conocer públicamente su «actual disposición», ejerciendo presión sobre su hermano Leopoldo,sobre los emigrados,que soliviantados hablan de invadir Fran-13 Antonia Fraser, op. cit. , p. 380.

14 Ibidem, p. 380.

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cia y liberar a los prisioneros de Las Tullerías; es necesario que los Condes de Provenza y Artois regresen a Francia y que el Rey reconozca la futura Constitución sin reservas o abdique.

María Antonieta parece obrar en este sentido. Su buena voluntad, el intercambio de correspondencia y el entusiasmo testimo-niado por Barnave resultan conmovedores, pero ella finge que ¡no está dispuesta en absoluto a secundar esas ideas exacerbadas! Ha iniciado toda aquella correspondencia sólo por contemporizar. El verdadero problema es que desde el primer día María Antonieta no ve en la Revolución más que un montón de lodo. No ha comprendido nada y nunca ha querido entender las intenciones morales que se esconden tras aquellas ideas de libertad. En cierta ocasión afirmará: «Mi oficio es ser monárquica»15, y con ello lo habrá dicho todo. Declarará la guerra a los enemigos del Rey, a todos cuantos pretendan mermar el poder de su hijo, y detestará con toda su alma a los cabecillas y a los seguidores de este movimiento. Con toda la obstinación de la que es capaz, persistirá hasta el final en su negativa absoluta a cualquier compromiso. Sus maniobras son, pues, extremadamente arriesgadas. Cuando, por otra parte, el pobre Barnave descubra las verdaderas intenciones de María Antonieta, será para él un golpe casi mortal… Pero la Reina ni puede ni quiere resignarse, como le dan a entender las naciones vecinas, cuya intención es acabar con el veneno revolucionario a fin de que la epidemia francesa no llegue a contagiarles.

14 de septiembre

Finalmente, gracias a Barnave y a sus amigos se vota la Constitución; una constitución que da poderes al soberano, sin duda 15 Stefan Zweig, op. cit. , p. 238.

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limitados, pero infinitamente más amplios que los casi inexisten-tes que quería concederle la izquierda radical. Luis XVI puede incluso ejercer derecho de veto pero, aquello que a los «avanzados» les parece sin duda un retroceso, a María Antonieta le parece una sarta de insolencias y de absurdos impracticables. «Así pues, no tenemos más facultades que en una potencia extranjera cualquiera —escribe la Reina el 26 de agosto—. Es preciso que acu-dan en nuestro auxilio.»16

El 14 de septiembre supone para Luis XVI una especie de muerte moral. María Antonieta, que se empeña en acompañar a su esposo en el acto más difícil de su reinado, ve a la Asamblea sentarse cuando el Rey pronuncia su juramento y a los diputados permanecer sentados cuando el monarca comienza su discurso.

Luis tiene las mejillas ardiendo, como si le hubieran abofeteado reiteradamente. De regreso a Las Tullerías, el Rey de Francia, que ha perdido el título de «Majestad», rompe a llorar y se dirige a su esposa diciéndole: «¡Habéis sido testigo de mi humillación! ¡Venir a Francia para ver esto!»17 María Antonieta, con la mirada llena de compasión, se arrodilla a su lado y le acaricia con ternura.

Ambos esposos, a los que la desgracia ha unido, permanecen abrazados llorando.Tras la ceremonia, las consignas que hacían del palacio una ciudadela quedan sin efecto. Los «artífices de la fuga»

quedan en libertad y el 18 de septiembre María Antonieta es aplaudida en la Ópera. Los diputados se separan y regresan a sus provincias, convencidos de que la Revolución ha terminado.

Pero la causa del inminente deterioro de la situación no será la Asamblea —aunque con el discurrir de las semanas había caído en manos de girondinos abiertamente republicanos—, sino la familia real en el exilio. En Coblenza, los Condes de Provenza y 16 Antonia Fraser, op. cit. , p. 392.

17 Ibidem, p. 389.

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Artois no dejan de agitar las aguas y emprenden una guerra abierta en contra de Las Tullerías. Sólo tienen un objetivo: reinstaurar el Antiguo Régimen. Los apoya desde París la princesa Isabel, con sus sueños de absolutismo. Luis XVI sabe que un plan semejante no puede ejecutarse sino a costa de derramar ríos de sangre. Sin embargo, todos los días, valiéndose de tinta simpática y zumo de limón, la Reina envía largas cartas, a veces de treinta páginas, que salen para Bruselas o Viena ocultas bajo un sombrero o en alguna caja de galletas. «Me canso de tanto escribir.»18 Es frecuente ver a la Reina, su marido y su cuñada discutiendo violentamente, enfrentados en sus opiniones. Los intereses de los austriacos, los fanáticos y los emigrados son irreconciliables: «Es un infierno», escribirá María Antonieta.19

A fuerza de enfrentarse a la adversidad, la Reina se ha convertido en una loba cuando se trata de proteger a su familia. Sin menospreciar nunca al hombre al que se ha unido ante Dios, todos sus esfuerzos, como es natural, se concentran ahora en el Delfín.

Es el único al que todavía se aplaude en la calle, el único que arranca «vivas» sinceros, pues es «hijo de la Nación». Por cumplir con su misión y dar a la Corona el heredero tan ansiado, la Reina había sufrido las peores humillaciones durante años. Este niño, pues, no sólo es el fruto de sus entrañas, sino que representa la imagen simbólica con la que se sella su lealtad a la Corona. Corren insistentes rumores sobre una conjura orquestada por los príncipes emigrados, «esos villanos que se dicen leales y que sólo nos han hecho mal»20, para declarar regente al Conde de Provenza durante la «cautividad» de su hermano.

18 Stefan Zweig, op. cit. , p. 293.

19 Andrè Castelot, op. cit. , p. 321.

20 Stefan Zweig, op. cit. , p. 359.

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el regreso de los amigos

María Antonieta utiliza todo su encanto y su diplomacia para convencer a la Princesa de Lamballe, que reside en Londres, de que regrese a Francia. Sabe cuán importante es ofrecer al mundo una imagen de «normalidad». Y esta maravillosa amiga, que sabe el riesgo que corre al dejar el exilio para meterse en la boca del lobo, hace testamento dejando todos sus bienes al hospital de los pobres de París y vuelve. La Reina, alentada por tal prueba de amistad, ruega al embajador Mercy d’Argenteau que regresa a su lado para aconsejarla, pero en esta ocasión se topa con el egoís-mo lógico de quien nunca ha puesto el corazón sino al servicio de su propio interés. Si María Antonieta tuvo la suerte de poder contar, a la hora de su desgracia, con amigos de una fidelidad a prueba de todo, no supo rodearse sin embargo de políticos inteligentes, algo imprescindible para unos soberanos en tal situación.

El 25 de enero de 1792, la política de apaciguamiento hace firmar al Rey un decreto promulgado por la Asamblea en el que se declara a los Príncipes emigrados «traidores a la Patria». María Antonieta se enfrenta a la tarea ingrata de justificar esta acción ante los ojos de su hermano. Contra toda evidencia, la Reina sigue confiando en la ayuda de las otras monarquías. Irónicamente, el único soberano dispuesto a ayudarla es el Rey de Suecia, cuya familia se extinguiría en 1818 por falta de un heredero, y al que seguirá un general hijo de la Revolución, Bernadotte. Es entonces cuando va a aparecer por última vez Axel de Fersen. Ante la desesperación de María Antonieta al verse abandonada por todos, intenta un último acto heroico: a pesar de que en Francia se haya puesto precio a su cabeza y de que le espera una muerte cierta si se deja apresar, corre junto a ella. Fersen sabe que la Reina sólo puede contar con él. Con la complicidad del Rey de Suecia, urde un plan de fuga que propone a la familia real. Pero Luis se niega 01 MA 14/12/05 17:36 Página 273

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a ello categóricamente, pues ha prometido a la Asamblea no abandonar París y no quiere ser un perjuro. «Sé que se me tacha de débil y de indeciso —dirá Luis—, pero nadie en el mundo se ha encontrado jamás en mi situación.»21 ¡Qué caro va a pagar el Rey su honradez! Será la última posibilidad de salvar, no ya la monarquía, sino sus propias vidas.

A principios de marzo, el emperador Leopoldo de Austria muere a consecuencia de una enfermedad fulminante, seguido de inmediato por el Rey de Suecia, que cae al recibir una bala de un conspirador. La guerra se vuelve inevitable, pues al sucesor de Gustavo III le preocupa poco la causa monárquica y Francisco II, el nuevo Emperador, no muestra ninguna comprensión hacia la situación de su tía. Sólo la «más amada de sus hermanas», la reina María Carolina de Nápoles, con quien en la infancia vienesa se divertía tanto, se siente de verdad lacerada por el dolor de la vilipendiada Reina de Francia. Pero incluso ella, después de haberle gritado al mundo su cobardía por no salir en su defensa y de escribir que estaría dispuesta a dar su vida para salvarla, ha llegado a pensar que lo mejor sería que su desgraciada hermana acabara sus días en un convento.

En la Asamblea Nacional, mientras tanto, se imponen los girondinos y el 20 de abril, después de mucho resistirse, Luis XVI se ve obligado a firmar la declaración de guerra contra el Rey de Hungría y de Bohemia.

21 André Castelot, op. cit., p. 321.

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Cuando un Gobierno no logra controlar una crisis interna, mira hacia el exterior tratando de encontrar fuera una maniobra de diversión. Este ardid, tan viejo como el mundo, será el desencadenante de la guerra con Austria. El partido mayorita-rio en la Asamblea, los fervientes girondinos, saben que el único modo de terminar con la monarquía es provocar esta guerra que acabará por destrozar a la familia real. Monarquía o república, tales son las aspiraciones de la guerra, ¡los ideales que van a desgarrar a Francia!

El trágico error de María Antonieta será no reconocer que en adelante va a estar sola, pues las demás monarquías no la apoyan en su lucha por la defensa de un derecho soberano. Sintiéndose soberana, antes que Reina de Francia, se enfrenta contra los que han reducido su poder real y hace lo que sea por anticipar la derrota francesa. Ni por un instante su alma se adhiere al nuevo movimiento o al país que ahora se inclina ante la bandera tricolor.Al considerar sus derechos monárquicos de origen divino, cree injustificadas las reivindicaciones revolucionarias. La capacidad de la Reina para urdir intrigas y su autodisciplina en las situaciones peligrosas son paradójicas, habida cuenta de su carácter orgulloso, franco e impulsivo.

Cuatro días antes de que se declare la guerra, María Antonieta desvela al embajador austriaco el plan de campaña del ejército revolucionario hasta donde ella está informada. Nunca conside-01 MA 14/12/05 17:36 Página 278

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rará este acto como una traición, pues María Antonieta sólo conoce una máxima: quien lucha por el Rey y la monarquía lo hace por una buena causa. María Antonieta ha elegido bando y festeja con su esposo la derrota de sus propias tropas como si se tratara de una victoria personal.

Pero, instintivamente, el pueblo siente la hostilidad de Las Tullerías en las decisiones políticas e intuye la traición militar de la Reina para con su ejército y su causa. Es entonces cuando la Revolución entiende que no puede derrotar al enemigo sin destruir el mal que la carcome desde dentro. Y ese mal se llama monarquía.

20 de junio de 1792

El círculo se cierra ineluctablemente. Corren rumores, cada vez más insistentes, de un próximo encarcelamiento de la Reina o del definitivo alejamiento del Delfín para apartarle de la mala influencia de su familia. ¡Amenaza esta que más que cualquier otra ate-rroriza a la pobre madre! A comienzos del verano de 1792, la familia real empieza a temer el aniversario de la fuga abortada. En efecto, los presagios más pesimistas no se verán frustrados por la realidad…

Para dar una lección al Rey y a la indomable «Austriaca», los jacobinos eligen una fecha clave, el 20 de junio.Aquel mismo día, tres años antes, los representantes del pueblo se habían reunido por primera vez en la Sala del Juego de Pelota y habían jurado no separarse antes de dar una Constitución a Francia. Un año antes, el Rey disfrazado de lacayo había intentado huir de la locura sanguinaria de los revolucionarios. Así pues, el pueblo está decidido a festejar aquel aniversario. Ya desde el alba la gente de los suburbios se echa a la calle ante la llamada de los cabecillas. Pronto 01 MA 14/12/05 17:36 Página 279

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una multitud integrada sobre todo por mujeres y niños pasa de la alegría al amotinamiento. Corren los rumores: Luis XVI ha destituido a los ministros jacobinos, se niega a firmar la proscrip-ción de los religiosos refractarios y se opone a la formación de un campamento cerca de París de veinticinco mil hombres por temor a los excesos. Poco a poco los corazones se van encendiendo hasta el brutal desbordamiento de odio cuyo terrible veneno empon-zoña todo a su paso.

Mientras tanto, en Las Tullerías, y bajo la protección de la guardia nacional, todo permanece tranquilo. Hace un tiempo espléndido. En los jardines los pájaros cantan, las rosas y los lirios perfuman el aire… Una imagen apacible que durará apenas unos instantes, hasta que el motín estalle y lo inunde todo con su oleada de violencia. En sus aposentos, la Reina se dispone a asearse, mientras que en la antecámara unos pocos leales esperan a ser recibidos.

A las dos de la tarde, precedidos por una decena de músicos, empiezan a desfilar los quince mil ciudadanos llegados de todos los municipios de París, que con las banderas desplegadas avanzan en cerrada formación hacia la Asamblea Nacional. Los hombres van armados con picas, palos y cuchillos; algunas mujeres llevan sables.

Se despliegan distintas pancartas en las que puede leerse: «El pueblo está cansado de sufrir», «¡Libertad o muerte!». Pétion, alcalde de París, hace como que no ve ni oye nada. La multitud se dirige hacia Las Tullerías y María Antonieta ve desde las ventanas de palacio aglo-merarse las picas junto a las verjas del jardín, que van cediendo por la presión a medida que la multitud se acerca. Llegan gritos con las amenazas habituales; luego, de repente, se oye un ruido sordo, un retumbar de pasos en la escalinata, al que sigue un estruendo:

¡están subiendo el cañón al primer piso!

Un gran gentío se hacina en el vestíbulo y la Reina, cuyos aposentos se encuentran en la planta baja, oye sobre su cabeza ruido de pasos. Luego un hombre la emprende a hachazos contra la 01 MA 14/12/05 17:36 Página 280

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puerta. A escasa distancia, María Antonieta le oye gritar: «Cogeré a la Reina viva o muerta.» Sus damas se la llevan precipitadamente a los aposentos de la princesa real, donde encuentra a sus hijos, a quienes abraza hasta casi ahogarlos. Los tres se refugian en un pasadizo secreto, bien disimulado y oculto tras una pared de madera.

La espera se prolonga. A su alrededor crece la confusión. María Antonieta reprime los sollozos, y su preocupación por Luis aumenta cada minuto que pasa. No pudiéndolo soportar más, sale de su escondite:

—Dejad que me reúna con el Rey, mi deber me llama. Es a mí a quien quiere el pueblo. Me ofrezco como su víctima.1

Pero nadie la escucha y se ve arrastrada con los Príncipes a la Cá-

mara del Consejo. Una vez allí, les ocultan a los tres detrás de una mesa larga que empujan hasta una esquina.

Mientras tanto, la multitud, lanzando gritos y amenazas, tiene acorralado a Luis XVI. Un grupo de guardias nacionales y de cortesanos, haciendo una barrera con sus cuerpos, trata de proteger a su soberano, pero éste termina por apartarlos.

—No emplearán la violencia conmigo —dice estoicamente dirigiéndose a aquellos rostros crispados—, estoy por encima del terror.

Para humillarle, le tienden un gorro rojo en un gancho de car-nicero; él se lo pone dócilmente, lo acepta todo pero se niega a comprometerse.2 Durante tres horas soportará con cortesía la mez-quina ironía de aquellos huéspedes no requeridos. La historia cuenta también que Luis XVI, para mostrar su calma, hizo que uno de los cabecillas escuchara los latidos acompasados de su corazón, al que ignominiosamente se le había comparado con el de un becerro.3 ¡Un Rey de Francia no teme a sus súbditos!

1 Antonia Fraser, op. cit. , p. 405.

2 André Castelot, op. cit. , p. 329.

3 Antonia Fraser, op. cit. , p. 404.

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Cuando finalmente llega el alcalde de París hacia las seis de la tarde, apacigua a la multitud y le ordena retirarse. Pero transformar a unos amotinados en apacibles ciudadanos no es cosa sencilla y entonces el Rey sugiere abrir los salones de representación al pueblo. Al abrir la puerta de la Cámara del Consejo todos se quedan paralizados. Ven a la Reina, a la que habían estado buscando por todas partes, detrás de una mesa y, sobre ella, de pie, al Delfín. Con calma, poniéndole al Príncipe una escarapela roja, María Antonieta mira a aquella gente armada con picas y pancartas en las que, con escritura infantil, está escrito: «María Antonieta a la farola.»4 Con tristeza observa al muchacho, que carga con una horca en cuyo extremo se balancea una figura de mujer, y a una arpía que le escupe insultos a la cara. Siente el corazón lleno de pesadumbre y de tristeza. ¿Qué mal les ha hecho?, piensa, incapaz de entender el porqué de tanto odio en sus rostros.

Madame Isabel tiene que aguardar para poder reunirse con su cuñada: «El Rey está a salvo», logra murmurar. La alegría que ilumina por un instante la mirada de la Reina es conmovedora, pero enseguida sus ojos se entristecen: «Me asesinarán la próxima vez

—asegura María Antonieta— y entonces, ¿qué será de mis hijos?»5

A las ocho de la tarde desaparecen los últimos sans-culottes. Puertas destrozadas yacen por el suelo, cristales rotos, el parqué hundido por el peso del cañón... Pero no importa. Luis XVI por fin puede reunirse con su mujer y estrecharla contra su pecho. Un abrazo en el que también se funden su hermana y sus hijos.

Cuando un poco más tarde la Asamblea interrogue a un miembro del personal con el fin de depurar responsabilidades sobre los hechos del 20 de junio, María Antonieta le recomendará no dar la impresión de que el Rey o ella misma hayan mostrado el 4 Ibidem, p. 404.

5 André Castelot, op. cit. , p. 331.

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menor resentimiento por lo sucedido. Ha aprendido, a su pesar, a ocultar los sentimientos más íntimos para no herir más de la cuenta la sensibilidad de los demás.

Pese a ello, a partir de este momento la Reina dedicará toda su energía a solicitar la intervención in extremis de las potencias vecinas.Todos sus esfuerzos serán en vano a la hora de influir en los complejos y poderosos mecanismos que mueven a las potencias: la venganza que anima a los príncipes exiliados y la avidez que devora a las naciones aliadas.

No obstante, se acerca un segundo aniversario, aún más nefasto que el anterior, y la soberana teme que de nuevo sus hijos puedan ser atacados. El miedo a la multitud hostil la mina, pues tiene el vago presentimiento de que lo peor está por venir. La fiesta del Campo de Marte ha soliviantado a los «corazones patriotas» y, para celebrar la toma de La Bastilla el 14 de julio, grupos de federados llegados de Marsella, Brest y del norte de Francia han entrado en París como lobos hambrientos. Con su violencia y su brutalidad han sembrado el miedo, que se enmascara tras un fingido entusiasmo.

Sentada en su carroza, la Reina mira a través del binóculo a su esposo prestar juramento a la Federación bajo una consigna que acusa a la monarquía de todos los males. ¿Cómo se puede caer tan bajo?,se pregunta indignada.Bajo la mirada impasible de Luis XVI, se quema en la gran explanada un árbol inmenso cargado desde lo alto de la copa a los pies de escudos de armas de la nobleza.

Una mesa sobre la que se amontonan coronas, tortillos y otras enseñas de grandeza se convierte en una antorcha. El pueblo baila, salta, grita de alegría alrededor de aquella hoguera aun a riesgo de quemarse los trajes de fiesta. Horrorizada, María Antonieta ordena al cochero que la lleve a palacio a toda prisa.

Cuando el 20 de julio María Antonieta conoce la absolución de la Condesa de Lamotte-Valois por un tribunal revolucionario, no prestará a la noticia demasiada atención. Después de cuanto 01 MA 14/12/05 17:36 Página 283

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ha debido padecer desde que comenzara la Revolución, el asunto del collar, que tanto le había humillado entonces, ha quedado relegado al rango de una intriga sin importancia.Y, sin embargo, fue aquel triste asunto lo que marcó el principio del fin del reinado de la deslumbrante y distante soberana del país más hermoso del mundo.

el manifiesto de brunswick

Fersen, conmovido por la angustiosa llamada desde Las Tullerías e impulsado por la desesperación y la inquietud ante la inercia de los aliados, llevará a cabo exactamente lo que va a perder a su soberana tan amada: va a redactar un texto y someterlo al Duque de Brunswick. Este escrito, dictado por la angustia, está redactado en unos términos tan duros que pondrá en un gran aprieto al Rey y hará estallar la ira de quince millones de franceses. El 25 de julio, el Duque de Brunswick publica un manifiesto amenazando a París con ejecuciones «si se ejerce la menor violencia, el menor ultraje sobre SS. MM. el Rey y la Reina». Amenaza con «destruir totalmente» París si se vuelve a atacar el palacio.6 De repente, el miedo enardece a los sectores eficazmente agitados por los extremistas y a los que ven en la caída de la monarquía una promesa de poder y de riqueza. Extraño giro el de este Duque que poco antes fre-cuentaba los salones ilustrados de la aristocracia progresista, donde se preparaba, con exquisito esnobismo intelectual, el caldo de cul-tivo revolucionario en el que ahora se cocían los soberanos.

El ataque final es inminente y se prepara en ambos bandos. Los últimos leales ya no abandonarán Las Tullerías en un intento por defender el palacio como puedan.

6 Stefan Zweig, op. cit. , p. 380.

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La noche del 9 de agosto es hermosa, cálida, maravillosamente estrellada, y la capital brilla con toda su luz, iluminada como para una fiesta alrededor de la mole oscura del palacio de Las Tullerías y de los jardines. Pasada medianoche suena el toque de alarma: la primera será la gran campana de París, acallada durante semanas; luego la de la iglesia de los Franciscanos, seguida de las demás.

Sólo permanece muda la de la iglesia real, St-Germain-l’Auxerrois. Después vendrán los tambores. En todas partes se toca a generala. En ese momento París toma el poder. María Antonieta, que no se había acostado, escucha el sonido angustioso de las campanas y de los tambores propagarse en la noche calurosa. En ese momento es una mujer a la que la adversidad le ha hecho madurar; una mujer de cabellos blancos recogidos en un moño. Sigue estando hermosa con su vestido de tafetán y muselina blanca, pero se siente nerviosa. Sus hermosos ojos azules, algo saltones, no logran fijarse en nada. La Reina parece escuchar a cada instante los ruidos procedentes de la gran ciudad. Junto a ella, la Marquesa de Tourzel y la Princesa de Lamballe, con su valentía y su des-velo, forman una muralla como si la protegieran.

Luis XVI ha mandado llamar de su cuartel de Courbevoie a novecientos guardias suizos que, con la guardia nacional y el batallón realista de las Hijas de Santo Tomás, constituyen el cuerpo de guardia. Por último, doscientos gentilhombres parisinos, todos vestidos de negro, han puesto sus espadas y sus vidas al servicio del Rey. El palacio está bien defendido y el enfrentamiento entre lo que parece un polvorín y las hordas mal armadas de los suburbios amenaza con acabar en un baño de sangre. Inquieta por el ruido que se aproxima a palacio, María Antonieta acude a los aposentos de su esposo para reunirse en consejo con él. Encuentra a su marido discutiendo vehementemente con algunos nobles, que quieren vestirle con un peto de recia tela de seda, a prueba de puñaladas y de balas. La falta de ejercicio cotidiano ha redon-01 MA 14/12/05 17:36 Página 285

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deado su silueta y su tez blanca se ha vuelto más gris. En esos momentos tiene doble mentón y un vientre prominente, des-compensado con la anchura de sus hombros. Pero la bondad de su mirada sigue siendo la misma y quizá mayor que nunca su fe en el hombre, su horror a derramar sangre y su sometimiento a la voluntad de Dios, aunque en el fondo sienta que habrá de llevarle al martirio. Torturado por unas responsabilidades que le pesan como una capa de plomo, se pregunta sobre lo correcto de sus decisiones.

Conociendo el carácter de su esposo, la Reina acude para infundirle coraje.Ante el peligro ella se muestra fuerte. La sangre de sus padres, su valor y arrojo, corren por sus venas y su intuición se agudiza ante el peligro. Recuerda aquel episodio en el que la Emperatriz, su madre, armada sólo de su valor, avanzaba con el heredero José en sus brazos ante un centenar de húngaros amenazantes;7 los magiares, admirando su gesto, se sumaron entusias-mados a su causa. María Antonieta sabe que, para enardecer a los soldados, haría falta la fuerza de un líder carismático; de modo que convence a Luis XVI de que pase revista a sus tropas al amanecer. Le propone estar a su lado, con sus hijos, pero él se opone for-malmente a su presencia temiendo por sus vidas. La batalla de María Antonieta contra las inseguridades de Luis tiene algo de heroica, pues es consciente de que la va a perder, ya que una mujer no puede reemplazar a su marido y mucho menos una Reina a un Rey.

Las horas de esta extraña y angustiosa vela de armas transcurren lentamente. So pretexto de consultar al comandante de la guardia, el Marqués de Mandat, Pétion le manda llamar. En realidad, el alcalde quiere recuperar la orden que le ha dado de defender Las Tullerías con todos los medios a su alcance; orden que le 7 Ibidem, p. 384.

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condena a los ojos de los que quieren hacerse con el poder. Mientras se va aproximando el siniestro, redoblan los tambores, las damas se reúnen en torno a Madame de Lamballe y los gentilhombres celebran conciliábulos entre sí. La Reina y su cuñada van de un grupo a otro. Son las cuatro de la madrugada y la aurora des-punta en un cielo rojo sangre. De repente, la campana enmudece y el pesado silencio que le sigue es aún más angustioso que su anterior vuelo. Un mal presentimiento atormenta a la Reina.

A las cinco, cuando el Rey baja a pasar revista a la guardia nacional, su emoción es tan palpable que desconcierta a los soldados en lugar de motivarlos. Se expresa a duras penas y sus palabras son inaudibles. Un fuerte grito de «Viva la Nación» ahoga los vítores de los guardias suizos y algunos cañoneros abandonan sus puestos y se acercan a insultar al soberano. Los cortesanos y ministros, temiendo por él, lo rodean y se lo llevan a palacio. María Antonieta, que ha asistido a la escena desde una ventana, se vuelve con amargura hacia sus sirvientes diciendo: «Todo está perdido.»

Hacia las siete de la mañana, cuando el sol ya derrama sus rayos y en las estancias hace tiempo que se han apagado las velas, se extiende el rumor de que las gentes de los suburbios, capitanea-das por los marselleses, marchan dispuestas a atacar. Se sabe también que el comandante Mandat ha sido ejecutado en las escaleras del Ayuntamiento y se ha arrojado su cuerpo al Sena. La defensa del palacio está ahora en manos exclusivamente de la guardia suiza.

Roederer, procurador general a las órdenes del alcalde, asume entonces la tarea más ardua: lograr que el Rey y su familia acu-dan a la Asamblea para someterse al amparo de la ley. Es un hombre que actúa de buena fe, pero ignora que en ese momento la Asamblea, después de huir los diputados conservadores, estaba integrada únicamente por los peores enemigos de la monarquía.

La multitud ha invadido el Carrousel y Luis XVI no quiere que se disparen los cañones sobre la gente. Un gran alboroto llena el 01 MA 14/12/05 17:36 Página 287

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palacio. Los valientes allí reunidos desde la víspera arden en deseos de batirse; el rumor amenazante que llega desde el exterior no hace sino exacerbar su valor. El Rey envía un mensajero a la Asamblea, pero éste no regresa; a continuación sale otro, pero no hay respuesta. Entonces Roederer acude a Luis XVI:

—Sire, el peligro es inminente. Las autoridades constituyentes carecen de fuerza y la defensa se hace imposible. Vuestra Majestad, y también vuestra familia, corréis un grave peligro, así como todos cuantos aún se encuentran en palacio. Si queréis evitar un baño de sangre, no os queda otro remedio que dirigiros a la Asamblea.

—Una Asamblea que hace oídos sordos y que probablemente ha asesinado a nuestros emisarios —protesta la Reina—. ¿Queréis matar al Rey?

—Si os oponéis a esta medida —responde fríamente el procurador—, responderéis vos, Madame, de la vida del soberano y de vuestros hijos. Para mayor seguridad, vos acompañaréis al Rey, así como vuestra familia. El pueblo ya no hallará razones para atacar el palacio y podréis volver cuando todo se haya calmado.

Roederer cree realmente en lo que dice. A toda costa pretende avenir al Rey con su pueblo.

—Haciendo eso —exclama María Antonieta— daríamos la espalda a cuantos valientes han puesto su vida a nuestro servicio.

—Si os oponéis a lo que os propongo, Madame —insiste Roederer en tono severo—, el pueblo se hará fuerte y arremeterá contra todo.

—Pero contamos con fuerzas —logra articular la Reina.

—Lo sé, por eso hablo de baño de sangre. Es, ciertamente, hermoso y heroico morir entre las ruinas de este palacio, pero París entero ha salido a la calle. Es tan inútil la acción como imposible la resistencia.

Luis XVI, que no había intervenido hasta ese momento, hace acopio de toda su autoridad:

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—Seguiremos vuestro consejo, Señor. Quiero que el pueblo sepa que no soy su enemigo, aunque se empeñen en hacerle creer lo contrario. ¡Vámonos!8

Tras despedirse emotivamente, el cortejo se pone en marcha a través de los jardines, espléndidos aquella mañana de agosto.

El soberano, vestido con traje violeta, abre la marcha. Le sigue su esposa, con los niños de la mano, y luego Madame Isabel y la Princesa de Lamballe, a quien se le ha permitido marchar con la familia real a título de pariente. Madame de Tourzel se sitúa detrás del Delfín con tal aire de determinación que nadie se atreve a oponerse. Ni una sola vez mirarán hacia atrás. Los dos últimos años en Las Tullerías no habían sido para la Reina más que un maca-bro sucederse de tensiones, fracasos y humillaciones. De este modo, los últimos Borbones abandonan el palacio de sus antepasados, al que ninguno de ellos habrá de volver nunca. El desfile, según avanza, se hace cada vez más pequeño y frágil en mitad de aquella multitud enorme, tumultuosa y amenazadora; una multitud que, como el mar, se cerrará tras la estela de un barco y aislará para siempre a sus prisioneros del resto del mundo.

Al entrar en la sala donde estaba reunida la Asamblea desde las dos de la madrugada, cuentan que Luis XVI diría:

—He venido aquí para evitar un gran crimen, pues creo que sólo entre vosotros hallaré seguridad.9

A lo que el presidente le responde prudentemente:

—Podéis, Sire, contar con la firmeza de la Asamblea Nacional10, Una firmeza que, no obstante, se limitará a encerrar al Rey y a los suyos en un palco situado detrás del sillón del presidente y que habitualmente acoge a los redactores. Permanecerán haci-8 Antonia Fraser, op. cit. , p. 414.

9 Ibidem, p. 415.

10 Stefan Zweig, op. cit. , p. 387.

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nados en esta prisión sin barrotes el resto de la jornada. María Antonieta, con los ojos enrojecidos por la fatiga, no pronunciará ni una palabra. A lo largo de aquel terrible día verá derrumbarse sus últimas esperanzas. De repente, un ruido sordo hace temblar a la Asamblea: el ruido de un cañón. Los insurgentes habían entrado en palacio y se enfrentaban a la guardia suiza, que se negaba a abandonar la defensa de Las Tullerías. Pero, ¿cómo iban a lograr estos últimos héroes de una guerra, terminada mucho tiempo atrás, defender el palacio a pesar de la orden dada por el Rey de alto el fuego?

Pronto deja de oírse el cañón, luego se oyen disparos de fusil aislados y por último el silencio. El palacio ha caído. Se oyen gritos de alborozo. En las picas de los revolucionarios giran alegremente las cabezas de los realistas. Por la sala del viejo Manège desfilan los vencedores con su botín: algunos guardias suizos cubiertos de pólvora y sangre, las joyas de la Corona, la correspondencia de la Reina, la vajilla de plata, los baúles descerraja-dos… Los prisioneros tienen que contemplar no sólo el espectáculo del saqueo sin poder defender sus bienes, sino oír durante horas debatir sobre su suerte como si estuvieran ausentes. La ilusión de protección por parte de la Asamblea se desvanece. María Antonieta comprende enseguida que ahora los nuevos señores son los jefes de la Comuna: Marat, Danton y Robespierre. Y muy pronto, los valerosos políticos que habían jurado hacía sólo dos horas morir antes de que se tocara a las autoridades constituyentes11, decretan vilmente que «el jefe del poder ejecutivo queda provisionalmente suspendido de sus funciones»12 y anuncian el traslado de la familia real al palacio de Luxemburgo.

11 El Rey formaba parte de las mismas.

12 André Castelot, op. cit. , p. 339.

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Aniquilada por la sed y el cansancio, con el chal y el pañuelo empapados de sudor y sosteniendo en sus manos la cabeza osci-lante de su hijo, María Antonieta recibe las ofensas con rostro impasible. Ni por un momento deja que la desesperación asome a su rostro, no les dará ese gusto. Hacia las diez de la noche, la familia real y sus más allegados son trasladados a las pequeñas celdas del convento de los Feuillants. Están impregnadas de olor a moho y hasta ellas llegan los ecos del continuo estruendo de la calle.

Cuando no gritan « Ça ira!» 13 , son amenazas de muerte contra la familia real, la nobleza y el Duque de Brunswick. La Reina pide cortésmente sábanas y trata de consolar al Delfín, que llora deses-peradamente.Aunque comparte la angustia del pequeño, le da gracias al Altísimo por no haberla separado de sus seres queridos.

Aquella misma noche, al volverse en su pobre colchón de paja, oye el chirrido de las carretas transportando miles de cadáveres a la fosa común. Su siniestro ruido la hace estremecerse de miedo.

13 Canción revolucionaria: « Ah!, Ça ira, ça ira, ça ira… les aristocrates à la lanterne… Ah!, Ça ira, ça ira, ça ira… les aristocrates on les pendra! » (¡Ah! Llegará, llegará… los aristócratas, a la farola… ¡Ah! Llegará, llegará… los aristó-

cratas colgarán!)

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el temple.el reinado

del terror

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El sábado 11 de agosto a las siete y media de la mañana se reanuda el calvario. De nuevo se conduce a los prisioneros hasta el pequeño palco y durante todo el día habrán de sufrir humillaciones. Al día siguiente, los desventurados tendrán que presenciar largas discusiones acerca de su futura residencia. La Comuna propone acomodar al Rey, su esposa y su hermana en el Temple.1 Los diputados, fingiendo creer que se trata del palacio del Conde de Artois, les confían la custodia del soberano. Es la actitud de Pilatos… La vida de los prisioneros depende ahora del Gobierno revolucionario de París.

El 13 de agosto se evita que los presos asistan a la sesión de la Asamblea. Luis XVI solicita doce criados para su servicio personal, pero sólo se le conceden dos lacayos y cuatro doncellas.

Y ese mismo día, a las seis de la tarde, la familia real, la Princesa de Lamballe, Madame de Tourzel y su hija Pauline, acompañados de Jérôme Pétion, el alcalde electo, se dirigen en carroza hasta el palacio del Temple.

1 El recinto del Temple gozaba en París de un estatuto particular. Era una ciudad dentro de la ciudad, defendida por murallas de 8 metros de altura y torres. En su interior albergaba el palacio del Gran Prior (propiedad del Conde de Artois, hermano del Rey, el último portador de este título), una iglesia, un torreón y otros edificios, entre ellos varias residencias particulares. En total vivían allí unas cuatro mil personas, exentas del pago de impuestos.

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El recorrido se demora a propósito para que el pueblo, vencedor, pueda contemplar al Rey derrocado y a la orgullosa Reina dirigirse a prisión. Por fin, ya al anochecer, llegan al palacio iluminado con innumerables bujías como para una fiesta. María Antonieta recuerda una noche del mes de enero cuando, abrigada con sus más bellas pieles, había acudido en trineo tirado por cuatro caballos a la residencia de su cuñado. Aún puede oír la alegre risa de la joven despreocupada que era ella en aquella época.

¿Habían pasado diez años o una eternidad?

Por la noche, en el Salón de los Cuatro Espejos donde el Conde de Artois, en aquella ocasión, la había recibido con gran pompa, tiene que sentarse y aparentar que cena. La Comuna, magnánima, había invitado a La Bouche, cocinero de la corte, a seguir prestando sus servicios. El menú, compuesto por dos sopas, dos entradas, cuatro asados y ocho postres, hace las delicias de Luis XVI, que devora ávidamente. ¡Para María Antonieta es casi un suplicio! Se acabaron los lacayos con peluca empol-vada, los divinos acordes del arpa… En torno a la mesa no hay sino unos hombres vestidos con sucia indumentaria y el único acompañamiento musical son las canciones revolucionarias que los marselleses cantan en los jardines. Al final de aquella interminable cena y con palabras veladas se declarará al Rey que no es en el palacio donde van a residir, sino en la torre, situada a algunos metros; esa torre que, catorce años antes, había horrorizado con su aire siniestro a la Reina hasta el punto de llegar a rogar a su cuñado que la derribara. Aquel torreón iba a convertirse ahora en su tumba. Mientras se dirige caminando junto a su esposo hacia su última morada, siente como una bofetada en pleno rostro la letra de una canción: «La señora sube a la torre, no sabe cuándo bajará.»2 Tragándose unas lágrimas que le nublan 2 Antonia Fraser, op. cit. , p. 420.

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la vista, avanza con paso enérgico hacia la oscura silueta recor-tada al fondo del jardín.

Aquella misma noche llevarán la guillotina a la Place du Carrousel, donde permanecerá a partir de entonces, amenazante y a la vista de todos. ¡Los franceses quedan advertidos: ya ha pasado el tiempo de Luis XVI, ahora impera el terror!

El torreón, construido en tiempos de San Luis, Rey de Francia, por los templarios, es una torre cuadrada de 50 metros de altura, flanqueada por cuatro torrecillas circulares. En la cara norte tiene adosada una pequeña construcción más reciente, llamada

«torre pequeña», donde vive el archivero. Pese a las quejas de éste, se le desalojará temporalmente para cobijar al Rey de Francia, quien habrá de pasar en él dos meses hasta que sea habitable el torreón.A pesar de lo exiguo de las estancias y lo precario de las instalaciones, el alivio es grande al sentirse todos a salvo y la alegría por no verse separados no hace sino estrechar los profundos lazos que ya unían a la familia. Luchar juntos contra la adversidad inevitablemente les acerca y ahuyenta las tensiones de las últimas semanas. Y será esa unión lo que les haga más fuertes y valientes.

En tanto María Antonieta se ocupa de las pequeñas tareas de índole doméstica, el Rey se muestra «encantado» por la mina de oro que resultan ser los archivos. Como apasionado lector, se vuelca en sus obras históricas preferidas —ahora más que nunca la muerte de Carlos I, Rey de Inglaterra y Escocia, le impresiona—

y aprovecha cada instante libre para devorar a unos autores clásicos que se complace en inculcar también a sus hijos. Entre tan abundante colección no faltan las obras de Rousseau y Voltaire, a quienes el Rey achaca, entre otras causas, la decadencia de Francia. ¡Qué ironía que el dueño de aquellos libros, su querido hermano el Conde de Artois, que se había sentido subyugado por el verbo de aquellos autores, se encuentre ahora a salvo de los peli-01 MA 14/12/05 17:36 Página 296

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gros generados por esas ideas «ilustradas»! Por el contrario, el Rey, que siempre las había considerado nefastas, estaba padeciendo sus efectos. Con su habitual delicadeza evitará mencionarle a la Reina que en un tiempo había sido ferviente admiradora de Beaumarchais.

La apacible tarde del 2 de septiembre, María Antonieta y Luis están jugando un trictrac en la cámara de la soberana. El cuarto, tapizado de azul, tiene un cierto aire de elegancia con el canapé y los sillones Luis XVI de color blanco y azul. La princesa real y su hermano, sentados en sendos taburetes, miran a sus padres. Después de aquellos días terribles del 20 de junio y el 10 de agosto, de las noches de angustia en Las Tullerías y en el convento de los Feuillants, María Antonieta por fin puede respirar. Aun así, disfruta de una calma relativa, pues no en vano la noche del 19 al 20 de agosto habían sacado de la cama a la Princesa de Lamballe, Madame de Tourzel, las tres doncellas y los dos lacayos para lle-varlos Dios sabía dónde.

En el Temple el tiempo parece haberse detenido, mientras que fuera transcurre aceleradamente. Los prusianos y austriacos marchan al encuentro del ejército revolucionario, que, en el primer enfrentamiento, resulta derrotado; es la toma de Verdún. La Fayette, hastiado por los horrores de una «liberación» que él mismo había apoyado, deserta del ejército. El alimento escasea, el invierno se acerca, el pueblo protesta; en Vendée los campesinos se sublevan...

La guerra civil resulta inevitable. Como ocurre siempre tras una derrota, se busca un chivo expiatorio y corre de boca en boca la palabra traición. Danton decide acabar con todas las personas sospechosas de haber colaborado con el enemigo. Las primeras víctimas del terror ascenderán a un millar.

La campana tocando a rebato, pájaro de mal agüero, extiende su tañido lúgubre anunciando una nueva desgracia. La guardia municipal no permite que la familia real salga a pasear al jardín 01 MA 14/12/05 17:36 Página 297

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porque unas horas antes un cañonazo ha podido segar la vida del Rey. Los prisioneros murmuran entre sí: ¿estaría Brunswick a las puertas de París? Pero los guardianes se encargan enseguida de que no se hagan ilusiones: es el pueblo, que asalta las cárceles de la ciudad y otros lugares donde se ha recluido a los «enemigos» de la Revolución. Los detenidos son sometidos a juicios sumarios sin ninguna garantía legal y después se les asesina vilmente con una violencia y una brutalidad sin precedentes. Monárquicos y men-digos, prostitutas y niños, nadie escapa a la locura sanguinaria.

Es la hora de la cena en el Temple cuando un grito desgarrador procedente del comedor de la planta baja sobresalta a los prisioneros. Unos instantes más tarde Cléry3, el ayuda de cámara del Delfín, aparece en la habitación con los ojos llenos de espanto.

Mira a la Reina y calla. No puede decir que acaba de ver pasar ante la ventana ensartada en una pica la cabeza de la Princesa de Lamballe, degollada en la prisión de La Force en el curso de aquella noche. Su largo cabello rubio, todavía rizado, ondeaba al viento.

El cuerpo, atrozmente mutilado y profanado, con el vientre abierto hasta la altura del pecho, había sido arrastrado a través de toda la ciudad por una banda de salvajes ebrios de odio y vino. Su mano llevaba aún el anillo adornado con un engaste de zafiro que contenía un mechón de cabellos blancos de María Antonieta cortados tras la fuga de Varennes.

Fuera se oyen risas atroces. Unos hombres blanden la cabeza, agitan un jirón de camisa ensangrentada, exhiben el corazón y los genitales. En el primer piso uno de los alguaciles ha corrido las cortinas de tafetán azul. María Antonieta, atenazada por la angustia, pide que no le oculten la verdad. Entonces, un desaprensivo 3 Antaño ayuda de cámara del Delfín y en aquel momento también al servicio del Rey, este fiel servidor aceptó acompañar a los monarcas en un encierro sin esperanzas.

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le explica del modo más grosero que el pueblo quiere que vea la cabeza de la Lamballe para mostrarle cómo se venga de sus tira-nos. María Antonieta, paralizada de terror, se desvanece; pasará la noche entera llorando sin poder calmarse. Será la primera y la última vez que su familia la vea ceder.4

Algunos días más tarde, los prisioneros se enteran del robo de las joyas de la Corona, pecata minuta en comparación con los horrores que viven a diario. Entre otras cosas desaparecerán para siempre las espléndidas perlas que habían adornado el cuello de Ana de Austria, inmortalizadas en el cuadro de Rubens. Nunca volverían a encontrarse, privando así a Francia de una joya de belleza incomparable.

el derrocamiento del rey

De nuevo la tormenta vuelve a alejarse, pero el 21 de septiembre, mientras el pueblo se divierte bajo sus ventanas, los prisioneros se enteran de que la Convención acaba de abolir la monarquía y los títulos nobiliarios. Se notifica el derrocamiento del Rey.5 Luis Capeto queda relevado en adelante de todas sus responsabilidades.

Y para colmo de desgracias, la noticia de la derrota de las tropas del Duque de Brunswick en Valmy y de la retirada definitiva del ejército prusiano será para la familia real otro duro golpe.

A finales de septiembre concluyen las obras en el torreón. La planta baja acogerá el Salón del Consejo de los alguaciles. Las otras dos plantas se han dividido en cuatro habitaciones mediante tabi-ques de tablones y falsos techos de tela. La segunda planta, la del 4 Souvenirs de Marie-Thérèse de France, duchesse d’Angoulême, Comunica-tion & Tradition, París, 1997, vol. III, p. 183.

5 Stefan Zweig, op. cit. , p. 423.

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Rey y el Delfín, incluye una antecámara, la cámara de Luis XVI y de su hijo, un comedor y una habitación reservada a Cléry; la de María Antonieta, en la planta tercera, está dividida en cuatro habitaciones. La Reina se instalará en ella el 26 de octubre. La Comuna se muestra generosa en materia de indumentaria: treinta costureras han trabajado sin tregua en el ropero de María Antonieta y, en cuanto a las comidas, se conserva lo establecido en Las Tullerías.

Los días discurren tranquilamente. El Rey se levanta a las seis de la mañana, se afeita él mismo y luego se deja vestir y peinar por Cléry. A continuación se dirige a la pequeña habitación que le sirve de gabinete para rezar y leer hasta las nueve, vigilado por el alguacil de guardia. Él y su esposa están constantemente controlados. Durante ese tiempo Cléry se ocupa del Delfín, hace las camas, pone la mesa para desayunar y luego sube a peinar a la Reina y a las Princesas.A las nueve sirve el desayuno en los aposentos del soberano con el matrimonio Tison, dos espías renco-rosos y groseros que hacen las veces de criados. A las diez, la familia real se trasladan a los aposentos de María Antonieta para pasar allí el día.6

Luis XVI se ocupa activamente de la educación de su hijo, le imparte lecciones de aritmética y sobre todo de geografía; no en vano es uno de los méjores geógrafos del reino. Le enseña a Racine y Corneille, así como la historia de sus antepasados. La Reina se ocupa de su hija, borda, hace punto o teje. Si el tiempo acompaña, a la una salen a dar el paseo diario custodiados por cuatro alguaciles y un oficial. Juegan con el Delfín a la pelota o a otros juegos a fin de hacer ejercicio físico. A las dos se sirve la comida.

A continuación, los Reyes juegan a las cartas o al trictrac y a las 6 Jean-Baptiste Cléry, Journal of the Tower of the Temple, en The ruin of a Princess,The Lam Publishing Company, Nueva York, 1912, p. 35.

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cuatro Luis se echa una breve siesta, para después volver a las lecciones con su hijo, cuya cena se sirve a las ocho de la tarde en la cámara de su tía. Una hora después, tras acostar al niño, la familia se reúne para la cena. Más tarde, cuando se despiden, Luis XVI vuelve a sus aposentos y lee hasta medianoche.7

El 7 de diciembre, a solas con María Antonieta, su esposo le comunica que el proceso va a tener lugar al cabo de cuatro días.

El martes 11, la soberana oye tocar a generala desde el amanecer.

Vienen a buscar al Rey para llevarle a la Convención y durante seis semanas María Antonieta no volverá a verle. Intenta conven-cerse de que, ahora que Francia es una república, los jueces se con-formarán con enviarles al exilio; un rey en el exilio no es nadie, en tanto que un rey asesinado se convierte en un mártir. El embajador francés en los Estados de América del Norte, hermano de la doncella de la Reina, Madame Campan, estaba haciendo lo posible para convencer a las autoridades francesas de que enviaran allí a la familia real. La desdichada adelgaza y se manda venir al médico. A partir del 1 de enero todos los días tomará un caldo reconstituyente. La mañana de Navidad, solo en la prisión donde sus súbditos le han encerrado, Luis XVI parece tocado por la Gracia. Escribe su testamento, unas cuantas páginas cargadas de piedad, caridad, renuncia y grandeza que, por fin, revelan al hombre oculto tras una apariencia de torpeza:

«...Encomiendo mis hijos a mi mujer;nunca he dudado de su afecto maternal hacia ellos; le encomiendo, ante todo, hacer de ellos buenos cristianos y hombres honestos,no hacerles contemplar las grandezas de este mundo (si están condenados a padecerlas) sino como bienes temibles y caducos y a volver la mirada hacia la eternidad, única gloria inquebrantable y duradera. Ruego a mi hermana que 7 Ibidem, p. 35.

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quiera seguir prodigando su afecto a mis hijos y a ocupar el lugar de su madre en caso de que tuvieran la desgracia de perder a la suya.

Ruego a mi mujer que me perdone cuantos padeceres sufre por mí y los pesares que hubiera podido causarle a lo largo de nuestra unión; así como puede ella estar segura de que nada guardo en su contra, si creyera tener algunas cosas que reprocharse (...).

»Encomiendo a mi hijo, si tuviera la desdicha de convertirse en Rey (...) que olvide todo odio y todo resentimiento y, especialmente, cuanto esté relacionado con la desgracia y los sufrimientos que padezco.»8

En el curso del proceso se acusó a este monarca apacible y bueno de haber ordenado disparar contra el pueblo, haber gastado millones para corromperlo, haber incluso participado en orgías.

El colmo fue cuando un cerrajero de Versalles, al que Luis XVI siempre había tratado como a un amigo, y con el que había trabajado en la forja habilitada en las buhardillas de palacio, se presentó para declarar que Luis Capeto le había llamado a Las Tullerías para ayudarle a fabricar un armario de hierro donde poder ocultar todos los planes de las conspiraciones urdidas contra el pueblo. Más vil y baja que aquella declaración, aplaudida a más no poder por la Convención, no cabía imaginar.

el regicidio

El domingo 20 de enero nieva sobre París cuando un buho-nero grita bajo las ventanas del torreón la terrible noticia: «La Convención decreta la pena de muerte para Luis Capeto. La eje-8 Paul y Pierrette Girault de Coursac, Louis XVI à la parole, François Xavier de Guibert, París, 1997, pp. 316-317.

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cución tendrá lugar pasadas veinticuatro horas.»9 Al conocer la terrible sentencia, María Antonieta pasa todo el día entre el abatimiento y las crisis de llanto. Luis XVI, por el contrario, la acoge con una calma y una serenidad dignas de admiración.

A las ocho de la tarde se abre estrepitosamente la doble puerta del rellano. Los jueces otorgan al condenado el derecho a ver a su familia por última vez. Todos, la Reina, la princesa Isabel, la princesa real y el Delfín se echan en brazos del Rey. Durante casi un cuarto de hora nadie puede articular palabra. Parece que los gritos y las lágrimas no fueran a acabar nunca.

Cuando por fin logran calmarse, Luis hace un largo relato del proceso, de las preguntas que le habían hecho y no esperaba y que le habían confundido. Menciona la honorabilidad de su abogado, Malesherbes, aunque no hubiera podido salvar un rencor y unos prejuicios tan profundamente enraizados, y la presencia entre los jueces de su primo de la Casa de Orleáns, Felipe Igualdad.

Trescientos sesenta y un diputados habían votado su muerte sin paliativos; trescientos sesenta y un votos constituían la mayoría absoluta, y esa mayoría había condenado al Rey unánimemente.

¡Unánimemente! Sin el voto de Felipe Igualdad, hubiera podido salvarse de la guillotina. El antiguo Duque de Chartres, el amigo de Fontainebleau y de los paseos por el bosque, de los bailes de la Ópera, con el que María Antonieta había bailado en el banquete de bodas, ¡había votado su muerte!

De pronto, la voz de Luis XVI se hace más grave, toma la cara de su hijo entre las manos y le hace jurar que en el futuro no habrá de vengar su muerte.Tratando de entender a su padre desde lo más profundo de su corazón, el pequeño Delfín, que habría de convertirse en Rey en sólo unas horas, asiente de inmediato y luego, muy pálido, se acurruca contra él.

9 André Castelot, op. cit. , p. 348.

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A las diez y cuarto Luis XVI se incorpora. Cuando Cléry entra en la estancia, ve a María Antonieta colgada del brazo del soberano con el rostro desfigurado por el sufrimiento y sollozando de un modo que parte el alma. Su esposo les promete que volverán a verse al día siguiente a las ocho de la mañana, pero la Reina le implora que vaya una hora antes y le suplica que le conceda todavía unos instantes. Sin embargo, con una infinita dulzura y firmeza, él les ruega que le dejen pasar su última noche rezando. La princesa real, destrozada de dolor, se desvanece por la emoción, en tanto que el Delfín se pone de rodillas ante los alguaciles y, mientras gruesas lágrimas resba-lan por sus aún infantiles mejillas, les suplica que le permitan ir a pedir perdón «a los Señores de las Juntas de París para que mi papá no muera».10

Después de acostar a su hijo, María Antonieta se tumba completamente vestida en la cama cubierta de damasco. Pasa la noche entera sollozando, presa de escalofríos y dolores. Su sufrimiento es palpable. ¡Qué lejos están los tiempos en que adelantaba el reloj de péndulo para que el aguafiestas del Rey se retirara antes! Es cierto que a menudo le había incomodado la torpeza e indecisión de Luis, pero él era un soberano al que nunca le había faltado bondad ni grandeza de ánimo. Aquel hombre profundamente religioso y recto había amado al pueblo, a aquellas gentes humildes que ahora le mandaban a la muerte. Y, por encima de todo, la había amado a ella; hasta perdonarle todo, hasta confiarle su vida durante los últimos años y aquella noche a sus hijos. En contra-partida, María Antonieta había sentido por él una infinita ternura y mucho respeto. El «pobre hombre», como en algún momento le había llamado, le había calado en lo más recóndito de su alma: esa serenidad ante la muerte, ese valor de mártir la con-10 Cléry, op. cit. , pp. 104-105.

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mueven vivamente y durante aquella noche sin fin se sentirá más que nunca unida a su esposo en la ferviente oración que ambos elevan al Altísimo.

El día amanece con neblina. A lo lejos se oyen los tambores y los cascos de los caballos que resuenan en el húmedo empedrado.

Tendida en el lecho con los ojos abiertos de par en par, la Reina rememora... Hace once años, sólo once, el 21 de enero de 1782, iban a París para asistir al bautizo del Delfín, ese niño tan deseado e inmensamente amado que habría de morir siete años más tarde. Una enorme y entusiasmada multitud les aclamaba. Todo el mundo era feliz. No recuerda haberse sentido nunca tan colmada. Ese día, después de haber perdido al pequeño Luis y a Sofía

—aquella criatura a la que tan poco había conocido—, también su marido habría de dejarla. De repente María Antonieta oye un ruido en el piso de abajo y se incorpora. Es Cléry, que enciende el fuego. Son las cinco. Una hora más tarde se abren las pesadas puertas y el corazón de la Reina le salta en el pecho, pero sólo es un comisario que viene a pedir el misal de la princesa Isabel para la última misa del condenado.

En vano la Reina estará atenta a la llegada de su marido; en vano acechará la puerta esperando que la conduzcan a los aposentos del monarca, hasta que de pronto oye el sonido de las trompetas a los pies de las ventanas. Es demasiado tarde, ya se llevan al Rey rodeado de la guardia. Mientras cruza el jardín, Luis XVI se volverá en dos ocasiones hacia el pequeño tragaluz desde donde su mujer le mira por última vez. Al pensar en ella y en aquellos hijos pequeños que habrían de quedarse solos, siente que la desesperación se apodera de él, pero decidido a mantener su coraje y confiando en la sabiduría divina, se abandona a la esperanza en el más allá. Desde lo alto del torreón, con los ojos enrojecidos por el llanto, María Antonieta piensa amargamente que aquel día será la única vez en que su esposo falte a su promesa.

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Más tarde, a lo lejos, entre la niebla que va alzándose, se oyen salvas de artillería, así como tambores, pero esta vez con ritmo diferente, frenético. Luego suenan uno, dos, tres disparos de cañón.

Son las diez y media. Bajo las ventanas del torreón los guardias gritan «Viva la República». La Reina ha comprendido.Y tal como lo hubiesen hecho en Versalles, ella, su hija y su cuñada, la princesa Isabel, de luto riguroso, hincan la rodilla ante Luis XVII, el pequeño de apenas ocho años que acaba de convertirse en el trigésimo octavo Rey de Francia. Un niño que, pasado el solemne momento, va a buscar refugio en brazos de su madre para llorar la muerte de su padre, como lo haría cualquier niño del mundo.

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la viuda capeto

Un confuso silencio sigue a la muerte de Luis XVI.Hay quien ha empezado a preguntarse qué beneficio puede obtener la República de una carnicería purificatoria. Por el momento, ni un solo miembro de la Asamblea, la mayoría de los cuales había enviado al Rey al cadalso a su pesar, piensa en condenar a María Antonieta. Sin discusiones, la Comuna concede a la «viuda Capeto» vestiduras de luto, zapatos de charol, enaguas e incluso un abanico de tafetán negro. Se relaja un poco la vigilancia y, si se retiene a la Reina en el Temple, es porque se la considera un rehén muy valioso frente a Austria. Pero no se cuenta con que el emperador Francisco III no tiene la menor intención de comprometerse tratándose de una tía desconocida que ya ni siquiera es Reina.Ante tal cobardía, el viejo Mercy d’Argenteau, antiguo embajador en la corte francesa, por el continuo hostigamiento de Fersen emprende una cruzada. Recuerda a la corte de Viena que María Antonieta, una vez destituida de su título, vuelve a ser Archiduquesa de Austria y miembro de la familia imperial. Insiste en el deber del Emperador de exigir su regreso.Y llega a esgrimir el contrato matrimonial de la soberana, según el cual, en caso de muerte del cónyuge, queda en libertad para permanecer en Francia o regresar a su patria de origen. Sin embargo, en todas partes le dan la espalda y le cierran las puertas. El realismo polí-

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tico lleva a los austriacos a no implicarse para evitar males mayores.Asimismo, las demás naciones, ante el bombardeo de misivas, se limitan a lamentar profundamente la terrible situación que padece Francia pero no hacen absolutamente nada para reme-diarla.

Si bien es cierto que, en su confusión, María Antonieta siente que la «alta sociedad» la ha abandonado, sin embargo percibe más que nunca el amor de los ausentes: la dulce presencia de su esposo velando por ellos, la mirada protectora de su madre, el tierno afecto de su hermana María Carolina... Este sentimiento impalpable la reconforta en su torreón solitario y le da fuerzas para cumplir con su misión: educar a su hijo como el digno sucesor de Luis XVI.A escondidas, a pesar del riesgo que ello conlleva, concede al niño Rey los honores propios de su rango. Poco le importa la proclamación de la República; ella quiere hacer de su hijo un gran monarca que, pasados los malos tiempos, sea capaz de rei-vindicar con orgullo el trono. Más aún ahora que el Conde de Provenza se ha autoproclamado regente, para gran indignación de María Antonieta, la Reina madre.

Mientras tanto, el hostigamiento de la diplomacia austriaca comienza a irritar a las autoridades francesas. Mercy, estremecido por la cruel e inesperada muerte de Luis XVI, actúa instintivamente sin tener en cuenta determinadas circunstancias. En primer lugar, el resentimiento que todavía despierta la figura de la Reina en algunos medios, por no hablar de la extraordinaria propaganda que para el partido revolucionario supone el sufrimiento de María Antonieta. En efecto, en un momento en que el ejército francés está perdiendo terreno en el frente, la «enemiga» del pueblo permanece allí, perfecta cabeza de turco para pagar por la derrota de las tropas. Por último, ha olvidado ante todo el profundo vínculo que une a la Reina con sus hijos, de los que nunca consentirá en separarse voluntariamente. Luis XVII es la razón de 01 MA 14/12/05 17:36 Página 311

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su vida, la ley moral que la une indisolublemente a Francia. Pensar en salvarla a ella, dejando a sus hijos en manos de las autoridades, es no conocer a la soberana, su dignidad y la determinación que ha guiado cada uno de sus pasos en ese terreno.

El 18 de marzo, las tropas austriacas vuelven a tomar Bruselas.

Para conjurar el peligro dentro y fuera del país, la Convención crea el 6 de abril de 1793 el Comité de Salvación Pública, que enseguida se manifiesta como un poder implacable. Otra vez la victoria de los aliados se transforma en una pesadilla para la seguridad de María Antonieta. Con la caída de la Gironda, el sector más moderado de la Revolución, se recrudece la severidad con los reos y se refuerza la vigilancia: se les ponen barrotes de hierro en las ventanas y gruesas cortinas que les impiden ver el exterior. Robespierre, elegido presidente del Comité, afirma en una encendida alocución a la Asamblea que es preciso juzgar de inmediato a la «viuda Capeto» por sus delitos, mofándose abiertamente del respeto supersticioso que muestra Francia hacia la monarquía.

la separación del hijo

A mediados de junio, el Papa, en un intento por denunciar el régimen instaurado en Francia, proclama a Luis XVI «mártir», haciendo referencia a su «triunfo celestial». Esta declaración no parece precisamente satisfacer a los hijos de la Revolución, pues a las diez de la noche del 3 de julio se vengarán de ella del modo más innoble. Aún no se han acostado la Reina y la princesa Isabel cuando un grupo de hombres empenachados irrumpen en la habitación y leen en voz alta un decreto de la Convención por el que se les ordena entregar de inmediato y definitivamente a Luis Carlos Capeto. María Antonieta, desprevenida, les mira con los ojos desorbitados y deja escapar un grito lacerante: «¡No!» El 01 MA 14/12/05 17:36 Página 312

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niño se despierta, comprende y se echa en brazos de su madre. Los alguaciles se acercan a la cama, pero María Antonieta se interpone.

Nunca entregará a su único hijo. Los hombres deciden llamar a la tropa para que se lleve al niño por la fuerza. Pasa una hora entera entre negociaciones, una hora en que, como una loba herida, la madre lucha por su hijo. Finalmente, uno de los comisarios amenaza con matar al pequeño y a su hermana si la Reina no les entrega a Luis. Ella sabe que esos hombres son capaces de lo peor y deja a su adorado hijo en manos de los soldados, «cubriéndole de lágrimas».1 El pequeño Rey se ve arrancado del seno de su familia e instalado en el segundo piso de la torre. Ninguno de ellos volverá a verle más.

Durante dos días interminables María Antonieta, a través de los tablones del suelo, escuchará el llanto desgarrador de su hijo. La desesperación del niño es tal que Simon, el zapatero elegido por la Convención para ocupar el lugar de preceptor, no se atreverá siquiera a hacer bajar a su pupilo al jardín. Pero, poco a poco, el llanto va cediendo y el niño se calma. Unos días más tarde, durante una de sus salidas diarias, Luis se detendrá ante los alguaciles que se lo habían llevado para pedirles «que le mostraran la ley que ordenaba separarle de su madre».2 Durante horas la Reina permanecerá de pie ante el marco de una minúscula ventana situada en la escalera de la torre acechando,a menudo en vano,el instante en que su diablillo rubio es conducido al patio.3 Sólo vive para ese minuto. Nada superará en adelante aquel dolor. Esta vez le han arrebatado todo, hasta el corazón.

¡Cuánto odio en la elección del preceptor del Rey! Un zapatero fiel a la Convención, inmune al dinero y a la sensiblería; un 1 Souvenirs de Marie-Thérèse de France, duchesse d’Angoulême, p. 267.

2 André Castelot, op. cit. , p. 358.

3 Souvenirs…, p. 268.

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proletario de la clase más baja e ignorante de la sociedad que hará del pequeño Luis un perfecto sans-culotte. El objetivo de la Convención era hacer olvidar al niño sus orígenes para que los demás pudieran dejar de recordarlo más fácilmente. Muy pronto los consejos de su educador calarán en el niño, quien cantará a pleno pulmón el Ça ira, llevará el gorro rojo y bromeará con los guardias que custodian a su madre. Bien es cierto que la vida en el Temple junto a aquellas dos mujeres, de luto y siempre llorando, que le obligaban a aprender inculcándole valor y disciplina, resultaba dura y triste para un niño de ocho años. Encantado de poder portarse al fin como un hombre y de poder hacer todo lo que antes se le prohibía, el «lobezno»4 se vuelve tan maleducado como el último de los revolucionarios. Y María Antonieta, con el corazón desgarrado, oirá a su bienamado hijo proferir horribles juramentos contra Dios, su familia y los nobles, con el aplauso entusiasta de Simon y su cuadrilla.

la conserjería

El 1 de agosto, poco después de mediodía, los prisioneros oyen cómo llega hasta ellos por las ventanas, abiertas a causa del bochornoso calor, un ruido ya familiar: el martilleo de las pisa-das y el chocar de las espadas contra los peldaños. Se trata de la inspección rutinaria. Apenas termina, se adoptan nuevas medidas de vigilancia para paliar la precariedad de la guarnición del Temple. Estas nuevas disposiciones se deben a la toma de Valen-ciennes por las tropas aliadas. El camino hacia la capital ha quedado abierto y el Comité decide entonces hacer creer a los aliados que se va a proceder al juicio inminente de la Reina.

4 Así llamado por ser hijo de la «loba austriaca».

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Quizá pudiera intercambiarse su vida por un tratado de paz ven-tajoso.

Barrère, presidente de la Convención y miembro del Comité de Salvación Pública, no duda en recordar que sería olvidar los crímenes infames de «la Austriaca»: «Es preciso extirpar cualquier brote de realeza.»5 Y sin más discusiones, la Convención vota el decreto por el que se cita a la ciudadana Capeto ante el tribunal revolucionario. Cuando la noticia llega a Bruselas, los aliados y los emigrados se convencen de que las horas de la Reina están con-tadas y, por temor a precipitar su fin, abandonan el proyecto de invadir la capital.

Algunas horas después de la votación de la Convención, a las dos de la madrugada de aquella noche del 1 al 2 de agosto, cuatro oficiales de policía anuncian a María Antonieta su traslado a la Conserjería. Este antiguo y vetusto palacio, bien lo sabe ella, es la antecámara de la muerte, pero dada su situación, aquel rápido desenlace no puede sino aliviarla. Sin decir una palabra, se levanta y prepara un fardo con sus «trapos» ayudada por su hija y su cuñada. Ante la negativa de los soldados de dejarla un rato a solas, la pobre mujer debe vestirse en su presencia. Le registran los bolsillos y no le dejan sino un frasco de sales, «por si se encuentra mal».6 Continuamente le instan a que se apresure. De nuevo, se ve obligada a decir adiós, pero esta vez sabe que es la última. Besando tiernamente a su hija, su dulce María Teresa, le encomienda que no pierda el valor y que cuide de su salud. La pequeña, de catorce años, rota de dolor, no consigue separarse de su madre, incapaz de reprimir su angustia. En seis meses habrá perdido padre y madre.

Otro nuevo atropello. Volviéndose hacia su cuñada, María Antonieta le confía a sus hijos. Su voz se hace más grave cuando la prin-5 André Castelot, op. cit., p. 360.

6 Souvenirs... , p. 269.

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cesa Isabel le murmura algunas palabras al oído. Luego, «sin volver la vista»7 hacia las dos mujeres, deja apresuradamente la habitación donde había vivido los peores momentos de su existencia.

En la planta baja, los alguaciles levantan acta «por la que se entrega a la persona de la viuda Capeto»8.

Durante todo aquel tiempo, María Antonieta permanece de pie, con el fardo en la mano, paralizada de dolor y de fatiga, tratada sin más miramientos que a una ladrona. Una vez acaban con el papeleo, la empujan al jardín. Al franquear el último postigo, se golpea brutalmente en la frente y ante la inquietud de uno de los administradores, María Antonieta le responderá lacónicamente:

«Ya nada puede hacerme más daño.»9 Y abandonando a una suerte incierta a su chou d’amour (niño adorado) y su mousseline (dulce hija), marcha resuelta hacia su destino.

Richard, el guardián de la Conserjería, coloca el grueso libro de registros sobre la mesa y anota la entrada de la prisionera número 280, «acusada de haber conspirado contra Francia».10

Transcurren unos minutos interminables y luego se la conduce a su celda. La Reina de Francia contempla su última morada: la horrible desnudez de un calabozo cuyos muros están cubiertos por un viejo tapiz roído por la humedad, un catre de tijera, dos colchones, dos sillas, una almohada, una manta ligera y una jofaina.

Madame Richard, conmovida por recibir bajo «su techo» a su antigua soberana, ha vestido la cama con sus más bonitas y delicadas sábanas. La criada de la Conserjería, Rosalie Lamorlière, se acerca tímidamente a esa pálida mujer vestida de negro y se ofrece a ayudarla a desvestirse, un gesto que la Reina declina amablemente.Ya ha amanecido. La mujer del guardián y la criada se retiran lle-7 Ibidem, p. 269.

8 Ibidem, p. 269.

9 Ibidem, p. 269.

10 Archivos Nacionales, libro de registros de la prisión,W.15.534.

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vándose la antorcha. María Antonieta mira a su alrededor buscando un lugar donde poder colgar el reloj que le habían permitido conservar, el pequeño reloj de oro que había traído de Austria hacía veintitrés años. Hay un clavo herrumbroso en el muro, ¡pero está tan alto! Se sube al taburete que Rosalie le ha llevado de su habitación y cuelga en la pared el único objeto que no le había sido requisado.

Curiosamente, a menudo sucede que donde la muerte impera con toda su crueldad afloran sentimientos de humanidad conmovedores. Es la experiencia que María Antonieta habrá de vivir durante los primeros días de cautiverio, pues encontrará lo mejor y lo peor de la naturaleza humana.Teniendo en cuenta que para algunos se ha convertido en un objeto de curiosidad malsana, ve desfilar ante su celda a toda clase de gentes que, con el beneplá-

cito del administrador, acuden a contemplar al «monstruo». Otros, por el contrario, testimonian a la Reina muestras de una gran con-miseración; es el caso de un matrimonio de comerciantes que, conmovidos por la dignidad y la grandeza de su soberana, le hacen llegar a escondidas su mejor fruta.

A sus treinta y siete años, María Antonieta aparenta sesenta. Prematuramente envejecida, con el rostro muy pálido y marcado por la enfermedad, las injurias diarias y, sobre todo, la obsesiva tristeza al verse separada de sus hijos, una enorme y profunda lasitud se va a apoderar de ella en lo sucesivo. El brillo y la vida han desaparecido de su mirada azul, las lágrimas le han borrado el color y han apagado su aliento vital; lo único que siente es pena. Ha perdido el apetito y parece encontrar consuelo en el alimento espiritual que le procura la religión. Incluso los planes para evadirse que le llegan a través de personas bienintencionadas carecen de interés a sus ojos si no puede volver a ver a sus hijos. De todo ello le reconforta que estas iniciativas no provengan solamente de la nobleza, sino de artesanos parisinos: pasteleros, panaderos y peluqueros a los que había 01 MA 14/12/05 17:36 Página 317

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dado trabajo en sus tiempos de gloria. Así pues, la campaña para denigrar a la Reina orquestada por el movimiento revolucionario no había convencido a todo el mundo.

Pero, quizás el coraje de los humildes no hiciera sino reforzar de modo despiadado la inercia de los grandes. Cuando Fersen le propone a Mercy «comprar» la libertad de la soberana, éste en un primer momento declina gentilmente toda intervención diplomática del oficial sueco, asegurándole que bastará con que el Emperador prometa a los revolucionarios el perdón una vez que la victoria esté asegurada. Estas palabras, sin duda fruto de una profunda ignorancia de la naturaleza humana, son decepcionantes si proceden de un viejo zorro como el antiguo embajador. ¿Realmente lo creía así? Esperemos que fuera así de todo corazón, pues la indiferencia de Austria tuvo por efecto dejar a la hija de la gran emperatriz María Teresa literalmente abandonada a sí misma y a su miserable suerte.

la soledad final

La salud de la Reina, minada por las continuas hemorragias, los padecimientos sufridos, la falta de aire libre y la reclusión, se va deteriorando de manera preocupante. Pasa el tiempo tumbada en el lecho, con una manta echada sobre las piernas. Los guardianes habían olvidado quitarle su anillo de boda, y el de su marido, grabados con la fecha de su unión. «Sentada y con la mirada perdida, se los quitaba, los pasaba de una a otra mano varias veces en un momento.»11 La mañana del 21 de enero, el Rey había con-11 Según consta en las «Declaraciones de Rosalie Lamorlière, natural de Breteuil, en Picardía, criada de la Conserjería durante el cautiverio de María Antonieta».

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fiado el suyo a Cléry, encomendándole «entregarlo a su esposa diciéndole que se separaba de él no sin pesar».12 En ese momento de total desesperación, María Antonieta piensa en el valor de su esposo, en la fuerza prodigiosa que le había dado la fe, la misma fe que en los últimos meses tanto la había ayudado también a soportar su desgracia. ¡Piensa que Luis al menos ahora es feliz y tal pensamiento la reconforta!

Absorbida en sus recuerdos, rememora sus esponsales, concertados con fines políticos, y la extraña pareja que formaban al comienzo de su matrimonio, ella despreocupada e infantil, Luis torpe y tímido. Pero el joven con quien se casó resultó ser con el tiempo un compañero dulce y atento, así como un padre solí-

cito. Su amor fue de los que duran toda la vida: profundo, leal, indisoluble «en lo bueno y en lo malo», como se habían prometido en 1770. El éxito de su unión reside en el respeto que siempre se habían profesado el uno al otro, en su complementariedad y en la compenetración religiosa que tan intensamente les uniría en el crepúsculo de sus vidas. En efecto, las cualidades de uno enmendaban los defectos del otro. Si Luis era prudente y cultivado, María Antonieta era valiente y espontánea. Su temeridad en algunas materias pudo verse atemperada por su esposo, en tanto que el carácter ponderado e indeciso del Rey pudo bene-ficiarse de la resolución de su mujer. La delicadeza del soberano, sumada a la tenacidad austriaca, hubiera podido hacerles mucho más fuertes.

¿Por qué, pues, esas cualidades personales no habían dado frutos políticos? Probablemente, la frustración padecida durante los ocho primeros años de matrimonio había favorecido una distancia imperceptible entre ambas personalidades. A pesar del entorno familiar, poco dado a la cooperación, de las humillaciones sufri-12 Jean-Baptiste Cléry, op. cit., p. 107.

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das y de su extremada juventud, María Antonieta dio pruebas de un inmenso valor y de una gran dosis de «virtud heroica», mucho más asombrosa teniendo en cuenta que la joven pareja habría de superar todos aquellos padecimientos tratándose siempre con respeto y dignidad. En un contexto político diferente, al margen de los conflictos sociales que sacudían Francia y cuya responsabilidad los soberanos habían heredado sin que realmente fueran acha-cables a su propia autoridad, habrían pasado a la Historia como una pareja real admirada por su pueblo: el Rey, magnánimo y bueno, y la Reina, bella, recta y amable. Sin ninguna duda, el peor de sus defectos sería el candor. Lo que les perdió fue ignorar el peligro que se ocultaba tras los buenos modos de la corte o la «tosquedad» de un ministro burgués. Entonces, en aquel húmedo calabozo, dos preguntas la atormentaban: ¿hubiera podido cambiar el curso de la historia de haber comenzado su reinado con la experiencia de entonces? ¿Hubiera podido salvar a sus hijos?

Pues bien, en aquella mujer a quien la belleza ha abandonado queda ese destello, ese encanto cautivador que a nadie deja indiferente. Aun prisionera, amenazada y ultrajada, conserva una inigualable majestad. Han podido despojarla de su Corona y sus bienes, arrancarle el corazón, pero hay algo que todavía mantiene: ese poder mágico de cautivar a su entorno. Cualquier precaución pierde efecto ante una fuerza magnética que actúa sobre las gentes sencillas encargadas de su vigilancia.Todos intentan arrancarle una sonrisa: los guardias que conviven con ella día y noche en la minúscula celda con frecuencia le llevan flores; otros le envían libros de aventuras para que se entretenga; incluso Madame Richard, para distraerla, un día le lleva a su hijo menor. Pero esta pobre madre, al ver al chiquillo rubio que tanto le recuerda a su hijo, no logra contenerse y, tomándolo en brazos, le cubre de caricias y besos y se pone a llorar sin consuelo. Asustada ante tan extremada reacción, la mujer del guardián optará por no repetir la experiencia.

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María Antonieta lleva siempre consigo el retrato de su pequeño Luis, un rizo de su cabello y un guante que había usado. Con frecuencia se oculta en un rincón del calabozo para besar tiernamente estos objetos. Había sabido hacer frente con orgullo a los insultos y calumnias, a las mentiras que de ella se contaban, pero no podía soportar el alejamiento de sus hijos. A altas horas de la noche los guardianes la oían llorar en silencio, hundida la cabeza en la almohada.

A principios de septiembre, a raíz de una conspiración burda-mente urdida, el famoso «asunto del clavel», cesan de inmediato los escasos miramientos en el trato a la Reina. Se le requisan las pocas pertenencias que le quedan, sus anillos, el pequeño reloj de oro y un medallón con los rizos de sus hijos, y se ve trasladada a otra celda aún más oscura e insalubre. Se le deniega el derecho a leer y sus nuevos carceleros, aun siendo condescendientes, no osan dirigirle la palabra. El silencio se apodera de todo.

El eterno silencio.

el proceso

El 28 de agosto, la flota francesa cae en manos de los aliados, obligando a las autoridades a pensar en una maniobra que con-siga distraer a la opinión pública del desastre sufrido por la marina republicana. La excusa de la conspiración servirá para hacer comparecer a la Reina ante la justicia. A las ocho de la mañana del 14 de octubre, la multitud ve a su antigua soberana acudir ante la Cámara Alta del Parlamento, entonces bautizada como «Sala de la Libertad». Ataviada con un sencillo y gastado vestido negro y cofia de lino blanco, el público asistente casi ni la reconoce. Al no disponer, hasta última hora, de la ayuda legal de que había gozado su esposo, María Antonieta hace gala de una prudencia y 01 MA 14/12/05 17:36 Página 321

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una precisión en sus respuestas que impresionan a quienes la habían juzgado vacía y superficial. Como en todas las ocasiones en que la vida la ponía ante una situación de peligro, es capaz de dar lo mejor de sí misma, respondiendo con seguridad y firmeza a las interminables preguntas del presidente del tribunal, Jacques-René Hérbert, el acusador público, sin contradecirse nunca.

Centra su defensa en su papel de madre, pues comprende que sólo un argumento de fuerza puede llegar al corazón de los jueces. Quiere ser coherente con la imagen que siempre ha intentado dar de sí misma, la de madre de la Nación. Es una táctica inteligente y valiente aunque, desgraciadamente, como más tarde se verá, se volverá contra ella clavándose como un estilete en lo más profundo de su alma.

Sentada en un sillón parar evitar un posible desvanecimiento que pudiera conmover a corazones sensibles, la Reina ve pasar, encarnados en los cuarenta testigos que comparecen ante el tribunal, el más nutrido desfile de bajeza humana. Se le reprocha el enriquecimiento de su camarilla, en particular de los «execrables» Polignac, y su influencia decisiva en los asuntos de Estado.

María Antonieta responde a tales ataques sin negar los hechos, intentando no comprometerse nunca. Ante las acusaciones de

«lujuria» y «orgía», la noble dama del cabello blanco, delgada y pálida, que planta cara al público asistente, responderá con el significativo gesto de encogerse de hombros. En vano los asistentes tratarán de observar una sombra de miedo o vergüenza en el plá-

cido rostro de su Reina. Se suceden los debates, largos y vacíos.

La mujer que en otro tiempo era incapaz de disimular, se enfrenta con ímpetu a la partida clave de su vida. Cuando sus acusadores se dan cuenta de que no pueden causarle perjuicio alguno, pues sus respuestas son claras y seguras, recurren al testimonio decisivo, sensacional, que de una vez por todas arrastre la reputación de la orgullosa soberana por el lodo.

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María Antonieta había sido la primera en observar el carácter extravertido de su querido hijo y su tendencia a inventar historias. Recordemos su carta a Madame de Tourzel cuando ésta es nombrada preceptora de los Hijos de Francia: «Mi hijo (…) es muy indiscreto, fácilmente repite lo que ha oído decir y a menudo, sin mentir, añade lo que su imaginación le da a entender, es su mayor defecto y desde luego hay que corregirlo…»13 Mezclando realidad y ficción, el pequeño Luis, impulsado por el temor o el deseo de complacer a su preceptor, revela algunos detalles sobre la huida a Varennes que inculpaban peligrosamente a la Reina.

Interrogada por tal propósito, recurriendo de nuevo a una extrema prudencia, María Antonieta logra reconducir hábilmente la situación, sin conmover en exceso a los jueces. Es entonces cuando el acusador público, Hébert, saca su última baza, la más infame y repugnante, una maquinación diabólica cuyo fin es ensuciar lo más puro y sagrado para una madre: el amor por sus hijos. Con una sonrisa de ironía en los labios, Hébert, seguro de su golpe cer-tero, declara ante los jueces que la viuda Capeto, inmoral a todas luces, es tan perversa que, olvidando su condición de madre y las leyes de la naturaleza, no teme entregarse con Luis Carlos Capeto, su hijo, «según confesión del mismo», a indecencias en las que sólo pensar o nombrar hacen estremecer de horror.

Un golpe demasiado bajo para que la Reina pudiera estar preparada. Como alcanzada en pleno corazón, se queda doblada sobre sí misma y luego, alzando un rostro pálido como la muerte, con una voz ahogada por la emoción, responde por fin: «La naturaleza rechaza semejante acusación hecha a una madre.»14 Tambaleándose se incorpora y, de modo sublime y con pasión, grita las palabras que dejan paralizada a la Asamblea: «¡Apelo a todas cuantas 13 Mémoires de la Duchesse de Tourzel, Plou, París, 1883, p. 20.

14 Walter Gérard, Procès de Marie Antoine, Complexe, París, 1999, pp. 50 y ss.

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puedan encontrarse aquí!»15 Una corriente magnética circula por la sala. Cada mujer, cada madre, se siente mancillada por la declaración del acusador público. Un murmullo recorre a los asistentes y son muchos los que bajan la mirada ante aquella mujer que nunca antes había parecido tan regia. La audiencia se interrumpe durante algunos instantes. En su afán por calumniar a María Antonieta, los revolucionarios consiguen herir en lo más profundo de su ser a esa frágil madre y arruinarle sus últimos momentos en este mundo. Sin embargo, a ojos del público asistente, durante algunos instantes la habrán coronado con un aura de santidad.

Al día siguiente, 15 de octubre y día de Santa Teresa, patrona de su madre, se reanuda la sesión. Se retoman los argumentos utilizados la víspera y se presentan documentos falsos que prueban los enriquecimientos ilícitos y la intención de la Reina de ceder la Lorena francesa a Austria, a fin de unir las dos ramas de su familia. Pero como concluye la Reina en su exposición final, no se había presentado ninguna prueba fehaciente contra ella. La audiencia termina, es medianoche. Durante quince horas seguidas el primer día y más de doce el segundo, María Antonieta había luchado valientemente, esquivando los golpes, respondiendo con firmeza y verdad a tan innobles acusaciones. Sólo queda la larga espera antes del veredicto. Pero para qué prolongar aquellos debates vanos si la sentencia estaba decidida desde hacía meses.

Se hace un silencio de muerte cuando María Antonieta entra en la sala donde los jueces acaban de deliberar acerca de su suerte.

Se lee el veredicto ante ella. La «carnicería purificadora» de la Revolución ya no tiene bastante con la muerte del Rey; ahora exige una nueva víctima. Los jueces votan unánimemente la pena de muerte. A María Antonieta se le hiela la sangre en las venas.

15 Ibidem, pp. 50 y ss.

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¿Qué va a ser de sus hijos? El presidente le pregunta, casi con amabilidad, si tiene alguna objeción que hacer. Sin fuerzas para responder, sacude la cabeza en un gesto de negación. Las únicas palabras que le vienen a la mente son el eco de las que un día pronunció la santa protectora de su dinastía cuando el Señor le había confiado el proyecto de su vida. Recuerda el hermoso viaje realizado con su madre, siendo la joven prometida del Delfín de Francia, al santuario de Mariazell para poner su destino en manos de la Santa Virgen. En la madrugada de su último día, al final de una misión en la que, en apariencia, había fracasado, pero que, en realidad, no era sino el comienzo de otra mucho más importante, murmura aquellas admirables palabras: «FIAT

VOLUNTAS TUA.» Eran las cuatro de la madrugada del 16 de octubre de 1793.

promesa de eternidad

Por línea paterna, María Antonieta descendía de otra célebre Reina católica, María Estuardo, que moriría decapitada.Y aunque en aquel caso el veredicto fuera firmado por la Reina de Inglaterra y no por los representantes del pueblo, la reacción de ambas mujeres frente a la muerte será similar. La valerosa sangre Lorena que corría por sus venas les permitiría afrontar sin miedo, cólera o debilidad la injusta sentencia. Las dos se irían de este mundo for-talecidas por una fe que les acompañaría hasta los últimos pelda-

ños de su calvario.

De vuelta en el calabozo, a la Reina de Francia sólo le quedan unas horas antes de comparecer ante el Altísimo, que empleará en dejar un último mensaje de amor y perdón a sus seres queridos. Una carta sublime, grave y conmovedora, dirigida a Madame Isabel, que la princesa real nunca recibirá.

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«Es a vos, hermana mía, a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada, no a una muerte vergonzosa (…) sino a reunirme con vuestro hermano (…).

Me causa un hondo pesar abandonar a mis pobres hijos: vos sabéis que eran mi única razón de existir (…).

Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre, que yo expresamente le repito: ¡que nunca intente vengar nuestra muerte!

(…) Debo hablaros de algo doloroso para mi corazón.

Sé cuánta pena ha debido causaros este hijo mío.

Perdonadle, querida hermana; pensad en su edad y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiere, incluso aquello que no comprende (…). Pido perdón a todos cuantos he conocido (…). Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho…

Os abrazo de todo corazón, así como a mis pobres y queridos hijos.

¡Dios mío, qué desgarrador es dejarlos para siempre! Adiós, adiós, ya no habré de ocuparme sino de mis deberes espirituales (…). »16

María Antonieta deja la pluma y se apaga la vacilante llama de las velas. Lo más duro está ya hecho: ha logrado despedirse de todos y ahora puede descansar unos minutos para recobrar sus fuerzas.

Hace frío en ese mes de octubre y una niebla ligera cubre la capital, que desde primeras horas del día muestra una actividad febril. En el calabozo, donde apenas penetra la luz del día, la Reina, ayudada por Rosalie, se viste para afrontar su última prueba.Acu-clillada entre el muro y la cama para ponerse la camisa nueva, ruega a la joven criada que se coloque delante de ella para ocultarla a la mirada del guardia. ¡Ha perdido tanta sangre en los últimos días!

16 Este testamento fue interceptado y entregado a Robespierre. Estuvo desaparecido hasta 1816 y en la actualidad se encuentra en los Archivos Nacionales. Al pie del texto, refiriéndose a la escritura, figura: «Conforme con el autógrafo.»

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Pero el alguacil, despiadado, en su afán de humillarla hasta el final, se inclina por encima del travesaño y la observa mientras se cambia, alegando que no debe perderla de vista. Mortificada, María Antonieta se pone una enagua negra debajo del sencillo camisón de piqué blanco, el color del luto de las Reinas, y se cubre con una cofia de lino, también blanca.

Luego, buscando con ansiedad un lugar donde ocultar la ropa manchada, descubre un agujero en el muro y, aliviada, la oculta allí. Cuando Sansón, el verdugo, entre en la celda hacia las once, la encontrará de rodillas al pie de la cama, desgranando las cuentas de un rosario invisible. Con brusquedad, le arranca la cofia y en dos tajos le corta con unas enormes tijeras el aún hermoso cabello. Después vuelve a colocarle sin miramientos la cofia en la cabeza. Luego, atándole las manos a la espalda, la arrastra como a una criminal fuera de la prisión.Allí los revolucionarios le reservan una última ofensa: será en una carreta de heno, que nadie se ha molestado en limpiar, y atada como un perro, la manera en que la soberana de Francia se dirija hacia su liberación.

El tiempo ha mejorado y luce un espléndido cielo otoñal. Es la última vez que María Antonieta y su pueblo se encontrarán frente a frente. Nunca se le habían rendido tantos honores. París entero, en pie, la contempla al pasar.Treinta mil hombres armados se sitúan a lo largo del camino que lleva de la Conserjería a la guillotina. Por delante de la carreta, un cómico sin talento interpreta el papel más importante de su vida, gritando y vociferando injurias y groserías para animar la macabra escena. Las mujeres hacinadas en el camino aplauden a rabiar. En aquel miserable ve-hículo, sentada sobre una tabla, de espaldas al sentido de la marcha, junto al sacerdote juramentado cuya asistencia va a rechazar, aquella que fuera la más deslumbrante de las reinas no es sino una sombra de sí misma. Sin embargo, con aquellas pobres vestiduras, rota por las penalidades de los últimos días, muy pálida y con 01 MA 14/12/05 17:36 Página 327

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ojeras, posee una majestad nueva. Erguida, con los ojos cerrados y la cofia mal colocada —que lleva con más dignidad que una corona—, parece no ver ni oír nada excepto su propia plegaria interior, en recuerdo de su esposo que unos meses antes padeciera aquel mismo vía crucis, de sus hijos, a los que no ha vuelto a ver, y de una joven Reina a la que una multitud había aclamado con delirio hacía tanto, tanto tiempo.

La plaza de la Revolución es un estremecedor hervidero de gente. En cuanto se ve aparecer la carreta, arrastrando tras de sí una marea de gritos e infundios, estallan los aplausos. Sombreros y gorros rojos vuelan por los aires, oriflamas tricolores y emblemas revolucionarios se agitan por todas partes... Es mediodía. La carreta se detiene pesadamente y la Reina desciende de ella, sin abandonar su porte y su dignidad. Ante la visión del cadalso, rodeado por un cuádruple cordón de soldados, se le nubla la vista y las rodillas se le doblan. Entonces, para no perder el valor, se dirige resuelta a la empinada escalera y, en su apresuramiento, pierde uno de sus zapatos color endrina.Ya sobre el estrado, tropieza con su verdugo:

—Os pido que me excuséis, Señor. No lo he hecho a propó-

sito.17

Serán sus últimas palabras. Luego, con la misma resolución que había mostrado en los buenos y malos momentos de su vida, se tiende sobre el tablado y desliza su delicado cuello en la máquina infernal, aceptando, agradecida, aquel último sacrificio como promesa de eternidad.

17 Antonia Fraser, op. cit. , p. 481.

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