Acerca de las relaciones íntimas no menciona nada, al no sentir probablemente la necesidad, y en su ingenuidad se extraña de saber a su madre al corriente de su vida privada.
Terminan los festejos y la Delfina se encuentra con mucho más tiempo de ocio. Luis vuelve agotado de cazar y por la noche sólo tiene una idea: descansar para volver a sus proezas al día siguiente. Un poco antes de partir para Compiègne, cuando el verano alcanza su cénit, el Delfín aborda el «problema» con su esposa. Le asegura no ignorar nada sobre el asunto del matrimonio y le promete que vivirá con ella en total intimidad una vez que se reúnan en su retiro estival. María Antonieta, colmada de alegría, se confía a sus tías, que no son precisamente unas solte-6 Ibidem, p. 87.
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ronas discretas y proclaman el asunto a los cuatro vientos. ¡Pero he aquí que llega el día fatídico y un amedrentado Luis no sale de sus aposentos! María Antonieta suspira y María Teresa, muy lejos de allí, no deja de darle consejos y recomendaciones.
Al mes siguiente la corte se traslada a Fontainebleau y el Delfín, persuadido de que el aire vivificante del bosque le hará bien, asegura a su mujer que se reunirá con ella. Pero la escena se repite: confidencias de María Antonieta a sus tías, murmuraciones de Madame Adelaida y, a continuación, negativa de su marido.
Entonces interviene el Rey y le pregunta al nieto las razones de su frialdad. Éste le replica que todavía tiene que vencer su timidez.
Pero lo que al principio se considera una simple falta de deseo se prolonga.Y la Emperatriz, deseosa de tener un nieto que con su presencia consolide la unión, comienza a preocuparse. En realidad, Luis es un joven normal que se siente atraído por su joven y bella esposa; sólo que, aquejado de una incipiente fimosis —un pequeño defecto en el aparato reproductor que le impide realizar el acto conyugal completo sin sentir dolor—, se ve llevado cada día más a sustraerse a sus deberes como esposo.
Por inocente que María Antonieta pueda ser, acusa un indefinible malestar y se siente herida en su amor propio al tener que interpretar, contra su voluntad, un papel de esposa meramente nominal. Con el tiempo, las recomendaciones de su madre cada vez se hacen más desabridas, achacándole a su hija la responsabilidad de la supuesta impotencia de su esposo.Y eso que el joven está muy satisfecho de su esposa, a quien encuentra encantadora; aunque de carácter poco expansivo, no duda en testimoniar su satisfacción en numerosas ocasiones. María Antonieta trata de distraerse a toda costa. De este modo, la sonriente Archiduquesa se convierte en una Delfina burlona e impetuosa. En varias ocasiones, su madre y el Rey la reprenden y le ordenan no poner en 01 MA 14/12/05 17:36 Página 86
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ridículo a los demás, a lo que la Delfina responde alzándose de hombros. ¡Ya no es una niña y considera zanjado el asunto de su educación!
el asunto de barry
¿Será el Delfín quien desvele a su esposa qué divertimentos son los que exactamente comparten la Condesa de Barry y el Rey?
A la joven le repugna el pensamiento de que su abuelo tenga una amante y… ¡qué amante! Ella, no obstante, la trata con correc-ción, pero poco a poco, condicionada por sus principios religiosos y el desprecio de sus tías por la amante del Rey, va a alejarse de esa prudente línea de conducta que se había marcado y empieza a mostrar ante la Condesa una actitud altiva impropia de ella. En efecto, se trata de un rasgo de carácter poco acorde con su personalidad si se piensa que los criados siempre han subrayado su bondad para con ellos.
Pero María Antonieta se complace en desafiar abiertamente al propio Rey. A pesar de no ser todavía la Delfina en el lecho conyugal, declara la guerra a la mujer que reina en el corazón de Su Majestad. Se entabla una lucha por el poder y María Antonieta, con sólo quince años, pretende jugar a la guerra. Cuando María Teresa le suplica «que permanezca neutral»7, sigue los consejos de su madre al pie de la letra. Ni una mirada, ni una palabra más, Madame de Barry se ha vuelto inmaterial. Su indiferencia total hacia quien hace temblar a ministros y cortesanos, quien ha provocado más de un exilio de la corte, hace enfurecer a la favorita, que se queja amargamente ante el Rey. La queja se traslada al embajador de Austria, quien la transmite a la Emperatriz.
7 Ibidem, p. 59.
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María Teresa toma papel y pluma. Haciendo gala de toda la paciencia del mundo, intenta razonar con su hija menor. Ofuscada por el comportamiento de su madre, que le aconseja tratar con cortesía a la amante del Rey a pesar de que ofende los principios religiosos tan caros a la Emperatriz, María Antonieta se obstina en su desdén. Esta primera negativa a obedecer va a engendrar un mecanismo pernicioso y peligroso. ¡Ella utiliza su «poder» a fin de negarse a hacer lo que no quiere, mientras que en el fondo carece de «poder» para hacer lo que desea! Es posible que asistamos al comienzo de la perdición de esta joven que siempre buscó deses-peradamente la atención y el amor y que, entre aquella multitud de cortesanos y zalameros, se siente más sola que nunca. Luis XV, con la sabiduría que da la experiencia, lo resumirá en unas cuantas palabras: «En tanto se siente viva y tiene un marido que no está en condiciones de guiarla, la Delfina no puede evitar caer en las trampas que los intrigantes le tienden.»8
Aquel mes de marzo del año 1771 hace frío. En los aposentos privados de la Condesa de Noailles en Versalles se ha organizado un baile de carnaval. La sala está atestada de gente. Los efluvios de per-fume, las volutas dibujadas por el humo de los cigarros y los colores vivos de los vestidos de las damas conforman un maravilloso cuadro. La música suave impulsa a algunas parejas a bailar; otros forman grupos y conversan a media voz, dejando escapar nombres prohibidos en Versalles, como el de Rousseau.Tras las presentaciones de rigor, María Antonieta deambula por los salones en busca de un alma amiga. Le gustaría tanto encontrar una complicidad como la que le unía a su hermana Carolina, comprenderse sin ni siquiera mirarse… ¿Le estaría negado en aquella prisión de oro?
Está cansada de opinar sobre el libro de filosofía de moda o sobre las intenciones políticas ocultas en la obra de teatro del escri-8 Ibidem, p. 60.
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tor del momento. Las conversaciones intelectuales, aun siendo frí-
volas, no le interesan. De repente su mirada se posa en una joven un poco mayor que ella, cuyo rostro refleja bondad interior. Es la misma gentileza presente en los rasgos toscos de su marido, si bien la joven es mucho más hermosa. El rostro de la desconocida se tiñe de rojo cuando cruza la mirada con la Delfina. María Antonieta acaba de recordar: es la Princesa de Lamballe, que le había sido presentada en Compiègne. La timidez de la muchacha le impide hablar en tanto que la Delfina no se había dirigido a ella, así que María Antonieta, conmovida por la viva emoción que esta mujer manifiesta ante ella, se le acerca y la Princesa inicia con dificultad la reverencia de rigor sujetándose a una consola para no desvanecerse.
María Antonieta se da cuenta de que por fin ha encontrado una amiga, alguien con quien siempre podrá contar, que no la traicionará y la aconsejará incluso en contra de su propio beneficio.
Siente que puede confiar en ella, no como en las tías o en las damas de compañía, quienes ya le habían hecho blanco de su malicia.
Incluso, María Antonieta había oído a una de ellas burlarse de la Princesa de Lamballe porque un día había perdido el conocimiento ante un ramo de violetas, algo que le había disgustado profundamente en una doncella.
María Teresa Luisa de Saboya, Princesa de Lamballe, es hija de padre italiano y de madre alemana, algo que encanta a la Delfina, pues ama el alma germánica. De inmediato comunica su alegría a la Emperatriz, regocijándose por haber encontrado tan buena amiga. María Teresa le responde, sin embargo, poniéndola en guardia contra los riesgos del favoritismo e insistiendo en que dedique más atención a complacer al Rey en la persona de la Condesa de Barry y a su marido antes que a sus damas. Con crueldad, le recuerda la gracia de haber sido dotada de tantos encantos, en vista de que belleza e inteligencia le faltan. En efecto, no se 01 MA 14/12/05 17:36 Página 89
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equivocaba, porque los cortesanos envidiosos no tardarán mucho en propagar los rumores acerca de la sospechosa amistad de estas dos mujeres ingenuas y puras a las que las circunstancias de la vida habían acercado. Pero estos ataques continuos y desde todos los frentes no harán sino fortalecer su amistad.
En las misivas de la Emperatriz, los consejos sobre el trato que ha de dar a la favorita del Rey se hacen cada vez más perento-rios. Para estupor de María Antonieta, su madre toma partido por la «tonta criatura», a pesar de que en sus Estados castiga a las mujeres públicas. Más que nunca, el Imperio necesita la amistad de Francia. ¡Si la alianza se rompe, Austria puede decir adiós a la parte del pastel polaco que Catalina II y Federico se disponen a devorar! Dos millones y medio de habitantes en la cuerda floja si la «mocosa» se niega a dirigirle la palabra a la Condesa. ¡María Antonieta debe sacrificarse!9 Como es orgullosa y obcecada, ceder supone para ella un auténtico sufrimiento. Pero por Austria, el país que será siempre el suyo, ha de capitular.
El 1 de enero de 1772, una multitud de cortesanos rodean a los Delfines en el Salón de los Espejos de Versalles. En las puertas, ujieres, guardias suizos y mayordomos reciben a los invitados y les hacen sentar en las banquetas de los grandes aposentos antes de presentarles a los Príncipes. En ausencia del Rey, los herederos reciben sin mucho protocolo los votos por el Año Nuevo de sus súbditos. Luis, siempre torpe, responde de manera automática a los buenos deseos que le manifiestan; en cuanto a María Antonieta, está encantadora, como siempre, casi demasiado amable.
Cuando avanza hacia ella la Duquesa de Aiguillon, flanqueada por la Condesa de Barry y la mariscala de Mirepoix, María Antonieta dice unas palabras a la Duquesa y luego, con una naturalidad estudiada, vuelve su delicado cuello hacia los siguientes y, 9 Stefan Zweig, op. cit. , p. 65.
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sonriendo con esa sonrisa que parece hacer creer a su interlocutor que es la persona más importante del mundo, sin mirar a la Condesa a los ojos, le dice: «¡Cuánta gente hay hoy en Versalles!»
Todo el palacio está al corriente. ¡Las hijas del Rey están que trinan, realmente furiosas, pero el Rey hubiera llorado de alegría! Recibe a la Delfina con muestras de afecto. María Teresa está en la gloria, ya que Polonia va a poder desmembrarse sin tropie-zos. Mercy d’Argenteau llega sonriente y vencedor, pero la futura Reina vuelve a erguir la cabeza y dice: «Le he hablado una vez, pero estoy decidida a dejarlo ahí, así que esa mujer no volverá a oír mi voz.» Y mantendrá su palabra.10
La lucha cómico-heroica que enfrenta a las dos mujeres más importantes de la corte, una niña y una cortesana, tiene una consecuencia positiva: aleja a la Delfina de sus tías y la acerca a su marido. El Príncipe heredero ha cambiado mucho y para bien; comienza a mostrar confianza en su esposa y está subyugado ante sus encantos.
Desgraciadamente, el año 1772 no traerá el fruto tan deseado por todo el pueblo, sino que por el contrario verá extenderse la maledicencia en la plaza pública. Las relaciones platónicas que los esposos mantienen van a provocar, no sólo las cartas indignadas de la Emperatriz, que acusan a la Delfina de ser la única responsable del desastre, sino también los primeros comentarios de los cortesanos más respetuosos, quienes hablan de la «tristeza»
de la futura Reina.
10 Ibidem, p. 68.
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parís recibe a sus delfines
Después de tres años de matrimonio,el Rey se muestra seriamente preocupado por su descendencia, de modo que envía a su médico personal a hacer un reconocimiento al Delfín. El diag-nóstico es de absoluta normalidad.
Es cierto que el Delfín, con un físico y una mente lentos, sufre de un cierto entumecimiento de las funciones genitales, producto, tal vez, de su pequeño defecto. Ello hace de este adolescente un ser perfectamente tranquilo, cuando debería dar gracias al cielo por haberle dado una esposa tan seductora y dispuesta a someterse a sus deseos. Minado por el complejo de inferioridad y sintiéndose en cierto modo ridículo, adopta el criterio de los médicos, que le aseguran que todo se arregla con una alimentación sana y mucho ejercicio físico.
María Antonieta da muestras de una gran paciencia hacia este extraño marido con el que se ha unido ante Dios y, a pesar de no pocos intentos vanos, mantiene las esperanzas. Puntualmente refiere a su madre los distintos pareceres de los médicos y le exhorta a que guarde la calma. Esta frivolidad, que más tarde le van a criticar, en aquel momento resulta beneficiosa para poder sobrellevar su mal. Mientras tanto va concibiendo en su cabeza algunas ideas, como la de darse a conocer al pueblo de París.
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Cien años atrás, el Rey Sol había proclamado la famosa fórmula «el Estado soy yo», concentrando todos los poderes en su persona. La nobleza no sería a partir de entonces sino un montón de planetas gravitando en torno a su persona. Exigía una presencia constante de la corte a su lado; una corte voluntariamente distante de la capital y del pueblo. La familia real era poco conocida por los parisinos. Por esta razón, atendiendo a su educación y a los consejos de su madre, la Delfina pretende darse a conocer al pueblo y quitarse la imagen de icono inaccesible. La joven se había impregnado de la sencillez burguesa que reinaba en Viena y desde niña se había habituado a pasear por los jardines públicos de la capital del Imperio.
María Antonieta siente que, no pudiendo dar a Francia el tan ansiado heredero, debe otorgar al pueblo de París una compen-sación que acalle los rumores que ya se extienden sobre su persona. Pero el arcaico protocolo de corte era tan complejo que la tan deseada salida no se producía nunca...
¡Por fin se fija la fecha! La entrada en París será el 8 de junio de 1773.
La ciudad se ha vestido de luz y está tan hermosa que quita el aliento. A las once suenan las salvas del cañón de los Inválidos.
Enseguida aparece el cortejo del Delfín y la Delfina, escoltados por el cuerpo de guardia de Su Majestad.
Tras las presentaciones, reemprenden la marcha siguiendo los muelles hasta Notre Dame, mientras suenan los disparos de los diez cañones de la ciudad. Después de la misa, los Delfines van a almor-zar a Las Tullerías.A lo largo de todo el recorrido son aclamados con fervor. Al descender de la carroza, es tal la multitud que durante tres cuartos de hora no pueden ni avanzar ni retroceder.
Pero reina el orden y, a pesar de la solicitud del pueblo, nadie sale herido. Los vítores no cesan y, aunque los parisinos están some-01 MA 14/12/05 17:36 Página 95
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tidos unos a la miseria y otros a los impuestos, les embarga la alegría de sentir a sus herederos tan cercanos a ellos. ¡Suenan gritos, vivas, la gente patalea!
El entusiasmo de María Antonieta es inmenso; se siente feliz al ver a Luis relativamente relajado, a pesar de su timidez, y se emociona con las miradas que se posan en ella. Le han conmovido en lo más profundo esas muestras gratuitas de afecto, las sonrisas y palabras agradables que les dirigen y, con un gesto muy suyo, devuelve el afecto saludando con la mano. «Madame —le dirá el mariscal de Brissac—, tenéis doscientos mil enamorados.»1
De regreso, ya tarde, describe este triunfo a su madre sin falsa modestia pero con mucho afecto. «¡Qué feliz soy de ganar la amistad del pueblo a tan bajo precio! No hay, sin embargo, nada más preciado; así lo he sentido y no lo olvidaré nunca.»2 Esta felicidad pasajera provoca un cierto acercamiento físico entre los esposos. María Antonieta, llena de esperanza, piensa en un posible embarazo. El encanto de su mujer, su alma caritativa, su gran popularidad, han influido en Luis y le han transformado. Ese muchacho tosco de Compiègne no es más que un recuerdo. Desde finales de 1773, el Delfín ya no abandona a su esposa e incluso intercambian palabras afectuosas en público.
la inquietud se hace palpable
Contrariamente a toda esperanza, el drama conyugal se agrava.
El indolente marido acude cada vez con más frecuencia a ver a su mujer, lo que no hace sino multiplicar los lamentables encuentros.
1 Stefan Zweig, op. cit. , p. 73.
2 Antonia Fraser, op. cit. , p. 122.
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Una tarde de otoño, en uno de los raros momentos en que se encuentra sola, la Delfina está de un humor execrable. Ni siquiera la Princesa de Lamballe logra animarla con sus afectuosas palabras, a pesar de que sabe que son sinceras. La alegría de su triunfo popular es un hecho pasado que ya no quiere rememorar. Siente un regusto amargo en la boca y se desahoga llorando.
Tiene ante ella una carta sellada cuyos trazos, finos y precisos, le son absolutamente familiares. ¿Por qué su madre la atormenta de este modo? ¿Acaso no ha seguido estrictamente sus instrucciones? Incluso Mercy d’Argenteau, el embajador del Imperio, se muestra orgulloso de ella. Pero la Emperatriz insiste en la urgencia de un descendiente, recordándole subrepticiamente el destino de las mujeres repudiadas. Con un gesto brusco lanza la misiva a los rescoldos de la chimenea. El motivo de su malhumor es el reciente anuncio del nacimiento de un heredero de la rama de Orleáns que, en ausencia de descendientes directos del Rey, sería el próximo en el orden de sucesión al trono. Pero lo que más le preocupa es que el hermano menor del Delfín, el Conde de Artois, va a unirse en breve en matrimonio con la hermana de la Condesa de Provenza, María Teresa de Saboya.Y María Antonieta teme que su cuñado, que es quien menos se parece físicamente a sus hermanos, por su agradable aspecto, no tenga dificultad alguna en comportarse como un hombre con su joven esposa.
Lo normal hubiera sido sentarse ante el escritorio y escribir una carta a la Emperatriz pidiéndole consejo, pero está tan afectada que pospone la carta para el día siguiente. Qué feliz se hubiera sentido de haber podido disponer en ese preciso momento de una pequeña orquesta de cámara que disipara aquellos nubarrones negros haciéndole soñar con la música del maestro Gluck. Pero el protocolo de palacio lo hace todo tan complicado que las posibilidades de satisfacer sus deseos son aún más escasas que las de quedar embarazada. De qué sirve, pues, ser adulada por la mul-01 MA 14/12/05 17:36 Página 97
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titud cuando ni siquiera se puede satisfacer un deseo tan sencillo.
En el mes de noviembre, el Conde de Artois se une en matrimonio a la princesa María Teresa de Saboya, cuyo rostro enjuto, nariz larga y boca grande conforman una fisonomía irregular y poco agraciada. María Antonieta señala con crueldad a su esposo que podría considerar una humillación pública y una ofensa personal que la nueva integrante de la familia esperara un hijo antes que ella. Sin embargo, la joven Condesa, bastante introvertida, trata de pasar desapercibida, lo que parece complacer al joven marido, que, apenas acabada la ceremonia de la boda, corre a reunirse con su amante en París.
las noches de parís
La Delfina acusa cada vez más el retraimiento sexual de su esposo. El único paliativo para la honda frustración de esta joven mujer es intentar distraerse, negándose de este modo a asumir toda obligación y yendo en busca del placer. Accesos de nostalgia, caprichos desmedidos, melancolía, alegría frívola… Estos cambios de humor se suceden para gran inquietud de María Teresa, quien, habida cuenta de que la psicología no es su fuerte, no puede comprender el suplicio de su hija.
Sin embargo, María Antonieta ama al hombre con quien se ha casado y le muestra respeto incluso en las noches de locura y desenfado en las que sale sin él. Conmovido por la angustia de su mujer, Luis intenta torpemente consolarla, pero cada vez con más frecuencia María Antonieta va a distraerse a París. ¡Nada más divertido que esos bailes de máscaras del invierno de 1774!
El domingo 30 de enero, vestida con un dominó y un antifaz negro, llega al baile poco después de medianoche y entre la mul-01 MA 14/12/05 17:36 Página 98
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titud reconoce a un extranjero que le había sido presentado en dos ocasiones. Se acerca y conversa largamente con él sin que el hombre la reconozca. Alto, bien parecido y amable, ríen juntos; pero la Delfina, que empieza a ser descubierta por la multitud, se ve obligada a marcharse. Él es hijo de un mariscal de campo miembro del Consejo Real de Suecia. Le faltan unos cuantos días para cumplir los veinte años y su nombre es Hans Axel de Fersen.
Los bailes en Versalles, los lunes en los aposentos de María Antonieta y los miércoles en los de la Condesa de Noailles se prolon-gan hasta las seis de la madrugada. No obstante, para complacer a la Delfina se celebran otras fiestas, otros bailes, y ella revolotea de recepción en recepción; en todas ríe, baila, hace burla, se divierte... Con una salud de hierro y un desmedido amor por los placeres de la vida, encuentra en estas fiestas la justa compensa-ción a las tediosas obligaciones reales que debe asumir. A pesar de todo, su popularidad no decrece. «Reina en París una admiración por la Archiduquesa como no se puede expresar», comenta Mercy d’Argenteau a la Emperatriz.3
En plena crisis de identidad, recibe a finales del otoño de 1773, procedente de Viena, a Gluck, su queridísimo maestro de música, quien con su sola presencia le hace rememorar los hermosos jardines de Schönbrunn, el aire de la campiña de Laxenburg y hasta el crujir de la tarima del Hofburg. Con él llega a Versalles toda su infancia… En Viena había vivido rodeada de música y ahora allí, en Francia, seguía tocando el arpa, instrumento que ama. La influencia de Mercy d’Argenteau en la elección de Gluck para dirigir la Ópera de París había sido enorme, ya que numerosos académicos no veían con buenos ojos la llegada de un artista extranjero. Durante los ensayos, la orquesta hubo de padecer terribles accesos de cólera del artista, que sólo la Delfina lograba calmar.
3 André Castelot, op. cit. , p. 73.
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Ya sea por dar rienda suelta a su soledad interior o por ganar confianza en sí misma, lo cierto es que la orgullosa María Antonieta quiere que su músico triunfe.Y lo desea más por cuanto sabe que la corte está dividida entre los «Gluckistas» y los seguidores del maestro Piccinni, a cuya cabeza se encuentra la Condesa de Barry, quien ha decretado detestar al músico austriaco. Los músicos, por su parte, son los únicos ajenos a esta rivalidad y se entienden de maravilla.
El 19 de abril de 1774, la Delfina, flanqueada por su esposo, a quien ha convencido para que la acompañe, y por los Condes de Provenza, asiste al estreno de Ifigenia, la primera de las obras de Gluck compuestas en Francia. Suenan los primeros acordes de la obertura. El Delfín da muestras de aburrirse hasta el punto de casi quedarse dormido; por su parte, la Delfina, que acapara todas las miradas, está más elegante que nunca y parece hipnoti-zada por la melodía. Los franceses se dejan seducir por lo nove-doso de una música tan apasionada y dramática. La trama avanza en el escenario, los espectadores escuchan cautivados. Cuando, con un gesto poco habitual entre la aristocracia, María Antonieta rompe a aplaudir seguida de inmediato por toda una corte de aduladores, ¡el triunfo es total!
Al día siguiente, tres guardias deben contener a la multitud. La música alemana se impone; Gluck está de moda, su nombre corre de boca en boca. Mercy d’Argenteau, asombrado ante la habilidad de su pupila, cree que se dibuja para ella un gran destino.
la muerte de luis xv
El Rey está enfermo. Ha contraído la viruela. El 6 de mayo de 1774 el reinado de la Condesa de Barry toca a su fin, pues, por primera vez en treinta y cinco años, Luis XV llama a su con-01 MA 14/12/05 17:36 Página 100
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fesor. Esa misma mañana le ruega a su amante, que desde que con-trajera la enfermedad ha permanecido a su lado, que no vuelva más.A las cuatro de la tarde, la mujer que hacía salir el sol o desa-taba aguaceros, a quien ministros y cortesanos temían, abandona Versalles en una carroza de alquiler oculta trás las cortinas para que no la vean llorar. El Rey está a punto de recibir la extremaunción.
Siguiendo el Santo Sacramento desde la capilla real, María Antonieta se estremece de miedo y de emoción; pálido y titu-beante, el Delfín parece llevar el peso del mundo sobre sus hombros. Al pie de la inmensa escalera de mármol, Luis se detiene; no puede proseguir por temor al contagio. La Delfina, que había pasado la enfermedad en Viena, sube lentamente las escaleras y, pese al espantoso hedor que emana de los aposentos, se arrodilla en el umbral de la puerta. Siente temor al ver agonizando a aquella figura negra, hinchada y cubierta de costras, ¡absolutamente irreconocible!, que se aferra al crucifijo que su hija Luisa le ha acercado. «La carne es débil», se dice conmovida por la larga y dolorosa agonía de quien había sido para ella como un padre.
De repente se abre la puerta de par en par y, ante la corte en pleno congregada detrás de María Antonieta, el cardenal de La Roche-Aymon exclama con voz atronadora: «El Rey me ha encargado que os diga que pide perdón a Dios por haberle ofendido y por el escándalo que ha dado a su pueblo.» Se hace un largo silencio. María Antonieta se tapa el rostro con un pañuelo. En ese momento se oye murmurar en la habitación: «Hubiera deseado tener fuerzas para decíroslo yo mismo.»4
El 10 de mayo, a las 15.15, la vela que ardía noche y día ante la ventana de la habitación de Luis XV se apaga. Una señal con la que se informa a la multitud congregada en los patios de pala-4 Stefan Zweig, op. cit. , p. 84.
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cio de que el soberano ha dejado de existir. De repente se oye un ruido atronador, es la corte en pleno, reunida en los salones y en la Galería de los Espejos, que llega con los oficiales de la Corona a ofrecer sus respetos a los nuevos señores. Al oírlo, Luis y María Antonieta, reunidos en los aposentos de ella, se estremecen. Han comprendido. Los primeros en entrar a la habitación hallarán a los jóvenes soberanos de rodillas, abrazados y rogando a Dios que les otorgue su protección. A punto de desfallecer por la emoción, apoyándose en el brazo de Luis, María Antonieta se dispone a recibir con dignidad el largo desfile de cortesanos. Gruesas lágrimas caen por sus mejillas, las primeras de su reinado.
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euforia popular
Aquel día de mayo de 1774 los franceses fueron un pueblo feliz. Por primera vez desde hacía años, la Nación tenía un Rey y una Reina a la medida de sus deseos. Luis XVI, a pesar del papel al que se le había relegado en la corte de su abuelo, había hecho gala de sólidas y regias cualidades. Se le conocían una absoluta honradez, un profundo sentido de las obligaciones hacia la Corona, su amor por la justicia y su recelo ante los protegidos.
La Reina tenía todo cuanto le faltaba al Rey y parecía haber nacido para complacer. Brillante, vital y espiritual, aunque amante de las fiestas y los placeres, sumaba a la bondad de su marido su gracia personal. Y aunque menos precavida frente a los favoritismos, hasta el momento sus elecciones habían sido acertadas. Cuatro años en Versalles han transformado a la joven Archiduquesa en una consumada francesa.Tanta es la esperanza depositada en los jóvenes Reyes que la Nación entera les profesa un sentimiento de cariño y admiración. Hasta los súbditos más distinguidos compran cajas de rapé con los retratos del Rey y la Reina.
Los tiempos han cambiado desde la época de su abuelo.Tanto en los salones como en el interior del propio palacio, la voz de la nobleza y la burguesía reclama una inminente transformación. Los propios monarcas expresan la necesidad de distanciarse de la rigidez de una corte llevada por una etiqueta ya centenaria.Tras el glorioso reinado de Luis XIV, conocido no sólo por su grandeur sino también por su absolutismo, la larga regencia del Duque de 01 MA 14/12/05 17:36 Página 106
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Orleáns, marcada por la corrupción de sus ministros, y por último el reinado de Luis XV, con ministros de tendencia claramente con-servadora y con frecuencia elegidos por las amantes del Rey, se imponía un proceso de limpieza.
Florece un sentimiento de ternura hacia los nuevos soberanos, de diecinueve y dieciocho años respectivamente. ¿Acaso no se ve al Rey fuera de los muros de palacio, paseando como si de un sencillo burgués se tratara? ¿No se le ha visto sentado en un banco del parque en compañía de la Reina y de sus cuñadas, tomando fresas con leche? En cuanto a María Antonieta, se la ve andando sin su guardia por el Bois de Boulogne, hablándole a todo el mundo, acariciando la cabecita de los niños. En todas partes la aclaman y el pueblo parisino, que ayer arremetía aún contra el Rey que agonizaba, aprende a amarla.
¿Cómo se desvanece este bello sueño? ¿Cómo una reina adorada por todo un pueblo pierde su afecto hasta el punto de morir a causa de su odio? ¿Cómo una mujer que parecía nacida para redorar los blasones de la monarquía llega a provocar su ruina?
Raras veces en la historia se dará una fractura semejante entre las intenciones de los protagonistas y el resultado logrado.
Como reacción a la política absolutista del pasado, en un reino en el que se puede gozar cada vez más de mayor libertad, va a fra-guarse una de las mayores y más crueles revoluciones de la historia.
La debilidad del carácter de los soberanos será lo que les traicione y engendre lentamente la rueda infernal que culmine con su muerte.
En el caso de María Antonieta, su encanto y su capacidad de per-suasión le servirán para lograr unos objetivos calificados de superficiales o vanos. En tanto que el Rey, mermado por su inseguridad personal y su escasa inteligencia a la hora de gobernar, irá fraguando un producto inflamable, terriblemente volátil, que, junto al resentimiento de la burguesía, la ociosidad de la nobleza y la profunda crisis económica, acabará resultando terriblemente explosivo.
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demasiado joven para ser reina
De pie ante la ventana, vestida de brocado negro y con la cabeza cubierta de un crespón del mismo color, María Antonieta mira sin prestar demasiada atención las carrozas cubiertas con paños morados cuyo incesante ir y venir muestra que la maquinaria del duelo ha echado a rodar. Hunde imperceptiblemente los hombros al recordar la carta de su madre: «Los dos sois muy jóvenes. El peso es grande, y eso me preocupa, realmente me preocupa.»1
María Antonieta apenas repara en esa nota discordante dentro del concierto de elogios que la rodea. Se acerca al precioso escritorio, recuerdo de infancia que había llevado consigo desde Viena, y tomando la pluma responde con toda inocencia: «Aunque ha sido voluntad de Dios que naciera para el rango que ocupo, no puedo evitar admirarme ante lo dispuesto por la Providencia, que me ha designado a mí, la última de vuestros hijos, para el más hermoso Reino de Europa.»2 Perdida en una nube de alabanzas, se siente embriagada. De haber podido tener a su lado un guía con la agudeza de Voltaire, la bondad natural cantada por Rousseau, el realismo de Montesquieu y el ingenio de Madame de Def-fand —una de las reinas de los salones de París—, quizá hubiera podido comprender el espíritu contestatario que, junto al racio-nalista y cartesiano, pueblan el alma francesa.
Si bien el pueblo reclama la apertura de la monarquía, esta fami-liaridad no es muy bien vista por mucha gente y los cambios irri-tan profundamente a las mujeres de rancio abolengo, para quienes las nuevas costumbres resultan peligrosas. Tiene también en su contra a las damas de la antigua corte, las de la época de Luis XV, que no le perdonan su virtud. Están resentidas por su candor com-1 Stefan Zweig, op. cit., p. 88.
2 Ibidem, p. 86.
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placiente, cuyo ejemplo las condena, por esa malicia juvenil con que las ridiculiza en silencio.Antes de que «la Austriaca» se gran-jee la mala reputación que habrá de alcanzar entre la burguesía, la tendrá precisamente entre las personas con experiencia de la alta nobleza cortesana que, en principio, hubieran debido apoyarla y ayudarla.
Mientras se ultiman los preparativos para la coronación del Rey, el embajador de Austria, por mandato de la emperatriz María Teresa, llama a capítulo a la Reina para insistirle en que use su influencia ante su esposo y sea coronada con él en la misma fecha, el 11 de junio de 1775. De mala gana tiene que oír al abate de Vermond recordarle la antigüedad de los ritos de coronación del Rey y la Reina en Reims. La ausencia de heredero hace de la joven una Reina consorte y no una Reina de Francia. ¡Vuelve a perfilarse el espectro de la repudia!
María Antonieta asiente sin protestar, indiferente a sus palabras.
Las tareas de representación no son precisamente gratificantes; le complace infinitamente más reinar sobre su camarilla que sobre Francia, pero como una niña obediente promete intentar convencer a su esposo. No tolera la hipocresía, pues su carácter recto y juvenil rechaza aquellas insinuaciones. Siempre ha visto a su madre utilizar el poder para imponer sus decisiones, con toda la diplomacia y el tacto requeridos, pero abiertamente.
Cuando María Antonieta aborda directamente el tema con su esposo, él lo consulta con el ministro Maurepas. Éste se opone firmemente a la doble coronación, objetando los cuantiosos gastos que ello ocasionaría, algo que le parece poco conveniente habida cuenta de la situación económica del país. Enemigo declarado de la Marquesa de Pompadour, antigua amante de Luis XV, a quien había dedicado unos versos satíricos que causaron su exilio de la corte, Maurepas considera a la joven Reina mucho menos inteligente que su augusta madre y se lo hace notar. Pero María Anto-01 MA 14/12/05 17:36 Página 109
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nieta, sin el menor rencor, acepta la decisión, feliz de poder complacer con ello a su esposo.
Agradecida por la fidelidad de la Princesa de Lamballe, quien siempre ha estado a su lado, incluso en los días más tristes del delfinado, nombra a su amiga saboyana superintendente de la casa real. Un favor que no consigue fácilmente, pues ha de suplicarle a Luis XVI, que termina aceptando a su pesar.
El Rey, que en materia de protocolo es digno descendiente de Luis XIV, le recuerda que este cargo es superior al que ostenta la susceptible Condesa de Noailles y que había sido abolido porque creaba terribles envidias entre los cortesanos sometidos a la autoridad de la gobernanta. María Antonieta le recuerda que la Princesa no es ambiciosa en absoluto. Olvida, sin embargo, que es mucho más peligroso confiar una tarea tan importante a alguien que no sea capaz de hacerla bien. Así, la Reina usa la baza de su encanto para asegurarle a su esposo que «la tranquilidad de su vida»
depende de que le conceda tan inmenso favor; ante lo cual el Rey cede, si bien lo hace argumentando que la Reina es libre de decidir sobre un tema que afecta a su propia casa.
El crecimiento en el gasto que acarrea la creación de este cargo hace que el administrador general ponga el grito en el cielo. Un cargo tan importante que las dos primeras damas de honor se retiran, considerando lesionados sus privilegios.
mademoiselle bertin
Una hermosa tarde de junio la soberana espera con impaciencia la visita de la modista, Mademoiselle Bertin, para intercambiar puntos de vista. Una misiva recibida aquella mañana había ensom-brecido su hermoso semblante y nadie había logrado aliviarle aquella pesadumbre. Sólo una carta de Su Majestad la Empera-01 MA 14/12/05 17:36 Página 110
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triz podía poner a su hija fuera de sí. Poco consciente del efecto negativo y devastador de sus continuas reprimendas, María Teresa persigue a su hija con sus invectivas. Aquella vez le reprocha no haber quedado todavía encinta. No darse cuenta de las desastrosas implicaciones que el hecho habría de tener sobre la coronación. Le ordena que atienda con delicadeza la susceptibilidad de los viejos cortesanos, que sea prudente en su gasto personal y que en ningún momento se olvide de la caridad.
La llegada de la hermosa Rose Bertin, modista con casa propia en la rue Saint-Honoré y,desde la ascensión al trono de Luis XVI, en la cima de su carrera, consigue arrancarle a la soberana la primera sonrisa del día. Llega seguida por un enjambre de chicas de mejillas sonrosadas, cargadas con grandes cajas de donde va sacando modelos con exóticos nombres como «Placeres discretos», «Suspiros ahogados» o «Deseo enmascarado», que hacen las delicias de la Reina. De visita en visita, las cajas van aumentando de volu-men, pues los miriñaques ya alcanzan los cuatro o cinco metros de circunferencia.3
Van a elegir el vestido que María Antonieta ha de llevar el día de la coronación. Se da por supuesto que irá íntegramente bordado de piedras preciosas, como lo requiere la solemnidad del acto.
A fin de cubrirse las espaldas, la modista se atreve a insinuar lo elevado del coste en un trabajo de tales características. Inocentemente, María Antonieta se echa a reír; puede permitírselo, puesto que su presupuesto para vestuario asciende a 150.000 libras anuales, una cifra suficiente como para comprar cinco pequeños castillos en una provincia rica como Borgoña. Por otra parte, para complacerla en la última de sus locuras —la adquisición de un magnífico brazalete por valor de 400.000 libras—, el Rey le había prestado dinero de sus arcas personales. Por no hablar, claro está, 3 André Castelot, op. cit. , p. 90.
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de la fortuna de tres millones de libras que «sus señoras tías» habían dilapidado durante las seis semanas de cura de aguas en Vichy.
¡Evidentemente una nadería, a juzgar por la deuda contraída por el Conde de Artois, que el Rey había tenido que saldar y que ascendía a 21 millones de libras!
Aunque habituada a codearse con las damas de la corte, Rose escucha asombrada aquella ostentación de gasto desmedido. Ella, una mujer conocida por su inveterada ambición y su avidez de comerciante, se siente sobrecogida ante las confidencias de la Reina y aquel hecho la impacta. De pronto, María Antonieta se pone seria para contar que la crisis económica es terrible, que el reino tiene un enorme déficit, que las cosechas de trigo han sido desastrosas y que el pan comienza a escasear. Relata estos hechos con gran dolor, sin darse cuenta, en su ingenuidad, de que habría de ser la Corona, a través de sus ministros, quien les pusiera remedio. Luego, pasando enseguida a otro tema, se pierde en la cuestión de los adornos del pelo.
Y es que el éxito de Mademoiselle Bertin reside en los Poufs aux sentiments, un artificioso tocado concebido con la colabora-ción de un fisonomista. En los peinados de las damas se puede representar un sol naciente que simbolice a Luis XVI o un olivo, emblema de paz y concordia. Una mañana la Reina puede transportar alegremente sobre su cabeza todo un jardín inglés con sus prados, sus colinas y sus arroyos argentados. Pero son ante todo las plumas lo que más complace a María Antonieta; el «peinado de Minerva» lleva más de diez y tan altas que le es imposible subir a la carroza para acudir al baile. María Teresa critica duramente toda aquella parafernalia y devuelve un retrato emplumado a la remi-tente con esta nota: «No he hallado el retrato de una Reina de Francia, sino el de una actriz.»4
4 Stefan Zweig, op. cit. , p. 110.
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Pero la Emperatriz ignora aún los peores inconvenientes del entusiasmo de María Antonieta por Rose Bertin, pues la Reina, naturalmente, es imitada por todas las damas y los gastos en vestuario aumentan de forma considerable. Maridos y madres murmuran y algunas imprudentes se endeudan.Y por todas partes se extiende el rumor de que la Reina está arruinando a las familias francesas.
la coronación
La catedral de Reims resplandece a la luz de la majestad real y de cientos de arañas. El Rey está tendido ante el altar sobre una alfombra con el emblema de la flor de lis. Las unciones comienzan; son nueve. Luis, vestido con un traje que supera en magnificencia al de su esposa, cierra los ojos cuando el arzobispo de Reims le coloca en la cabeza la imponente corona de Carlomagno, cua-jada de rubíes y esmeraldas. El Rey vacila bajo su peso. La concentración de su esposo sorprende a María Antonieta, cuyo vestido, verdadera obra de arte de refinamiento y lujo, demuestra el talento insuperable de la arrogante modista. La emoción la embarga.
Uno tras otro, cubiertos con los mantos ducales forrados de armiño, con la corona en la cabeza y el collar del Espíritu Santo al cuello, los Duques de Orleáns, Chartres, Condé y Borbón flan-quean al Rey. Cuando la Reina ve a Luis XVI portando el cetro que lleva la flor de lis de oro esmaltada y la mano de la justicia de cuerno de legendario unicornio, cuando le ve semejante a los Reyes coronados de su libro de historia, gruesas lágrimas de emoción caen por sus pálidas mejillas. ¡Su madre hubiera estado tan orgullosa de ella! Cubierto por un manto de diez metros de largo de terciopelo forrado de armiño, el Rey sube con dificultad los cuarenta escalones que llevan hasta el sitial. ¡Es la entronización!
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El arzobispo y los pares le besan tres veces y gritan: « Vivat Rex in aeternum! » Las puertas de la catedral se abren y la multitud invade la nave al grito de «¡¡¡Viva el Rey!!!».5
Los pajareros sueltan cientos de animales que revolotean entre las arañas de cristal y, en el exterior, suenan las salvas de los mosqueteros y todas las campanas de la ciudad responden a la campana mayor. Los vítores y aplausos se multiplican. La Reina no puede contenerse y estalla en sollozos.Toda la tensión acumu-lada desde su llegada a Francia parece querer fluir en oleadas de lágrimas, mientras que ante sus ojos van desfilando los sentimientos frustrados y reprimidos durante tan largos años. Incapaz de con-trolarse, se aleja discretamente a fin de recuperar el dominio de sí misma.
Cuando unos instantes más tarde vuelve a ocupar su lugar, su mirada se cruza con la bondadosa mirada de su esposo; una mirada cargada de sentimiento de adoración, difícil de expresar; una mirada que compensa a María Antonieta de la humillación de no haber sido coronada al mismo tiempo que él. Por otra parte, ella es incapaz de sentir rencor y comparte feliz la dicha de Luis, convencida de que su misión es complacer a su esposo. Ruega de todo corazón a Dios que les bendiga dándoles el tan ansiado heredero.
Será una dura jornada que transcurrirá como en un sueño.
Un día mágico que ni siquiera conseguirá arruinar el anuncio del primer nacimiento en la Casa de Artois.
Al llegar la noche, el Rey se despoja de toda la indumentaria y los accesorios, toma del brazo a su mujer y juntos salen a pasear al jardín del arzobispo. ¡Es el delirio! ¡El pueblo llora de emoción!
5 André Castelot, op. cit. , p. 101.
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la polignac
En 1775, Madame Yolanda de Polignac tiene veintiséis años y está casada con un coronel, el Conde Jules, hombre de fortuna discreta.Tiene por amante, como manda la tradición en la época, al amigo íntimo de su marido, el Conde de Vaudreuil. Su reinado va a durar, con algún que otro eclipse, catorce años. Para unos lleva en el rostro el estigma vergonzoso del adulterio; para otros es la viva imagen de la dulzura y el encanto. Posee una calma que ninguna situación puede alterar. Completa la familia Polignac su cuñada Diane, fea y jorobada, pero una auténtica animadora de salones y, con mucho, la más inteligente e intrigante de la familia.
Es en un concierto tras la ceremonia de coronación, en el que canta la Condesa de Polignac, cuando María Antonieta queda prendada de la suave, dulce, envolvente voz de esta mujer. Se siente atraída por su candor, por su gracia sin artificios y nota cómo su corazón se acelera. Madame de Polignac menciona el nombre de un antiguo ministro exiliado por Luis XV, el Duque de Choiseul, y pregunta a la Reina si Su Majestad podría recibirle. Al ver dudar a María Antonieta, la Condesa, muy hábilmente, muestra ciertas reticencias hacia la soberana, que le propone verse de nuevo: «No nos queremos todavía lo suficiente como para sentirnos desgraciadas al separarnos»6, dice, mientras los sollozos sacuden sus hermosos hombros. María Antonieta resulta tocada en lo más profundo de su ser por esta sensibilidad a flor de piel.
En el fondo, opina que la Condesa no le pide nada terrible; es por otra parte tan divertida, más que la triste Lamballe, y además juega maravillosamente a las cartas. Durante la fiesta, se las inge-nia para que su marido acceda al favor que le pide y, cuando sucede, ella se siente muy feliz.
6 Ibidem, p. 112.
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Un atardecer de finales de junio en que recibe al embajador Mercy d’Argenteau,la Reina parece muy alterada.El leal Mercy,con el tacto que requieren años de servicio, logra averiguar la causa. El excesivo y efusivo afecto de la Reina hacia su nueva amiga, en boca de todo París, ha provocado un auténtico drama en la corte. Las dos favoritas de la Reina están celosas la una de la otra, se quejan y se enfa-dan, y María Antonieta sufre terriblemente con estas disputas; le hubiera gustado mucho ver que se entienden y quieren… Hace recaer la culpa en la excesiva sensibilidad de la Princesa de Lamballe, si bien en ningún momento se toma la molestia de analizar su propio comportamiento. El embajador no hace comentario alguno.
En cuanto termina la entrevista, Mercy toma la pluma y decide informar a la Emperatriz. Según él, el atardecer es el momento más crítico, pues o bien la Reina acude a los aposentos de la Princesa de Guéméné, donde se encuentra con los Polignac, Coigny, Vaudreuil y Besenval, que son el terror del embajador, o bien se reúne con la Princesa de Lamballe,donde encuentra al palacio real en pleno.
«Guéménistas» y «Lamballistas» están enfrentados y se arrastran por el lodo con elegancia. Sólo coinciden en dos cuestiones: pedir favores y murmurar.Y la Reina, con su ansia de placeres, cierra los ojos.
Esa misma noche, un poco más tarde, María Antonieta escribe a su amigo de infancia, el Conde de Rosenberg, confiándole su victoria en el asunto Choiseul:
«No adivinaríais la astucia que he empleado para no tener que pedir permiso al Rey para recibir a Monsieur de Choiseul. Le he dicho que tenía ganas de verle y que el problema era buscar el momento.
Lo he hecho tan bien que el pobre hombre me ha reservado la hora que a mí me fuera más cómoda para poderle ver. Creo que he abusado en exceso de las artes de mujer en este caso.» 7
7 Stefan Zweig, op. cit. , p. 100.
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«El pobre hombre.» María Antonieta se expresa a la última moda. Amar a su esposo es de pésimo gusto. Encuentra ridículo un marido enamorado y así va predicando despreocupación e indiferencia hacia su cónyuge. En realidad, el Rey se ha limitado a recibir al ex ministro cesado, sin pensar en ningún momento en devolverle el poder.
un heredero de la casa de artrois
A principios de agosto el calor y la humedad son infernales. En el periodo estival, el hedor de los jardines, el parque y el palacio dan náuseas. Cuando la Reina abre las ventanas de sus reducidos aposentos, desde el patio del Ojo de Buey sube hasta ella un olor nauseabundo, de auténtica sentina. Los pasadizos de comunica-ción, los patios y los edificios están llenos de orines y heces feca-les. Hay una gran tensión, pues la fecha fatídica del nacimiento de un heredero de la Casa de Artois se aproxima. María Antonieta percibe implícitos reproches en cuantas miradas la escrutan. Su ansiedad crece a medida que pasan los días.
Cuando se requiere a la Reina en los aposentos de su cuñada, tal como exige el protocolo, para asistir al nacimiento del primogénito del Conde de Artois, ésta acude con la cabeza alta y la moral por los suelos. La habitación de la piamontesa se convierte en un auténtico horno, pero ante los Reyes, que demuestran una gran dignidad, el matrimonio Artois parece sentirse realmente feliz. La joven sonríe cuando no grita de dolor y el hermano del Rey dirige miradas de complicidad a los cortesanos agolpados tras la puerta. Con una sonrisa hierática, María Antonieta siente que no puede contener las lágrimas. Un alarido terrible, inmediatamente interrumpido por jadeos inciertos, acallan todas las conversaciones. La Condesa de Artois, con los ojos desorbitados e 01 MA 14/12/05 17:36 Página 117
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inyectados en sangre, pregunta el sexo del niño en tanto que su esposo, sin demostrarle el menor interés, clama en voz alta el nacimiento de un robusto niño. La joven madre, de quien nadie se preocupa, grita a pleno pulmón: «¡Dios, qué feliz soy!»8
Después de felicitar cálidamente a su hermano,los monarcas salen discretamente. María Antonieta se retira a sus aposentos acompa-
ñada por una de sus damas de honor. Ha rechazado la compañía de la fiel Polignac. En su rostro se refleja toda la tristeza y la frustración que siente por no poder ser madre, más teniendo en cuenta que el nacido aquel día es el tercero en la línea de sucesión al trono después de los dos hermanos del Rey. Siente un gran peso sobre sus hombros y se ve de nuevo como la inútil niña de Schönbrunn que nunca ha podido complacer a su madre.
Sobre su escritorio esperan dos cartas, una de su hermano y la otra de su madre; con el corazón apesadumbrado y lágrimas en los ojos relee por enésima vez las gélidas palabras de José, que sin embargo dice quererla:
«Os inmiscuís en un sinfín de asuntos que no os conciernen y mediante los cuales, cuantos aduladores tenéis alrededor, saben excitar vuestro amor propio y afán por llamar la atención (…) de mermar el afecto y la amistad del Rey, os ponéis en contra a toda la opinión pública y perdéis toda la consideración que os hubie-rais podido granjear (…) no puedo sino presagiaros una vida desgraciada y confieso que, dado el afecto que os profeso, me produce una pena infinita.»9
La segunda misiva, escrita por la emperatriz María Teresa y entregada a ella por mediación de Mercy, es una terrible diatriba 8 Antonia Fraser, op. cit. , p. 156.
9 Stefan Zweig, op. cit. , pp. 100-101.
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contra la expresión «pobre hombre» utilizada por María Antonieta en una carta al Conde de Rosenberg: «Mi hija no hace sino ace-lerar su perdición… ¡Qué estilo, qué manera de pensar! Ello no hace sino confirmar mis inquietudes: ¡va a marchas forzadas hacia su ruina…!»10
La furia provocada en la hija y la hermana escarnecida sólo podrá compararse con el silencio apesadumbrado del ministro austriaco. Pero lo que María Antonieta lee en los ojos de su fiel Mercy cuando le pregunta su parecer hace que realmente se inquiete por primera vez. En su respuesta a María Teresa, el embajador le expresará que al parecer, y por primera vez, la Archiduquesa ha escu-chado la seria advertencia de su madre y de José II.
10 André Castelot, op. cit. , p. 108.
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los gastos
María Antonieta pronto olvida los reproches de su madre y durante el invierno vuelve otra vez a su afición al derro-che. Se la ve salir a la Ópera y permanecer fuera hasta las cinco de la madrugada; volver a Versalles a las seis y media y salir de nuevo a las diez de la mañana para asistir a las carreras de caballos de Boulogne. El prestigio de María Antonieta entre la gente ha dismi-nuido notablemente, hasta el punto de que los aplausos que se le dedican en el teatro son cada vez más tibios y, ya en el otoño de 1776, apenas se dejan oír. Las críticas que recibe, cada vez más virulentas, inducen a la joven soberana a buscar en otra parte entretenimientos que ella considera más «discretos». El vacío sentimental que la Reina padece la empuja a paliar con «emociones fuertes»
la frustración creciente de no poder sentirse, en realidad, ni mujer ni madre. Así pues, todas las noches acude a los aposentos de la Princesa de Guéméné, donde hace estragos el faraón. La pasión por el juego se vuelve en ella auténtica locura.
Mercy d’Argenteau no deja de repetirle que resulta vergonzoso, cuando el gobierno está intentando frenar el auge de los juegos de azar, que sea ella y en palacio quien los fomente. Pero todo es en balde. El abate de Vermond está tan desalentado que quiere dejar la corte y, aunque el embajador logra retenerle, se siente igual de desesperado que él. En una carta a Viena confesará que carece de poder para oponerse a los deseos de la soberana. En octubre, la Reina había perdido hasta el último de sus escudos. Al día 01 MA 14/12/05 17:36 Página 122
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siguiente ordena a su tesorero que le anticipe la asignación del mes de noviembre, que también dilapida en unos días, sin contar con otra deuda adquirida de 500 luises1 aún por saldar.
Es entonces cuando resuelve sumar a la corte de fieles que llena los salones de la Princesa de Guéméné la presencia de ricos banqueros que le ofrecen «favores» a cambio del privilegio de pasar una velada con los personajes del círculo íntimo de la soberana. En su ingenuidad, satisfecha ante tan fácil acuerdo, María Antonieta no puede imaginar que los encantadores prestamis-tas harán las delicias de París contando a todo el mundo sus aventuras.
La Reina se divierte como nunca y no escucha advertencia alguna.Vive a toda velocidad y toma de ese estado de permanente tensión la energía necesaria para alimentar un alma tan vital como la suya. Se la puede encontrar una tarde en las carreras de Fontainebleau, en un salón habilitado en lo alto de un pabellón de madera, rodeada de un séquito de jóvenes escandalosos y por lo común ataviados con atuendo de terciopelo y botas; o bien en un baile de máscaras en la Ópera, mezclada entre la gente y con-fundida con toda la canalla de París, hacia la que mostrará una conducta en exceso familiar que le será firmemente reprochada.
O, en fin, rodeada de su camarilla, en perpetua adoración y hala-gada por los Polignac de turno en el salón de una de sus damas en Versalles.
Un día María Antonieta se apuesta con el Conde de Artois que éste no logrará construir un palacio durante el verano en el Bois de Boulogne. El futuro Carlos X acepta el reto, barre con su sombrero de plumas los pies de la soberana y declara que dará una fiesta en su honor antes de su regreso a Versalles. Novecientos hombres, trabajando día y noche, consiguen que el Conde cum-1 Cifra equivalente en la actualidad a unos 150.000 euros.
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pla lo prometido.Y, cuando faltan los materiales, no duda en apropiarse de cuantos carros encuentra ya cargados de género y ven-didos a particulares, asunto que ocasiona no pocas y graves disputas entre la gente.
En el verano de 1776 la Princesa de Lamballe ha caído ya en desgracia, pues no comparte las diversiones de la camarilla de la soberana, de modo que ésta, sin mayores vacilaciones, decide apartar de su entorno a tan «conflictiva» y molesta mujer.Y otro tanto sucede con su marido. Una mañana, el embajador encuentra a María Antonieta algo avergonzada y preocupada por el estado de sus deudas, ¡que ascienden a la nada despreciable suma de 500.000 libras! La Reina está «sorprendida», pero no da muestras de gran inquietud. Su inconsciencia tiene excusa: los gastos a su alrededor parecen multiplicarse.
María Antonieta se confía a Luis y éste se compromete a pagar sus deudas. Y, lo mismo que ha tolerado el faraón y sus derroches, y ha destituido a ministros, el Rey paga sin una queja ni una palabra de reproche. Es tanto lo que Luis necesita hacerse perdonar que cada vez se vuelve más complaciente. Multiplica los bailes, los juegos y los espectáculos, y anima a su mujer a disfrutar de ellos. No obstante, un día en que en una partida de cartas alguien le pregunta cuánto está dispuesto a apostar, responde:
«No puedo apostar nada, pues yo no juego mi dinero, sino el de los demás.»2 ¡Sabe que no es lo suficientemente fuerte como para rivalizar con el círculo de su esposa en astucia, inteligencia o jovialidad, pero acepta ser cómplice de su desastre! Prefiere cerrar los ojos con tal de que su mujer no se entregue a placeres más inconfesables.
2 André Castelot, op. cit. , p. 119.
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un encuentro en el bosque
Una fría mañana de primavera en que la carroza de María Antonieta galopa hacia el Bois de Boulogne para asistir a las carreras, llega hasta sus oídos un grito terrible. Al frenar en seco los caballos, la Reina es impulsada hacia delante y se golpea. Cuando va a protestar oye el llanto de un niño. Atendiendo sólo a su gran corazón, aparta a la criada que intenta componerle el peinado, salta del coche con la agilidad de los años de su infancia en Viena y se dirige con presteza hacia un bulto rubio arrebujado entre las patas de los caballos y temblando de miedo. Vestido con harapos y el rostro lleno de mugre, un muchacho la mira con lágrimas en los ojos. Es un milagro que esté con vida. La habilidad del cochero ha impedido que fuera arrollado por las ruedas de la carroza. La Reina reacciona enseguida y ordena a sus hombres que saquen al muchacho de debajo de los caballos. En ese momento, una vieja desdentada, cubierta de barro, se abalanza sobre los guardias profiriendo gritos histéricos y diciendo que le han querido asesinar a su nieto, la alegría de su vida. Después rompe a sollozar de un modo que parte el alma: la situación es trágica y grotesca a un tiempo. La anciana, aunque ve a su nieto sano y salvo, intenta sacar provecho de la situación al ver que una joven y adinerada dama, pues no ha reconocido a la soberana, se interesa por la suerte del muchacho. A María Antonieta sólo le preocupa el niño y, puesto que el peligro ha pasado, se acerca al bulto indeciso, que llora en silencio, le toma en brazos y se pone a tararear, mientras le acaricia, una balada en alemán, tras lo cual le besa tiernamente en la mejilla. Los criados no dan crédito a sus ojos, bien es cierto que la Reina siempre es muy amable y buena con ellos; una bondad que le brota espontáneamente, pero de ahí a tomar en brazos a un chico lleno de pulgas que en su vida ha visto una bañera… se quedan boquiabiertos. Cuando más tarde cuenten este episodio en palacio, ¿quién les va a creer?
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María Antonieta siempre se ha mostrado pudorosa en cuanto al contacto físico.A la hora de ofrecer su mejilla lo hace con bastantes reticencias, como si buscara protegerse el cuerpo con una armadura invisible, en un intento de sacralizar su pureza; como si un beso pudiera mancillarla. Pero enseguida las malas lenguas de Versalles, ya sean Princesas, hijas de banqueros, esposas de aristócratas, camareras o criadas, empiezan a murmurar sobre «el enca-prichamiento» de la Reina por el muchacho vagabundo. En un país donde la maternidad no se considera nada especial, los comentarios malintencionados sobre esta relación con un niño al que ayuda por las mañanas a vestirse, cuya alimentación supervisa y al que sigue en los estudios toman proporciones cada vez mayores. Nadie comprende la actitud un tanto exagerada de una mujer que sufre no sólo por no poder tener hijos, sino, y lo que es peor, por un inmenso vacío afectivo que sólo la presencia de un ser totalmente puro y desinteresado como un niño puede curar.
Las viejas damas de la corte no pueden ocultar el desdén que sienten hacia estos raptos apasionados de su soberana. María Antonieta, quizá por seguir la tradición del antiguo Rey o por corregir a estas damas maleducadas, atesora motes hirientes y no muy sofisticados con los que ridiculiza a las taimadas cortesanas, lo que no hace sino aumentar su odio. En una corte tra-dicionalmente rígida y formalista, el comportamiento de la Reina es reprobable y la acidez de las críticas, cada vez más virulentas, demuestran el poco respeto que inspira la Reina a la anterior generación.
Entre tanto, las misivas de la emperatriz María Teresa siguen lle-gando a palacio. Su hija no parece darse por aludida y responde de modo respetuoso a todas ellas, pero vislumbra entre líneas la presencia del dragón, ahora envejecido, y aunque su madre sigue diciéndole que viajaría gustosa hasta su feudo de Flandes por verla, sabe perfectamente que la Emperatriz no está en condiciones de 01 MA 14/12/05 17:36 Página 126
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hacerlo. Ha pasado su momento y María Antonieta se siente, en el fondo, aliviada.
josé ii
Mientras en Versalles la Reina, que no pudiendo complacer a su madre en el terreno sentimental intenta complacerla en el polí-
tico, se opone a la elección del Príncipe de Rohan para el cargo de gran limosnero. Este personaje, procedente de una excelente y noble familia francesa, muy conocido en Viena por haber sido embajador, se había dado a conocer en la corte como un ser frí-
volo e intrigante.Y si María Antonieta desdeñaba a los eclesiásticos fariseos, detestaba mucho más las intrigas dada su rectitud y rigidez de carácter. Oponiéndose abiertamente a este nombramiento, resultó en cierto modo vencida, pues las damas de la corte, a las que había criticado tantas veces, consiguieron convencer al soberano de lo fundamentado de esta decisión. Humillada, la Reina trata al Príncipe con indiferencia, sin poder imaginar que ha puesto la primera piedra de un escándalo que arruinará su reputación para siempre.
María Antonieta nunca se había divertido tanto como en el carnaval de 1777. No encuentra tiempo para ocuparse de la corte, que tiene abandonada.Versalles nunca ha estado tan desierto como en aquel invierno. Pero la Reina ya no es la ingenua niña de quince años apenas llegada a Francia, sino que se ha transformado en una mujer de veintidós, en la plenitud de su belleza, seductora y deseable, que permanece sentada a la mesa de juego hasta las cuatro de la madrugada. Es cierto que aún se guarda de peligros mayores, si bien permanentemente lidia con ellos. Las cartas de Mercy, que como sabio conocedor del género humano sabe cuán reveladores son los cambios 01 MA 14/12/05 17:36 Página 127
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de humor de la soberana y su inquietud desenfrenada, instan al Emperador a acudir lo antes posible para impedir que su hermana cometa un error que le habría de ser fatal. Es preciso salvar a la Reina de sí misma.
La tempestad se cierne sobre París en estos primeros días de 1777, rayos azules atraviesan el cielo. Cae un diluvio sobre el pasa-jero que viaja en un coche de alquiler descubierto y que acaba de detenerse ante una sencilla pensión. Con elegancia, un gentilhombre alto y apuesto salta fuera del vehículo y se dirige a grandes zancadas hacia el improvisado refugio. Pese a la sencillez de la indumentaria, su elegancia y su porte delatan su linaje. Cuando el propietario, sorprendido por el aspecto y el acento del extranjero, le pregunta su nombre, él responde: Conde de Falkenstein.
Cuando el Conde de Falkenstein se hace anunciar, gran parte de la corte aún ignora que se trata del Emperador de Austria, hijo de María Teresa y hermano de la Reina de Francia. Ciertamente, José II es un hombre extraño. Dado que nunca logrará superar a su madre en inteligencia, se forja una personalidad singular; a menudo se le puede ver tirando del arado de los campesinos, mezclándose con la multitud vestido como un sencillo burgués y arreglándoselas para que el mundo entero conozca su sencillez y su modestia. Y la verdad es que funciona, pues la gente se queda extasiada ante su modestia y alaba su bondad. De este modo irá fraguando su leyenda de Emperador popular.
Pero en esta ocasión el objetivo de su visita a Francia es en primer lugar hablar de hombre a hombre con su cuñado para convencerle de que se opere con el fin de terminar de una vez por todas con la fragilidad de aquella unión. En segundo lugar, amonestar a su hermana para hacerle ver las perniciosas consecuencias, tanto humanas como políticas, de su afición a los placeres mundanos.Y, por último, estrechar con un nuevo acercamiento los lazos entre la Casa de Borbón y la Casa de Habsburgo.
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La Reina espera la visita de su hermano con sentimientos con-tradictorios. Por una parte se siente feliz por poderse confiar plenamente a un miembro de su familia y sabe que nadie mejor que su hermano para comprenderla; pero, por otra, teme su juicio severo, su inquisitiva mirada, a la que nada puede ocultar. María Antonieta, a la defensiva, no está dispuesta a dejarse amonestar; ella, mimada y adulada por sus cortesanos, ya no está habituada a que ninguno la reprenda.
Pero el 19 de abril,Versalles se levanta con todo su esplendor.
Cuando la soberana, vestida con un traje de seda azul cielo sobre el que destaca su tez de melocotón y el gris de sus ojos, recibe al Conde de Falkenstein en su gabinete, éste no puede por menos que exclamar: «¡Si no fuerais mi hermana, no dudaría en casarme de nuevo…!»3 Conmovida por estas palabras, con las mejillas arre-boladas, María Antonieta confía al Emperador su pesada carga.
La emoción del encuentro y la tensión que crea es tal que la joven Reina no puede contener las lágrimas. Se abraza a su hermano como si le hubiera sido devuelta su infancia y, con ella, los días de despreocupación. Ella, que se creía tan francesa, siente sus limi-taciones tras el asunto Rohan. Confiesa su decepción como mujer, sus pesares como Reina, la maldad de la corte, la maledicencia de los cortesanos y, como una marea que la anegara, la incomprensión que la rodea. Pero su hermano ya no la escucha y, sin darle la oportunidad de seguir lamentándose, le promete hacer lo posible para terminar con esa ridícula situación. Austria lo exige.
A pesar de su dureza, encuentra a su hermana exquisita y en la Ópera es el primero en aplaudir. «Es amable y encantadora
—le escribe en una carta a Leopoldo, su hermano—. He pasado las horas con ella sin darme cuenta apenas de que pasaban…»4
3 Antonia Fraser, op. cit. , p. 174.
4 Ibidem, p. 175.
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José se siente deslumbrado, como todos los que se acercan a María Antonieta, lo que no le impide juzgar que «la Reina es muy hermosa y amable, pero sólo piensa en divertirse». Su gran consuelo es que «su virtud está intacta». Critica duramente a los hermanos del Rey y a sus esposas; por el contrario, Luis le causa una inme-jorable impresión: «Es un poco débil, pero en absoluto imbécil.»5
Obstinadamente, el Emperador se empeña en seguir de incóg-nito, aunque para entonces ya todo el mundo le conoce y ha con-quistado con su sencillez al pueblo de París, acostumbrado al lujo desmedido de sus Reyes. Intenta dar ejemplo a su hermana mostrándole su inmenso éxito con la gente sencilla. Asiste a una sesión de las Academias, a los debates parlamentarios, visita el jardín botá-
nico, un asilo de sordomudos, una fábrica de jabón y disfruta de los aplausos que recibe allá donde va. Durante su corta estancia, conocerá mejor la capital que María Antonieta en veinte años de reinado.
el trianon
El ilustre invitado recorre en carroza junto a la pareja real el
«reino» de su hermana. Luis disfruta del improvisado paseo con su cuñado, a quien parece apreciar, y aprovecha para tratar con él algunos temas políticos. Le gusta de José II el realismo y la sensatez que tanto faltan en la corte francesa. María Antonieta tiene empeño en mostrar a su hermano su pequeño paraíso. Dispuesta a gozar de su fogosa juventud, había suplicado a su marido que le cediera el palacio de verano del Trianon, que poco a poco se va convir-tiendo en un segundo y minúsculo reino en el corazón de Francia.
En Versalles la libertad le estaba negada; no podía dar un paso sin que la corte en pleno estuviera al tanto, mientras que el Tria-5 Ibidem, p. 175.
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non es un lugar perfecto para el descanso o el esparcimiento al margen de todo control. Será su juguete preferido durante más de diez años, una joya arquitectónica de inspiración clásica y líneas sencillas y gráciles, de una blancura llamativa entre el verdor de los jardines, que María Antonieta decorará con elegancia y sutileza. El interior está concebido para la intimidad y todo en él evoca el gusto de la Reina. María Antonieta transforma el fastuoso dra-matismo de los estilos Luis XIV y Luis XV en un ambiente de claridad, ligereza y delicadeza absolutamente femenino. La música juega allí un papel primordial: un clavicordio y un arpa dan fe del amor de la Reina por este arte. El mármol sustituye a los revestimientos de madera, las sedas en tonos pastel al terciopelo carmesí… Refinamiento en su máxima expresión. Pero en esta gran residencia de sólo siete estancias no hay más que un dormitorio, del que queda excluido su esposo, pues sólo hay una cama, y tan estrecha, que el Rey, demasiado grueso, no hubiera cabido en ella.
El Trianon está exento de toda etiqueta: se come sobre el césped, con la cabeza descubierta e indumentaria ligera, no existe el protocolo y los criados llevan únicamente la librea roja y plata de la Reina.
Es, pues, a sus dominios secretos donde María Antonieta lleva a «cenar en familia» a su hermano y a sus más íntimos cortesanos. Se siente inmensamente feliz rodeada de sus seres más queridos, de modo que ni siquiera la alusión de José al grosor de su maquillaje logra arruinarle la velada. El Emperador se encontrará allí por primera vez con los Polignac, que no le causan muy buena impresión. No encuentra nada que merezca la pena entre la gente de la alta sociedad que su hermana frecuenta. Más tarde comentará a su hermano en una carta «el mal tono general de los asistentes».6 Pero lo que hiela la sangre al joven soberano es comprobar 6 André Castelot, op. cit. , p. 126.
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que María Antonieta «no siente nada hacia el Rey», que le trata con la indiferencia y la soltura con que trataría a un niño. Luis, con su natural bondad, simula no darse cuenta de nada. Y las veladas con la Princesa de Guéméné sorprenderán aún más al Emperador. Del ambiente decadente que rodea al faraón, el juego que obsesiona a todas aquellas gentes, dirá que tiene los tintes de «un verdadero antro»7.
José II no duda en intervenir y, tras el malestar y la resistencia de los primeros días, se gana la confianza de María Antonieta con toda intención de salvarla. Logra que confiese la realidad de su vida disipada, mostrándole que ha olvidado a menudo sus deberes de esposa y de Reina, y haciéndole prometer que cambiará de vida. José deja Versalles emocionado: «Tuve que hacer acopio de cuantas fuerzas pude para irme de allí», y la despedida es des-garradora. El Emperador todavía recuerda con toda claridad el suave cabello rubio de la recién nacida que sostuviera ante la pila bautismal. Aquella criatura tan dulce se ha convertido como por encanto en la Reina «del más hermoso Reino de Europa», pero es una mujer bella que está sola y su soledad la empuja a llevar una vida de excesos. «Una mujer desgraciada será una Reina aún más desgraciada», vaticina José II, y por enésima vez señala: «¡Muy dura será vuestra caída si no os guardáis!»8
Al partir, el hermano tan querido de María Antonieta deja una larga lista de instrucciones por escrito como testimonio de su visita. Ella se sentirá obligada a hacer examen de conciencia y sabrá darse una respuesta sincera. Por orgullo no quiere que parezca que cede ante los consejos del Emperador y se empeña en hacer creer que el cambio se debe a ella misma. Sea como fuere, lo importante serán los efectos. Durante el verano de 1777, y especialmente 7 Ibidem, 126.
8 Ibidem, 126.
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durante la ausencia del Conde de Artois, ella asiste con menos frecuencia a los espectáculos de París, acompaña más a menudo al Rey durante las cacerías y empieza a distanciarse de la Princesa de Guéméné. Por último, se muestra más afable con la corte y tiene mayor cuidado en no herir susceptibilidades. Pero con el regreso de su cuñado parece volver también el mal carácter de la Reina. El «cáncer» que José parecía haber frenado reaparece más virulento que nunca. Los protegidos campan por sus respetos, la Condesa de Polignac alcanza su mayor momento de gloria y María Antonieta pierde y se endeuda; el juego hace furor y nadie osa contradecir los deseos de la soberana.
«la felicidad más esencial de mi vida»
José II ha tenido más éxito que otros con su cuñado. En el mes de julio, Luis XVI por fin se decide a superar su aversión al bisturí para someterse a una leve operación del prepucio que, aunque sin grandes complicaciones, resulta bastante dolorosa si se piensa que entonces se practicaba sin anestesia. Luis aguanta estoicamente todos estos inconvenientes y… tras unos días, llega la revelación. Después de tan larga espera, el resultado no parece decepcionar de ningún modo a la joven pareja. María Antonieta confía a una de sus damas de compañía «sentir la felicidad más esencial de mi vida»9, mientras que Luis les dice a sus tías: «Adoro el placer y lamento haberlo ignorado tanto tiempo.»10
Con un gesto muy propio de María Antonieta y acorde con el gusto de la época, manda levantar un templo al Amor. La rotonda, de estilo clásico, acoge una de las esculturas más her-9 Stefan Zweig, op. cit. , p. 152.
10 Ibidem, p. 152.
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mosas de Bouchardon: Eros tallando su arco en la roca. Más de un antepasado debió de revolverse en la tumba al conocer que uno de sus descendientes, procedente de una de las dinastías más cató-
licas de la historia, quería ofrecer un posible embarazo a una divi-nidad pagana.
Cuando uno recuerda la desesperación, ante la evidencia de esterilidad de su esposo, de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia, que le suplicaba a la Virgen de Laeken que le concediera un hijo milagrosamente, o las peregrinaciones de la «intrigante» Ana de Francia, futura madre de Luis XIV, cuyos frutos son de todos conocidos, se queda perplejo de que la joven Reina, sin ni siquiera reflexionar, sin pensar en las consecuencias de sus actos, influenciada por la frivolidad de sus protegidos actuara de un modo tan contrario al sentir de otras mujeres de su religiosa dinastía.
Tres meses después de la operación de su marido, María Antonieta empieza a desertar del lecho conyugal. La explicación que da a su madre es que al Rey no le gusta dormir con nadie. La verdad es muy diferente: Luis, que se acuesta temprano para poder madrugar, prefiere quedarse en sus aposentos y no esperar la ruidosa llegada de su tierna esposa a horas intempestivas.
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el asunto de baviera
Una suave brisa entra por las ventanas del Petit Trianon ondu-lando los visillos de seda clara. Conjugando las líneas clá-
sicas con la gracia francesa, un estilo sin parangón con ningún otro afirma el dominio de una mujer, el reinado del gusto y del refinamiento.Todos los objetos, desde la plegadera al cepillo de marfil reflejan la dulzura y el encanto de su propietaria. María Antonieta, ataviada con un vestido ligero con motivos florales, sentada en el saloncito de color melocotón y con la mirada perdida en un cuadro de Watteau, toma la pluma y escribe con los gruesos trazos que caracterizan su escritura una fecha, 18 de abril de 1778.
Esta carta dirigida a su madre es una explosión de alegría, pues la Reina de Francia va a revelarle el secreto mejor guardado del reino. Con una mezcla de alegría y orgullo, María Antonieta le comunica su estado de buena esperanza. Por prudencia, aún no se lo ha comunicado a nadie, pues hasta un mes después no podrá estar segura. Sin embargo, en sus entrañas ya siente una transformación, ha notado los síntomas, no puede equivocarse; más revelador que las náuseas por las mañanas o los ardores de estómago es el cambio en el estilo de vida de la joven soberana. Ha renunciado al juego y a los bailes, y lleva una dieta sana.Tal como le prometiera a Mercy d’Argenteau, «el día en que Dios me otorgue la gracia de ser madre», maduraría.
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Desgraciadamente, la política vendrá a ensombrecer las primeras alegrías de María Antonieta y una maternidad tan deseada y preciosa.
El asunto de la sucesión de Baviera estalla poniendo en peligro el principio mismo de la alianza con Austria. El gabinete de ministros reunido en Versalles no quiere ceder a las pretensiones de José II, quien a la muerte del elector ha tomado la Baja Baviera. Se niegan a defender a un aliado demasiado ambicioso por temor a las repre-salias de Federico II de Prusia, cuyo ejército ha invadido Bohemia.
María Teresa, por su parte, entiende que no debe mezclar a María Antonieta en las negociaciones, por miedo a hacerla
«inoportuna al Rey y odiosa a la Nación».1 Pese a ello, lo hace, arrastrada por la crítica situación del Imperio. Escribe a su hija una y otra vez suplicándole que interceda ante el rey Luis XVI y sus ministros para que ejerzan, al menos, presiones diplomáticas sobre Federico II. María Antonieta comprende que es la única esperanza de su familia y Mercy la persuade de que podrá servir a un tiempo a ambas patrias. De modo que interviene, y con pasión.
Así pues, se volcará en el asunto de la guerra de Bohemia, donde se suceden las noticias pésimas. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando recibe al correo de Viena; incluso se comenta que, para mostrar su pena, llega a cancelar una fiesta en el Trianon y convoca sin cesar a los ministros a su gabinete.
Discute con ellos ante el Rey, una vez aprendida la lección con el embajador austriaco, pero el ardor la pierde y, tanto si amenaza con destituir a Vergennes, el ministro de Exteriores, como si habla en nombre del niño que lleva en sus entrañas, no puede contener el llanto. En aquel contexto tan deshumanizado de la corte francesa, ella interpreta un papel conmovedor y será precisamente su ingenuidad lo que habrá de salvarla como personaje romántico para el recuerdo de las generaciones venideras.
1 André Castelot, op. cit. , p. 137.
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Poco hacía falta para que corriera de boca en boca que María Antonieta quería entregar Francia a Austria. Nunca se le perdonará haberse inmiscuido con tanta vehemencia en cuestiones que ella tenía por puramente familiares. En adelante, todo el mundo la conocerá por el sobrenombre fatal que llevará para siempre:
«la Austriaca».
las levitas
Un mes más tarde, en el mismo salón del Trianon, la Reina recibe a su amiga la costurera Rose Bertin. Ésta hace un cumplido a la soberana sobre su porte y María Antonieta, con las mejillas encendidas, en un gesto propio de todas las mujeres encinta, acaricia suavemente la redondez incipiente de su vientre. Se ríe, al contarle la sorpresa de su esposo cuando, para anunciarle el feliz acontecimiento, le había dicho: «Debo quejarme, Sire, de que uno de vuestros súbditos es lo bastante atrevido como para darme pata-das en el vientre.»2
Pensando en el verano, le pide a la modista que le confeccione modelos amplios y ligeros para prevenir el calor y sueltos en la cintura para sentirse cómoda. La víspera había asistido a la representación de la última obra de Racine y se le había ocurrido la idea de copiar el atuendo de los sacerdotes judíos que intervenían en la obra; una idea que divierte enormemente a Mademoiselle Bertin, quien propone a la Reina utilizar para su confección un tejido extremadamente fino, como la gasa o el tul de los visillos.
María Antonieta, entusiasmada por el talento creador de la modista, da palmas de alegría. Sugiere colores pastel, que le suavizan el rostro e iluminan su tez.
2 Stefan Zweig, op. cit. , p. 153.
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Hablando sobre los preparativos de la habitación del niño, Rose trata de averiguar el nombre de la nodriza. María Antonieta, con tono vacilante, le dice que le gustaría alimentar a su hijo ella misma, enumerándole las ventajas que ello tiene tanto para el niño como para la madre. Sin embargo, es un tema en el que teme sentirse incomprendida en general y el rostro de asombro de la propia costurera le confirma sus temores. En efecto, aunque Rose Bertin está acostumbrada a ocultar su parecer, como buena comerciante, las confidencias de la Reina le sorprenden vivamente, pero por prudencia se calla.
Para cambiar de tema, anuncia a la soberana su intención de viajar a su pueblo natal para ver a la Virgen de Abbeville, conocida por sus milagros, a fin de rogarle por la salud del futuro Príncipe.
Conmovida por sus intenciones y en un alarde de generosidad muy acorde con su carácter, María Antonieta le propone correr con los gastos del viaje. Bertin, con lágrimas en los ojos, acepta.
La modista había aprendido a querer a esta mujer, a veces tan desconcertante, pero buena y honesta. Su confianza con la Reina es algo que provoca muchas envidias y ella sufre al saberla blanco de no pocas críticas. Las calumnias a propósito del nacimiento del heredero proliferan; los escépticos llegan incluso a dudar de la paternidad del niño. Lo más indignante es que tales ignominias salen de la boca de un respetado miembro de la familia. Alguien que hacía poco tiempo suplicaba a la Reina para que intercediera en su favor ante el Rey a fin de que se hiciera cargo de sus deudas de juego. Alguien que gozaba de su entera confianza y a quien María Antonieta, en su inmensa ingenuidad, aún trata con bondad. Este individuo hipócrita no es otro que… el Conde de Provenza.
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Una cálida noche de finales de agosto de 1778, una multitud enfervorizada acude al Salón del Trono de Versalles para ser presentados a Sus Majestades.Al fondo de la sala destacan dos inmensos tronos de la época de Luis XIV. Las mujeres, con un crujir de seda multicolor, saludan haciendo amplias reverencias; los hombres se inclinan con respeto ante sus soberanos. La Reina, muy erguida sobre el sillón de terciopelo carmesí, aparece algo pálida.
La Condesa de Polignac, pendiente de ella, le ofrece un vaso de agua. El calor y la falta de aire le provocan náuseas, ya no soporta estas largas ceremonias.
«No es normal», comentan dos mujeres que se asombran al ver a la Reina, si bien resplandeciente como siempre, más gruesa debido a su estado de ingravidez. Estas dos cotorras, vestidas con las levitas que la soberana ha puesto de moda, tras saludar cortésmente a la Condesa de Artois se preguntan con curiosidad malsana por qué María Antonieta no va a dar a luz con el médico de la familia que había llevado el embarazo de la Condesa. Una vez más ha querido romper con la tradición y ha elegido a otro especialista, el hermano del abate de Vermond, quien en Viena le había enseñado francés y había permanecido a su lado en las horas más sombrías del delfinado y del reinado. Por otra parte, para el médico elegido por María Antonieta este alumbramiento era como un juego de azar: de nacer un Delfín, le esperaba una pensión de 40.000 libras, mientras que, si se trataba de una Princesa, tendría que contentarse con sólo 10.000.
De repente, el pálido rostro de la soberana se enciende cuando le presentan al Conde Axel de Fersen.Tras examinar atentamente el uniforme de dragón ligero del ejército sueco, formado por jubón azul, guerrera blanca, pantalón de piel y chacó negro con airón azul y amarillo, María Antonieta exclama: «Oh, es un antiguo conocido.»
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Y para gran asombro de tías y cuñadas, se queda hablando con el joven oficial más de lo que la etiqueta establece. Le vienen a la mente un sinfín de recuerdos: una velada en la Ópera, un baile de máscaras… ¡había sido tan solícito! El joven sueco se siente visiblemente emocionado ante la deferencia con que le trata tan hermosa dama.
El rey Luis no ve malicia alguna en este episodio y sonríe cuando la Reina invita al Conde Axel de Fersen a visitarles en Versalles. La familia, perpleja ante tan repentino desahogo afectivo, no hace sino mostrar su indiferencia. Pero la soberana, con la seguridad que le da la maternidad, hace caso omiso a las habladurías familiares y disfruta de la emoción que le provoca el aspecto físico del joven. Ella ama la belleza y se siente atraída tanto por las líneas clásicas de un jardín como por las de un rostro. La misma felicidad que siente cuando contempla el Trianon o el corte recto y sencillo de sus levitas. Un hecho puramente estético desprovisto de toda carga moral pero inherente a su carácter. Se siente atraí-
da por este ser de veintitrés años, un poco melancólico, que carece de la liviandad o la brillantez francesas, pero cuya varonil grave-dad derrite corazones.Y manifiesta el más vivo afecto por él.
Aquel mismo año, el carácter impulsivo de María Antonieta y el orgullo que muestra en cada intervención política van a jugarle una mala pasada en la que se verá comprometida la reputación del Rey. El protagonista será, de nuevo, el fatal Príncipe de Rohan, al que la Reina no puede soportar; un odio transmitido por María Teresa y heredado por su hija, de corazón excesivamente estricto.
Por complacer a su familia austriaca y deshacerse del «despreciable individuo», María Antonieta intenta hacer evidente su gran influencia tanto moral como política. Quiere convencer a su esposo de que use su derecho de patronato real ante la Santa Sede para impedir que el Príncipe de Rohan sea nombrado cardenal.
Hará uso de todo su poder de seducción, recurriendo desde las 01 MA 14/12/05 17:36 Página 143
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caricias a las lágrimas, a fin de hacer entrar en razón a su esposo.
Y, para escándalo de la familia del príncipe y sus más allegados, el nombre de Rohan ni siquiera figura en la lista francesa de aspi-rantes a la dignidad de cardenal. Así que el Príncipe y su poderosa familia buscan apoyos en otros lugares y solicitan la ayuda…
del Rey de Polonia, personaje poco significativo entre las demás monarquías, pero emparentado con la familia real francesa.
Al final, valiéndose de sus sustanciosas rentas, Luis de Rohan logra convencer al soberano polaco y recibe la púrpura cardena-licia. La corte francesa se siente triplemente humillada: la Reina y Viena se han visto burladas a un tiempo; la debilidad del Rey le ha procurado un nuevo golpe, y el cardenal, que debe su título a un monarca extranjero, en un próximo cónclave podría no apoyar la causa francesa.
Pero la «tormenta Rohan» no ensombrecerá por mucho tiempo el humor de la joven madre, que enseguida volverá a mostrar sin reparos su despreocupación, concentrándose por entero en la vida que siente latir en sus entrañas.
nuevo nacimiento
La agitación en torno al alumbramiento real es inimaginable.
Todos tienen la mirada puesta en el feliz acontecimiento. Hay quienes encargan misas o entonan un Te Deum para honrar a los soberanos y quienes muestran un semblante ceniciento al ver sus posibilidades de ascender al trono seriamente comprometidas por la intempestiva llegada de una criatura que viene a aguarles la fiesta. Aunque es consciente de la tensión creada entre sus cuñados, los Condes de Provenza y de Artois, y sus respectivas esposas, María Antonieta, ensimismada, no les hace demasiado caso.
Además, de ser una niña no tendrán nada que temer. Ha padecido 01 MA 14/12/05 17:36 Página 144
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tanto por llegar a vivir tan glorioso día que, sea cual fuere el sexo de la criatura, sabe que su llegada la colmará de una felicidad hasta ahora desconocida para ella.
El 19 de diciembre de 1778, un poco antes de medianoche, la Reina se despierta sobresaltada. Han comenzado los primeros dolores. Una vez más será víctima de la tiránica etiqueta de palacio, pues, según una tradición secular y sagrada, el alumbramiento de una Reina de Francia es un acto público. Habrá de superar tan dolorosa prueba ante la corte en pleno.
Todos los miembros de la familia real, así como los altos dignatarios, gozan del derecho de asistir al parto en la propia estancia donde la Reina está dando a luz. Unos minutos después de que la Princesa de Lamballe haga el anuncio oficial, invaden la habitación. Bastantes días antes de la fecha, cuantos gozan del «privilegio de entrar» se alojan en las proximidades de palacio, ya que no quieren de ningún modo perderse el espectáculo del año.
Hacinados, los asistentes se sientan según sus títulos en unos sillones dispuestos alrededor de la cama. El aliento de cincuenta personas en la habitación y las contraventanas cerradas para que no entre el intenso frío del invierno hacen el aire irrespirable. Quienes no han encontrado asiento se suben de pie encima de sillas o de bancos, pues no quieren perderse el menor gesto o gemido.
Nadie abandona su sitio, no se abre una ventana, y el suplicio público de María Antonieta dura siete horas. El nerviosismo del Rey es inenarrable, patea el suelo, suda, tose, se encoge en la silla…, mientras que ante sus ojos su dulce esposa, al límite de las fuerzas y tan blanca como las sábanas, lucha por traer al mundo al tan ansiado heredero. Por fin, a las once y media de la mañana, la Reina trae al mundo una niña, una princesa real que será bautizada con el nombre de María Teresa.
Cuando se han llevado a la criatura a la estancia contigua, María Antonieta sufre una hemorragia; el aire viciado hace que pierda 01 MA 14/12/05 17:36 Página 145
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el conocimiento. El Rey abre las ventanas, que habían sido selladas con burletes, con una fuerza inusitada que sólo el amor por su esposa podía darle. El cirujano, temiendo por la vida de la Reina, improvisa una sangría sin haber preparado nada, ni siquiera agua caliente. La sangre fluye, poderosa. Madame de Lamballe se des-maya pero la soberana abre los ojos. Se ha salvado. Las felicita-ciones, los abrazos… Todo el mundo llora y las campanas repican anunciando la buena nueva a todo el reino, es el momento de la alegría.
Mientras se va reponiendo de tantas emociones y la multitud poco a poco abandona la estancia, María Antonieta se siente llena de ternura al recordar el llanto de la criatura que acaba de traer al mundo.Tanto mejor si es una niña; de ese modo, las eminen-cias grises de la corte no querrán apropiarse de ella inmediatamente.Tiene mucha necesidad de dar amor, de llenar ese vacío que ha ido creciendo con los años. Esta niña enviada por Dios, este regalo que creía que le estaba negado, no puede llegar en un momento más dulce.
Desde hace meses se evita el tema de la nodriza por temor a contrariarla, dada su susceptibilidad al respecto. De acuerdo con sus creencias y su visión «natural» de la vida, María Antonieta desea amamantar ella misma a su hija. El hecho de que sea una niña le hace ser más firme en sus pretensiones y le facilita la tarea de imponer sus ideas a una corte retrógrada. Las viejas damas se escandalizan con sus excentricidades, especialmente porque se considera que, durante el periodo de lactancia, las mujeres son estériles y la Reina debe ponerse de inmediato a la tarea de dar un heredero a la Corona.
El Rey, que de ningún modo quiere frustrar el afán natura-lista de su esposa, se somete al criterio de su suegra. La respuesta de la Emperatriz es que es a él mismo y al médico a quienes corresponde juzgar la importancia de la lactancia, pero que ella, 01 MA 14/12/05 17:36 Página 146
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personalmente, se pronuncia en contra. Así pues, la decisión que se adopta es acorde con el deseo de la mayoría, pero Luis, mostrando una gran delicadeza, exige que la separación se haga pau-latinamente.Tres meses después del alumbramiento se confía a la pequeña María Teresa a una nodriza, pero los comentarios malintencionados aún resuenan en los corredores de palacio.
la reina se vuelve impopular
Con la maternidad la Reina inicia una nueva vida. Intenta mantener su palabra: menos excesos, menos caprichos. Espacia las salidas y las largas veladas, ve a su hija varias veces al día y pasa más tiempo con el Rey en la intimidad. Pero los franceses, como es de rigor, esperaban un varón, un heredero al trono que asegurara la descendencia de la Casa de Borbón. De haber llegado en aquel momento, probablemente María Antonieta hubiera podido recuperar su pasada popularidad y se le hubieran perdonado los pasos en falso. Pero ya es demasiado tarde. La opinión de los franceses sobre la esposa del Rey está forjada, la creen incapaz de mostrar la seriedad propia de una soberana e incluso dudan de su honestidad.Al margen de las habladurías, a menudo justificadas, sin prisa pero sin pausa, va abriéndose paso también la calumnia, implacable, como el peor enemigo de María Antonieta, el que lentamente la irá llevando a la guillotina.
Ella, feliz de ser madre, intenta implicar a su esposo en tan maravillosa aventura. Luis, aunque algo tosco como de costumbre, tiene sin embargo gestos llenos de ternura hacia su hija. En ocasiones llega a tomarla en brazos, conmovido por su vulnerabilidad. Pero esta felicidad, que une a la pareja real más sólidamente que nunca, no va a durar. La máquina infernal se ha puesto en marcha y María Antonieta se va a convertir en una víctima de sus menores gestos.
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En abril de 1779, aquejada de sarampión, permanece encerrada durante tres semanas en el Trianon junto a cuatro caballeros: Coigny, Guînes, Esterhazy y Besenval, quienes pretenden no abandonarla ni siquiera durante la noche. La corte se escandaliza, pues tanto a Luis XVI, como a la servidumbre, les está prohibido entrar en la habitación. La única excepción es el abate de Vermond, quien suplica a la Reina que escriba unas líneas afectuosas al Rey. Después de mucho insistir el confesor, María Antonieta hace llegar al «pobre hombre» unas líneas que él recibe con emoción. ¡Es fácil imaginar los comadreos que esta espinosa cuestión pudo provocar!
Una vez curada, María Antonieta y su esposo intensifican sus relaciones íntimas, como prueban los archivos de palacio, en donde se registra minuciosamente cada noche que pasan juntos. Quieren dar un heredero al pueblo francés, pero no por ello la Reina deja de asistir a la Ópera ni de entregarse a su amor por los jardines, especialmente los del Trianon, famosos en toda Europa.
Es la época en que se cambian las plumas por los sombreros de paja. La Reina desea hacer las cosas de verdad y, en su afán de autenticidad y rusticidad, planta algunos ejemplares de tejo y boj en su hermoso jardín y hace transportar un auténtico bosque al de Versalles. El pequeño estanque ante el palacio del Trianon alimenta un arroyo que se pasea indolente por el jardín y va a morir ante la residencia. En opinión de María Antonieta, Le Nôtre, con sus parterres recortados y festoneados, sus setos calados y su geo-metría, había arruinado la naturaleza sometiéndola al compás del arquitecto.
Se le reprochará a María Antonieta que en sus funciones de cas-tellana excluyera a demasiada gente. Durante el mes de junio el palacio del Trianon estará a disposición de la Condesa de Polignac, convertida en Duquesa días después de alumbrar felizmente al futuro ministro de Carlos X. Unos favores que despiertan las 01 MA 14/12/05 17:36 Página 148
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envidias. Sin embargo, el nuevo estilo «naturaleza» impuesto por la Reina, a pesar de que incomoda a las cortesanas de más edad, se acepta en vista de que el Rey parece aprobarlo.
Versalles se vuelve cada vez más silencioso. Los escasos visitantes muestran una cierta frialdad cuando asisten a las recepciones, pues acuden para guardar las apariencias sirviendo a la esposa del Rey sin mostrarse demasiado solícitos con ella. Si María Antonieta hubiera sabido dejar a tiempo todas sus frivolidades, abandonar su santuario rococó y su camarilla selecta para afrontar a una nobleza deseosa de servir a sus soberanos y a un pueblo que quería compartir sus penas con ellos, probablemente habría salvado a la monarquía. Pero frívola y sonriente, María Antonieta camina al borde del precipicio. Las palabras, las advertencias, apenas tienen eco en su cabeza y ella sigue riéndose y divirtiéndose.
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la frustración de los cortesanos
Acomienzos de noviembre de 1780,una bruma densa cubre los tejados de Versalles y los cuidados jardines apenas se distin-guen bajo la gruesa capa blanca que parece ahogar el palacio. Un reducido número de cortesanos asiste al despertar del Rey en sus aposentos. No obstante, son las once y media y hace ya tres horas que Luis se ha levantado. Ha dado una vuelta por la forja, ha hecho innumerables preguntas a su maestro cerrajero, ha ahuyentado algunos gatos del balcón y mira de reojo cómo llegan las gentes a palacio para asistir a la ceremonia del despertar. Sólo le falta ahora despojarse del traje de paño y volverse a poner el camisón.
Tras los habituales saludos y las conversaciones de rigor, alguien menciona de repente el nombre de la Condesa de Barry. Durante unos instantes pesa un grave silencio. ¿Cuándo tendrá también el Rey una amante, siguiendo el ejemplo de su abuelo y de Luis XIV, y éstos a su vez de Luis XIII y sus «amigas»? Pero él no quiere ceder ante tal inclinación genética, de modo que con voz atronadora declara a todos los caballeros allí presentes que de ningún modo cometerá los errores de sus antepasados. Siguen a su advertencia murmullos de desconcierto, puesto que ahora que el monarca ha consumado su matrimonio parece evidente que habrá de buscar en otra parte el afecto que su mujer, demasiado ocupada con sus frívolos quehaceres, pudiera darle.
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María Antonieta, cuyo espíritu puro y recto la había llevado a entablar una guerra sin cuartel con la famosa amante de Luis XV
y con el pretencioso charlatán, el cardenal de Rohan, rodeada por su corte de aduladoras admira la honestidad de su marido.
No en vano había dicho, hablando de su familia política: «Cada vez estoy más convencida de que, si hubiera de escoger un marido entre los tres, escogería el que el cielo me ha dado, pues a pesar de su tosquedad, no puede ser más atento y complaciente conmigo.»1 Con el tiempo ha aprendido a apreciarle y, si en algunas veladas de juego a lo grande se dedica a aguarle la fiesta, lo cierto es que se ríe ante su torpeza sin burlarse nunca de él. La lentitud de Luis y su indecisión hubiera sido un blanco ideal para la mente despierta de María Antonieta; sin embargo, no abusa de su esposo solicitando excesivos favores y no se inmiscuye en política sino cuando su patria de nacimiento se lo exige.
La corte francesa echa en falta a personas influyentes a quienes halagar o engatusar, de quienes obtener favores. Es una misión imposible con un carácter tan hermético como el del soberano, poco aficionado a los aduladores. La camarilla de María Antonieta ha alejado a cuantos hubieran podido proteger el trono en caso de peligro y las puertas del Trianon, cerradas a la mayoría, están celosamente custodiadas por gente como la familia Polignac. María Antonieta no se da cuenta de su aislamiento, pues la rueda sigue rodando aunque haya empezado a crujir. Una gran corte debe ser accesible a mucha gente, ya que de lo contrario los odios y las envidias se apoderan de la mente de la gente y surgen las disputas y los recelos.
En efecto, aumenta el número de cortesanos frustrados; las mujeres feas y virtuosas, los gentilhombres relegados a un segundo 1 André Castelot, op. cit. , p. 67.
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plano, los amantes de las «buenas costumbres» de antaño, los que no son invitados a las fiestas de la Reina, los ministros destituidos, los compañeros en el ocio de ayer que María Antonieta ignora hoy…
la muerte de la emperatriz
A mediados de noviembre María Teresa se encuentra muy grave.Aunque aquejada de fibrosis pulmonar, permanecerá consciente hasta el final, el día 29, cuando afirmará: «Éste es mi último día.»
A las ocho de la tarde siente ahogos y se levanta. Apoyándose en su hijo José, se dirige a la ventana. Él la ve palidecer y le pregunta con gran inquietud:
—¿Os sentís mal?
Con voz apenas audible, su madre le responde:
—Lo bastante como para morir.
Luego, volviéndose hacia su médico, le ordena:
—Encended el cirio mortuorio y cerradme los ojos.
Unos segundos más tarde fallece serenamente en brazos de su hijo.2
El 6 de diciembre, en Versalles, el abate de Vermond se encargará de comunicar a María Antonieta la muerte de su madre. Sólo con mencionar que se han recibido tristes noticias de Viena, la sonrisa de la Reina se hiela, la expresión de su rostro se tensa. Su madre, la dura leona, ha muerto de pie, dando órdenes; su madre, de la que se había separado diez años antes y a la que no había podido abrazar por última vez. En medio de las lágrimas esboza una sonrisa. Cuando no era más que una niña, ¡cuántas veces había 2 Ibidem, pp. 152-153.
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intentado llamar su atención cometiendo no pocas estupideces!
Una atención que le llegará después de casada, a través de un bombardeo de consejos, recomendaciones y, con frecuencia, injustas recriminaciones.
María Antonieta había llegado a mostrar ante las cartas de su madre un cinismo desconcertante, a pesar de que, más de una vez, la habían hecho llorar. Pero más tarde, su maternidad la había acercado de nuevo a ella, descubriéndole su lado más emotivo. Al morir la Emperatriz sin haber vuelto a ver a su hija, María Antonieta pierde irremisiblemente esa voz maternal, severa o tierna según el momento, que la hace entrar en razón y que tanto se parece a su conciencia.
La tos del abate de Vermond la saca de su ensimismamiento.
Conmovido, le dice que le ha enviado el Rey en persona. Es la primera vez en diez años que Luis XVI le dirige la palabra. María Antonieta se queda atónita. Su marido, a menudo tan tosco e infantil, continuamente da pruebas de una inmensa delicadeza para con ella. Por temor a ser acusado de querer influir en su esposa, Luis nunca había recibido al abate en sus aposentos y ahora, con esta excepción, demostraba la inmensa consideración que sentía hacia su suegra y los sentimientos hacia su mujer. El gesto de su esposo llega al corazón de María Antonieta, conocedora como nadie de la trivialidad de una corte tan extremadamente refinada, tanto intelectual como estéticamente, pero inmune a los auténticos sentimientos.
El 7 de diciembre se declara día de luto en Versalles; la librea es negra y las carrozas se revisten de morado y negro. El día 10
María Antonieta intenta escribir a su hermano, pero no puede contener las lágrimas. Su llanto se acrecienta al saber que, cuarenta y ocho horas antes de su muerte, su madre había bendecido a sus hijos ausentes; elevando las manos al cielo los había nombrado uno por uno, y tras el último nombre, después de un minuto de 01 MA 14/12/05 17:36 Página 155
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silencio, casi había gritado: «María Antonieta, Reina de Francia», y había roto a sollozar.
josé ii
Tras la pérdida de una madre que, aunque autoritaria, siempre había estado presente, María Antonieta se siente huérfana. Sus contactos con su hermano se harán más esporádicos, a pesar de haber sido su guía desde la cuna y de que sus consejos paternalistas en su última visita a París le habían llegado a lo más profundo del alma. ¿Puede romperse el hilo que sustenta la política interna-cional tan fácilmente?
Ese mismo año de 1781 espera su segundo hijo. Liberada de la presión constante de la Emperatriz, se queda embarazada mucho antes de lo que hubiera cabido esperar. En noviembre cumplirá veintiséis años. María Antonieta ha sufrido no pocas transforma-ciones físicas: tiene el porte de una reina, esa tez admirable de las personas rubias, una piel espléndida de terciopelo, cuello de cánones clásicos, talle bajo, senos voluminosos, más bien rellena aunque no en exceso... Sus brazos son soberbios y las manos y los pies pequeños y graciosos. Resulta encantadora y la maternidad le sienta de maravilla.
Intuye que el niño que va a nacer es un varón; presagio o superstición, lo cierto es que, si está encinta del Delfín, su poder sin duda se acrecentará. José II, queriendo subrayar la importancia del evento, anuncia su llegada para el verano.
Este segundo viaje del Emperador a Francia será muy criticado.
En esta ocasión no por sus excentricidades a la hora de alojarse, sino por las sumas astronómicas que María Antonieta empleará para recibir a su hermano dignamente. Le ofrece en su querido Trianon una fiesta nocturna que se hará célebre por el lujo des-01 MA 14/12/05 17:36 Página 156
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plegado. La velada discurre en un bosquecillo todo verdor adornado con estatuas y rosales, rematado por un templo abierto que acogerá el billar. Pequeñas avenidas conducen al salón de baile y al de juego; y para aislar a los jugadores, se ha cerrado la puerta mediante un inmenso espejo sin azogue. Un guardia suizo guarda la puerta para impedir que los despistados quieran pasar por ella.
El salón de baile es un amplio rectángulo. En verano, los juegos de agua derramándose sobre las conchas de mármol esparcen un suave frescor y, en invierno, las conducciones de la calefacción cal-dean las estancias. Para abastecerse se han dispuesto en una semirro-tonda unos enormes canastos con frutas y dulces, así como grandes vasijas antiguas llenas de licor. La Reina está al tanto de todo, impi-diendo que los jóvenes se enzarcen hablando de caballos o de polí-
tica. A medianoche se sirve la cena en mesas para doce comensales, atendidas por lacayos del Rey y de la Reina de librea rojo y plata.
La fiesta termina al amanecer con un baile.
Habida cuenta de la profunda crisis que afronta el país, se insinúa que el Emperador de Austria ha ido a Francia para recibir de su hermana los «restos del naufragio» en dinero líquido. Hubiera sido un rumor más de los que iban alimentando la hoguera de calumnias de no proceder del jefe de la policía. Adoptando esa actitud que tan propia le es, la Reina, por contrarrestar las habladurías, hace correr el rumor de que tanto su esposo como ella tendrán el inmenso placer de tener como padrino del futuro Delfín al Emperador de Austria.
«el delfín pide permiso para veros»
El 22 de octubre, María Antonieta se despierta con los primeros dolores de parto. Insiste en tomar el baño en su bonito gabinete de techos bajos. Así pues, se traslada una bañera a la habitación 01 MA 14/12/05 17:36 Página 157
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decorada por entero en blanco y oro. Metida en agua ligeramente perfumada, admira los paneles decorados de esfinges aladas ado-sados a los trípodes humeantes y adornados con guirnaldas de rosas, como si de un sacrificio al Amor se tratara.
En la chimenea de mármol rojo prende un buen fuego. Las consolas y la gran mesa de marquetería están abarrotadas de peque-
ños objetos de arte. Se pueden ver los retratos de familia, con sus hermanos y hermanas, y los compañeros de infancia. Por todas partes hay jarrones de Sèvres o de Venecia llenos de flores que se renuevan todos los días. Le gustan tanto que dispone de una doncella cuya única función es encargarse de este asunto en sus aposentos.
Las contracciones aumentan, así que para no angustiarse la Reina se pone a canturrear con voz insegura pero grata, mirando con antojo el clavicordio de Taskin, el arpa y el atril con las partituras. Se dirige a la cámara real, al fondo de la cual se pueden ver dos tapices gobelinos con el retrato de María Teresa y de José II y, frente a la chimenea, la pequeña cama blanca preparada en cada alumbramiento. Se ha alertado al Rey, que se disponía a salir de caza con el Conde de Artois, del estado de su esposa; inmediatamente se dirige a sus estancias y allí la encuentra ya de parto, a pesar de que ella no quiera reconocerlo. Luis anula la cacería, dando así a todo el mundo la señal que esperan para acudir a los aposentos de la Reina; la mayoría de las damas en total desaliño y los hombres tal como están. Las puertas de la antecámara se cierran, en contra de la costumbre, para evitar a los curiosos.
Por orden del Rey la habitación permanece gratamente ven-tilada para que no falte el aire. Apenas una hora más tarde, una doncella de la soberana, toda desgreñada, exclama: «¡Un Delfín, pero que todo el mundo guarde silencio aún!»3 Nadie osa decir 3 Antonia Fraser, op. cit. , p. 210.
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a la Reina que se trata de un varón para no causarle una impresión demasiado viva. Cuantos la acompañan controlan de tal modo sus sentimientos que María Antonieta, al notar tanta tensión a su alrededor, cree que se trata de una niña y dice:
—Ya veis que soy razonable, no os pregunto nada.
El Rey, al ver su inquietud, no duda en decirle con lágrimas en los ojos:
—El Delfín pide permiso para veros.4
Cuando le entregan a su hijo, la felicidad de la Reina es palpable. Todos cuantos estaban presentes en la habitación siguiendo la escena quedan profundamente impresionados. Besándole la ater-ciopelada cabecita, la madre de la criatura le dice a Madame de Gué-
méné: «Tomadle, pertenece al Estado, y yo así recupero a mi hija.»
En la antecámara real se siente una enorme satisfacción.Todo es júbilo. Hombres y mujeres se abrazan, al igual que va a ocu-rrir una hora más tarde cuando las puertas de la cámara real se abran para anunciar el nacimiento del Delfín.Ya no se trata de los vítores y aplausos que llegaban a la habitación de la Reina y seguro que a su corazón también; eran vítores a quien tocara al bebé. La multitud le sigue, le adora.
Este nacimiento da al traste con los sueños de poder de los Condes de Provenza. En adelante deberán recurrir a medios indirectos para conseguir su meta.Trágica venganza del destino: apenas divul-gado el sexo del niño, un cortesano que sale de la antecámara real se topa con la Condesa, que se dirige a toda prisa a la habitación de la Reina. Con total frialdad, le informa del afortunado desenlace del parto y del nacimiento del Delfín: «Qué feliz soy», será su único comentario, sin alterar para nada la expresión del rostro.
Cuando llega el arzobispo a los aposentos del Delfín, quiere imponerle la banda azul, el distintivo del título, pero el monarca 4 Ibidem, p. 210.
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insiste en que primero se le bautice. A las tres de la tarde del mismo día de su nacimiento, la criatura recibe las aguas del Jordán con el nombre de Luis, por línea dinástica, y de José, en honor de su tío austriaco. Será el cardenal de Rohan, en calidad de capellán del reino, quien le bautice; pero en esta ocasión no será el velei-doso eclesiástico quien ocupe el centro de las preocupaciones de la Reina, sino el ser frágil que acaba de traer al mundo. Mientras su hijo, por el sacramento del bautismo, entra a formar parte de la comunidad cristiana, ella, una vez que se han ido cuantos nobles la acompañaban, ruega con fervor a Dios para que lo proteja de todo mal.
Velando por la crianza del Delfín ha elegido a una nodriza cuyo apellido parece estarle predestinado —Madame Poitrine, es decir,
«pecho»—, a fin de que pueda dar a la débil criatura la fuerza que le falta.
Nunca unos festejos como los celebrados con motivo del nacimiento del heredero darán lugar a tantas críticas. La gente ve con malos ojos las inmensas sumas de dinero que habrían de costar, cuando la miseria era tanta.
El 21 de enero de 1782 se establece como el día de la ceremonia de purificación de la Reina y de los festejos de París.Tras la misa, la veneración de las reliquias y el recorrido en carroza por las calles más lóbregas de la capital al Ayuntamiento, se prepara una mesa para setenta y ocho privilegiados comensales, a la que sólo se sientan los soberanos, las damas y los hermanos del Rey, los únicos hombres admitidos en la mesa real.
Después de comer se pasa al salón de juego, y por la noche los Reyes salen a la galería situada frente al Ayuntamiento. La plaza es un hervidero de gente. Hacia las seis y media se encienden luces de Bengala en todas partes y se disparan los primeros cohetes. Los fuegos artificiales son una representación del templo de Himeneo sobre un enorme zócalo de roca, con fuentes, grutas y figuras sim-01 MA 14/12/05 17:36 Página 160
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bólicas. La fusión de aguas y cascadas resulta de una gran belleza; dos columnas de fuego delante del templo sustentan la corona real. Para el pueblo llano se trata de la auténtica fiesta, la última gran fiesta del Antiguo Régimen.5
De vuelta en Versalles, la Reina ocupa la mayor parte de la jornada en atender a sus hijos. En la maternidad María Antonieta descubre una misión infinitamente superior a cuanto había conocido hasta entonces. Es imposible ser más maternal que esta joven madre. Su honda necesidad de afecto, despilfarrado en coque-teos vanos, encuentra un cauce de atractivos mucho mayores que los placeres del juego. Cómo no estremecerse, a principios de octubre, con los padecimientos de la princesa real cuando le comienzan a salir varios dientes al mismo tiempo. Se ve impotente para calmar su dolor; en su última carta a la Emperatriz, le contaba cuánto la conmovían la dulzura y la paciencia mostradas por la pequeña durante sus padecimientos.
la política
A pesar de todo, el criterio de María Antonieta había ido madurando. La política empezaba a interesarle. En los asuntos internos sin duda no podía mostrar la imparcialidad de un consejero, ni tampoco ponía en las delicadas negociaciones diplomáticas el celoso patriotismo de una francesa. Pero, libre de la camarilla de Versalles o de la influencia de Viena, su parecer había de tenerse en cuenta. Sin embargo, el pueblo se fijaba en sus faltas. Sólo el apoyo a Necker, ministro de finanzas en funciones, habría podido jugar a su favor. Cuando el banquero suizo habla de reformas y 5 Pierre de Nolhac, La reine Marie Antoniette, Librairie Fayard, París, 1961, p. 64.
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de economía, María Antonieta monta en cólera, pero poco a poco va prestando oídos a las necesidades del reino, comprende y ya no se opone. Estas conversaciones le permiten vislumbrar la indiscreción de sus amigos, el inconveniente de la generosidad hacia Madame de Polignac, y concibe que haya podido equivocarse y la hayan podido engañar.
Los cuidados del Delfín se confían a la Princesa de Guéméné, quien, en su papel de preceptora de los Príncipes de Francia, ha de velar por su correcto desarrollo. Y aunque en teoría la Princesa también debía ocuparse de la princesa real, la Reina, sin herir la vanidad de la institutriz, se la «quita» con frecuencia. De modo que la pequeña María Teresa termina quedándose en los aposentos de su madre. Cuántas reuniones importantes se interrumpen a causa de incidentes derivados de los juegos de la pequeña. María Antonieta, de carácter distraído por naturaleza, no logra concentrarse y mucho menos comprender lo que se le dice.
Unos cuantos años más de calma y felicidad y esta hermosa mujer habría de encontrar el sosiego y abandonar la turbulencia de la vida frívola. Ignora que el tiempo es lo único que va a fal-tarle, pues en el momento en que encuentre la serenidad, el mundo va a entrar en ebullición.6
6 Stefan Zweig, op. cit. , p. 159.
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el asunto guéméné
Aquel fin de año de 1782 la educación de sus hijos es para María Antonieta fuente de gran preocupación. La estrepitosa bancarrota de más de treinta y tres millones de libras del Príncipe de Gué-
méné obliga a la Princesa a presentar su dimisión como institutriz de los hijos de Francia. Esta gran desgracia resuena como un trueno en un cielo tranquilo y reaviva la hostilidad popular. Son miles de familias las afectadas, se alza un tremendo grito de indignación procedente de los proveedores a los que el Príncipe pagaba en rentas vita-licias y de los acreedores del pueblo llano que habían confiado en el gran señor amigo de los monarcas. El Príncipe tiene que renunciar a su cargo de gran chambelán y se prohíbe su presencia en la corte.
En este triste asunto Luis y María Antonieta darán prueba de imprudencia. A pesar del parecer contrario de su consejero personal, el Rey compra la propiedad de los Príncipes de Guéméné en Montreuil a fin de poder enjugar los gastos de sus fieles servidores y ofrecérsela como regalo a su hermana la princesa Isabel. La Reina indemniza a la Princesa con una fuerte suma de dinero, utilizando como pretexto los años de fidelidad en el cargo de preceptora de sus hijos. Estos gestos de generosidad y buena voluntad por parte de los soberanos, recurriendo al dinero del era-rio público para ayudar a los que el pueblo consideraba ladrones, no fueron bien recibidos por la opinión pública.
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Pero, a la postre, esta historia no hubiera causado el impacto que provocó si a la hora de sustituir a la desdichada Princesa la soberana no hubiera optado por la Duquesa de Polignac. Un nombramiento que le será duramente reprochado. La reputación de la sustituta de la Princesa de Guéméné no puede ser peor. El pan-fleto más suave trata a la Duquesa de Mesalina. Hay que especi-ficar que, durante años, los Polignac se habían procurado unas rentas anuales de más de quinientas mil libras.
María Antonieta, por amistad, es ciega a las requisitorias del clan. Se irrita ante la maldad de la gente y hace oídos sordos a insultos más soeces y graves que los dirigidos antaño a la Condesa de Barry. Trata de envidia el descontento de la nobleza ante tan atroz pillaje, así como el de los fieles servidores del Rey, que se escandalizan ante tantos favores.
Sin embargo, no es en su amiga del alma en quien María Antonieta piensa para sustituir a la Princesa de Guéméné; últimamente está cansada de sus continuas peticiones y de su actitud de reproche cuando no accede. Es un cargo demasiado importante como para confiárselo a una persona tan poco estable. Entonces María Antonieta considera la candidatura de la piadosa Princesa de Chi-may.
Pero los amigos de Madame de Polignac están al acecho y convencen a la Reina para que la nombre a ella, ¡pues de otro modo las malas lenguas podrían creer que María Antonieta no tiene suficiente influencia como para nombrar a su mejor amiga! Argumento este que le hace mella, de modo que intercede ante el Rey y éste, por supuesto, accede. Un nombramiento que María Antonieta no hubiera querido y que le va a resultar funesto, pues cuando los franceses vean que quien tiene a su cargo la educación del heredero, la encarnación del futuro de Francia, es la odiada institutriz elegida por su madre, la impopularidad de aquélla no hará sino agravar aún más la de la Reina. En un mundo donde 01 MA 14/12/05 17:36 Página 167
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impera la frivolidad, hay que tener un espíritu firmemente hipó-
crita y calculador para poder sobrevivir a la vida de salón sin quemarse las alas. Una maldad de la que carecía la joven Reina.
Y para colmo de males, el cardenal de Rohan, pariente cercano de los Príncipes de Guéméné, para lavar el «honor familiar» hace lo imposible por complacer a los monarcas y establecer una cierta intimidad de la que hasta entonces había carecido la relación entre ellos. Una actitud empalagosa que lo único que conseguirá será reforzar la aversión de María Antonieta.
el regreso de axel
Un mediodía de finales de junio de 1783, la Reina está tocando el arpa en el Salón Dorado, donde suele celebrar las audiencias privadas. A su lado se puede ver un sillón rodeado de sillas bajas con los cestos para la costura y las lanas para el telar. Ha empezado una canastilla blanca.Aparta la mano del maravilloso instrumento y mira tiernamente la redondez incipiente del vientre. Está encinta por tercera vez.
La corte ha acogido con sorpresa la noticia de un nuevo embarazo, si bien hace ya tiempo que Luis y María Antonieta desea-ban tener otro hijo. La frágil salud del heredero es motivo de gran preocupación para los Reyes y este niño que ha de venir es una garantía de continuidad para la monarquía.
Saliendo del ligero sopor en el que se ha abandonado, María Antonieta responde distraídamente a la insistente llamada a la puerta del ujier. Un segundo más tarde,Axel de Fersen se presenta ante ella. ¡Cuánto ha cambiado! Ha pasado tres años en Amé-
rica, combatiendo en la guerra de la independencia estadouni-dense, pero parece tener diez más. Sin embargo, la madurez le sienta bien. El joven oficial sueco, muy emocionado, se quita el 01 MA 14/12/05 17:36 Página 168
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sombrero e hinca la rodilla en tierra sin atreverse a alzar la mirada, como extasiado. Hay que decir que el cuadro que se extiende ante sus ojos es admirable: sin duda existen mujeres más bellas que María Antonieta, pero ninguna más radiante. Es tanta su gracia y resplandor, sentada al arpa con un vestido de satén de China en color crema, bordado con sutiles hojas doradas, que no se aprecia la excesiva amplitud de la frente o la hinchazón del labio inferior. Lleva el cabello rubio ceniza en un recogido alto y como único adorno un brazalete de perlas en cada muñeca. Las sucesi-vas maternidades le han dado serenidad, está realmente hermosa.
La Reina sonríe, deja de tocar y le tiende la mano para que se la bese.
Un mes después de regresar, el oficial sueco sólo tiene un deseo: quedarse en Francia y obtener del Rey el mando de un regimiento extranjero.Y, el 21 de septiembre, Luis XVI nombra al Conde de Fersen coronel-propietario del regimiento francés Royal-Suédois.
teatro en el trianon
Por entonces María Antonieta pondrá todas sus energías en la construcción de un teatro en el Trianon, su gran obra y su perdición, ya que va a suponer un coste elevadísimo.