LA PIEL DECOLORADA
Veo por mis libros de notas que fue durante el mes de enero
de 1903, apenas terminada la guerra con los bóers, cuando recibí la
visita de mister James M. Dodd, un británico corpulento, sano,
quemado del sol, bien plantado. El bueno de Watson me había
abandonado para seguir a una esposa, único acto suyo egoísta que yo
recuerdo del tiempo en que estuvimos asociados. Yo estaba, pues, a
solas.
Yo tengo por costumbre sentarme de espaldas a la ventana y
hacer sentar a mis visitas en la silla de enfrente, de modo que les
de la luz en la cara. Míster James M. Dodd mostró no saber cómo
empezar la conversación.
No intenté acudir en ayuda suya, porque su silencio me dejaba
más tiempo para observarlo a él. He comprobado que resulta hábil
despertar en los clientes una sensación de poder, y por eso le hice
ver algunas de las conclusiones a que yo había
llegado.
-Veo, señor, que viene usted de Sudáfrica.
-Así es, míster Holmes; usted es brujo.
-Del Cuerpo de Voluntarios de Caballería Imperial, si no me
equivoco. Del regimiento de Middlesex, sin duda
alguna.
-Así es, míster Holmes; usted es brujo.
Me sonreí al escuchar la expresión de su
asombro.
-Cuando un caballero de apariencia varonil entra en mi
habitación, con el rostro de un matiz que el sol de Inglaterra no
podrá darle jamás, y a eso se agrega el detalle de que lleva el
pañuelo dentro de la manga, en lugar de llevarlo en el bolsillo, no
resulta difícil de establecer su profesión. Lleva usted la barba
corta, y ese detalle da a entender que no pertenece usted al
ejército profesional. Tiene todo el aspecto de un jinete. En cuanto
a situarlo en el Cuerpo de Middlesex, ya su tarjeta me ha hecho
saber que es usted corredor de bolsa en la calle Thorgmorton. ¿A
qué otro regimiento podía usted agregarse? '-Lo ve usted
todo.
-No veo más de lo que ven todos, pero me he adiestrado en
fijarme en lo que veo. Bueno, míster Dodd, usted no ha venido esta
mañana a visitarme con objeto de hablar acerca de la ciencia de la
observación, ¿verdad? ¿Qué es lo que le ocurre en Tuxbury Old Park?
-¡Míster Holmes…!
-No hay en ello misterio alguno, querido señor. Su carta
estaba fechada en ese lugar, y como usted solicitaba esta
entrevista en términos ¡muy apremiantes, resulta claro que había
ocurrido algo importante de una manera repentina.
-Así es, en efecto. Pero yo escribí la carta por la tarde, y
de entonces acá han ocurrido muchas cosas. Si el coronel Emsworth
no me hubiese echado de allí a puntapiés… -¡Que le ha echado a
puntapiés!
-Bueno, en realidad, lo que hizo viene a ser lo mismo. Este
coronel Emsworth no se para en barras. Fue en sus tiempos de
militar el más exigente ordenancista que había en el ejercito, y
aquellos eran tiempos en los que se empleaba un lenguaje duro. Yo
no habría estado junto al coronel, de no haber sido por atención a
Godfrey.
Encendí mi pipa y me arrellané en mi asiento,
diciéndole:
-Explíquese claramente.
Mi cliente se sonrió con malicia y me
contestó.
-Es que yo había acabado por suponer que usted lo sabe todo
sin que se lo digan. Pero, en fin, voy a ponerle al corriente de
los hechos, y quiera Dios que sea usted capaz de explicarme el
alcance que tienen. Me he pasado la noche en vela y dándole vueltas
en el cerebro al asunto, pero cuanto más lo pienso, más increíble
me resulta… Cuando en el mes de enero de mil novecientos uno, es
decir, hace dos años, me incorporé, el joven Godfrey Emsworth
servía en el mismo escuadrón. Era hijo único del coronel Emsworth,
el de la Cruz Victoria de la guerra de Crimea. Llevaba en sus venas
sangre combativa, y no es extraño que se alistase de voluntario. No
había en todo el regimiento mozo de mejores dotes. Nos hicimos
amigos, con esa amistad que únicamente llega a establecerse cuando
dos personas viven idéntica vida y comparten las mismas alegrías y
dolores. Era mi camarada. Esta palabra significa mucho en el
ejército. Durante un año entero de rudo pelear aguantamos juntos
las duras y las maduras. Hasta que, durante la acción que tuvo
lugar cerca de Diamond Hill, en los alrededores de Pretoria, le
metieron a él una bala de grueso calibre. Recibí una carta suya
desde el hospital de Ciudad de El Cabo y otra desde Southampton.
Pues bien: acabada la guerra y ya todos de regreso, le escribí al
padre preguntándole por el paradero de Godfrey. No me contestó.
Espere y volví a escribirle. Esta vez recibí una carta concisa y
huraña. Godfrey había emprendido un viaje alrededor del mundo, y no
era probable que regresase antes de un año. Y nada más… Yo no me
quedé satisfecho, míster Holmes. Todo ello me resultó
condenadamente raro. Godfrey era un buen muchacho, y no podía hacer
de lado a un camarada de ese modo. No concordaba con su manera de
ser. Resulta que, además, yo estaba enterado de que tenía que
heredar una suma importante de dinero, y que su padre y él no
siempre se entendían bien. El viejo era en ocasiones agresivo, y el
joven Godfrey era demasiado entero para
aguantarlo.
No, yo no me di por satisfecho, y decidí llegar hasta la raíz
del asunto. Pero como mis propios casos requerían mucha atención
tras dos años de ausencia, no me fue posible ocuparme del caso de
Godfrey hasta esta misma semana. Pero, puesto que lo he tomado ya
en mano, me propongo abandonar todo hasta llevarlo a feliz
término.
Míster James M. Dodd me produjo la impresión de que era una
de esas personas a las que es preferible tener de amigo que de
enemigo. Sus ojos azules tenían una expresión dura, y su cuadrada
mandíbula se había tensado mientras hablaba. -¿Y qué ha hecho
usted? -le pregunté.
-Mi primer paso consistió en ir hasta su residencia, Texbury
Old Park, cerca de Bedford, para ver por mis propios ojos cómo se
presentaba el terreno. Por eso le escribí a la madre; no quería
tratar más con el venado del padre. Fue un ataque frontal: que
Godfrey era mi camarada; yo tenía un gran interés, que ella se
explicarla por lo que habíamos pasado juntos; que iba a pasar por
el pueblo, y si ella no ponía objeción alguna, etcétera. La
contestación fue atentísima y en ella se me ofrecía alojamiento
para pasar la noche. Eso fue lo que me llevó el lunes allí… El
viejo palacio de Texbury se halla en un lugar inaccesible, a diez
kilómetros de distancia de cualquier punto. En la estación no había
coche alguno, de modo que me vi obligado a cubrir el trayecto a
pie, cargado con mi maletín, y era ya casi oscurecido cuando
llegué. Es un gran edificio solitario que se alza dentro de un
extenso parque. Yo diría que pertenece a toda clase de épocas y de
estilos, porque empieza en una base isabelina que es mitad de
madera, y acaba en un pórtico de la época victoriana. En el
interior es todo artesonados, tapices y viejas pinturas medio
borrosas; es decir, una casa en sombras y de misterio. Había un
despensero, el viejo Ralph, que parecía tener tantos años como la
casa misma, y su mujer, que era quizá más vieja, había sido la
niñera de Godfrey, y yo le había oído a éste hablar de ella como de
una madre, a la que quería casi tanto como a su madre; por eso me
sentí atraído hacia ella a pesar de su raro aspecto. También
simpaticé con la madre, que era una mujer pequeña y cariñosa como
una ratita blanca. Con el único que no hice migas fue con el
coronel… Tuvimos desde el primer momento nuestros más y nuestros
menos, y sentí impulsos de regresar en el acto mismo a la estación.
Si no lo hice, fue porque tuve la sensación de que sería hacerle el
juego a él. Me pasaron inmediatamente a su despacho y allí me lo
encontré, corpulento, cargado de espaldas, tez oscura, larga barba
revuelta, sentado detrás de su mesa-escritorio llena de papeles. Su
nariz de venas rojas se proyectaba como el pico de un buitre, y dos
ojos grises, agresivos, se clavaron en mí por debajo de unas cejas
tupidas y salientes.
Comprendí por qué Godfrey hablaba poco de su padre. «Veamos,
señor -me dijo con voz áspera-; me agradaría conocer las verdaderas
razones de esta visita.» Le contesté que ya las había explicado en
la carta que había enviado a su esposa. «Sí, sí; en ella decía
usted que había conocido a Godfrey en África, y, como es natural,
no tenemos más pruebas que su palabra.» «Tengo cartas suyas en el
bolsillo.» «¿Quiere tener la amabilidad de mostrármelas?» Repasó
las dos que yo le entregué, y luego me las devolvió,
preguntándome:
«Bien, ¿y qué?» «Yo quiero mucho a su hijo, señor. Nos unen
muchos lazos y recuerdos. ¿No es, pues, natural, que yo me asombre
de su repentino silencio y que desee saber qué ha sido de él?»
«Creo recordar, señor, que he mantenido ya correspondencia con
usted, y que le comuniqué lo que había sido de él. Ha emprendido un
viaje alrededor del mundo. Después de lo que pasó en África, su
salud estaba quebrantada, y tanto su madre como yo fuimos de
opinión que precisaba un descanso completo y un cambio. Tenga usted
la amabilidad de transmitir esa explicación a cualquier otro amigo
que pudiera interesarse en el asunto.»
«Desde luego -le contesté-. Pero yo le pediría que tuviese la
amabilidad de darme el nombre de la línea de navegación y del vapor
en que ha embarcado y de la fecha en que lo hizo. De ese modo estoy
seguro de que conseguiré hacer llegar hasta él una carta.» Esta
petición mía pareció desconcertar e irritar a mi
huésped.
Sus tupidas cejas salientes se abatieron sobre sus ojos y
tamborileó impaciente con sus dedos encima de la mesa. Por último,
alzó la vista con la expresión de un jugador de ajedrez que ha
visto hacer a su adversario una jugada amenazadora y acaba de
descubrir la jugada suya con que ha de parar el golpe. «Míster
Docid -contestó-, son muchos los que se sentirían ofendidos por su
infernal obstinación y que juzgarían que esta insistencia suya de
ahora linda con una maldita impertinencia.» «Atribúyalo, señor, al
cariño que profeso a su hijo.» «Exacto, pero he llegado ya al
límite de lo que puedo tolerar por esa razón. Tengo que pedirle que
abandone sus pesquisas, En todas las familias existen ciertas
intimidades y propósitos que no siempre pueden ser confiados a los
extraños, por muy buena que sea la intención de éstos. Mi esposa
tiene gran interés en que usted le cuente cosas de la vida pasada
de Godfrey, pero yo he de rogarle que haga caso omiso de su
presente y de su futuro. Tales pesquisas suyas no conducen a
ninguna finalidad útil, y nos colocan en una situación delicada y
difícil». De modo, míster Holmes, que me encontré con el camino ce-
rrado. No había modo de seguir adelante. Lo único que me quedaba
era simular que aceptaba la situación, haciendo interiormente
promesa (le no descansar hasta aclarar qué había sido de mi amigo.
La velada fue tristona. Cenamos tranquilamente los tres, en una
vieja habitación, oscura y ajada. La señora me preguntó
ansiosamente acerca de su hijo, pero el anciano parecía huraño y
deprimido. Todo aquello me aburrió de tal manera, que me excusé lo
antes que me fue posible hacerlo dentro, de las buenas formas, y me
retiré a mi dormitorio. Era ésta una habitación amplia y desnuda,
situada en la planta baja, tan lóbrega como todo el resto de la
casa; pero, míster Holmes, después de dormir durante un año en el
veld, se vuelve uno poco exigente en esas materias. Descorrí las
cortinas y me asomé a mirar al jardín, fijándome en que hacía una
noche hermosa, con la media luna brillante en el cielo. Después me
senté junto a la viva hoguera de la chimenea, con la lámpara
colocada a mi lado en una mesa, y traté de distraer mis
pensamientos con la lectura de una novela. Pero me cortó la lectura
la entrada de Ralph, el viejo despensero, que me traía un nuevo
suministro de carbón. «Pensé que, quizá se le acabase durante la
noche el que tiene, señor. El tiempo es, crudo y estas habitaciones
son frías.» Vaciló antes de retirarse de la habitación, y al volver
yo la vista, me encontré con que estaba en pie y que su arrugada
cara me miraba con expresión de ansiedad. «Señor, yo le ruego que
me perdone, pero no pude menos de escuchar lo que usted habló de mi
joven míster Godfrey durante la cena. Ya sabrá usted, señor, que
fue mi mujer la que le crió, de modo que yo casi podría decir que
soy su padre adoptivo. Es, pues, natural, que nosotros nos
interesemos por el señorito. ¿De modo que, según dice usted, se
portó como un valiente?» «Hombre más valeroso no lo hubo en todo el
regimiento. En cierta ocasión me sacó de debajo mismo de los rifles
de los bóers, y quizá si él no lo hubiese hecho, yo no estaría aquí
en este momento.» El anciano despensero se frotó las arrugadas
manos. «Sí, señor, sí; eso va perfectamente con la manera de ser de
míster Godfrey. Siempre fue valeroso. No hay en el parque un solo
árbol al que no haya trepado. Nada era capaz de detenerle. Fue un
muchacho magnífico, y también, señor…, también de hombre fue
magnífico.» Me puse en pie de un salto y exclamé: «¡Cómo! Dice
usted que fue.
Habla como si él hubiera muerto. ¿Qué misterio encierra todo
esto? ¿Qué ha sido de Godfrey Emsworth?»
Agarré al anciano por los hombros, pero él se echó atrás. «No
entiendo lo que usted dice, señor. Si algo quiere saber de míster
Godfrey interrogue usted al amo. Él lo sabe. Yo no debo
entremeterme.» iba a retirarse de la habitación, pero yo le detuve
por el brazo y le dije: «Escuche. Va usted a contestarme a una sola
pregunta antes que se retire, porque de lo contrario soy capaz de
retenerle a usted aquí toda la noche. ¿Ha muerto Godfrey?» No fue
capaz de sostener mi mirada. Parecía estar hipnotizado. La
contestación salió de sus labios como si yo se la hubiese
arrancado. Y fue terrible e inesperada. «¡Pluguiera Dios que
hubiese muerto!», exclamó, y arrancándose mis manos se precipitó
fuera de la habitación. Ya se imaginará usted, míster Holmes, que
no Volví a mi silla en un estado de ánimo muy feliz. Me pareció que
las palabras del anciano sólo podían tener una interpretación. Era
evidente que mi pobre amigo habíase visto envuelto en algún acto
criminal, o, por lo menos, vergonzoso, y que afectaba al honor de
la familia. Por eso, aquel anciano severo había enviado a su hijo
lejos, ocultándolo al mundo, a fin de evitar algún escándalo
público.
Godfrey era un mozo temerario, y que se dejaba llevar
fácilmente por los que le rodeaban. Había caído, sin duda, en malas
manos que le habían extraviado y conducido a la ruina. Si se
trataba verdaderamente de eso, la cosa era lamentable; pero aun en
un caso así, era deber mío buscarle hasta dar con él, a fin de ver
si yo podía serle de alguna ayuda. Me hallaba ensimismado y
meditando con ansiedad en el asunto, cuando alcé la vista y me
encontré de pronto con el mismismo Godfrey Emsworth, que estaba en
pie delante de mí.
Mi cliente se había detenido, como persona presa de profunda
emoción. Yo, al darme cuenta de su estado, le
dije:
-Prosiga, por favor. Su problema ofrece algunos rasgos muy
fuera de lo corriente.
-Míster Holmes, mi amigo estaba de la parte de afuera de la
ventana, con la cara apretada contra el cristal.
Le he dicho antes que yo me asomé a mirar cómo estaba la
noche. Al hacerlo dejé las cortinas parcialmente descorridas. La
figura de mi amigo quedaba encuadrada dentro de esa abertura de las
cortinas. La ventana llegaba hasta el suelo mismo, de modo que pude
ver toda su figura, pero fue su rostro el que atrajo la mirada mía.
Estaba mortalmente pálido; jamás he visto yo a un hombre de rostro
tan blanco. Creo que esa debe de ser la blancura de los fantasmas;
pero sus ojos se cruzaron con los míos, y en verdad que eran ojos
de una persona viva. En el momento en que él cayó en la cuenta de
que yo le miraba dio un salto atrás y desapareció en la oscuridad…
Míster Holmes, en el aspecto de ese hombre hay algo que me produjo
una impresión dolorosa. No se trata simplemente de cara cadavérica
que se destacaba en la oscuridad, tan blanca como el yeso. Era algo
más sutil; algo como vergonzoso, furtivo, algo como, culpable; en
fin, algo completamente distinto de la franqueza y hombría que yo
conocí en aquel mozo. Me quedó en el alma una sensación de horror…
Pero, el hombre que ha estado haciendo la guerra un año o dos,
teniendo por contrario en el juego al hermano bóer, sabe conservar
templados los nervios y actuar con rapidez. Apenas había
desaparecido Godfrey, cuando yo ya me había abalanzado hacía la
ventana. El cierre de ésta funcionó con dificultad, y tardé algún
tiempo en poder levantarla hacia arriba. Acto contiguo me escabullí
por la abertura y corrí por el camino del jardín hacia la dirección
que yo pensé que podría haber tomado mi amigo…El camino era lago y
la luz mala, pero me pareció que algo se movía delante de mí. Seguí
corriendo y le llamé por su nombre, pero fue inútil. Al llegar al
final del camino me encontré con que éste se bifurcaba en varias
direcciones, yendo a parar a distintos edificios adyacentes a la
casa. Me quedé indeciso, y estando así escuché con toda claridad el
ruido de una puerta que se cerraba. No se había producido en la
casa, a mis espaldas, sino enfrente de mí, en algún sitio envuelto
en la oscuridad. Aquello me bastó, míster Holmes, para adquirir el
convencimiento de que lo que yo había visto no era una visión.
Godfrey había huido de mí corriendo y se había metido en algún
sitio, cerrando después la puerta. De eso estaba yo seguro. Ya no
me quedaba a mí nada que hacer. Pasé una noche intranquila, dando
vueltas en mi cabeza al asunto y tratando de encontrar alguna
explicación en la que encajase todo lo sucedido. Al día siguiente
encontré al coronel de temperamento más conciliador, y como su
esposa me hizo notar que en aquellos alrededores existían lugares
dignos de verse, aproveché la oportunidad para preguntarles si les
resultaría molesto que yo pasase allí otra noche más. La gruñona
conformidad dada por el anciano me proporcionó un día entero para
dedicarme a observar. Yo estaba ya completamente convencido de que
Godirey se ocultaba por allí cerca; pero me quedaba todavía por
averiguar el sitio y la razón de aquel ocultamiento… Era la casa
tan espaciosa y tan llena de recovecos, que podía esconderse dentro
de ella un regimiento entero sin que nadie advirtiese su presencia.
Si el secreto estaba allí, me resultaría difícil penetrarlo. Pero
la puerta que yo había oído cerrarse estaba, con toda seguridad,
fuera de la casa. Era preciso que yo explorase el jardín, por si
podía descubrir algo. Ningún obstáculo se me presentaba para ello,
porque los dos ancianos se hallaban atareados cada cual a su
manera, y me dejaron en libertad para pasar el tiempo como bien me
pareciese… Había varios pequeños edificios que servían de
dependencias de la casa, pero al fondo del jardín se alzaba un
edificio aislado y de regular capacidad; lo suficiente como para
servir de vivienda a un jardinero o a un guarda de caza. ¿Sería
aquel lugar del que procedía el ruido de la puerta que se cerró? Me
acerqué al edificio despreocupadamente, como si me estuviese
paseando sin rumbo fijo por el parque. Al hacerlo, salió de la
puerta un hombre pequeño, vivaracho, de barba, chaqueta negra y
sombrero hongo; es decir, que no tenía aspecto alguno de jardinero.
Con gran sorpresa mía, aquel hombre cerró la puerta con llave
después de salir y se metió ésta en el bolsillo. Luego me miró con
expresión algo sorprendida y me preguntó: «¿Es usted visita en esta
casa?» Le dije que, en efecto, estaba de visita y que era amigo de
Godfrey. Y agregué: «¡Qué pena que se encuentre viajando, porque
seguramente le habría agradado hablar conmigo!» «Ya la creo que sí.
Estoy seguro de que le habría agradado -me contestó con expresión
de culpabilidad-. Espero que repita usted la visita en alguna
ocasión más propicia.» Siguió su camino, pero, al darme yo media
vuelta, me fijé en que se había detenido y me estaba vigilando
medio oculto por los arbustos de laurel que había en el extremo más
alejado del jardín. Me fijé detenidamente en la casita al pasar por
delante, pero las ventanas estaban cerradas con gruesas cortinas, y
me dio la impresión de que no había nadie dentro. Si yo me mostraba
demasiado audaz, pudiera echar a perder mi propio juego, e incluso
me exponía a que me diesen orden de marcharme de la casa, porque
tenía la sensación de que me vigilaban. Por eso me volví paseando
al edificio principal y dejé para la noche hacer nuevas
averiguaciones.
Cuando todo estuvo oscuro y tranquilo, me deslicé por la
ventana de mi cuarto y avancé todo lo silenciosamente que me fue
posible hasta la misteriosa casita… He dicho ya que las ventanas
estaban cubiertas con gruesas cortinas, pero ahora me las encontré
también cerradas con persianas. Sin embargo, a través de una de
ellas salía un poco de luz, y por eso concentré mi atención en
ella. Tuve suerte, porque la cortina no había sido corrida del
todo, y podía ver el interior de la habitación por una grieta que
tenía la persiana. Era un cuarto bastante alegre, en el que ardían
una lámpara y un buen fuego en la chimenea. Frente por frente de mí
estaba sentado el hombrecito al que yo había encontrado por la
mañana. Fumaba en pipa y estaba leyendo un periódico. -¿Qué
periódico era? -pregunté yo.
Mi cliente pareció molestarse porque yo le hubiese
interrumpido el relato, y preguntó: -¿Tiene eso
importancia?
-Es de lo más esencial.
-Pues no me fijé.
-Sin embargo, quizá se fijase usted en si era un periódico de
hojas anchas o uno de esos otros de tamaño mas reducido, como
suelen ser los semanarios.
-Ahora que usted me menciona ese detalle, la verdad es que no
era de hojas grandes. Quizá fuese The Spectator. Pero yo no estaba
para pensar en esa clase de detalles, porque de espaldas a la
ventana había otro hombre sentado, y yo podría jurar que ese otro
hombre era Godfrey. No le veía la cara, pero reconocí la
inclinación de sus hombros, que me era sumamente familiar. Estaba
apoyado sobre el codo, en actitud de gran melancolía, y miraba
hacia el fuego de la chimenea. Vacilaba yo en lo que debería hacer,
cuando sentí un golpe seco en el hombro y me encontré junto a mí al
coronel Emsworth. «¡Venga por acá señor!», me dijo en voz baja.
»Caminó en silencio hasta la casa y yo le seguí, entrando ambos en
mi dormitorio. Al pasar por el vestíbulo echó mano a un horario de
trenes, y dijo: "A las ocho treinta sale un tren para Londres. El
coche está esperándole a usted a las ocho junto a la puerta."
»Estaba blanco de ira, y yo me encontré no hará falta decirlo, en
una posición tan difícil que hube de limitarme a algunas frases
incoherentes de disculpa, tratando de excusarme con la gran
preocupación que yo sentía por mi amigo. El coronel me dijo con
rudeza: "Este asunto no admite discusión. Ha cometido usted un acto
sumamente censurable, introduciéndose en la intimidad de nuestra
familia. Usted se encontraba aquí en calidad de huésped y se ha
convertido en espía. Nada más tengo que agregar, señor, fuera de
que no deseo volver a verle a usted." »Míster Holmes, al oír
aquello perdí los estribos y rompí a hablar acaloradamente: "Yo he
visto a su hijo, y tengo la seguridad de que usted lo oculta del
mundo por alguna razón que a usted solo le interesa. No puedo
imaginarme a qué móviles puede usted obedecer aislándole a él de
esta manera; pero estoy seguro de que mi amigo se encuentra
imposibilitado de obrar con libertad. Le prevengo, coronel
Emsworth, que no renunciaré a mis esfuerzos para llegar al fondo
del misterio, mientras no tenga la seguridad de la salud y del
bienestar de mi amigo. Desde luego, no me dejaré intimidar por
nada, en absoluto, de cuanto usted pueda decir o hacer." »Aquel
viejo tenía en ese momento una expresión diabólica y llegué a
pensar que estaba a punto de agredirme. He dicho ya que es un
gigantón de aspecto agresivo y de rostro enjuto; aunque yo no soy
poca cosa, quizá me habría resultado difícil defenderme de él. Sin
embargo, después de dirigirme una furibunda y larga mirada, giró
sobre sus talones y salió de la habitación. Yo, por mi parte, tomé
por la mañana el tren que se me había señalado, muy resuelto de
venir directamente a consultar con usted y a pedirle consejo y
ayuda, para lo cual le escribí pidiéndole una
cita.»
Tal era el problema que mi visitante me expuso. Según habrá
podido ya observar el lector astuto, ofrecía pocas dificultades
para su solución, porque en la raíz del problema sólo existía una
serie muy limitada (le alternativas. Sin embargo, por elemental que
fuese, ofrecía puntos (le interés y de novedad que disculpaban que
yo lo dejase registrado por escrito. Y ahora, empleando mi método
familiar de análisis lógico, ¡)asaré a reducir paulatinamente el
número de soluciones posibles.
-Dígame: ¿cuántos criados había en la casa? -le
pregunté.
-Pues, por lo que yo vi, deduzco que no había más que el
viejo despensero y su mujer. El género de vida que allí se llevaba
era de lo más sencillo. -¿De modo que en la casita independiente no
había ningún criado?
-Ninguno, a menos que actuase como tal el hombrecito de la
barba. Sin embargo, me dio la impresión de ser una persona muy
superior a ese cargo.
-He ahí un detalle muy sugestivo. ¿Se fijó usted en si
llevaban de comer desde una casa a la otra?
-Ahora que usted me habla de eso, es cierto que vi al viejo
Ralph ir por el camino del jardín en dirección a la casita,
llevando una cesta. En aquel momento no se me ocurrió la idea de
que la cesta pudiera contener alimentos. -¿Realizó usted alguna
pesquisa en el pueblo?
-Sí. Hablé con el jefe de estación y también con el mesonero
del pueblo. Me limité a preguntarles si tenían algunas noticias de
mi antiguo camarada Godfrey Emsworth. Ambos me aseguraron que
estaba realizando un viaje alrededor del mundo; que había regresado
a casa y que casi enseguida volvió a salir para reemprenderlo. Es
evidente que la explicación es aceptada por todos. -¿Nada habló
usted de sus sospechas?
-Nada.
-Obró usted muy cuerdamente. No hay duda de que estamos en la
obligación de investigar el caso.
Regresaré con usted a Texbury Old Park. -¿Hoy
mismo?
En aquel momento andaba yo ocupado en poner en claro el caso
que mi amigo Watson ha relatado con el título de La Escuela de la
Abadía, en la que tan de cerca se halla comprometido el duque de
Greyminster.
También había recibido una misión procedente del sultán de
Turquía que me obligaba a una actuación inmediata, porque pudieran
seguirse las más severas consecuencias políticas de no hacerlo así.
Por consiguiente, y según consta en mi Diario, sólo en los
comienzos de la semana siguiente pude ponerme en camino para
cumplir mi compromiso en Bedforshire en compañía de míster James M.
Dodd. Mientras nos dirigíamos a la estación de Euston recogimos a
un caballero grave y taciturno, de aspecto de hierro gris, con el
que previamente había yo hecho los arreglos
necesarios.
-Es un viejo amigo -le dije a Dodd-. Quizá su presencia sea
absolutamente innecesaria, y puede también que resulte esencial. De
momento no hace falta entrar en más detalles.
Los relatos de Watson tendrán, sin duda, acostumbrado al
lector a que yo no pierda el tiempo en palabras inútiles y a que no
ponga en claro mis pensamientos mientras no tengo resuelto el caso
que llevo entre manos. Dodd pareció sorprendido, pero no se habló
más acerca del asunto, y los tres proseguimos juntos el viaje. Ya
en el tren pregunté a Dodd algo que yo deseaba que oyese nuestro
acompañante.
-Dice usted que vio la cara de su amigo en la ventana con
absoluta claridad, con una claridad tal que tiene seguridad
absoluta de que era él.
-No cabe la menor duda. Apretaba la nariz contra el cristal.
La luz de la lámpara se proyectaba de lleno sobre él. -¿No podría
tratarse de alguien que se le pareciese?
-No, no; era él.
-Pero usted afirma que estaba cambiado, ¿no es así?
-únicamente en cuanto al color. Su cara era… ¿cómo diré…?, de una
blancura como de barriga de pescado.
Estaba blanqueada. -¿Con el mismo tono blanco por toda
ella?
-Creo que no. Lo mejor que vi de todo fue su frente apretada
contra la ventana. -¿Le llamó usted?
-Me hallaba demasiado sobresaltado y horrorizado en aquel
momento. Acto continuo, y según se lo he dicho ya, salí en
persecución suya, pero sin conseguir alcanzarle.
Para mí, el caso se hallaba prácticamente completo, y tan
sólo me faltaba un incidente pequeño a fin de redondearlo. Cuando,
después de un considerable trayecto en coche, llegamos a la vieja
casa, extraña y retirada, que mi cliente había descrito. Fue Ralph,
el anciano despensero, quien nos abrió la puerta. Yo había
comprometido el coche para todo el día y había pedido a mi anciano
amigo que permaneciese dentro del mismo hasta que le llamásemos.
Ralph, viejecito arrugado, vestía el convencional traje de chaqueta
negra y pantalones negros con raya blanca, con una única y curiosa
variante. Llevaba guantes de cuero color castaño, de los que se
despojó instantáneamente al vernos, dejándolos encima de la mesa
del vestíbulo al entrar nosotros. Según mi amigo Watson ha podido
hacer notar, poseo una agudeza anormal en mis sentidos; husmeé un
aroma débil, pero acre. Parecía centrado en la mesa del vestíbulo.
Me di media vuelta, coloqué allí mi sombrero, lo tire al suelo, me
incliné para recogerlo y me di maña para acercar mi nariz a menos
de treinta centímetros de distancia de los guantes. Sí,
indudablemente que aquel curioso olor a brea salía de ellos. Seguí
adelante para entrar en el despacho con mi caso ya resuelto. ¡Que
lástima que no tenga más remedio que mostrar las cartas que tengo
en mano cuando relato yo mismo un caso! Watson lograba presentar
sus deslumbrantes finales ocultando esa clase de eslabones de la
cadena.
El coronel Emsworth no estaba en la habitación, pero acudió
con bastante rapidez al recibir el mensaje de Ralph. Oímos en el
pasillo sus pasos rápidos y firmes. La puerta se abrió de par en
par y entró precipitadamente, con la barba enmarañada y las
facciones contraídas, convertido en el anciano más terrible que yo
he encontrado nunca. Tenía en la ti lam) nuestras tarjetas, las
rompió en pedazos y las pisoteó. -¿No le tengo dicho, condenado
entremetido, que se considere arrojado de esta casa? No vuelva
jamás a tener la audacia de mostrar aquí su maldita cara. Si vuelve
a entrar sin licencia mía estaré en mi de techo recurriendo a la
violencia. ¡Le mataré a tiros, señor! ¡Por Dios, que lo haré! En
cuanto a usted, señor -prosiguió volviéndose hacia mí-, considérese
incurso en la misma advertencia. Estoy al tanto de la innoble
profesión que ejerce, pero debe usted ocupar sus celebrados
talentos en algún otro terreno. Aquí no hay lugar para
ellos.
-No puedo marcharme de aquí -dijo mi cliente con firmeza-
hasta que sepa de los propios labios de Godfrey que no se halla
coartada su libertad.
Nuestro huésped, mal de su agrado, tiró de la
campanilla.
-Ralph -dijo-, telefonee a la policía del condado y diga al
inspector que envíe un par de guardias. Dígale que hay en la casa
asaltantes.
-Un momento -le dije yo-. Míster Dodd, ya sabrá usted que el
coronel Emsworth se encuentra en su derecho al dar ese paso, y que
dentro de su casa nosotros podemos consideramos fuera de la ley.
Por otro lado, él debe reconocer que usted ha obrado movido
enteramente por el interés que le inspira su hijo. Yo me atrevo a
esperar que, si se nos conceden cinco minutos de conversación con
el coronel Emsworth, conseguiré con toda seguridad alterar su punto
de vista en este asunto.
-Yo no soy hombre que cambia fácilmente -repuso el veterano
soldado-. Ralph, haga lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para
hacerlo? ¡Llame usted a la policía!
-No hará nada de eso -dije yo, descansando mi espalda en la
puerta cerrada-. Cualquier interferencia de la policía acarrearía
la catástrofe misma que usted tanto teme.
Saqué mi libro de notas y escribí una única palabra en una
hoja stielta, que entregué al coronel Emsworth,
diciéndole:
-Esto es lo que nos ha traído hasta aquí.
Se quedó mirando fijamente el escrito con cara de la que
había desaparecido toda expresión, fuera sólo la de asombro. -¿Cómo
lo sabe usted? -jadeó, dejándose caer pesadamente en su
sillón.
-Por mi profesión, debo poner en claro las cosas. De eso me
ocupo.
El coronel se sumió en profundas meditaciones, mientras su
mano huesuda tiraba de su barba enmarañada.
De pronto hizo un gesto de resignación.
-Pues bien: si ustedes desean hablar con Godfrey, hablarán,
No era ese mi propósito, pero me han obligado a ello. Ralph, diga a
Godfrey y a míster Kent que iremos a visitarlos dentro de cinco
minutos.
Al cabo de ese tiempo avanzamos por el camino del jardín y
nos encontramos delante de la casa del misterio, que se alzaba al
final de aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta,
dando muestras de considerable asombro, y nos
dijo:
-Ha sido muy repentino, coronel Emsworth, y echará a perder
todos nuestros planes.
-No puedo evitarlo, míster Kent. Se nos ha hecho fuerza.
¿Puede recibirnos míster Godfrey?
-Si; está esperando dentro.
Giró sobre sus talones y nos condujo a una habitación
delantera, espaciosa y sencillamente amueblada. Un hombre nos
esperaba en pie, vuelto de espaldas al fuego. Al verlo, mi cliente
avanzó precipitadamente con la mano extendida. -¡Godfrey, viejo,
esto es magnífico!
Pero el otro le hizo una señal con la mano indicándole que se
retirase.
-No me toques, Jimmie. Mantente a distancia. ¡Sí, tienes
motivos para mirarme con asombro! ¿Verdad que ya no parezco el
elegante cabo honorario Emsworth, del escuadrón B?
Desde luego que su aspecto era extraordinario. Veíase que
había sido un hombre bello, de facciones bien marcadas y quemadas
por el sol africano; pero sobre esa superficie oscura veíanse
ronchones extrañamente blancuzcos como si su piel hubiese sido
blanqueada.
-Aquí tienes la razón de que no me agrade recibir visitas
-dijo-. Por ti, Jimmie, no me importa, pero hubiese preferido que
no viniese tu amigo. Me imagino que habrá mediado alguna razón de
peso, pero con ello me encuentro en situación de
inferioridad.
-Yo quería asegurarme de que no te ocurría nada, Godfrey. Te
vi la noche aquella en que te pusiste a mirar por la ventana y no
pude dejar el asunto tranquilo hasta ponerlo todo en
claro.
-El viejo Ralph me dijo que estabas allí, y no me pude
contener sin echarte un vistazo. Calculé que no me verías y tuve
que refugiarme corriendo en mi madriguera cuando oí que alzabas la
ventana.
-Pero, ¡por vida de…!, ¿qué es lo que
ocurre?
-Es una cosa larga de contar -dijo él, encendiendo un
cigarrillo-. ¿Recuerdas aquel combate por la mañana, en
Buffelsspruit, en los alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril
oriental? ¿No supiste que yo había sido herido?
-Sí; lo supe, pero no me dieron nunca
detalles.
-Tres de nosotros quedamos separados del grueso de las
fuerzas. Recordarás que era un territorio muy abrupto. Éramos
Simpson, al que llamábamos el calvo Simpson, Andersen y yo.
Estábamos limpiando el terreno de hermanos bóers, pero éstos se
hallaban acechando y nos aislaron a tres. Los otros dos fueron
muertos. A mí me atravesó el hombro una bala de grueso calibre. Yo,
sin embargo, me aferré a mi caballo, y éste galopó en un trayecto
de varios kilómetros antes de que me desmayase y rodase desde la
silla al suelo. »Cuando recobré el conocimiento estaba
oscureciendo, y me incorporé, sintiéndome muy débil y
enfermo.
Con gran sorpresa mía, me -,,! cerca de una casa que estaba
cerrada, una casa bastante grande con a 11 -cha escalinata y muchas
ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya recordarás que todas las
noches hacía un frío entumecedor, un frío muy distinto de la
temperatura cruda, pero sana. Pues bien: yo estaba entumecido hasta
el tuétano, y mi única esperanza consistía, al parecer, en llega r
hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando, y avancé
arrastrandome, consciente apenas de lo que hacía. Conservo un
confuso recuerdo de que subí lentamente los peldaños de la
escalinata, de que entré por una puerta abierta de par en par y
penetré en una habitación muy espaciosa que contenía varias camas,
y que me tumbé en una de ellas con un suspiro de satisfacción. La
cama estaba sin hacer, pero eso no me produjo la menor inquietud.
Me cubrí con las ropas de la cama el cuerpo, que temblaba de frío,
y un instante después me encontraba profundamente dormido. »Me
desperté a la mañana siguiente, y tuve la impresión de que en lugar
de recobrar el sentido en un mundo normal, habría irrumpido dentro
de una pesadilla extraordinaria. Por las amplias ventanas, sin
cortinas, penetraba un torrente de sol africano, y hasta los más
pequeños detalles de aquel gran dormitorio enjalbegado y desnudo se
distinguían con nitidez y realce. Estaba ante mí un hombre pequeño,
parecido a un enano, de cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba
con gran excitación en holandés, accionando con dos manos horribles
que se me antojaban esponjas de color castaño. A sus espaldas había
un grupo de personas que parecían sumamente divertidas con la
situación pero al mirarlas sentí correr por mi cuerpo un
escalofrío.
Ni una sola (1, -ellas era un ser humano normal. Todas
estaban contorsionadas, hinchadas o desfiguradas de manera
fantástica. La risa de aquellos monstruos extraordinarios era
espantosa de oír. »Por lo visto, ninguno de ellos era capaz de
hablar en inglés, pero urgente aclarar la situación, porque aquel
ser de cabeza monstruosa estaba enfureciendo cada vez más y
lanzando gritos de bestia salvaje; me había puesto las manos
deformes encima y me sacaba a rastras de la cama, sin hacer caso de
la sangre que manaba de nuevo de mi herida. Aquel pequeño monstruo
tenía la fuerza de un toro, y no se lo que me habría hecho si no
hubiera acudido, al oír el barullo, un hombre anciano que se veía
que ejercía autoridad. Pronunció en holandés algunas frases severas
y mi perseguidor se alejó reculando. Luego, aquel hombre me miró
presa del mayor asombro, y me preguntó: "¿Cómo diablos ha venido
usted aquí? ¡Espere un momento! Me doy cuenta de que está usted
rendido de cansancio y que es preciso curar esa herida que tiene en
el hombro. Soy médico, y voy a vendarle en seguida. Pero, ¡por Dios
vivo!, que está usted aquí en un peligro mayor que el que le
amenaza en el campo de batalla, porque se encuentra en el hospital
de leprosos y ha dormido usted en la cama de un leproso." ¿Para qué
voy a decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos aquellos pobres
seres habían sido evacuados el día anterior, ante la inminente
batalla. Luego, al avanzar los británicos, el médico
superintendente había vuelto a llevarlos allí. Éste me aseguró que,
aunque él se creía inmune a la enfermedad, no se habría atrevido a
hacer lo que yo había hecho. Me alojó en una habitación reservada,
me trató cariñosamente y cosa de una semana después fui llevado al
hospital general de Pretoria. »Ahí tienes mi tragedia. Yo aguardaba
contra toda esperanza. Los terribles síntomas que tú ves en mi cara
no vinieron a anunciarme que no me había salvado hasta que no me
encontré de vuelta en mi casa. ¿Qué iba a hacer? Me encontraba en
esta casa solitaria. Disponíamos de dos servidores en los que
podíamos confiar por completo. Contábamos con una casita dentro de
la cual yo podía vivir. Míster Kent, que es médico, se manifestó
dispuesto a permanecer a mi lado bajo juramento de guardar el
secreto. En esas condiciones, el asunto parecía sencillo. La
alternativa que se me ofrecía era espantosa: separación para toda
la vida entre gentes desconocidas sin una sola esperanza de
liberación. Pero era imprescindible guardar el más absoluto
secreto, porque, de lo contrario, hasta en esta tranquila región
campesina se habría levantado un alboroto, y yo me habría visto
arrastrado a mi suerte horrible. Era preciso ocultarlo incluso de
ti, Jimmie. No llego a comprender cómo mi padre ha alterado su
resolución.
El coronel Emsworth me señaló a mí con el
dedo.
-Éste es el caballero que me forzó a ello.
Al decirlo desdobló la hoja de papel en la que yo había
escrito la palabra lepra.
-Me pareció que este señor sabía tanto, que lo más seguro era
dejarle que lo supiese todo.
-Y, en efecto, ha sido lo más seguro -le dije-. ¿Quién sabe
si de todo esto no redundará en beneficio? Creo haber entendido que
la única persona que ha examinado al enfermo ha sido míster Kent.
¿Me permite, señor, preguntarle si es usted una autoridad
competente en esta clase de enfermedades? Según tengo entendido
son, por naturaleza, tropicales o semitropicales.
-Sé de ellas lo que es corriente que sepa un médico instruido
-me contestó, con cierta tiesura.
-No pongo en duda, señor, que sea usted un hombre de absoluta
competencia, pero estoy seguro de que convendrá conmigo en que en
un caso así tiene importancia conocer otra opinión más. Me parece
que ha huido de esto por temor a que hiciesen presión sobre usted,
para obligarle el apartamiento del enfermo.
-Así es, en afecto -dijo el coronel
Emsworth.
-Preví esta situación -dije yo, explicándome- y me he hecho
acompañar de un amigo en cuya discreción podemos confiar por
completo. En cierta ocasión, yo pude rendirle un favor profesional,
y el está dispuesto a aconsejarme más bien como amigo que en su
calidad de especialista. Se llama sir James
Saunders.
Ni siquiera la perspectiva de celebrar una entrevista con
lord Roberts habría despertado mayor admiración y placer en un
simple subalterno que los que ahora se reflejaban en la cara de
míster Kent.
-Sin duda alguna que me sentiré muy orgulloso
-murmuró.
-Pues entonces voy a pedir a sir James que venga hasta aquí.
En este momento se encuentra en el coche, fuera de la puerta.
Mientras tanto, coronel Emsworth, podríamos reunirnos en su
despacho, donde yo le darla las explicaciones
necesarias.
Aquí es donde yo echo en falta a mi Watson. Él es capaz,
recurriendo a habilidosas preguntas y exclamaciones de asombro, de
elevar a la categoría de prodigio mi arte sencillo, que no es otra
cosa que la sistematización del sentido común. Siendo yo quien
relata mi propia historia, no dispongo de semejante ayuda. Sin
embargo, voy a exponer aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y
tal como lo expuse a mi pequeño auditorio, en el que estaba
incluida la madre de Godfrey, dentro del despacho del coronel
Emsworth. He aquí lo que yo dije:
-Mi razonamiento arranca de la suposición de que, una vez que
se ha eliminado del caso todo lo que es imposible, la verdad tiene
que consistir en el supuesto que todavía subsiste, por muy
improbable que sea.
Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y
en ese caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que
uno de ellos ofrezca base convincente. Vamos a aplicar esta norma
al caso en cuestión. Tal y como a mí me lo presentaron al
principio, existían tres explicaciones posibles de la reclusión o
encarcelamiento de este caballero en uno de los edificios
subalternos de la mansión paternal. Consistía una de las
explicaciones en que estaba oculto por algún crimen, o en que
estaba loco y su familia deseaba no verse en la obligación de
llevarlo a un asilo o en que se hallaba afectado de alguna
enfermedad que obligaba a mantenerle apartado. No se me ocurrieron
otras soluciones adecuadas. Por tanto, era preciso comparar y
sopesar cada una de ellas con las demás. »La suposición del crimen
no aguantaba un análisis. En este distrito no se había dado la
noticia de ningún crimen cuya solución constituyese un misterio: de
eso estaba yo seguro. De haberse tratado de un crimen que
permanecía años sin descubrirse, es evidente que la familia habría
estado interesada en desembarazarse del delincuente y en enviarle
al extranjero más bien que mantenerle oculto en casa. No se me
ocurría ninguna explicación para esta última línea de conducta. »Lo
de la locura ya era más plausible. La presencia de otra persona en
la casita hacía pensar en un cuidador.
El hecho de que cerrase la puerta al salir reforzaba la
suposición y sugeria la idea de que se ejercía
fuerza.
Por otro lado, esta fuerza no podía ser muy enérgica, porque
en ese caso el joven no habría podido librarse de ella para ir a
echar un vistazo a su amigo. Usted recordará, míster Dodd, que yo
le fui tanteando en busca de detalles y preguntándole, por ejemplo,
qué periódico estaba leyendo míster Kent. Si lo que leía hubiese
sido The Lancet o The Britisb Medical Journal, ese dato me habría
servido de ayuda. Sin embargo, nada tiene de ¡legal guardar a un
loco dentro de una casa particular, siempre que esté atendido por
una persona calificada para ello, y siempre que las autoridades
hayan sido debidamente notificadas. ¿De dónde, pues, nacía este
anhelo desesperado de guardar secreto? Tampoco aquí la teoría se
amoldaba por completo a los hechos. »Quedaba la tercera
posibilidad, en la que todo parecía encajar, por extraña e
improbable que pareciese. La lepra no es cosa rara en África del
Sur. Quizás este joven, por alguna casualidad extraordinaria, la
hubiese contraído. En tal caso, su familia se verla en una
situación espantosa, porque ellos querían librarle del aislamiento.
Sería precisa una gran reserva para evitar que corriese el rumor de
lo que ocurría, con la subsiguiente intervención de las
autoridades. Un médico legal, a condición de pagarle bien, podría
encargarse del paciente, no siendo difícil encontrar quien se
prestase a ello. No existía razón alguna para que el enfermo no
pudiera salir de su reclusión después de oscurecido. Una de las
consecuencias corrientes de esta enfermedad es el blanqueo de la
piel. El caso era importante, tan importante, que me decidí a
actuar como si estuviese ya demostrado. Mis últimas dudas
desaparecieron cuando al llegar aquí me fijé en que Ralph, que es
quien lleva las comidas, usaba guantes impregnados en materias
desinfectantes. Bastó una sola palabra para hacerle ver a usted,
señor, que su secreto había sido descubierto, y si yo la escribí en
lugar de pronunciarla, fue para demostrarle que podía confiar en mi
discreción.
Me hallaba yo finalizando este pequeño análisis del caso,
cuando se abrió la puerta y fue pasado al despacho el gran
dermatólogo de austera figura. Por esta vez sus facciones de
esfinge se habían relajado y había en su mirada calor de humanidad.
Se adelantó hasta el coronel Emsworth y le dio un apretón de manos,
diciéndole:
-Con frecuencia me toca llevar malas noticias, y es muy raro
que pueda darlas buenas. Por esto me felicito más de esta
oportunidad. No es lepra. -¿Cómo?
-Es un caso bien claro de seudolepra o ictiosis, una afección
de la piel que le da apariencia de escamas, fea y obstinada, pero
posible de curar y, desde luego, no infecciosa. Sí, míster Holmes,
la coincidencia es muy notable. Pero ¿es, en verdad, una simple
coincidencia, o están en juego fuerzas sutiles de las que es muy
poco lo que sabemos? ¿Estamos seguros de que la aprensión que este
joven ha venido sufriendo terriblemente desde que se encontró
expuesto al contagio no ha podido producir una acción física que
estimula precisamente lo que se teme? En todo caso, yo respondo con
mi reputación profesional. ¡Pero la señora se ha desmayado! Creo
que lo mejor seria que míster Kent no se aparte de ella hasta que
se haya recobrado de esta impresión de alegría.