ILUSTRE
Lo mismo Holmes que yo sentíamos cierta debilidad por los
baños turcos. Fumando en plena lasitud del secadero, he encontrado
a Holmes menos reservado y más humano que en ningún otro lugar. Hay
en el piso superior del establecimiento de baños de la avenida
Northumberland un rincón aislado con dos meridianas a la par una de
otra, y en ellas estábamos acostados el día 3 de septiembre de
1902, fecha en que da comienzo mi relato. Yo le había preguntado si
había algún asunto en marcha, y él me contestó sacando su brazo
largo, enjuto y nervioso, de entre las sabanas en que estaba
envuelto, y extrayendo un sobre del bolsillo interior de la
chaqueta, que estaba colgada a su lado.
-Puede lo mismo tratarse de algún individuo estúpido,
inquieto y solemne, o de un asunto de vida o muerte -me dijo al
entregarme la carta-. Yo no se más de lo que me dice el
mensaje.
Procedía del Carlton Club y traía la fecha de la noche
anterior. Esto fue lo que yo leí:
Sir James Damery presenta sus respetos a míster Sherlock
Holmes, e irá a visitarle a su casa, mañana a las 4.30. Sir James
se permite anunciarle que el asunto sobre el que desea consultar
con míster Holmes es muy delicado y también muy importante. Confía
por ello en que míster Sherlock Holmes baga los mayores esfuerzos
por concederle esta entrevista, y que la confirmará llamando por
teléfono al Club Carlton.
-No hará falta que le diga, Watson, que la he confirmado -me
dijo Holmes al devolverle yo el documento-. ¿Sabe usted algo del
tal Damery?
-Lo único que sé es que ese apellido suena todos los días en
la vida de sociedad.
-Yo no puedo decirle a usted algo más que eso. Lleva fama de
ser un especialista en el arreglo de asuntos delicados que no
conviene que aparezcan en los periódicos. Quizá recuerde usted sus
negociaciones con sir George Lewis a propósito del testamento de
Hammerford. Es un hombre de mundo que tiene dotes naturales para la
diplomacia. Por ello no tengo más remedio que suponer que no se
tratará de una pista falsa, y que, en efecto, le es precisa nuestra
intervención. -¿Nuestra? -Si quiere ser usted tan amable, Watson.
-Me sentiré muy honrado. -Pues entonces, ya sabe la hora; las
cuatro y treinta. Podemos, pues, apartar el asunto de nuestra
atención hasta esa hora.
Vivía yo por aquel entonces en mis habitaciones de la calle
de Queen Anne, pero me presenté en la calle Baker antes de la hora
indicada. Era la media en punto cuando fue anunciado sir james
Damery. Apenas si hará falta describirlo, porque son muchos los que
recordarán a aquel personaje voluminoso, estirado y honrado,
aquella cara ancha y completamente afeitada, y sobre todo, aquella
voz agradable y pastosa.
Brillaba la franqueza en sus grises ojos de irlandés, y en
sus labios inquietos y sonrientes jugueteaba la jovialidad. Todo
pregonaba su cuidado meticuloso por el bien vestir que le había
hecho célebre, su lustroso sombrero de copa, su levita negra; en
fin, los detalles todos, desde la perla del alfiler de su corbata
de raso negro, hasta las polainas cortas de color espliego sobre
sus zapatos de charol. Aquel aristócrata corpulento y dominador se
enseñoreó de la pequeña habitación.
-Esperaba, desde luego, encontrarme aquí con el doctor Watson
-dijo, haciéndome una reverencia cortés. Su colaboración pudiera
ser muy necesaria en esta ocasión, porque nos las tenemos que ver
con un individuo familiarizado con la violencia y que no se para en
barras. Estoy por decir que no hay en Europa un hombre más
peligroso.
-Ese calificativo ha sido aplicado ya a varios adversarios
míos -dijo, sonriente, Holmes-¿Fuma usted? Pues entonces, me
perdonara que yo encienda mi pipa. Peligroso de veras tiene que ser
ese hombre de que habla, para serlo más que el profesor Moriarty,
ya muerto, o que el aún vivo coronel Sebastián Morán. ¿Podría saber
su nombre? -¿Oyó usted hablar alguna vez del barón Gruner? -¿Se
refiere al asesino austriaco?
El coronel Damery alzó las manos enguantadas en cabritilla
rompiendo a reír: -¡A usted no se le escapa nada, míster Holmes!
¡Es asombroso! ¿De modo ya, que lo tiene usted calibrado como
asesino?
-Mi profesión me obliga a estar al día de los hechos
criminales del continente. ¿Quién que haya leído el relato de lo
ocurrido en Praga puede tener dudas acerca de la culpabilidad de
tal individuo? Se salvó por una cuestión puramente de tecnicismo
legal y por el fallecimiento sospechoso de un testigo. Tengo la
misma seguridad que si lo hubiese presenciado con mis propios ojos
de que él mató a su esposa cuando ocurrió aquel llamado accidente
en el Paso de Splugen. También yo estaba enterado de que el barón
se había trasladado a Inglaterra, y barruntaba que más pronto o más
tarde me proporcionaría tarea. Veamos: ¿qué es lo que ha hecho este
barón Gruner? Me imagino que no se tratará de una exhumación de la
vieja tragedia.
-No, es más grave que eso. Es importante que se castigue el
crimen ya cometido, pero lo es más el evitarlo.
Míster Holmes, es cosa terrible ver cómo se prepara delante
de los ojos de uno mismo un acontecimiento espantoso, una situación
atroz; darse cuenta clara de cuál será el final y verse del todo
impotente para evitarlo. ¿Puede un ser humano verse en situación
más angustiosa? --Quizá no.
-Siendo así, creo que sentirá usted simpatía por el cliente
en cuyo interés estoy actuando.
-No supuse que actuaba usted como simple intermediario.
¿Quién es el interesado?
-Míster Holmes, he de rogarle que no insista en esa pregunta.
Es de la mayor importancia que yo pueda darle la seguridad de que
su ilustre apellido no ha sido traído a colación en el asunto.
Prefiere permanecer desconocido, aunque actúe por móviles
caballerosos y nobles en el más alto grado. No hará falta que diga
que sus honorarios están garantizados y que podrá actuar con
absoluta libertad. ¿Verdad que carece de importancia el nombre de
su cliente?
-Lo siento -contestó Holmes-. Estoy acostumbrado a que un
extremo de mis casos esté envuelto en misterio, pero el que lo
estén los dos extremos resulta demasiado expuesto a confusiones.
Lamento, sir James, tener que rehusar a ocuparme del
caso.
Nuestro visitante dio muestras de profundo desconcierto. La
emoción y la desilusión ensombrecieron su cara ancha y expresiva, y
dijo:
-Míster Holmes, es difícil que pueda usted darse cuenta del
alcance de esa negativa suya. Me coloca usted en un dilema grave,
porque tengo la seguridad completa de que si me fuera posible
revelárselo todo, se sentiría usted orgulloso de encargarse del
caso; pero me lo impide la promesa que tengo hecha. ¿Podría yo, por
lo menos, exponerle todo lo que me está permitido?
-No hay inconveniente, a condición de que quede bien sentado
que yo no me comprometo a nada.
-Entendido. En primer lugar, creo, sin duda, que habrá oído
usted nombrar al general De Merville.
-De Merville… ¿el que se hizo famoso en Khyber? Sí, he oído
hablar de él.
-Tiene una hija, Violeta de Merville, joven, rica, hermosa,
culta, un prodigio de mujer en todo sentido. Pues bien; es a esta
hija, a esta muchacha encantadora e inocente, a la que estamos
tratando de salvar de las garras de un demonio.
-Eso quiere decir que el barón Gruner ejerce poder sobre
ella, ¿verdad?
-El más fuerte de todos los poderes, tratándose de una mujer:
el poder del amor. Ese individuo es, como quizás haya oído usted
decir, un hombre de extraordinaria hermosura, de trato fascinador,
voz acariciadora y aparece envuelto en esa atmósfera de novela y de
misterio que tanto atrae a la mujer. Se cuenta que no hay ninguna
que se le resista y que se ha aprovechado ampliamente de ese
hecho.
-Pero ¿cómo pudo un hombre de su calaña establecer trato con
una dama de la categoría de miss Violeta de
Merville?
-Fue durante una excursión en yate por el Mediterráneo. Los
que en la misma participaban, aunque gente selecta, habían de
pagarse el pasaje. Es seguro que los iniciadores no supieron la
verdadera personalidad del barón hasta que fue ya demasiado tarde.
El muy canalla se dedicó a cortejar a la joven, y consiguió ganarse
su corazón de una manera completa y absoluta. Decir que ella le ama
no es decir bastante. Está chiflada por él, está obsesionada con
él. No hay nada para ella en el mundo fuera de ese hombre. No
consiente en escuchar nada que vaya contra él. Se ha hecho todo lo
que es posible hacer para curarla de su locura, y ha sido en vano.
Para resumirlo todo: tiene el propósito de casarse con el barón el
mes que viene. Y como es ya mayor de edad y tiene una voluntad de
hierro, resulta difícil idear una manera de impedírselo. -¿Está
enterada del episodio austriaco?
-Ese astuto demonio le ha contado todos los feos escándalos
públicos de su vida pasada, pero lo ha hecho en todos los casos
presentándose a sí mismo como un mártir inocente. Ella acepta la
versión de Gruner y no quiere escuchar ninguna otra. -¡Vaya! Bien
pero creo que ha pronunciado usted sin darse cuenta el nombre de su
cliente, que es, sin duda el general De Merville. Nuestro visitante
se movió nervioso en su silla.
-Míster Holmes, yo podría equivocarle diciéndole que sí, pero
faltaría a la verdad. De Merville es hombre ya sin energías. Este
incidente ha desmoralizado por completo al veterano soldado. Perdió
el temple que no le abandonó jamás en los campos de batalla, y se
ha convertido en un hombre débil y vacilante, incapaz de hacer
frente a un canalla lleno de brillantez y de ímpetu como es el
austriaco. Mi cliente, sin embargo, es un viejo amigo que ha
tratado íntimamente al general por espacio de muchos años y se
interesa paternalmente por esta mocita desde que se vistió de
corto. No es capaz de presenciar cómo se consuma esta tragedia sin
realizar algún intento para evitarla. Scodand Yard no tiene base
alguna para intervenir en este asunto. Fue sugerencia de esa
persona la idea de que intervenga usted, aunque como ya he dicho
con la estipulación expresa de que no apareciese envuelto
personalmente en el caso. Yo no dudo, míster Holmes, de que
poniendo en juego sus grandes dotes, le sería fácil seguir la pista
que le llevaría hasta mi cliente con sólo seguirme a mí, pero he de
pedirle como cuestión de honor que se abstenga de hacerlo y que no
rompa su incógnito. Holmes dejó ver una sonrisa muy especial, y
contestó:
-Creo que puedo prometérselo con toda seguridad. Le agregaré
que el problema que me trae me interesa, y que estoy dispuesto a
examinarlo. ¿Cómo podré mantenerme en contacto con
usted?
-El Club Carlton sabrá dar conmigo. Pero en caso de necesidad
inmediata, hay un teléfono para llamadas reservadas: el equis equis
treinta y uno.
Holmes tomó nota del mismo, y permaneció, sonriendo, con el
libro de notas abierto encima de las rodillas.
-La dirección actual del barón, por favor.
-Vernon Lodge, cerca de Kingston. Es un edificio espacioso.
Ha salido con suerte de algunas especulaciones dudosas, y es hombre
rico, lo cual le hace un adversario tanto más peligroso. -¿Está
actualmente en su casa?
-Sí. -Con independencia de lo que ya me ha explicado, ¿puede
proporcionarme algún otro dato acerca de ese
hombre?
-Es una persona de gustos costosos, criador de caballos; jugó
una breve temporada al polo en Hurlingham, pero se habló del asunto
de Praga y tuvo que retirarse. Colecciona libros y cuadros. Hay en
su temperamento un importante aspecto de artista. Tengo entendido
que está considerado como una autoridad en porcelana china, y ha
publicado un libro sobre el tema.
-Una personalidad compleja -dijo Holmes-. Todos los grandes
criminales la tienen. Mi antiguo amigo Charlie Peace era un
virtuoso del violín. Wainwright no era cualquier cosa como artista.
Podría citar muchos más. Bien, sir James, informe a su cliente de
que desde este momento concentro mi atención en el barón Gruner. No
puedo decir más; dispongo de algunas fuentes de información propias
mías, y creo que no han de faltarme algunos medios para iniciar el
trabajo.
Una vez que se retiró nuestro visitante, permaneció Holmes
sentado y sumido en profundas meditaciones durante tan largo rato
que me pareció se había olvidado de mi presencia. Sin embargo,
volvió de pronto con gran viveza a la realidad y me preguntó: -Y
qué, Watson, ¿no se le ocurre algo?
-Yo creo que lo mejor que puede usted hacer es entrevistarse
con la misma joven.
-Querido Watson, ¿cómo voy yo, un desconocido, a salir
airoso, si su pobre y anciano padre no ha conseguido influir en
ella? Sin embargo, si todo lo demás nos falla, hay algo
aprovechable en esa sugerencia. Pero creo que es preciso que
empecemos desde un ángulo distinto. Me está pareciendo que Shinwell
Johnson podría servirnos de algo.
Aún no se me ha presentado ocasión en estas Memorias de
mencionar a Shinwell Johnson, porque sólo raras veces he
entresacado mis casos de las últimas etapas de la carrera de mi
amigo. Llegó a ser un colaborador valioso durante los primeros años
de este siglo. Lamento decir que Johnson empezó por ganarse fama
como maleante muy peligroso y cumplió dos condenas en Parkhurst.
Más tarde se arrepintió y se alió con Holmes, actuando de agente
suyo en el voluminoso mundo de los bajos fondos de Londres, y sus
valiosas informaciones resultaron con frecuencia de vital
importancia. Si Johnson hubiese sido un cimbel de la policía,
pronto habría sido puesto al descubierto; pero como intervenía en
casos que no llegaban nunca directamente a los tribunales de
justicia, sus compañeros no advirtieron jamás sus actividades. Con
el brillo de sus dos condenas tenía acceso libre a todos los clubes
nocturnos, tugurios y antros de juego, y su rapidez de observación
y despierto cerebro lo convirtieron en un agente ideal para
adquirir informes. En esta ocasión propúsose Sherlock Holmes
recurrir a sus servicios.
No me fue posible seguir de cerca los pasos que dio a
continuación mi amigo, porque tenía ciertos asuntos profesionales
apremiantes propios míos; pero, de acuerdo con la cita que
teníamos, me reuní con él aquella noche en Simpson,s, donde,
sentados frente a una mesita en la ventana delantera y contemplando
desde aquella altura la impetuosa corriente de vida que circulaba
en el Strand, me refirió Holmes algo de lo que había
ocurrido.
-Johnson anda de merodeo -me dijo-. Quizá reúna algunos
elementos en los recovecos más oscuros de los bajos fondos. Es
allí, entre las negras raíces del crimen, donde tenemos que ponemos
a la caza de los secretos de este hombre.
-Pero si esa dama no acepta siquiera los hechos conocidos de
todos, ¿cómo es posible que la retraiga de sus propósitos ningún
descubrimiento nuevo que usted pueda hacer?
-Quién sabe, Watson. El corazón y la inteligencia de las
mujeres son para nosotros, los hombres, enigmas insolubles. Es
posible que la mujer perdone o se explique un asesinato, y sin
embargo, la irrite algún pecadillo menos importante. El barón
Gruner me hizo notar… -¡Qué le hizo notar a usted!
-Bueno, ahora caigo en que yo no le hablé de mis planes a
usted. Mire, Watson: a mí me gusta llegar al cuerpo a cuerpo con el
hombre a quien persigo. Me agrada mirarle cara a cara y ver por mí
mismo la materia de que está fabricado. Una vez que di mis
instrucciones a Johnson, me hice llevar en coche a Kingston, y
encontré al barón de un humor afabilísimo. -¿Cayó en la cuenta de
quién era usted?
-Ninguna dificultad le costó, por la sencilla razón de que yo
le pasé mi tarjeta. Es un adversario excelente, frío como el hielo,
de voz sedosa y acariciadora como la de uno de esos médicos de
moda, siendo al mismo tiempo tan venenoso como una serpiente cobra.
Tiene casta, es un verdadero aristócrata del crimen, de esos que
producen superficialmente sugerencias de té de la tarde, de un té
con toda la crueldad de la tumba detrás. Sí, estoy satisfecho de
haber tenido que dedicar mi atención al barón Adelbert Gruner. -¿Y
dice usted que en dicha ocasión estuvo afable?
-Lo mismo que gato runruneante cuando cree estar viendo a un
posible ratón. La afabilidad de ciertas personas es más mortal que
la violencia de otras almas de mayor rudeza. Me acogió de manera
característica, diciéndome: «Pensé, míster Holmes, que recibiría su
visita más pronto más tarde. Sin duda que estará usted al servicio
del general De Merville para que procure impedir mi matrimonio con
su hija Violeta. Es eso, ¿verdad que sí?» Le contesté que así era
en efecto, y él me dijo: «Querido señor, lo único que va a
conseguir es echar a perder su bien ganada fama, Se trata de un
caso en el que no hay posibilidad de que usted tenga éxito. Será el
suyo un trabajo estéril, para no hablar de los posibles peligros
que puedan acecharle. Permítame que le aconseje con vivo interés
que se haga a un lado inmediatamente.» «Es curioso -le
contesté-acaba usted de darme el mismísimo consejo que yo me
proponía darle a usted. Yo respeto su inteligencia, barón, y ese
respeto mío no ha disminuido con esta breve conversación nuestra.
Permítame que le hable de hombre a hombre. Nadie pretende remover
su pasado y colocarle en situación innecesariamente incómoda.
Aquello pasó, y usted se encuentra ahora en aguas tranquilas; pero
si Usted se empeña en este matrimonio, levantará en contra suya a
un enjambre de enemigos poderosos que no le dejarán en paz hasta
que la estancia en Inglaterra le resulte demasiado incómoda. ¿Lo
vale verdaderamente el juego? Créame, ganaría usted dejando
tranquila a esa dama. Será poco agradable para usted que lleguen a
conocimiento de ella los hechos de su pasado.» El barón luce debajo
de su nariz unos tufitos de pelo abrillantado de cosmético, que
producen la impresión de las antenas cortas de un insecto. Mientras
me escuchaba, esos tufos de pelo se estremecían divertidos y acabó
rompiendo a reír suavemente: «Míster Holmes, disculpe este buen
humor -me dijo-Es realmente divertido ver que intenta hacer baza
sin tener triunfo alguno en la mano. Creo que nadie le aventajaría,
pero resulta, a pesar de todo, bastante patético. Míster Holmes, no
tiene usted en la mano ni un solo triunfo; sólo cartas de lo más
menudas.» «Eso es lo que usted cree.» «Eso es lo que me consta. Voy
a ponérselo de manera que lo entienda, porque las cartas que yo
tengo en la mano son tan fuertes, que puedo permitirme el lujo de
enseñarlas. He tenido la buena fortuna de ganarme por completo el
cariño de esa dama. Me lo ha entregado a pesar de que yo le relaté
sin ambages todos los desdichados incidentes de mi vida pasada.
También le aseguré que existían ciertas personas malas y
enredadoras… espero que usted se dará por aludido, que se
acercarían a ella a contarle todas esas cosas, y le advertí de qué
forma debía tratarlas. ¿Ha oído usted hablar, míster Holmes, de la
sugestión poshipnótica? Pues bien: va usted a ver sus fenómenos en
la práctica, porque un hombre que tenga personalidad es capaz de
emplear el hipnotismo sin nada de pases ni otra clase de comedias.
De otro modo, pues, que ella le espera a usted: no me cabe la menor
duda de que le otorgará una cita, porque se presta con amabilidad a
los deseos de su padre; con excepción únicamente de nuestro pequeño
asunto.» Pues bien, Watson: no creí que tuviese nada más que
agregar, y me despedí con toda la fría dignidad que fui capaz de
reunir; él me detuvo diciéndome:
«A propósito, míster Holmes, ¿conocía usted a Le Brun, agente
de policía francés?» «Sí», le contesté.
«¿Sabe lo que le ocurrió?» «Oí decir que unos apaches le
apalearon en el distrito de Mont-martre y le dejaron inválido para
toda su vida.» «Muy cierto, míster Holmes. Da la curiosa
coincidencia de que sólo una semana antes de ese hecho, el tal Le
Brun había estado realizando investigaciones acerca de asuntos
míos.
No haga usted lo mismo, míster Holmes; es cosa que no trae
buena suerte. Son varios los que ya lo han comprobado. Lo último
que le digo es esto: siga su propio camino y déjeme a mí seguir el
mío, Adiós.» Ahí tiene usted, Watson; ya está usted al día de todo.
-Parece un individuo peligroso.
-Peligrosísimo. A mí no me impresionan los fanfarrones, pero
este hombre pertenece a la categoría de los que se quedan en sus
palabras por debajo de sus propósitos. -¿Y es forzoso que usted
intervenga? ¿Es de verdadera importancia que ese hombre no se case
con la muchacha?
-Yo diría que tiene mucha importancia, pensando en que, sin
género alguno de duda, asesinó a su última mujer. ¡Además, tenemos
el cliente! Bueno, bueno, no hay necesidad de que discutamos este
aspecto de la cuestión. Es preferible que me acompañe usted a casa
una vez que termine de tomar el café, porque el ágil Shinwell
estará ya allí con su informe.
Estaba, en efecto. Era un hombre corpulento, tosco, de cara
rubicunda y aspecto escorbútico, con unos ojos negros vivaces que
constituían la única señal exterior del alma por demás astuta que
había en el interior. Por lo visto, había buceado en lo que
constituía su reino característico y, allí, estaba, sentado junto a
él en el sofá, un ejemplar que se había traído, consistente en una
mujer joven, delgada y ondulante como una llama, de rostro pálido y
cara de expresión intensa, juvenil, pero tan consumida por el
pecado y el dolor, que en ella podían descubrirse los años
terribles que habían dejado en la misma su huella
leprosa.
-Esta es miss Kitty Winter -dijo Shinwell Johnson, con un
vaivén de la gruesa mano a modo de presentación-. Lo que ella no
sepa…; bueno, ella misma hablará. Antes de una hora de haber
recibido su mensaje le eché el guante, míster
Holmes.
-Es fácil dar conmigo -dijo la joven-. Yo siempre estoy en el
garito. Como este gordo de Shinwell. Gordo, somos viejos camaradas
tú y yo. Pero por vida mía, que hay otra persona que si hubiese la
menor justicia en el mundo debería encontrarse en un infierno
todavía más profundo que el nuestro. Es el hombre detrás del que
usted anda, míster Holmes. Holmes se sonrió, y dijo: -Miss Winter,
me parece que contamos con su simpatía.
-Si yo puedo ayudar a que ese hombre vaya a donde debe ir,
cuenten conmigo hasta el último estertor -dijo nuestra visitante
con furiosa energía.
Su cara pálida y resuelta y sus ojos llameantes mostraban un
odio tan intenso como rara vez una mujer y jamás un hombre pueden
alcanzar. _Mister Holmes, no hace falta que remueva usted mi
pasado. No es ni de aquí ni de allá. Yo soy lo que Adelbert Gruner
hizo de mí. ¡Si yo pudiese tirarlo por tierra! -sus manos, como
garras, se aferraron con frenesí al aire-. ¡Oh, si yo pudiera
arrastrarlo al foso adonde él ha empujado a tantas! -¿Está usted
enterada del asunto?
-El gordo Shinwell me lo ha contado. Por lo visto anda esta
vez detrás de una pobre tonta y quiere casarse con ella. Usted
desea impedirlo. Bien, pero es seguro que usted conoce lo bastante
acerca de ese canalla para impedir a cualquier chica decente y que
esté en sus cabales inscribirse en la misma parroquia que
él.
-Pero ella no está en sus cabales, sino locamente enamorada.
Se le ha dicho de él todo lo que hay que decir, y nada le importa.
-¿También lo del asesinato?-Sí.-Por vida mía, que debe de ser
muchacha valiente!-Dice que todo son calumnias.-Pero ¿no puede
usted meterle por sus ojos de idiota las pruebas?-Bien, ¿puede
usted ayudarnos en esa tarea? -¿No soy yo misma una prueba? Con
sólo que me pongan delante de ella y yo le cuente de qué manera me
trató… -¿Está usted dispuesta a hacerlo? _;Que si estoy dispuesta?
¡Cómo piensa que no voy a estarlo!
-Quizá valiera la pena intentarlo. Pero ese hombre le ha
contado gran parte de sus culpas y ella le ha perdonado, y tengo
entendido que no está dispuesta a abrir nueva discusión acerca del
asunto.
-Apuesto cualquier cosa a que él no le ha contado todo.
Aparte de ese asesinato que tanto dio que hablar, yo entreví uno o
dos más. Me habló en más de una ocasión de alguien, con sus maneras
aterciopeladas, y luego me miró fijamente y me dijo: «Al mes de eso
murió.» La cosa no era como para tranquilizarla a una, pero yo no
le di mucha importancia, porque en aquel entonces estaba enamorada
de él. A mí me parecía bien todo lo que él hacía, lo mismo que
ahora le parece a esa pobre loca. Una sola cosa me produjo
impresión profunda, y, por vida mía, que de no haber sido por ésa
su lengua venenosa y embustera que sabe encontrar explicación para
todo y que todo lo suaviza, aquella misma noche me habría largado
yo de su lado. Me refiero a un libro que él tiene. un libro de
pastas de cuero color castaño con un cierre y su escudo grabado en
oro en la parte de fuera. Creo que aquella noche estaba un poco
borracho, o, de lo contrario, no me lo habría enseñado. -¿Y qué
libro era ése?
-Mire, míster Holmes, este individuo colecciona mujeres y se
enorgullece de su colección, de a misma manera que algunos hombres
coleccionan polillas y mariposas. En ese libro suyo tenía
registrado todo: fotografías instantáneas, nombres, detalles, todos
los datos acerca de esas mujeres. Era un libro repugnante; un libro
que ningún hombre, ni aunque procediera del arroyo, habría sido
capaz de reunir. Sin embargo, era el libro de Adelbert Gruner.
Almas que he arruinado. Ése es el título que habría podido
inscribir en la portada, si se le hubiese ocurrido. Sin embargo,
con eso no vamos a ninguna parte, porque ese libro no le servirá a
usted de nada, y si le sirviese no podría hacerse con él. -¿Dónde
está ese libro? -¿Cómo puedo yo decirle donde está ahora? Hace más
de un año que me aparté de ese hombre. Sé donde lo guardaba
entonces. Gruner es en muchos aspectos un gato limpio y cuidadoso,
de modo que quizá siga estando en uno de los compartimientos del
escritorio antiguo que tiene en su despacho interior. ¿Conoce usted
la casa del barón? -He estado en su despacho -dijo Holmes. -¿Ah,
sí? Pues la verdad que se ha movido usted mucho para no haber
empezado la tarea sino esta mañana.
El despacho exterior es aquel en que exhibe las porcelanas de
China; un gran armario de cristal entre las ventanas. Detrás de su
mesa esta la puerta por la que se pasa al despacho interior; un
cuartito donde guarda documentos y cosas. -¿No teme a los ladrones?
-Adelbert no es - cobarde. Ni el peor enemigo suyo podría afirmar
eso de él. Sabe guardarse. Por la noche funciona un timbre de
alarma contra los ladrones. Además, ¿qué hay allí que pueda
interesar a un ladrón, corno no se llevase todos sus cacharros de
fantasía?
-Eso no sirve para nada. Ningún perista admite artículos que
no pueda ni fundir ni vender -dijo ShínweIl Johnson, con el acento
sentencioso de un técnico en la materia.
-Así es, en efecto -dijo Holmes-. Bueno, miss Winter, si
usted quisiese venir hasta aquí mañana por la tarde a las cinco,
meditaré de aquí a entonces en si es posible combinar una
entrevista personal suya con esa otra joven. Le quedo
extraordinariamente agradecido por su cooperación. No necesito
decirle que mis clientes se mostrarán espléndidos
en…
-Ni hablar de eso, míster Holmes -exclamó la joven-. Yo no he
salido a ganar dinero. Con tal de que vea a ese hombre en el fango,
me consideraré pagada por mi trabajo… En el fango y pisoteándole yo
su maldita cara. Ese es mi precio. Estaré a su disposición mañana o
cualquier otro día, mientras usted le persigue. Aquí, el gordo, le
dirá siempre dónde puede encontrarme.
No volví a ver a Holmes hasta la noche siguiente, en que
volvimos a cenar en nuestro restaurante del
Strand.
Cuando yo le pregunté cómo le había ido en su entrevista, se
encogió de hombros. Acto continuo me hizo el relato, que yo voy a
repetir, como luego se verá, porque su exposición dura y seca
necesita alguna ligera manipulación para suavizarla y darle
verdadera vida.
-No tuve dificultad alguna en conseguir la cita, porque la
muchacha está en sus glorias dando pruebas de obediencia filial
abyecta en todo lo secundario, para de ese modo hacerse perdonar su
flagrante desobediencia en lo referente a su compromiso
matrimonial. El general me telefoneó que todo estaba listo, y la
arrebatada miss Winter acudió puntual, de modo que a las cinco y
media nos dejó un coche frente al número ciento cuatro de la plaza
de Berkeley, donde reside el veterano soldado, en uno de esos
castillos londinenses espantosamente grises, junto a los cuales las
iglesias parecen edificios frívolos. Un lacayo nos pasó a una gran
sala de cortinajes amarillos, y en ella nos esperaba la joven
grave, pálida, reservada; tan inflexible y tan lejana como una
estatua de nieve en lo alto de una montaña. Yo no acierto
verdaderamente con el medio de retratársela a usted, Watson. Quizá
tenga usted ocasión de conocerla antes de que terminemos con este
asunto, y entonces podrá usted servirse de su propio caudal de
palabras. Es hermosa, pero con la hermosura etérea de un
transmundo, propia de una fanática que tiene puestos sus
pensamientos en las alturas. He visto caras así en los cuadros de
viejos pintores de la Edad Media. A mii no me cabe en la cabeza
cómo un hombre bestial haya podido poner sus garras repugnantes en
un ser como ése. Quizá se haya fijado ya en que los extremos se
atraen, lo espiritual hacia lo animal, el hombre de las cavernas
hacia el ángel. Pero jamás habrá visto usted contraste peor que
éste… Ella sabía a lo que íbamos, como es natural; porque aquel
canalla no había dejado pasar tiempo para acudir a envenenar su
alma contra nosotros. Creo que sí, que la asombró bastante la
visita de miss Winter, pero nos indicó con un vaivén de la mano que
nos sentásemos en nuestras sillas correspondientes, cómo lo haría
una reverenda madre abadesa al recibir la visita de dos mendigos
bastante lacerados. Querido Watson, si su cerebro se siente
inclinado a encresparse, tome lecciones de Violeta de Merville.
«Bien, señor -me dijo con una voz que se parecía al viento que
sopla desde un témpano de hielo-; lo conozco ya mucho de nombre.
Según creo, ha venido usted a visitarme para denigrar a mi
prometido, el barón Gruner. Le he recibido a usted únicamente por
deseo expreso de mi padre, y le advierto por adelantado que nada de
lo que pueda decirme ejercerá la más ligera impresión sobre mi
voluntad.» Le ti ¡ve compasión, Watson. En aquel momento pensé en
ella como habría pensado en una hija mía. Rara vez soy elocuente.
Yo manejo mi cerebro, no mi corazón. Pero la verdad es que empleé
con ella las frases más calurosas que fui capaz de encontrar en mi
manera de ser. Le pinté la situación espantosa de la mujer que se
despierta para conocer el verdadero carácter de un hombre después
de que ya es su esposa; de una mujer que tiene que resignarse a ser
acariciada por manos manchadas de sangre y labios de sanguijuela.
No me olvidé de nada; de la vergüenza, del terror, de la angustia,
de la irremediabilidad de todo ello. Mis frases conmovidas no
consiguieron teñir con una sola pincelada de color aquellas
mejillas de marfil, ni hacer que en sus ojos ensimismados brillase
un solo destello de emoción. Recordé lo que aquel canalla me había
dicho acerca de la influencia poshipnótica. Se hubiera dicho que la
joven vivía por encima de lo terrenal en un sueño de éxtasis.
«Míster Holmes -me dijo-, le he escuchado con paciencia. El efecto
que ha producido en mi voluntad es exactamente el que yo le
anuncié. Sé ya que Adelbert, mi prometido, ha llevado una vida
tempestuosa y que en el transcurso de la misma ha despertado odios
enconados y ha sido víctima de los más injustos ataques. Usted es
el último de una serie de personas que ha expuesto ante mí sus
calumnias. Quizá su intención sea buena, aunque me consta que es
usted un agente a sueldo que actuaría de la misma manera en favor
que en contra del barón. En todo caso, quiero que sepa de una vez y
para siempre que yo le amo y que él me ama, y que la opinión del
mundo entero no representa para mí cosa superior a los gorjeos de
esos pájaros que hay en la parte de afuera de mi ventana. Si su
noble alma ha tenido en algún momento una caída, quizás esté yo
especialmente destinada a levantarla hasta su elevado y auténtico
nivel.»
De pronto, volvió sus ojos hacia mi acompañante y dijo: «No
me imagino quién pueda ser esta joven.» Iba yo a responderle cuando
la muchacha estalló lo mismo que un torbellino. Si alguna vez la
llama y el hielo se han visto frente a frente fue cuando se vieron
de ese modo aquellas dos mujeres. Yo le voy a decir quién soy
-gritó miss Winter, saltando de su asiento con la boca
contorsionada de furor- Soy su última amante. Soy una del centenar
de mujeres que él ha tentado, que él ha gozado, que él ha arruinado
y arrojado luego a la basura, como lo hará con usted, aunque el
montón de basura al que usted irá a parar será probablemente el
sepulcro, y en eso tendrá usted suerte. Le digo, mujer estúpida,
que casarse con ese hombre equivale para usted a la muerte. Le
despedazará el corazón o le retorcerá el cuello, pero de una manera
o de otra, la matará. No hablo por amor a usted. Me importa un
rábano que usted viva o que usted muera. Hablo por odio a él, para
escupirle, para hacerle sufrir lo que él me ha hecho sufrir a mí;
pero me da igual, mi elegante joven, y no me mire de esa manera,
porque para cuando termine su asunto quizás haya caído usted
todavía más bajo que yo».
«Preferiría no hablar de estas cosas -dijo con frialdad miss
De Merville-. Permítame que le diga que estoy enterada de tres
episodios de la vida de mi novio en los que se vio enzarzado en las
redes de mujeres calculadoras, y que estoy segura de que se
encuentra cordialmente arrepentido de todo el daño que él haya
podido ocasionar» «¡Tres episodios! -gritó mi acompañante-.
¡Estúpida! ¡Estúpida rematada!» «Míster Holmes, yo le suplico que
pongamos fin a esta entrevista -dijo la voz de hielo-. He obedecido
al deseo de mi padre aceptando entrevistarme con usted, pero no me
creo obligada a escuchar los delirios de esta individua.» Miss
Winter se abalanzó, lanzando una blasfemia, y si yo no la hubiese
sujetado por la muñeca, habría agarrado por el moño a aquella mujer
capaz de sacar de quicio a cualquiera. Tiré de miss Winter hacia la
puerta, y tuve la buena suerte de volver a meterla en el coche sin
dar lugar a un escándalo público, porque estaba fuera de sí de
rabia. También yo, dentro de mi frialdad, me sentía irritadísimo,
porque la superioridad y la suprema complacencia en sí misma de la
mujer a la que intentábamos salvar tenían un algo de indeciblemente
molesto. Ya sabe usted, pues, otra vez cuál es la situación y es
evidente que necesito preparar otra jugada de salida, porque este
gambito ya no sirve. Me mantendré en contacto con usted, Watson,
porque es más que probable que tenga que representar un papel en la
obra, aunque quizás es también posible que la próxima jugada la
hagan ellos más bien que nosotros.
Y la hicieron. Descargaron el golpe, o mejor dicho, lo
descargó, porque jamás he podido creer que la dama pudiera ser
copartícipe del mismo. Creo que aún hoy podría señalar la losa de
la acera en que yo estaba cuando mis ojos se posaron en el cartelón
anunciador, con un sentimiento angustioso de horror que traspasó mi
alma. Fue entre el Gran Hotel y la estación de Charing Cross donde
un vendedor de periódicos, al que le faltaba una pierna, tenla
expuestos los periódicos de la tarde. Era exactamente dos días
después de nuestra última conversación. Creo que permanecí unos
momentos como atontado por un golpe.
Conservo luego el confuso recuerdo de que eché mano
violentamente a un periódico, de que el vendedor me reprendió,
porque no le había pagado, y, por último, de que me detuve en la
puerta de entrada de una farmacia, mientras encontraba la funesta
gacetilla. La terrible hoja anunciadora de las noticias decía en
letra negra sobre fondo amarillo:
MORTAL AGRESIÓN CONTRA SHERLOCK HOLMES
«Nos enteramos, con pesar, de que el conocidísimo detective
particular míster Sherlock Holmes ha sido víctima esta mañana de
una mortal agresión, de resultas de la cual ha quedado en estado
grave. No se poseen detalles exactos acerca del suceso, pero debió
de ocurrir en la calle Regent a eso de las doce de la noche, frente
al café Royal. La agresión fue llevada a cabo por dos hombres
armados de bastones, y míster Holmes fue golpeado en la cabeza y en
el cuerpo, recibiendo heridas que los médicos califican de muy
graves. Fue conducido al hospital de Charing Cross, y después
insistió en que le condujesen a sus habitaciones de la calle Baker.
Según parece, los malhechores que le agredieron eran hombres bien
vestidos, que luego se pusieron a salvo de las personas que
presenciaron el caso, metiéndose por el café Royal y saliendo de
éste por la parte trasera, a la calle Glasshouse. Pertenecen, sin
duda alguna, a la cofradía de criminales que tantas veces ha tenido
que lamentar la actividad y la destreza desplegadas por el
agredido.»
No haré falta decir que casi sin acabar de leer la noticia
salté a un hansom y me lancé camino de la calle Baker. Encontré en
el vestíbulo al célebre cirujano sir Leslie Oakshott, cuyo coche
brougham esperaba junto al bordillo de la apera.
-No existe peligro inmediato -fue el informe suyo- Dos
heridas con desgarro en el cuero cabelludo y varios magullamientos
importantes. Ha sido preciso darle varios puntos de sutura. Le ha
sido inyectada al morfina y es esencial la tranquilidad, aunque no
esté prohibida radica -mente una entrevista de algunos
minutos.
Con tal autorización me metí calladamente en el cuarto, que
estaba medio a oscuras. El paciente estaba completamente despierto,
y oí que me llamaba con un áspero cuchicheo. La cortinilla estaba
bajada una cuarta parte de la altura de la ventana, dejando pasar
de soslayo un rayo de sol que iba a proyectarse sobre la vendada
cabeza del herido. La blanca compresa de hilo se había empapado de
sangre y mostraba un manchón purpúreo. Me senté junto a la cama e
incliné mi cabeza.
-Perfectamente, Watson. No ponga esa cara de asustado
-murmuró con voz débil-. La cosa no está tan mal como parece.
-¡Gracias sean dadas a Dios!
-Yo entiendo algo de la lucha con bastón, corno usted sabe, y
la mayoría de los bastonazos los recibí con mis brazos en posición
de guardia. Con el que no pude es con el segundo enemigo. -¿Qué
puedo hacer, Holmes? No cabe duda de que fueron enviados por ese
maldito individuo. Iré y lo despellejaré a latigazos si usted me lo
ordena. -¡Bueno y querido Watson! No, sobre eso nada podemos hacer
mientras la policía no les eche el guante a esos hombres. Tenían
bien preparada la retirada. De eso podemos estar bien seguros.
Espere un poco. Tengo trazados mis planes. Lo primero que es
preciso hacer es exagerar mis heridas. Vendrán a pedirle
noticias.
Exagere de firme, Watson. Será mucha suerte si yo llego hasta
el fin de la semana, rotura de cráneo, delirio, lo que guste. Nunca
exagerará demasiado. -Pero ¿y sir Leslie Oakshott?
-No dirá nada. Se fijará en lo peor de mi estado. Ya me
cuidaré yo de ello. -¿Nada más?
-Sí. Avise a Shinwell Johnson que cuide de apartar de la
circulación a la muchacha. Esos elegantes la andarán buscando.
Saben, como es natural, que ella me acompañó. Si se atrevieron a
meterse conmigo, no es probable que se olviden de ella. Es cosa
urgente. Hágalo esta misma noche. -Ahora mismo iré. ¿Algo
más?
-Coloque encima de la mesa mi pipa y la bolsita del tabaco,
¡muy bien! Venga por aquí todas las mañanas y haremos nuestro plan
de campaña.
Me las entendí con Johnson aquella misma noche para que
llevase a miss Winter a un barrio tranquilo, y que tuviese cuidado
de que ella permaneciera agazapada hasta que pasase el
peligro.
El público estuvo durante seis días bajo la impresión de que
Holmes se encontraba a las puertas de la muerte. Los boletines eran
muy graves y en los periódicos aparecían gacetillas siniestras. Mis
constantes visitas me daban a mí la seguridad de que la cosa no era
tan seria. Su férrea constitución y su voluntad resuelta realizaban
milagros. Se recobraba rápidamente, y en ocasiones llegaba yo a
sospechar que se rehacía más rápidamente aún de lo que quería
hacerme creer a mí. Había en aquel hombre una curiosa tendencia al
secreto que solía producir muchos efectos dramáticos, pero que
dejaba incluso a su más íntimo amigo haciendo cábalas sobre cuáles
serían sus verdaderos planes. Holmes llevaba hasta el límite
extremo el axioma de que el único conjurado que está seguro es el
que lleva él solo una conjura. Yo me encontraba más próximo a él
que nadie y, sin embargo, tenía en todo momento la sensación de la
grieta que nos separaba.
Al séptimo día le quitaron los puntos de sutura, a pesar de
lo cual, los periódicos de la noche hablaban de erisipela. Los
mismos periódicos de la noche trataban otra noticia que yo tenía
por fuerza que llevar a mi amigo, lo mismo si estaba sano que si
estaba enfermo. En la lista de pasajeros del barco de la «Cunard»,
el Ruritania, que zarpaba el viernes de Liverpool, figuraba el
barón Adelbert Gruner, que tenía que cerrar en los Estados Unidos
importantes transacciones financieras antes de su boda inminente
con miss Violeta de Merville, única hija de, etcétera, etcétera.
Holmes escuchó la noticia con una expresión fría y reconcentrada en
su cara pálida. Comprendí que le había herido en lo vivo. -¡El
viernes! -exclamó-. ¡Tres días disponibles tan sólo! Yo creo que el
muy canalla quiere zafarse del peligro. ¡Pero no lo conseguirá,
Watson! ¡Por todos los diablos, que no lo conseguirá! Watson,
quiero que haga usted algo que ahora voy a decirle. -Estoy aquí
para servirle, Holmes.
-Invierta usted las próximas veinticuatro horas en un estudio
intensivo de las porcelanas de la China.
No me dio ninguna explicación, ni yo se la pedí, Una larga
experiencia me había enseñado la sabiduría de la obediencia. Pero
cuando salía de su habitación fui caminando por la calle Baker
adelante, dándole vueltas en mi cabeza a la idea de cómo me las iba
yo a arreglar para cumplir aquella orden tan rara. Acabé haciéndome
llevar en coche hasta la Biblioteca de Londres, en la plaza Saint
James, consulté el caso con el segundo bibliotecario, Lomax, amigo
mío, y salí de allí rumbo a mis habitaciones con un libraco bajo el
brazo.
Suele decirse que el abogado criminalista que prepara su
caso, atiborrándose de datos como para interrogar el lunes a un
testigo hábil, se olvida por completo de todos aquellos
conocimientos forzados antes del sábado. Desde luego que yo no
pretendo pasar hoy por una autoridad en cuestiones de cerámica. Sin
embargo, toda aquella tarde, y toda aquella noche, con un corto
intervalo para descansar, y toda la mañana siguiente me la pasé
sorbiendo datos y cargando mi memoria de nombres. Aprendí en aquel
libro los contrastes de los grandes artistas decoradores, el
misterio de las fechas cíclicas, las características del Huná- wu y
las bellezas del Yung-lo, los escritos de Tang-ving y las
magnificencias del primitivo período del Sung y del Yuan. Cuando
fui a visitar a Holmes a la mañana siguiente, iba yo cargado con
todos aquellos conocimientos. Se había levantado ya de la cama,
aunque nadie lo habría dicho a juzgar por los partes médicos
publicados, y estaba hundido en su sillón favorito, apoyando su
cabeza llena de vendajes en la mano.
-Pero, Holmes; si uno fuera a creer a los periódicos pensaría
que está usted agonizando -le dije.
-Esa es precisamente la impresión que yo deseo producir. Y
ahora dígame, Watson: ¿ha aprendido usted sus lecciones? -Por lo
menos lo he intentado.
-Pues entonces tráigame esa cajita que hay encima de la
repisa de Iii chimenea.
Abrió la tapa y sacó del interior un objeto pequeño, envuelto
con sunio cuidado en fina tela de seda oriental.
Desenvolvió ésta y quedó a la vista un fino platillo del más
bello color azul oscuro.
-Es preciso manejarlo con sumo cuidado, Watson. Es una
auténtica porcelana cáscara de huevo de la dinastía Ming. Es la
pieza más fina que ha pasado por la casa Christie. Un juego
completo valdría como para pagar el rescate de un rey; a decir
verdad, es dudoso que exista un solo juego completo fuera del
palacio imperial de Pekín. Un verdadero entendido se saldría de sus
casillas viendo este platillo. -¿Y qué he de hacer con
él?
Holmes me entregó una tarjeta en la que estaban escritas
estas palabras:
Dr. Hill Barton, 369 Half Moon Street -Así es corno usted se
llamará por esta noche, Watson. Irá usted a visitar al barón
Gruner. Estoy bastante enterado de sus costumbres y es probable que
a las ocho y media se encuentre desocupado. Se le avisará por
adelantado con una carta que usted va a pasar a visitarle, y usted
le dirá que le lleva un ejemplar de un juego absolutamente único de
porcelana Ming. Puede usted incluso afirmar que es médico, porque
ése es un papel que representa usted sin duplicidad. Usted es
coleccionista, el juego en cuestión vino a parar a sus manos, ha
oído hablar del interés que el barón se toma en este asunto, y no
tendría inconveniente en vendérselo si se ponen de acuerdo en el
precio. -¿En qué precio?
-Bien preguntado, Watson. Es seguro que si usted no conoce el
valor de lo que vende, podría quedarse muy por debajo en el pedir.
Ha sido sir James quien me ha proporcionado este platito que
procede, según yo creo, de la colección de su cliente. Si usted le
dice que es difícil encontrar cosa igual en el mundo no
exagerará.
-Tal vez convendría que le ofreciese someter la tasación a un
perito -¡Magnifico, Watson! Hoy tiene usted verdaderos destellos.
Sugiérale a Christie o a Sotheby. Su delicadeza le veda ponerle
usted mismo precio. -¿Y si no me recibe? -Sí que le recibirá. Tiene
la manía coleccionista en su forma más aguda, y especialmente en
porcelanas, asunto en el que está reconocido como una
autoridad.
Siéntese, Watson, que voy a dictarle yo mismo la carta. No
necesita contestación. Se limitará a decirle que va usted a
visitarle y con objeto.
El documento resultó admirable, breve, corté s y estimulador
de la curiosidad del especialista. Llevólo un mensajero de distrito
a su debido tiempo. Aquella misma noche, con el precioso platillo
en la mano y la tarjeta del doctor Hill Barton en el bolsillo, me
lancé a la aventura.
La magnificencia del edificio y del parque daban a entender,
como sir James había dicho, que el barón Gruner era hombre de
considerable fortuna. Una larga y serpenteante avenida de
carruajes, bordeada a uno y otro lado por arbustos raros,
desembocaba en una espaciosa plaza engravillada y decorada con
estatuas. La finca había sido levantada por un rey del oro de
Sudáfrica, en la época del auge febril de las minas, y el edificio,
largo y de poca altura, con torrecillas en los ángulos, imponía por
su volumen y por su solidez, aunque fuese una pesadilla
arquitectónica. Un mayordomo, que habría constituido un ornamento
en un tribunal de obispos, me hizo pasar y me puso en manos de un
lacayo de librea de felpa, que me llevó a presencia del
barón.
Se hallaba en pie delante de una gran vitrina, cuya parte
frontal estaba abierta, entre dos ventanas, y que contenía una
parte de su colección de porcelanas chinas. Al entrar se volvió con
un jarroncito de color castaño en la mano.
-Haga el favor de sentarse, doctor -me dijo- Estaba haciendo
un inventario de mis tesoros y preguntándome si realmente puedo
permitirme agregarles otros ejemplares. Quizá le interese este
pequeño Tang, que data del siglo diecisiete. Tengo la seguridad de
que jamás vio usted trabajo más no y esmalte más rico. ¿Trae usted
encima el platillo Ming del que me hablaba?
Lo desenvolví con gran cuidado y se lo entregué. Se sentó
frente a su escritorio, acercó la lámpara, porque ya estaba
oscureciendo, y se puso a examinarlo. En esta actitud, la luz
amarilla proyectábase sobre sus facciones, y pude estudiarlas a
placer.
Era, sin duda, un hombre de extraordinaria belleza. Bien
merecida tenía la celebridad que en Europa había adquirido de
hombre bello. No pasaba de estatura mediana, pero era esbelto y
lleno de vitalidad, Era (te tez morena, casi oriental y ojazos
negros, lánguidos, que muy bien podían ejercer una fascinación
irresistible sobre las mujeres. Sus cabellos y su bigote eran de un
color negro de cuervo, y este último era corto, puntiagudo y bien
cosmetizado. Tenía facciones proporcionadas y agradables, a
excepción de su boca, de labios rectos y delgados. Si alguna vez he
visto yo una boca de asesino era, sin duda, aquélla; un tajo en la
cara cruel, duro, de bordes apretados, inexorable y terrible.
Obraba como mal aconsejado al impedir que el bigote la disimulase,
tapándola, porque era como la señal de peligro puesta por la
naturaleza como una advertencia a sus víctimas. Su voz era
atrayente y sus maneras, perfectas. Le calculé muy poco más de
treinta años, aunque luego se vio por su documentación que tenía
cuarenta y dos. -¡Precioso, verdaderamente precioso! -dijo por
último-. De modo que tiene usted un juego de seis
servicios.
Lo que me desconcierta es que no haya oído yo hablar hasta
ahora de la existencia de tan magníficos ejemplares. Solo un juego
conozco en Inglaterra que pueda comparase con éste, pero no existe
probabilidad alguna de que salga al mercado. ¿Sería indiscreción,
doctor Hill Barton, preguntarle como llegó a poder suyo esta rara y
valiosa pieza! -¿Tiene eso alguna importancia? -le dije adoptando
el aire de mayor despreocupación de que me fue posible revestirme-.
Usted ha comprobado que se trata de una pieza auténtica y, por lo
que respecta al precio, me conformo con que sea tasada por un
experto.
-Resulta sumamente misterioso -dijo, y en sus ojos negros
relampagueó una súbita sospecha-En una transacción de objetos de
tanto valor, es natural que uno desee informarse bien de todos los
detalles. No hay duda de que se trata de un ejemplar legítimo.
Sobre eso tengo completa seguridad. Pero no tengo más remedio que
encararme con todas las posibilidades: ¿y si luego resulta que no
tenia usted derecho a vender el juego?
-Estoy dispuesto a darle una garantía contra toda reclamación
de esa clase.
-Lo cual nos trae a plantear la cuestión del valor que tiene
esa garantía suya. -Sobre ese extremo le contestarían mis
banqueros.
-Así es, pero con todo y con eso, esta transacción se me
antoja fuera de lo normal.
-Puede usted tomarlo o dejarlo -le dije yo con indiferencia-
Es usted el primero a quien se lo he ofrecido, porque sabía que es
usted un entendido en la materia; pero no tendré dificultad alguna
en venderlo a otras personas. -¿Quién le informó de que yo era un
entendido? -Supe que había usted escrito un libro acerca de esta
materia. -¿Ha leído ese libro? -No. -¡Por vida mía, que esto me
resulta cada vez más difícil de entender? Es usted un entendido y
un coleccionista que tiene en su colección un ejemplar valiosísimo,
y, sin embargo, no se molesta en consultar el único libro que podía
haberle explicado el verdadero alcance y el valor de lo que tenía
entre manos. ¿Qué explicación me da usted de eso? -Yo soy hombre
muy atareado. Soy médico establecido.
-Eso no es responder. Cuando un hombre tiene Lina afición la
sigue hasta el final, sean las que fueren sus demás actividades. En
su carta me decía usted que es entendido en la materia. -Y lo soy.
-¿Me permite que le haga algunas preguntas?. Doctor, no tengo más
remedio que decirle que este incidente me está resultando cada vez
más sospechoso: digo, doctor, por si, en efecto, lo es usted.
Dígame: ¿qué sabe usted del emperador Shormi y de qué manera lo
relaciona usted con el Shoso-in, cerca de Nara? Qué, ¿le
desconcierta? Cuénteme algo de la dinastía norteña de Wei y del
lugar que ocupa en la historia de las cerámicas. Salté con rapidez
de mi asiento, simulando irritación, y dije:
-Esto es intolerable, señor. Vine con el propósito de hacerle
a usted un favor, y no para que me examinase lo mismo que si yo
fuera un niño de escuela. Quizá mis conocimientos sobre la materia
sólo cedan a los de usted, pero no estoy dispuesto, desde luego, a
contestar a preguntas que se me hacen de modo tan
ofensivo.
Clavó su vista en mí. Había desaparecido de sus ojos la
languidez. Centellearon súbitamente. Entre sus labios crueles había
un brillo de dientes. -¿Qué juego se trae? Usted ha entrado aquí
como espía. Usted es un emisario de Holmes. Es una añagaza que me
están jugando. Tengo entendido que el individuo en cuestión se está
muriendo, y por eso, sin duda, destaca a instrumentos suyos a fin
de que me vigilen. Vive Dios, que ha entrado usted hasta aquí sin
permiso, pero le va a resultar más difícil salir que
entrar.
Saltó en pie y yo retrocedí, preparándome para hacer frente a
su agresión, porque el individuo estaba fuera de sí de furor. Quizá
sospechó de mí desde el primer instante; desde luego, el
interrogatorio le había hecho comprender la verdad; era evidente
que yo no podía tener esperanzas de engañarle. Hundió la mano en un
cajón lateral y revolvió furiosamente en el interior. Pero, de
pronto, algo debió de llegar hasta su oído, porque se quedo
inmóvil, escuchando atentamente. - ¡Ah! -exclamó-. ¡Ah! -y se
precipitó dentro del cuarto, cuya puerta quedaba a sus espaldas.
Llegué en dos zancadas hasta la puerta abierta. Jamás perderá
claridad en mi imaginación el cuadro que allí presencié. La ventana
por la que se salía al jardín estaba abierta de par en par. Junto a
ella, produciendo la impresión de un fantasma terrible, con la
cabeza envuelta en vendajes manchados de sangre, la cara enjuta y
blanca, estaba Sherlock Holmes. Un instante después había
desaparecido por aquella abertura, y llegó a mis oídos el chasquido
de los arbustos de laurel al caer sobre ellos su cuerpo. El dueño
de la casa dejó escapar un alarido de rabia y corrió hacia la
ventana abierta para perseguirle. ¡Y en ese instante…! Porque fue
en un instante, sí, pero yo lo vi con toda claridad. Un brazo, un
brazo de mujer salió con ímpetu de entre las hojas. Casi en el acto
dejó escapar el barón un grito espantoso; un chillido que resonará
siempre en mi memoria. Se llevó con estrépito sus dos manos a la
cara y se puso a correr por la habitación, golpeándose con la
cabeza en las paredes. Luego cayó sobre la alfombra, rodando sobre
sí mismo y retorciéndose mientras sus alaridos, en ininterrumpida
sucesión, llenaban toda la casa. -¡Agua, por amor de Dios, agua!
-gritaba.
Eché mano a un botellón que había en una mesa lateral y corrí
en socorro suyo. En ese mismo instante acudieron corriendo desde el
vestíbulo el mayordomo y varios lacayos. Recuerdo que uno de ellos
se desmayó al arrodillarse junto al herido y volver hacia la luz de
la lámpara aquel rostro que causaba horror.
El vitriolo iba carcomiéndolo por todas partes, goteando
desde las orejas y la barbilla. Uno de los ojos estaba ya blanco y
como convertido en cristal. El otro estaba rojo e inflamado. Las
facciones que momentos antes me habían producido admiración, eran
corno un bellísimo cuadro sobre cuya superficie había pasado el
artista una esponja húmeda de inmundicias. Se habían desdibujado,
deshumanizado, perdido el color, vuelto
espantosas.
Yo expliqué en pocas palabras lo que había ocurrido, sólo en
lo referente al ataque con vitriolo. Unos saltaron por la ventana y
otros salieron corriendo por la pradera, pero había oscurecido ya y
empezaba a llover. Entre alarido y alarido, la víctima se enfurecía
con la vengadora I exclamando:
-Fue Kitty Winter, esa gata infernal de Kitty Winter.
¡Endemoniada mujer! ¡Lo pagará, lo pagará! ¡Dios del cielo, este
dolor es superior a mis fuerzas!
Le lavé la cara con aceite, apliqué algodón en rama a las
superficies en carne viva y le inyecté morfina por vía hipodérmica.
La terrible expresión había hecho desaparecer de su mente todo
recelo acerca de mí; se aferraba a mis manos como si aun en esa
situación tuviera yo poder a aquellos ojos de pez muerto que se
volvían queriendo mirarme. Aquella destrucción me habría arrancado
lágrimas, si yo no hubiera tenido bien presente la vida vergonzosa
que había, traído como consecuencia un cambio tan horrendo. Me
repugnaba aquel apretar de sus manos abrasadoras, y sentí alivio
cuando el médico de cabecera, seguido inmediatamente por un
especialista, se presentaron para relevarme. También llegó un
inspector de policía, al que yo entregue mi verdadera tarjeta.
Habría sido tan inútil como absurdo el obrar de otro modo, porque
en Scotland Yard me conocían de vista casi tanto como a Holmes.
Luego abandoné aquella casa de tristeza y de horror. Antes de una
hora me encontraba en la calle Baker. Holmes estaba sentado en su
silla de siempre; parecí a muy pálido y agotado. Con independencia
de sus heridas, hasta sus nervios de hierro habían sido sacudidos
por los acontecimientos de aquella velada. Escuchó con espanto el
relato que le hice de la transformación sufrida por el barón. -¡Así
paga el demonio, Watson, así paga el demonio! -me dijo-. Más pronto
o más tarde, ocurre siempre eso mismo. Bien sabe Dios, que los
pecados eran muchos -agregó, agarrando de la mesa un volumen color
castaño-. Este es el libro del que nos habló aquella mujer. Si esto
no logra deshacer la boda, nada habrá capaz de lograrlo. Pero la
deshará, Watson. No tiene más remedio. Ninguna mujer que se respete
será capaz de mostrarse insensible. -¿Es el Diario de sus amores? O
el Diario de sus lascivias. Llámelo como mejo le parezca. En cuanto
esa mujer nos habló de este libro, me di cuenta de que teníamos un
arma terrible si conseguía hacerme con el mismo. En aquel entonces
nada dije en que se pudiera transparentar mi pensamiento, porque la
mujer hubiera podido irse de la lengua. Pero medité mucho en tal
libro. Después, la agresión de que fui victima me proporcionó la
oportunidad de hacer creer al barón que no necesitaba ya adoptar
precauciones en contra mía. Todo ello venía bien. Yo habría quizás
esperado un poco más, pero su anunciado viaje a Norteamérica me
forzó a actuar de inmediato. Ese hombre no habría dejado aquí un
documento tan comprometedor. Teníamos que acometer enseguida la
empresa. Escalar de noche la casa es imposible, porque ese hombre
tornaba precauciones. Pero había la posibilidad de hacerlo durante
la velada, a condición de que yo consiguiese llamar su atención
hacia otro lado. Ahí es donde entraron en escena usted y su
platillo azul. Pero tenía que saber con seguridad el sitio en que
se encontraba el libro; sólo dispondría de escasos minutos para
poder actuar, porque mi tiempo estaba limitado por sus
conocimientos de la cerámica china. En vista de eso, me hice
acompañar en el último instante por la muchacha. ¿Cómo iba yo a
suponer lo que llevaba en el paquetito tan cuidadosamente escondido
debajo de la capa? Yo estaba en la creencia de que había venido a
trabajar exclusivamente por cuenta mía, pero, por lo visto, ella
también traía su negocio. -Ese hombre adivinó que yo era un enviado
de usted.
-Me lo temía, Lo cierto es que usted le entretuvo el tiempo
suficiente para que yo me apoderase del libro, pero no lo
suficiente para que yo huyese sin que nadie se diese cuenta… ¡Hola,
sir Jarnes, me alegro mucho de que haya venido
usted!
Nuestro cortés amigo se había presentado, respondiendo a una
llamada previa, Escuchó con la más profunda atención el relato de
lo ocurrido que le hizo Holmes. -¡Es maravilloso lo hecho por
usted, maravilloso! -exclamó al final-. Pero si esas heridas son
tan graves como asegura el doctor Watson, se habrá conseguido
nuestro propósito de romper esa boda sin necesidad de recurrir al
empleo de este horrible libro. Holmes movió negativamente la
cabeza.
-Las mujeres del tipo de miss De Merville no actúan de ese
modo. Le amaría todavía más si le consideraba como un mártir
desfigurado. No, no. Lo que tenemos que destruir es su apariencia
moral, no su apariencia física. Ese libro la hará bajar de las
nubes a la tierra. Es lo único que puede conseguirlo. Está escrito
de su puño y letra. Ella no puede hacerlo a un
lado.
Sir Jarnes se llevó el libro y el precioso platillo. Como yo
estaba ya en retraso, bajé con él a la calle.
Esperaba a sir James un carruaje brougbam; subió al mismo,
dio una orden rápida al escarapelado cochero, y el vehículo se
alejó rápidamente. Sir James echó su gabán encima de la ventanilla
de manera que la mitad que quedaba fuera cubría el escudo que
ostentaba el panel, pero a pesar de ello, tuve yo tiempo de verlo,
a la luz del abanico transparente de nuestra puerta. La sorpresa me
dejó un instante sin aliento. Me di media vuelta y subí hasta el
cuarto de Holmes,
-He descubierto quién es nuestro cliente -exclamé, entrando
de sopetón con mi gran noticia-. Sepa usted, Holmes, que
es…
-Es un amigo leal y un hombre caballeresco -dijo Holmes
alargando la mano para cortarme la palabra-.
Baste con eso, ahora y siempre, entre
nosotros.
Ignoro de qué manera se empleó el libro acusador. Quizá fue
sir James el encargado de esa tarea, aunque es mas probable que,
por lo delicado de la misma, le fuese encomendada al padre de la
joven. Fuese como fuere, el efecto que produjo fue el que se
buscaba. Tres días después apareció en The Morning Post una
gacetilla anunciando que no tendría lugar la boda entre el barón
Adelbert Gruner y miss Violeta de Merville.
En el mismo número del periódico venía reseñada la primera
vista ante el tribunal de policía, en la acusación contra miss
Kitty Winter por el grave delito de lanzamiento de vitriolo. Fueron
aportadas en esa causa tales atenuantes que, según se recordará,
fue sentenciada a la mínima pena que podía serlo por delito
semejante.
Sherlock Holmes se vio en peligro de ser acusado de robo con
escalo, pero cuando la finalidad es noble y el cliente es lo
bastante insigne, hasta la rígida justicia inglesa se humaniza y se
hace elástica. Mi amigo no ha tenido que comparecer hasta ahora en
el banquillo.