Durante mis días escolares tuve como íntimo amigo a un
muchacho llamado Percy Phelps, que era exactamente de mi misma
edad, aunque iba dos clases por delante de mí. Era un chico
brillante, que arrambló con todos los premios de daba la escuela, y
terminó sus proezas escolares ganando una beca que le llevaría a
terminar su triunfante carrera en Cambridge. Recuerdo que estaba
muy bien relacionado e incluso, cuando no éramos más que unos
niños, sabíamos muy bien que el hermano de su madre era Lord
Holdhurst, el gran político conservador. Poco bien le hacía en la
escuela este llamativo parentesco; por el contrario, se nos
antojaba que andar persiguiéndolo por todo el patio, dándole con el
aro de croquet en las espinillas, era un juego bastante divertido.
Pero todo cambió cuando salió al mundo. Supe vagamente que sus
aptitudes y la influencia que tenía en su mano le habían ganado una
buena posición en el Foreign Office (3); después se borró de mi
mente, hasta que la siguiente carta me recordó su
existencia:
BRIARBRAE, WOKING4
Mi querido Watson: Sin duda recordará al «Renacuajo» Phelps
que hacía quinto curso en el mismo año en que usted hacía tercero.
Es incluso posible que haya sabido que, por medio de las
influencias de mi tío, pude conseguir un buen puesto en el Foreign
Office y que me encontraba en una situación de confianza y honor,
hasta que un horrible infortunio vino a destrozar de repente mi
carrera.
De nada sirve que le escriba ahora los detalles de ese
horrible suceso. En el caso de que usted acceda a la petición que
voy a hacerle, es probable que tenga que narrárselos entonces.
Acabo de recobrarme de una encefalitis que me ha durado nueve
semanas y todavía me encuentro extremadamente débil. ¿Cree usted
que podría traer a su amigo, el señor Holmes, a verme aquí? Me
gustaría tener su opinión sobre el caso, aunque las autoridades me
aseguran que ya no hay nada que hacer. Por favor, intente hacerlo
venir lo antes posible. Cada minuto que pasa parece una hora
mientras siga viviendo en este horrible suspense.
Dígale que, si no le he pedido consejo antes, no ha sido
debido a que no tuviera en consideración su talento, sino a que
desde que me sobrevino este duro golpe no he estado totalmente en
mis cabales. Ahora vuelvo a estar en disposición de pensar, aunque
no me atrevo demasiado a hacerlo por temor a una recaída. Estoy
todavía tan débil que, como ve, he tenido que escribirle al
dictado. Inténtelo y trágamelo aquí.
Su antiguo compañero de escuela.
PERCY PHELPS
Al leer esta carta hubo algo que me emocionó; esas reiteradas
súplicas para que le llevara a Holmes tenían algo de lastimoso. Así
que, con lo emocionado que estaba, incluso aunque hubiera sido un
asunto difícil, lo hubiera intentado; pero, por supuesto, sabía
perfectamente que Holmes amaba tanto su trabajo, que estaba siempre
tan dispuesto a prestar ayuda, como dispuesto estaba su cliente a
recibirla. Mi mujer estaba de acuerdo conmigo en que no se debía
perder un momento en exponerle el asunto, así que una hora después
de desayunar me encontraba de nuevo, una vez más, en las viejas
habitaciones de Baker Street.
(1) Véase «El rostro amarillo»
(2) Dantzig o Danzig es el antiguo nombre
de Gdansk. Su azarosa historia la ha llevado a ser prusiana, libre,
alemana y rusa sucesivamente. Desde 1946 volvió a incorporarse a
Polonia con su nombre polaco de Gdansk.
(3) Ministerio de Asuntos Exteriores
británico.
(4) Woking está a 19 kilómetros al
nordeste de Aldershot, en dirección a Guilford, en
Surrey.
Holmes, ataviado con un batín, estaba sentado en su mesa de
trabajo, trabajando afanosamente en una investigación química. Una
larga y curvada retorta estaba hirviendo furiosamente sobre la
llama azulada del mechero de Bunsen (5) y las gotas destiladas se
iban condensando en una medida de dos litros. Mi amigo apenas
levantó la vista cuando entré y, viendo que su investigación debía
de tener mucha importancia, me senté en un sillón y esperé.
Introducía su pipeta de cristal en una botella y en otra,
extrayendo de ellas unas cuantas gotas, finalmente puso sobre la
mesa un tubo de ensayo que contenía cierta solución. En la mano
derecha tenía un trocito de papel de tornasol.
Llega en un momento crítico, Watson dijo. Si el papel
permanece azul, es que todo va bien. Si se pone rojo, significa la
vida de un hombre lo introdujo en el tubo de ensayo y el papel
adquirió un color carmesí apagado y sucio. ¡Hum!, ya me lo había
imaginado yo exclamó. En seguida estoy con usted, Watson.
Encontrará tabaco en la babucha persa.
Se volvió hacia su escritorio y escribió varios telegramas,
que entregó al botones. Tras esto se dejó caer en la silla que
estaba enfrente de mí, levantando las rodillas hasta que sus manos
estrecharon sus largos y finos tobillos.
Un pequeño asesinato de lo más común dijo. Imagino que usted
tiene algo mejor. Parece anunciar un crimen. ¿Qué pasa,
Watson?
Le alargué la carta, que leyó con la máxima
atención.
No dice mucho, ¿verdad? observó, mientras me la
devolvía.
Casi nada.
Y, sin embargo, la caligrafía es
interesante.
Pero si no es la suya.
Precisamente por eso, es la de una mujer. ¡No, seguro que es
la de un hombre!
No, la de una mujer; una mujer de carácter singular. Mire, al
inicio de una investigación tiene su importancia saber si el
cliente tiene una relación íntima con alguien que, para bien o para
mal, posee una naturaleza excepcional.
Esto me ha despertado un interés en el caso. Si está usted
preparado, partiremos en seguida para Woking y veremos a ese
diplomático cuya situación es tan funesta y a la dama a quien dictó
su carta.
Tuvimos la suerte de pillar uno de los primeros trenes en
Waterloo, y en menos de una hora nos encontrábamos entre los
bosques de abetos y los brezos de Woking. Briarbrae resultó ser una
amplia casa construida en medio de una gran extensión de terreno, a
pocos minutos de la estación. Tras entregar nuestras tarjetas de
visita, nos hicieron pasar a un salón elegantemente decorado, donde
a los pocos minutos se nos unió un hombre bastante corpulento, que
nos recibió con gran hostilidad. Estaba más cerca de los cuarenta
que de los treinta, pero sus mejillas eran tan sonrosadas y sus
ojos tan alegres, que seguía dando la impresión de un muchacho
regordete y travieso.
Qué contento estoy de que hayan venido dijo, dándonos
efusivamente la mano. Percy lleva toda la mañana preguntando por
ustedes; pobre hombre, se agarra a un clavo ardiendo. Su padre y su
madre me pidieron que los recibiera yo, ya que para ellos es en
extremo dolorosa la sola mención del asunto.
Todavía no tenemos detalles observó Holmes. Veo que usted no
es un miembro de la familia.
Nuestro conocido pareció sorprendido y, mirando el suelo,
empezó a reír.
Por supuesto, se ha fijado usted en las iniciales «J. H.» de
mi medallón dijo. Por un momento pensé que se le había ocurrido
algo inteligente. Mi nombre es Joseph Harrison y, como Percy va a
casarse con mi hermana Annie, seremos al menos parientes políticos.
Encontrará a mi hermana en la habitación de Percy; ha estado
entregada a sus cuidados durante estos dos últimos meses. Quizá
sería mejor que entráramos cuanto antes, porque sé cuán impaciente
está.
La estancia a la que fuimos introducidos se hallaba en el
mismo piso que el salón. Estaba amueblada en parte como un cuarto
de estar y en parte como un dormitorio; había jarrones de flores
dispuestos con un gusto exquisito en todos los rincones de la
habitación. Un hombre joven, muy pálido y como agotado, yacía en un
sofá junto a la ventana abierta, por donde entraban el agradable
aroma del jardín y la suave brisa del verano. Una mujer estaba
sentada a su lado y se levantó al entrar nosotros. ¿Me retiro,
Percy? preguntó.
El agarró con fuerza su mano para detenerla. ¿Cómo está
usted, Watson? dijo cordialmente. Nunca lo hubiera reconocido con
ese bigote y me atrevería a decir que usted no juraría que la
persona que está viendo soy yo. Supongo que él es su célebre amigo,
el señor Sherlock Holmes, ¿no es así?
Les presenté con pocas palabras y nos sentamos. El hombre
corpulento nos había dejado, pero su hermana permanecía allí con su
mano entre las del inválido. era un mujer de una apariencia
impresionante, un poco baja y gruesa, pero con un hermosos cutis
aceitunado, unos ojos grandes y oscuros, como de italiana, y un
cabello abundante de un negro oscurísimo. Su magnífica tez
contrastaba con la palidez de su compañero, quien a su lado parecía
todavía más fatigado y ojeroso.
(5) El mechero de Bunsen llamado así por
su inventor, el químico alemán Wilhelm Eberhard Bunsen (1881-1899),
muy usado en los laboratorios, funcionaba a base de mezcla de aire
y gas, que pasaba a través de un tubo con pequeños orificios. Ardía
al otro extremo con una tenue luz azulada, pudiendo alcanzar
temperaturas hasta de 7.000º C.
No les haré perder tiempo dijo él, levantándose del sofá.
Entraré sin más preámbulos en el tema. Yo era un hombre feliz y de
éxito, señor Holmes, y a punto de casarme, cuando un inesperado y
horroroso infortunio vino a echar por tierra todas mis esperanzas.
»Trabajaba, como ya le habrá dicho Watson, en el Foreign Office,
donde rápidamente ascendí hasta una posición de responsabilidad.
Cuando esta Administración hizo a mi tío ministro de Asuntos
Exteriores, él empezó a darme misiones de importancia y, como yo
las resolviera con éxito, llegó por último a tener la máxima
confianza en mi habilidad y tacto. »Hace aproximadamente diez
semanas (para ser más exacto el 23 de mayo pasado) me llamó a su
despacho privado y, tras felicitarme por el buen trabajo que había
hecho, me informó de que tenía para mí una nueva misión de
confianza. »Esto dijo, tomando de su escritorio un rollo de papel
gris es el original de ese tratado secreto entre Inglaterra e
Italia (6), sobre el cual siento decir que ya corren rumores en la
Prensa. Es extremadamente importante que no haya ninguna filtración
más. Las embajadas francesas o rusas pagarían enormes cantidades de
dinero por conocer el contenido de estos documentos. No deberían
salir de mi despacho, pero es absolutamente necesario hacer una
copia de ellos. ¿Tienes escritorio en tu oficina? » Sí, señor. »
Entonces, coge el tratado y guárdalo allí. Daré instrucciones para
que tengas que quedarte cuando se vayan los otros, de modo que
puedas hacerlo a tus anchas sin temor a que alguien te esté
vigilando.
Cuando termines, vuelve a guardar bajo llave en tu escritorio
tanto el original como la copia y entrégamelos personalmente mañana
por la mañana. »Tomé los documentos y…
Perdóneme un inciso dijo Holmes. ¿Estaban solos durante
aquella conversación?
Absolutamente. ¿Es una estancia amplia?
Treinta pies en cada dirección. ¿En el
centro?
Sí, más o menos. ¿Hablando bajo?
La voz de mi tío es siempre muy baja. Yo casi no
hablé.
Gracias dijo Holmes, entornando los ojos. Por favor, tenga la
bondad de seguir.
Hice exactamente lo que me había indicado y esperé hasta que
los otros empleados se marcharon. Uno de ellos, que trabaja en el
mismo despacho que yo, Charles Gorot, tenía que terminar un trabajo
atrasado, así que le dejé allí y me fui a cenar. Cuando volví se
había ido. Quería terminar cuanto antes mi trabajo, porque sabía
que el señor Harrison, a quien acaban ustedes de ver, estaba en la
ciudad y tomaría el tren de las once para volver a Woking y yo
quería cogerlo también. »Cuando me puse a examinar el tratado, en
seguida me di cuenta de que tenía una importancia tal, que mi tío
no había exagerado nada con lo que había dicho. Sin entrar en
detalles, puedo decir que definía la posición de Gran Bretaña en
relación con la Triple Alianza7 y predecía la política que iba a
llevar ese país en el caso de que la flota francesa aventajara en
importancia a la italiana en el marco del
Mediterráneo.
Las cuestiones tratadas eran puramente navales. Al final
estaban las rúbricas de los altos dignatarios que lo habían
firmado. Les eché una mirada y me apliqué a la tarea de copiarlo.
»Era un largo documento, escrito en francés, y contenía veintiséis
artículos separados. Copiaba lo más de prisa que podía, pero a las
nueve sólo había terminado nueve artículos y perdí las esperanzas
de poder coger el tren. Me sentía soñoliento y estúpido, en parte
debido a la cena y en parte también debido a un largo día de
trabajo. Una taza de café me despejaría. Hay un portero que se
queda toda la noche en un pequeño garito situado al pie de las
escaleras; éste tiene la costumbre de preparar café en su
infernillo de alcohol para los oficiales que se quedan haciendo
horas extraordinarias. Toqué el timbre, pues, para que viniera.
»Para mi sorpresa fue una mujer la que respondió a la llamada; una
mujer de edad, grande, de cara tosca, que llevaba un delantal. Me
explicó que era la mujer del portero, que hacía los recados; le
pedí que me subiera un café. »Escribí dos artículos más y,
entonces, sintiéndome todavía más soñoliento, me levanté y paseé
arriba y debajo de la habitación para estirar las piernas. El café
seguía sin venir y me preguntaba cuál sería la causa de este
retraso.
Abrí la puerta y me encaminé por el pasillo con el fin de
descubrirlo. Era un corredor poco iluminado que partía de la
habitación en la que había estado trabajando, constituyendo su
única salida. Terminaba en una escalera curva con el garito del
portero en el corredor que está al final de la escalera. A mitad de
camino de la escalera hay un descansillo al que da otro corredor
formando un ángulo recto con éste. Este segundo corredor lleva, a
través de una escalera, a una puerta lateral que es usada por los
sirvientes y también como atajo por los empleados cuando entran
desde Charles Street.
(6) se refiere a un acuerdo secreto que
en 1887 tomó Inglaterra con el gobierno italiano, por el cual se
permitía a Italia la entrada en Libia, a cambio de que Italia
dejara las manos libres a Gran Bretaña para su intervención en el
Sudán y el Alto Egipto, que se consideraban entonces bajo la esfera
de la influencia italiana. El resultado fue que Inglaterra entró en
conflicto con Francia y estuvo al borde de la guerra. De ahí la
importancia que para Francia tenía el conocimiento de ese tratado,
lo mismo que para Rusia, con quien Francia había llegado por
entonces a un acuerdo.
(7) Alianza secreta que se firmó entre
Alemania y el Imperio Austrohúngaro. En 1882 se unió Italia,
convirtiéndose en la Triple Alianza.
»Aquí tiene un plano esquemático del lugar.
Gracias. Creo que le sigo bastante bien.
Es muy importante que tenga en consideración este punto. Bajé
las escaleras y llegué al hall, donde encontré al portero
profundamente dormido en su garito y el agua hirviendo furiosamente
en el hervidor sobre el infernillo, salpicando todo el suelo.
Alargué la mano y estaba a punto de darle un meneo al hombre, que
seguía plácidamente dormido, cuando sonó con fuerza una de las
campanillas situadas sobre su cabeza y se despertó sobresaltado. »
Señor Phelps, ¡señor! dijo, mirándome atónito. » He bajado a ver si
mi café estaba preparado. » Estaba hirviendo el agua cuando me
quedé dormido, señor. »Me miró a mí y luego miró hacia arriba, a la
campanilla que todavía seguía estremeciéndose, y su asombro iba en
aumento. » Si usted está aquí, señor, ¿quién ha tocado entonces la
campanilla? preguntó. » La campanilla dije yo. ¿De qué campanilla
se trata? » Es la campanilla de la habitación en la que usted
estaba trabajando. »Me quedé helado. Alguien, pues, estaba en mi
habitación donde el preciosos tratado estaba extendido encima de mi
mesa. Subí frenéticamente las escaleras y avancé corriendo por el
corredor. No había nadie en éste, señor Holmes. No había nadie en
la habitación. Todo estaba tal como lo había dejado, salvo que
alguien había cogido de mi escritorio el documento que me había
sido encomendado. La copia estaba allí, pero el original había
desaparecido.
Holmes se arrellanó en su asiento y se frotó las manos. Me di
cuenta de que el problema le llegaba al corazón.
Dígame, por favor, ¿qué hizo usted entonces?
murmuró.
Al momento me di cuenta de que el ladrón debía de haber
subido las escaleras desde la puerta lateral.
Tenía que haberme encontrado con él si hubiera venido por el
otro lado. ¿Estaba convencido de que no podía haber estado durante
todo el rato oculto en la habitación, o en el corredor que usted
acaba de describir como mal iluminado?
Es absolutamente imposible. Ni siquiera una rata podría
ocultarse ni en la habitación ni en el pasillo. No hay escondite
posible.
Gracias. Le ruego que siga.
El portero, viendo en la palidez de mi rostro que había algo
que temer, me había seguido escaleras arriba.
Echamos los dos a correr por el pasillo y por las escaleras
que llevaban a Charles Street. La puerta al pie de la escalera
estaba cerrada, pero no tenía la llave echada. La abrimos de un
golpe y nos precipitamos fuera. Recuerdo claramente que al hacerlo
oímos tres campanadas en el carillón de una iglesia
vecina.
Eran las diez menos cuarto.
Esto tiene mucha importancia dijo Holmes, tomando nota en el
puño de la camisa.
La noche era muy oscuro y caía una lluvia fina y cálida. No
había nadie en Charles Street, pero al fondo, en Whitehall, el
tráfico, como es normal allí, era muy denso. Corrimos por la acera,
sin que nos importara el ir descubiertos, y en la última esquina de
la calle encontramos un policía que estaba allí parado. » Acaba de
haber un robo dijo jadeando. Un documento de mucho valor ha sido
robado del Foreign Office. ¿Ha pasado alguien por aquí? » Llevo un
cuarto de hora aquí parado dijo; solamente ha pasado una persona en
este tiempo, una señora mayor, alta, que llevaba un chal de
cachemira. » ¡Ah!, esa es mi mujer exclamó el portero. ¿No ha
pasado nadie más? » Nadie. » Entonces el ladrón debe de haber
seguido el otro camino exclamó mi compañero, tirándome de la manga.
»Pero yo no estaba satisfecho con esto, y los intentos que hacía
para alejarme de allí aumentaban mis sospechas. » ¿Qué camino
siguió la señora? exclamé. » No lo sé, señor. La vi pasar, pero no
tenía ninguna razón especial para fijarme en ella. Parecía llevar
prisa. » ¿Cuánto tiempo hace de esto? » Oh, no hace mucho rato. »
¿Durante estos últimos cinco minutos? » Pues sí, no pueden haber
pasado más de cinco. » Está perdiendo el tiempo, señor gritó el
portero, y ahora un minuto puede ser muy importante. Le doy mi
palabra de que mi mujer no tiene nada que ver en esto; vayamos
ahora al otro extremo de la calle.
Bueno, si no quiere usted, lo haré yo y con esto salió
corriendo en la otra dirección. »Pero al cabo de un momento le
había alcanzado y le cogí por la manga. » ¿Dónde vive? dije yo. »
En el número 16 de Ivy Lane, Brixton contestó él; pero no se deje
llevar por un rastro falso, señor Phelps.
Vamos hacia el otro extremo de la calle y veamos si se oye
algo. »No perdía nada siguiendo su consejo. Con el policía nos
apresuramos calle abajo, pero sólo para descubrir otra calle
rebosante de tráfico, mucha gente yendo y viniendo, pero todos
ellos iban apresurados, deseosos de encontrar un lugar donde
guarecerse en una noche tan húmeda. No había un gandul que nos
pudiera decir quién había pasado. »Entonces volvimos a la oficina y
buscamos sin resultado por las escaleras y por el pasillo. El
pasillo que lleva hasta la habitación está cubierto por un linóleo
color cremosos que muestra fácilmente cualquier tipo de huella,
pero no encontramos ni un rasguño ni una pisada. ¿Había estado
lloviendo toda la noche?
Desde las siete, más o menos. ¿Cómo puede ser, entonces, que
la mujer que entró a eso de las nueve no dejara ninguna huella de
sus embarradas botas?
Me alegra que toque ese punto. Se me ocurrió entonces. Las
asistentas que se encargan de hacer los recados tiene la costumbre
de quitarse las botas en la garita del portero, poniéndose
zapatillas de suela lisa.
Eso lo deja claro. Así que no había huellas, aunque la noche
estaba siendo húmeda, ¿no? La sucesión de los acontecimientos tiene
un interés extraordinario. ¿Qué hizo después?
También examinamos la habitación. No había posibilidad de que
hubiera una puerta secreta, y las ventanas están a casi treinta
pies del suelo. Las dos estaban cerradas por dentro. La alfombra
impedía la posibilidad de una trampilla y el techo está
sencillamente encalado. Apostaría por mi vida que quien quiera que
fuese el que robó mis documentos sólo pudo entrar por la puerta.
¿Qué me dice de la chimenea?
No la hay. Hay, en cambio, una estufa. El cordón de la
campanilla cuelga de un alambre colocado justo a la derecha de mi
escritorio. El que llamara tuvo que venir directamente a mi
escritorio para hacerlo. ¿Pero para qué quiere hacer sonar la
campanilla un criminal? Es un misterio insoluble.
Ciertamente el incidente no es habitual. ¿Qué pasos dio
después? ¿Examinó la habitación, como supongo que hizo, para ver si
el intruso había dejado algún tipo de rastro tras de sí, una
colilla o un guante tirado en el suelo, una horquilla de pelo o
cualquier otra baratija?
No había nada de eso. ¿Ningún olor especial?
No pensamos en ello.
Ah, un aroma de tabaco nos serviría de mucho en una
investigación de este tipo.
Yo no fumo nunca, de modo que me hubiera dado cuenta si
hubiera olido a tabaco. No había ninguna pista de este tipo. El
único hecho tangible era que la mujer del portero, la señora
Tangey, se había apresurado a abandonar el lugar. El no dio ninguna
explicación de este hecho, salvo que ésta era más o menos la hora
en la que la mujer solía volver a casa. El policía y yo estábamos
de acuerdo en que el mejor plan era dar caza a la mujer antes de
que pudiese deshacerse de los documentos, en la presunción de que
era ella quien los tenía. »A esas alturas la alarma había llegado
ya a Scotland Yard y el señor Forbes, el detective, llegó
rápidamente y tomó en sus manos el caso, dando muestras de una gran
energía. Alquilamos un simón y a la media hora llegamos a la
dirección que nos habían dado. Abrió la puerta una joven, que
resultó ser la hija mayor de la señora Tangey. Su madre todavía no
había vuelto y nos hizo pasar al cuarto delantero de la casa a
esperar. »Al cabo de diez minutos aproximadamente llamaron a la
puerta de la casa con los nudillos, y aquí cometimos un error del
que me siento culpable. En vez de abrir nosotros la puerta, dejamos
a la chica que lo hiciera. La oímos decir: «Madre, hay dos hombres
esperándola», y un instante después oímos los pasos de alguien que
avanzaba precipitadamente por el pasillo hacia del interior de la
casa. Forbes abrió la puerta de golpe y ambos corrimos a la
habitación trasera o cocina, pero la mujer había llegado antes que
nosotros. » Pero, ¡cómo!, si es el señor Phelps, el de la oficina
exclamó. » Vamos, vamos, ¿quién creyó que éramos cuando huyó de
nosotros? preguntó mi compañero. » Pensé que eran los agentes de
seguros dijo ella; hemos tenido problemas con un vendedor. » Esa no
es razón suficiente contestó Forbes. Tenemos razones para creer que
usted ha cogido unos importantes documentos en el Foreign Office y
corrió hasta aquí para dejarlos. Tiene que venir con nosotros a
Scotland Yard para ser cacheada. »Protestó y se resistió en vano.
Trajeron un carruaje y los tres volvimos en él. Previamente
habíamos inspeccionado la cocina, y especialmente el fuego, con el
fin de saber si ella no habría intentado eliminar los papeles
mientras estuvo sola. No había indicios, sin embargo, de cenizas o
trozos de papel. »Cuando llegamos a Scotland Yard fue conducida de
inmediato a la mujer que efectúa los cacheos a las
mujeres.
Esperé en una agonía de suspense hasta que ésta volvió con el
informe. No había indicios de los documentos. »Entonces, por
primera vez, me hice plenamente consciente del horror de mi
situación. Hasta aquí había estado tan seguro de que recuperaría
los documentos rápidamente, que no me había atrevido a pensar en
cuáles serían las consecuencias si no lo conseguía. Pero ahora ya
no quedaba nada por hacer y tenía tiempo para darme cuenta de mi
situación. ¡Era horrible! Watson le habrá dicho que en la escuela
yo era un chico nervioso y sensible. Es mi naturaleza. Pensé en mi
tío y en sus colegas del Gabinete; en la vergüenza que tendría que
pasar por mi culpa, en la que tendría que pasar yo y todos los que
tenían relación conmigo. ¿Qué importaba que yo fuera la víctima de
un extraordinario accidente? No hay lugar para los accidentes
cuando los intereses diplomáticos están en juego. Estaba arruinado;
vergonzosamente, desesperadamente arruinado. No sé lo que hice.
Imagino que debí de hacer una escena.
Tengo un vago recuerdo de un grupo de oficiales apiñados en
torno a mí intentando aplacarme. Uno de ellos me condujo hasta
Waterloo y me metió en un tren. Creo que hubiera hecho todo el
camino a mi lado de no ser porque el doctor Ferrier, que vive aquí
al lado, volvía de la ciudad en ese mismo tren. El doctor se hizo
amablemente cargo de mí, y menos mal que lo hizo, porque tuve un
ataque en la estación y antes de que llegara a mi casa me había
vuelto ya un maníaco delirante. »Puede usted imaginarse el estado
de cosas aquí cuando el doctor, al llamar a la puerta, los sacó de
la cama y me encontraron a mí en semejante estado. La pobre Annie,
a quien ven ustedes aquí, y mi madre tenían el corazón destrozado.
El detective había dado al doctor Ferrier la información suficiente
en la estación para que éste pudiera darles una idea de lo que
había sucedido, y su narración no echaba ningún parche al problema.
Era evidente que yo había caído enfermo con una enfermedad que
sería larga; así que Joseph fue desalojado de su alegre habitación,
que convirtieron en un cuarto de enfermo para mí. Aquí he yacido
durante más de nueve semanas, señor Holmes, inconsciente y
delirante debido a la fiebre. De no haber sido por la señorita
Harrison y por los cuidados del doctor no estaría ahora hablando
con ustedes.
Ella me ha cuidado durante el día, y por la noche contrataron
los servicios de una enfermera, porque en mis ataques era capaz de
cualquier cosa. Poco a poco fui recobrando la razón, pero no ha
sido sino en estos tres últimos días cuando he recuperado la
memoria. Algunas veces deseo no haberla recobrado nunca. La primera
cosa que hice fue telegrafiar al señor Forbes, en cuyas manos
estaba el caso. Este vino y me aseguró que, aunque se había hecho
todo lo posible, no se habían encontrado pruebas ni
pistas.
Habían interrogado al portero y a su mujer de todos los modos
posibles, sin conseguir hacer un poco de luz sobre el asunto. Las
sospechas de la policía fueron a recaer entonces sobre el joven
Gorot que, como usted recordará, se quedó fuera de hora en la
oficina aquella noche. El haberse quedado y su apellido francés
eran los dos únicos puntos que podían sugerir una sospecha; pero de
hecho yo no empecé a trabajar hasta que él ya se había ido; y su
gente, aunque de ascendencia hugonota (8), tiene una simpatía y
unas costumbres tan inglesas como las de usted y como las mías. No
se encontró nada por lo que pudiera estar implicado en el asunto y
aquí renunciaron a seguir investigando. He recurrido a usted, señor
Holmes, como mi última esperanza; si me falla, perderé para siempre
mi honor y mi posición.
El inválido se hundió de nuevo en los cojines, agotado por el
largo monólogo, mientras su enfermera le servía un vaso de cierto
medicamento estimulante. Holmes estaba sentado en silencio con la
cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en una actitud que
podría parecer apática a un extraño, pero que yo sabía que denotaba
la más intensa abstracción.
Su informe ha sido tan explícito dijo por último, que me ha
dejado poco lugar a que le haga más preguntas.
Queda, sin embargo, una de suma importancia. ¿Le había dicho
usted a alguna persona algo sobre la especial tarea que tenía que
llevar a cabo?
No, a nadie. ¿Ni siquiera a la señorita Harrison, aquí
presente, por ejemplo?
No. No volví a Woking en el espacio de tiempo que hubo entre
recibir la orden y ejecutarla. ¿Y nadie de sus familiares o amigos
había estado, por casualidad, a verle?
Nadie. ¿Alguno de ellos sabe el camino que hay que seguir
para llegar a su oficina?
Oh, ¡claro! Todos ellos han sido introducidos por mí alguna
vez.
De todos modos, por supuesto, si no dijo nada a nadie sobre
ese trabajo, estas preguntas son irrelevantes.
No dije nada. ¿Sabe usted algo sobre el
portero?
Nada, excepto que es un soldado retirado. ¿De qué
regimiento?
Oh, me parece haber oído que de los «Coldstream
Guards9».
Gracias. No me cabe duda de que podré conseguir más detalles
por medio de Forbes. Las autoridades son excelentes a la hora de
amontonar hechos, aunque no siempre los usan en su propio
beneficio. ¡Qué cosa más bonita es una rosa!
Fue detrás del diván, abrió la ventana y, tomando en su mano
el tallo inclinado de una rosa cubierta de musgo, contempló la
exquisita mezcla del carmesí con el verde. Esta faceta de su
carácter era nueva para mí porque nunca le había visto demostrar un
interés profundo por los objetos naturales.
No hay nada donde la deducción sea tan necesaria como en la
religión dijo, recostándose en las contraventanas. El razonador
puede construir con ella una ciencia exacta. Siempre me ha parecido
que la seguridad suprema en la bondad de la Providencia descansa en
las flores. Todas las demás cosas, nuestros poderes, nuestros
deseos, nuestro alimento, todos son realmente necesarios en primera
instancia para nuestra existencia. Pero esta rosa se nos da por
añadidura. Su aroma y su color son un adorno de la vida, no una
condición de ésta. Sólo la bondad se da por añadidura y por eso,
repito, tenemos mucho que esperar de las flores.
Percy Phelps y su enfermera miraron a Holmes durante esta
demostración con sorpresa y un tanto de desilusión escrita en sus
rostros. El había caído en una ensoñación, con la rosa entre sus
dedos. Pasó un rato antes de que la joven rompiera el
silencio.
(8) Los hugonotes eran los protestantes
calvinistas de Francia. Tras la revocación del Edicto de Nantes, en
1685, un gran número de ellos huyó a Inglaterra, Holanda, Alemania,
Suiza y América, donde contribuyeron a la vida cívica e
industrial.
(9) Uno de los más famosos regimientos de
todo el Ejército británico. Los Coldstreams (también llamados
«carboneros»), que actualmente forman parte de la Guardia Real,
pertenecieron al regimiento de campaña del general Monk (1608-1670)
y entraron con él en Londres en 1660 para poner fin al dominio de
los partidarios de Cromwell y comenzar el restablecimiento de la
monarquía.
¿Ve usted alguna posibilidad de solucionar este misterio,
señor Holmes? preguntó con cierta aspereza.
Oh, ¡el misterio! contestó él, volviendo con un sobresalto a
las realidades de la vida. Sería absurdo negar que el caso es
oscuro y complicado; pero puedo prometerles que estudiaré el asunto
y que les haré saber los puntos que me impresionen. ¿Ve alguna
pista?
Me ha proporcionado usted siete, pero, por supuesto, debo
comprobarlas antes de pronunciarme sobre su valor. ¿Sospecha de
alguien?
Sospecho de mí. ¿Qué?
De llegar a conclusiones demasiado rápidas.
Entonces vaya a Londres y compruebe sus
conclusiones.
Su consejo es excelente, señorita Harrison dijo Holmes,
levantándose. Creo, Watson, que no podemos hacer nada mejor. No se
deje llevar por falsas esperanzas, señor Phelps. El asunto está muy
enmarañado.
Estaré en un estado febril hasta que le vuelva a ver exclamó
el diplomático.
Bueno, vendré en el mismo tren mañana, aunque es más que
probable que mi informe sea negativo.
Dios le bendiga por su promesa de venir exclamó nuestro
cliente. Me hace cobrar nuevos ánimos el saber que se está haciendo
algo. A propósito, tuve una carta de Lord Holdhurst. ¡Ah!, ¿qué
decía?
Se mostraba frío, pero no severo. Me atrevería a decir que mi
grave enfermedad ha evitado que lo fuera.
Volvía a repetir que el asunto era de suma importancia y
añadía que no se daría paso alguno en relación con mi futuro (con
lo cual, por supuesto, se refería a mi destitución) hasta que me
hubiera recuperado y tuviera la oportunidad de reparar mi
infortunio.
Bueno, fue razonable y considerado dijo Holmes. Vamos,
Watson, que tenemos un buen día de trabajo ante
nosotros.
El señor Joseph Harrison nos condujo a la estación, y en
seguida nos encontramos inmersos en el rápido traqueteo de un tren
que venía de Portsmouth. Holmes se hundió en sus pensamientos y
apenas abrió la boca hasta que pasamos Clapham
Junction.
Qué agradable es llegar a Londres a través de una de estas
líneas que le permiten a uno ver las casas desde arriba, como en
este caso.
Pensé que bromeaba porque la visión era bastante sórdida,
pero en seguida se explicó.
Mire esos grandes grupos de edificios que se levantan
aislados por encima de los tejados de pizarra; parecen islas de
ladrillo en un mar plomizo.
Son los internados. ¡Los faros, muchacho, los faros!
¡Almenaras del futuro! Cápsulas con cientos de pequeñas, brillantes
semillas en cada uno; de ellas surgirá el inglés del mañana, más
inteligente, mejor. Supongo que ese hombre, Phelps, no beberá,
¿no?
No creo.
Ni yo tampoco. Pero estamos obligados a tener en cuenta todas
las posibilidades. El pobre diablo se ha metido en aguas demasiado
profundas y la cuestión que ahora se plantea es si podremos o no
sacarlo a flote sano y salvo. ¿Qué piensa usted de la señorita
Harrison?
Es una muchacha con un carácter muy fuerte.
Sí, pero, o yo estoy equivocado, o se trata de una muchacha
bastante sensata. Ella y su hermano son los únicos hijos de un
fabricante de hierro sentado en algún lugar camino de
Northumberland (10). Phelps se comprometió con ella con ocasión de
un viaje que realizó el año pasado; ella vino después, con su
hermano como escolta, para que él le presentara a su familia.
Entonces sucedió este accidente y ella se quedó a cuidar a su
amado, mientras que su hermano Joseph, encontrándose cómodo,
decidió quedarse también. He estado haciendo alguna investigación
por mi cuenta. Pero hoy ha de ser un día lleno de
ellas.
Mi clientela… empecé a decir yo.
Oh, si usted encuentra sus casos más interesantes que los
míos… dijo Holmes con aspereza.
Iba a decir que mi clientela bien puede ir tirando sin mí por
un día o dos; al fin y al cabo es el período más tranquilo del
año.
Excelente dijo él, recobrando su buen humor. Entonces
estudiaremos juntos este asunto. Creo que debemos empezar por ir a
ver a Forbes. Probablemente él podrá darnos todos los detalles que
precisamos, hasta que sepamos por dónde ha de abordarse el
asunto.
(10) Condado fronterizo al norte de
Inglaterra, que tiene una costa muy accidentada, altos páramos y
fértiles valles en su interior.
Usted dijo que tenía una pista.
Bueno, tenemos varias, pero sólo podremos saber si valen para
algo mediante una investigación posterior. El crimen más difícil de
rastrear es aquel que carece de un objetivo claro. Ahora bien, éste
sí que tiene un objetivo. ¿Quién va a beneficiarse? Están el
embajador francés y el ruso; está asimismo quienquiera que sea el
que vaya a vendérselo al uno o al otro, y está Lord Holdhurst.
¡Lord Holdhurst!
Bueno, se puede concebir que un hombre de Estado se encuentre
en una situación en la que no le importaría que cierto documento
desapareciera de un modo accidental.
No un hombre de Estado con un historial tan honorable como el
de Lord Holdhurst.
Es una posibilidad y no podemos permitirnos el lujo de
desecharla. Veremos a este honorable Lord hoy y descubriremos si
puede decirnos algo. Entretanto ya he puesto en marcha algunas
investigaciones. ¿Ya?
Sí, envié telegramas desde la estación de Woking a todos los
periódicos de la tarde de Londres. Este anuncio aparecerá en todos
ellos.
Me tendió una hoja de papel arrancada de su cuaderno de
notas. En ésta aparecía escrito a lápiz:
«Diez libras de recompensa a quien pueda dar información
sobre el número del vehículo que depositó a un pasajero en la
puerta, o alrededores del Foreign Office en Charles Street, a las
diez menos cuarto de la noche del pasado 23 de mayo. Dirigirse al
221B de Baker Street.» ¿Cree usted que el ladrón fue en
simón?
Si no fue así, tampoco nos perjudica el intentar saberlo.
Pero, si el señor Phelps tiene razón al afirmar que no hay
escondite posible ni en la habitación ni en los pasillos, la
persona debe de haber venido desde el exterior. Si entró desde la
calle en una noche tan pasada por agua, sin dejar, no obstante,
huella alguna sobre el linóleo, que fue examinado pocos minutos
después de que esa persona hubiera pasado, en ese caso es altamente
probable que viniera en un simón. Sí, creo que podemos deducir con
seguridad que vino en un simón.
Suena probable.
Esta es una de las pistas de que hablaba. Puede llevarnos
hasta algo. Y, por supuesto, está además la campanilla, que es la
característica más distintiva del caso. ¿Por qué tenía que sonar la
campanilla? ¿Intentaba llevar a cabo una fanfarronada el ladrón que
lo hizo? ¿O lo hizo alguien que estaba con el ladrón con la
intención de evitar el crimen? ¿O fue un accidente? ¿O
fue…?
Se hundió de nuevo en la intensa y profunda reflexión de la
que había salido; pero a mí me pareció, acostumbrado como estaba a
todos sus estados de ánimo, que había caído en la cuenta de una
nueva posibilidad.
Eran las tres y veinte cuando llegamos al final de nuestro
recorrido y, tras un breve almuerzo en la cantina de la estación,
rápidamente nos pusimos en camino en dirección a Scotland Yard.
Holmes ya había telegrafiado a Forbes, y lo encontramo
esperándonos; un hombre pequeño, de aspecto zorruno, con una
expresión aguda, pero no por ello más amable, en el rostro. Fue
decididamente seco en su comportamiento con nosotros, especialmente
cuando supo el motivo que nos llevaba a él.
Conozco sus métodos, señor Holmes dijo agriamente. Está
dispuesto a usar toda la información que la policía puede poner a
su disposición para intentar terminar el caso por sí mismo y
desacreditarla.
Todo lo contrario dijo Holmes. De los cincuenta y tres
últimos casos que he tenido, mi nombre sólo ha aparecido en cuatro,
llevándose toda la fama la policía en los otros cuarenta y nueve.
No le culpo por no saber esto, porque es joven y sin experiencia;
pero, si desea progresar en su nuevo cargo, trabaje conmigo, no
contra mí.
Estaría encantado de que me diera alguna otra indicación dijo
el detective cambiando sus modales.
Hasta ahora no he tenido ningún éxito con este caso. ¿Qué
pasos ha dado?
Hemos seguido la pista a Tangey, el portero. Dejó el ejército
con un buen informe sobre su conducta y no podemos encontrar nada
contra él. Su mujer es una mala persona, sin embargo. Imagino que
sabe más del asunto de lo que intenta aparentar. ¿La han
seguido?
Tenemos a una de nuestras mujeres detectives tras ella. La
señora Tangey bebe, y nuestro detective ha estado con ella en dos
ocasiones en las que estaba bastante chispa, pero no pudo sacarle
nada.
Creo que tuvieron a los agentes de seguros en
casa.
Sí, pero les pagaron. ¿De dónde procedía el
dinero?
No vimos nada irregular en lo que al dinero se refiere. Les
debían la pensión de él; no han dado muestras de que les sobre el
dinero. ¿Qué explicación dio al hecho de que acudiera ella cuando
el señor Phelps llamó para pedir un café?
Dijo que su marido estaba muy cansado y quería
ayudarlo.
Bueno, esto estaría ciertamente de acuerdo con el hecho de
que él fue encontrado, un poco más tarde, dormido en la silla. No
hay nada contra ellos, pues, salvo el carácter de la mujer. ¿Le
preguntó por qué llevaba tanta prisa aquella noche? Su apremio
llamó la atención del número de policía.
Era más tarde de lo habitual y quería llegar a casa. ¿Le hizo
ver que usted y el señor Phelps, que salieron por lo menos veinte
minutos después de ella, llegaron allí antes?
Ella lo explica por la diferencia entre un coche de punto y
el tranvía. ¿Hizo alguna aclaración de por qué cuando llegó a casa
se precipitó hacia la cocina?
Porque tenía allí el dinero con el que pagar a los
corredores.
Por lo menos tiene una respuesta para todo. ¿Le preguntó si
al salir se había encontrado con alguien o había visto a alguien
merodeando sospechosamente por Charles Street?
No vio a nadie, salvo al número de policía.
Bueno, parece que le ha hecho un concienzudo interrogatorio
cruzado. ¿Qué más ha hecho?
El empleado, Gorot; le hemos estado siguiendo la pista
durante estas últimas nueve semanas, pero sin
resultado.
No tenemos ninguna prueba contra él. ¿Algo
más?
Bueno, no contamos con ningún otro hecho sobre el que podamos
seguir una investigación. ¿Se ha formado usted ya alguna teoría
sobre cómo pudo llegar a sonar esa campanilla?
Bueno, tengo que confesar que ese asunto me puede.
Quienquiera que lo haya hecho tiene que tener una sangre fría
impresionante para así, sin más, ir y hacer sonar la
alarma.
Sí, es algo bastante extraño. Muchas gracias por todo lo que
me ha dicho. Sabrá de mí en el caso de que pueda entregarle al
hombre. ¡Vamos Watson! ¿Dónde vamos a ir ahora? pregunté al dejar
la oficina.
Vamos a ir a entrevistarnos con Lord Holdhurst, el ministro
del Gabinete y futuro primer ministro de
Inglaterra.
Tuvimos la suerte de que Lord Holdhurst estaba todavía en su
despacho de Downing Street (11) y, tras hacerle llegar Holmes su
tarjeta de visita, nos hizo pasar al instante. El político nos
recibió con esa extremada cortesía, un poco pasada de moda, que le
caracteriza; nos ofreció asiento en dos lujosos y cómodos sillones
situados a ambos lados de la chimenea. El, de pie sobre la alfombra
que se extendía entre ambos, con su esbelta y ligera figura, su
rostro agudo y pensativo y su rizado cabello prematuramente cano,
parecía representar el tipo, ya no demasiado común, del noble que
es noble de verdad.
Su nombre me es muy familiar, señor Holmes dijo sonriendo. Y,
por supuesto, no puedo fingir que desconozco el objeto de su
visita. Sólo ha habido un suceso en estas oficinas que puede haber
requerido su presencia aquí. Pero, permítame que le pregunte por
cuenta de quién actúa.
Del señor Percy Phelps contestó Holmes. ¡Ah, mi infortunado
sobrino! Como usted puede comprender, nuestro parentesco me hace
todavía más difícil el intentar protegerle de un modo u otro. Temo
que este incidente tendrá un efecto muy perjudicial en su
carrera.
Pero, ¿y si encontramos el documento? ¡Ah!, en ese caso sería
diferente.
Me gustaría hacerle unas preguntas, Lord
Holdhurst.
Estaré encantado de poder ofrecerle toda la información que
se encuentra en mi poder. ¿Fue en esta habitación en donde le dio a
su sobrino las instrucciones de cómo debía llevarse a cabo la copia
del documento?
Esta era.
Entonces difícilmente pudo haber alguien que sorprendiera su
conversación.
Por supuesto. ¿Le había mencionado a alguien que tenía la
intención de entregar el tratado a alguien con el fin de hacer una
copia?
Nunca. ¿Está seguro de ello?
Absolutamente.
Bueno, puesto que ni usted se lo dijo a nadie, ni el señor
Phelps se lo dijo a nadie, ni nadie más sabía algo sobre el asunto,
la presencia del ladrón en la habitación fue, pues, algo puramente
accidental. Vio una posibilidad y no la dejó
escapar.
El político sonrió:
Eso ya no es de mi competencia dijo.
Holmes se quedó un momento pensativo.
Hay otro aspecto del asunto, también muy importante, que me
gustaría comentar con usted dijo.
Tengo entendido que usted temía las graves consecuencias que
acarrearía el hecho de que se llegaran a conocer ciertos detalles
del tratado, ¿no es así?
Una sombra cubrió el expresivo rostro del
político.
Verdaderamente, graves consecuencias. ¿Y las ha habido
ya?
No, todavía no.
(11) Pequeña calle sin salida, cuyo
número 10 sigue siendo hoy la residencia del primer ministro
británico.
¿Si el tratado hubiera llegado, pongamos por caso, al
Ministerio de Asuntos Exteriores francés o ruso, lo
sabría?
Sí, tendría que saberlo dijo Lord Holdhurst, poniendo una
expresión de disgusto en el rostro.
Entonces, puesto que han pasado casi diez semanas y todavía
no se sabe nada, ¿sería incierto suponer que el tratado no ha
llegado a ellos? Lord Holdhurst se encogió de
hombros.
No podemos suponer que el ladrón cogió el tratado para
enmarcarlo y colgarlo de la pared.
Posiblemente esté esperando a poder venderlo a mejor
precio.
Si espera un poco más, ya no podrá venderlo en absoluto.
Dentro de unos cuantos meses el tratado dejará de ser
secreto.
Eso es muy importante dijo Holmes. Por supuesto, no está
fuera de lo posible que el ladrón se encuentre aquejado de una
súbita enfermedad. ¿Un ataque de encefalitis, por ejemplo? preguntó
el político, lanzándole una rápida mirada.
Yo no diría eso dio Holmes imperturbable. Y ahora nos vamos,
Lord Holdhurst; ya le hemos quitado mucho de su valioso tiempo, y
sólo nos queda desearle que tenga usted un buen
día.
Le deseo suerte en su investigación, sea quien sea el
criminal contestó el noble caballero, al tiempo que nos despedía
con una reverencia.
Es un buen tipo dijo Holmes cuando salimos a Whitehall. Pero
tiene enormes dificultades para mantener su posición. Anda lejos de
ser rico y tiene muchos gastos. ¿Se dio cuenta de que sus botines
tenían echadas medias suelas? Ahora, Watson, no quiero tenerle
alejado más tiempo de sus obligaciones.
No haré nada más hoy, a no ser que alguien conteste al
anuncio que puse en el periódico. Pero le estaría agradecido en
extremo si quisiera acercarse conmigo mañana a Woking; cogeremos el
mismo tren que hemos cogido hoy.
Me reuní, pues, con él a la mañana siguiente e hicimos el
viaje juntos hasta Woking. Nadie había contestado al anuncio, dijo,
y nada había sucedido que echara una nueva luz sobre el asunto.
Tenía, cuando así lo deseaba, la profunda inexpresividad de un piel
roja. Y yo no pude deducir por su aspecto si estaba o no satisfecho
con la situación del caso. Recuerdo que su conversación giró en
torno al sistema Bertillon (12) de medidas y expresó una entusiasta
admiración por el sabio francés.
Encontramos a nuestro cliente todavía bajo los cuidados de su
fiel enfermera, pero tenía mucho mejor aspecto que antes. Cuando
entramos, se levantó sin dificultad del sofá y nos saludó. ¿Alguna
novedad? preguntó con vehemencia.
Mi informe, como esperaba, es negativo dijo Holmes. He visto
a Forbes y a su tío y he puesto en marcha una o dos investigaciones
que nos pueden llevar hasta algo. ¿No está, pues,
descorazonado?
En absoluto. ¡Dios le bendiga por decir tal cosa! exclamó la
señorita Harrison.
La verdad terminará por salir a la luz si seguimos siendo
valerosos y no perdemos la paciencia.
Nosotros podemos darle más noticias de las que usted ha
podido darnos dijo Phelps volviéndose a sentar en el
sofá.
Esperaba que tuvieran algo que decirme.
Sí, ayer por la noche nos sucedió algo que podría ser serio
su expresión se fue haciendo más grave según hablaba y su mirada
expresaba un tipo de sentimiento parecido al miedo. ¿Sabe usted
dijo que empiezo a creer que estoy siendo, sin darme cuenta, el
centro de una monstruosa conspiración que no sólo atenta contra mi
honor sino también contra mi propia vida? ¡Ah! exclamó
Holmes.
Parece increíble, porque no tengo, que yo sepa, un solo
enemigo en este mundo. Y, sin embargo, a partir de la experiencia
de ayer por la noche, no puedo llegar a otra
conclusión.
Por favor, tenga la bondad de contarme cómo
fue.
Tiene que saber que ayer por la noche fue la primera vez que
dormí sin una enfermera en la habitación.
Me encontraba muchísimo mejor que los días pasados, tanto,
que decidí que podía pasar sin ella. Tenía, no obstante, una
lamparilla encendida. Bueno, a eso de las dos de la madrugada me
había hundido en un sueño ligero, cuando un ruidito me despertó de
repente. Era similar al ruido que hacen los ratones al roer las
tablas del entarimado y me quedé un rato escuchando, pensando que
esa debía de ser la causa.
Entonces se hizo más fuerte, hasta que al final oí en la
ventana un golpe agudo y metálico. Me senté asombrado. Ahora ya no
había duda sobre la procedencia del ruido. Los más débiles los
había producido alguien al intentar forzar los bastidores de la
ventana y el segundo lo produjo el pestillo al saltar »Tras esto,
todo quedó en silencio durante unos minutos, como si la persona
estuviera esperando a ver si el ruido me había despertado o no.
Entonces oí un tenue chirrido, al tiempo que la ventana se iba
abriendo lentamente. No pude aguantar más, porque mis nervios ya no
son lo que eran y, saltando de la cama, abrí de golpe las
contraventanas.
(12) Alphonse Bertillon (1853-1914) fue
el creador del sistema denominado antropometría o bertillonaje, que
sirve para identificar a una persona mediante ciertas constantes
anatómicas: huellas dactilares, caracteres de los lóbulos de las
orejas, etc., y para realizar retratos-robot. En 1882 el propio
Bertillon aplicó su método en el Palacio de Justicia de
París.
Había un hombre agazapado en la ventana. Apenas pude verlo,
porque echó a correr con la velocidad del relámpago. Iba envuelto
en algo parecido a una capa, que le ocultaba la parte inferior del
rostro. Sólo estoy seguro de una cosa, y es que llevaba un arma en
la mano. Me pareció un cuchillo. Vi claramente el brillo de éste
cuando él se volvió antes de echar a correr.
Esto es de lo más interesante; y dígame, ¿qué hizo usted
entonces?
Habría saltado por la ventana y le hubiera seguido, si me
hubiera sentido más fuerte. Lo que hice fue tocar la campanilla y
levantar a toda la casa. Me llevó un rato porque las campanillas
suenan en la cocina y todos los sirvientes duermen arriba. Grité,
por tanto, lo cual hizo bajar a Joseph, que se encargó de despertar
al resto. Joseph y el mozo de cuadra encontraron pisadas en el
macizo de flores que está debajo de la ventana, pero el tiempo ha
sido tan seco últimamente, que pensaron que sería imposible
seguirlas por todo el césped. No obstante, me han dicho que hay un
lugar en la cerca de madera que bordea la carretera que muestra
signos como si alguien hubiera pasado por encima rompiendo un
listón al hacerlo.
Todavía no he dicho nada a la policía local, porque pensé que
haría mejor en saber primero su opinión sobre el
asunto.
Este relato de nuestro cliente pareció tener un efecto
extraordinario sobre Sherlock Holmes. Se levantó de su asiento y se
puso a ir y venir por la habitación en un estado incontrolable de
excitación.
Las desgracias nunca vienen solas dijo Phelps sonriendo,
aunque era evidente que este suceso le había dejado un tanto
estremecido.
Ya ha sufrido usted lo suyo, verdaderamente dijo Holmes.
¿Cree que sería capaz de dar una vuelta conmigo alrededor de la
casa? ¡Oh, sí! Me agradaría mucho que me diera un poco el sol.
Joseph vendrá también. ¡Y yo también! dijo la señorita
Harrison.
Siento mucho tener que decirle que no dijo Holmes moviendo la
cabeza. Creo que tengo que pedirle que se quede sentada exactamente
en el mismo lugar en el que está ahora.
La joven dama volvió a ocupar su asiento con cierto aire de
disgusto. Sin embargo, su hermano se había unido a nosotros y
salimos los cuatro juntos. Dimos la vuelta por el césped que bordea
la casa hasta llegar a la ventana de la habitación que ocupaba el
joven diplomático. Había, como él había dicho, algunas huellas en
el macizo de flores, pero eran totalmente borrosas e imprecisas.
Holmes se inclinó un momento sobre ellas, tras lo cual se irguió de
nuevo encogiéndose de hombros.
No creo que nadie pueda sacar mucho en claro de esto dijo.
Demos una vuelta entera a la casa y veamos por qué el ladrón
escogió esta habitación en particular. Yo pensaría que las amplias
ventanas del salón y del comedor le habrían atraído
más.
Se ven más desde la carretera sugirió el señor Joseph
Harrison. ¡Ah, sí, claro! Hay aquí una puerta por la que quizá haya
intentado pasar. ¿Para qué la usan?
Es la puerta lateral, que utilizan los comerciantes. Por
supuesto, por la noche está cerrada con llave. ¿Les había sucedido
algo parecido en alguna otra ocasión?
Nunca dijo nuestro cliente. ¿Tiene en casa plata o algo que
pueda atraer a los ladrones?
Nada de valor.
Holmes se dio un paseo alrededor de la casa. Llevaba las
manos en los bolsillos y mostraba un aspecto bastante negligente,
algo inusual en él.
A propósito le dijo a Joseph Harrison, creo que ha encontrado
usted un lugar por donde el tipo pudo haber saltado la cerca;
echémosle un vistazo.
El joven nos condujo hasta un lugar en donde podía verse que
la parte superior de uno de los listones que formaban el cercado
estaba resquebrajado. Había un trocito de madera colgando. Holmes
lo arrancó y lo examinó con aire crítico. ¿Cree usted que esto lo
hicieron anoche? Parece que tiene bastante tiempo,
¿no?
Bueno, posiblemente.
No hay huellas que indiquen que alguien haya saltado desde el
otro lado. No, no creo que este lugar vaya a sernos útil en nuestra
búsqueda. Volvamos al dormitorio y recapacitemos sobre el
asunto.
Percy Phelps caminaba despacio, apoyándose en el brazo de su
futuro cuñado. Holmes atravesó la pradera a paso ligero y llegamos
junto a la ventana abierta muchos antes que los otros
dos.
Señorita Harrison dijo Holmes, poniendo mucho cuidado en su
modo de dirigirse a ella, tiene usted que quedarse todo el día en
el lugar en el que está ahora. No consienta que nada le impida
hacerlo. Esto tiene una importancia vital.
Claro que lo haré, si así lo desea usted dijo la muchacha
asombrada.
Cuando se vaya a dormir, cierre por fuera la puerta de esta
habitación y guarde la llave. Prométame que lo
hará.
Pero ¿y Percy?
Vendrá a Londres con nosotros. ¿Y yo voy a quedarme
aquí?
Es por su bien, ¡puede serle usted muy útil! ¡Rápido!
¡Prométamelo!
Asintió con la cabeza en el mismo momento en que llegaban los
otros. ¿Por qué te quedas ahí haciendo muecas, Annie? le gritó su
hermano. Sal a que te dé el sol.
No, gracias, Joseph; tengo un ligero dolor de cabeza y esta
habitación es deliciosamente fresca y sedante. ¿Qué propone que
hagamos ahora, señor Holmes? dijo nuestro cliente.
Bueno, no debemos perder de vista la investigación principal
por andarnos preocupando de un asuntillo sin importancia. Me
prestaría una gran ayuda si pudiera usted venir a Londres con
nosotros. ¿Ahora mismo?
Bueno, lo antes posible, siempre que no le suponga un
trastorno. Digamos dentro de una hora.
Me siento lo bastante fuerte, si es que de verdad puedo serle
útil en algo.
Utilísimo.
Posiblemente quiera que me quede a pasar la noche
allí.
Eso es lo que iba a proponerle.
En ese caso, si mi amigo nocturno vuelve a visitarme, verá
que el pájaro ha volado. Estamos todos en sus manos, señor Holmes:
tiene usted que decirnos lo que quiere que hagamos. ¿A lo mejor
prefiere que Joseph venga con nosotros para hacerse cargo de
mí?
Oh, no; mi amigo Watson es médico, sabe, y se ocupará de
usted. Comeremos aquí, si nos lo permite, y después partiremos
juntos hacia la ciudad.
Se decidió hacerlo tan como él lo había sugerido, si bien la
señorita Harrison, de acuerdo con la sugerencia de Holmes, se
excusó por no abandonar la habitación. Yo no podía concebir cuál
era el objeto de la maniobra de mi amigo, a no ser que se
propusiera mantener a la dama alejada de Phelps, quien, lleno de
alegría por haber recobrado la salud y por las perspectivas de
acción, comió con nosotros en el comedor. Holmes nos tenía
reservada, sin embargo, otra sorpresa todavía más grande, porque,
tras acompañarnos hasta la estación e introducirnos en el vagón,
nos anunció con toda calma que no tenía la intención de abandonar
Woking.
Hay todavía dos o tres pequeñas cuestiones que me gustaría
aclarar antes de ir dijo. Su ausencia, señor Phelps, me será de
alguna manera útil. Watson, cuando lleguen a Londres, hágame el
favor de dirigirse rápidamente con nuestro amigo a Baker Street y
de quedarse allí con él hasta que volvamos a vernos. Es una suerte
que sean antiguos compañeros de escuela, porque así tendrán mucho
de que hablar.
El señor Phelps puede ocupar el cuarto de huéspedes y yo
volveré a estar con ustedes mañana a la hora del desayuno, ya que
hay un tren que me dejará a las ocho en la estación de Waterloo.
¿Pero que pasará con nuestra investigación en Londres? preguntó
Phelps pesaroso.
Podremos hacerla mañana. Creo que en este momento puedo ser
más útil aquí.
Dígales en Briarbrae que espero estar de vuelta mañana por la
noche gritó Phelps cuando el tren empezaba a dejar el
andén.
No espero volver a Briarbrae contestó Holmes, despidiéndonos
con la mano mientras el tren iba saliendo cada vez más de prisa de
la estación.
Phelps y yo hablamos de ello durante el viaje, pero ninguno
de los dos pudo imaginarse una razón satisfactoria que explicara
este nuevo acontecimiento.
Supongo que querrá encontrar alguna pista relativa al robo de
anoche, si es que se trataba de un robo.
Por mi parte, no creo que se tratara de un robo ordinario.
¿Qué idea tiene usted, pues, del asunto?
Puede usted achacárselo o no a la debilidad de mis nervios,
pero palabra que creo que soy el centro de una profunda intriga
política y que, por alguna razón que se me escapa, los
conspiradores apuntan contra mi vida. Suena exaltado y absurdo,
pero ¡considere los hechos! ¿Por qué iba un ladrón a intentar
forzar la ventana de un dormitorio en el que no podía haber
posibilidad de robo y por qué iba a llevar un cuchillo en la mano?
¿Está usted seguro de que no era una ganzúa?
Oh, no; era un cuchillo. Vi claramente el brillo de la
hoja.
Pero ¿por qué demonios le van a perseguir con tal animosidad?
¡Ah!, esa es la cuestión.
Bueno, si Holmes tiene el mismo punto de vista, eso estaría
conforme con el hecho de que él se haya quedado allí, ¿no?
Suponiendo que su teoría sea correcta, si puede echarle el guante a
quien le amenazó a usted anoche, habrá avanzado mucho en la
búsqueda de la persona que se llevó el tratado naval. Es absurdo
suponer que tiene usted dos enemigos; uno que le roba mientras el
otro atenta contra su vida.
Pero el señor Holmes dijo que no iba a ir a
Briarbrae.
Le conozco desde hace algún tempo dije yo, y sé que nunca
hace nada si no cuenta con una buena razón para
hacerlo.
Y con esto nuestra conversación saltó a otros
tópicos.
Pero fue un día agotador para mí. Phelps estaba todavía muy
débil tras su larga enfermedad y sus infortunios le habían vuelto
quejica y nervioso. En vano me propuse atraer su interés hacia
otros temas tales como Afganistán, India, los problemas sociales;
cualquier cosa que le quitara de la cabeza el problema que le tenía
obsesionado.
Siempre terminaba volviendo al desaparecido tratado;
preguntándose, haciendo conjeturas, especulando sobre lo que
estaría haciendo Holmes, lo que decidiría Lord Holdhurst, las
noticias que tendríamos por la mañana. Al ir avanzando la tarde, su
excitación se hizo casi dolorosa. ¿Tiene una fe implícita en
Holmes? preguntó.
Le he visto llevar a cabo hechos asombrosos. ¿Pero logró
esclarecer alguna vez algún otro asunto tan oscuro como
éste?
Oh, sí; le he visto resolver casos que presentaban menos
pistas que el suyo. ¿Pero alguno en el que tantos intereses
estuvieron en juego?
Eso no lo sé. Lo que sí sé seguro es que ha actuado en
representación de tres de las (13) casas reinantes de Europa en
asuntos vitales.
Pero usted lo conoce bien, Watson. Es un tipo tan
inescrutable, que nunca sé que pensar de él. ¿Cree que tiene
esperanzas? ¿Cree que cuenta con acabar el asunto con
éxito?
No ha dicho nada.
Eso es un mal signo.
Por el contrario, me he dado cuenta de que cuando no sabe por
dónde va, lo dice. Es cuando huele algo, pero todavía no está lo
bastante seguro de que está en lo cierto, cuando se muestra más
taciturno. Ahora, querido amigo, no podemos evitar los problemas
poniéndonos nerviosos con ellos, así que le suplico que se acueste
con el fin de que pueda estar usted fresco para lo que nos aguarde
mañana, sea lo que sea.
Finalmente pude persuadir a mi compañero de que siguiera mi
consejo, aunque sabía, por el estado de excitación en que se
encontraba, que no dormiría nada. En realidad, su estado de ánimo
era contagioso, porque yo me pasé la mitad de la noche dando
vueltas en la cama, rumiando aquel extraño asunto e inventándome
cientos de teorías, cada una de ellas, si cabe, más imposible que
la anterior. ¿Por qué se había quedado Holmes en Woking? ¿Por qué
le había pedido a la señorita Harrison que se quedara en la
habitación del enfermo todo el día? Me devané los sesos hasta que
me quedé dormido en el empeño de encontrar una explicación que
abarcara todos los hechos.
Eran las siete cuando me desperté, y rápidamente me encaminé
al cuarto de Phelps, encontrándolo ojeroso y agotado tras haber
pasado la noche en blanco. Su primera pregunta fue si Holmes había
llegado ya.
Estará aquí a la hora prometida dije yo, y ni un instante
antes o después.
Y mis palabras fueron ciertas, porque poco después de las
ocho un taxi se paró ante la casa nuestro amigo salió de él. De
pie, junto a la ventana, vimos que traía vendado la mano izquierda
y que su rostro estaba pálido y con un aire lúgubre. Entró en la
casa, pero pasó un rato antes de que subiera.
Parece un hombre vencido exclamó Phelps.
Me vi forzado a contestar que era verdad.
Después de todo dije yo, la clave del asunto es probable que
se encuentre aquí en la ciudad.
Phelps exhaló un gemido.
No sé como será dijo él, pero había esperado tanto su vuelta…
Pero ayer no llevaba la mano vendad, ¿verdad? ¿A qué puede deberse?
¿No estará usted herido, Holmes? pregunté yo, cuando nuestro amigo
entró en la habitación. ¡Qué va! Sólo es un rasguño debido a mi
propia torpeza contestó, dándonos los buenos días. Este caso suyo,
señor Phelps, es ciertamente uno de los más oscuros que yo haya
investigado.
Temía que lo encontrara más allá de sus
posibilidades.
Ha sido una importante experiencia.
Esta venda habla por sí sola de las aventuras que ha corrido
dije. ¿No nos contará lo que sucedió?
Después del desayuno mi querido Watson. Recuerde que vengo de
respirar el aire matutino de Surrey.
Supongo que ningún taxista habrá contestado a mi anuncio,
¿no? Bueno, bueno, no podemos esperar estar marcando tantos todo el
rato.
La mesa estaba puesta y, en el mismo momento en que yo iba a
hacer sonar la campanilla, entró la señora Hudson con el té y el
café. Unos minutos después trajo las bandejas cubiertas y todos nos
sentamos a la mesa; Holmes hambriento, yo curioso y Phelps en un
estado de profunda depresión.
La señora Hudson se ha superado para la ocasión dijo Holmes
destapando una fuente de pollo al curry. Su cocina es un poco
limitada, pero, como escocesa que es, tiene una buena idea de lo
que debe ser un auténtico desayuno. ¿Qué tiene usted ahí,
Watson?
Jamón y huevos contesté yo. ¡Bien! ¿Qué va usted a tomar,
señor Phelps? ¿Pollo al curry, huevos o se servirá de la bandeja
que tiene a su lado?
Gracias, no puedo comer nada dijo Phelps.
Bueno, entonces dijo Holmes haciéndome un travieso guiño,
supongo que no tendrá ningún inconveniente en servirme de esa
bandeja que tiene a su lado, ¿no es así?
Phelps destapó la bandeja y, al hacerlo, lanzó un grito y se
quedó mirándola con el rostro tan pálido como el plato que tenía
ante sí. En el centro de la bandeja había un pequeño cilindro de
papel color azul grisáceo. Lo cogió, lo devoró con la mirada y
después se puso a bailar locamente por toda la habitación, cayendo
después en un sillón tan debilitado y exhausto por la emoción, que
tuvimos que echarle brandy por la garganta para evitar que se
desmayara. ¡Venga! ¡Venga! decía Holmes, intentando calmarlo
mientras le daba unos ligeros golpecitos en el hombro . Ha sido
demasiado esto de lanzárselo así de sorpresa; pero Watson, aquí
presente, sabe que no puedo resistirme a dar un toque de dramatismo
a las cosas.
Phelps cogió su mano y se la besó.
(13) Watson posiblemente se refería a
Bohemia, Holanda y Escandinavia.
Dios le bendiga exclamó. Ha salvado usted mi
honor.
Bueno, el mío también estaba en juego, ¿sabe? dijo Holmes. Le
aseguro que es para mí tan odioso el fracasar en un caso, como
puede serlo para usted el cometer un error en algo que se le ha
encargado.
Phelps metió el precioso documento en el bolsillo más
escondido de su levita.
No me atrevo a seguir interrumpiéndoles el desayuno por más
tiempo y, sin embargo, me muero por saber cómo lo consiguió y dónde
estaba.
Sherlock Holmes se bebió una taza de café, aplicándose
después a los huevos con jamón. Tras esto se levantó, encendió su
pipa y se acomodó en su sillón.
Les diré lo que hice en primer lugar y cómo me las apañé
después dijo. Tras dejarlos en la estación me fui, dando un
encantador paseo por el maravilloso escenario de Surrey, hasta un
bonito pueblecito llamado Ripley (14), donde tomé el té y tuve la
precaución de llenar mi cantimplora y echarme al bolsillo una bolsa
de bocadillos. Me quedé allí hasta la tarde, tras emprender el
camino de regreso a Woking, me encontré en la carretera a la puerta
de Briarbrae, justo después de la puesta del sol. »Bueno, esperé
hasta que no hubo nadie en la carretera (no es una carretera muy
frecuentada a ninguna hora) y después trepé por la
cerca.
Seguramente la cancela de la cerca estaría abierta, ¿no?
exclamó de repente Phelps.
Sí; pero tengo un gusto peculiar en estos asuntos. Escogí el
sitio en el que se levantan los tres abetos y, amparado por su
protección, salté dentro, seguro de que no existía la menor
posibilidad de que alguien pudiera verme desde la casa. Me agaché
en los matorrales que hay a ese lado de la cerca, y fui reptando de
uno a otro (el lamentable estado de las rodilleras de mis
pantalones es testigo de ello), hasta que alcancé el macizo de
rododendros que está justo enfrente de la ventana de su habitación.
Allí me quedé agazapado y esperé el desarrollo de los
acontecimientos. »Todavía no habían bajado la persiana de su
habitación y veía a la señorita Harrison sentada allí leyendo junto
a la mesa. Eran las diez y cuarto cuando cerró el libro, atrancó
las contraventanas y se retiró. La oí cerrar la puerta y tuve la
casi absoluta seguridad de que había dado la vuelta a la llave. ¿La
llave? exclamó Phelps.
Sí, le había dado instrucciones a la señorita Harrison para
que cerrara la puerta por fuera y se llevara la llave cuando se
fuera a la cama. Llevó a cabo mis instrucciones al pie de la letra
y sin su cooperación no tendría usted ahora ese documento en el
bolsillo de su levita. Ella se fue, las luces se apagaron y yo me
quedé solo, en cuclillas, tras el macizo de rododendros. »Hacía una
buena noche, pero de todos modos fue una espera aburrida. Por
supuesto, había en ella algo de esa suerte de excitación que siente
el cazador cuando está tumbado en su puesto junto al agua esperando
el comienzo de la gran caza. Fue muy larga, sin embargo, casi tan
larga, Watson, como aquella vez en la que usted y yo tuvimos que
esperar en una horripilante habitación, cuando andábamos
investigando aquel problemilla de «La banda de lunares15». El reloj
de una iglesia de Woking daba los cuartos y más de una vez pensé
que se había parado. Por fin, no obstante, a eso de las dos de la
madrugada, oí de repente el suave sonido de un cerrojo que se abría
y el chirrido de una llave. Un momento después se abrió la puerta
de servicio y el señor Joseph Harrison salió a la luz de la luna.
¡Joseph! exclamó Phelps.
Iba descubierto, pero se había echado una capa sobre los
hombros con el fin de poder ocultar su rostro rápidamente en caso
de emergencia. Caminaba de puntillas, amparándose en la sombra que
hacían las paredes de la casa y, cuando llegó a la ventana, metió
un cuchillo de hoja muy larga por la ranura y levantó el pestillo,
abriendo entonces la ventana de golpe, tras lo cual metió el
cuchillo por la ranura de las contraventanas, hizo saltar la tranca
y las abrió de par en par. »Desde el lugar en el que estaba veía
perfectamente el interior de la habitación y pude seguir todos y
cada uno de sus movimientos. Encendió las dos velas que estaban en
la repisa de la chimenea y entonces procedió a levantar una esquina
de la alfombra cerca de la puerta. De repente se paró y sacó una
pieza cuadrada del entarimado, de esas que se dejan para que los
fontaneros puedan acceder a los empalmes de las tuberías del gas.
Esta cubría, de hecho, el empalme en forma de T donde se une la
tubería que abastece de gas a la cocina, que está justo debajo de
esa habitación. Sacó el cilindro de papel fuera del escondite,
volvió a poner la pieza del entarimado, arregló la alfombra
dejándola como estaba, apagó las velas, y cayó en mis brazos al
estar yo esperándole bajo la ventana. »Bueno, el señorito Joseph
tiene más maldad de la que yo le hubiera adjudicado, sí, señor,
mucha más. Se lanzó contra mí blandiendo el cuchillo y tuve que
golpearle hasta tumbarle por dos veces, cortándome en los nudillos
antes de dominarle. Cuando terminó la pelea parecía querer
«asesinarme» con la mirada del único ojo que le había quedado sano,
pero se atuvo a razones y soltó los papeles. Tras haberlos
conseguido le dejé ir, pero esta mañana he telegrafiado a Forbes
dándole una información completa. Si es lo suficientemente rápido y
consigue cazar al pájaro, ¡tanto mejor! Pero si, como sospecho, el
pájaro abandonó el nido antes de que él llegue, ¡pues bien, mucho
mejor para el Gobierno! Imagino que Lord Holdhurst, por un lado, y
el señor Percy Phelps, por otro, preferirían con mucho que el
asunto no llegara nunca hasta un tribunal
policial.
(14) Ripley está a unos seis kilómetros
de Woking, desde donde se llega por una serpenteante carretera que
sigue el curso del río Wey y atraviesa los terrenos comunales de
Send.
(15) Uno de los cuentos incluidos en Las
aventuras de Sherlock Holmes. Se trata de un curioso caso del
problema del recinto cerrado, al que también aludiría el amigo de
Rouletabille en El misterio del cuarto amarillo. Véase pág. 66, de
la citada obra de Gastón Leroux.
¡Dios mío! dijo nuestro cliente con voz entrecortada. ¿Está
usted diciéndome que durante estas diez largas semanas de agonía
los documentos robados estuvieron todo el rato conmigo en la misma
habitación?
Así fue. ¡Y Joseph! ¡Joseph un traidor y un ladrón! ¡Hum!
Lamento tener que decirle que el carácter de Joseph es más profundo
y peligroso de lo que uno juzgaría por su aspecto. Por lo que esta
mañana he podido enterarme, he sacado la conclusión de que ha
perdido mucho dinero por meterse sin saber nada en el mundo de la
Bolsa, y está dispuesto a hacer cualquier cosa para sanear su
fortuna. Como es un hombre totalmente egoísta, cuando se le
presentó la ocasión, ni la felicidad de su hermana, ni la
reputación de usted le hicieron detenerse.
Percy Phelps se hundió en la silla.
La cabeza me da vueltas dijo, sus palabras me han
mareado.
La principal dificultad en su caso observó Holmes, con el
didactismo que le caracteriza estaba en el hecho de que había
demasiados datos. Lo que era vital estaba cubierto y oculto por lo
irrelevante. De todos los hechos que se nos presentaron, tuvimos
que escoger los que juzgamos esenciales y entonces juntarlos
dándoles un orden con el fin de reconstruir esta especialísima
cadena de acontecimientos. Yo ya había empezado a sospechar de
Joseph a partir del hecho de que usted tenía la intención de viajar
con él aquella noche y, por tanto, era bastante probable que,
conociendo bien el Foreign Office como lo conocía, él hubiera ido a
buscarle de camino. Cuando supe que había habido alguien que había
intentado entrar en su dormitorio de un modo tan desesperado, en el
cual nadie sino Joseph podía haber ocultado algo (usted nos había
dicho en su relato cómo había echado a Joseph de la habitación la
noche en que llegó con el doctor), mis sospechas se convirtieron en
una certeza total, especialmente cuando el intento se hizo en la
primera noche que la enfermera estaba ausente, lo cual mostraba que
el intruso estaba bien informado de lo que sucedía en la casa. ¡Qué
ciego he sido!
Los hechos, hasta donde yo he podido descubrir, son éstos:
Joseph Harrison entró en la oficina por la puerta de Charles Street
y, como conocía el camino, se dirigió directamente a su habitación
un momento después de que usted la hubiera abandonado. Al no
encontrar a nadie allí, hizo sonar la campanilla y, al hacerlo, se
fijó en el documento que estaba sobre la mesa. Con una sola mirada
se dio cuenta de que la suerte había puesto en su camino un
documento de inmenso valor y, sin perder un segundo, se lo metió en
el bolsillo y se fue. Pasaron como usted recordará, unos cuantos
minutos antes de que el portero le llamara a usted la atención
sobre la campanilla, y éstos bastaron para darle al ladrón tiempo
de escapar. »Hizo el camino hasta Woking en el primer ten y, tras
examinar su botín y asegurarse de que realmente tenía un inmenso
valor, lo escondió en lo que pensó sería un lugar seguro, con la
intención de volverlo a sacar en un día o dos y llevarlo a la
Embajada francesa o a cualquier sitio que pensara que le harían un
buen precio. Entonces vino su precipitado regreso. El, sin previo
aviso, se vio obligado a abandonar su habitación y, desde ese
momento, siempre hubo al menos dos personas para impedirle rescatar
su tesoro.
Debe de haber sido algo enloquecedor entrar en la habitación,
pero su insomnio frustró este intento.
Recordará usted que no tomó aquella noche su droga de
costumbre.
Lo recuerdo.
Imagino que él había sus medidas para acrecentar la eficacia
de la droga y que confiaba en que usted estuviera inconsciente. Por
supuesto, me di cuenta de que repetiría el intento cuando pudiera
llevarlo a cabo con seguridad. La posibilidad que andaba buscando
se la proporcionó el hecho de que usted abandonara la habitación.
Mantuve a la señorita Harrison allí durante todo el día, con el fin
de que él no se nos anticipara. Tras esto, tras haberle hecho creer
que no había moros en la costa, hice guardia del modo que les he
descrito. Yo ya sabía que los documentos probablemente estaban en
la habitación, pero no deseaba destrozar todo el entarimado y todo
el zócalo en su búsqueda. Por tanto, dejé que él mismo los sacara
del escondite, evitándome así muchos problemas. ¿Desean que les
aclare algo más? ¿Por qué intentó entrar por la ventana en la
primera ocasión dije yo, cuando podía haberlo hecho por la
puerta?
Hubiera tenido que pasar por delante de siete dormitorios
para alcanzarla. Por otro lado, podía salir con facilidad al
césped. ¿Algo más? ¿No piensa usted preguntó Phelps que tenía
intenciones asesinas? Sólo se ha referido usted al cuchillo como
herramienta.
Puede ser contestó Holmes encogiéndose de hombros. Lo único
que puedo decir con certeza es que el señor Joseph Harrison es un
caballero a cuya clemencia por nada del mundo me
encomendaria.
FIN