Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y,
desatando su cinta, me entregó una breve nota garabateada en medio
folio de papel gris pizarra. Decía:
«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al
guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora
que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve
la vida de vuestros faisanes hembra.»
Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje,
vi que Holmes se reía de la expresión que había en mi
rostro.
Parece un tanto desconcertado me dijo.
No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror.
A mí me parece más grotesco que cualquier otra
cosa.
Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho
de que el lector, que era un anciano robusto y bien conservado, se
desplomó al leerlo, como si le hubieran asestado un culatazo con
una pistola.
Excita mi curiosidad dije. ¿Por qué ha dicho hace un momento
que había razones muy particulares por las que yo debería estudiar
estos documentos?
Porque fue el primer caso en el que yo
intervine.
A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero
qué había orientado por primera vez su mente en la dirección de la
investigación criminal, pero hasta el momento nunca le había
sorprendido en una vena comunicativa.
Ahora se inclinó adelante en su sillón y extendió los
documentos sobre sus rodillas. Después encendió su pipa y durante
algún tiempo permaneció sentado, fumando y hojeándolos. ¿Nunca me
ha oído hablar de Victor Trevor? preguntó. Fue el único amigo que
tuve durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo
nunca fui un individuo muy sociable, Watson, y siempre preferí
permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños métodos de
pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi
curso. Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones
atléticas y, además, mi línea de estudios era muy distinta de la de
los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún punto de
contacto.
Trevor era el único alumno al que yo conocía, y precisamente
debido al accidente ocasionado por su bullterrier, que plantó sus
dientes en mi tobillo una mañana, cuando me dirigía a la capilla.
»Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó
efectiva. Tuve que permanecer echado diez días, y Trevor solía
venir a preguntar cómo estaba. Al principio sólo charlábamos un par
de minutos, pero sus visitas no tardaron en prolongarse y antes de
que terminara el curso éramos íntimos amigos. El era un muchacho
cordial y saludable, lleno de ánimo y energía, el extremo opuesto a
mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos algunos
intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté
que carecía de amigos igual que yo.
Finalmente me invitó a pasar una temporada en la casa de su
padre en Donnithorpe, Norfolk, y acepté su hospitalidad durante un
mes de las vacaciones de verano. »El viejo Trevor era,
evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta categoría,
juez de paz y terrateniente.
Donnithorpe es un pequeño caserío al norte de Langmere, en la
región de los Broads. La casa era un amplio y antiguo edificio, con
vigas de roble y obra de mampostería, con una bonita avenida
flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las oportunidades de
cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la
pesca.
Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente,
según entendí, de un anterior ocupante, y una cocina tolerable, de
modo que muy remilgado había de ser el hombre que no pudiera pasar
allí un mes placentero. »Trevor padre era viudo, y mi amigo era su
único hijo. Oí decir que hubo una hija, pero que murió de difteria
en el curso de una visita a Birmingham. El padre me interesó
extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un
vigor considerable tanto en el aspecto físico como mental. Apenas
había leído libro alguno, pero habla viajado extensamente, había
visto gran parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió.
Como persona, era un hombre grueso y fornido, con una buena mata de
cabellos grises, cara morena, curtida por la intemperie, y unos
ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad. Sin embargo,
gozaba de la reputación de ser un hombre bondadoso y caritativo en
toda la comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias
como juez. »Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un
vasito de oporto como remate de la cena, cuando el joven Trevor
empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y
deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía
no había reconocido el papel que habrían de desempeñar en mi vida.
Evidentemente, el anciano creyó que su hijo exageraba en su
descripción de un par de hechos triviales que yo había
protagonizado. »Vamos, señor Holmes me dijo, riéndose con ganas, yo
soy un excelente sujeto, si es que puede deducir algo de mí. »Temo
que no haya gran cosa contesté yo. Pero podría sugerir que en los
doce últimos meses ha temido usted algún ataque personal. »La risa
desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa. »Pues es la
pura verdad dijo. Tú ya sabes, Victor añadió, volviéndose hacia su
hijo, que cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores
furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho sir Edward Hoby ha sido
agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia,
pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo. »Tiene un
bastón muy elegante, señor Trevor respondí. Por la inscripción, he
observado que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se
ha tomado usted el trabajo de agujerear su puño y verter plomo
derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma
formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no
temiera algún peligro. »¿Algo más? preguntó, sonriendo. »En su
juventud, usted practicó muchísimo el boxeo. »¡Ha acertado otra
vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada? »No
contesté. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la
hinchazón peculiares que delatan al boxeador. »¿Algo más? »A juzgar
por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar. »Gané todo
mi dinero en los campos auríferos.»También ha estado en Nueva
Zelanda. »De nuevo ha acertado. »Ha visitado Japón. »Cierto. »Y ha
estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran
J.A., una persona a la que después quiso olvidar por completo. »El
señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos
azules con una mirada extraña, desenfocada, y acto seguido se
desplomó, víctima de un profundo desmayo, sepultando la cara entre
las cáscaras de nuez que cubrían el mantel. »Puede imaginar,
Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí.
Sin embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el
cuello de la camisa y rociamos su cara con el agua de un vaso, dio
un par de boqueadas y se incorporó. »¡Ay, muchachos! dijo,
esforzándose en sonreír. Espero no haberos dado un susto. Pese a
parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se
necesita gran cosa para ponerme fuera de combate. No sé cómo se las
arregla usted, señor Holmes, pero tengo la impresión de que todos
los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos
en sus manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en
las palabras de un hombre que ha visto un poco el mundo. »Y esta
recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades
que la precedió, fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que
me hizo pensar que cabía convertir en profesión lo que hasta
entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a
mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi
anfitrión para pensar en nada más. »Espero no haber dicho nada que
le haya disgustado murmure. »Desde luego, me ha tocado en un punto
de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe y qué es lo que
sabe? »Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de
sus ojos todavía había una expresión de terror. »No puede ser más
sencillo contesté. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel
pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las
letras todavía eran legibles, pero se veía bien a las claras, a
juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su
alrededor, que se hablan hecho esfuerzos conducentes a su
desaparición. Era obvio, pues, que en otro tiempo aquellas
iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había
querido olvidarlas. »¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! exclamó
con un suspiro de alivio. Es tal como usted dice, pero no
hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros
viejos amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume
tranquilamente un cigarro. »A partir de aquel día, y a pesar de
toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia en la
actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le
diste tal susto al jefe me dijo que nunca más volverá a estar
seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo la certeza de
que él se esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan
firmemente arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión.
Finalmente, llegué a estar tan convencido de que le causaba tal
inquietud que di por concluida mi visita. Pero el mismo día de mi
partida, antes de marcharme, ocurrió un incidente que después
demostraría tener su importancia. »Estábamos sentados los tres en
sillas del jardín y sobre el césped, tomando el sol y admirando la
vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para decir
que ante la puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.
»¿Cuál es su nombre? preguntó mi anfitrión. »No ha querido dar
ninguno. »¿Qué quiere, pues? »Dice que usted lo conoce y que sólo
desea unos momentos de conversación. »Hazle pasar aquí. »Un momento
después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud
servil y unos andares bamboleantes.
Llevaba una chaqueta abierta, con una gran salpicadura de
alquitrán en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros,
pantalones de tela basta y unas recias botas desgastadas. Tenía un
rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que
mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y sus manos
arrugadas estaban cerradas a medias, de un modo que es distintivo
de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del césped, oí
que la garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un
hipo y, abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente
hacia la casa. Volvió al cabo de unos momentos y, al pasar junto a
mi, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy. »Y bien, buen
hombre dijo, ¿qué puedo hacer por usted? »El marinero le miraba con
ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa en su faz.
¿me conoce? le preguntó. »¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson!
exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa. »Y Hudson soy,
señor dijo el marinero. Es que han pasado más de treinta años desde
la última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo
comiendo todavía mi tasajo sacado del barril de a bordo.
»Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya
lejanos dijo el señor Trevor y, avanzando hacia el marinero, le
murmuró algo en voz baja. A continuación, y en voz alta añadió: Ve
a la cocina, allí te darán comida y bebida. Y no me cabe duda de
que te encontraré un empleo. »Gracias, señor repuso el marinero,
llevándose la mano a la visera de la gorra. Llevaba ya dos años en
un vapor de cabotaje que no pasaba de los ocho nudos, y además con
poca tripulación, y deseo tomarme un descanso. Pensé que lo
conseguiría, ya fuera con el señor Beddoes o con usted. »¡Ah! gritó
el señor Trevor. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes? »Por favor,
señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos dijo el hombre con
una sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección
a la cocina. »El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado
junto con aquel hombre cuando volvió de las minas.
Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera. Al
entrar nosotros una hora más tarde, lo encontramos borracho
perdido, echado en el sofá de la sala de estar. Todo el incidente
dejó en mi mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me
dolió abandonar Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía
ser motivo de embarazo para mi amigo. »Esto ocurrió durante el
primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis habitaciones
de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos experimentos
de química orgánica. Un día, sin embargo, cuando el otoño ya estaba
bastante avanzado y las vacaciones tocaban a su fin, recibí un
telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a
Donnithorpe a fin de recabar mi consejo y ayuda. »Me recibió con el
dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo que en los
dos últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había
adelgazado y se notaba que le agobiaba alguna inquietud, pues había
perdido aquella actitud amable y jovial que tanto le caracterizaba.
»El jefe se está muriendo fueron sus primeras palabras.
»¡Imposible! grité. ¿Qué le ocurre? »Apoplejia. Un choque nervioso.
Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo
encontremos con vida.
Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta
noticia inesperada. »¿Cuál ha sido la causa? pregunté.»Ah, ésta es
la cuestión. Sube y podremos comentarlo durante el trayecto.
¿Recuerdas aquel individuo que llegó la tarde anterior a tu
partida? »Perfectamente. »¿Sabes a quién dejamos entrar en casa
aquel día? »No tengo ni la menor idea. »¡Era el Diablo, Holmes!
exclamo. »Lo miré estupefacto. »- Si era el Diablo personificado.
Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz, ni una sola.
Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y
ahora le ha sido arrebatada la vida y se le ha partido el corazón,
todo debido a ese maldito Hudson. »¿Qué poder tiene, pues? »¡Ah,
esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del
jefe, tan amable y caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de
semejante rufián? Pero me alegra tanto que hayas venido,
Holmes…
Confío muchísimo en tu buen juicio y en tu discreción, y sé
que me darás el mejor consejo. »Avanzábamos a lo largo de la lisa y
blanca carretera rural, y ante nosotros brillaba el largo tramo de
los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una arboleda a
nuestra izquierda, ya podía ver las altas chimeneas y el mástil de
la bandera que señalaban la mansión del squire. »Mi padre nombró
jardinero a aquel tipo explicó mi compañero y después, ya que esto
no le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa
estuviera a su merced; la recorría y hacia en ella cuanto se le
antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la bebida y de su
lenguaje soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para
compensarles de estas molestias. Aquel individuo utilizaba la barca
y la mejor escopeta de mi padre, y se regalaba con pequeñas
cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona
que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera
tumbado de un puñetazo. Te aseguro, Holmes, que en todo momento me
he sometido a un férreo control, pero ahora me pregunto si no
hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis
impulsos. »Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en
peor, y ese animal de Hudson se mostró cada vez más entrometido,
hasta que un día, al contestar con insolencia a mi padre en mi
presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé de la habitación.
Se retiró con un rostro lívido y unos ojos ponzoñosos, que
proferían más amenazas de las que hubiese podido pronunciar su
lengua. No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de
esto, pero papá me llamó el día siguiente y me preguntó si no podía
yo ofrecer mis excusas a Hudson. Como puedes imaginar, me negué y a
la vez intuí cómo podía permitir mi padre que semejante granuja se
tomara tantas libertades con él y con el personal de la casa. »Ah,
muchacho me dijo, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es
mi situación. Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que
lo sepas, ocurra lo que ocurra. ¿Verdad que no crees que tu pobre y
viejo padre haya cometido nada malo? »Estaba muy emocionado y se
encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a través de
la ventana, escribía afanosamente.
«Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran
alivio, pues Hudson nos anunció que iba a
dejarnos.
Entró en el comedor, donde nosotros estábamos sentados
después de cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del
hombre medio bebido. »Ya estoy harto de Norfolk dijo. Me iré a casa
del señor Beddoes, en el Hampshire. Sé que se alegrará tanto como
usted cuando me vea.
«Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson dijo mi
padre con una docilidad que hizo hervir mi sangre en las venas. »No
me han sido presentadas excusas replicó él, ceñudo y mirando en mi
dirección. »Victor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este
buen hombre? preguntó mi padre, volviéndose hacia mi. »Muy al
contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia
extraordinaria repuse. » ¿Ah, sí, conque éstas tenemos? gruñó
Hudson. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos ocuparemos de
esto!
«Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde
abandonó la casa, dejando a mi padre en un estado de penoso
nerviosismo. Noche tras noche, le oía pasear por su habitación, y
precisamente, cuando ya empezaba a recuperar la confianza en si
mismo, cayó por fin el golpe sobre él. »¿Y cómo fue? inquirí con
afán. »Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una
carta destinada a mi padre con el matasellos de Fordingbridge. Mi
padre la leyó, se llevó ambas manos a la cabeza y empezó a caminar
por la habitación, describiendo pequeños círculos, como el hombre
que ha perdido los sentidos. Cuando por fin le hice echarse en un
sofá, su boca y sus párpados se habían desviado a un lado y
comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor
Fordham vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la
parálisis ha aumentado y no da señales de recuperar el
conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo. »¡Me
horrorizas, Trevor! exclamé. ¿Qué podía haber leído en aquella
carta, para que causara un resultado tan espantoso? »Nada. Y esto
es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como
trivial. ¡Ah, Dios mío, como yo temía! »Mientras hablaba enfilamos
la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina, vimos que
todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la
puerta, y el semblante de mi amigo se convulsionó por el dolor al
ver aparecer en el umbral un caballero vestido de negro. »¿Cuándo
ha ocurrido, doctor? preguntó Trevor. »Casi inmediatamente después
de marcharse usted. »¿Recobró el conocimiento? »Por unos momentos
antes del final. »¿Algún mensaje para mí? »Sólo que los papeles
están en el cajón posterior del armario japonés. »Mi amigo subió
con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el
estudio, dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y
sintiéndome más apenado que en ningún otro instante de mi vida.
¿Cuál debía ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y buscador
de oro, que se había puesto en manos de aquel marinero de rostro
patibulario? ¿Por qué, asimismo, había de desmayarse ante una
alusión a las iniciales medio borradas en su brazo, y morirse de
miedo al recibir una carta de Fordingbridge?
Recordé entonces que Fordingbridge estaba en el Hampshire, y
que aquel señor Beddoes, al que había ido a visitar el marinero, y
presumiblemente a extorsionarle, también había sido mencionado como
residente en el Hampshire. Por consiguiente, la carta o bien podía
proceder de Hudson, el marinero, para anunciar que había
traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien haber
sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo
confederado sobre la inminencia de esta delación. Hasta aquí la
cosa parecía bastante clara. Pero en este caso, ¿cómo podía el
mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo describía el hijo?
Debía de haberlo interpretado mal. Y si era así, bien podía
tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir una
cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si
había en ella un significado oculto, yo confiaba en poder
desentrañarlo.
Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en
la semioscuridad, hasta que finalmente una sirvienta llorosa trajo
una lámpara. La seguía mi amigo Trevor, que entró pálido pero
sereno, con estos mismos papeles que ahora tengo sobre mis
rodillas. Se sentó ante mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y
me entregó una breve nota escrita, como ve usted, en una sola
cuartilla de color gris. Decía: « El suministro de caza para
Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según
creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de
papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes
hembra. »Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que
en la suya cuando leí por primera vez este
mensaje.
Acto seguido lo releí cuidadosamente. Era, evidentemente, lo
que había pensado yo, y una segunda versión había de ocultarse en
esa extraña combinación de palabras. ¿Y no podía ser que tuviera un
significado ya previamente convenido en palabras tales como «papel
atrapamoscas'» y «faisanes hembra»? Este significado sería
arbitrario y de ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me
sentía poco inclinado a creer que fuera éste el caso, y la
presencia del nombre «Hudson» parecía indicar que el tema del
mensaje era el que yo había sospechado, y que procedía de Beddoes
más bien que del marinero.
Probé la lectura hacia atrás, pero los resultados nada tenían
de alentadores. A continuación probé con palabras alternativas,
pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar alguna luz.
Y a continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del
enigma, pues vi que cada tercera palabra, comenzando por la
primera, construía un mensaje que bien podía llevar al viejo Trevor
a la desesperación:
«El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para
salvar tu vida.» (1)
(1) (N. del T.) El código es
intraducible, pues para aplicar la clave habría que cambiar el
texto del mensaje, al cual se sigue haciendo referencia más
adelante. Sin embargo, para aquellos lectores aficionados a
descifrar códigos secretos, creo conveniente transcribir el mensaje
completo en su versión original inglesa, así como el verdadero
texto ya descifrado: The supply of game lar London is going
steadily op. Head-keeper Hudson, we bel ieve, has been now told to
rece ive al! orders lar lly-paper and lar preservation of your hm
pheasants life.
Y anotando cada tercera palabra, a partir
de la primera, el resultado es el siguiente: The game is
up.
Hudson has told al! Fly lar your
life.»
»Victor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.
»Ha de ser esto, supongo dijo. Y esto es peor que la muerte, porque
significa también el deshonor.
Pero, ¿cuál es el significado de ese «guardabosque» y esos
«faisanes hembra»? »Nada significan para el mensaje, pero podrían
representar mucho para nosotros si no tuviéramos otros medios para
descubrir al remitente. El ha empezado por escribir: «El… juego…
ha…», y así sucesivamente. Y después, para ajustarse al código
acordado, ha tenido que meter dos palabras en cada espacio vacío.
Como es natural, utilizó las primeras palabras que acudieron a su
mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al
deporte de la caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien
es un apasionado de la caza o tiene interés por la cría de
animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes? »Ahora que lo mencionas me
contestó, recuerdo que mi pobre padre recibía cada otoño una
invitación suya para ir a cazar en su vedado. »-Entonces es
indudable que la nota procede de él dije. Sólo nos queda descubrir
qué es este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de
estos dos hombres ricos y respetados. »Por desgracia, Holmes, mucho
me temo que sea un pecado vergonzoso manifestó mi amigo. Mas para
ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración que escribió mi
padre cuando supo que el peligro por parte de Hudson se habla hecho
inminente. La encontré en el armario japonés, tal como se lo dijo
él al doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas ni valor
para hacerlo.
Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y
ahora se los leeré a usted tal como aquella noche se los leí a él
en el viejo estudio. Como ve, hay un título bastante explícito:
«Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott desde que zarpó de
Falmouth el 8 de octubre de 1855, hasta su destrucción en latitud
Norte 150 20', longitud Oeste 250 14', el 6 de noviembre.» Está
presentado en forma de carta y dice lo siguiente: el condado, ni
tampoco mi caída a los ojos de todos aquellos que me han conocido
lo que más destroza mi corazón, «Mi querido, queridísimo hijo…
Ahora, cuando una inminente desgracia empieza a oscurecer los
últimos años de mi vida, puedo escribir con toda veracidad y
sinceridad que no es el temor a la ley, ni la pérdida de mi
posición en sino la idea de que tengas que sonrojarte por mi culpa…
tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo, has tenido
motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre
me está amenazando, entonces desearía que leyeras esto para que
sepas a través de mi hasta qué punto se me puede culpar. Por otra
parte, si todo va bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!)
y si por azar este papel todavía pudiera ser destruido y cayera en
tus manos, por la memoria de tu querida madre y por el amor que
existe entre nosotros, arrójalo al fuego y nunca más vuelvas a
dedicarle un solo pensamiento.
En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá
decir que habré sido denunciado y arrebatado de mi casa, o bien, lo
que será más probable, pues ya sabes que tengo un corazón débil,
que yaceré con mi lengua sellada para siempre por la
muerte.
Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage
en mis años mozos, y ahora comprenderás la impresión que me causó
hace unas semanas, que tu amigo del colegio me dirigiera unas
palabras que daban a entender que había penetrado en mi secreto.
Como Armitage entré a trabajar en un banco de Londres. También como
Armitage fui acusado de quebrantar las leyes de mi país y
sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza, hijo mío:
me vi obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para
hacerlo, empleé dinero que no era mío, seguro de que podría
devolverlo antes de que hubiera la posibilidad de que lo echaran en
falta. Pero me persiguió el más atroz de los infortunios, el dinero
con el que yo había contado nunca llegó a mis manos, y una
prematura revisión de las cuentas bancarias reveló mi desfalco. Mi
caso hubiera podido ser juz-gado con benevolencia, pero hace
treinta años las leyes eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y
el día en que cumplía veintitrés años me vi encadenado, como
cualquier delincuente y junto con otros treinta y siete
presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a
Australia.
Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y
los viejos barcos destinados a los presidiarios eran utilizados en
su mayor parte como transporte en el mar Negro. Por consiguiente,
el gobierno se veía obligado a emplear embarcaciones más pequeñas y
menos adecuadas para enviar a ultramar sus presidiarios. La Gloria
Scott había transportado té de China, pero era un buque anticuado,
de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo habían
arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y
ocho presidiarios, llevaba a bordo una tripulación de veintiséis
hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres pilotos, un médico,
un capellán y cuatro guardianes. En total, casi un centenar de
almas íbamos a bordo cuando zarpamos de Falmouth.
Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de
ser de grueso roble, como es usual en los barcos que transportan
presidiarios, eran bastante delgados y frágiles. El preso contiguo,
en dirección a popa, ya me había llamado la atención cuando
recorrimos el muelle. Era un hombre joven, de cara blanca e
imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante poderosa.
Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto
contoneo y destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No
creo que ninguno de nosotros le llegara al hombro; estoy seguro de
que no medía menos de seis pies y medio.
Resultaba extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados
una faz tan llena de energía y determinación. Su visión fue para mí
como la de una reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me
alegré al descubrir que era mi vecino, y todavía más cuando, en
plena noche, oí un susurro junto a mi oído y observé que se las
había arreglado para abrir un orificio en la delgada tabla que nos
separaba.
Hola, compañero me dijo. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás
aquí?
Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién
hablaba.
Soy Jack Prendergast me contestó, y por todos los cielos te
aseguro que aprenderás a bendecir mi nombre antes de lo que tarda
en cantar el gallo.
Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado
una sensación enorme en todo el país, poco antes de mi propio
arresto. Era hombre de buena familia y de una gran capacidad, pero
con hábitos torcidos e incurables, y que, mediante un ingenioso
sistema de fraude, habla obtenido sumas enormes de los principales
comerciantes de Londres. ¡Ajá! ¿Conque recuerdas mi caso? exclamó
con orgullo.
Y muy bien, por cierto.
Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él. ¿El
qué?
Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es
así?
Así se dijo.
-Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?
-No.
-Bien, ¿y dónde crees que está el botín?
inquirió.
-No tengo ni la menor idea.
-Pues aquí, entre mi pulgar y el índice me aseguró-. Por Dios
que tengo más libras a mi nombre que tu pelos en la cabeza. Y si
tienes dinero, hijo mío, y sabes cómo manejarlo y hacerlo circular,
¡puedes lograr cualquier cosa! Y no irás a creer que un hombre que
puede hacer cualquier cosa se dispone a gastar el asiento de sus
pantalones sentado en la apestosa bodega de un mohoso carguero de
las costas de China, infestado por las ratas y las cucarachas, y
semejante a un ataúd viejo y putrefacto. No, señor, un hombre como
yo cuidará de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar
seguro de ello! Tú confía en él, y tan cierto como la Biblia que él
te sacará adelante.
Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada
significaba, pero al cabo de un tiempo, cuando me hubo puesto a
prueba y juramentado con toda la solemnidad posible, me dio a
entender que había realmente una conspiración para apoderarse del
barco. Una docena de presidiarios lo habían tramado antes de subir
a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero era el factor
motivador.
Yo tenía un asociado me dijo, un hombre de rara valía y tan
leal como la culata de un fusil al cañón del
mismo.
Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde crees que se encuentra en
este momento? Pues bien, es el capellán de este barco… ¡Nada menos
que el capellán! Subió a bordo con un abrigo negro y sus papeles en
orden, y en su caja lleva dinero suficiente para comprar este
trasto desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación
es suya en cuerpo y alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con
descuento por pago al contado, y lo hizo incluso antes de que
firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con dos de los
guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al
propio capitán si creyese que valía la pena. ¿Qué hemos de hacer,
pues? pregunté. ¿Qué te figuras? repuso. Vamos a hacer que las
casacas de estos soldados se vuelvan más rojas que cuando las cortó
el sastre.
Pero ellos están armados alegué.
Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de
pistolas para cada hijo de madre de los nuestros, y si no podemos
apoderarnos de este barco con una tripulación que nos respalde,
valdrá más que nos manden a todos a un pensionado de señoritas.
Habla esta noche con tu vecino de la izquierda y entérate de si se
puede confiar en él.
Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy
semejante a la mía, cuyo delito había sido el de falsificación. Se
llamaba Evans, pero después cambió de nombre, igual que yo, y hoy
es un hombre rico y próspero en el sur de Inglaterra. Estaba más
que dispuesto a unirse a la conspiración, como único medio para
salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo de Vizcaya sólo dos de
los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era
un débil mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro
padecía una ictericia y no podía sernos de ninguna
utilidad.
En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera
impedirnos tomar posesión del navío. La tripulación la formaban un
grupo de rufianes, especialmente elegidos para el trabajo. El
supuesto capellán entraba en nuestras celdas para exhortarnos,
equipado con un maletín negro en apariencia lleno de folletos
religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el tercer día cada uno
de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un par
de pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los
guardianes eran agentes de Prendergast y el segundo oficial era su
mano derecha. El capitán, los otros dos oficiales, el doctor y el
teniente Martin y sus dieciocho soldados, era a todo lo que
deberíamos enfrentarnos. No obstante, pese a esta providencia,
decidimos no descuidar ninguna precaución y efectuar nuestro ataque
de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo antes de lo que
esperábamos y del modo siguiente:
Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra
partida, el doctor había bajado para visitar a uno de los
presidiarios que estaba enfermo y, al poner la mano en la parte
inferior del catre, palpó el perfil de las
pistolas.
Si hubiera guardado silencio, habría podido enviarlo todo al
traste, pero era un hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de
sorpresa, y se puso tan pálido que el otro supo al instante lo que
ocurría y lo inmovilizó. Fue amordazado antes de que pudiera dar la
alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la puerta que
conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los
dos centinelas fueron abatidos a tiros y también un cabo mosquetes
no estaban cargados, ya que no llegaron a disparar contra nosotros,
y ambos fueron acribillados a balazos mientras trataban de calar
sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del capitán,
pero al abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo
encontramos con la cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto
con chinchetas a la mesa, y con el capellán junto a él, con una
pistola humeante en su mano. Los dos oficiales habían sido hechos
prisioneros por la tripulación y la situación parecía totalmente
dominada.
El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos
acomodamos en sus bancos, hablando todos a la vez, pues nos
enloquecía la sensación de gozar nuevamente de libertad. Había
armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso capellán,
descerrajó uno de ellos y sacó una docena de botellas de
jerez.
Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los
estábamos apurando, cuando de pronto, sin la menor advertencia,
llegó el rugido de los mosquetes a nuestros oídos y el salón se
llenó de humo, hasta el punto que no podíamos ver a través de la
mesa.
Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo, unos
sobre otros; y la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa
todavía me enferman cuando pienso en ello. Tanto nos intimidó
aquella visión, que creo que nos hubiéramos dado por vencidos de no
haber sido por Prendergast, que bramó como un toro y se precipitó
hacia la puerta con todos los supervivientes pisándole los talones.
Nos habían disparado a través de las lumbreras entreabiertas del
salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el
teniente y diez de sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de
que consiguieran cargar de nuevo sus mosquetes; se defendieron con
coraje, pero pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo había
terminado. A fe mía que dudo que hubiera un matadero como aquel
barco.
Prendergast parecía un demonio enfurecido y agarró a los
soldados como si fueran chiquillos y los arrojó por la borda, vivos
o muertos. Había un sargento con terribles heridas y, sin embargo,
se mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que alguien
tuvo la misericordia de volarle la tapa de los
sesos.
Cuando terminó la refriega, no quedaba con vida ninguno de
nuestros enemigos, excepto los guardianes, los oficiales y el
doctor.
Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa.
Muchos de nosotros nos dábamos por satisfechos con la recuperación
de nuestra libertad y no deseábamos cargar con asesinatos nuestras
conciencias. Una cosa era tumbar a los soldados armados y otra
presenciar cómo se mataban hombres a sangre fría. Ocho de nosotros,
cinco presidiarios y tres marineros, dijimos que no queríamos
presenciar semejante atrocidad, pero no hubo manera de convencer a
Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad
de salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no
dejaría una sola lengua capaz de hablar más tarde en el estrado de
los testigos. A punto estuvimos de correr la misma suerte de los
rehenes pero finalmente Prendergast dijo que, si queríamos,
podíamos quedarnos con un bote de salvamento y largarnos. Aceptamos
en el acto, pues ya estábamos hartos de tantos sucesos sangrientos
y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar. Nos entregaron un
traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros dos, uno
de tasajo y otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó
una carta de navegación, nos dijo que éramos marineros cuyo buque
había naufragado en los 50 lat. N y 250 long. O, y después cortó la
amarra y nos dejó marchar. Y ahora, mi querido hijo, viene la parte
más sorprendente de mi historia. Durante la rebelión, los
marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en facha la
vela del trinquete, pero ahora, mientras nos alejábamos de ellos,
la izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave viento del
nordeste los alisios, la corbeta empezó a distanciarse lentamente
de nosotros. Nuestro bote subía y bajaba a merced del monótono
oleaje, y Evans y yo, que éramos los más cultos del grupo,
estábamos sentados a popa calculando nuestra posición y planeando
hacia qué costa de África podíamos dirigirnos. Era una cuestión
peliaguda, ya que cabo Verde quedaba sólo a unas quinientas millas
al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este. En resumidas
cuentas, visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos
que la mejor opción sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta
dirección, cuando la corbeta casi ocultaba ya su casco a estribor.
De pronto, mientras la estábamos mirando, vimos que brotaba de ella
una densa columna de humo, que se cernió sobre el horizonte como un
árbol monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión retumbó
como un trueno en nuestros oídos y, cuando la humareda se disipó un
poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes después,
viramos en redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el
lugar donde el humo que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena
de la catástrofe.
Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al
principio temimos que fuera ya demasiado tarde para salvar a
alguien. Un bote hecho astillas y varias jaulas de embalaje y
restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las olas, nos
señalaron dónde se había ido a pique la corbeta. Al no advertir
indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos alejábamos
cuando oímos un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos
restos del naufragio, con un hombre tendido sobre ellos. Cuando lo
subimos a bordo de nuestro bote, resultó ser un marinero llamado
Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras que hasta la mañana
siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.
Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su
pandilla se habían dedicado a dar muerte a los restantes rehenes:
el tercer oficial y los dos guardianes fueron muertos a tiros y
arrojados por la borda.
Seguidamente, Prendergast bajó al entre-puente y con sus
propias manos degolló al infortunado cirujano.
Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y decidido
que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo
ensangrentado en la mano, se desprendió de sus ligaduras que de
algún modo había conseguido aflojar y, echando a correr por la
cubierta, se precipitó hacia la bodega de popa.
Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos
de él, lo encontraron con una caja de cerillas en la mano, sentado
junto a un barril de pólvora abierto, uno del centenar que había a
bordo, y jurando que los haría volar a todos por los aires si se le
molestaba. Un instante después se produjo la explosión, aunque
Hudson creía que fue causada por la bala mal dirigida de uno de los
presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que
fuese la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma
que se había apoderado de la corbeta.
Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto
en el que me vi envuelto. El día siguiente nos recogió el bergantín
Hodspur, con destino a Australia, cuyo capitán no tuvo dificultad
en creer que éramos los supervivientes de un barco de pasaje que se
había ido a pique. La Gloria Scott fue considerada por el
Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una sola palabra se ha
sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje excelente,
el Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo cambiamos
nuestros nombres y nos dirigimos a las excavaciones en busca de
oro, donde, entre la multitud allí concentrada, procedente de todas
las naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras
anteriores identidades.
No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos,
volvimos a Inglaterra como ricos colonos, y adquirimos propiedades
rurales. Durante más de veinte años hemos llevado una existencia
pacífica y útil, y esperábamos que nuestro pasado estuviera
enterrado para siempre. Imagina, pues, mis sentimientos cuando en
el marinero que nos vino a ver reconocí al instante al hombre que
habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había averiguado
nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro
miedo.
Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él,
y hasta cierto punto compartirás conmigo los temores que me
invaden, después de que se haya alejado de mí e ido en busca de
otra víctima con amenazas en su boca.
Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto
apenas resultaba legible: «Beddoes escribe en clave que H. lo ha
contado todo. ¡Que el Señor se apiade de nuestras
almas!»
Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven
Trevor, y yo creo, Watson, que, dadas las circunstancias, era de lo
más dramático. El buen muchacho se quedó con el corazón destrozado
a causa de ella y se marchó a las plantaciones de té de Terai,
donde, según he oído decir, se defiende bien. En cuanto al marinero
y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos desde el día en
que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron
absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que
Beddoes juzgó como un hecho lo que era tan sólo una amenaza. A
Hudson se le había visto acechar furtivamente en las cercanías, y
la policía llegó a creer que había liquidado a Beddoes y a
continuación había huido. Por mi parte, creo que la verdad fue
exactamente lo opuesto. Considero como lo más probable que Beddoes,
movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó
de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar
mano. Tales son los hechos del caso, doctor, y si resultan de
alguna utilidad para su colección, le aseguro que los pongo
gustosamente a su disposición.
FIN