Capítulo IX

Ella tomó un par de sorbos y los colores empezaron a volver lentamente a su rostro.

—Igorov nos contrató hace algunos meses —dijo—. Las tres estábamos sin trabajo… Bueno, yo, al menos, lo tenía, pero no me estaba haciendo rica, precisamente. A mi edad, ya no se consiguen demasiados clientes, ¿comprendes?

—¡Caramba, Sybil! Yo te veo guapísima, muy atractiva… No es que piense que tú «profesión» sea lo mejor del mundo, pero si con el aspecto que tienes no consigues clientes, no sé qué otra cosa puedes hacer.

Ella sonrió tristemente.

—Ahora me ves muy bien, ¿verdad? Tendrías que haberme visto hace seis meses. Ni siquiera te hubieras molestado en mirarme. Y lo mismo se puede decir de las otras dos. Las tres tenemos… teníamos, la misma edad, aproximadamente, con una diferencia de uno o dos años… ¿Cuántos crees que tengo yo, Gareth?

Tilton la estudió cuidadosamente. Al fin, dijo:

—Bien, yo calculo que unos treinta y cinco, aunque no aparentas más de veintiocho o treinta…

—Tengo cuarenta y nueve años—declaró Sybil.

El joven respingó.

—¡Je! Tienes un humor excelente…

—Hablo en serio, Gareth —insistió Sybil—. Y tanto Mona como Irene han cumplido ya el medio siglo.

—Es imposible… Pero, ¿cómo puedes aparecer tan joven? —preguntó Tilton, estupefacto.

—Igorov nos contrató hace tiempo —explicó ella—. Dijo que quería ensayar nuevos métodos de rejuvenecimiento, absolutamente inocuos, y que nos pagaría unos buenos salarios, pero que deberíamos estar con él, cuando menos, un año. Todas nos encontrábamos en la misma situación, así que aceptamos.

—Entonces, vinisteis aquí…

—Y al mes ya notamos los primeros efectos. Nos encontrábamos mucho mejor, habían desaparecido ciertos achaques que ya surgen cuando llega el medio siglo… Yo tenía muchas canas y me desaparecieron…

—¿Qué os hace Igorov?

—No me preguntes. Su tratamiento se basa en ciertas drogas, en parte ingeridas por vía oral y en parte mediante inyecciones. Nada de cirugía y, por supuesto, cierta dieta y un horario muy rígido de sueño.

—¿Cuál es el horario?

—A las doce, como máximo, ya debemos estar durmiendo. Tomamos una bebida especial y descansamos doce horas de un tirón.

Tilton recordó el detalle de la respiración a ritmo muy lento. Sin duda, formaba parte del tratamiento y no cabía duda de que resultaba altamente eficaz.

—Sybil, ¿es cierto que hubo sorteo? —preguntó de repente.

Ella sonrió.

—¿Te sorprendió?

—Sí, desde luego.

—Irene ganó. Ya sabes el procedimiento, tres pajitas, la más corta y todo eso.

—Yo creo que perdió —murmuró Tilton—, Si está muerta…

—Tal vez por quebrantar la norma sobre el sueño.

—Es posible. Pero os oí gritar cuando Irene y yo… Bueno, parece que al profesor le pasó algo… Oí que le daba un ataque…

—Epilepsia.

Tilton se sobresaltó.

—¿Ese hombre padece…?

—Sí. Ya nos lo advirtió cuando llegamos al Cottage y nos instruyó sobre el particular. Cuando le sucede, le aplicamos una inyección y se le pasa muy pronto.

—Vaya, no hubiera supuesto… Bien, Sybil, al menos, no se puede decir que, pese a lo ocurrido, no haya resultado eficaz el método de rejuvenecimiento. Pero si yo estuviera en tu lugar, me iría de aquí inmediatamente.

—No puedo, Gareth.

—¿Por qué?

—Si me marchase ahora, perdería en pocas semanas todos los beneficios conseguidos. El profesor dice que la eficacia del tratamiento se basa precisamente en el año de duración. Es como si al final del tratamiento, se volviese a empezar a vivir a los treinta años, ¿comprendes?

Tilton asintió. No quiso decirle que, si se habían cometido crímenes en Hyrall Cottage — y, por lo menos, dos personas habían muerto asesinadas—, alguien interrumpiría muy pronto las actividades del profesor.

—Deseo que todo salga como dices —sonrió.

Sybil se puso en pie.

—Ahora me encuentro mucho mejor —dijo—. Gracias, Gareth.

La mujer se marchó. Tilton quedó en el mismo sitio, pellizcándose pensativamente el labio inferior. Si lo que Sybil le había contado era cierto, entonces resultaba que Igorov había hecho un descubrimiento sensacional. «Cuando uno llegue al medio siglo, sigue un año de tratamiento y vuelve de nuevo a los treinta años», pensó.

Igorov podía hacerse inmensamente rico…

Algo cortó bruscamente sus reflexiones. En torno a su garganta sintió el frío contacto de un cable de acero.

Durante un segundo, se sintió atacado por un pánico horroroso. Ya no podía hacer nada. Ahora, el atacante daría un terrible tirón y…

Pero el cable no se apretó. Una voz sonó inesperadamente: —Hutt, si aprieta, le volaré los sesos. Usted tiene una fuerza descomunal, pero su dura cabezota no podrá resistir el impacto de una bala calibre cuarenta y cinco.

El cable mantuvo la tensión durante unos instantes. Luego se aflojó y cayó al suelo.

Hutt soltó una risita.

—Perdone, pero sólo quería darle un susto…

—Hay bromas de muy mal gusto, que no se deben practicar jamás, Hutt —dijo Shera—, Vamos, retírese inmediatamente y vaya a su trabajo.

—Sí, señora.

El gigante se marchó. Tilton, sudando a mares, se apoyó con las dos manos en la mesa.

—Shera, ¿por qué escondes las alas? —exclamó.

—¿Alas? ¿Qué alas? —repitió ella.

—Todo ángel tiene alas, ¿no?

Shera se echó a reír y, acercándose al joven, le puso una mano en la espalda.

—Has dicho una frase muy bonita, Gareth. Gracias.

—Gracias a ti, encanto. Me has salvado la vida, pero, ¿cómo llegaste tan oportunamente?

—Vi a Kutt que entraba en el comedor furtivamente, como un malo de película de cuarta categoría. Eso me infundió sospechas y las confirmé cuando me di cuenta de que pretendía estrangularte.

—Por suerte, tenías tu pistola a mano…

—¿Pistola? —Shera se echó a reír—. Créeme, temblaba de miedo al pensar que él podía darse cuenta del truco.

Tilton se volvió rápidamente.

—¿Cómo? ¿No tienes…?

Ella le enseñó un trozo de tubo de metal brillante, cilíndrico, de unos diez centímetros de diámetro.

—Lo encontré al barrer por ahí y me lo guardé casi sin darme cuenta. Debe de ser el resto de una varilla para cortinas…

—Pero tú tenías una pistola. Me amenazaste con ella.

—Y tú me la quitaste, recuérdalo.

—Sí, aún debe de estar en el coche…

Tilton se precipitó hacia la puerta.

—Voy a buscarla. Luego hablaremos; tengo muchas cosas que contarte.

—De acuerdo, Gareth.

Tilton salió al vestíbulo. La puerta del despacho estaba abierta y por ella salió la voz del visitante, que no parecía demasiado satisfecho por alguna razón:

—Lo siento, profesor, pero no puedo dar mi aprobación a este trato. Lo que pretende usted es inaceptable por completo y tengo que decírselo así, con toda claridad.

—Bien, señor Larkin, si ésa es su decisión, yo tengo que respetarla —contestó Igorov—. Pero no por ello dejará usted de disfrutar de la hospitalidad de mi casa, supongo. ¿O quiere marcharse ya?

Larkin vaciló un momento.

—Profesor, espere… Volveré a estudiar el asunto. Sigo pensando que es inaceptable, pero quizá haya una salida decorosa… No para mí, porque no pienso hacer nada, pero tal vez pueda aconsejarle… ¿Le parece bien?

—¡Magnífico, señor Larkin! Es usted un tipo estupendo, mucho mejor de lo que yo creía. Gracias, gracias muy sinceramente.

Tilton continuó su camino. Fue al coche y no le extrañó demasiado ver que alguien se había llevado la pistola de Shera, de la guantera en que él la había dejado.

Regresó a la casa. Igorov y Larkin salían en aquel momento del despacho, amistosamente juntos.

En aquel momento, Igorov le pareció la araña y Larkin la mosca confiada e ingenua.

Shera apareció de pronto con un cubo, la bayeta, un plumero y otros útiles de limpieza.

—¿Adónde va usted, muchacha? —preguntó Igorov.

—A limpiar, su despacho, profesor. No sé cómo puede ser tan descuidado y si, el respeto no me lo impidiera, lo calificaría aún más duramente. Ese cuarto está lleno de porquería, señor. Un hombre puede ser descuidado, pero tiene la obligación de ser limpio, señor —contestó Shera con todo desparpajo.

Igorov se sorprendió un instante, pero luego se echó a reír.

—Vámonos, amigo Larkin —dijo—. Los jóvenes de hoy día no saben qué es el respeto ni la consideración hacia sus superiores…

—La juventud actual está podrida —rezongó el visitante.

Shera se volvió cuando entraba en el despacho y dirigió al joven un alegre guiño. Tilton sonrió también.

Instantes después, se quedaba solo. Dudó un momento, pero luego, hinchando el pecho, se encaminó hacia la cocina.

* * *

Kutt estaba sentado en una silla y tenía las manos apoyadas en las rodillas. Al entrar el joven, le dirigió una mirada vacua, indecisa.

—Kutt, quiero hablar con usted —dijo Tilton resueltamente.

—Sí… —contestó el gigante con un hilo de voz.

—Usted intentó estrangularme hoy. No, no lo niegue… ni haga un movimiento extraño. —El joven metió la mano en un bolsillo—. Me ha quitado una pistola, pero tengo otra — mintió—, y le pegaré un tiro si hace un solo movimiento sospechoso. ¿Me ha entendido?

—Sí…

—Como comprenderá, no estoy dispuesto a permitirle que repita su intento. Ahora, dígame por qué lo hizo y tal vez me sienta inclinado a la comprensión.

Kutt hizo una leve mueca. De pronto, sus ojos rodaron varias veces en las órbitas. Luego, lentamente, se deslizó a un lado, cayó de costado al suelo, se estremeció y acabó por quedar boca arriba, completamente inmóvil.

Tilton, asustado, dio un salto atrás. Entonces fue cuando reparó en el diminuto puntito rojo que se veía en la blanca camisa del gigante.

Miró a su alrededor. En el fregadero vio un enorme punzón de partir hielo. Y así dedujo cómo se había producido la muerte de Kutt.

Había sido sorprendido, sin duda, de lo contrario, el atacante no habría tenido la menor posibilidad de triunfar. Kutt debía de estar sentado en la silla, cuando alguien se le acercó por detrás y descargó el golpe. El punzón había penetrado a fondo, alcanzando el corazón. Sólo su poderosa vitalidad le había permitido sobrevivir algunos minutos a un golpe irremediablemente mortal.

Al cabo de unos momentos, dio media vuelta y salió de la cocina. Igorov y el visitante charlaban animadamente en el salón. Cruzó el vestíbulo como una exhalación y entró en el despacho.

Shera se volvió en el acto.

—Ah, eres tú… Me habías asustado, Gareth.

—Lo siento. Tengo noticias.

—Yo también.

Shera sonreía con aire triunfal. Estaba junto a una pared de oscuros paneles de madera. Hizo girar uno de ellos, a unos noventa centímetros del suelo, y dejó a la vista la brillante superficie de una caja de metal.

—¡Hale, hop! —dijo, a la vez que ejecutaba una aparatosa reverencia, como si estuviera en el circo—. ¿Qué te parece, Gareth?

—Muy bien, salvo el pequeño problema de abrirla —contestó él.

—Creo que lo tengo resuelto. Habrá que buscar un pico y una barra de hierro…

—Quizá eso tenga que esperar —cortó Tilton—. Ha ocurrido algo espantoso.

—¿Qué pasa? —se alarmó Shera.

—Kutt ha sido asesinado.

Los ojos de la chica se dilataron.

—No…

Tilton hizo un movimiento con la mano.

—Ven a verlo —dijo.

La joven vaciló un instante.

—Espero que no sea una broma —dijo—. No le tengo especiales simpatías a Hutt, pero me parece que es un pobre diablo, de mente débil, que sólo hace lo que le ordenan… —Tal vez sea así, pero nunca olvidaré el momento en que me puso el cable al cuello — contestó Tilton—. Anda, ven.

Shera le siguió con los nervios en tensión. Tilton entró en la cocina casi de espaldas y se apartó a un lado.

—¿Era una broma, Shera?

La chica se había detenido en el umbral.

—Gareth —dijo suavemente—, Kutt debe de pesar más de ciento diez kilos. Me gustaría saber cómo se ha evaporado tan rápidamente esa mole de carne.

Tilton volvió la cabeza y lanzó una exclamación de asombro.

¡El cadáver de Kutt había desaparecido!